Albert Libertad
El hombre y la justicia
Ya mostramos al hombre en guerra con la masa; veamos ahora al Hombre en guerra con la justicia.
Se ha perturbado el orden social. Un hombre ha entrado en lucha con la sociedad. Este hombre había creído poderosamente en la justicia. Cuando la justicia le faltó, ya no creyó más que en sí mismo, en su fuerza. Su acto, sin más, habría hecho sonreír a la sociedad y a su justicia de no haber contenido la fuerza del ejemplo.
Todos los «ciudadanos», todos los números, todos los catalogados, todos los inscritos se enteraron de lo que un hombre puede hacer. Ya no es solo el Hombre el que dinamita la sociedad. Es la sociedad la que se ve obligada a dinamitar al Hombre.
Un anciano de setenta años muestra a los jóvenes cómo hay que proceder para hacer la insurrección. No respeta nada. Dispara contra el capital, la magistratura, el ejército, la gendarmería. Grandpied, el propietario, Barreau, el escribano, Genry, el soldado, Fuseau y Masteau, los perros guardianes, todos pasan uno por uno ante el punto de mira del Hombre que se defiende.
La sociedad ha vencido; mantiene al Hombre encadenado. Durante los primeros días de agosto representaba la comedia de juzgarlo. No pudo matarlo en el combate; la sociedad va a jugar con el anciano en la sala de audiencias. Así que Roy compareció en Poitiers.
Es grande sus cabellos blancos, su bigote rubio. Sus ojos son azules, la mirada que despiden clara. La poderosa frente, el fuerte mentón previenen de su voluntad e inteligencia.
La masa gruñe en la sala a su llegada. Los esclavos no quieren a los hombres libres. Él observa tranquilamente el grotesco aparato de esta representación judicial.
El tal Cayla, que vive a expensas de la gente que trabaja últimamente bajo el falaz motivo de ser consejero, preside la ceremonia. Este individuo, que se jacta de «juzgar» a su prójimo con toda tranquilidad, de escuchar los pros y los contras sin tomar partido, está lleno de animosidad. Sin que nadie le haya pedido que se remonte a los tiempos de las cavernas, vuelve a los primeros años de Roy con el fin de presentar ciertos cargos en su contra. ¡Y qué cargos!
«¿Por qué lo licenciaron tras un año de servicio?
—Me necesitaban en la granja.
—Lo cierto es que el oficio militar no le complacía.
—No mucho, la verdad», dice Roy sonriendo.
Pues sí, al Hombre no le gusta obedecer y el ejército no podría complacerlo. Que alguien no sea capaz de defender su pereza es algo que ofende al consejero Cayla, ese improductivo.
El Cayla aún va más lejos y pregunta a Roy cuántos años ha vivido con su mujer.
«Tres años.
—¿Amaba usted a su mujer?
—Nos amábamos.
—¿Cómo es posible que no la acompañase usted, conforme a una muy respetable costumbre, hasta su última morada?
—No disponía de efectos».
Ante tal respuesta, Cayla junta las manos, levanta los ojos al cielo y exclama: «¡No disponía de efectos para asistir a las exequias de su mujer! ¡Pero, en tales circunstancias, los efectos se toman prestados! Me parece que la verdad es, más bien, que de la muerte de su esposa se había consolado por adelantado».
Toda la hipocresía de este juzgador y de la sociedad a la que representa está contenida en esta frase. El paseo tras un cadáver es la prueba legal, del dolor experimentado.
Como Roy intentó ganarse la vida montando un negocio de abonos, abandonando el trabajo de la tierra, Cayla el consejero lo trata de holgazán. Y, en la sala, nadie estalla en una carcajada en las narices de este parásito, de este holgazán legal que no se contenta con dejarse alimentar por los hombres, sino que además los mata o los encierra.
El interrogatorio llega al momento en el que Roy es guarda de caza, al momento en el que el Hombre, corrompido por la sociedad, dispone de un pedazo de autoridad. Entonces, el hombre trabajar, probo, estimado, se convierte en un Cayla de medio pelo en el ejercicio de su «magistratura»: practica el sistema de la doble balanza, de la doble medida. Es tibio con sus amigos; malvado, para los demás. Saquea y extorsiona, escamoteando procesos-verbales por una pieza de diez francos, del mismo modo que los magistrados dictan auto de sobreseimiento a cambio de un millar de francos o de un ascenso.
El Roy «guarda de caza» se encuentra situado entre su deber —el deber que le impone la sociedad—, su «interés» —el interés especial que le impone la sociedad— y los sentimientos de justicia, de bondad, de camaradería que pueda tener dentro de sí. Tiene el típico lema: «Yo cumplía con mi deber, y no podía hacerlo sin enojar a la gente».
Esto es cierto. La asociación de los ricos ha encontrado el medio de contaminar, de envenenar a los pobres, de hacer de ellos perros guardianes; ¿quién de nosotros no sabe que nuestro camarada Étiévant[1] estuvo a punto de ser agente de la autoridad? Para que podáis comer, los capitalistas os hacen guardar sus cofres y os inoculan la necesidad de morder.
Cayla quiere jugar con Roy a propósito del Código:
—¿Lo ha leído usted?
—Lo he entreabierto en alguna ocasión, pero no he tenido tiempo de leer todas las leyes que han metido ahí dentro.
—De haberlas leído, habría sabido que el primer debe de un hombre civilizado es respetar la vida de su semejante.
—¡Qué quiere decir usted! Creía que querían dispararme; yo me defendía.
Los anarquistas, de acuerdo con Cayla, piensan que los soldados son salvajes, puesto que no respetan la vida de sus semejantes, incluso aunque su interés personal no esté en juego, y pueden aprovechar para «solicitar» la supresión del ejército.
No sigamos detallando esta siniestra comedia, en la que la masa, el jurado, los hombres de la ley y los gendarmes se alzan vindicativamente frente al Hombre. Delante de esta horda, delante de esta jauría aulladora, babeante, mentirosa, calumniadora, Roy tiene un momento de sorpresa, que manifiesta con voz suave, como entristecida: «Es gracioso, jamás habría pensado reunir tantos odios a mi alrededor».
Cayla se mostró tan hostil hacia el acusado en el curso de las dos sesiones que la prensa no pudo silenciar el hecho. Halló efectos tan ridículos, tan odioso, que se pusieron en contra de su objetivo. Sí, la sociedad se vengaba; habían tocado los pilares que la sostienen, tenía miedo. Las gentes que tienen miedo no razonan.
Tras él, rivalizando con Cayla en granujería y maldad legal, es el tal Mendès, abogado general, el que viene a clamar por la muerte. Reprocha a Roy haber lanzado piropos a una vecina, algo que, sin duda, Cayla había olvidado. ¿Era acaso jurado el marido? Tal hombre pide la pena de muerte y tiene la audacia de pedirla diciendo: «¡Señores jurados, proclamen que la vida humana es sagrada!» Es de un cinismo tan repugnante como la cobardía de quienes lo escuchan. Y termina: «La sociedad exige que ninguna circunstancia atenuante sea reconocida en este asesinato. Es viejo, mas qué importa si fue joven para el crimen». El jurado obedeció.
Los doce bonzos, los doce de la masa, la docena de buenas gentes, con un decimotercero de añadidura para que cuadren las cuentas, respondieron afirmativamente a todas las cuestiones, sin circunstancias atenuantes, y hecho esto, para dejar bien clara su completa imbecilidad, firmaron inmediatamente una petición de indulto.
La sociedad debe vencer al Hombre, abatirlo. El individuo no debe vivir más que si la masa se lo permite. Roy fue, pues, condenado a muerte. Se le concedieron unas últimas palabras, y su sonrisa venció al sarcasmo de los abastecedores de la guillotina: «Si me cortan el cuello, no harán caer muchos cabellos de mi cabeza».
Si muchos hombres quisieran actuar, sé de muchos gandules, de muchos parásitos, que no tendrían la misma tranquilidad.
[1] Georges Étiévant (hacia 1865-?). Tipógrafo anarquista, condenado en 1892 a cinco años de prisión por el robo de la dinamita utilizada por Ravachol en los atentados contra los dos magistrados responsables de la represión anti-anarquista. A pesar del desmentido de Ravachol, Étiévant y tres de sus camaradas fueron condenados a duras penas de prisión. Poco después de su salida de la cárcel, el tipógrafo será condenado en rebeldía a una nueva pena de cinco años por una serie de artículos publicados en Le Libertaire. El 19 de enero de 1898 Étiévant decide devolver el golpe: apuñala a un policía parisino y hiere a otro con un revólver. Condenado a muerte en junio del mismo año, la pena será finalmente conmutada por trabajos forzados a perpetuidad. Moritá pocos años después en el presidio de la Guayana francesa.