Albert Libertad
Nuestras voluntades
Somos anarquistas porque buscamos la libertad y el bienestar y porque, en buena lógica, combatimos contra todo aquello que es contrario al bienestar y a la libertad. Por esta razón, combatimos contra la organización completa de la sociedad de hoy y trabajamos en esa revolución que debe forzosamente destruirla. Trabajamos en la revolución social, es decir, regeneradora de la sociedad, arrojando entre la multitud de los seres humanos ideas de independencia y rebelión. Actuamos así porque sabemos que las revoluciones no se decretan, porque no son más que el coronamiento de una evolución, de un cambio completo en las ideas. Una revolución no estalla de golpe; es simplemente un producto, una conclusión.
Esos que nos hablan de hacer la revolución de la noche a la mañana, como se puede construir una máquina o romper un vidrio, no se dan cuenta de que se ponen en flagrante contradicción de las leyes de la evolución, de que no obedecen más que a sus pasiones, sin contemplar en absoluto la imposibilidad de su deseo.
Del mismo modo que para la transformación radical del suelo, para la transformación radical de las sociedades es precisa una larga preparación, una fermentación continua. Ningún cataclismo se produce de forma súbita; solo poco a poco, a consecuencia de cambios casi insensibles, se llega a esa explosión que llamamos revolución.
Cuando se dejan oír ruidos subterráneos, cuando se ve subir la temperatura de los manantiales, hundirse terrenos, se puede prever un temblor de tierra, una revolución geológica. Del mismo modo, en la vida social, cuando vemos que se producen descontentos, que se lesionan intereses, que se agravan los sufrimientos, cuando se dejan oír las protestas, se puede prever también un cataclismo en la sociedad, una revolución.
Y, sin duda, los signos precursores de la revolución social, que transformará el viejo mundo, se distinguen fácilmente a poco que se los observe. Uno se pregunta por qué antagonismos tan crueles dividen a la humanidad; por qué tantos personajes más o menos odiosos mandan sobre los demás, sobre la gran mayoría de los hombres.
Si nosotros, anarquistas, lanzamos nuestras ideas entre las masas para hacerlas germinar, para hacerlas penetrar en los cerebros de los que son gobernados, explotados sin misericordia, es con el fin de preparar a los espíritus para la revolución o, mejor dicho, para revolucionar los espíritus. Pues solo cuando los cerebros estén dispuestos para la revolución —es decir, cuando tengan conciencia del cambio que nos parece necesario para el bienestar y la libertad del hombre—, cuando hayan llegado a considerar dicha revolución como una necesidad que hay que satisfacer sin dilaciones, solo entonces, fatalmente, se producirá el cataclismo y el viejo mundo se hundirá por sí mismo, porque ya no tendrá razón de ser.
Por eso no tenemos, como otros, la pretensión de hacer la revolución, de organizarla y de trazar su ruta. No queremos centralización, ni aglomeración, ni administración, y esto porque sabemos que siempre van contra la libertad; y que, al estar contra la libertad, son una fuente perpetua de desórdenes, de problemas, de confusión. Pedimos, coherentes con nosotros mismos, no ser mandados ni dirigidos. Colectivistas, federalistas o centralistas, comunistas más o menos revolucionarios, todos creen en la necesidad del poder. Solo nosotros no creemos.
Como suele decirse, cada uno con sus ideas, ¿no es así?, y se puede entrar en discusiones contradictorias. No tenemos la pretensión de ser providenciales y no decimos: ¡fuera de nuestras ideas, no hay salvación! ¡no hay emancipación! No somos exclusivistas ni excomulgamos a nadie. Tal o cual partido no podría decir lo mismo, pues parece que, siguiendo el ejemplo del catolicismo, las excomuniones están de moda en el partido obrero. Tal cosa no es, bien es cierto, más que una confesión de impotencia o de debilitamiento.
Combatimos contra todo principio de autoridad, de acaparamiento. Es decir que, cualquiera que sea la forma del poder, del gobierno, nosotros la atacamos. Esto es lo que nos caracteriza: no más gobierno de ningún tipo, aunque sea revolucionario, aunque sea comunista. Tal es nuestro programa. No queremos más gobierno de lo que queremos propiedad. No reconocemos a nadie el derecho a decirse amo de tal o cual cosa. Los anarquistas combaten, pues, contra toda usurpación del poder, contra toda usurpación de la riqueza natural o social.
La razón es que el gobierno y la propiedad son las bases sobre las cuales se sustenta la organización social actual, organización en cuya destrucción trabajamos ardientemente. Sí, todo aquello que deriva de dicha organización, todo lo que de ella depende, todo lo que contribuye a legitimarla o fortificarla encuentra en nosotros enemigos implacables, que no transigen. El individuo, para subsistir, para gozar, no tiene necesidad de ser dirigido ni de estar cogido por la panza; en absoluto son necesarios ni gobernantes ni sacerdotes ni propietarios para que la humanidad viva. Por eso levantamos, contra el edificio antagónico que alberga a la organización social actual, el estandarte de la rebelión.