Albert Libertad
¡Abajo la ley!
«Los anarquistas encuentran coherentes con sus ideas las del señor La Rochefoucauld y las de todos aquellos que protestaron sin preocuparse por la legalidad», nos dice Anna Mahé.[1] Esto no es, evidentemente, exacto, tal como voy a demostrar. Basta con una palabra para disfrazar el sentido de una frase; también las cuatro palabras subrayadas han bastado para cambiar enteramente el sentido de la que cito.
Si Anna Mahé fuese líder de un gran periódico, se apresuraría a acusar de la pifia a los tipógrafos o al correcto y todo quedaría de lo mejor en el mejor de los mundos posibles. O bien, por otro lado, creería empecinarse con toda seriedad en una idea que no sería manifestación de su razonamiento, sino más bien el resultado de escribir a vuelapluma.
Anna piensa, pero con, que es necesario, sobre todo en estos artículos de cabecera el menor número de errores posible y señalarlos nosotros mismos cada vez que nos sea dado apercibirlos. Es a mí a quien incumbe hoy dicho trabajo.
Los católicos, los socialistas, todos aquellos que aceptan, en un momento dado, el sistema de voto no son coherentes con sus ideas cuando se rebelan contra las consecuencias de una ley, cuando se manifiestan contra sus agentes, sus representantes. Solo los anarquistas están autorizados, son coherentes con sus ideas cuando actúan contra la ley.
Cuando un hombre deposita su papeleta de voto en la urna no emplea medio alguno de persuasión proveniente del libre examen o de la experiencia. Lleva a cabo la operación mecánica de contar a aquellos que están dispuestos a elegir a los mismos delegados que él, a hacer, en consecuencia, las mismas leyes, a establecer los mismos reglamentos que deberán sufrir todos los hombres. Al introducir su papeleta dice: «Me confío al azar. El nombre que salga de esta urna será el de mi legislador. Puede que esté del lado de la mayoría, pero corro también el riesgo de estar del de la minoría. Tanto mejor o tanto peor».
Después de haberse puesto de acuerdo con los demás hombres, de haber decidido que se someterían los unos y los otros al juicio mecánico del número, hay, por parte de los que están en minoría, cuando estos no aceptan las leyes y reglamentos de la mayoría, como una trapacería de mal jugador, de esos que, desde luego, quieren ganar pero no perder.
Los católicos que decidieron, cuando se encontraban en mayoría, las leyes de excepción de 1893-1894, carecen de motivos para rebelarse cuando, en el seno de la mayoría, se deciden las leyes de Separación. Los socialistas que quieren decidir, estando en mayoría, las leyes sobre la jubilación de los obreros carecen de motivos para rebelarse contra la misma mayoría cuando esta aprueba alguna ley que contraría, poco o mucho, sus intereses. Ningún partido de los que aceptan el sufragio, por muy universal que este sea, como base de sus medios de acción, puede rebelarse en tanto se le deje el medio de afirmarse mediante la papeleta del voto.
Los católicos se encuentran en general, en dicha situación. Los señores en tela de juicio durante las últimas batallas eran muy «grandes electores», y algunos incluso parlamentarios; no solo los unos habían votado e intentado formar la mayoría en las Cámaras que preparan las leyes, sino que los otros habían elaborado dicha ley, y discutido sus términos y artículos. Siendo, pues, parlamentaristas y voteros, los católicos no son coherentes con sus ideas cuando se rebelan. Los socialistas tampoco lo son más. Hablan constantemente de revolución social y se eternizan en gestos pueriles de votación, a la perpetua busca de una mayoría legal. Aceptar ayer la tutela de la ley, rechazarla hoy, retomarla mañana: he aquí el modo de obrar de los católicos, de los socialistas, de los parlamentaristas en general. Es ilógico.
Cada una de sus actitudes no se encuentra en relación lógica con la de la víspera, del mismo modo que la de mañana no lo estará con la de hoy. O se acepta la ley de las mayorías o no se acepta. Aquellos que la inscriben en su programa y que persiguen lograr la mayoría son ilógicos cuando se resisten a ella.
Así es. Pero, cada vez que los católicos, los socialistas se rebelan, no indagamos en los actos de la víspera, no nos ocupamos de los que se realizarán mañana; contemplamos tranquilamente cómo rompen la ley aquellos que son sus propios fabricantes. Será cosa nuestra hacer que esos días no tengan un mañana.
Así pue, los anarquistas son los únicos lógicos al rebelarse. Los anarquistas no votan. No quieren ser la mayoría que manda, no aceptan ser la mayoría que obedece. Cuando se rebelan, no tienen necesidad de romper ningún contrato; jamás aceptan vincular su individualidad a gobierno alguno.
Solo ellos, pues, son rebeldes que no mantienen ningún vínculo, y cada uno de sus gestos violentos está en relación con sus ideas, es coherente con su razonamiento.
Por la demostración, por la observación, por la experiencia o, la falta de todas ellas, por la fuerza, por la violencia: he aquí los medios por los que quieren imponerse los anarquistas. Por la mayoría, por la ley, ¡jamás!
[1] Anna Mahé (1881-1960). Ex institutriz y propagandista ácrata que fue compañera de Libertad a partir de la fundación del grupo de las Causeries populaires en 1902. Más en Anne Steiner, Las militantes anarquistas individualistas: mujeres libres en la Belle Époque (2008). Edición digital en https://colaboratorio1.wordpress.com.