Albert Libertad
El ganado patriótico
¡Al cuartel! ¡Al cuartel! Vamos, muchacho de veinte años, mecánico o profesor, albañil o dibujante, extiéndete sobre el lecho... sobre el lecho de Procusto.[1] Eres demasiado grande... te encogeremos. Esto es el cuartel... aquí no se hace uno el listo, aquí no se farda... todos iguales, todos hermanos... ¿Hermanos en qué? En estupidez y obediencia, desde luego.
¿Eh? ¡Ah! Tu individualidad, tu cabeza, tu forma... ¡Cómo nos la pela! Tus sentimientos, tus gustos, tus inclinaciones... ¡Al albañal! Es por la patria... te decimos. Ya no eres un hombre, eres un cordero. Estás en el cuartel para servir a la patria. Que no sabes lo que es, peor para ti. Por otro lado, no tienes por qué saberlo. No tienes más que obedecer. Vista a la derecha. Vista a la izquierda. A cubrirse. Descansen. ¡Come! ¡Bebe! ¡Duerme!
¡Ah! Y hablas de tu iniciativa, de tu voluntad. Aquí, ni idea de eso; no hay más que disciplina. ¡Cómo! ¿Qué dices? ¿Que te han enseñado a razonar, a discutir, a formarte un juicio sobre los hombres y las cosas? Aquí, a achantarla, a chaparla. No tienes, no debes tener otras preocupaciones, otros juicios, que los de tus jefes.
¡Que no quieres, que no puedes sino seguir a los que, por experiencia, has reconocido competencia? Nada de bromas aquí, pequeñín. Dispones de un medio mecánico para saber a quién obedecer... Cuenta los filamentos dorados en la manga de un dolman.[2]
¡Al cuartel! ¡Al cuartel!
El ejército, decía yo últimamente, no se enfrenta al enemigo exterior; el ejército no se enfrenta al enemigo interior; el ejército se enfrenta a nosotros mismos; a nuestra voluntad, a nuestro «yo». El ejército es la revancha de la masa contra el individuo, del número contra la unidad.
El ejército no es la escuela del crimen; el ejército no es la escuela de la corrupción, o si lo es, no es este el mayor de sus defectos; el ejército es la escuela de la apatía, la escuela de la emasculación.
A pesar de la familia, a pesar de la escuela, a pesar del taller, algo queda de su personalidad en cada uno de los hombres; de cuando en cuando, se producen movimientos de reacción contra el medio. El ejército, cuya sede es el cuartel, viene a completar esa obra de aniquilación del individuo.
El hombre de veinte años posee esa virilidad generosa que le permite emplearse en el desarrollo de una idea. No tiene las trabas del hábito, las desazones del hogar, el peso de los años. Puede llevar su lógica hasta la rebelión. Hay en él la savia necesaria para hacer estallar los brotes y eclosionar las flores.
En un recodo del camino, le tienden la celada de la patria, la trampa del ejército, la ratonera del cuartel. Tantos, se bloquean todas las facultades. Ya no hay que pensar. Ya no hay que leer. Ya no hay que escribir. En ningún caso hace falta la voluntad.
Desde la punta de los cabellos hasta la de los pies, todo vuestro cuerpo pertenece al ejército. Ya no elegís el peinado y el calzado que os place. Ya no lleváis la ropa amplia o ajustada al talle. No os acostáis cuando os viene el sueño... Hay un calzado, en hornos comunes y la hora de vuestro descanso está fijada desde hace años.
¿Qué es todo esto? ¡Cuestión de resistencia!
Pero hay algo peor... ¡En la calle, ya no habláis a quien deseáis! ¡No entráis en los lugares que os place! ¡No leéis el periódico que os interesa! ¡Vuestras relaciones, vuestros encuentros y vuestras lecturas también son reglamentarias! Y si, por casualidad, os vienen urgencias sexuales, tenéis el burdel de los soldados y el de los oficiales, del mismo modo que hay sitios diferentes para alcoholizarse.
Todo está regulado, todo está previsto. El individuo es asesinado. La iniciativa, muerta.
El cuartel es el establo del ganado patriótico. Sale de él un rebaño que está dispuesto para formar el ganado electoral.
El ejército es el temible instrumento erigido por los gobernantes contra los individuos; el cuartel es la canalización de las fuerzas humanas de todos en beneficio de algunos. Se entra en él hombre, se hace uno soldado y se sale ciudadano.
[1] Hijo de Poseidón y padre de Sinis. Procusto era ladrón y posadero. Poseía una casa en las colinas del Ática, en la que ofrecía posada al viajero solitario. Si el invitado era alto, lo acostaba en un lecho más corto y serraba las partes que sobresalían; si era bajo, en una cama de mayor tamaño, donde lo maniataba y descoyuntaba sus huesos con el fin de estirar el cuerpo.
[2] Cazadora del uniforme utilizada por los húsares.