Albert Libertad
El descanso semanal
Por más que me desentienda lo más completamente posible de las elucubraciones del día, por muy sindicalistamente rojos que sean; por más que no preste ninguna atención a los carteles, ricos en formas y colores, que nos arrojan a la cara la prosa proletaria; estoy obligado a saber que la más importante cuestión del momento, después de la Separación,[1] es la del descanso semanal.[2]
Desde hace más de seis meses se batalla en los sindicatos y en los comités, en la Cámara y en el Senado, se combate incluso en la calle, con el fin de saber si las gentes descansarán cuando estén cansadas. Al parecer, se ha hecho una ley para decidir la hora exacta en la cual el hombre que trabaja el cuero cambiará de atmósfera y el día preciso en el que la mujer que hace encaje deberá desentumecer sus riñones doloridos.
El señor Piot[3] quería el descanso semanal para que trabajemos en repoblar Francia, mientras que el señor Piou[4] quería permitir a todo hijo de vecino cumplir con sus deberes de cristiano. El señor Bérenger hablaba en nombre de la moral familiar, mientras que el señor Jaurès vibraba con la idea de la emancipación proletaria. Por la patria y por Dios, por la familia y por el proletariado, todos declaran de común acuerdo que el descanso semanal es la salvación de Francia.
Como en toda ley que se precie, como en toda regla digna de tal nombre, se empezó a hablar de excepciones, y la nomenclatura fue extensa. Gentes que descansan los dos tercios del año decidieron seriamente el número de días de descanso y desde qué hora a qué hora; si se tomarían de golpe o en varios pedazos. Otras gentes, que penan a lo largo de días y noches, esperaban pacientemente las decisiones de los primeros con el fin de correr a tomar un poco de aire puro.
Por fin, se votó la ley. El patrón se vio obligatoriamente forzado a no emplear durante siete días seguidos a los mismos obreros, a limitar su explotación a seis días y a comprender que es necesario dejar descansar a las bestias de carga para que puedan volver a la faena con mayor ardor. Los obreros supieron entonces cuándo y cómo podían descansar. Para ellos, ya no era cuestión de la fatiga de los miembros, de la inactividad pasajera que se apodera de todo el cuerpo, del clima soleado que te empuja a correr por los prados. No se descansa más que en el día legal, a la hora legal. Tanto al patrón como al obrero se les designó el día en que debían estar fatigados, los días en los que debían ser animosos. El pueblo esperaba con ansiedad esa nueva ley que fijaría de forma definitiva los días de juerga legales, en los que se reconocería a los obreros honrados.
Ya teníamos la media cuaresma y el 14 de julio,[5] en recuerdo de los locos y de la República, la Asunción y Navidad, para no olvidar a la Inmaculada Virgen y a su hijo. Pero, sin duda, no era suficiente. El obrero debía decidir por sí mismo cuándo rompía, por un día, el acostumbrado hábito del trabajo. ¿Acaso no establecía el patrón la hora de entrada, la hora a la que se come y el cuarto de hora en el que se evacua? Era preciso que alguien designase el día en el que es de absoluta necesidad detener la labor con el fin de conservar al obrero para la patronal.
La ley sobre el descanso semanal viene a llenar esta laguna. Los obreros balaron de alegría y relincharon de contento. Ya no habría nada que decidir, ninguna voluntad que imponer. Solo quedaba que Piot fijase la hora para la repoblación que Bérenger delinease el vestuario para la ocasión. No se puede tener todo a la vez. Lo que no daba el radicalismo, lo haría el socialismo: como reforma, era toda una reforma.
Pero hete aquí que llegó la hora de la aplicación. Una vez más, quedó probado de forma innegable que nada puede hacerse mediante el voto parlamentario, mediante la decisión de un comité o mediante el orden del día del sindicato. La aplicación de la ley sobre el descanso semanal probó que no se puede tocar ninguna piedra de la vetusta organización de las sociedades sin arriesgarse a ver cómo se hunde el edificio social entero.
Quienes la habían elaborado comprendieron, desde su particular punto de vista, la inanidad de tal medio. El señor Piou y sus cómplices clamaron contra un descanso que no tenía nada de dominical. El señor Piot y sus partidarios encontraron mediocre la tregua que dejaba sueltos a los hombres el martes y a las mujeres el jueves, al no permitirles el encuentro procreador. El señor Bérenger se sublevó virtuosamente contra una ley que, los martes, dejaba libre al hombre, que se servía de ello para ir a visitar a las mujeres públicas, mientras que, el jueves, la mujer veía a su amante y, el domingo, la muchacha corría al baile. El señor Jaurès, él mismo hostigado por las corporaciones liberadas, se preguntaba si la cosa no se volvería contra él.
Y el obrero supo que las leyes que se hacían para él apenas le eran de provecho. Su presupuesto se resintió inmediatamente por los días de reposo obligatorio, cuyo jornal, en apariencia, podía respetarse, al tiempo que su repercusión se dejaba notar dolorosamente en los precios de sus artículos de consumo.
La gran patronal, que desde hacía tiempo había comprendido la utilidad del descanso para asegurar más energía a los músculos empleados, canta victoria. La gran patronal, que había comprendido la utilidad de fijar no solamente la hora del descanso diario, sino también la del descanso semanal, cuenta con el feliz concurso de los sindicatos y los parlamentos.
Se modela a los hombres para el colectivismo. El pueblo se deja encorralar benévolamente. Se reglamenta su vida gesto por gesto. La patronal pone en la calle a cualquiera que descanse fuera del día señalado. «Es el martes, y no el jueves, cuando os está permitido tomar una purga. Es el domingo, y no el lunes, cuando descansaréis. —¿Que el domingo sale desapacible, llueve durante todo el día? — ¡No importa! Es el día de descanso. — Y el lunes sale soleado. — No es el día legal. — ¿Que el domingo os sentís llenos de ánimo y dinamismo, con los músculos dispuestos, y el lunes con dolor de cabeza? — ¡No importa! La ley lo ha fijado así».
He aquí la tutela que se nos promete, sin ninguna felicidad, sin ninguna alegría, sin ningún bienestar; he aquí la esclavitud con la cual se nos quiere, poco a poco, habituar a vivir pasivamente. En la comedia que se representa en los parlamentos, de la que los obreros son víctimas, puede parecer que se abandona con algunas dificultades una reforma que no puede sino estrechar aún más el contrato de trabajo y aumentar los convenios establecido con la patronal.
¿Cuándo, pues, los obreros amarán lo bastante el trabajo como para saber descansar en el momento en el que sus músculos no puedan proveer la cantidad y la calidad necesarias para llevar a cabo gestos útiles? ¿Cuándo, pues, los obreros dejarán de buscar en la legislación sindical, en la reglamentación parlamentaria, el medio de limitar su esfuerzo en tanto que duración de la jornada o de la semana laboral? ¿Cuándo, pues, se darán cuenta de que es aumentando el número de parásitos, y no, en consecuencia, disminuyendo el de productores, como hacen imposible una disminución efectiva de su tiempo de labor? ¿Cuándo, pues, se decidirán los obreros a trabajar útilmente, y se entenderán entre ellos para conocer las labores inútiles, perniciosas y peligrosas, y para no practicarlas ya más?
Solo entonces conocerán los obreros la alegría del trabajo y la alegría del descanso. Entonces sabrán los hombres descansar cuando el cuerpo se lo pida y cuando el sol cante a la pereza.
[1] Libertad se refiere, como es evidente, a la separación entre las iglesias y el Estado, que había quedado sancionada por una ley de diciembre de 1905. Más en M. Larkin, L'Eglise et l'État en France, 1905: la crise de la séparation, Privat, Toulouse, 2004.
[2] El 13 de julio de 1906 el Parlamento francés votó la llamada Ley Sarrier, que establecía el descanso dominical obligatorio de 24 horas para los obreros y los empleados de comercio. Más en http://www.force-ouvriere.forma/1906/index.asp?dossier=4000&idea=1987 [Cit. 09/03/09].
[3] Edme Piot (1828-1909). Político francés. Miembro de la izquierda democrática y senador. Fue el promotor de una comisión extraparlamentaria sobre la despoblación de Francia, asunto al que además dedicó la obra La Question de la dépopulation en France. Le mal, ses causes, ses remèdes, publicada en 1900.
[4] Jacques Piou (1838-1933). Diputado católico. Fundador de la Action libérale populaire en el año 1901.
[5] Día en el que, desde 1880, se celebra la fiesta nacional francesa. Conmemora la fiesta de la Federación, celebrada, a su vez, en el primer aniversario de la toma de la Bastilla.