Título: Utopías antiguas y modernas
Fecha: 1966
Fuente: Recuperado el 20 de agosto de 2016 desde kcl.edicionesanarquistas.net.
Notas: Digitalización: KCL. Editorial José M. Cajica Jr., Puebla, México.

Prólogo

Todos los pueblos del mundo han tenido sus mitos, pero solo en los de occidente se han forjado “utopías”, esto es, mitos concientemente elaborados que tienen sus raíces en el raciocinio y proponen a la voluntad humana un nuevo modelo de convivencia.

Ello se debe, en primer lugar, al sentido helénico de la positividad de lo terrestre, a la afirmación de la vida presente que predomina entre los griegos. Pero se debe sobre todo, al hecho de que solo en Occidente, por obra de la concepción cristiana del mundo, se ha desarrollado una conciencia y una ciencia de la historia, con lo cual se ha producido la radical posibilidad, más aún la intrínseca exigencia, de contraponer en el plano de la convivencia humana lo que es a lo que debe ser.

De esta manera el estudio de la Historia aparece como inseparable del estudio del Deber ser histórico y, en consecuencia, del estudio de la Utopía. Ello hace posible una historia de las utopías considerada como historia de las metas propuestas a la Historia.

Si nos atenemos rigurosamente a la utopía como especie literaria, esto es, como relato o proyecto imaginario de una sociedad ideal, esa historia debería remontarse por lo menos hasta Hipodamo de Mileto y Faleas de Calcedonia. Encontraría luego un verdadero arquetipo en La República de Platón y no debería olvidar por cierto, a Evemero con su Crónica sagrada de la isla de Panquea. Recién en el Renacimiento, con Thomas More y su Libellus vere Aureus nec minus salutaris quam festivus de optimo republicae statu deque nova Insula Utopia, se toparía con el nombre propio de su objeto. Poco después tendría que considerar a Campanella con su Civitas Solis Poetica, y retornando a Inglaterra, a Lord Francis Bacon con su New Atlantis. En el mismo siglo XVII debería estudiar además algunas otras obras, menos conocidas pero no carentes de verdadero interés, como la Republicae Christianopolitanae Descriptio Johann Valentin Andrae, la Nova Solyma de Samuel Gott, la Desciption of the Famous Kingdom of Macaria de Samuel Hartlib, y el Commowealth of oceana de James Harrington.

Abundante material hallarían en el período de la ilustración donde su atención tendría que moverse desde La Terre Australe connue de Gabriel de Foigny hasta la Description of Spensonia, de Thomas Spense, pasando por obras tan curiosasa como la Historia de Calejava de Calude de Gilbert, el Voyage de l’Isle de Naudely de Pierre Lesconvel y L’an deux mille quatre cent quarante de Louis Sebastién Mericer (cfr. A. le Flamanc: Les Utopies prérévolutionnaires et la Philosophie du 18éme Siécle 1934).

Al llegar al siglo XIX encontraríamos una no menos importante literatura utópica, que va desde Charles Fourier con Le Nouveau Monde industriel hasta Theodor Hertzka con Freiland: ein sociales Zukunftsbild y que se vincula generalmente al socialismo.

No han faltado, por cierto, en nuestro siglo varios ensayos de una historia general de las utopías. En 1922 Lewis Mumford publicaba en Nueva York un volumen titulado The Store of Utopías y al año siguiente, en Londres aparecía, bajo el nombre de Joyce O. Hertzler, The History of Utopian Thought. En traducción española tenemos la Breve historia de las utopías de Max Nettlau, el viaje a través de las utopías de María Luisa Berneri y el ya clásico librito de Martín Buber, Caminos de Utopía.

Nuestra obra no pretende ser una nueva historia de las utopías. Es simplemente la recopilación de una serie de ensayos sobre algunas utopías menos conocidas o sobre algunos aspectos menos considerados de algunas más conocidas utopías. Casi todos ellos han sido publicados en revistas argentinas: los que forman los capítulos I, II, y X en la Revista del Instituto de Derecho público y Ciencias sociales de la Univ. Nac. Del Litoral (Rosario); los correspondientes a los capítulos VI, VIII y IX en Reconstruir (Buenos Aires); los que integran los capítulos V y VII en Cuadernos filosóficos (Rosario) y anuario de Investigaciones históricas (Rosario), respectivamente.

Algunas repeticiones que el lector encontrará se explican por este carácter de ensayos independientes concebidos y escritos.

Si alguien objetara la desproporción entre la importancia de las utopías estudiadas y la extensión respectiva de los capítulos que se les consagra volvería a recordarle que no me he propuesto escribir una historia general de las utopías sino solo algunos breves trabajos sobre puntos menos conocidos, por lo cual precisamente los más importantes son quizás los que requieren (como en el caso de Platón y de Bacón) un tratamiento menos extenso y detallado.

Capítulo I: ¿Democracia y arquitectura social en Hipodamo de Mileto?

Hipodamo de Mileto ocupa un lugar importante en la historia de la arquitectura y del urbanismo antiguo. A él se debe, si no la invención, como cree Aristóteles,[1] por lo menos la divulgación en el mundo griego del sistema urbanístico según el cual las calles han de cortar en ángulo recto, dividiendo así la ciudad en una serie de paralelogramos.

La colonia de Turio, en Lucania, fue trazada de acuerdo con este sistema por el mismo Hipodamo.[2]

Por otras parte, si aceptamos, siguiendo a Schuhl,[3] la idea del que el Metón presentado en “Las Aves” por Aristófanes se identifica con Hipodamo, resulta que este habría tratado además de conciliar dicho sistema (el νξώτξρον καίι πποδάμξιον τροπον, que dice Aristóteles) cuyos orígenes reales hay que buscar en Creta e Italia, con el sistema circular, usado por los hititas.[4] Se habría abocado así, en el terreno del urbanismo, al difícil problema de la cuadratura del círculo[5] y al, según algunos, no menos difícil de conciliar Occidente con Oriente.

Aristóteles le atribuye también la construcción del barrio comercial del Pireo,[6] noticia que recogen algunos autores posteriores como los lexicógrafos alejandrinos Hesiquio[7] y Harpocración[8] y otros.[9] La plaza del mercado de dicho barrio ateniense llevaba su nombre.[10]

Pero este arquitecto no se conforma con planear ciudades solemne y geométricamente perfectas.[11] Pretende también delinear el régimen ideal al que deben sujetarse. Mientras, por una parte, introduce el sistema rectangular y traza los planos del Pireo y de Turico, por otra, según el mismo espíritu matemático concibe un sistema social estructurado con entera regularidad.

Aristóteles dice que fue el primero que se ocupó de política sin ser un hombre de Estado.[12] En tal sentido se lo podría considerar como el primer teórico político de Grecia, sin que ello quiera decir que antes los filósofos ignoran en absoluto los problemas de la sociedad y del Estado.

De una manera más concreta puede considerárselo, junto con Faleas de Calcedonia,[13] como un predecesor de la utopía platónica.[14]

En efecto, tanto en uno como en otros se da, a más de otros varios elementos afines a la República de Platón, el mismo intento de reforma de la Sociedad conforme a un esquema ideal.

Fales de Calcedonia fue, según Aristóteles, el primero que propuso una repartición igualitaria de la Tierra,[15] con lo cual, si bien todavía se hallaba lejos del comunismo Platón, se proponía ya, como este, evitar las luchas de clases y consolidar internamente el Estado.[16]

En Hipodamo se preanuncia la clásica tripartición de la “república”, aunque con un contenido particularmente diverso.

En efecto, la ciudad ideal ha de tener para él diez mil habitantes (ni más ni menos), repartidos en tres clases sociales (que son otros tantos grupos profesionales): los artesanos, los agricultores y los guerreros.[17]

Esta última clase corresponde en la utopía platónica a la segunda, que se relaciona con el alma pasional.[18] Las dos primeras clases de Hipodamo, es decir, los productores, formarán para Platón la tercera clase que, a su vez, se relaciona con el alma concupiscible.[19] Falta, en cambio, la clase que Platón coloca a la cabeza del Estado, esto es, la clase de los filósofos-gobernantes o de los guardianes perfectos,[20] quizás porque Hipodamo, a pesar de profesar él mismo la arquitectura y la filosofía, no concebía que la intelectualidad, como tal, pudiera constituir dentro del Estado una profesión o. menos aun, fundamentar una diferencia de clases. Por otra parte, es preciso, hacer notar que las clases de Platón son grupos rigurosamente jerarquizados, cosa que no sucede, al parecer, en Hipodamo. Lo cierto es que, desde un punto de vista jurídico-político las clases se hallan en un plano de entera igualdad, como luego veremos, y en tal sentido, entra la arquitectura platónica y la hipodámica media la misma diferencia que entre una ciudad edificada en torno a una acrópolis (que, según Aristóteles, es el tipo de urbanístico que conviene a las oligarquías) y una ciudad extendida en la llanura (que, según el mismo estagirita, es lo propio de las democracias).[21]

Todo el territorio ha de dividirse, según Hipodamo, en tres partes: una es la parte sagrada, otra, la propiamente pública y otra, en fin, la que corresponde al dominio privado.[22] El producto de la primavera se destinará a los dioses, esto es, al sostenimiento del culto, el de la segunda a los guerreros, mientras la tercera será repartida en propiedad entre todo aquellos que directamente la trabajan, es decir, entre los agricultores.

También aquí aparece una clara analogía con el régimen de la propiedad en la República platónica: al distinguir Hipodamo una propiedad común o colectiva, de otra propiedad privada, se acerca mucho más que Faleas de Calcedonia a la estructura del Estado de Platón ya que, como este, cree que a una clase corresponde la propiedad privada, mientras otra se ha de ajustar a una estricta comunidad de bienes.

También en lo que respecta a las especies de la ley penal sigue Hipodamo aplicando la tripartición. En efecto, todos los delitos castigados por las leyes pertenecen, en general, a tres categorías: injuria, perjuicio u homicidio.

Para juzgar de ellos no basta un solo tribunal sino que es preciso establecer un segundo al cual puedan ser llevadas, en última instancia, las sentencias que parezcan mal producidas.[23] Los jueces de este superior tribunal serán ancianos, esto es, hombres con amplia experiencia en los problemas de la vida comunitaria, y se los elegirá por votación. Tanto la idea de establecer tribunales de apelaciones como el procedimiento de elección de los jueces pueden considerarse aportes originales de Hipodamo al pensamiento jurídico griego.

Pero su contribución más importante y profunda en este terreno consiste en su concepto de las relaciones entre el juez y la ley. Hipodamo tienda a ampliar la libertad del juez, por lo menos en la medida en que no admite una simple disyunción contradictoria en la sentencia.

Esta, para él, podrá siempre tener un triple sentido: de condena total, de total absolución o de condena (y de absolución) parcial. El término medio o tercera posibilidad abre el campo para una actividad creadora de derecho por parte del juez y en tal sentido se nos presenta también el milesio como el primer remoto precursor del derecho libre.[24] Los jueces obligados a optar simple y llanamente entre absolución y condena se ven con frecuencia obligados a traicionar su juramento, dice Hipodamo, pues son muchos los casos en que la absolución y, correlativamente, la condena solo puede ser parcial. Ahora bien, el cómo y el cuánto de esta parcialidad, lógicamente quedan librados al criterio del que juzga, el cual de esta manera complementa la acción del legislador.

Sin embargo, si consideramos el conjunto de las ideas de Hipodamo, encontraremos un punto todavía más notable y trascendente. Según nos informa Aristóteles, en el Estado ideal del milesio todas las magistraturas han de ser elegidas por el voto de los ciudadanos, cualquiera sea la clase a que estos pertenezcan.[25] Se nos presenta así Hipodamo como el primer teórico y propugnador de la idea del sufragio universal y, en la medida en que sufragio universal equivale a democracia, se constituye asimismo en el primer ideólogo de la democracia occidental.[26] Desde este punto de vista la antítesis con Platón resulta tan clara como antes las coincidencias respecto a la organización social y al régimen de la propiedad. Mientras para este la función del gobierno está por naturaleza adscripta a una clase y nada tiene que ver con el beneplácito de los gobernados (y sobre todo con la voluntad de las clases productoras),[27] Hipodamo abre, en principio, todas las posibilidades políticas a todos los ciudadanos, pues todos por igual (guerreros, artesanos y agricultores) pueden elegir y ser elegidos.

La misma antítesis se mantiene lo que se refiere al carácter y la naturaleza de las leyes. Mientras Platón considera las leyes fundamentales que han de regir su utópica ciudad como derivadas de la naturaleza misma del Estado y del alma humana,[28] y, por consiguiente, como necesarias e inmutables,[29] Hipodamo opina que todas pueden cambiar y ser mejoradas. Precisamente una de las leyes que propone consiste en que todo aquel que presente un proyecto para mejorar las mismas leyes del Estado ha de ser premiado por este.[30] Por otra parte, y atendiéndonos siempre a los datos que nos proporciona Aristóteles, sabemos que según Hipodamo los magistrados se han de ocupar no solo de los negocios públicos y de los asuntos de los extranjeros sino también de los huérfanos.

Esto supone que, contrariamente a Platón,[31] reconoce la existencia de la familia y consecuentemente de los derechos (y deberes) de los padres sobre sus hijos, ya que solo en el caso de que los padres hayan perecido, ha de intervenir el Estado. Y dichos derechos (y deberes) los reconoce, oponiéndose en esto especialmente a Platón, aún a los guerreros, puesto que, como de explícita manera nos dice Aristóteles, propone que los hijos de los caídos en guerra sean criados a expensas del erario público.[32]

Aun el modo de manifestarse este sentimiento de gratitud para con los caídos en la guerra indica una actitud positiva y utilitaria: no se trata de elevar altares o de tributar honores divinos a los mismos[33] sino de preocuparse por el bienestar y la educación de sus descendientes.

Vemos así como, por una parte, la utopía de Hipodamo presenta notables analogías y por otros no menos notables contrastes con la utopía platónica, esto es, con la utopía por antonomasia de la antigüedad helénica.

Se podría, desde luego, tratar de explicar las coincidencias por una parcial influencia del milesio sobre Platón, pero, aparte de que tal explicación no se basaría sino en meras conjeturas, esto no nos daría razón de los contrastes ni nos aclararía mucho el pensamiento de Platón o el del mismo Hipodamo. Pera ello es necesario situar a este en el panorama configurado por las diversas corrientes filosóficas de la época pre-platónica.

Algunos autores, como Frabicius, se inclinan a ver en Hipodamo a un proto-sofista, basados en la caracterización que de él nos da Aristóteles: “Er (Aristóteles) NET Hippodamos als erten der, ohne selbst aktiver Politiker zu sein über die beste Staatsform zu handeln unternommen habe, und teilt auch eniges über die Eigentumlichkeiten des Mannes mit, was an das Auftreten der Sophisten erinnert”.[34]

Ya antes, Hermann, teniendo en cuenta de una manera semejante la crítica de Aristóteles y especialmente el hecho de que este señalara en Hipodamo la contradicción que implica su tripartición de las clases, se inclina a considerar al milesio como un sofista. Tal opinión cree poder fundarla además en la cronología y en los rasgos comunes de Hipodamo con personajes como Gorgias, Hipias, etc., cuya contribución a la filosofía propiamente tal no fue muy brillante al paso que hicieron progresar notablemente algunas artes y ciencias particulares como la gramática, la retórica, etc.[35]

Es verdad que el retrato de Hipodamo por el estagirita pareciera coincidir respecto a ciertos rasgos con el de algunos sofistas. Este hombre que no solamente se presenta como filósofo natural, político y arquitecto, sino que, en su afán de sobresalir, lleva un atuendo extravagante, con una larga cabellera, valiosos ornamentos y vestidos sencillos y abrigados, iguales para el invierno y el verano, no deja de recordarnos la personalidad singularísima de un Hipias de Elis, por ejemplo, al presentarse en los juegos olímpicos.[36] Pero no se trata, como es evidente, sino de una vaga analogía de la cual difícilmente podría extraerse alguna conclusión concreta.

Aun si aceptáramos la conjetura de K. Freeman, según la cual, habiendo Hipodamo adquirido estas costumbres en Turio y vuelto luego a Atenas (Perhaps he had picked up these dahiens in Thurii and returned to athens later[37]), fue aludido en las Nubes por Aristófanes como “sofista”, tampoco esto constituiría una prueba de que en verdad lo fuera, pues, como todos saben, para Aristofanes también Sócrates es un Sofista.

En cuanto a los datos cronológicos resulta evidente que no pueden usarse como argumento en ningún sentido, porque si bien es cierto que Hipodamo (nacido en el año 500) fue un contemporáneo de Pericles y, por consiguiente, de Protágoras, Gorgias, Hipias, Pródico, Antifón, Critias, Trasímaco, etc., también lo fue de Sócrates y aun de Demócrito, Arquéalo, Anaxágoras y Diógenes de Apolonia. Por todo lo cual parece muy acertado a este respecto el juicio de Italo Lana: “Gli argomenti dello Hermann sono deboli e non e necesaria una confutazione punto per punto. E chiaro che il problema non si puo risolvere con considerazione di ordine generale ed esterne, per cosi dire, al pensiero dell’ autore, ma solo con una attenta ricerca attraverso le teorie ippodamee, pur nella forma schematica ed incompleta in cui aristotele le fa conoscere”.[38]

La mayor parte de los autores, sin duda con mejores razones, se inclina a considerar a Hipodamo como un pitagórico o, por lo menos, como un pensador relacionado con la escuela de Pitágoras. Así por ejemplo, Mondolfo, lo incluye entre los escritores afines a dicha escuela[39] y Donati, sin más, asume sus doctrinas políticas como representativas del pitagorismo.[40]

Basta, en efecto, leer la exposición que Aristóteles hace de la utopía hipodámica para notar enseguida el preponderante papel del número 3 (cuyo equivalente urbanístico es el ángulo de 90 grados); y resulta obvio que esta casi obsesiva insistencia solo se explica y justifica en quien considera al número como esencia de todas las cosas y especialmente en quien profesa una mística del número tres, a la manera de los pitagóricos.

Sin embargo, si por el momento dejamos de lado este hecho y nos remitimos al contenido mismo de la doctrina pitagórica sobre el Estado y la Sociedad, comparándola con la de Hipodamo, no nos resultará difícil establecer una antítesis en muchos puntos.

La idea de un cuerpo de leyes sujeto a perpetua revisión es un rasgo evidentemente progresista del pensamiento hipodámico que contradice en absoluto el conservadurismo jurídico de los pitagóricos. Estos, en efecto, consideraban necesario mantener las leyes y costumbres heredadas aun cuando fueran perores que las de otros pueblos.[41]

Por eso, toda la pedagogía pitagórica estaba inspirada en la necesidad de inculcar a los jóvenes un incondicionado respeto y una absoluta veneración por las leyes patrias.[42]

El progresismo jurídico de Hipodamo no es, por lo demás, sino una manifestación o una consecuencia de su concepción política, claramente democrática. Y nada más opuesto al aristocratismo pitagórico (cuyas raíces han de buscarse, quizás, en la constitución misma de la comunidad filosófico-religiosa, basada en la idea del gobierno sabio y en la irrefragable autoridad del αύτός έΦα) que un régimen fundado en el sufragio universal, en el cual los ciudadanos de todas las clases sociales no solo pueden elegir sino también ser elegidos para todas las magistraturas del Estado.

Mientras Hipodamo soñaba con el ideal de una Polis ampliamente abierta y democrática, los pitagóricos, que llegaron a formar un verdadero partido político y alcanzaron una influencia notable en las ciudades de la Magna Grecia, ejercitaban su poder, como dice Zeller “en el sentido de la organización estatal dórica antigua, rígidamente aristocrática”.[43]

Ahora bien, es evidente que, en términos generales, las antítesis aquí señaladas entre Hipodamo y los pitagóricos son las mismas que consideramos antes entre Hipodamo y Platón.

Por poco que persistamos en el análisis comparativo veremos que también los elementos comunes entre Platón e Hipodamo son, en general, comunes entre Hipodamo y los pitagóricos.

La idea de un régimen comunista de la propiedad para ciertas clases sociales debió serle inspirada (lo mismo que a Platón) por el régimen de las comunidades pitagóricas. En estas los miembros de más elevada jerarquía ponían en común todos sus bienes.[44] Mientras los de grados menos elevados y sobre todo, a los discípulos exotéricos, la propiedad privada les era permitida. Y aunque es verdad, como observa Zeller, que ninguno de los numerosos testimonios que de este hecho tenemos pertenece a las fuentes más antiguas,[45] ello no significa tampoco que, como piensa él mismo, se trate de una atribución a los pitagóricos de la doctrina platónica, puesto que, ni Jenófanes, ni Heráclito, ni Ión de Quios, ni Epicarmo, ni Alemeón, ni Esquilo, ni Herodoto, ni Demócrito ni el mismo Platón ni ninguno de los autores más antiguos, nos dan a entender lo contrario. Más aún, hasta el mismo pasaje de la República platónica que, con Zeller, podemos considerar la descripción más antigua del régimen pitagórico de vida,[46] aunque nada dice explícitamente sobre el comunismo pitagórico, desde el momento en que nos presenta a Pitágoras como el educador perfecto por oposición a Homero, parece implícitamente exaltar, contra el individualismo de los héroes de Troya, la actitud social y socialista de los pitagóricos.

Es importante tener en cuenta que, antes de Platón, el mismo Pitágoras parece haberse interesado por las instituciones y el régimen de Esparta.[47] El hecho de que Hipodamo acompañara a los fundadores de Turio nos demuestra, por otra parte, la probabilidad de que se pusiera en contacto allí con las ideas pitagóricas, que debían estar aun vivas y encarnadas parcialmente en las instituciones de muchas ciudades de la Magna Grecia.[48]

Pero aún la importancia concedida al número tres, en cuanto implica el intento de crear una arquitectura política, nos presenta a Hipodamo bajo la influencia pitagórica.

Es verdad que aparte del pitagorismo existió en Grecia y fuera de ella una mística del número (cuyo centro de irradiación parece haber sido Mesopotamia) según lo han demostrado entre otros G. Furlani y A. Rey (citados por Mondolfo).

Es cierto también que la mística del número tres no es exclusiva de pitagorismo; algunos autores la reconocen en estados bastantes primitivos de la evolución cultural y otros la prolongan hasta las raíces del dogma de la Trinidad en el cristianismo. No puede dejar de reconocerse, especialmente, que ya en la cosmología y la astronomía de Anaximandro existían indicios de su predilección por el número tres, según lo hace notar Mondolfo.[49] Y no es imposible que, como afirma Lana,[50] este elemento fuera tomado por Hipodamo de la especulación jónica. Pero aun cuando haya sido así, aun cuando la idea del predominio del tres le hubiera sido originalmente sugerida por el sistema astronómico de Anaximandro, lo más probable parece que tal idea se desarrollara hasta convertirse en la base estructural de una arquitectura social no en el medio propio de la filosofía jónica sino más bien en el ámbito del pitagorismo que reconocía en el número la esencia de todas las cosas y que hacía de esta afirmación el primer principio de toda filosofía. Solo en un ambiente tal, donde es axiomática la virtud esenciadora y constitutiva del número, parece natural que quien quiera se proponga crear la esencia y la estructura de una sociedad ideal busque en los números su modelo.[51]

Al proponerse elaborar la idea del Estado perfecto recurre, pues, Hipodamo al número tres que, según los pitagóricos, es el número perfecto en cuanto es el número adecuado para definir al Todo y a todas las cosas. Todas las cosas, en efecto, tienen principio, medio y fin, por lo cual aparece como suficiente para definirlas a todas, según nos dice Aristóteles.[52]

Pero si lo que Hipodamo tiene de común con Platón debe atribuirse a la común fuente pitagórica, queda todavía por averiguar el origen de los elementos que en la utopía del milesio se contraponen a las concepciones de la utopía platónica, elementos, por cierto, no menos numerosos e importantes.

Pero si lo que Hipodamo tiene de común con Platón debe atribuirse a las comunes fuentes pitagóricas, queda todavía por averiguar el origen de los elementos que en la utopía de milesio se contraponen a las concepciones de la utopía platónica, elementos, por cierto, no menos numerosos e importantes.

Para ello será preciso volver a la biografía. Si Hipodamo vivió durante su edad madura en la Magna Grecia (ámbito del pitagorismo), en cambio, nació y probablemente se educó en Jonia (patria de la filosofía natural, esto es, de los Φυσιολόγοι μξτξρολόγοί).

Los Escolios de Aristófanes dicen que se le consideraba oriundo ya de Turio, ya de Samos, ya de Mileto.[53]

Ahora bien, por razones cronológicas resulta absolutamente imposible, como señala Lana[54] que haya nacido en Turio cuya fundación es, con seguridad, posterior a la fecha de su nacimiento. No es difícil, por otra parte, explicar esta confusión si se tiene en cuenta que el nombre de Hipodamo estaba íntimamente ligado al de la ciudad de Torio cuyos planos había trazado. En cuanto a Samos, esta es la única referencia que hallamos en toda la tradición biográfica y quizás haya sido sugerida por el intento de establecer un paralelo entre Hipodamo y Pitágoras. Todos los demás autores que se refieren al asunto unánimemente consideran a Hipodamo como originario de Mileto. Así, en primer lugar, Aristóteles[55] y más tarde los lexicógrafos alejandrinos Hesiquio[56] y Harpocración.[57] La noticia puede estimarse, por tanto, como enteramente cierta.

Al considerar así a Hipodamo como un milesio, inmediatamente se nos ocurre la posibilidad de relacionarlo con la escuela de los primeros filósofos jonios, que floreciera precisamente en Mileto. A esta natural y casi espontánea asociación se sobreponen, sin embargo, pronto, algunas objeciones que es preciso examinar detalladamente.

En primer lugar surge una cuestión cronológica. Hipodamo, según inferirse de las noticias biográficas que nos proporciona Aristóteles, fue un contemporáneo de Temístocles. En el año 479-8 dirigía la construcción del Pireo. La fecha de su nacimiento deber ser fijada, pues, en la última década del siglo VI, quizás algunos años antes, pero nunca más acá del 494 ya que, como bien hace notar Italo Lana,[58] en ese año Mileto fue destruida y su reconstrucción solo tuvo lugar hacia el año 479 (precisamente mientras Hipodamo construía el Pireo).

Ahora bien, el último de los filósofos de la Escuela de Mileto, Anaximenes, murió hacia el año 528-525, según nos dice Apolodoro,[59] por lo cual resulta imposible que Hipodamo haya sido un discípulo inmediato y stricto sensu de la Escuela.

Es preciso tener en cuenta, sin embargo, que en realidad con la muerte de Anaximenes no se extingue enteramente la filosofía milesia. Pensadores tales como Anáforas y Diógenes de Apolonia, contemporáneos de Hipodamo, se vinculan particularmente con Anaximenes, quizás por intermedio de algún oscuro discípulo de este.[60] Y aun un filósofo menos original y más tardío que aquellos, como Hipón, se relaciona doctrinariamente con Tales.[61]

La filiación de Hipodamo respecto de los “físicos” milesios parece corroborada, en todo caso, por el mismo Aristóteles, cuando dice que aquel “pretendía ser conocedor de toda la naturaleza” (λόγІος δε και περί τήρί όλην ΦΰσІν έίνα βουλόμενος[62]) y también por el epíteto μετεωρομγος, que le asigna el lexicógrafo Hesiquio,[63] seguido luego por el patriarca Focio.

En efecto, Diógenes Laercio se hace eco de una larga tradición cuando dice que Tales de Mileto fue “el primero que sobre la Naturaleza discurrió” (πρώτοκ δέ καί περί Φύσεως διελέχΘη).[64] Por eso, no sin razón Aristóteles se refiere a los pensadores jónicos y en especial a los milesios con el nombre de ΦυσІκοί o ΦύσιοόγοІ.[65] Tal denominación proviene precisamente del hecho de que la investigación milesia estaba encaminada ante todo a la búsqueda y determinación de la Φύδις, sustancia universal y universal principio del movimiento. Esto implica, a su vez, la consideración de la Naturaleza “como un Todo” (περί τήν όλνε Φύσιν). Al usar Aristóteles esta expresión con respecto a Hipodamo, lo relaciona, pues, implícitamente con la tradición milesia.

Lo mismo puede decirse respecto al término μετεωρόγοκ, usando por Hesiquio porque, si bien es cierto que el interés de los milesios no pudo limitarse al estudio de los fenómenos celestes (μετέρά) según ha pretendidó Tannery,[66] procediendo por Teichmüller[67] y seguido por Brehier[68] sino que estuvo centrado en un problema netamente metafísico (de lo contrario sus tratados no se habrían titulado περί Φύσεώς sino περί μετεώρων como hace notar Burnet),[69] sin embargo, su interés por las cuestiones astronómicas y propiamente meteorológicas no deja de ser característico de los mismos.[70] En todo caso el término μετεωρολόγοι no se usa nunca para designar a los pitagóricos o a otros pensadores que de algún modo no se consideren vinculados directamente a la especulación milesia. Son llamados μετεωρολόγοι Anaxágoras o Diógenes de Apolonia pero no Filolao o Zenón de Elea.

Si esto es así, surge, sin embargo, una nueva objeción. En efecto, si los milesios eran designados como Φυσικοί y aun como μετεωρολόγοι si eran hombres preocupados por la Naturaleza hasta el punto de dejarse caer en un pozo por mirar el cielo, como Platón (seguido en este punto por Diógenes Laercio) cuenta de Tales,[71] no se explica muy bien de qué modo podrían derivarse de ellos las doctrinas de Hipodamo que, según vimos hasta aquí, tienen un carácter social y político.

A esto puede responderse diciendo que, si bien el interés de los pensadores milesios estaba esencialmente dirigido hacia la realidad cósmica, por lo cual resulta adecuada siempre la denominación aristotélica de Φυαική ΦιλοσοΦία, sin embargo no es posible tampoco considerarlo como enteramente ajenos a los problemas morales y aun social-políticos.[72]

Sabemos que Tales fue contado como uno de “los siete sabios” y que se le atribuyó una porción de tal sabiduría gnómica.[73] Lo cual, si bien nada prueba en concreto respecto a las ideas morales del primero de los milesios ni tampoco demuestra la exigencia en él de una verdadera ética o filosofía moral, indica por lo menos que la tradición no quiso desvincularlo nunca por completo de los problemas humanos.

Un análisis de las (ipissima verba) de Anaximandro nos demostraría el importante papel que en su metafísica desempeña la noción de “justicia” (δική).[74]

Y por lo que se refiere a los intereses políticos de los pensadores milesios basta recordar que Tales, el cual, según nos dice Eliano,[75] fue, junto con Bías, benemérito de su patria, propició la idea de una federación de las ciudades jónicas, como nos refiere Herodoto[76] y que, según cuenta Diógenes Laercio,[77] persuadió a sus conciudadanos a que rompieran relaciones con Creso, rey de Lidia.[78]

En las excavaciones llevadas acabo en Mileto se ha encontrado, como recuerdo Heidel,[79] una única estatua que representa precisamente a Anaximandro y esto prueba que él mismo era considerado como personaje ilustra y que había desempeñado un papel político importante en la historia del Estado. De hecho, Eliano[80] nos dice que Anaximandro fue el “líder” de los milesios que fundaron la ciudad de Apolonia, lo cual supone que era uno de los ciudadanos más influyentes y prestigiosos e implica quizás, como opina Lana,[81] que había proyectado una constitución para aquella colonia.

Pero, aun después de haber comprobado estos hechos, queda por averiguar si las ideas y la acción de dichos pensadores milesios estaban orientadas en sentido contrario o por lo menos distinto a las ideas del pitagorismo, de manera que, efectivamente, pudiera buscarse en ellas la fuente de aquella serie de ideas de Hipodamo que, según vimos, se opone totalmente tanto a las concepciones platónicas como a las pitagóricas.

A primera vista esto parece mucho más difícil de probar.

Comencemos por decir que no tenemos al respecto ninguna afirmación explícita en la bio-doxografía de los milesios propiamente tales.

Cabe, sin embargo, tratar de inferir algo de ella. Joël ha creído vislumbrar en Anaximandro una tendencia hacia la monarquía y el absolutismo.[82] La idea de la δική como niveladora universal parece implicar, por el contrario, una tendencia al igualitarismo. Un pensador que concibe la justicia como absoluta nivelación difícilmente podrá defender como justo el poder ilimitado de un monarca.

Es preciso reconocer, sin embargo, que tampoco esto constituye una prueba de sentido estricto. Por lo que a Tales se refiere, su actividad, dirigida contra la monarquía lidia y preocupación para salvaguardar la independencia de los estados jónicos[83] parecen indicar ya más claramente una orientación favorable a los regímenes democráticos, puesto que, en general, los aristócratas jonios, solían apoyarse en la fuerza extranjera.

Jenófanes de Colofón, gran divulgador de la filosofía milesia, que huyó de su patria ante la invasión persa,[84] se mostró también claramente enemigo de los lidios.[85]

Y es precisamente en el pensamiento de este bardo errante y polemista donde hay que buscar la explicación y el desarrollo de las ideas ético-sociales de los filósofos milesios.

Al sacar a la luz todas las consecuencias de la ΦιλοσΦία Φυσική de la cual fue cabeza.[86] Tales, indica una incansable polémica contra el antropomorfismo homérico y en general contra toda mitología,[87] ataca la creencia órfico-pitagórica en la metempsicosis,[88] en torno a la cual, se elevaba todo un sistema ascético-místico-soteriológico y critica no menos acerbamente las costumbres e instituciones griegas.[89]

Debe considerárselo, pues, según creemos haberlo mostrado en otro lugar, no como el fundador de la escuela eleática (aunque tampoco pueda negarse su influencia sobre Parménides) sino como el gran propagandista del espíritu de la filosofía milesia y como el primer predecesor del iluminismo griego.[90] Su papel resulta análogo, si es lícito explicarse así, al de Voltaire con especto a Locke a Newton (un voltaire que, por cierto, hubiera influido también mucho sobre Hegel y que, en todo caso, sentiría por él έν καί πάν un entusiasmo mucho más encendido que el de aquel por su remoto Dios).

Si tenemos en cuenta además que su crítica de la mitología homérica y su oposición a las concepciones teológicas corrientes implican una crítica al etnocentrismo y que su repudio al lujo, su hostilidad hacia los persas y su burla del pitagorismo suponen un consciente anti-aristocratismo, no nos será difícil tampoco reconocer en él una adhesión consiente a la causa popular y al régimen democrático.

Ahora bien, es evidente que si Hipodamo no pudo tener ningún contacto directo con Anaximandro o Anaximenes, mucho menos pudo haber conocido en Jonia a Jenófanes, pues este emigró de allí hacia el año 545, es decir, alrededor de cuarenta años antes del nacimiento de Hipodamo. Sin embargo, como Jenófanes murió, según sus biógrafos,[91] a una avanzadísima edad, tampoco puede excluirse absolutamente la posibilidad de un contacto entre ambos jonios en algún lugar de la Magna Grecia. No obstante la biodoxografía no nos proporciona sobre este punto ninguna referencia y, por consiguiente, sería aventurado basar una hipótesis sobre esa mera posibilidad. Por otra parte, ello tampoco parece revestir mucha importancia porque es suficiente tener en cuenta el hecho de la derivación de la filosofía milesia hacia el iluminismo de Jenófanes para comprender cómo, con la intervención del colofonio o sin ella. Pudieron provenir también de la filosofía milesia los elementos que, en el pensamiento social-político de Hipodamo, contradicen a Platón y al pitagorismo.

Así, pues, la utopía hipodámica aparece con un fondo de ideas derivadas de la filosofía milesia, con lo cual nuestro pensador se había puesto en contacto durante su juventud, y que, poco a poco, quizás bajo el influjo catalizador de las instituciones atenienses, dentro del terreno social se explicitaron en un sentido análogo a las ideas de Jenófanes.

Pero a este fondo de ideas milesias (entre las cuales podría incluirse una cierta mística del número 3, provienen de Anaximandro) se añaden otras ideas de origen pitagórico que asimila, sin duda, en su viaje a la Magna Grecia.

A la democracia política se supone una arquitectura social que se presenta como desarrollo de la mística del número 3; al igualitarismo jurídico y político se añade una estructura social y económica que implica, de hecho, una jerarquía, no solamente por los diferentes regímenes de la propiedad sino también porque aun la fuerza física y la capacidad ofensivo-defensivo de los diversos grupos sociales está muy desigualmente distribuida.

Esta síntesis de ideas milesias y pitagóricas constituye la originalidad de Hipodamo pero, en la medida en que, como síntesis, no está plenamente lograda, constituye también su gran debilidad.

Ya las críticas de Aristóteles tendían a demostrar que la lógica de la historia no consiente una democracia en la forma propuesta por nuestro milesio. Con el realismo político que le es propio hace notar el estagirita que, estando las armas y, por consiguiente, la fuerza, en manos de un solo grupo, el de los guerreros, estos no tardarán en imponerse a los agricultores y los artesanos, por lo cual la absoluta democracia de Hipodamo se convierte en pira ficción.[92]

Y he aquí que la tripartición y el afán arquitectónico contradicen desde el principio la idea de la igualdad democrática.[93] Lo que Hipodamo creía mera división del trabajo se convierte en división jerárquica de clases, la división jerárquica supone que todo poder, incluso el de elegir gobernante, pasa a la clase superior, sobre todo cuando esta tiene en sus manos la fuerza de las armas.

Por otra parte, Aristóteles que no es, en verdad, un partidario de la democracia pero si un lógico implacable, sabe también revelar la incoherencia que resulta de la tripulación propuesta por Hipodamo.[94]

Los artesanos proveen con su trabajo al propio sustento. Los agricultores hacen lo mismo cultivando la parte del territorio que les corresponde. Poro ¿quién cultivará la parte destinada a proveer el sustento de los guerreros? Si son ellos mismos quienes lo hacen, ya no se diferenciarán de los agricultores (y así no habrá tres sino dos clases solamente). Si, por el contrario, son los agricultores, resultará difícil establecer qué parte han de cultivar para sí mismo y qué parte para los guerreros (fuera de que, aun cuando no lo diga Aristóteles, con esto quedaría establecida una especie de servidumbre para los agricultores); y si no son los agricultores ni los guerreros, habrá que introducir un cuarto grupo, el cual si se suma a los demás, rompe el esquema trinitario y si no se suma, queda privado de todos los derechos civiles y políticos y rompe así la constitución democrática del Estado. La alternativa se presenta, pues, clara, y precisa a través de esta crítica aristotélica; o filosofía jónica o filosofía pitagórica, o democracia o arquitectura social. La no lograda síntesis se plantea así en Hipodamo cono interna contradicción.

Capítulo II: Sobre el comunismo de Platón y de los cínicos

El pensamiento de Sócrates, complejo y asistemático, dio lugar entre sus discípulos a diversas y opuestas líneas de desarrollo.

La tradición historiográfica parece considerar que el tronco del árbol socrático se prolonga en Platón y en Aristóteles mientras, por otra parte, los llamado “socráticos menores” constituyen las ramas laterales del mismo.

Esta interpretación común se apoya en el hecho de la trascendencia, la organicidad y la perfección dialéctica del pensamiento platónico-aristotélico. Pero supone, desde luego, una determinada interpretación de Sócrates que no es sino la del propio Platón.

Si nos atenemos a la otra fuente esencial que poseemos para conocer la doctrina socrática, esto es, a Jenofonte, deberíamos afirmar más bien que aquella tiene su más ortodoxa prolongación (si así puede decirse) en los llamados socráticos menores y muy especialmente en los cínicos.

Sin entrar a discutir aquí esta ardua cuestión (cosa que, por lo demás, no afecta a nuestro propósito)[95] se debe reconocer que el cinismo, como prolongación inmediata del pensamiento de Sócrates, responde a la interpretación de un autor que, sin duda, estuvo tan cerca del maestro como el mismo Platón.[96]

De cualquier manera la oposición entre Platón y los cínicos no podía ser más radical.

Platón ve a Sócrates a través de los pitagóricos; Antístenes a través de los sofistas.

Platón desarrolla una ontología y una teoría del conocimiento que coloca la realidad de las Ideas por encima de la realidad sensible[97]; Antístenes niega la existencia de las Ideas y de los conceptos universales y solo admiten como real lo que puede ser percibido por los sentidos.[98]

Para Platón el pensamiento consiste en evocar Ideas ya contempladas durante una vida anterior hiperurania, que se hallan guardadas y como enterradas en el alma[99]; para Antístenes el pensamiento no es otra cosa que el lenguaje y las ideas no son sino palabras.[100]

Platón afirma que las cosas se constituyen en su ser específico porque participan de una realidad ideal y universal; Antístenes cree que cada cosa es única y que, por consiguiente, solo puede aplicarse su nombre propio.

Platón concibe la ciencia como un conjunto de juicios y de raciocinios que conducen a la contemplación de la Idea[101]; Antístenes sostiene que nada se puede predicar de nada sino su propio ser individual, que el juicio, la definición y el raciocinio son imposibles, que, por tanto, no existe el error y tampoco la ciencia.[102]

Platón enseña discutiendo, esto es, dialécticamente; Antístenes que toda discusión es superfluo ya que quienes discuten o piensan lo mismo (y entonces no hay discusión) o piensan cosas diferentes y sin ningún punto de contacto (y entonces tampoco puede haber discusión, puesto que discusión significa choque).

Para Platón el fin del hombre es la contemplación de las Ideas[103]; para Antístenes la autosuficiencia o el dominio de sí mismo.[104]

Para Platón la virtud es armonía[105]; para Antístenes la virtud es esfuerzo.[106]

Esta múltiple antinomia se prolonga hasta el campo de la filosofía social y política y a la actitud que ambos asumen respecto a la sociedad.

No debemos olvidar a este propósito que Platón es descendiente de Codro y de Solón, esto es, de la más rancia aristocracia ateniense[107] mientras Antístenes, aunque de padre griego, es hijo de una esclava tracia;[108] y que los escolarcas de las Academia fueron, en buena parte, hombres nobles o por lo menos libres,[109] mientras entre los continuadores de Antístenes la mayoría eran plebeyos y pobres, a veces libertos o esclavos, comenzando por Diógenes de Sínope, fugitivo de su patria, hijo de un monedero falso.[110]

El idealismo platónico encuentra la finalidad de la vida social en algo que es superior al individuo, es decir, en la misma sociedad en cuanto esta aparece estructurada como un Todo orgánico.

La Sociedad surge para Platón como un reflejo de la escritura misma del alma y del organismo humano, como un resultado de la necesaria división del trabajo.[111]

Las clases sociales se sitúan jerárquicamente conforme a la dignidad de la función que cumplen, así como las diversas partes del alma en el hombre.

En cualquier caso el individuo está subordinado a la sociedad del mismo modo que un órgano se subordina al cuerpo viviente del cual forma parte.

El verdadero “individuo”, desde el punto de vista histórico, resulta, pues, para Platón, la Sociedad estructurada, que es el Estado.

El Estado como tal detenta lógicamente todos los derechos en la medida en que es sujeto de la Historia.

Y detenta, por consiguiente, también el derecho de propiedad.

Del mismo modo que la sangre corre por todo el cuerpo y beneficia a todos los órganos así la riqueza debe ser patrimonio común de los ciudadanos quines, en cuanto a los individuos, no podrán ser dueños de cosa alguna y ni siquiera podrán constituir una familia. Hasta las mujeres han de ser comunes. Los hijos nacidos del libre trato sexual pertenecerán al Estado el cual se ocupará de su crianza y educación.[112]

Según esto, Platón parece llevar el comunismo hasta sus extremas consecuencias. No sin razón casi todas las historias del socialismo sueñen inclinarse con su nombre.

Esto, sin embargo, como es obvio, no nos excusa de mirar de cerca la misma doctrina platónica para señalar sus limitaciones y, sobre todo, para poner en claro su sentido.

En primer lugar es preciso tener en cuanta que el comunismo de Platón no representa sino una etapa en la evolución de su filosofía política: la que corresponde al período que media entre la fundación de la Academia (387 a. C.) y su segundo viaje a Siracusa (366) y comprende los libros II-X de la República. A una época posterior corresponde el Político, pero la etapa de madurez está representada por las Leyes, donde ya admite positivamente la propiedad privada y la familia.

En segundo lugar, la simple lectura de la República nos muestra que el comunismo propiciado por Platón no es total, en la medida en que no se extiende a todos los hombres, sino solo a los que forman parte de las dos clases superiores: a los gobernantes o guardias perfectos (άρκοτες, Φύλακες παντελεΐς), que representan el elemento racional y deliberativo del Estado (λογΙσνΙκόν, βουλητικόν) y a los guerreros o guardias auxiliares (Φύλακες, έπίκουροι), que constituyen la facultad pasional o colérica del organismo social (δυμός, όργή).

La clase inferior, la más numerosa, formada por artesanos, comerciantes y agricultores esto es, por todos los productores (Χρηματιστικόν γένος), que representa el elemento concupiscible (έπιδυμητικόν) del Estado, no practicarán el comunismo en ningún sentido, tendrá acceso a la propiedad privada y podrá construir una familia.

En el hecho de esta limitación es posible hallar el sentido del comunismo platónico.

Para Platón el comunismo, esto es, el Estado en que se prescinde de la propiedad privada, implica un grado de perfección espiritual y social al cual no puede llegar la masa del pueblo productor.

Así como en la teoría del conocimiento y en la ontología separa el mundo de las Ideas del mundo sensible, en la teoría de la Sociedad separa las clases llamadas a una vida espiritual (sin relación con los bienes materiales y con la propiedad) de la clase productora, esencialmente constituida como tal por su actividad económica, llamada a una vida sensorial y cuasi-bestial (que en el sentido tiene derecho a la propiedad de ciertos bienes materiales).

No sin motivo se ha comparado, pues, el comunismo platónico con el de las órdenes medievales de caballería. En un sentido más amplio podría parangonarse también con el comunismo admitido por la Iglesia católico entre sus monjes el cual implica siempre una distinción fundamental en el seno de la misma iglesia: la de aquellos fieles que son espirituales y perfectos (y, por consiguiente, renuncian a la propiedad privada) y la de aquellos otros que, siendo mayoría, continúan apegados aún a la carne (y no llegan nunca a renunciar a sus bienes materiales).

El comunismo de Platón es así un comunismo aristocrático, que condice perfectamente con su idea organicista del Estado y con su teoría de las clases sociales.[113] Así como en el organicismo humano el vientre dirige y el cerebro piensa, pero el vientre no solo alimenta a si mismo sino que nutre también al cerebro y a los órganos superiores sirviendo a los fines del Todo orgánico, del mismo modo en el Estado platónico la clase trabajadora produce la riqueza, guarda una parte en propiedad privada para cada uno de sus miembros, pero entrega el resto en propiedad común del Estado, quien lo pone a disposición de sus órganos más elevados: los guerreros y los filósofos-gobernantes.[114]

La comunidad de bienes, lejos de estar entonces basado en un principio igualitario, esto es, en la negación de los privilegios y las dignidades naturales, supone precisamente la existencia de los mismos.

Más aún, el comunismo no se da a pesar de esa diferenciación originaria de las clases sino como una necesaria consecuencia de tal diferenciación.

Lejos de implicar, pues, un ideal de ϊσονμία, el Estado comunista de Platón resulta una afirmación absoluta de la desigualdad de los hombres y de las clases dentro del cuerpo social.[115]

Lejos de implicar una aspiración a la independencia del individuo ante el Estado, significa, por el contrario, un medio esencial para subordinarlo al Todo orgánico.[116]

Desde este último punto de vista resulta fácil explicar la actitud de Platón frente a la guerra, a la que considera (como su discípulo Aristóteles) un factor de justicia internacional, sin tener en cuenta la injusticia que podría afectar en ella a los individuos.

Y desde el primer punto de vista también parece natural la afirmación de diferencias esenciales entre griegos y bárbaros (opinión igualmente recogida por Aristóteles) y que no es sino una extensión de la teoría de las desigualdades naturales en el seno de una misma Sociedad. (Por eso Aristóteles afirmaba que los bárbaros habían nacido para ser esclavos).[117]

El naturalismo de los cínicos considera, en cambio, que la sociedad y el Estado no tienen un fin que trascienda a los individuos que lo integran.

El Estado surge según ellos, como consecuencia de una “convención”.

Esta “convención”, sin embargo, en cuanto tal, se opone a la “Naturaleza”, de manera que en la base de toda forma de vida social, organizada de acuerdo a un principio autoritario, existe un hecho “antinatural”, porque en la Naturaleza no existen sino individuos aislados y no organismos supraindividuales.

Las clases sociales (y ya el simple hecho constitutivo del Estado que es la diferenciación entre gobernantes y gobernados), resulta así consecuencias inmediatas de una negación de las leyes de la Naturaleza.[118]

El individuo (única realidad que considera el nominalismo cínico) no solamente no debe subordinarse al Estado sino que este debe desaparecer en cuanto organización jerárquica y coercitiva de la sociedad para dar lugar a la vida plena del individuo, único sujeto ético e histórico.

La única forma de vida social que reconocen los cínicos es la que esta basada en la “convención” (νόμος) sino en la naturaleza (Φύις), esto es, la asociación que tiende a satisfacer las necesidades y aspiraciones “naturales” del individuo.

Esta clase de asociación, deberá asemejarse, pues, a la de los animales. No por nada los adeptos de la escuela fueron llamados “cínicos” (de κύων = perro).[119]

En la medida en que toda forma social tiene que estar basada inmediatamente en la Naturaleza resultan superfluas y nocivas las leyes y el derecho positivo no memos que los órganos todos del Estado, incluía la religión oficial con sus templos, sus sacrificios y su sacerdote.[120]

En la misma medida aparece la propiedad privada como contraria a la justicia natural y a la ley universal no escrita.

Si los animales no distinguen lo mío y lo tuyo, ello es clara señal de que toda propiedad es contraria a la naturaleza.

La familia, en cuento implica una forma convencional que precede y sigue a la propiedad, es asimismo rechazada.

El ideal de Antístenes establecía ya un perfecto comunismo con respecto a la mujer y a los hijos.[121]

Pero a diferencia de lo que sucede en Platón tal comunismo no solo no supone el Estado y la subordinación del individuo a este, sino que, por el contrario, implica su total negación.

Los bienes son comunes y pertenecen a todos en la medida en que no pertenecen a ninguno, pero mediación del Estado como ejecutor de la comunización y administrador de la propiedad común solo significaría para los cínicos (que no admiten otra realidad fuera de la individual) que la suma de los bienes para a ser propiedad de un individuo o de un grupo de individuos, esto es, de los que rigen el Estado.

Por eso la educación de los hijos es una función de aquel, como en Platón. De hecho, los cínicos no admiten otra educación más que aquella que nos reconduce a la naturaleza.[122]

De la negación del Estado se sigue también la idea del Universo como patria natural del hombre. Ya Diógenes se llamaba a sí mismo “ciudadano del Mundo” (Κοδμοπολίτης)[123] y consideraba iguales a los griegos y bárbaros.

El Estado y la Propiedad privada eran para los cínicos causa de la guerra que consideraban, a su vez, como el mayor crimen contra la Naturaleza.

Crates, al igual que Platón, creía que los vicios nacen de la propiedad privada; pero, a diferencia de este, consideraba que todos los hombres debían aspirar por igual a liberarse de ellos y, en consecuencia, no limitaba el comunismo a una minoría espiritualmente privilegiada.

Por eso la crítica de los cínicos a la propiedad privada (no menos que su crítica al Estado, con la cual se halla aquella íntimamente ligada) suscitó una violenta reacción de parte de los ricos y de la clase media,[124] cosa que, en verdad, no sucedió nunca con Platón.

De ahí que, si en algún modo cabe hablar de una “filosofía del proletariado” en la antigüedad, esta denominación solo puede corresponder al cinismo.[125]

La crítica de la propiedad privada sobre bases naturalistas conduce a una idea del comunismo en absoluto contrate con la idea platónica: es la idea, o por mejor decir, el ideal al cual podía tender hacia el siglo IV la gran masa de los artesanos, los pequeños labradores, los marineros, los mercenarios y los esclavos.

Este ideal tiene como supuesto el igualitarismo y está basado en la noción de justicia como absoluta.

Implica la idea de que el fin último de toda actividad social es el hombre individuo. Conduce a la negación del Estado y de la noción de patria así como una crítica radical del Derecho positivo, de las instituciones jurídicas y pedagógicas de la religión oficial. Desemboca en la noción de Humanidad como patria común de todos los hombres, la cual noción supone, a su vez, la idea de que todas las razas y los pueblos son fundamentalmente iguales y la idea de que la guerra es el mayor de los crímenes contra el orden natural.

Configura, en fin, la imagen de una Sociedad sin clases y sin gobierno, cuya extensión coincide con los límites del género humano.

Capítulo III: Tomás Moro y su “utopía”

I

El renacimiento de las letras trae consigo un renacimiento del horizonte utópico.

La lectura de Platón, emprendida por los humanistas del siglo XVI con un fervor solo comparable al de los escolásticos del XIII cuando leían a Aristóteles les propone un método y un arquetipo.

El descubrimiento de América y de las rutas marítimas a Oriente rompe el limitado esquema geográfico del medievo y, al mismo tiempo que les revela insospechadas formas de vida y de cultura, abre los ojos de su razón y de su fantasía a la posibilidad de nuevos modos de convivencia humana. El plano de la idealidad social y política se hace coincidir natural y casi inevitablemente con alguna comarca del Nuevo Mundo.

Por otra parte, en la dimensión cósmica Copérnico hace las veces de Colón y Galileo es el Vespucio del sistema solar. Ni Europa es el centro de la tierra ni la tierra el centro del universo. El hombre, a la vez humillado y engrandecido, adquiere, en todo caso, dentro de las nuevas perspectivas de infinitud, una inaudita audacia en el pensar y en el obrar.

Los inventos y el progreso técnico le hacen concebir, al mismo tiempo, esperanzas de radical reforma de la Sociedad, porque casi todos recuerdan y muchos hacen suyas las palabras de Aristóteles, según las cuales la esclavitud será abolida cuando las lanzaderas tejan por sí solas.

En los dos extremos del Occidente latino, la caliginosa Inglaterra y la soleada Calabria, Tomás Moro y Tomás Campanella, dos hombres antitéticos desde muchos puntos de vista, aunque coincidentes también desde otros muchos, escriben los dos más significativos relatos utópicos de esta época: Utopía y la ciudad del Sol.

II

Tomas Moro nace en la Milk Street de Londres, el 7 de febrero de 1477 o, según otros, el 6 de febrero de 1478.

Cursa las primeras letras en la escuela de San Antonio, de su ciudad natal, bajo la dirección de N. Holt. El arzobispo de Canterbury, Morton, en cuya casa ingresa como paje, lo envía luego a la Universidad de Oxford.

El año en que el siglo muere se encuentra por primera vez con Erasmo y e ese encuentro se concierta una relación intelectual y afectiva que puede considerarse, sin duda, paradigma de la amistad entre los intelectuales de su siglo.

Mientras tanto estudio apasionadamente la lengua helénica y, en colaboración con Lily, traduce algunos poemas de la Antología Griega, iniciando así una actividad literaria no demasiado prolífica (si se lo compara con la de otros humanistas de su tiempo) pero si muy significativa para la historia de la prosa inglesa, del verso renacentista latino y de las ideas sociales y políticas.

En 1501 pronuncia, con gran éxito, una serie de conferencias sobre La ciudad de Dios de San Agustín, en la iglesia de San Lorenzo, y en 1503 compone el escrito elegíaco titulado A Rueful Lamentation of the Deth of Queen Elisabeth (Triste lamentación por la muerte de la reina Isabel).

Su espíritu está por entonces dividido entre su inclinación por las letras, su simpatía por el humanismo erasmiano, su interés en las cuestiones políticas y sociales por una parte, y su tendencia a la contemplación y a la vida monacal por la otra.

William Roper nos dice en su Vida de Moro (que es, sin duda, una de las principales fuentes biográficas)[126]: “Después de esto (de haber sido nombrado lector de Furnival’s Inn) se dedicó a la devoción y a la plegaria en la Cartuja de Londres, viviendo allí religiosamente aunque sin votos, alrededor de cuatro años” (entre 1499 y 1503 probablemente).

Sin embargo, en 1504 ingresa al Parlamento y como miembro de la Cámara de los Comunes se opone ya —significativa premonición— a los pedidos extraordinarios de dinero que hace el rey Enrique VII. Cae en desgracia y se lo procesa. Su padre, prestigioso jurista, es encarcelado en la Torre de Londres y en ella muere.

Cuenta Roper que habiendo sido invitado a su casa por cierto Master Colte, caballero de Essex, que tenía tres hijas “cuya honesta conversación y educación virtuosa lo indujeron especialmente a poner allí sus afectos”, aunque se inclinaba más hacia la segunda, por no humillar a la mayor fijó sus ojos en ella y con ella se casó. Esto sucedió en enero de 1505 y en octubre del mismo año nacía Margaret, la primera y más querida de sus hijas. (En 1507 nacerá Cecilia; en 1508, Juan).

Hacia esta misma época emprende la traducción de Luciano, cuya satírica mordacidad no dejó de contribuir a la formación de su estilo, especialmente en la Utopía. La traducción aparece impresa por Badius, en París, en 1506.

Dos años más tarde, deseoso, sin duda, de ponerse en contacto con los humanistas del continente, visita París y Lovaina. De vuelta a Inglaterra, al ser coronado el rey Enrique VIII (a cuyo gobierno estará vinculada tanto la carrera política de Moro como su trágico final) le dedica un poema celebratorio. Erasmo se hospeda por entonces en su casa y, a instancias suyas, compone (como el mismo Erasmo dice en la biografía de Moro, incluida en una carta de 1519 a Ulrico von Hutten), el Elogio a la locura.

De hecho la casa de Moro estuvo abierta siempre a los artistas y hombres de letras extranjeros. Fruto notable de esta hospitalidad son además del citado libro de Erasmo, los retratos de Moro y de su familia, pintados por Holbein el joven. Pero no contento con hospedar y proteger a los humanistas del Continente y de visitarlos a su vez, quiere hacer conocer sus vidas y obras. Por eso traduce entonces al inglés la Vida de Pico della Mirandola, prototipo del humanista italiano.[127]

El 3 de septiembre de 1510 Moro, que ya en 1494 se había dedicado, para complacer a su padre, al estudio del Derecho, es nombrado Under Sheriff de la ciudad de Londres. Y tal es, por lo que se sabe, su honradez y buen juicio en el desempeño del cargo que Erasmo no puede menos de exclamar a tal propósito: “¡Qué feliz sería el mundo si solo se nombrara magistrados a hombres como Moro!”.

Mientras tanto Moro vivía una feliz vida familiar junto a sus hijos, de cuya educación personalmente se ocupaba, y a su mujer “a la que había enseñado literatura y ejercitado en todos los géneros musicales”, según Erasmo cuenta. Pero, como este mismo añade, cuando aquella se estaba convirtiendo en una encantadora compañera de su vida, murió, joven todavía, dejándole tres hijas y un hijo.

En el transcurso de ese mismo año de 1511, Moro vuelve a contraer matrimonio, “considerando más el cuidado de sus hijos que su propio placer”, con Alice Middleton, que no era, como, según Erasmo, decía el mismo Moro, “ni un perla ni una niña”, pero sí una perspicaz y solícita ama de casa.

Hacia el año 1513 escribe Moro una de sus más importantes obras inglesas, The History of King Richard III (Historia del rey Ricardo tercero), que constituye la principal fuente literaria para la historia del reinado de Eduardo V.

Entre octubre y marzo de 1515 se inicia, por así decirlo, en la carrera diplomática, desempeñando una misión en Flandes. Allí, en un ambiente de humanistas y comerciantes, de marineros y eruditos, escribe el libro segundo de su Utopía, cuyo título completo es Libellus vere aureus nec minus salutaris quam festivus de optimo reipunblicae statu deque nova insula Utopía. (Librito verdaderamente áureo y no menos saludable que festivo acerca de la óptima constitución del Estado y acerca de la nueva isla Utopía). El libro primero lo compone al año siguiente (1516) y durante ese mismo año la obra íntegra aparece publicada en Lovaina.

Mientras tanto, después de haber ganado un juicio a favor del Papa, contra el rey, se ve obligado por este a entrar a su servicio y pocos meses más tarde, en la segunda mitad del 1517, es enviado como embajador de la Corona al puerto de Calais, a fin de dirimir allí la disputa entre mercaderes ingleses y franceses. A pesar de la renuncia que sus biógrafos atestiguan, Moro entra de lleno en la vida pública y cortesana.

El editor Froben, de Basilea,[128] le publica (marzo de 1518) una nueva edición de la Utopía y al mismo tiempo da a luz los Epigrammata que, después de aquella, es la obra que más fama procuró a Moro entre sus contemporáneos, como lo muestra la anécdota referida a este propósito por P. S y H. M. Allen: “un español, al contar una discusión habida en Valladolid en 1527, escribió: Los italianos no admiten que ningún trasalpino tenga verdaderos aciertos en poesía. Yo repliqué citando uno o dos epigramas de Tomás Moro”.[129] En 1522 escribe el piadoso tratado De Quatuor Novissimis (Sobre las causas postrimerías), que deja, sin embargo, inconcluso y, poco después, en 1523, con el pseudónimo de Guilielmus Rosseus, una defensa de Enrique VIII contra Lutero, contra quien escribirá más tarde otro Diálogo.

Lo mismo que su gran amigo Erasmo no podía menos que atacar al jefe de la Reforma, convencido, como aquel, de que la Reforma debía hacerse en el seno de la Iglesia y temiendo, sobre todo, que con el protestantismo se llevara a cabo bajo el signo del “odium theologicum”, en un sentido fundamentalmente anti-humanista.

Su carrera política sigue, entre tanto, exitosa: en abril de 1523 es nombrado “speaker” de la Cámara de los comunes; en julio de 1524, Alto comisionado de la Universidad de Oxford; en 125 ocupa el mismo cargo en la de Cambridge y es nombrado Canciller del Ducado de Lancaster; en 1526 desempañe, junto con el Cardenal Wolsey, una misión diplomática en Amiens, ante el rey Francisco I de Francia; tres años más tarde, junto con Tunstall, es encargado de negociar el Tratado de Cambrai. Finalmente, el 25 de agosto, el rey lo hace Lord Canciller de Inglaterra. Sucede en este cargo al Cardenal Wolsey y llega así a la cumbre de su carrera política.

Pero las cumbres invocan siempre los abismos: la caída y el trágico fin están cercanos.

Enrique VIII, casado hacía dos décadas con la viuda de su hermano, Catalina de Aragón, decide divorciarse de ella para contraer nuevo matrimonio con Ana Bolena, dama de la Corte, de la cual está prendado. Como teólogo y casuista aficionado (recuérdese la polémica con Lutero sobre los sacramentos que le vale el título de “Defensor fidei” no deja de aducir razones que justifiquen su propósito: se da cuenta, aunque un poco tarde por cierto, de que en tal matrimonio hay algo de incestuoso. El Papa, que antes había consentido el real enlace, se niega a disolverlo, no solo porque no quiere volver atrás y retractarse sino también porque no quiere disgustar a los reyes de España, más poderoso y ricos entonces que los de Inglaterra. Pero Enrique VIII, verdadero temperamento autócrata bajo la máscara de intelectual, barba azul disfrazado de teólogo (mal que le pese a la piedad anglicana) hace caso omiso del romano pontífice y logra que el complaciente Crammer, arzobispo de Canterbuty, decrete el divorcio y lo case con ana Bolena. Más todavía: hace que el Parlamento sancione el Acta de Supremacía por la cual el rey se convierte en Jefe de la Iglesia de Inglaterra.[130]

El pueblo, la nobleza y el clero (el primero por indiferencia, la segunda por codicia, el tercero por ambición, los tres por un fuerte aunque naciente sentimiento nacionalista) adhieren y acatan. Solo unos pocos se rehúsan a reconocer pública y solemnemente la validez del nuevo matrimonio y de la nueva línea de sucesión y a jurar al Rey como jefe supremo de la Iglesia nacional. Entre esos pocos (junto con el obispo Fisher y los monjes cartujos) está precisamente Tomás Moro. Elegido como el más prestigioso de los funcionarios cortesanos para encabezar la lista de los que han de jurar, se niega a ello, aduciendo motivos de conciencia.

Es recluido, cono antes su padre, en la famosa Torre, donde permanece durante un año, resistiendo las amenazas del poder real y los ruegos del amor filial, burlando las esperanzas de la Corte, que desea verlo sometido, y de la familia, que quiere verlo liberado.

En la ya siniestra prisión medita y escribe. Como otro gran humanista y hombre público, Boecio, compone, esperando la muerte, un tratado consolatorio: A Dialogue of Confort against Tribulation (Diálogo consolatorio contra la tributación).[131]

Conducido ante el tribunal y acusado de alta traición, es condenado a muerte el 1 de julio de 1535. Seis días más tarde la sentencia se cumple. Esta originariamente ordenaba que el reo debía ser arrastrado por las calles de Londres, ahorcado luego, descuartizado y expuestos los cuatro cuartos de su cuerpo en las cuatro puertas de la ciudad. El rey, sin embargo, lo conmutó por la simple decapitación. Moro, con la mordaz ironía de su relato utópico, exclama al enterarse del real acto de clemencia: “Libre Dios a mis amigos de la clemencia del Rey y a mis hijos de su perdón”.

Su buen humor no se desmiente en el cadalso. Roper cuenta que, dirigiéndose amablemente al verdugo, dijo: “Levanta tu ánimo, hombre, y no te avergüences de ejercer tu oficio: mi cuello es muy corto, ten cuidado por tanto, de no golpear torcido para conservar tu reputación”.

La iglesia católica canonizo a Tomás Moro en 1935. Sin embargo, a la luz de su Utopía y de su vida toda, más que como mártir del catolicismo se nos aparece como confesor humanista. Si se enfrentó con el Rey y tomó heroicamente el partido del Papa fue, sin duda, porque quiso oponerse al naciente nacionalismo (vinculado estrechamente al absolutismo real) y salvaguardar la unidad del mundo cristiano a través de la unidad de la Iglesia. Pero, como, por otra parte, la reforma de la Iglesia, que consideraba indispensable (en sentido análogo al de Erasmo aunque con mayor audacia de propósitos) tendía a hacer coincidir la iglesia misma con la Humanidad, acentuando la continuidad entre filosofía griega y revelación cristiana, entre saber humano y fe sobrenatural, bien puede pensarse que Moro al defender y exaltar el Papado no hace (como luego Campanella) sino defender y exaltar la unidad del género humano.

El Papado era para él símbolo y más aún, medio concreto (histórico) por el cual tal unidad podía actuarse. A partir de esa unidad, cuyo mayor obstáculo era el nacionalismo (Enrique VIII y el Acta de Supremacía), Moro creía probablemente poder llevar adelante los ideales de igualdad implicados en el comunismo de su Utopía. El mismo régimen comunista que forma la base de la constitución utópica es para él una realización del ideal cristiano.

De ahí que, lejos de haber contradicción entre el utopismo y el mártir, debería decirse que el mártir, aunque indirecta y tal vez no del todo concientemente, vierte su sangre por los ideales del utopista.[132]

III

Mucho se ha discutido sobre el sentido de la Utopía. Algunos autores no ven en ella sino un juego retórico, una ejercitación literaria, destinada, sobre todo, a manifestar el gusto que, según nos dice Erasmo, experimentaba Moro por la paradoja.

Tal hipótesis parece hoy desechable. Pero aun queda por saber si en la Utopía debemos ver una mera sátira a las instituciones de su época y de su patria o un programa (o, al menos, una anticipación imaginaria) de la sociedad ideal, de tal modo que por boca del narrador se expresen las opiniones sociales y políticas del propio autor.

La primera hipótesis fue sustentada ya por Quevedo, quien escribió: “Yo me persuado que Moro fabricó aquella política contra la tiranía de Inglaterra, y por eso hizo isla de su idea, y juntamente reprehendió los desórdenes de los más príncipes de su edad. Fuérame fácil verificar esta opinión; empero no es difícil que quien leyere este libro (utopía) la verifique con esta advertencia mía: quien dice que se ha de hacer lo que nadie hace, a todos los reprehende. Esto hizo por satisfacer su celo nuestro autor”.

La segunda hipótesis, que parece la más natural al lector corriente es, a nuestro juicio, también la más acertada.

Ella no excluye, sin embargo, la anterior. Antes bien, podría decirse que la crítica de una situación concreta y de un momento histórico, tal como se da sobre todo en el libro primero, sirve de punto de partida para la elaboración de un plan ideal, que se desarrolla principalmente en el libro segundo.

Que este plan ideal expresa las opiniones del mismo Moro les parece también claro a sus contemporáneos, pues en caso contrario Erasmo no se hubiera cuidado de plantear sus desidencias ni Quevedo se hubiera preocupado por responder a “aquellos lectores de buen seso que han leído con seño algunas proposiciones de este libro, juzgando que su libertad no pisaba segura los umbrales de la religión”.

Porque, en efecto, muchos de los lectores de la época y en especial los más versados en materia filosófica y teológica, deben haber advertido, al revés de lo que luego a muchos les sucede, que las ideas expuestas en Utopía sobre la propiedad, sobre la religión y la libertad de cultos, sobre el matrimonio y el divorcio, etc. Difícilmente pueden juzgarse compatibles con la ortodoxia, mientras las expresiones en que vitupera la ociosidad del clero y de la nobleza, condena la anti-naturalidad crueldad de la guerra, etc., deben resultar, por lo menos, mal sonantes a los oídos piadosos. En su aborrecimiento de la Escolástica no duda en recurrir a la autoridad del hereje Jerónimo Husita: Et certa hace est sentia magni viri Hieronymi Hussitae, Universitates tam prodesse Ecclesiae quam Diabolum (y cierta es esta opinión del gran varón Jerónimo husita, que las universidades aprovechan a la iglesia tanto como al diablo).[133]

Aunque Utopía constituye una obra original, cuyas ideas surgen en buena parte de una crítica a la situación concreta de la época y del país de Moro, es indudable, como lo vieron ya sus contemporáneos, que pesa sobre ella la influencia de Platón. Podría señalar, sin embargo, que si el libro II se continúan varias ideas de la República, el primero parece responder más bien en su espíritu a las Leyes, por cuanto en aquel se traza directamente el plan de la Sociedad ideal cuya base es el comunismo, mientras en este se prevén reformas inmediatas que pueden realizarse aun sin la abolición de la propiedad privada.

De todas maneras la influencia de Platón no es exclusiva. En lo que se refiere a la doctrina de la comunidad de bienes, al papel corruptor del dinero y a la actitud o ilicitud de la propiedad privada, probablemente se añada también el influjo de algunos Padres griegos, como Basilio Magno y Juan Crisóstomo.

La influencia de San Agustín es bastante clara en algunos puntos como, por ejemplo, en la sustitución de la pena de muerte por la esclavitud para ciertos reos, que el Hiponense propone en su Ciudad de Dios (comentada, como dijimos, por Moro).

Finalmente no se puede ignorar la influencia de Erasmo y de otros humanistas, especialmente en lo que toca a las ideas sobre la tolerancia religiosa e ideológica, tan semejante a las que defenderá Castalión, acertadamente caracterizada por S. Zweig como “anti-Calvino”.[134]

Otro problema que se plantea en torno a la obra es el de la “localización” —valga la paradoja— de Utopía. La mayoría de los autores la ubican en algún lugar del hemisferio austral entre Brasil y la India. El texto mismo nos presenta a Hithloday, el relator, como uno de los veinticuatro hombres abandonados por Américo Vespucio en Cabo Frío, durante su cuarto viaje.

Otros, como G. C. Richards,[135] basados en la similitud que encuentran entre el tipo físico de los utópicos (tal como la obra los describe) y los japoneses, han pensado que Moro pensaba en un isla del archipiélago nipón.

Otros, en fin, como H. Stanley Jevons y Arthur Morgan,[136] creen que Moro se inspiró en el Imperio incaico (cuyo régimen era una suerte de socialismo de Estado[137]), del cual había oído hablar a los españoles ya establecidos en el Istmo de Panamá desde 1510.[138]

La segunda hipótesis no considera, a nuestro juicio, que la descripción física de los utópicos podría convenir tanto a los japoneses como a otros muchos pueblos indígenas de Asia y América. La tercera, a su vez, no tiene en cuenta, por lo que toca al régimen comunista, que Moro pudo haberse inspirado igualmente en cualquiera de los pueblos más o menos primitivos de Asia o América, en los cuales existía siempre en mayor o en menor grado, cierta comunidad de bienes. Sin embargo, es difícil decidir en cuestiones como estas.

IV

Los personajes de la obra son el mismo Moro; Pedro Pilles (Aegidius), discípulo de Erasmo, amigo de Moro y secretario del municipio de Amberes; y Rafael Hythloday, navegante portugués, humanista y filósofo, especie de Ulises renacentista, en el cual la viva curiosidad por todo lo humano, el amor de las letras antiguas y de los países nuevos, la repugnancia por la vida cortesana, nos revelan algunos de los más característicos aspectos de la personalidad de Moro.

El diálogo se inicia de un modo semejante al de muchos diálogos platónicos: Moro encuentra a su amigo Pilles frente a la iglesia de Santa María de Amberes, en compañía de un desconocido; este le es presentado y todos van a casa del autor donde, sentados en el jardín, conversan largamente.

El extranjero cuanta que, al visitar Inglaterra, oyó que allí se preciaban de reprimir el robo colgando a los ladrones con tal celebridad que a veces había veinte en una sola horca. Y, sin embargo, como en aquel mismo momento pudo saber, el país estaba por todas partes lleno de ladrones.

Sin embargo, para acabar con el robo, en lugar de ahorcar a los ladrones —lo cual es injusto porque significa establecer una pena desproporcionada a la culpa— es preciso acabar con las causas reales del robo que son la pobreza y el hambre.

Pero las causa de la pobreza y el hambre, son, a su vez, varias: la costumbre de los nobles de mantener parásitos y holgazanes, los cuales, cuando por cualquier causa son despedidos, carecen de todo recurso; la existencia de ejércitos más o menos permanentes, que lanzan al mundo gran cantidad de lisiados y de inútiles etc. “Mientras haya nobles —dice— habrá ladrones”.[139]

Sin embargo, la causa principal —señala preanunciando ya el método explicativo a Carlos Marx— debe buscarse en lo que nosotros llamaríamos “relaciones de producción”.

La naciente industria textil hace que la cría de ovejas se convierta en un negocio más lucrativo que la agricultura. De esta manera arrendatarios y pequeños propietarios rurales (que constituyen una gran parte de la población) son obligados a vender o despojados por cualquier medio de sus tierras y arrojados en la miseria.[140]

Moro, por boca de Hythloday, propone, como remedio inmediato, que la pena de muerte, impuesta con injusticia prodigalidad a los ladrones, sea convertida en pena de trabajos forzados: los convictos serían ocupados en las obras y servicios públicos, pero no se los encerraría ni encadenaría (tal la ley vigente entre el imaginario pueblo de los polileritas).

Pero Moro es demasiado inteligente y honrado como para conformarse —como cualquier reformista “bien intencionado” y superficial— con esa modificación de la ley penal. Insinúa —y de este modo prepara ya el tránsito hacia el libro segundo, donde se describe el ideal país de los utópicos— algo mucho más radical: “admito que sin abolir la propiedad privada, pueden aliviarse en algo los males que pesan sobre una gran parte de la población, pero jamás sobre una gran parte de la población, pero jamás se extirpará por completo”, dice. Considera, pues, como raíz de todos los males sociales a la propiedad privada. Y analizando otras reformas menos sustanciales del régimen de la propiedad privada, promovidas por vía de la restricción y reglamentación legal, advierte con gran lucidez no solo la insuficiencia sino también los contradictorios efectos de las mismas: “Porque si se dictaran leyes encaminadas a determinar un máximo en las tierras o en el dinero que cada hombre puede poseer; si se limitaran los poderes del príncipe, poniendo al mismo tiempo un freno a la insolencia del pueblo, para impedir que nadie pudiese, mediante la sedición y el desorden llegar a ocupar cargos públicos; su no se vendieran estos ni fueran gravosos a quienes los ocupan por el lujo y la pompa que demandan, para que de esta manera los funcionarios públicos no cayesen en la tentación de resarcirse, mediante el engaño y la violencia, de su pérdida, pues si tal cosa ocurriese sería necesario confiar a los ricos aquellos cargos que más bien deben ser ocupados por los sabios y prudentes; si se tomaran todas estas providencias, digo, se ganaría tanto, o tan poco, como pudiera ganar mediante la dieta y el reposo aquel enfermo que desespera de curar y que podrá sentir mitigados sus dolores y aliviada su enfermedad, pero que jamás se sentiría completamente sano; del mismo modo un cuerpo político nunca podrá ser perfecto mientras exista la propiedad privada; y puede acaecer que si se aplican esas leyes todo resulte complicaciones, como cuando al aplicar un remedio contra una dolencia se provoca otra con ello; la medicina que cura una enfermedad puede producir otra, mientras que si se fortalece un sola parte del cuerpo se debilitarán las demás”.

Al leer tales palabras no podemos dejar de evocar el tono que un socialista revolucionario usaría para dirigirse a un demócrata “constitucionalista” o, valga la histórica ironía, a un demócrata cristiano.

V

En Utopía, país “no más distante de nosotros en su situación geográfica de lo que se encuentra en sus costumbres y modos de vida”, hay muchas cosas notables y aun extraordinarias, pero ninguna de ellas lo es tanto como el régimen de la propiedad y el valor que allí se atribuye al oro y a las piedras preciosas.

Todas las instituciones, todas las leyes y las costumbres están, como el mismo autor parece advertido, determinadas directa o indirectamente por el hecho de que en aquel país no existe la propiedad privada y todos los bienes, así muebles como inmuebles, son de propiedad común.

El oro, signo y símbolo de la riqueza, es tenido por los utópicos como el más inútil si no como el más vil de los metales y, no menos que la plata, solo se usa para bajos o baladíes menesteres.

Al tratar de ello la ironía se presenta primero bajo la capa del sentido común, después de la mano de la paradoja: “Es bien cierto que muchas cosas nos parecen increíbles, en la medida en que difieren de nuestras costumbres; pero una persona de buen criterio no se asombrará de encontrar que, puesto que la constitución de los utópicos (esto es, la estructura económica de su sociedad) es tan diferente de la nuestra, su valorización del oro y de la plata se efectúe utilizando un patrón diferente. Como no tienen necesidad de dinero, ni usan moneda alguna, sino que lo guardan para casos especiales, que rara vez se presenta entre los cuales suelen mediar generalmente largos intervalos, no dan al dinero más valor del que tiene en proporción al uso que de él hacen. Es, pues, perfectamente lógico que prefieran el hierro al oro o a la plata, porque los hombres no pueden vivir sin el hierro, como no podría vivir sin el agua o sin el fuego; en cambio, no hay ninguno de los otros metales tan indispensables que el hombre no pueda prescindir de él. Es la locura del género humano lo que ha aumentado el valor del oro y de la plata, a causa de su escasez” (Moro, como se ve, no comparte la entonces corriente doctrina del mercantilismo). Y, poco después: “Los utópicos temen que si con esos metales se fabricasen recipientes u objetos de orfebrería, las gentes podrían acostumbrarse demasiado a ellos y restringirse a entregarlos si, en caso de una guerra, por ejemplo, hubiese necesidad de fundirlos para acuñar moneda con la cual pagara a los soldados. Para evitar todos estos inconvenientes, han recurrido a un expediente que, así como se aviene perfectamente con sus ideas particulares acerca del dinero y las riquezas, está tan en desacuerdo con las nuestras, que difícilmente merezca crédito entre nosotros, que en tanto apreciamos el oro y la plata y que tan cuidadosamente los ocultamos cuando los poseemos. Los utópicos comen y beben en recipientes de arcilla o de vidrio, de agradable aspecto a pesar de estar construido con materiales frágiles y de escaso valor, mientras que emplean el oro y la plata para hacer aquellas vasijas destinadas a los usos más sórdidos y aún los originales; de oro y de plata son también los grillos y cadenas que ponen a sus esclavos; aquellos de estos últimos que purgan un crimen infame, llevan, en señal de ignominia, anillos, cadenas y diamantes de oro; en una palabra, tratan ellos de todas maneras de desvalorizar los que nosotros llamamos metales preciosos”.

Algo muy similar sucede con las perlas y diamantes: “En sus costas se encuentran perlas y en las rocas de sus montañas diamantes y carbúnculos; más no pierden ellos su tiempo en buscarlos; si por casualidad, los encuentran, los hacen pulir y los usan de adornos de sus niños, que gustan de ellos y se enorgullecen de poseerlos; pero los mismo niños, cuando crecen y se dan cuenta de que solo ellos los usan, los van dejando de lado sin que sus padres se los pidan; y una vez adolescentes, tendrían tanta vergüenza de llevarlos como nuestros jóvenes de jugar con muñecas, bolas y demás entretenimientos infantiles”.

Todo esto equivale a considerar a sus compatriotas y contemporáneos, más aún, a la cristiandad entera (sin excluir ni al Rey ni al Papa), como gente moralmente inmadura, de mentalidad y gusto infantiles. Y cuando refiere la regocijante anécdota de los embajadores de Anemolia, que llegaron a Utopía cargados de oro y piedras preciosas y fueron por eso confundidos con esclavos y privados de todo homenaje y pleitesía, quizás aluda particularmente a los embajadores de Inglaterra, país remoto (como Anemolia) y bastante ventoso (Anemolia equivale a “país de los vientos”).

En cada uno de los cuatro barrios en que se dividen las ciudades de la isla (como las ciudades del Medievo), hay un mercado al cual llevan todos el producto de su propio trabajo y del cual retiran todo cuanto necesitan “sin pagar nada y sin llevar nada en cambio”. La súper-abundancia de bienes de consumo es causa y razón principal de este sistema de distribución. Y “no existe tampoco el peligro de que pida más de los necesario, pues todos están seguros de no carecer de nada; porque solamente el miedo a las privaciones y a la miseria es lo que hace rapaces o insaciables a todos los seres vivientes”. Pero además en Utopía las leyes han suprimido el lujo y la pompa, de manera que ni siquiera la vanidad tiene ocasión de cebar a la codicia.

Lo más notable aquí, sin embargo, parece el hecho de que tanto la producción como la distribución tengan como sujeto no al individuo aislado sino a la familia.

Al contrario de lo que sucederá luego en la “Ciudad del Sol” (y de lo que pensaron otros comunistas antes y después, desde Platón hasta Emma Goldman pasando por los anabaptistas y por Engels), Moro no considera objetable la institución de la familia ni la juzga vinculada inevitablemente a la propiedad privada.

Su comunismo no se extiende, pues, a las mujeres. Antes, al contrario, la familia sigue teniendo en Utopía (al igual que en la Nueva Atlántida de Bacon) una estructura patriarcal: “Las mujeres, una vez llegadas a la edad conveniente, contraen matrimonio y viven con sus maridos, pero los varones tanto los hijos como los nietos, siguen viviendo en la misma casa de sus antecesores y prestan gran obediencia al más anciano de estos, a quien consideran el jefe de la familia y padre común de todos ellos, a menos que la sensibilidad haya debilitado su mente; en este caso el que le sigue en edad ocupa su lugar”.

Sin embargo, Moro no deja de formular implícitamente ciertas críticas a la institución del matrimonio y propone (al igual que Campanella y al contrario de Bacon) puntos de vista nuevos respecto a las relaciones sexuales y a la higiene y postmatrimonial.

Así, en lo que se refiere a la concertación misma del matrimonio, aunque sin hacer intervenir al Estado con su inhumana frialdad veterinaria, se realiza una cuidadosa selección del cónyuge: “En la elección de esposa los utópicos tienen una costumbre que a nosotros podría parecernos absurda y ridícula pero que, sin embargo, ellos observan constantemente y que refutan enteramente de acuerdo con sus experiencias. Antes del casamiento, una grave y honesta matrona debe exponer a la novia —sea ella virgen o viuda— completamente desnuda a los ojos de su pretendiente; y después, a la inversa, un hombre probo debe presentar al novio, desnudo, a la futura esposa. Nosotros nos reímos y condenamos por indecente esta costumbre. Ellos, por su parte, nos respondieron diciendo que es asombrosa la necesidad de los hombres de los otros pueblos quienes, cuando se trata de comprar un caballo, que vale muy poco dinero, usan tanta cautela que quieren revisarlo en todas sus partes y aun le quitan su montura y arreos, temiendo no vayan estos a ocultar alguna llaga y que, sin embargo, cuando se trata de la elección de la esposa, de la cual depende la felicidad o el infortunio del respeto de su vida, obran con tanta negligencia que aprecian a una mujer con solo conocer de ella un palmo (pues que solo el rostro conocen), ya que el resto del cuerpo está completamente disimulado por los vestidos, corriendo de esta manera el riesgo de experimentar después alguna sorpresa desagradable”.

Campanella encomienda a los magistrados la selección, teniendo en cuenta principalmente el mejoramiento de la raza; Moro la deja en manos de los mismos interesados y se preocupa ante todo por la felicidad de los contrayentes. Es interesante notar que Campanella, que se interesa tanto por la eugenesia, no se refiere, en cambio, a la eutanasia, mientras Moro, que parece no preocuparse por aquella, sugiere ya claramente los principios de esta. Los utópicos persuaden a los enfermes incurables a dejarse morir, aunque en ningún caso los obligan a ello, y “los que tal modo son persuadidos se dejan morir voluntariamente de inanición o bien ingieren una dosis excesiva de opio y de esta manera mueren sin dolores”. Una sincera compasión por el dolor humano alienta en estas palabras, y es evidente que en ellas se afirma la clemencia estoica (o epicúrea) a despecho de la moral católica. Y, aún cuando Moro esta muy lejos de propiciar el comunismo de mujeres o una forma cualquiera del amor libre, no puede dejar de advertirse que en su concepción ideal la mujer se halla mucho más cerca de ser equiparada al hombre en sus derechos y obligaciones que en la sociedad europea de la época, a pesar de que aun se considere como deber suyo el “obedecer y servir al marido”. En todo caso, el principio de la responsabilidad es solidario con el de libre determinación en ambos conyugues.

En utopía no existe la poligamia. El adulterio es severamente castigado así como toda relación prematrimonial, y esto no es un mero extremo de puritanismo sino una lógica consecuencia de la sanción del régimen monogámico. En efecto, dice Moro con una valentía que contrasta agudamente con los hipócritas hábitos sexuales de la cristiandad de su tiempo (y del nuestro), si se quiere mantener el régimen monogámico es necesario considerar como grave crimen el adulterio y castigar con todo rigor —y aun con la prohibición del matrimonio— a los jóvenes que han tenido experiencia sexual prematrimonial.

Por otra parte, el divorcio vincular solo existe para el cónyuge ofendido, quien tiene derecho a contraer de nuevo enlace; no así para el culpable, condenado a un celibato obligatorio y perpetuo.

Sin embargo, el divorcio vincular también es posible en Utopía cuando ambas partes están de acuerdo en ello.

De esta manera el Estado ideal de Moro que, como el de Bacon, no conoce la prostitución un lupanares (tal vez porque no conoce la pobreza y el hambre), se da algo que se aproxima a un ideal complejo de costumbres y normas sexuales. Impera allí, en efecto, la unión monogámica (que es, sin duda, biológica y éticamente la más perfecta), pero esta unión está fundada en la libre voluntad de los contrayentes, conservada por su libre determinación (lo cual equivale a decir por su continua y perpetua reafirmación voluntaria) y disuelta también por libre decisión de ambas partes. Lo único que queda, pues, excluido en la coacción (al concertar o mantener la unión matrimonial), el engaño (pre o postmatrimonial) y la hipocresía (de los presuntos monógamos que son verdaderamente polígamos y, más aún promiscuos).

Con menos simpatía leemos que los utópicos no desconocen la esclavitud. En este sentido Campanella, los anabaptistas y aún el mismo Bacon nos parecen sostener doctrinas y defender ideales más humanos. Sin embargo, no debe olvidarse que en un régimen como el utópico, donde no existe la propiedad privada, la esclavitud adquiere caracteres muy peculiares, puesto que el hombre no es propiedad del hombre, sino, en todo caso, un servidor forzado de la comunidad. Si se tiene en cuanto sobre todo que “los utópicos no reducen a la esclavitud a los prisioneros de guerra, a menos que sean agresores (esto es culpables), ni a los hijos de sus esclavos ni a los esclavos de otras naciones”; si se considera que “solo se encuentran sometidos a la esclavitud entre ellos, los que han sido condenados a causa de algún crimen que cometieron, o lo que es más frecuente, aquellos que son encontrados, por sus mercaderes, condenados a muerte en otras naciones y a quienes adquieren a bajo precio, si ya no es que les son entregados sin pagar nada en cambio”, no será difícil concluir que la esclavitud tiene aquí carácter penal y que equivale, en el peor de los casos, a una especie de trabajos forzados. Y si bien es cierto que también existe otra categoría de esclavos, formada por extranjeros libres pero pobres que se ofrecen espontáneamente a trabajar en Utopía, estos son tratados en general como los mismos ciudadanos del país (aunque se les dé más trabajo) y pueden retornar cuando lo deseen a su patria (cosa que los servicios prestados), de modo que solo en sentido muy lato (y casi metafórico) pueden ser llamados “esclavos”.

De cualquier manera el trabajo manual no es en Utopía (como lo es en la cristiana Inglaterra) un signo de inferioridad, una actividad degradante, sino todo lo contrario. Nadie se exime allí de trabajar, con excepción del corto número de eruditos y de los traniboros o públicos funcionarios, los cuales, sin embargo, aunque exceptuados, suelen dedicar también parte de su tiempo a las labores manuales para dar el ejemplo a sus conciudadanos. La agricultura es el oficio universal: nadie —ni hombre ni mujer— puede ignorarla o dejar de ejercerla, al menos durante cierto tiempo. (En esto y en su oposición a las doctrinas mercantilistas tal vez haya que considerar a Moro como precursor de las teorías fisiocráticas).

Pero además de la agricultura todos los utópicos conocen y ejercen otro oficio que, por lo general, es el del propio padre (no por obligación sino por libre elección).

La jornada de trabajo se ha reducido a seis horas, lo cual era una avanzada idea para la época (aun cuando, según Thorold Rogers, en la Inglaterra del siglo XV se trabaja cuarenta y ocho horas semanales.[141]) Moro prevé, en todo caso, la más frecuente de las objeciones que la reducción de la jornada laboral ha suscitado en todas las épocas: ¿No faltarán así los bienes necesarios a la subsistencia? En modo alguno sino que más bien sobran. “Y habrán de comprenderlo fácilmente —dice— si se detienen a considerar cuán grande es la parte de la población que vive ociosa en las demás naciones. En primer término, las mujeres, que constituyen la mitad de toda la humanidad, trabajan por lo general muy poco; y allí donde son laboriosas y diligentes, los hombres viven en la holganza; piensen luego en la enorme muchedumbre de sacerdotes y en todos aquellos a quienes llaman “religiosos”, que también viven sin hacer nada; agreguen ahora los ricos, especialmente los terratenientes, los llamados, “nobles” y “caballeros”, junto con sus familiares, personas ociosas e inútiles, a quienes se mantiene más por afán de ostentación que porque presten alguna utilidad; a estos añadid toda muchedumbre de mendigos sanos y fuertes que, para disculpar su mendicidad, fingen padecer una enfermedad cualquiera; si se reflexiona en todo esto que acabo de decirlo, verán que el número de aquellos con cuyo trabajo vive la humanidad es mucho, mucho menos que lo que hubieran imaginado”. Además de una crítica a las clases ociosas (clero, nobles, cortesanos, burgueses y terratenientes) esta respuesta incluye: a) una crítica a las causas de la mendicidad y de la pobreza b) una afirmación de la obligatoriedad del trabajo c) un reconocimiento de la fundamental igualdad de los sexos ante dicho obligación así como ante el concomitante derecho de ejercer cualquier arte u oficio (inclusive el sacerdocio, no vedado a las mujeres).

La igualdad de todos los ciudadanos utópicos está por lo demás representada en la uniformidad del vestido (que preanuncia ya la de los icarios de Cabet y que tanto dista, a la vez, de la heterogeneidad policrómica de los hábitos medievales, admirada por Chesterton). Las únicas diferencias que se notan están destinadas, sin embargo, a distinguir (de acuerdo con las ideas expuestas sobre el matrimonio y las relaciones sexuales) a hombres y mujeres, a casados y solteros.

La igualdad encuentra también una manifestación y un símbolo en las comidas políticas comunes, cuya institución se remonta en la historia europea por lo menos hasta Esparta, según puede verse particularmente en la vida de Licurgo de Plutarco, y en las cosas “tan uniformes que cada grupo de edificios, que forma uno de los lados de una calle, podría tomarse por una sola casa”. Pero sería un error asimilar simple y llanamente, a partir de tales analogías, la Utopía de moro con la constitución lacedemonia o con el comunismo cuartelario de Cabet.

No debe olvidarse que las comidas públicas no son obligatorias, que el Estado no interviene directamente en la elección del cónyuge; que el trabajo, aunque ineludible, no está reglamentado al máximo; que el uso, aunque no la propiedad, de las habitaciones, es privado.

En realidad, así como no hay una igualdad perfecta (recuérdese, entre otras cosas, que los trabajos sucios y degradantes se dejan librados a los esclavos; que los sacerdotes gozan de ciertos privilegios etc.), tampoco puede decirse que la libertad no sea reconocida en modo alguno cono ideal (según verá, sobre todo, al tratar de las religiones e ideologías, de la legislación y el gobierno etc.)

Y si bien es cierto que el sistema debe afrontar todas las dificultades que son inherentes al comunismo realizan en y por el Estado, también lo es que Moro vive ya en cierta medida la exigencia de un “espacio” para la persona humana en el seno de la Sociedad política, de una fundamental libertad, libertad de realización individual. No logra, por cierto, una síntesis de ambos valores, ni siquiera una clara conciencia de los problemas que su coexistencia implica, pero es claro que vive la tensión de ambos y que su Utopía aspira a realizarlos en la medida en que la naturaleza misma de la Sociedad humana, tal como la entiende, lo permite y consiente.

En todo caso, si se quiere comparar la Utopía de Moro con la República de Platón (y con la Constitución espartana) no se podrá dejar de tener en cuenta, con Paul Janet, que aquella se distingue, en primer término, de esta por “un sentimiento de humanidad”. En efecto, dice el citado historiador, “Platón había sido conmovido por las divisiones y discordias que dividían a los Estados y que desmentían su principio filosófico de la unidad, pero parecía poco sensible a los sufrimientos de los pobres y miserables. Lo que busca en su plan de reforma social es un cierto orden en que todo el mundo tenga su lugar y haga lo que debe hacer; pero no se preocupa por hallar el medio de hacer felices a la mayoría; con tal que todo responda al orden ideal que él ha soñado, todo está bien. En Utopía se encuentra, por el contrario, un sentimiento de verdadero interés hacia las clases que sufren y de viva compasión hacia los males de la sociedad”.[142]

El sistema político de “Utopía”, como quiera que se lo califique o denomine, es algo bastante diferente de la monarquía absoluta, imperante en casi todos los países de Europa, en tiempo de Moro.

VI

Es claro que quien contemple desde el punto de vista de las constituciones europeas y americanas del siglo XIX o XX dudará un poco antes de llamarlo simplemente “democracia”.

No resulta fácil, por tanto, definirlo o calificarlo. Alguna analogía podría establecerse quizás con la democracia china, cuyo ideólogo fue, en la época clásica, el confuciano Mencio.

En efecto, la democracia china es, por oposición a la griega, (masiva y directa) y a la moderna, (masiva y parlamentaria), una democracia familiar. Y, en el mismo sentido, el régimen político de “Utopía” podría dominarse así, en cuanto la unidad política, no menos que la unidad económica (de producción y consumo) es allí la familia y en cuanto el Estado mismo es concebido como una gran familia. Pero en “Utopía” hay, por otra parte, un régimen electivo y, aunque en cierta medida, también está vigente allí el sistema de exámenes (que da lugar en China al mandatario) todos los gobernantes y aun el príncipe son electivos. “Cada treinta familias eligen anualmente un magistrado, que antiguamente se llamaba sifogrante, pero que actualmente recibe el nombre de filarca; a la cabeza de cada diez sifogrante y sus respectivas familias hay otro magistrado, antiguamente llamado traníboro y conocido actualmente con el nombre de arzofilarca. Los sifograntes reunidos en número de doscientos eligen al príncipe, de un lista de cuatro candidatos propuestos por el pueblo de las cuatro divisiones de la ciudad”.

Se conserva la estructura monárquica, porque el príncipe, aunque electivo, es vitalicio. Todos los demás magistrados son elegidos por un año, aun cuando a los traniboros se los suele confirmar en sus funciones.

La elección del príncipe es indirecta y secreta. Hay una cierta división de poderes por cuanto al Senado, como cuerpo deliberativo, es el único en cuyo seno pueden tomarse resoluciones sobre los asuntos de Estado (legislar). Más aun, ninguna deliberación o consulta sobre tales asuntos puede efectuarse fuera del mismo senado, bajo pena de muerte. Y esto para que el príncipe y los traniboros (esto, es el poder ejecutivo) no puedan conspirar para cambiar el régimen de gobierno (en tiranía o monarquía absoluta, sin duda) y para esclavizar así al pueblo. Así mismo ninguna ley puede promulgarse sin que antes haya sido durante tres días debatida en el Senado.

Utopía”, integrada por cincuenta y cuatro diferentes ciudades (aunque iguales en sus “costumbres, leyes y modos de vida”) parece constituir una federación más que un estado unitario. De cualquier modo la estructura política no implica, por lo que sabemos de ella, una máxima centralización (contra lo que sucede en la Polis platónica y aun en la “Civitas solis” de Campanella, contra lo que tiende a suceder asimismo en la Inglaterra contemporánea). Es claro que todavía falta mucho para que se proponga el ideal de un federalismo puro, pero tampoco puede decirse que se trata de un puro centralismo.

En utopía hay leyes, pero estas no son muchas ni muy complicadas. Por eso no existen allí los abogados, mal necesario cuando la legislación es tupida y compleja. El mismo abogado Moro se daba cuenta de la miseria de su profesión (que era como dijimos, también la de su padre) y en esto nadie podrá dejar de reconocer un rasgo de auténtica honradez profesional.

El hecho de que las leyes sean pocas y simples se debe ante todo, aunque el autor no lo diga explícitamente, al hecho de que, una vez suprimida la propiedad privada, ha desaparecido la causa principal de conflictos y pleitos civiles. Por lo que toca a la legislación penal la norma general es también sencilla: casi todos los crímenes, aún los más graves, son castigados con la esclavitud (esto es, como dijimos, con trabajos forzados). La pena de muerte no ha sido totalmente abolida, pero muy pocas veces se aplica.

En sus relaciones con los otros pueblos los utópicos son guiados por un espíritu de humanidad y de justicia, poco común ciertamente en la Europa de Moro.

“Detestan los utópicos la guerra como cosa bestial —aunque sea menos frecuente entre los animales que entre los hombres—, abominan de ella, y contrariamente a lo que piensan casi todos los otros pueblos, desprecian la gloria militar”.

Ello no impide, sin embargo, que todos los habitantes se ejerciten en las armas y estén preparado para la pelea; las mujeres (como en la República platónica) no menos que los hombres.

Pero, a diferencia de los pueblos que aman la guerra por sí misma o que en ella ven ocasión de gloria y de provecho como los Espartanos y aun los mismo habitantes del Estado ideal de Platón los utópicos solo guerrean “para defenderse a sí mismo o a países amigos contra una agresión injusta o movidos por humanidad o compasión, para ayudar a una nación oprimida a sacudir el yugo de la tiranía”. Cualquiera sea el grado o la clase de pacifismo que uno profese, no podrá dejar de admitir que si motivos pudiera haber que excusaran una guerra, estos serían los invocados aquí por Moro.

Los utópicos no dejan de comprender, ni aun con tales circunstancias, que la mejor victoria es la que se logra sin derramamiento de sangre, con las armas del ingenio y de la Inteligencia, que son las únicas armas específicas del hombre. “Ninguna victoria estiman en tanto como la que no ha sido obtenida mediante la habilidad y la buena conducción de sus tropas, sin derramamiento de sangre. En tales casos decretan honores públicos y erigen monumentos en honor a los triunfantes, porque consideran que el hombre actúa de acuerdo con su naturaleza cuando vence a un enemigo empleando aquellos medios que le son propios y exclusivos, es decir, utilizando la fuerza de su ingenio”.

Es cierto que, por más loables que sean los fines propuestos, hay algo de repugnante en los medios que el ingenio utópico excogita en su trato con los enemigos. Eso de ofrecer grandes sumas de dinero a quienes asesinen a los gobernantes del adversario o premios mayores todavía a quienes los entreguen vivos, eso de ofrecer no solo la impunidad sino también una recompensa a los prisioneros que tomen las armas contra sus compatriotas, eso de sembrar falsamente la discordia entre los enemigos, instigando “al hermano del príncipe o algún miembro de la nobleza a pretender la corona” o induciendo a los príncipes vecinos “a resucitar alguna antigua pretensión, de la que nunca carecen los príncipes cuando pueden serles de alguna utilidad”, parece algo tan poco compatible con el espíritu de justicia que alienta en otras partes de la obra como es con el espíritu de la humanidad la consideración que a los utópicos les merecen los mercenarios “zapoletas”, a quines no vacilan en emplear “como mercadería de guerra y por ello los contratan con promesas de grandes recompensas y los exponen a los mayores peligros, de los cuales la mayoría jamás escapa, ni vuelve a reclamar el cumplimiento de su promesa”.

Este maquiavelismo en los medios contradice (lo mismo que después en Campanella) el anti-maquiavelismo de los fines. Más aún, contradice la decidida impugnación de la doblez en las relaciones internacionales de su época que, como diplomático activo, Moro conocía de cerca y tan cumplidamente como el que más.

En efecto, los utópicos no contraen alianzas con otros pueblos porque las consideran inútiles. Desde el momento en que “los lazos comunes, humanos, no son capaces de mantener unidos a los hombres, tampoco la confianza en las promesas puede ser capaz de lograrlo”.

Con amarga ironía de cortesano y diplomático que ha visto pisotear los más elementales principios de fidelidad y decencia entre los príncipes cristianos, agrega: “Sin embargo, nosotros sabemos con cuánta fidelidad son observados los tratados de Europa y especialmente en los Estado de doctrina cristiana, y cómo se los considera sagrados e inviolables. Esto se debe en parte al sentimiento de justicia y a la bondad de los príncipes y en parte al temor y reverencia que inspiran los pontífices, quienes, como que son los observadores más estrictos de sus propios compromisos, suelen exhortar a todos los principios de fidelidad y decencia entre los príncipes a respetar los suyos, apelando en caso necesario a la censura pastoral”. Bien sabe Moro cuán lejos están su propio rey, los príncipes ante quienes ha ejercido su representación diplomático y el mismo Papa, de cumplir sus compromisos y de guardar con buena fe lo prometido. No por nada vive en los días de los Borgía. Y un espíritu como el suyo, no puede dejar de rebelarse contra esa doble ética o, por mejor decir, contra esa disociación de moral y política que es el supuesto primero y más fundamental del maquiavelismo teórico y práctico y según lo cual, “parecería que la justicia en este mundo pasa por ser una virtud vulgar y plebeya que está muy por debajo de la grandeza y dignidad real, o que, por lo menos, existen dos clases de justicia: una, que es baja y humilde, se arrastra por el suelo y solo es buena para el pueblo, de suerte que debe vivir cargada de cadenas y severamente sujeta a mil restricciones para que no pueda salvar los límites que se le han impuesto; y otra constituye la virtud particular de los príncipes, que por ser más noble y majestuosa que la de los plebeyos, es más libre en sus movimientos, y para lo cual lo lícito y lo que no lo es se miden solo por el placer y el interés”.

VII

Toda la Utopía, con los ideales políticos, sociales, económicos y culturales que implica, traduce probablemente la meta final a la cual debe tender, según Moro, la Reforma de la cristiandad y de la iglesia, a la luz del Humanismo. Moro no es, por cierto, un simpatizante del luteranismo y de la Reforma protestante. Sus varios escritos de polémica teológica lo prueban con harta claridad. Entre otras razones, sin duda porque, como su amigo Erasmo, opina que el luteranismo significa barbarie y decadencia de las letras. Pero, sobre todo, porque aquel divide la unidad de la Iglesia al mismo tiempo que divide y separa absolutamente al hombre y a Dios.

Pero Moro está muy lejos de ser un conservador o un conformista en materia religiosa y política. Aspira, por el contrario, a una profunda reforma, a una reforma que él conceptúa probablemente mucho más radical que la de Lucero, pero que no debe ni puede hacerse desde afuera de la Iglesia o contra ella sino en su mismo seno y desde adentro.

Esta reforma, tal como Moro (con Erasmo y otros humanistas) la concibe, tiende a minimizar, como ya señalamos, la separación entre la revelación judeo-cristiana y la filosofía griega, entre lo sobrenatural y lo natural, entre el milagro y la ley natural, entre Dios y el hombre. Tiende, en consecuencia, a abrir las fronteras del dogma cristiano, haciéndolo coincidir en gran medida con la religión natural; a identificar en la Cristiandad con la Humanidad misma. Comporta, en verdad, en cuanto encuentra su fuente perenne en los ideales del humanismo, un movimiento desde la trascendencia hacia la inmanencia. Todo lo cual hace que en ciertos aspectos se lo puede comparar con el movimiento moderno que se produce en el seno de la iglesia católica en los últimos años del siglo XIX y en los primeros del XX, aun cuando, lejos de suponer como este una actitud irracionalista, se distinga más bien por un racionalismo religioso que los constituye, a su vez, en el precedente inmediato del deísmo y del “cristianismo sin misterios”.

Así como el lema del modernismo era “poner de acuerdo el dogma cristiano con la ciencia moderna”, así el del humanismo erasmiano era “poner de acuerdo el dogma cristiano con las letras y la filosofía antiguas”.

Esto se pone de manifiesto en el hecho de que los utópicos (que sin conocer a los griegos han logrado los mismos descubrimientos que estos en casi todas las disciplinas) ni bien se enteran de la existencia de la Hélade, se dedican con todo entusiasmo al estudio de sus obras. Se pone de manifiesto asimismo en la exposición de la filosofía moral dominante en “Utopía”, y donde el placer es el criterio general de obrar y donde un cierto hedonismo se impone en todo caso al ascetismo, propio de la Iglesia medieval y monástica. Es interesante notar que lo que los modernistas veían en la Compañía de Jesús, Moro parecía verlo en el monacato en general y en las órdenes mendicantes en particular, según puede verse ya en el libro primero de la obra El mismo Erasmo que había dicho: ubicumque regnat Lutheranismus, ibi frigere litterarum studium, sostenía, seguido también por Moro, que el monacato no equivale a verdadera piedad, y en la biografía de este comentaba, después de exponer sus muchas virtudes: “Y luego dirá la gente que los verdaderos cristianos solo pueden hallarse en los monasterios”.[143]

Pero lo que con más elocuencia habla del sentido de la Reforma religiosa anhelada por Moro son las creencias que atribuye a los utópicos y las leyes que rigen al ideal Estado en materia de religión.

En realidad las creencias comunes a todos los habitantes pueden hacerse coincidir, si se desea, con la religión natural. Estas creencias se reducen a la inmortalidad del alma y la existencia de un Dios providente, que decreta y desea la felicidad del hombre y dispones premios para los buenos y castigos para los malos más allá de la muerte.

Aparate de tales dogmas que, a decir verdad, tampoco aceptan absolutamente todos los habitantes de “Utopía”, se da allí la mayor variedad en las creencias y prácticas religiosas: Existe diversidad de religiones no solo en las distintas regiones de la isla sino en cada ciudad Algunos adoran al sol (como los incas), otros a la luna o a algunos planetas. Algunos hay que tienen no solo por dios sino también por divinidad suprema a algún hombre que se hizo ilustre en el pasado por su gloria o por sus virtudes (como en la isla Panquea de Evemero, ubicada tal vez por este en un lugar cercano al que luego tendría la “Utopía” según Moro).

Tal diversidad de cultos tiende, sin embargo, hacia una cierta unidad. Y en esto quizás puede verse un nuevo indicio del deseo de Moro de mantener la unidad, aun admitiendo la libertad y la multiplicidad de las ideas religiosas.

En “Utopía”, antes de la conquista y unificación realizada por Utopus, los indígenas, divididos por sus creencias, se vieron embarcados en una serie de guerras de religión (como las que Moro veía o preveía en la Europa de su época). Ese hecho los debilitó frente al enemigo y por eso el conquistador los derrotó muy fácilmente.

Esto lo movió a establecer enseguida una ley que desde entonces se observa en toda la isla y según la que “cada cual podía practicar la religión que mejor le pareciera, y tratar de ganar prosélitos, pero solo por la fuerza de los argumentos, de modo amistoso y modesto y sin mostrarse intolerante con los partidarios de otras creencias; con la prohibición de usar otra fuerza que la de la persuasión, evitando los reproches y las violencias”.

Entre las diversas religiones allí profesadas también está el cristianismo, introducido por algunos viajeros europeos y abrazados por una minoría fervorosa. Pero así como la religión cristiana se pudo predicar allí sin intolerancia y sin persecuciones, no se puede difundir por la intolerancia y las persecuciones: “Los que no han adoptado nuestra religión cristiana, no tratan de disuadir a nadie de ella, ni persiguen a los que a ella se convierten. Sin embargo, uno de los nuevos adeptos hubo de ser castigado en presencia nuestra. Porque, habiendo sido recientemente bautizado, comenzó a discutir públicamente sobre la religión cristiana, a pesar de nuestros esfuerzos, y con más celo que discusión; y con tanto ardor lo hizo que no solo recomendaba nuestro credo, prefiriéndolo al de ellos, sino que condenaba todos sus ritos como profanos, vociferando que los que los practicaban eran impíos y sacrílegos, merecedores del fuego eterno. Después de haber predicado varias veces en esta forma, fue arrestado, y después de ser juzgado, condenado al ostracismo, no por haber ultrajado la religión del país, sino por incitar al pueblo a la sedición y provocar tumultos; porque una de las leyes más antiguas de “Utopía” establece que nadie puede ser castigado por su religión”.

Esta libertad de cultos se funda entre los utópicos no solo en razones prácticas (evitar las sediciones y luchas internas que debilitan a la nación) sino también en una interesante consideración filosófico-religiosa que, en un contexto evolucionista, podrían haber hecho suya los defensores del modernismo. La diversidad de religiones, dicen los utópicos, tal vez provenga del mismo Dios, quien desea ser adorado de diferentes maneras por diferentes hombres y grupos humanos. Esto supone la hipótesis de que todas ellas pueden ser igualmente verdaderas. En todo caso —añade— su la verdad corresponde sino a una sola, esta se impondrá por su misma, sin necesidad de coacción o violencia alguna.

Estas consideraciones hacen que en los templos de “Utopía”, construidos por el Estado para el pueblo, solo se vea y se oiga aquello que es común a todas las confesiones religiosas. Los sacerdotes, en cuanto funcionarios públicos, parecen ser así ministros de ese culto básico, identificable con la religión natural. Por otra parte, contrariamente a lo que pasa en Inglaterra y en Europa, son muy pocos en número y todos de gran saber.

La libertad se extiende aun a aquellos que afirman que el alma es mortal y que el mundo se gobierna por si solo (esto es, los ateos), los cuales no pueden ser castigados ni obligados por la fuerza a cambiar de opinión, si bien se los desprecia y no se les confían cargos públicos, partiendo del supuesto de que quienes así opinan degradan la dignidad humana al nivel de las bestias y de que sus ideas son incompatibles con la mora.

De cualquier manera basta pensar en la actitud imperante en la época sobra tales cuestiones (Moro decapitado por el fundador del anglicanismo, Server quemado por Calvino, la noche de San Bartolomé y el martirologio de los hugonotes, la inquisición española etc.) para advertir que en la Utopía de Moro alienta la aspiración a una radical reforma de la sociedad y de la Iglesia.

Es muy importante tener en cuenta que si el cristianismo es aceptado con benevolencia y mirado con simpatía entre los utópicos, ellos se debe al hecho de que, según ellos, esta religión favorece el régimen de comunidad de bienes que el mismo Cristo practicó con sus primeros discípulos. La superioridad de la religión cristiana parecería, pues, fundarse, según Moro, en razones pragmáticas y, más aún vincularse a la posibilidad de una reforma o, si se quiere, de una revolución en el régimen de propiedad.

Todo esto, sin embargo, parece estar en contradicción con la actitud de Moro, magistrado y ministro, frente a la herejía y a los herejes. Para él la herejía parece haber sido el peor de los crímenes.

Foxe y Hall lo consideran como duro perseguido de herejes y Tyndale lo llama “el más cruel enemigo de la verdad”. Algunos autores han sugerido que habría asumido con todo cálculo y premeditación tal actitud, para ponerse a salvo de las sospechas de herejía que recaían sobre él precisamente por las ideas expuestas en Utopía.[144]

Pero semejante disposición resulta suponer que, en su oposición a la herejía (Moro como canciller no tenía que ver directamente con la represión de la misma), lo mismo que en su adhesión al Papado, había un motivo pragmático pero enteramente sincero: Moro consideraba a la herejía como equivalente a la sedición y al cisma como una ruptura de la unidad cristiana. Ambas cosas contradecían sus más hondas aspiración de una reforma de la Sociedad y de la Iglesia desde adentro, sin guerras religiosas y sin revoluciones sangrientas

Capítulo IV: Tomás Campanella y su “Ciudad del Sol”

I

Tomás Moro escribe en 1515-1516 la primera utopía de los tiempos modernos, obra que trasunta en el fondo y en la forma el espíritu del humanismo erasmiano. “Noventa años después, un fraile, filósofo, poeta y astrólogo, fanáticamente creyente en sus propias ideas, concibió otra utopía, La ciudad del sol, en la cual —dice M. L. Berneri— no hay ni asomos de la fina ironía y la elegancia literaria de Moro, pues a diferencia de este, Campanella no escribió en un círculo de refinados humanistas, sino con la mente y los miembros aun lacerados por la torturas de la inquisición”.[145]

Sin embargo, Campanella intenta en plena Contrarreforma algo esencialmente semejante a lo que Moro quiso en el momento inicial de la Reforma, cuando el protestantismo recién daba sus primeros pasos.

Si Moro, a diferencia de este, no promueve ninguna conspiración, es porque evidentemente conserva aun grandes esperanzas de que la reforma se lleve acabo sin recurrir para nada a la violencia. Pero tanto Campanella como Moro no desean una reforma desde fuera de la Iglesia sino desde adentro. Y por eso el fraile italiano, no menos que el humanista inglés, se mantienen fieles al papado y adversos al protestantismo y a toda forma de cisma y herejía.

Juan Domingo Campanella (en religión Fray Tomás) nace en Stilo (Catania) el 5 de septiembre de 1568, de padres campesinos, analfabetos y pobres. Muy joven ingresa en la Orden de Predicadores y, tal vez por reacción contra la filosofía tomista, oficialmente profesado en las aulas dominicanas, adquiere pronto lo que no puede menos de calificarse como violenta pasión anti-aristotélica. En Telesio encuentra luego una guía intelectual cuya anti-aristotelismo se encamina hacia una concepción empirista del conocimiento.[146]

El sentido de su admiración por el filósofo consentido se patentiza en el soneto que así comienza:

Telesio, il telo Della tua faretra
Uccide de’sofiti in mezzo al campo
Degli ingeni il Tiranno senza scampo
Libertà dolce alla verita impetra.

(Telesio, el dardo de tu carcaj, mata sin salvación, en medio del campo de los ingenios, al Tirano de los sofistas (Aristóteles): dulce libertad a la verdad suplica).

Cuando tiene apenas veintitrés años escribe y publica en Nápoles (1591), najo el influjo de aquel filosofo su Philosophia sensibus demostrata (Filosofía demostrada a los sentidos). En esa misma ciudad, a la cual se traslada después de haber disputado seriamente con cofrades de la provincia de calabresa, se vincula con Giambattista Della Porta, interesado como él en el estudio experimental y mágico de la naturaleza y autor del Magiae libri IV[147]. Ya en 1590 en el De sensitiva rerum facultate defiende una metafísica panteísta al afirmar que el Todo está dotado de alma, de vida y de sentido. Nada tiene de extraño, pues, que en 1592 se le inicio en Nápoles un primer proceso por herejía, como resultado del cual se lo “destierra” a su propia provincia religiosa.

Sin embargo, pronto pasa a Florencia, con la esperanza de conseguir, por medio del Gran Duque, una cátedra. No habiendo logrado su propósito se traslada a Papua, donde se relaciona con Galileo. Allí se le inicia, en 1593, otro proceso; después, un tercero, que termina en Roma en 1596, y enseguida un cuarto, del cual sale relativamente bien librado, aunque se lo confine en un convento de su provincia y se prohíba toda actividad literaria.

Hacia esta época escribe una serie de libros en los que se delinea ya claramente su política que propone, en esencia, una monarquía universal bajo el centro del Papa, a cuyo logro había de contribuir principalmente la espada del rey de España (De monarchia Cristianorum , 1593; De regimine Ecclesiae, 1953; Discorsi ai principapi d’Italia, 1954). “Las ideas teocráticas expresadas en estas obras no carecerían de convicción sincera: en efecto, el ideal de una unión universal de todas las naciones en una única grey bajo un único pastor ha sido objeto constante de las aspiraciones de Campanella a través de sus oscilaciones acerca de la mejor manera de realizarlo”, dice Mondolfo. E inmediatamente añade: “Y en el mismo anhelo hacia la unificación espiritual, religiosa y política de la humanidad se inspira (en el mismo año 1595) el Dialogo político contro luterani: condena del protestantismo y exaltación del catolicismo, pero en nombre de la unidad espiritual de las naciones, sin preocupación por las cuestiones de dogmática religiosa. El mismo repudio del “servo arbitrio” de Lutero procede únicamente de la consideración de sus consecuencias en la vida moral y civil de los pueblos, no de motivos teológicos”.[148]

No eran muy distintos, por cierto, como dijimos, los motivos de Moro en sus escritos de polémica anti-protestante, en su heroica adhesión al Papado.

Pero en el dominico calabrés el ansia de unidad del género humano y de justicia social se veía confirmada, como el mismo Mondolfo anota, “por su fe en una próxima realización”, ya que al acercarse el año 1600, astrología, magia y profecía, la habían creado (especialmente con quienes como Campanean cultivaban tales disciplinas). La espera de una final catástrofe, que alumbraría el Reino de la justicia y de paz definitiva, revivía entre sus compatriotas, abrumados por la prepotencia del dominio español, por el hambre y la miseria, por la opresión feudal, el espíritu de Joaquín de Fiore (“il calabrese abate Giobacchino”, como Dante lo llamara). Campanella urde así en Calabriam durante el año 1559, una conjuración en la cual participan clérigos y laicos, religiosos y campesinos, intelectuales y aventureros, frailes iluminados, como Dionizio Ponzio, y renegados logreros, como la baja Cicala. El alzamiento fracasa, debido a la delación y el virrey inicia, “more hispánico” una represión cruel y sangrienta. La mayor parte de los conjurados son presos y ejecutados, con lujo de sevicia: algunos son descuartizados; otros decapitados, otros colgados, otros colgados, otros pasados por la rueda; todos expuestos, para general escarmiento del pueblo en lugares públicos; ninguno muerto sin antes haber sido torturado.

A ellos les dedicará luego Campanella el soneto que así concluye:

E’l bel morir, che fa gli uomini Dei,
oive il valor saggio e virile
della sua gloria spiega i gran trofeo.
Qui dolce libertà l’alma gentile
ritrova, e porva il ver, che senza lel
sarabbe ancor il paradiso ville.

(Es el bello morir que hace a los hombres dioses / pues que solo el valor sabio y viril / explica de su gloria los grandes trofeos. / Aquí el alma gentil la dulce libertad / vuelve a encontrar, y experimentar la verdad sin la cual / hasta el paraíso sería despreciable).

El mismo Campanella es detenido mientras emprende la fuga, disfrazado; se lo traslada a Nápoles y allí, sometido al suplicio del potro, confiesa su participación en el acto subversivo (7 de febrero de 1600). Poco después, el 2 de abril, antes de que se iniciara contra él y otros clérigos conjurados el proceso de herejía, se finge loco, y logra escapar así (no sin antes haber resistido durante casi cuarenta horas el tormento de la “vigilia”) a la pena capital.[149] El 13 de noviembre de 1602 es condenado a cadena perpetua.

Se inicia así, para él, un largo período de veinticuatro años de prisión en los “castelli” de Nápoles.

A veces, literalmente enterrado en lóbregas y húmedas mazmorras, parece perder toda esperanza:

Quattordici anni in van patisco (ahi lasso!)

(Catorce años ha que en vano sufro (¡hay fatigado!).

Pero, por lo común, supera la melancolía y el miedo:

Il carcere, che’n tre morti mi tiene
con temor flaso di morir, dispreggio.

(La cárcel, que entre los muertos me retiene / con falso temor de morir, yo la desprecio).

Su actividad literaria, obstaculizada en parte por las precarias condiciones en que vive, se multiplica, sin embargo, favorecida por el indefinido tiempo de que dispone y por el ansia de expresar, de la única manera que puede hacerlo, sus sentimientos y sus ideas.

Mientras se le somete al proceso (y a la tortura) compone ya una importante obra política: La monarchia di Spagna (1601). Al año siguiente, en 1602, escribe La Città del sole; en 1606 los Antiveneti, dirigidos contra Sarpi; en 1607 el Atheismus triumphatus, especialmente dedicado a refutar el maquiavelismo; en 1613 la Medicina; la Prhilosophia rationalis (lógica y dialéctica); la Philosophia realis (física y moral); en 1614 la Astrología; en 1616 la apología pro Galileo, donde sostiene que no son los libros de la Sagrada escritura los que deben servir de autoridad para la construir una física y una filosofía de la naturaleza sino, por el contrario, estas las que pueden y deben ayudar a la exégesis bíblica. Entre 1613 y 1624 compone los treinta libros que forman su Theologia; en 1618 escribe su Reminiscentur, obra en la que hace un llamamiento a los infieles para que se hagan cristianos y a los cristianos para que lo sean más, mediante la reforma y la unidad; de 1620 son las Quaestiones que complementan y aclaran los anteriores escritos de física y moral.

Durante el largo cautiverio compone además una serie de poesías, (canciones, madrigales, sonetos) en los cuales expresa sus ideas metafísicas y morales en conexión con sus sentimientos de hombre segregado del género humano, pero deseoso de llevar al mismo la paz y la concordia. En ellas hay, dice Belloni, “tanto vigor de pensamiento, calor de afecto, impulso de inspiración y ruda eficacia de forma, como poco cuidado de toda elegancia, de todo artificio”.[150]

En 1623 escribe la magna obra en 18 libros que titula Metaphysica o Universales philosophia, en la cual se tratan, a decir verdad, todas las partes de la filosofía especulativa. En ella encontramos, por lo menos, lo esencial de su sistema.

Anticipándose al método cartesiano comienza Campanella suponiendo una duda universal y, como el mismo Descartes, encuentra en la autoconciencia el camino para salir de ella. En efecto, siguiendo en esto a San Agustín, considera que el propio ser está presente en el conocimiento que de nosotros mismo tenemos. De manera que “notitia sui est esse sui”. Y análogamente, como “notitia aliorum est esse aliarum” no solo se pasa así de la duda a la certeza de lo inmanente, sino también por consecuencia, de la certeza de los inmanente a la certeza de lo trascendente, hasta llegar al mismo Dios.

El conocimiento, considerado no ya como una pasión del sujeto, sino como un estado o “primalitá”, es el ser mismo del objeto conocido: Cognoscere este esse.

El alma humana se conoce, pues, a sí misma con una notizia innata; las cosas especifican, aunque no causan, en ella el acto del conocimiento y son así conocidas mediante una notizia illata. Pero esto solo es posible porque aquella participa de la naturaleza de Dios, que es todas las cosas y que, precisamente por eso, las conoce.

Dios mismo tiende a identificarse para Campanella con el Todo, pero ello no sucede sin que muchas veces aparezca caracterizado con los caracteres propios de la trascendencia, en el lenguaje del teísmo.

El hombre, que es un “pequeño Dios” (micro-teo), consta de cuerpo, espíritu y mente. El espíritu no es algo totalmente inmaterial sino una especie de fluido cálido y sutil al que le está confiado el ejercicio del conocimiento sensorial y la elaboración de esa imagen que el pseudos-universal aristotélico. La mente, en cambio, es incorpórea y su función propia es el conocimiento intuitivo de la idea así como la religión (entendida como inquisición y búsqueda del ser divino). Todas las partes del hombre son mortales con excepción de la mente. Pero cuando se trata de la inmortalidad, Campanella parece inclinarse, a pesar de las expresiones que lo avecinan a veces a la ortodoxia cristiana, hacia la afirmación de la inmortalidad cósmica, en un sentido parecido al de los averroístas o al de Giordano Bruno.

El 23 de mayo de 1626 los españoles deciden ponerlo en libertad. Sin embargo, la hora de su liberación definitiva no había sonado aún. Muy pronto se lo vuelve a detener por mandato del Nuncio papal y es trasladado a Roma, donde sigue detenido hasta enero de 1629, en Roma Campanella llega a gozar de cierta protección por parte del papa Urbano VIII, quien lo nombra consejero para los asuntos astrológicos, después de leer su opúsculo De fato siderali vitando. Puede imprimir algunos de sus escritos como el Atheismus triumphatus y la Monarchia Messiae.

Sin embargo, su temperamento combativo no tarda en crearla nuevas dificultades. Sus cofrades, los dominicos de la Minerva, impugnan sus doctrinas y él se ve obligado a polemizar con ellos. No conforme con esto, se ofrece para defender a Galileo.

Las grandes esperanzas que, al salir de la cárcel, alentaba sobre la posibilidad de convertir a los infieles y de unificar la Cristiandad y la Humanidad todo bajo el cetro papal y bajo su propia guía espiritual, pronto se ven frustradas.

Al descubrirse en Nápoles en 1634 un nuevo invento revolucionario encabezado por un discípulo suyo, fray Tomás Pignatelli, los españoles piden al Papa que les vuelva a entregar a Campanella, que por aquellos años había vuelto ya sus preferencias políticas hacia Francia, después de muchos años de vano filo-hispanismo. Y el Papa no habría dudado en entregar a sus “consejero” si este, protegido por el embajador francés, no hubiera logrado escapar a tiempo, camino a París.

Allí es acogido con benevolencia por sus amigos (entre los que se contaban los filósofos Mersenne y Gassendi), por la Sorbona y aun por Luís XIII y su ministro Richeliu. El rey le concede una pensión. Logra así publicar finalmente muchas de sus obras como la Philosophia realis (1637), el De praedistinatione (1636), la Metaphysica, la Philosophia rationalis (1638), etc.

El 26 de marzo de 1639 muere, como había vivido casi toda su vida, en una celda, aunque esta vez fuera la del honrado convento de San Honorato.

II

La Ciudad del Sol, como la Utopía de Moro tiende forma de diálogo, probablemente de la República platónica. Se trata, en verdad, de un diálogo “narrativo”, como la Utopía de Moro y como la misma República de Platón (si se exceptúa el libro I, de la misma, donde el diálogo es “dramático”). Los personajes no son más que dos: un caballero hospitalario (esto es, de la orden de Malta) y un navegante genovés o, como dice otra versión, el Gran Maestre de los hospitalarios y un Almirante genovés o, huésped de aquel.

El autor los ha imaginado tales, quizás porque la Orden de los Hospitalarios estaba, por sus actividades, relacionada con los viajes a Oriente y porque el descubridor de América era precisamente un marino (o, si se quiere, un almirante) genovés. “La ciudad del Sol” está situada, como “Utopía” y como la “Nueva Atlántida”, en una isla.

En verdad Campanella no nos da mucho detalles sobre su ubicación geográfica, pero sabemos que la misma se halla relativamente cerca de Tapronaba, esto es, de Ceilán, pero al sud del Ecuador, es decir, en el Océano Indico, como la “isla Panquea” de Evemero, como la “Ciudad solar” de Diódoro Sículo.

El nombre mismo del ideal Estado de Campanella se relaciona quizás con esta última, que tenía también un régimen comunista, en la cual se adoraba al Sol y que, según Diódoro, había sido descubierta por el navegante Jambulo.

Es cierto sin embargo, que el autor conocía también la existencia del imperio de los Incas, cuya organización comportaba un cierto socialismo de Estado, en el cual se adoraba al Sol y cuyos soberanos eran precisamente descendientes del astro diurno.

De todos modos resulta evidente que cuando Campanella llama “Ciudad del Sol” a su utópico Estado, lo hace teniendo en cuenta, ante todo el hecho de que, como luego veremos sus habitantes consideran al Sol como el rostro y la manifestación sensible de Dios, y luego, porque su supremo gobernante y sumo sacerdote, como representante del Sol en el microcosmos político se denomina asimismo Sol.

La influencia de Platón es demasiado obvia como para ser discutida y también la de Tomás Moro.

Sin embargo, nadie puede sostener hoy, particularmente después de los trabajos de Rodolfo de Mattei,[151] que la obra de Campanella constituya un plagio de la República de Platón y de la Utopía de Moro. Semejanzas y diferencias serán consideradas en el curso de este trabajo.

Por otra parte, si se trata de buscar influencias es asimismo evidente que estas exceden en mucho a Platón y a Moro.

En primer lugar debe señalarse la que ejercen los Padres de la Iglesia, desde Clemente Romano hasta San Agustín, pasando por San Juan Crisóstomo, San Basilio el Grande y San Ambrosio de Milán y, a continuación, los Escolásticos, como Santo Tomás de Aquino, Cayetano, Escoto, Durando, etc.

En segundo lugar, es preciso tener en cuenta el influjo de los filósofos antiguos (a parte de Platón). El espíritu de la filosofía estoica asoma por doquier en el naturalismo religioso, en la política igualitaria etc.; la aritmología y la astronomía pitagórica están presentes en todas las partes de la obra: los solares siguen, antes que a Tolomeo y Copérnico, al pitagórico Filolao; en la descripción de la Ciudad se nota en seguida de ciertos número como el siete (la planta urbana se divide en siete recintos, en el templo arden siete lámparas, etc.) También es preciso suponer que de alguna manera influyeron sobre Campanella las doctrinas filosóficas-religiosas de las hindúes, pies explícitamente nos dice que los solares “son un pueblo oriundo de la India, en el que abundan los hombres dados a filosofar”, y en otro lugar que los habitantes de la “Ciudad del Sol” siguen una filosofía brahmánico-pitagórica. Tal vez las noticias no muy abundantes ni precisas que el autor tenía acerca del pensamiento de la India, le bastaran para reconocer en él algunas ideas, o más bien direcciones generales, afines a su propio pensamiento, como un cierto naturalismo religiosos, una tendencia al panteísmo, una inclinación a organizar la sociedad y el Estado según la estructura metafísica reconocida en el Todo etc.

En tercer lugar, es igualmente necesario reconocer la influencia ya directa y positiva, ya negativa e indirecta de una serie de poetas, filósofos y escritores políticos contemporáneos, como Tasso, Telesio, Maquiavelo, Botero, etc. No es improbable, por otra parte, que conociera la existencia y el régimen de las misiones jesuíticas del Paraguay. En todo caso no podía desconocer los intentos de comunizantes y el socialismo místico de los anabaptistas. Y es, sin duda, importante tener en cuenta que en la tierra de Campanella, la escabrosa y cálida Calabria, resonaban aun los ecos de la profética voz de Joaquín de Fiore, anunciando el reino del espíritu santo con el predominio de las instituciones monacales. Pero lo que más importa es considerar los vínculos que, como lo han demostrado los minuciosos trabajos de Luigi Amabile, existen entre la fracasada conjuración calabresa y el contenido de la Ciudad del Sol[152]. La utopía puede considerarse, en efecto, no tanto una apología y una idealización “a posteriori” del abortado movimiento revolucionario, según sostiene Bobbio,[153] cuanto un programa máximo o una meta final para dicho movimiento.

Nadie puede considerarla ya, en todo caso, después de las investigaciones de Amabile, como una mera fantasía exótica. En ella se expresa un ideal socio-político que este, según el mismo Amabile sostiene, conserva hasta su muerte, aunque no siempre aparezcan las relaciones del mismo con las ideas y programas políticos concretos que expresa en otros escritos.

En efecto, las ideas o si se quiere, los ideales expresados en La Ciudad del Sol parecen contradichos abiertamente en las otras obras políticas del autor a tal punto que algunos exegetas han optado por considerar a Campanella simplemente como un oportunista, dispuesto a variar siempre de partido. Con tal de obtener la libertad y el poder.[154]

Pero este juicio es superficial e injusto.

La oposición entre La Ciudad del Sol y los demás escritos políticos es más aparente que real. Por ejemplo, el hecho de que el régimen comunista se proponga para un solo Estado, lejano y aislado, lejano y aislado, en La Ciudad del Sol, mientras que en la Monarchia di Spagna y en la Monarqchia delle Nationi se proponga el ideal de un reino universal, que comprende dentro de sí a la humanidad entera, es solo una aparente contradicción. En efecto, el régimen político y la organización socio-económica de los solares, ha de ser un día, según se dice en la obra, adoptando por todas las naciones y la “Ciudad del Sol” solo momentáneamente puede considerarse un “regnum partiale”.[155]

Lo que si varía y cambia son los medios para la realización del ideal. En cierto momento Campanella creyó probablemente que primero se debía establecer una república comunista, realizando en su seno un régimen de perfecta igualdad y luego extender este régimen al resto de Italia, de Europa y del Mundo. Fracasado la conjuración que había urdido con tal propósito y encarcelado, invierte el orden de sus aspiraciones políticas y se dedica a proporcionar con todas sus fuerzas, en los subsiguientes escritos, la unidad de la Iglesia, del mundo cristiano y de la humanidad toda. Primero es preciso que el mundo se haga cristiano y que, conforme al mito que contaron los antiguos poetas, las espadas se conviertan en arados; el comunismo vendrá después, dígase o no se diga.

Es claro que al proponer los medios concretos para la unificación de la humanidad se notan en los escritos de Campanella tantas variaciones como las que podían imponer las circunstancias cambiantes de la política europea aun el ánimo y los intereses del autor.

Pero no es muy difícil comprender que, en sus fines, el antihispanismo de la conjuración calabresa no contradice el filohispanismo de la Monarchia di Spagna y de los Discorsi ai Principi d’Italia, cuando se tiene en cuenta que, como dice en el segundo de dichos “discorsi”, todo hombre desea y todo príncipe aspira a la monarquía de todo el mundo en cuanto le es posible, pero en esta época solo a la Casa Otomana y a la Casa de Austria les es posible lograrlo y se demuestra que es mejor no solo para los italianos sino también para todas las naciones y clases de hombres estar bajo el dominio de las Casa de Austria que bajo el de los Otomanos y, por esto, inclinar hacia aquella el Imperio del Mundo.[156]

Se comprende también por qué los fines siguen siendo los mismos cuando, en lugar de proponer la unificación de Europa y del Mundo bajo el cetro de los Habsburgos, se decide a fomentar las ambiciones de predominio de los reyes de Francia, ante los primeros síntomas de decadencia y económica del imperio español.

Es claro que los ideales de La Ciudad del Sol quedaron postergados y que apenas se alude a ellos en los escritos políticos posteriores, pero Campanean consideraba sin duda que la unificación de la Cristiandad y del Mundo eran condición “sine qua non” de aquellos ideales. Y en lugar de esperar que el Metafísico llegara a ocupar el lugar del Papa, como único Rey-sacerdote de la Humanidad, varía la perspectiva, confiado en que el Papa, único Rey-sacerdote de la Humanidad, se transformaría, de hecho, en el gran Metafísico, esto es en el Sol del Mundo.

Para Campanella la propiedad privada es, como para Moro, la raíz de todos los males sociales. Solo cuando se la suprime, el hombre puede encauzar sus energías creadoras hacia su prójimo y hacia la comunidad.

Por eso en la “Ciudad del Sol” se practicaba el comunismo en todo su rigor.

A diferencia de la “República” de Platón no se limita a una clase social sino que rige para toda la población sin excepciones.

A diferencia de la “Utopía” de Moro se restringe a los bienes materiales sino que se extiende también a las mujeres e hijos.

Los habitantes de la ideal Ciudad “son de parecer que toda propiedad surge de que cada individuo trata de tener una casa, una mujer y una familia para él solo, de donde se derivan el amor propio y el egoísmo; pues, por el afán de ensalzar al hijo en riquezas o jerarquía social o de dejarle una cuantiosa fortuna, se convierte todo el mundo o bien en un ladrón para el resto de la comunidad cuando, careciendo de escrúpulos, se siente con fuerzas para ello, o bien si su ánimo no llega a tanto, en un avaro, un insidioso o un hipócrita. En cambio, cuando el hombre consigue liberarse de este amor egoísta para consigo mismo, solo le queda el que debe sentir por los demás y por la colectividad”.[157]

Ante la objeción que su interlocutor le presenta (la misma que Aristóteles le presenta a Platón y, en general, los partidarios de la propiedad privada a los comunistas): si todos los bienes fueran comunes, nadie querría entonces trabajar, en la esperanza de que el prójimo lo haga por él, contesta el genovés: “Mira, yo no soy ducho en la controversia. Pero lo que sí puedo asegurarte es que el amor que sienten por su patria causa verdadera admiración, dando en esto ciento y raya al proverbial patriotismo de los romanos, como no podía menos ocurrir, puesto que son más desprendidos y altruistas que estos. Como también estoy en que nuestros curas y frailes, si careciesen de parientes y amigos y de ambición por medrar en la jerarquía eclesiástica, serían bastante más desprendidos y santos con el prójimo de lo que lo son en la actualidad”.

Más adelante, en un escrito complementario, responde también Campanella a diversas objeciones que se le hacen contra la fundamental doctrina socio-económica de la comunidad absoluta de los bienes. Así cuando se le dice que en un Estado debe haber diferencias de clases y de profesiones y que si los bienes fueran comunes en tiempos de paz todos desearían ser soldados y ninguno, agricultor; en tiempo de guerra, todos agricultores y ninguno soldado y, en general, todos proferirían ser rectores, jueces o sacerdotes, responde “que cada uno es destinado ya desde la infancia por los magistrados a las distintas artes, y teniendo en cuenta las disposiciones naturales en que aquel sobresale, sea por experiencia o por doctrina, es preferido para el arte para el cual resulta idóneo”. Y añade: “además, no pueden llegar a ocupar el rango de sumos magistrados sino los excelentes, según el orden consignado en el texto. De ahí que, ni el soldado querrá convertirse en capitán, ni el agricultor en sacerdote, otorgándose los cargos de acuerdo con la experiencia y con la doctrina, no por favor ni por parentesco sino por los conocimientos adecuados a la función. Y cada uno desempeña el oficio en la rama en que se distinguen”.[158]

Cuando se le objeta que el comunismo impide la generosidad y la limosna, pues quien nada tiene, nada puede dar, contesta: “¿Acaso los monjes y los Apóstoles no son liberales porque no poseen nada en propiedad? La liberalidad no consiste en dar lo que has usurpado, sino poner todo en común, como afirma Santo Tomás. En el texto verás, pues, cómo los huéspedes son honrados por la república, y cómo se asiste a los desgraciados por naturaleza, ya que entre nosotros no hay ningún miserable por la fortuna siendo todas las cosas comunes y todos hermanos, y están indicadas las mutuas funciones con las cuales se muestra la liberalidad, y si insistes en ellos, diré que ellos han convertido la liberalidad en beneficencia, que es superior a la primera”.

En “La Ciudad del Sol” la igualdad no afecta la fraternidad o amistad, como alguno podría creer, dice Campanella. Pues aunque nadie podrá dar u obsequiar nada a los demás, podrá ayudarlo de múltiples maneras, apoyándolo en la guerra, asistiéndolo en las enfermedades, socorriéndolo en el estudio de las ciencias.

De ahí que todos los hombres de igual edad se consideran allí como “hermanos”, mientras a quien tiene por lo menos quince años más se lo llama “padre”.

Como en la “Utopía” de Moro y, al contrario de lo que parece suceder en la “República” de Platón, en la “ciudad del Sol” se honra el trabajo manual junto con el intelectual. Más ambiciosamente que en Moro, el cual supone que los utópicos tiene por lo común dos oficios, aquí “cada individuo, sea del sexo que sea, es instruido en todas las artes”.

Por otra parte, aunque todos participan en la producción y “aunque todo es de propiedad común, la distribución es realizada por medio de funcionarios, en forma tal que todos participen equitativamente de los recursos alimenticios, las ciencias, los honores y los espectáculos y diversiones, pero sin que nadie pueda jamás apropiarse particularmente de nada”.

Viviendas, dormitorios, camas, todo es de uso colectivo. Cada seis meses los funcionarios competentes determinan el círculo y la estancia que cada uno debe ocupar.

Las comidas son también comunes y, a diferencia de Moro, para Campanella lo son obligatoriamente.

“Cada círculo dispone de sus propias cocinas y despensas colectivas, presidiendo cada departamento un anciano o una anciana, con facultades para azotar a los negligentes y desobedientes. Mandan en todos los demás, y van anotando en qué servicio sobresale cada uno de sus subordinados y subordinadas”.

Los jóvenes sirven en la mesa a los mayores. Y en general, la disposición y modo de las comidas es el de las colaciones monásticas: “Tienen mesas primera y segunda, parecidas, parecidas a las que hay en los refectorios de los conventos, y los hombres se sientan a un lado de las mismas y las mujeres enfrente. Nadie hace el menor ruido; desde su estrado, uno de los jóvenes va leyendo en un libro, con clara y sonora dicción, mientras los demás comen. Con mucha frecuencia, el encargado intercala un comentario oportuno sobre cualquier pasaje de la lectura”.

No se le escapa, sin duda, que a muchos de sus lectores tales comidas les han de parecer tristes y faltas de calor humano. Por eso, enseguida añade: “Verdaderamente, es una delicia verse servido por tan hermosa juventud, la cual atiende a los comensales, arremangados los brazos, con la mayor diligencia, y tener cerca de uno tantos amigos, hermanos, hijos y madres, que conviven llenos de cariño y respeto mutuo”.

La alimentación se ajusta, por lo demás, a reglas higiénicas prescriptas por los médicos, quienes determinan los platos para cada día, las dietas paras los jóvenes, los viejos y los enfermos etc.

La dieta de los solares es variada y completa pues “consiste en carne, manteca, miel, queso, dátiles y verdura”. Saben muy bien distinguir entre alimentos útiles e inútiles y, evitando los inconvenientes de un régimen unilateral, “consecutivamente van haciendo sus comidas sobre la base de carne, pescado, verdura y carne otra vez, paro no hipertrofiar ni debilitar su naturaleza”.

La dieta está basada, en todo caso, en consideraciones científicas, esto es, en el estudio de la fisiología y del clima.

Pero lo más interesante a este respecto es la posición que los solares adoptan frente al vegetarianismo. Antiguamente, nos dice Campanella, estos “no sacrificaban animales, porque les parecía un crueldad”, de lo cual no tiene nada de extraño si se considera que, como se dice más adelante, profesaban una religión vinculada al brahmanismo y al pitagorismo. El pansensismo debió ponerlo ante el problema moral de la licitud del sacrificio de las bestias y probablemente en un primer momento se inclinó a resolverlo en el igual sentido que pitagóricos y brahmanes. Pero, más lógico que estos, pronto encontró en las misma doctrina pansensista una salida a las dificultades prácticas que el vegetarianismo le planteaba. Y he aquí que los habitantes de la “Ciudad del Sol”, “al recapacitar más adelante que, como análoga crueldad es matar las plantas (puesto que también las plantas sienten), iban a verse precisados a dejarse morir de inanición, lo que solo puede remediarse admitiendo que las cosas inmóviles se han hecho para los nobles, decidieron comer de todo”.

La preocupación por la higiene, que es un rasgo dominante en la utopía campanelliana, se extiende asimismo al vestido, que los habitantes de “La Ciudad del Sol” cambian cuatro veces al año y que en cada caso es determinado por el médico, según el estado físico de cada uno y la estación del año. Por otra parte, “todos visten de blanco, lavando la ropa todos los meses con jabón y lejía (lo cual era, por entonces, mucho lavar).

Igualmente, en la construcción y disposición de los edificios se tiene muy presente la higiene: el aseo personal se hace en ciertos pilones que hay en las galerías; las aguas van a parar a las letrinas; el agua corriente abunda y en las cisternas se almacena la de la lluvia, de manera que “la gente se lava muy a menudo siguiendo los consejos de los maestros y las prescripciones de los médicos”.

Son moderados en la bebido y los menores de diecisiete años no prueban vino sino en casos excepcionales. En cambio, emplean mucho los perfumes, se bañan diariamente (práctica no demasiada generalizada aun en la Europa actual) y se dedican con asiduidad a los ejercicios gimnásticos.

Precisamente porque hacen mucho ejercicio, eliminan humores y flatulencias y evitan así la gota, los catarros, la ciática, los cólicos y los flatos.

Curan las inflamaciones y espasmos secos con sobrealimentación y baños; la anemia con un régimen de dulces y lacticinios etc. La sífilis, que en el siglo XVI hacia estragos en Europa, según lo demuestra el homónimo poema de Frocastoro, la evitan lavándose el cuerpo frecuentemente con vino y aceites aromáticos. Tampoco hay en “La Ciudad del Sol” tísicos y asmáticos. Tienen diversos procedimientos, algunos de ellos secretos, para curar y prevenir las diversas fiebres y manteniendo limpio y fuerte el organismo con métodos que les son propios, tratan de hacerse inmunes a la epilepsia, enfermedad frecuente entre ellos (sin duda porque el autor la supone “signo de gran capacidad intelectual”).

Pero lo más extraordinario de esta terapéutica se da allí donde, conjugándose tal vez con la magia y con la astrología, llega a descubrir un procedimiento “para renovar la vida cada siete años, sin sufrimiento alguno”.

V

En “La Ciudad del Sol”, como en la “República” platónica, no existe la familia. En esto Campanella difiere profundamente de los otros utopistas del renacimiento, Moro, Bacon, y Andreae.

Hombres y mujeres se hallan mucho más cerca de ser considerados iguales que en cualquier otra utopía anterior, aun sin haber logrado todavía una igualdad absoluta. Ambos sexos “usan un mismo atuendo, adecuado a la guerra, con la única diferencia de que, en el caso de las mujeres, la toga que unos y otros visten, pasa de las rodillas, mientras que en los hombres, por ser dicha prenda más corta, quedan al descubierto”.

Así como hay igualdad en el vestido la hay en la educación: “Cada individuo, sea del sexo que sea, es instruido en todas las artes”.

Hombres y mujeres tienen abierta, en principio, todas las profesiones y oficios: “Todas las ocupaciones, tanto especulativas como manuales, son comunes a los ciudadanos de uno y otro sexo, con la diferencia de que aquellas que exigen un esfuerzo considerable o grandes desplazamientos como la labranza, la siembra, la recolección de frutos o el apacentamiento de ganado, se reservan al hombre, mientras que, en cambio, acostumbran dedicar a la mujer a labores como la trilla, la vendimia, la fabricación de queso o el ordeño de las vacas, así como el cultivo de los huertos no muy alejados de la ciudad y, en general, a toda suerte de trabajos ligeros. Los oficios en que trabaja sentado o de pie están, casi sin excepción, encomendados también a las mujeres, a cuyo cuidado se hallan, por tanto, los telares de costura, las peluquerías y barberías y la confección de toda clase de ropa. Por el contrario, están excluidas de los trabajos de forja y de la fabricación de armas. Pero si una mujer apunta condiciones pata la pintura, no se le impide que la cultive. Otra coca que está reservada a las mujeres es la música, porque la interpretan con más sensibilidad, y a los niños; pero las mujeres no tocan la trompeta ni el tambor”.

Aun en las artes de la guerra con adiestradas las mujeres “por si hubiera necesidad de ayudar a los hombre en las guerras próximas a la ciudad, o para defender las murallas, si fuesen atacadas”.

Le preocupación por la higiene que ya notamos como un rasgo típico de la utopía campanelliana, se manifiesta especialmente en todo lo que se refiere al sexo y a la procreación.

El fraile calabrés es así un precursor de la moderna eugenesia y la preocupación por mejorar la raza humana asume en él características casi inhumanas. A diferencia de Moro y a semejanza de Platón se preocupa mucho menos por la felicidad personal que por la felicidad o perfección de la raza. Teniendo esto en cuenta se prescribe la edad mínima exigida pata la procreación: “ninguna mujer menor de diecinueve años cohabita con varón, de la misma manera ningún varón procrea antes de los veintiún años y, si es de contextura débil, aún más”.

En su preocupación por la higiene social y el porvenir de la especie nuestro dominico contradice abiertamente y sin ningún escrúpulo las más elementales normas de la moral católica: “Hasta que los jóvenes alcanzan tal edad (veintiún años), se les permite a veces, no obstante, el trato carnal con las mujeres estériles o embarazadas, para evitar las aberraciones sexuales. Unas experimentadas matronas, asesoradas por los técnicos de procreación, cuidan de facilitar estos ayuntamientos a los que reservadamente los recaban, por necesitar urgente satisfacción de sus instintos. Sin embargo, han de consultar previamente al director general de la procreación, que es un médico eminente que actúa a las órdenes del llamado Amor, el cual es el triunviro que tiene la máxima responsabilidad en esta materia”. Cómo fácilmente puede verse, el fin primario del acto sexual es, en este caso, no la procreación sino la satisfacción del instinto, pero tal satisfacción está a su vez, encaminada a preservar la salud del mismo instinto y a cuidar así la perduración de la especie. Lo que se busca es, ante todo, evitar cualquier clase de desviaciones o aberraciones sexuales. Por eso “los que son sorprendidos practicando la sodomía son públicamente escarmentados, condenándolos a llevar durante un par de días colgando del cuello un borceguí, con lo que se da a entender que han subvertido el orden natural, poniéndolo patas arriba; y si reinciden, va aumentando el castigo, hasta llegar a la pena capital”.

Y como el joven casto preserva su fuerza viril para su papel de futuro progenitor, “al que conserva la castidad hasta los veintiún años, le son conferidos determinados honores, ensalzándose públicamente su virtud”.

Como los individuos de uno y otro sexo practican desnudos sus ejercicios físicos, los técnicos en materia advierten fácilmente “quienes son y quienes dejan de ser aptos para el comercio carnal, y con que miembro del sexo opuesto se aparejará mejor cada uno”. De tal manera “las mujeres sanas y hermosas son emparejadas exclusivamente con los varones más fuertes y doctos, mientras que, para equilibrar la progenie, las demasiado gruesas son destinadas a los hombres delgados y las flacas a los gordos”.

El mismo acto sexual se realiza según “lo que la maestra y el maestro prescriben”; solo se lleva a cabo cada tres noches; nunca sin antes haberse bañado el hombre y la mujer y sin haber acabado la digestión. A tal acto no solo se predisponen con preces impetratorias sino que las mujeres “dedican también un rato a contemplar ciertas estatuas de hombres ilustres que tienen a esos efectos”, naturalmente para el hijo sea concebido a imagen y semejanza de aquellos hombres ilustres. Por otra parte, la hora y el momento del coito son determinados no solo por el médico sino también por el astrólogo y quien ha de practicarlo debe, so pena de grave culpa, mantenerse puro desde tres días antes.

Hasta qué punto la sexualidad es considerada por Campanella exclusivamente en función de la especie y de la Sociedad, lo muestra el hecho de que cuando una de “estas mujeres fecundadas no resulta encinta, la aparean con otros varones; y si tampoco así se produce el embarazo, queda a disposición de la colectividad, negándosele los honores que a las matronas se rinden, tanto en el Consejo de la Procreación como en las comidas comunales y ceremonias religiosas, estableciéndose esta diferencia entre el trabajo a unas y otras para evitar que ninguna mujer rehuya de la concepción deliberadamente, con vistas a entregarse al vicio”.

En cambio “la que queda encienta no hace ejercicio alguno durante quince día; luego inicia unos ejercicios moderados, para fortalecer a la criatura y abrirle los meatos de la nutrición”.

El niño queda al cuidado de la madre, que debe amamantarlo, durante dos años o más, según prescripciones del médico.

Todo esto no podía dejar de suscitar una larga serie de objeciones algunas de las cuales Campanella prevé y responde, ya en el texto mismo, ya en las complementarias Cuestiones sobre la mejor de las repúblicas.

El Hospitalario pregunta así, si no se produce entre ellos celos o resentimientos cuando alguien, por ejemplo, es excluido de la procreación y no logra el objeto de sus aspiraciones, a lo cual el Genovés responde: “Pues no, señor, porque nadie carece, no ya de lo necesario, sino incluso de que su capricho le pida. Y, en cuanto a la procreación, todo el mundo ha de someterse religiosamente a lo que perpetúan las autoridades, pues la progenie es considerada como un bien público y no privado”.

Pero lo que más le choca, naturalmente, al caballero de Malta, es lo que de la comunidad de mujeres:”porque, si bien San Clemente Romano dice también que las mujeres han de ser comunes, la glosa interpreta que esta comunidad se refiere al voto de obediencia, pero nunca al lecho. A lo cual el navegante contesta: “De esas cosas no entiendo. Lo que sí sé es que, en la “La Ciudad del Sol”, la comunidad de las mujeres afecta tanto a la obediencia como al lecho, aunque no siempre, sino cuando se trata de procrear”.

La comunidad de mujeres se aleja tanto de la moral católica que Campanella no puede menos que añadir, por boca de su personaje: “No descarto la posibilidad de que en este punto puedan estar equivocados”. Pero, aseguro de que doctrina responde a los dictados de la filosofía, continúa: “Pero ellos defienden su criterio aduciendo el testimonio de Sócrates, Catón, Platón y otros filósofos”. Y si bien es cierto que en otras ciudades que de ellos dependen la comunidad de mujeres se refiere solo al trato y al trabajo pero no al lecho, los habitantes de la “La Ciudad del Sol” lo achacan a la deficiente formación filosófica de aquellos.

En las mencionadas Cuestiones responde también, entre otras, a las siguientes objeciones: a) La comunidad de mujeres produciría discordias entre estas y, con frecuencia, también entre los padres e hijos inciertos, b) con el trato sexual común no se conocerían los hijos, lo cual es contra al natural deseo de todo padre, c) se produciría adulterio y aun incestos con hermanos, madres e hijas.

A todas estas objeciones contesta en general que: la comunidad de mujeres no es contraria al derecho natural, sino conforme a él y solo está prohibida por el derecho eclesiástico positivo; lo cual se prueba por el hecho de que “todo pecado contra natura o destruye al individuo, o a la especie, o está dirigido a esta destrucción”, mientras que la comunidad de mujeres “no destruye ni a las personas que impide la generación; de manera que no es opuesta al orden, sino que, por el contrario, beneficia grandemente al individuo, a la generación y a la república, tal como se manifiesta en el texto”.

A la primera de las objeciones que expusimos contesta diciendo que tal consecuencia no se sigue “cuando la totalidad está gobernada según las reglas y la ciencia de los médicos, de las matronas y de la astrología”.

A la segunda responde que: “siendo todos miembros de un mismo cuerpo, consideran a todos los jóvenes menores como hijos, y saben que han de perpetuarse mejor en esa comunidad que en la de los propios hijos. Por otra parte, como enseñan todos, la vida de la fama que nos hemos preocupado por las buenas obras, es preferible a aquella que logramos en los hijos. Los verdaderos hijos de Abraham no son ahora los judíos, sino los cristianos. La eternidad, pues, la buscamos en Dios, y por la República una vida feliz, como enseña San Ambrosio. Tampoco los animales conocen a sus hijos cuando estos han crecido, ni esto se produce directamente, sino solo indirectamente por naturaleza”.

A la tercera de las objeciones expuestas responde diciendo, como Cayetano y Santo Tomás, “que no es incesto contra la naturaleza sino aquel cometido con la madre, y nosotros lo evitamos en la república; con las hermanas, pues, y con otras, no es sino legal, y allí donde esta ley no existe, no hay incesto”. Y, por otra parte tampoco puede decirse —añade— que haya adulterio, pues este es natural o legal. El primero se da entre animales de diversa especie; el segundo, cuando alguien se une, contra la ley, con mujer ajena. Pero como en la “La Ciudad del Sol” tal ley no existe, tampoco existen allí el adulterio, los hijos adulterinos y la unión ilegítima entre varón y mujer.

Campanella pone así al servicio de su concepción estrictamente naturalista y socializante del sexo y de la procreación no solo los recursos de una potente y sutil dialéctica sino también de la autoridad de los Padres de la Iglesia, como San Ambrosio, y de los Príncipes de la Escolásticas, como Santo Tomás de Aquino y Cayetano.

Otro campo en el cual La Ciudad del Sol nos ofrece muchas ideas que preanuncian las de nuestros días es el de la educación. No sin razón se han encontrado aquí, en germen, o ya en cierta medida desarrolladas una serie de doctrinas y métodos propios de la pedagogía moderna.

La educación está, naturalmente, a cargo del Estado. Una vez que el niño es destetado se lo confía al cuidado de un maestro o maestra (según sea varón o hembra), y empieza desde entonces a convivir con los demás niños. Comienza a aprender, por entonces, a andar, a correr, a luchar y al mismo tiempo, a leer. Se le muestran figuras instructivas, sin duda como primera introducción gráfica y directa a las ciencias de la naturaleza, cuyo estudio comienza luego, cuando cumplen los siete años. De las ciencias naturales pasan más tarde a las demás y finalmente “abordan las artes mecánicas”. El plan de estudios incluye, pues, tanto las ciencia de la naturaleza como las del espíritu y tanto las ciencias puras como las aplicadas.

Se entrevé ya la necesidad de una escuela diferenciada: “si un niño presenta síntomas de retraso mental se le envía al campo, no reintegrándose a la ciudad hasta que se ha normalizado”. Sin embargo —añade— la diferencia de niveles mentales no constituye en la “La Ciudad del Sol” un gran problema educativo puesto que “como todos los chicos de cada generación han sido procreados bajo una misma disposición de los astros, lo corriente es que sean casi idénticos en cuanto a contextura física y moral”.

Ya hemos dicho que todos los individuos, sin diferencia de origen o de sexo son instruidos en todas las artes.

“El aprendizaje se hace de un modo directo, los niños ven las letras y llegan a descifrarlas e imitarlas sin que medie al parecer un esfuerzo sistemático. A partir de los tres años, empiezan a aprender el alfabeto, a fuerza de ver las inscripciones que hay en los muros, ante los que pasean formando cuatro grupos, en que sendos ancianos actúan de instructores”.

La educación intelectual se complementa con la física y los maestros tratan de que los niños aprendan “a jugar y a correr, para que se desarrollen con el ejercicio”.

Pero el pasaje más interesante desde el punto de vista de las ideas pedagógicas es probablemente aquel en que, anticipándose a los métodos didácticos de nuestro tiempo, nos dice, después de haber descrito las figuras pintadas en los muros de la ciudad, que ciertos maestros están encargados de explicar tales figuras “de modo que los niños vienen a asimilar todas las ciencias por el método histórico, sin esfuerzo alguno y como jugando, antes de cumplir diez años”.

En efecto, el “método histórico” no quiere decir para Campanella sino el método de enseñanza por medio de la imagen, esto es, por vía perceptiva y directa, antes que conceptual y verbal. Y en esto se adelante varias décadas al más grande pedagogo de su siglo, Juan Amós Comenio, cuyo Orbis rerem sensualium pictus es de 1658.[159]

Un especial cuidado se pone en la orientación vocacional. Los niños son llevados por sus maestros “a visitar los talleres en que cultivan sus variedades artes y profesiones el pintor, el sastre, el orfebre, y otros, para descubrir la inclinación que en cada muchacho apunta”.

Todo esto nos sugiere también, aunque un tanto remotamente, el espíritu de la Escuela activa, según el cual el trabajo y el contacto directo con los diversos oficios y actividades creadoras del hombre deben sustituir a la educación meramente verbalista y libresca.

En otro lugar de la obra de Campanella nos refiere que los niños solares realizan de hecho una serie de trabajos manuales sencillos, cooperando así desde temprano en la labor de la comunidad.[160]

Los estudios se gradúan según su creciente dificultad. A los siete años comienzan a estudiar las ciencias naturales, como hemos dicho; a los diez, se inician en las matemáticas, en la medicina y en otras ciencias. Uno de los métodos utilizados es el de las “disputationes”, tan en boga en las escuelas medievales y cuyo fin es aquí fomentar entre los alumnos el espíritu de emulación.

Más tarde “cada uno es nombrado oficial de aquella ciencia o arte mecánico en que más se ha distinguido”, lo cual equivale a obtener un título académico o, por mejor decir, profesional.

El aprendizaje de los oficios o artes mecánicos ocupa igualmente un papel importante en la educación, de tal modo que el trabajo manual es ejercitado por todos y en modo alguno se lo considera como algo vil o degradante. Así, los educados “también hacen excursiones al campo, para aprender las labores agrícolas y ganaderas, repuntándose la excelsitud de la persona en razón de la amplitud y profundidad de sus conocimientos”.

El honor que se tributa al trabajo manual está en razón directa de su valor social. A los solares “los regocija que nosotros consideremos innobles las artes manuales, mientras que llamamos nobles a los que no cultivan ninguna profesión y, rodeados de enjambres de sirvientes, se abandonan al ocio y a la lascivia, con evidente daño para el bienestar y la riqueza de la república”.

En realidad, el régimen comunista no podría subsistir —y Campanella lo ve muy bien— sin el trabajo de todos los habitantes. Por eso, la soberbia es castigada con una grave humillación y “nadie piensa que se rebaja al prestar los servicios que se le ordenen en los comedores, cocinas o donde sea; a estas labores las denominan “aprendizaje” (imparare)”.

La educación se completa, pues, con el continuo ejercicio de las artes y oficios, aun de los más sencillos y comúnmente considerados serviles; no se acaba en la escuela sino que se prolonga a todo el transcurso de la vida.

VI

En la “La Ciudad del Sol” no hay esclavos, ni siquiera aquella categoría que Moro admite en su “Utopía”. Como todos los solares trabajan y están siempre dispuestos a realizar cualquier oficio sin sentirse por ello humillados, en su Ciudad “no existe la esclavitud, porque no solo se bastan sino que se sobran a sí mismo”. Y al decir esto, Campanella, cuyo comunismo según erróneamente opina Croce “no es tampoco la expresión de una singular situación histórica, de la cual nos pueda servir como monumento; condición esta que da importancia a la Utopía de Tomás Moro”,[161] piensa, sin duda, en la situación concreta del país donde vive y añade: “Lo que ocurre entre nosotros, porque de los tres cientos mil habitantes que tiene Nápoles, no llegan ni a cincuenta mil los que trabajan; y estos trabajan tanto que arruinan su salud, mientras que los vagos enferman igualmente en la ociosidad, el vicio, la lascivia y la usura”, corrompiendo a su vez a otros muchos, a los que tienen sometidos a servidumbre o reducidos a la mayor miseria, y a los que contagian su depravación”.

Este pasaje se parece mucho a aquel en que Moro nos habla de las clases ociosas y de los pocos que trabajan para mantenerlas y mantener a toda la sociedad, pero en Campanella la crítica social es, contra lo que dice Croce, más concreta, desde el momento en que se basa en datos numéricos (por más que estos puedan ser objeto de muchos reparos, como los que el mismo Croce les pone).

El trabajo universalmente aceptado y equitativamente repartido basta así, según Campanella, para reducir a cuatro horas (y no a seis, como en la Utopía de Moro) la jornada de trabajo. Y, como los utópicos, también los solares dedican “el resto de la jornada a perfeccionarse moral y físicamente, mediante los deportes, las discusiones científicas, la lectura, la enseñanza, el paseo, actividades todas que se desarrollan en medio de las más sana alegría”.

Como Moro, Campanella ve con muy poco simpatía a la nobleza y aun al clero, a cuyas filas pertenece.

Como Moro, sostiene que el régimen de la propiedad común es el régimen cristiano por excelencia, porque mientras “la miseria envilece a los hombres, haciéndolos taimados, ladrones, insidiosos, forajidos, mentirosos y perjuros” y, a su vez, “la riqueza los torna insolentes, soberbios, incultos, traidores, desleales y presuntuosos de su ignorancia”, el régimen comunista “hace de cualquier individuo un rico y un pobre al mismo tiempo: rico, porque tiene y posee todo; pobre, porque nadie se afana en servir las cosas, sino en servirse de ellas”. Esto equivale a sostener que el régimen comunista el hombre llega a ser verdadero hombre y verdadero cristiano, al poseer todas las ventajas del ser rico y del ser pobre simultáneamente, sin tener, en cambio, las desventajas de ninguna de las dos condiciones.

“A este respecto, ensalza continuamente la religión cristiana y la vida de los apóstoles”. Y en las Cuestiones sobre la mejor de las repúblicas el autor se ocupa especialmente de refutar, no sin acopio de citas patrísticas y escolásticas, al franciscano Escoto, que considera herejes a quienes niegan la justicia de la propiedad privada.

VII

El gobierno de la “La Ciudad del Sol” constituye ciertamente como muchas veces se ha señalado, una teocracia y en tal sentido Campanella sigue conservando en su utopía el mismo ideal que sustentó durante toda su vida —antes y después de escribir La Cittá del Sole— en sus obras de política práctica.

Sin embargo, el rasgo más notable de la Constitución solar no está dado precisamente por el hecho de que el Príncipe supremo sea al mismo tiempo Sumo Sacerdote, sino por el hecho de que este presente y encarne la Unitotalidad del Ser, por lo cual se llama “Metafísico”, mientras que los tres príncipes que lo asisten, representan y encarnan, a su vez, las tres “primalidades” del Ser, por lo cual se denominan Pon, Sin y Mor, palabras que significan respectivamente, poder, Sabiduría y Amor.

El mismo dogma de la Trinidad aparece racionalizado, dentro de su concepción naturalista, en la doctrina de las tres primalidades y así, aunque la organización política traduce, como suele decirse, reminiscencias dogmática, se trata siempre de un dogma transformado filosóficamente.

La estructura política de la Ciudad ideal refleja, pues, la estructura misma del Ser en sus principios fundamentales.

El funcionario llamado “Poder” se ocupa de todo lo concerniente a la guerra y a la paz, al arte militar y a los ejércitos. Es una especie de Ministro de Guerra y Relaciones Exteriores y, como tal, solo está subordinado al primer magistrado, que es el Sol.

El denominado “Sabiduría” se ocupa de todo lo concerniente a las ciencias, artes, y oficios. Es una especie de Ministro de Educación, Cultura y Trabajo y, aunque tiene a sus órdenes “tantos ayudantes cuantas son las ciencias (un astrólogo, un cosmógrafo, un geómetra, un lógico, un retórico, un gramático, un médico, un físico, un político y un moralista), no maneja en realidad sino un solo libro, compendio de todas las ciencias, que ha mandado explicar gráficamente, para instrucción de todos, sobre los parámetros externos e internos de los muros de la ciudad”.

Al funcionario llamado “Amor” le corresponde “todo lo relativo a la procreación y a la unión de varones y hembras, en forma tal que la descendencia sea lo mejor posible”. La importancia concebida a la vida sexual o, por mejor decir, a la eugenesia, entre los solares (los cuales “se burlan de nosotros por nuestra preocupación de mejorar la raza canina, o la equina, mientras descuidamos por completo en perfeccionar nuestra propia raza”), se manifiesta particularmente en el hecho de que uno de los tres funcionarios supremos que rigen el Estado bajo la dirección del Metafísico, se dedique en especial a tales cuestiones. Bien podría considerárselo, pues, como un Ministro de Eugenesia, aun cuando sus funciones se extiendan a la salud y la alimentación, por lo cual viene a ser un verdadero ministro de Salud pública.

Si atendemos al modo en que los gobernantes son elegidos, podría decirse que la “La Ciudad del Sol” es una monarquía electiva, donde el saber es condición fundamental del poder.

Los funcionarios inferiores son designados por los superiores, reunidos en consejo, aunque, según parece, a propuesta de la Asamblea popular. Nada se nos dice sobre el procedimiento empleado para elegir al Sol o Supremo Magistrado, el cual parecería imponerse automáticamente, por la luz y la virtud de su propio saber.

Se comprende, pues, porque se enumeran tan minuciosamente los conocimientos que debe poseer quien a tal cargo aspira. Nadie puede ser nombrado Sol si no conoce exhaustivamente la historia cultural y social, religiosa y constitucional de todos los pueblos, “los nombres de todos los legisladores e inventores de las distintas artes”, todos y cada uno de los oficios o profesiones manuales (que aprenderá sucesivamente y por el método de las imágenes, considerando, sin duda, como el más eficiente y rápido); todas las ciencias tanto matemáticas como físico-naturales. Pero, por encima de todo, “es preciso que domine la metafísica y la teología, para conocer la raíz y las demostraciones de todo arte o ciencia, y las semejanzas y diferencias entre las cosas; la necesidad, el hado y la armonía del mundo; la potencia, la sabiduría y el amor de Dios y de todas las cosas, así como las gradaciones del ser y su correspondencia con los cuerpos celestes y los que pueblan la tierra y el mar, para lo que estudia a fondo los profetas y la astrología”.

Por su parte, a cada uno de los tres funcionarios que únicamente dependan del Sol, solo se les exige el conocimiento exhaustivo de aquellas ramas del saber que competen a sus respectivas funciones o, como hoy diríamos, a sus respectivos ministerios, aunque deban conocer en general (aprendiéndolo también por el “método histórico”), lo concerniente: a las funciones de sus dos colegas, además de la filosofía, la historia y las ciencias físico-naturales.

Campanella renueva así el viejo ideal platónico del filósofo-gobernante, pero se representa al filósofo a imagen y semejanza de Pico Della Mirandola, de Leonardo da Vinci o del propio Campanella, es decir, según el arquetipo renacentista del sabio, hombre de universal saber teórico y práctico, positivo y técnico, versado no solo en todas las ciencias puras y aplicadas sino también en todas las profesiones manuales y artes mecánicas; metafísico y poeta, inventor y erudito, investigador y retórico, teólogo y político.

Este elevado ideal del sabio-gobernante suscita casi espontáneamente una objeción: “¿Cómo es posible que nadie pueda saber tantas cosas?” A lo cual Campanella, por boca siempre del marino ligur, contesta que tal objeción resultaría válida si solo se contara con los procedimientos didácticos usuales en la Europa de la época. Con plena confianza en la bondad del método de observación directa, critica la educación libresca, él, que orgullosamente afirmaba ante sus jueces haber consumido más aceite (para leer) que ellos vino (para beber): “Se tiene por sabio al que sabe mucho de gramática y de lógica aristotélica, o al que es capaz de aducir numerosas citas de este o aquel autor, para lo que no se precisa sino una memoria servil, cuyo ejercicio va embotando al hombre, al acostumbrarse a estudiar, no las cosas en sí, sino los libros en que de ellas se habla, con la degeneración que el comercio con tanta cosa muerta en el espíritu produce, tornándose esta incapaz de comprender la manera en que Dios rige el mundo, las leyes de la Naturaleza y las costumbres de los diversos pueblos de la Tierra”.

En la “La Ciudad del Sol” se usan, como vimos, muy diferentes métodos, y muy diferentes son también los ideales educativos. Allí todos aprenden prácticamente todo y lo que entre los europeos supone diez o quince años de estudio, los solares lo asimilan en uno solo. Por otro lado, la meta no puede ser sino un saber concreto y universal: el saber libresco es vano y grosero y el saber fragmentario totalmente insuficiente, pues quien solo a una ciencia se dedica no llega a poseer ni siquiera esta misma ciencia. Dos siglos más tarde, Goethe, cuyo ideal del saber y de la cultura reproducía en muchos aspectos el de Campanella y los humanistas del renacimiento, diría: El que no conoce más que una sola lengua no conoce ninguna. Es claro que el Sol, pata llegar a dominar tantas y tan diversas materias deberá tener una agudísima inteligencia, la cual supone, dice Campanella un tanto sofísticamente, “una capacidad excepcional para las tareas de gobierno”. Por lo general el Sol es elegido entre los miembros de un colegio de veinticuatro sacerdotes que moran en lo alto del templo y se dedican a la investigación científica. De tal manera el ideal platónico del filósofo-gobernante se conjuga con la teocracia, propiciada siempre por Campanella.

El Sol y los tres funcionarios que inmediatamente se le subordinan no solo desempeñan las funciones propias del poder ejecutivo sino también las del poder judicial y aun, en gran medida, las del legislativo.

Estos cuatro funcionarios, más los tres oficiales que dependen de Pon, Sin y Mor, más los tres que dependen de cada uno de ellos, lo cual suma el numero de cuarenta personas, componen una especie de Senado o Consejo, que se reúne cada ocho días. En él “se delibera acerca de lo que el pueblo necesita y se enviste a los funcionarios que, previamente, han sido designados para cada cargo en la asamblea general”.

La monarquía teocrática y sofocrática aparece templada por un órgano eminentemente democrático: La Asamblea general, integrada por todos los habitantes mayores de veinte años, a la cual le compete, entre otras cosas, nombrar y deponer a los funcionarios, con excepción de los cuatro superiores. Sus decisiones, sin embargo, son confirmadas o modificadas por el Sol, quien a tal efecto, se reúne diariamente con Pon, Sin, y Mor.

Por otra parte cada grupo de hombres o mujeres tiene un superior inmediato llamado cabo, decurión o centurión (según el número de individuos que manda), lo cual confiere al régimen un cierto carácter militar, como hemos notado en otro lugar, al hablar de la organización del trabajo.

La concentración de casi todo el poder en manos del Sol y de sus tres ministros, Poder, Sabiduría y Amor, imprime al régimen político de los solares un tinte absolutita. Sin embargo, en la mente de Campanella, los mismo gobernantes quedan subordinados por completo a un orden universal, suprapersonal y enteramente objetivo, del cual aquellos no son sino intérpretes, gracias a su saber.

El saber parecería imponerse por sí mismo, y elevar a quien lo posee en sumo grado a la primera magistratura de la Ciudad, de tal manera que, cuando los supremos gobernantes, el Sol y sus tres ministros, advierten que alguien los supera en ciencia, se apresuran a renunciar a favor de este y le ceden gustosos sus cargos. Esto supone que Campanella comparte el intelectualismo ético de Sócrates y Platón y aun lo exagera hasta el punto de “automatizar” la elección de los gobernantes supremos, de tal manera que el poder soberano no viene ya directamente de Dios ni tampoco del pueblo sino de una condición objetiva.

Pero he aquí que esta condición, el saber o la ciencia, es también una condición subjetiva, en cuanto solo se da en los sujetos humanos y solo puede ser apreciada, discriminada y medida por los sujetos humanos, los cuales, por su parte, solo pueden hacerlo adecuadamente en la medida en que ellos mismos la poseen, esto es, en la medida en que a ellos mismos les compete el soberano poder.

La falacia platónica del gobierno del sabio se autodestruye así, dando lugar a una antinómica opción: o el poder soberano pertenece a todos, en cuento todos son sabios y se reconocen como tales, o pertenece a uno solo, el cual será todo lo sabio que se quiera, pero no podrá ser reconocido como tal por los ciudadanos y solo alcanzará a imponerse por otro motivo cualquiera, ajeno a la ciencia y al saber.

VIII

En La Ciudad del Sol de Campanella no encontramos una decidida condenación de la guerra, como la que leemos en la Utopía de Moro. Lo que si encontramos es un intento de limitar el uso de las armas y los conflictos bélicos a algunas situaciones determinadas que excluyen, en principio, toda guerra de conquista. En términos generales los solares entienden que la guerra se proclama “para corregir la contumacia frente a la razón”.

A Campanella no se le escapa que, en tratándose de una sociedad ideal, la guerra parece ser algo superfluo. Por eso, a través del Caballero de Malta, pregunta: “¿Con qué hacen la guerra? ¿A santo de qué si son tan felices?”. Y, por boca del Genovés, responde que en la misma isla en que se levanta la “La Ciudad del Sol” “hay otros cuatros reinos, cuyos soberanos tienen gran envidia a la felicidad de los solares, porque sus súbditos querrían vivir como estos, prefiriendo depender de la “La Ciudad del Sol” a estar sometidos a sus propios reyes”, por lo cual suelen declarar la guerra a los solares “so pretexto de que han vulnerado sus fronteras o de que se comportan impíamente, al no creer en las supersticiones de los paganos ni de las otras sectas brahmánicas”, mientras otras veces aducen que los solares fueron antiguamente sus vasallos, causas todas muy semejantes, sin duda, a las que servían de pretexto a los soberanos europeos contemporáneos de Campanella para iniciar sus propias guerras.

Es claro que los vecinos de los solares salen siempre derrotados, sin excepción, en estas empresas bélicas, aunque si ello es así, no se comprende bien porque no desisten al fin y dejan en paz a sus poderosos vecinos.

De todos modos no puede decirse que la paz universal no constituya uno de los ideales políticos de Campanella. La razón por la cual la “La Ciudad del Sol” no es ajena a la guerra debe buscarse, sin duda, en el hecho de que el Estado ideal no es representado aquí todavía como un Estado universal, aunque Campanella haya trabajado siempre, por otra parte, en el logro de dicha finalidad. Los mismos solares están de acuerdo, en cierta medida, con la idea del Estado universal, y único, puesto que “predican que todo el mundo terminará por aceptar su modo de vida”, pero resulta evidente que para ellos es condición de la unidad del género humano y, en consecuencia, de la paz perpetua, la aceptación del régimen comunista. Campanella, en cuanto hace suyas las ideas de los solares, coinciden a este respecto con el marxismo[162] aun cuando en sus escritos de política práctica siguiera más bien la vía contraria y se preocupara ante todo por lograr la unidad de Europa y del mundo, en una monarquía teocrática. Los habitantes de la “La Ciudad del Sol”, en la medida en que están rodeados de pueblos extraños y hostiles, tienen además otros motivos, aparte de la inmediata y directa defensa de su territorio, para emprender una guerra: “en cuanto son objeto de un acto de rapiña o bien cuando se les infiere una ofensa o cualquier otro ultraje, o sus aliados son maltratados, así como cuando una ciudad tiranizada invoca su ayuda para que la liberen”. El exigir la reparación por un robo o una injuria y, sobre todo, la defensa de los aliados y la liberación de los oprimidos constituyen, de hecho, causas que justifican una guerra para muchos autores de la época. Así por ejemplo, Baltasar Castiglione no duda en considerar justas las contiendas bélicas emprendidas para liberar a un pueblo de la opresión y el despotismo.[163]

Sin embargo, la “La Ciudad del Sol” no emprende nunca una guerra improvisa y súbitamente. Primero, se reúne el Consejo y después de pedir la asistencia de Dios en sus deliberaciones, discute y examina el caso. Si decide declarar la guerra, esta decisión debe ser refrendada por una asamblea general, integrada por todos los habitantes de ambos sexos mayores de veinte años, los cuales discuten nuevamente la legitimidad de tal empresa.

En caso de que se resuelva afirmativamente, “empiezan por enviar un sacerdote, que llaman Forense, a exigir al enemigo que devuelva lo robado o cese en su tiranía; y, si el enemigo se niega, entonces abren las hostilidades, invocando el testimonio del Dios de la venganza contra el que ha cometido el desafuero”. Esta norma, que no deja de evocar la acción de los sacerdotes “feciales” entre los antiguos romanos constituye un intento, aunque rudimentario, de substituir cualquier violencia por la negociación pacífica de los conflictos. Sin embargo, sus escrúpulos no llegan nunca a restar eficiencia práctica a la acción y por eso “para impedir que el adversario trate de burlarlos, prolongando las negociaciones, no le dan más que una hora, si se trata de un rey, o tres, si es una república, para deliberar y decidir la respuesta” (sin duda porque considera que en las monarquías, donde las decisiones dependen de una sola voluntad, estas pueden ser más rápidas que en una república, donde intervienen muchas personas).

El trato que se da a los vecinos contrasta con las costumbres de una época en la que saqueos, incendios, asesinatos masivos, reducción a la esclavitud, suelen ser el precio de la derrota. En efecto, los solares “muy de grado perdonan al enemigo vencido, tratándolo con toda bondad, después de la victoria sobre él”. A veces, sin embargo, deciden arrasar los muros de una ciudad, ajusticiar a sus gobernantes o inferir algún otro castigo a la población vencida, pero esto no lo hace siempre el primer día y “a partir de entonces, se portan ya con ellos excelentemente”. No se debe hacer la guerra —dicen exponiendo una idea de raigambre platónica— para exterminar a los enemigos sino para hacerlos buenos.

Por eso no solo las ciudades voluntariamente federales sino también las vencidas en la guerra “incorporan de seguido todos sus bienes al acervo común”, es decir, adoptan el régimen comunista, con lo cual suprimen la causa principal del egoísmo y de todos los males y vicios. Por eso “poco a poco se van haciendo a los usos y costumbres de la “La Ciudad del Sol”, su maestra, a la envían sus hijos a educarse, sin contribuir a los gastos en absoluto”.

Así como entre los habitantes de la “Utopía” de Moro “es tenido en el mayor oprobio el marido que regresa (de la guerra) sin su esposa, o el hijo que retorna sin sus padres” así en la “La Ciudad del Sol” el que durante la contienda bélica atenta contra la disciplina “es encerrado con unas fieras, armado de un simple palo, en una jaula; y solo en el caso dificilísimo en que sea capaz de vencer a los leones y los osos, se le perdona”.

Pero, al margen de los problemas éticos y jurídicos que la guerra plantea, Campanella se detiene en diversas cuestiones de táctica, estrategia y arte militar. Este aspecto lo preocupa, ciertamente más que a Moro y puede decirse que tampoco deja de vislumbrar aquí algunas innovaciones técnicas, aunque ninguna de ellas revista demasiada importancia.

La estructura del ejército corresponde ya a la de los ejércitos modernos, pues se reconocen ellos las tres armas, infantería, artillería y caballería, además del cuerpo de ingenieros. Cada una de estas armas tiene un general en jefe, que depende solo del jefe supremo y ministro de Guerra (el llamado “Poder”).

La educación militar comienza a los doce años y está a cargo de “oficiales experimentados y maduros”, denominados “atletas”. Estos instruyen a los jóvenes en el manejo de las armas y en el arte de herir, de cabalgar, de perseguir, de huir etc.

Cada dos meses se celebra un gran desfile militar, sin duda para mantener en la población el entusiasmo por los ejercicios bélicos y la admiración de la fuerza guerrera. Pero la instrucción, ya práctica ya teórica, es incesante, y se realiza todos los días. Esto afecta a todos los habitantes que “incluso aunque no haya guerra, se ejercitan en el arte militar y en la caza para no apoltronarse y para estar siempre preparados, por lo que pudiera ocurrir”.

En sus arsenales guardan toda clase de armas que utilizan en tales ejercicios.

Los cañones emplazados en la muralla exterior y los que usan en campaña son de metal, aunque también los tienen de madera, y todos están montados en cureñas móviles, esto es, sobre ruedas. Un ejemplo de la táctica de los solares se describe en el siguiente pasaje: “Cuando guerrean en campo abierto, agrupan la artillería y los bagajes en medio del ejército y, después de combatir un buen rato simulan una retirada. El enemigo, creyendo que realmente huyen, caen en el estratagema, pues, en vez de retirarse, lo que hacen es una maniobra de ala, para, después de tomar aliento y dejar la artillería que actúe, volver a la carga contra los dispersos adversarios”.

Más semejanza tiene todavía lo que ambos añaden después, a propósito de los campamentos.

Campanella escribe: “Acostumbran levantar campamentos al estilo de los romanos, rodeados de un vallado de estacas y de un foso, siendo muy hábiles en este menester”. Y Moro: “Tienen costumbre de rodear sus campamentos con fosos anchos y profundos; emplean la tierra que de ellos sacan para construir un parapeto; en esto no solo ocupan a sus esclavos, sino a todo el ejército, con excepción de los centinelas; utilizando tantos hombres, construyen potentes fortificaciones que rodean vastas extensiones de terreno, en un tiempo tan corto que apenas es creíble”.

En cuanto al armamento difieren un poco. En la “La Ciudad del Sol”: “Los caballeros van armados de lanza y, en la parte delantera del arzón, dos pistolas, de tal admirable temple y poco calibre, que perforan cualquier armadura, así como de una espada. En cambio, los escuderos llevan una maza, con la que —si se trata de armaduras de hierro, que ni las espadas ni las pistolas puedan penetrar— golpean al enemigo, como Aquiles al Cisne, hasta destrozar las más fuertes corazas. Esta maza lleva en la punta dos cadenas, de las que penden sendas bolas de hierro que, volteadas, rodean y se ciñen al cuello del adversario, al que derriban por tierra... La caballería ligera emplea, una tras otras, las armas de fuego, las lanzas y las hondas, de las que tienen gran cantidad. Suelen combatir por filas alternativas, de forma que, cuando una avanza, se retira la anterior y así sucesivamente. Además cuentan con sólidos escuadrones de alabarderos, para la seguridad del campamento, los cuales recurren también, en casos extremos, a la espada”. En “Utopía”: “Las armas que usan son muy adecuadas a su defensa, sin ser pesadas al extremo de dificultarles la marcha o los movimientos, y aun pueden nadar con ellas. Nadar con las armas es una de las primeras cosas que aprenden hacer sus soldados. Tanto los jinetes como los infantes lanzan saetas a gran distancia con mucha precisión y habilidad. No usan espadas sino que combaten con hachuelas de mano, que por su filo y peso causan heridas mortales, tanto al herir con ellas de frente como al hacerlo de costado. Se muestran muy ingeniosos en el diseño de máquinas de guerra y tan bien las disfrazan y ocultan que el enemigo no las percibe sino cuando comienza a experimentar sus efectos; de este modo se excluye la posibilidad de una defensa preparada que las haga inútiles”.

El argumento de los utópicos parece más encaminado a la acción defensiva que el de los solares; el de estos es, en todo caso, más moderno que el de aquellos. Pero, como bien advierte Campanella, la superioridad de los solares consiste en el uso de las armas de fuego y en el hecho de que “disponen de importantes secretos bélicos referentes al empleo de fuego artificiales [esto es, al uso de la pólvora] en la guerra terrestre y naval”.

En sus relaciones con los pueblos extranjeros los solares observan una conducta intermedia entre la de los habitantes de la “Nueva Atlántida” de Bacon, que observan sin ser observados y sin darse a conocer, y la de los habitantes de la “Utopía” de Moro, que se interesan activamente en la vida de sus vecinos y aun llegan a distribuir entre ello los excedentes de su producción, realizando, como dice M. L. Berneri, una especia de plan Marshall por anticipado.[164] En efecto, los hijos de la “La Ciudad del Sol” “están aliados con los chinos y otros pueblos, tanto insulares como del continente (asiático), Siam, Cancacia (Cochinchina) y Calicut (Calcuta, India)”, los ayudan cuando son injustamente atacados u oprimidos, admiten a sus mercaderes y les cambian sus productos, según antes vimos, pero los vínculos permanentes que con ellos mantienen no persiguen otro objeto más que el poder observar lo que hacen, esto es, aprender lo que de ellos puedan aprender en todos los terrenos, ya que los solares, aun convencidos de que su constitución y modo de vida ha de ser finalmente aceptado por todos, indagan “si hay algún país cuyas costumbres aventajen las suyas”.

IX

Los solares apenas si utilizan para nada el comercio. Como su producción siempre excede las necesidades del consumo interno hacen venir, sin embargo, a los mercaderes extranjeros, a quienes entregan los excedentes aunque no a cambio de dinero sino trocándolos por otros productos de los que carecen.

Como en la “Utopía” de Moro, los jóvenes se ríen al ver el valor que los extranjeros conceden al oro, pero, al igual que los utópicos, no dejan de utilizarlo a veces en sus tratos con otras naciones y hasta llegan a acuñar alguna moneda.

Como en la “Utopía” de Moro, “la agricultura goza de gran consideración” entre los habitantes de la “La Ciudad del Sol”. Practican, al parecer, un cultivo intensivo ya que “ni un palmo de tierra deja de rendir fruto”.

Por otra parte, dicho cultivo tiene entre ellos bases científicas y no puramente empíricas, pues nunca dejan de tenerse en cuenta la astronomía y la meteorología.

Al salir a trabajar en el campo lo hacen todos juntos “a los sones de trompetas y tambores y bajo sus estandartes y banderas”, todo lo cual nos recuerda la organización de la jornada laboral en las misiones jesuíticas del Paraguay. De hecho en Campanella se insinúa ya la idea del ejército del trabajo y de la organización militar de la producción (que encontraremos luego en Bellamy), pues en la “La Ciudad del Sol” “llama la atención el que tanto los hombres como las mujeres marchan siempre en formación, no viéndolos jamás solos, y siempre también bajo las órdenes del que los manda, al que obedece de buen grado, pues lo consideran como un padre o un hermano mayor”.

Lo más notable, sin embargo, en lo que se refiere a la agricultura es la idea o, por lo menos, el germen de la idea de la mecanización. En efecto, según Campanella, en las labores del campo “los solares disponen de carros provistos de velas, que andan a impulsos del viento”. Y en una edición posterior hecha en Frankfurt en 1623, agrega explicitando esta idea: “incluso aunque sea contrario, mediante un ingenioso dispositivo de engranajes”, lo cual hace posible que “una sola bestia arrastre un carromato enorme; espectáculo digno de verse”.

Tal vez de algún modo proyectara Campanella la invención de máquinas sin tracción (o con mínima tracción) animal.

No olvidamos que el mismo Moro, que no era, por cierto, un cultor de la física pura o aplicada, atribuye a los utópicos algún notable progreso en las labores del campo, como la invención y el uso de máquinas incubadoras.

Sin embargo, el carácter aun predominante cualitativo de su ciencia de la naturaleza (a pesar del antiaristotelismo y de la amistad con Galileo), hace que a veces Campanella se deje extraviar por analogías y metáforas morales. Y así, considerando a la tierra a imagen de la mujer, de cuyas costumbres ha proscripto —so pena de muerte— los afeites, por considerarlos causa indirecta de una progenie raquítica (porque tales artificios tienden a hacerlas parecer bellas sin serlo), excluye también el estiércol y los abonos para mejorar huertas y campos “porque dicen (lo solares) que así las semillas se pudren y agotan igual que las mujeres que, no siendo bellas por falta de ejercicio, pretenden parecerlo a fueraza de afeites, con lo que engendran hijos raquíticos”. Por eso, añade fundándose siempre en la metáfora que refiere lo humano a lo cósmico, “en vez de acicalar artificialmente la tierra, la someten a saludable ejercicio y, mediante procedimientos que solo ellos conocen, obtienen cosechas prontas y abundantes, sin la menor pérdida de simiente”.

Más aún, a los procedimientos de la ciencia experimental se yuxtaponen muchas veces los de la magia.

Los solares cultivan “el noble arte de criar caballos, bueyes, ovejas, perros y toda suerte de animales domésticos” y lo tienen en gran estima, como los contemporáneos de Abraham. Ahora bien cuando se trata de aparearlos “usan de fórmulas mágicas, mediante las cuales consiguen una buena procreación”.

Estas fórmulas mágicas (que no difieran en realidad, por lo que antes vimos, de las usadas cuando se trata de la procreación humana) suponen que la procreación “se verifica ante unas pinturas de caballos, ovejas, toros o cualquiera que sean los animales que estén ayuntando” (lo cual comporta un procedimiento típico de la magia llamada “imatativa”).

Por otra parte los ayuntamientos tampoco se verifican sin tener en cuenta la astrología y lo que en cada caso los horóscopos indican.

También practican la caza, aunque solo dentro de sus cotos, establecidos en selvas y montes.

Otra de las actividades que en mucho estiman y a la que con predilección se dedican es la náutica.

Campanella tiene en cuenta aquí probablemente el éxito de los viajes marítimos de exploración y descubrimiento, llevados a cabo por españoles y portugueses, el descubrimiento de América por las tres carabelas de Colón, y de las comarcas de Oriente por la flotas de Vasco de Gama, Magallanes etc.

Los solares basan el arte de la navegación en sus conocimientos científicos pues “saben bastante de astronomía asó como del flujo y el reflujo del mar”. Pero lo verdaderamente notable es que “disponen de ciertos navíos que son capaces de surcar los mares sin la ayuda del viento ni el esfuerzo humano, aparte de los barcos corrientes de vela y remo”, lo cual supone que Campanella ha intuido, y tal vez hasta proyectado, la navegación a vapor u otro tipo cualquiera de navegación automática.

Más aún, los solares “han inventado el arte de volar, el único que parece se echa a faltar en el resto del mundo”, y además están tratando “de construir un anteojo que les permitirá observar las estrellas que ahora nos resultan invisibles”. Campanella se hace eco así probablemente de los intentos de Leonardo Da Vinci que, unos cuantos años atrás, proyectó y hasta construyó al parecer una “máquina voladora”, y también de los trabajos de Galileo, quien construyo los primeros telescopios, después de perfeccionados por Torricelli. Pero, al mismo tiempo imagina, partiendo de una astronomía fundamentalmente superada, la posibilidad de construir “un receptor acústico mediante el cual se podían captar las armonías que producen los movimientos de los astros”, haciendo realidad para todos lo que los pitagóricos consideraron excepcional privilegio de su Maestro.

X

En la, “La Ciudad del Sol”, lo mismo que en “Utopía”, hay pocas leyes. Estas “están todas escritas en una plancha de bronce, que se halla a la puerta del templo, colgada de las columnas”, sin duda para que puedan ser fácilmente conocidas por el pueblo, a diferencia de lo que sucedía entre los contemporáneos del autor, donde las leyes, compleja y numerosísimas, solo podían ser bien conocidas por los especialistas.

El proceso es rápido y ágil por contraste con los interminables procedimientos de la época que el mismo Campanella había tenido que padecer. No existen los expedientes procesales o judiciales; el juicio es oral y el juez dicta al instante la sentencia. Cuando se entable un recurso, el Poder o Ministro de Guerra, actuando como Juez de segunda instancia, al confirmar o modificar en el término de un día y el Metafísico, que es el Supremo Juez, la confirma definitivamente dentro de los tres días o, con el consentimiento del pueblo, concede más tarde el indulto.

Cada habitante de la “La Ciudad del Sol” es juzgado por los superiores de su gremio, lo cual constituye un resabio del ordenamiento corporativo del Medioevo.

Sin embargo, no existen allí los presidios y solo hay un torreón para encarcelar algún enemigo sublevado.

Los ya largos años de prisión padecidos por Campanella (mucho más breves, sin embargo, de los que aún le faltaban por sobrellevar) lo habían convencido ya de la estéril crueldad de dicha pena.

En general, puede decirse que las leyes penales (las únicas de las que se trata, pues evidentemente las civiles tienen poca importancia allí donde no existe la propiedad privada) son más benignas que las vigentes en las épocas del autor. Penas usuales son los azotes, el exilio, el encarcelamiento público, la privación de la mesa común etc. La esclavitud, que el castigo corriente para los delitos graves en “Utopía”, no figura entre las penas aplicadas por los solares. En cambio, la pena de muerte no ha sido abolida y sigue aplicándose igual que en “Utopía”. En cierta medida puede decirse que hay una supervivencia de la ley del Talión, pues la muerte se castiga con la muerte y la lesión de un órgano con la lesión de un órgano correspondiente, y si, al no mediar premeditación, la pena es atenuada, ello no se hace conforme al Código y por los jueces ordinarios sino por el triunvirato de los príncipes.

El indulto puede concederlo solo el Supremo Juez y Magistrado, el Sol. Además del homicidio se castigan con la muerte los delitos “contra la libertad, contra Dios o contra los funcionarios supremos”.

Así como su triste experiencia carcelaria movió sin duda al autor a suprimir las prisiones en la Ciudad ideal, así el contacto con la repugnante figura del verdugo, que fue tal vez su íncubo en los meses de procesos y la tortura, lo impulsó a eliminar el verdugo. Pero, puesto que la pena de muerte no ha sido abolida, todo el pueblo se constituye en ejecutor de la pena. Esta norma tiende probablemente a conferir a la pena un sentido medicinal, lo cual es sin duda compatible con la idea que Campanella se hace del Estado como un organismo (reflejo en pequeño del gran animal que es el Universo), aun cuando no sea del todo compatible con la idea del Talión, que supone una concepción retributiva de la pena. Este sentido medicinal (o, si se quiere, quirúrgico) hace también que la pena se cumpla con el menor dolor y por eso se procura “la muerte sea instantánea”. Por eso, se esfuerzan también “en que el propio penado acepte su condena, argumentando con él hasta que, convencido, reconoce que la merece”.[165]

Otra consecuencia de la concepción organicista del Estado, parece ser el derecho que tiene el condenado a muerte a exponer las faltas a sus conciudadanos y de los gobernantes, “señalando si hay alguien que merezcan más el castigo que él mismo”, lo cual, si es demostrado, le vale una conmutación de la pena capital por el exilio. En efecto, esta norma supone la solidaridad orgánica de la culpa y del castigo y la idea de que dentro de esta totalidad animada, que es el Estado, no se puede castigar con justicia un delito mientras no se castiguen todos los demás, comenzando naturalmente por los más graves.

Si el culpable que se presenta espontáneamente a pedir castigo recibe una pena menor de la que merecía, ello se debe sin duda a la convicción de que quien desea liberarse de su dolencia ya está por ello a medio cambio de la salud.

XI

La religión de los solares es, para Campanella, una religión natural, esto es, una religión filosófica, racional, no revelada.

En cuanto el autor considera —por lógica necesidad— que la religión del Estado ideal es la religión ideal, su actitud debe interpretarse como un naturalismo religioso. Este naturalismo no se presenta aquí bajo una forma directamente panteísta, sino más bien con las modalidades del teísmo, puesto que Dios aparece como algo distinto de las cosas creadas. Sin embargo, no dice tampoco que sea algo diferente del Todo cósmico o del Alma universal. Consecuente con su nunca desmentido hilozoísmo, Campanella afirma que los solares “honran al sol y a las estrellas como cosas vivas”, esto es, como cosas en cierto modo divinas, aunque no les rinden culto de latría. Este no se atribuía sino a Dios mismo, pero “bajo la imagen del Sol, pues el Sol, del que viene la luz, el calor y todo lo demás que en el mundo existe, es la imagen y el rostro de Dios”. El Sol y las estrellas son templos de Dios y monumentos celestes. Por eso “el altar tiene forma de Sol y los sacerdotes adoran a Dios en el Sol y en los astros tanto como en el altar, y en el cielo tanto como en el templo”. Creen además que en las estrellas moral los ángeles buenos, cuya intercesión impetran y “que Dios desplegó y revelo sus bellezas en los cielos y en el Sol, que son su imagen y su trofeo”.

La analogía con los “dioses nacidos” de Anaximandro o con la teología astral de Platón no se puede negar, aun cuando Campanella no llame explícitamente “dioses” al Sol y a los astros.

Contra Aristóteles, “al que consideran un pedante”, los solares niegan que el mundo sea eterno, aun cuando juzgan difícil decidir si este ha sido hecho de un caos preexistente, como opina Platón, o creado de la nada, como afirma la teología cristiana. Con Platón y con la teología cristiana creen en la inmortalidad del alma “a la cual, al morir, acompañan espíritus buenos o malos, según haya sido su comportamiento en este mundo”. Esta es la causa por la cual no temen a la muerte y demuestran gran valor en las batallas. Comparten así uno de los principios fundamentales de la religión de “Utopía”. Pero aunque su religión es brahmánico-pitagórica no admiten la metempsicosis sino como fenómeno excepcional. Sin embargo, no están seguros del “dónde” y el “cómo” de los premios y castigos, “aunque estiman muy razonable que puedan ser el cielo y el infierno respectivamente”. Pero no saben si premios y castigos son eternos, como afirma la teología católica, o temporales, como opinan Platón y algunos de sus discípulos cristianos (Orígenes, Escoto, Erigena, etc.). Campanella parece a veces inclinado a considerar que la supervivencia y la inmortalidad son propias del alma cósmica y no del alma individual, según antes dijimos, y por eso tal vez no atribuye a los habitantes de la “La Ciudad del Sol” una muy precisa escatología.

Admiten también la existencia de Ángeles buenos y malos, pero, probablemente por reacción contra la demoniomanía y la caza de brujas, el autor declara que los habitantes de “La Ciudad del Sol” “para saber cuáles son unos y otros, esperan al cielo”.

Aunque no saben si existen o no otros mundos fuera de este, “consideran una locura decir que no hay nada más allá, porque la Nada no existe ni dentro ni fuera del mundo, pues que Dios como ente infinito, es incompatible con ella”.

A pesar de su evidente entusiasmo por la astrología, Campanella no comparte el fatalismo estoico ni el determinismo de algunos astrólogos de la época.

Su experiencia íntima lo mueve a afirmar el libre albedrío frente a todo el poder de los astros, con no menos rigor que su contemporáneo Calderón de la Barca en el famoso drama La vida es sueño.

Sabe que si el cruel tormento de la vigilia (veglia), aplicado durante cuarenta horas, no pudo quebrantar su voluntad, haciéndolo confesar lo que no quería, tampoco lograrán sojuzgar su ánimo las remotas estrellas. El influjo de estas se ejerce sobre los sentidos que sobre la razón y por eso quienes más están sometidos a él son los hombres sensuales.

El problema del mal se encuadra en una metafísica que reconoce como principios al Ser (identificado con Dios) y a la Nada, negación del Ser, pero condición “sine qua non” de la génesis de las cosas materiales. “De la propensión al No Ser nacen el mal y el pecado, por lo que dicen que, al pecar, se aniquila uno, y que el pecado tiene una causa deficiente, no eficiente”.

En realidad, esta deficiente puede darse en tres órdenes: es ausencia de poder, de saber o de querer. En el último caso se denomina “pecado”. “Pues el que puede y sabe cómo ha de hacer para obrar rectamente debe querer obrar así, porque la voluntad nace del conocer y el poder, y no al revés”. En todo esto se refiere evidentemente a la doctrina de las tres “primalidades” del Ser, según la cual “todas las cosas, en cuanto existen, están compuestas de poder, sabiduría y bandad; y en cuanto propenden al No Ser, de impotencia, de ignorancia y de maldad”.

Por consiguiente, no se puede pecar en Dios, que es el Ser, sino solo fuera de él, en el No Ser. Pero alguien se sale de Dios, esto no es culpa de Dios sino de quien se sale, pues en este está la falta o deficiencia, mientras a Dios solo se puede atribuir la eficiencia. De donde se sigue que Dios es autor del pecado, pero solo en cuanto este tiene de ser y de eficacia, es decir, en cuanto tiene de bueno (ya que el mal no puede darse sin que el bien lo sustente), mientras en cuanto tiene la ausencia y de falta, esto es, en cuanto verdadera y esencialmente es un mal, solo nosotros, los hombres, “que propendemos al no ser y al desorden”, lo causamos.

Reconocen los solares que en el mundo hay mucho mal, que los humanos obran contra la razón, que los buenos sufren y los malos prevalecen, aunque estos nunca pueden ser felices “porque se aniquilan uno a sí mismo cuando trata de aparentar lo que no es en realidad”.

Para explicar esto recurren a la hipótesis de un “grave trastorno en las cosas humanas como resultado de algún accidente” y casi se inclinan a admitir aquí, como en otros muchos puntos, la teoría platónica de la inversión del sentido el giro de los cielos. En cambio, aun cuando la consideran posible, creen que es una necedad la opinión (sustentada por muchos platónicos) “de que alguna virtud inferior gobierne, con permiso de la primera y principal”. Y mayor necedad todavía juzgan la teoría de la sucesiva degradación de las edades según los planetas que las rigen (Saturno, Júpiter, etc.), pero no dejan de admitir que las sucesivas edades del Universo se dan en el mismo orden que los planetas “y que las modificaciones que cada mil o mil seiscientos años” (evidentemente manifestación de las esperanzas revolucionario-escatológicas del mismo Campanella y de sus amigos de la conjuración calabresa) se producen en los ápsides, afectan al Universo, que experimenta en tales ocasiones transformaciones importantes”.

No sin cierta pelagiana ironía Campanella refiere también que los solares consideran feliz al cristiano, el cual se contenta “con creer que tanto trastorno provenga solo del pecado de Adán”. Ellos admiten, por cierto, un mal que se transmite de padres a hijos, pero dicen que es más bien el de la pena que el de la culpa, aun cuando luego la culpa revierta de los hijos a los padres, en caso de que estos hayan sido negligentes en la procreación o en la educación de su prole. Por tal motivo, los solares se preocupan grandemente tanto de la procreación como de la educación y opinan “que las culpas y las penas, tanto de los hijos como de los padres, redundan en contra de la ciudad, por cuyo motivo hay tanta gente que la pasa mal, y se ven en el desbarajuste del gobierno que se ven tanto y tantos países en la tierra”. He aquí, pues, el dogma del pecado original reducido a una cuestión de eugenesia y de pedagogía.

Nada de extraño, pues, que a continuación la religión sea identificada, al menos parcialmente, 1) con la verdadera filosofía, que supone la investigación de las obras de Dios, de la estructura del mundo, de la anatomía y fisiología del cuerpo humano, de los animales y de las plantas, 2) con la verdadera moralidad, que supone esencialmente la observancia de estos dos preceptos: “No hagas a nadie lo que no quisieras que te hagan a ti” y “Lo que quieras para ti, hazlo tú mismo”.

Por todo lo cual, si es verdad que, como dice el Hospitalario, los solares se encuentran tan cerca del cristianismo que solo les faltan los sacramentos para estar dentro de él, ello se debe al hecho de que Campanella reduce la doctrina cristiana a una forma del naturalismo religioso y no, como algunos intérpretes pretenden, por que eleva el naturalismo al plano de lo sobrenatural, insertando su concepción de Dios y del Mundo en la doctrina revelada y en la religión sobrenatural. En realidad, los sacramentos, la liturgia y el sacerdocio de los solares implican ya un esbozo de “naturalización” de los sacramentos, la liturgia y el sacerdocio cristianos.

Los sacerdotes solares “oyen confesión a todo el mundo”. Pero el sacramento de la penitencia tiene entre ellos una finalidad social: el sacerdote supremo gobernante y Supremo gobernante, “sabe de tal forma cuáles son los errores que más abundan, poniéndose en condiciones de atender a las necesidades de la ciudad”.

A diferencia de los paganos no sacrifican una inocente bestia, pero la pasión y muerte del Hijo de Dios se reduce a una dimensión social; uno de los mejores ciudadanos ofrece su vida a Dios por su pueblo y permanece en lo alto de la cúpula superior durante veinte o treinta días orando y ayudando. Se trata de una ceremonia simbólica en la cual se expresa la obligación que cada ciudadano tiene de ofrecer su vida por la comunidad.

El sacerdocio mismo se confunde, o poco menos, con la administración del Estado y con la investigación científica.

En los himnos religiosos se ensalzan al mismo tiempo “las proezas de los héroes cristianos, hebreos, paganos de todas las naciones”, lo cual parece demostrar que Campanella considera su naturalismo religioso como algo anterior a todos los dogmas y como el tronco en el cual las diversas confesiones deben encontrarse.

Si queman los cadáveres no es porque estos les produzcan algún supersticioso temor sino “para suprimir las infecciones y convertirlos en algo tan noble y vital como el fuego, que tiene su origen y su fin en el Sol”. En el dogma de la resurrección de la carne al parecer no les preocupa mucho. Pero, en cambio, cuando dice que “así evitan también hacerse sospechosos de idolatría”, probablemente esté criticando el culto de las reliquias y los cuerpos de los santos, de lo cual tenía espectacular ejemplo en la veneración napolitana de San Jenaro.

La disposición del templo y el ordenamiento litúrgico, basado en la astrología, nos revela también de algún modo el carácter “naturalista” si no “panteísta” del culto.

Por otra parte, a los elementos litúrgicos tomados del cristianismo, como el “sacrificio continuo” que recuerda la “devoción de las cuarenta horas”, se añade otros, tomados del judaísmo, como las vestiduras pontificias que se parecen a las de Aarón.

Si cree, por tanto, que el cristianismo se impondrá en todo el mundo, que la Iglesia católica coincidirá con la Humanidad y que su jefe será el Soberano universal, es porque cree que una vez producida la Reforma que él propicia y “suprimidos los abusos actuales”, el cristianismo coincidirá plenamente con la religión natural que los solares profesan y podría abrazar asía todas las demás religiones.

Hasta su filohispanismo se explica desde este punto de vista. Campanella no pone sus esperanzas en los españoles porque los juzgue mejores, más sabios o más virtuosos que otros, sino porque los considera instrumentos de la unificación exterior del mundo, mientras los solares (esto es, él mismo y los adeptos de la fracasada conjuración) vienen a ser instrumentos de la verdad, esto es, instrumentos de la unificación, interior, al enseñar a todos los pueblos los principios de la religión natural, universal y común, anterior y superior a toda religión revelada.

Un problema muy importante o aún, como dice Amerio, el problema fundamental de toda la exégesis campanelliana, consiste en determinar las relaciones que existen entre el evidente naturalismo religioso de los primeros escritos del Estilense y la ortodoxia cristiana, que parece acentuarse en los escritos posteriores, y sobre todo, en obras tales como la Theologia y el Reminiscentur y parece notarse aún en las sucesivas redacciones de La Ciudad del Sol.

Este cambio se relaciona, sin duda, con el cambio en la perspectiva política del autor.

Mientras este tuvo esperanzas de realizar una revolución por sus propios medios, instituyendo la república comunista que había de ser el centro de la regeneración universal, no dudó en proclamar abiertamente su concepción naturalista de Dios y de la religión.

En La Ciudad del Sol, escrita ya en la prisión, el naturalismo aparece bajo la forma de un sincretismo donde los elementos cristianos son dominantes. Estos prevalecen cada vez más en las obras siguientes, puesto que Campanella solo puede apoyar sus esperanzas políticas en el Papa y en los católicos reyes de España y Francia, y puesto que considera que la unificación de la Cristiandad y de la Humanidad solo puede hacerse gracias a las armas de dichos monarcas y bajo el cetro papal. Sin embargo, así como los ideales de la conjuración calabresa, postergados y en gran parte silenciados, siguen vivos hasta el fin, dando sentido a todos los propósitos políticos inmediatos así el originario naturalismo alienta y transforma desde dentro inclusive los desarrollos de una teología dogmática aparentemente ortodoxa.

No hay, como cree Amerio, una verdadera evolución hacia la ortodoxia en las ideas religiosas de Campanella.[166] El tránsito del naturalismo puro a la idea de una religión natural en las que se inserta la revelación cristiana, elevando y transformando el contenido de aquella, no se dio en realidad nunca.

Pero tampoco puede admitirse, con Amabile, que naturalismo y ortodoxia se encuentran a través de la obra campanelliana alternativamente como expresión de una dualidad que se daría entre el verdadero pensamiento (modo aperto) y el disimulo (como coperto).[167]

Más bien habría que entender, como Blanchet[168] y Gentile, que al primitivo naturalismo le siguió un cierto sincretismo que asume con frecuencia las fórmulas de la ortodoxia y que, respondiendo al deseo de una reforma de la iglesia desde dentro, puede compararse con el movimiento modernista. No debe olvidarse, sin embargo, que como en el caso de Tomás Moro, hay aquí una clara tendencia racionalista y no un fundamental irracionalismo como en los modernistas de comienzos de siglo, por lo cual tampoco deja de tener razón Dentice d’Acadida que en la segunda etapa ve una posición “deísta”.[169]

El naturalismo religioso, latente siempre, obra así como perpetuo fermento racionalizante en el dogma y en el contenido de la religión positiva.

Capítulo V: La utopía cientificista de Lord Bacon

Inglaterra es el país clásico de las utopías. El nombre mismo (utopía) es una creación del humanístico ingenio de Thomas More. Pasando por Winstanley, Harrington, Bulwer Lytton, Butler y Morris hasta llegar a Wells, los ingleses no han cesado de tejer al gobelino del país idealmente bueno.[170] Por ese mismo motivo han surgido allí las más importantes antiutopías en las que, desde Jonathan Swift hasta Alfous Huxley y George Orwell, se trata de describir el país idealmente malo.

Este hecho debe vincularse quizás con el carácter predominantemente empirista del pensar anglosajón, que supone una realidad contingente y abierta donde, en principio, cabe tanto la cibernética como el empirismo.

Los alemanes, en cambio, se han ocupado muy poco de crear utopías. En el país de Leibniz y Hegel, los utopistas son casi desconocidos. Si se exceptúa a Valentín Andreae que escribe, bajo la influencia de More y Campanella, su Cristianopolis, y a Eugen Richter, político liberal que en sus Cuadros de un futuro socialista, nos brinda una verdadera antiutopía (seguida luego por Henry Hazlitt), puede decirse que no han existido allí.

El pensamiento germánico es esencialmente racionalista (al menos hasta el fin del período clásico), y el racionalismo supone una realidad necesaria donde lo singular tiende a ser absorbido por lo universal y el debe ser (y aun el poder ser) se identifica con el deber ser (y aun el poder ser) se identifican con el ser. Si todo lo racional es real, ¿cómo podría darse una utopía?

Es significativo el hecho de que el hombre a quien se suele considerar como el fundador (junto con Descartes y Galileo) de la moderna ciencia de la Naturaleza y a quien se atribuye (aunque quizás con cierta exageración) la paternidad del método experimental, Lord Francis Bacon, barón de Verulam,[171] haya sido al mismo tiempo autor de una utopía.

No menos significativo es, si bien se mira, que este hombre haya sido también un político y un alto funcionario del gobierno de su Majestad británica. ¿Podríamos imaginarnos a Bismarck escribiendo una narración utópica?

Todo el significado de la obra, La Nueva Atlántida (escrita hacia 1624 y publicada en 1627, después de la muerte de su autor), puede derivarse en realidad de ambos hechos. Confiando en la experiencia y, más aun, en el experimento (que es la experiencia piloteada por la razón), Bacon concibe la “ciudad ideal” como un gran cuerpo cuya alma es un enorme laboratorio. El filósofo y el hombre de ciencia se imponen en la concepción de una prodigiosa corporación científica, destinada a conocer la Naturaleza para dominarla en este aspecto el pensamiento de Bacon no resulta inferior en audacia revolucionaria al de su compatriota More.

Pero el Bacon político conservador y cortesano obsecuente tampoco está ausente de la obra. Al describir el cuerpo de “La Nueva Atlántida”, es decir, todas las instituciones animadas por el Colegio de Sabios, no se atreve sino a delinear tímidamente el panorama de una sociedad cuya estructura es en esencial igual a la de Inglaterra, aunque de ella se hayan apartado de algunos de los vicios y corruptelas más frecuentes en la Albión de Jacobo I.

Esta dualidad entre Bacon político y Bacon filósofo queda, sin embargo, superada cuando se considera que tanto el uno como el otro no buscan sino el poder: el primero, el poder sobre los hombres y la Sociedad; el segundo, del poder sobre las cosas y la Naturaleza. Y, puesto que el poder sobre la Naturaleza trae como consecuencia el poder sobre la Sociedad, he aquí que el segundo acaba absorbiendo al primero. Esto no sucede, empero, sino porque ya antes el político (= el que busca el poder) ha absorbido al filósofo, desde el momento en que, rechazando el primado aristotélico de la teoría, Bacon fija como meta de todo saber, el dominio del universo. Como Platón, considera que en el Estado ideal los filósofos deben gobernar aunque, a diferencia de este, entiende por “filósofos”, no a los aptos para contemplar las Ideas, sino a los capaces de modificar la realidad y de sojuzgarla. De ahí que, al igual que para Platón, la “Utopía” no se refiera en rigor sino a las condiciones ideales de la clase gobernante.

La Nueva Atlántida no fue concluida por Bacon pues, según nos dice su biógrafo Rawley, la dejó de lado para entregarse de lleno a sus estudios de Historia natural. Pero en lo que de ella faltaba no parece probable que se tratara de otra cosa sino del Colegio de Sabios y de la organización y trabajos del mismo.

Cuando se refiere al cuerpo del Estado (al vientre, como diría Platón), puede seguir siendo, sin peligro ninguno, un conformista, un conservador bien pedante. La isla de Bensalem no es sino la Gran Bretaña, de las antípodas, situada al noroeste de Europa, isla como aquella y como aquella aislada. La diferencia es solo de grado, pues el Estado ideal es más isla que la patria.

Como los ingleses, los bensalemitas son así mismo buenos navegantes y mercaderes, que recorren todos los mares del planeta. Solo que los segundos ven sin ser vistos, toman sin dar y no negocian en bienes materiales sino en reconocimientos, con lo cual resultan mejores comerciantes que los primeros.

Como en Inglaterra, el gobierno de Bansalem es una monarquía (al parecer absoluta). De este modo el Canciller, que tan obsecuentemente ha defendido los derechos de su soberano contra el parlamento,[172] pone a salvo su respetabilidad política y la consecuencia de sus principios. Hay, con todo una diferencia, por la cual oculta y tal vez inconcientemente lord Bacon se venga de su propia humillación de cortesano, colocándose por encima del mismo rey: en Bensalem el Colegio de Sabios está por encima del monarca y constituye el verdadero principio motor del Estado, al cual revela solo lo que quiere revelar.

Los bensalemitas son cristianos ortodoxos y, casi podría decirse, se hallan teológicamente de acuerdo con el Prayer Book y la doctrina de la Iglesia de Inglaterra.

Es verdad que a Bacon no parecen preocuparlo mucho las discusiones teológicas de su época ni los problemas religiosos en general, pero precisamente por eso no siente ningún escrúpulo crítico frente a los dogmas de la “Iglesia establecida”, cuyo omnímodo jefe es el monarca.

La revelación, contenida principalmente en la Biblia, es el único camino para conocer la verdad divina. El cristianismo es, por tanto, la única religión verdadera. Esta les fue predicada a los bensalemitas de modo un tanto extraño: el apóstol San Bartolomé (de cuyas andanzas la historia conoce tan poco como de las de Santo Tomás, pero a quien la leyenda supone marchando hacia el Oriente al igual que este), habría encerrado en una caja, por mandato divino, el Antiguo y el Nuevo testamento junto con una exhortación a convertirse a la fe cristiana. Arrojada al mar, el arca llega hasta Bensalem y en medio de prodigiosos luminosos, es recibida por los naturales, que con ella aceptan entonces, espontánea y unánimemente, el mensaje evangélico.

La idea de una comunidad cristiana aislada del resto de la cristiandad no era nada raro en una época en que todavía se esperaba hallar el reino del Preste Juan ni tiene en sí misma nada de extraño. De hecho en la India, en Etiopía y aun en China existieron tales comunidades. Lo que sí parece extraño, aunque no sin duda para el bien pensante canciller, es que tal comunidad pudiera ser tan semejante a la iglesia de Inglaterra.

Los cristianos bensalemitas creen en Dios uno y trino, admiten la encarnación y la redención, aceptan un Canon bíblico al parecer en nada diferente al de los ingleses. Admiten el sacerdocio pero, como la doctrina del orden sagrado y de los sacramentos no está todavía libre de controversias y dudas en Inglaterra, Bacon no se preocupa por proporcionarnos detalles sobre el culto y la organización eclesiástica de la dichosa isla de Bensalem.

Los bensalemitas toleran a los judíos pero estos son allí muy diferentes de los de Inglaterra: aunque no reconocen a Cristo como Salvador, lo veneran como gran profeta. De tal modo no solo justifica el antisemitismo en su patria sino que, de acuerdo a las ideas corrientes en la época, considera como el mayor de los bienes de un Estado la unidad de fe y, en su defecto, el unánime respeto por el credo oficial. Bacon está lejos de postular, como More, una verdadera libertad de cultos dentro de su Estado ideal.

Desde el punto de vista moral los bensalemitas no son sino lo que los ingleses podrían ser, hic et nunc, si se lo propusieran. Su modo de vivir y de obrar no comportan ninguna transmutación de la tabla de valores allí vigente ni ninguna vocación por el heroísmo.

A diferencia de Platón, Moro y de Campanella, y de casi todos los utopistas posteriores, Bacon excluye de su “La Nueva Atlántida” toda actitud ascética. La pobreza no parece ser una virtud sino, al contrario, un producto de la ignorancia y de la inepcia. Saber es poder y poder es ser virtuoso. Con complacencia de cortesano describe los detalles de ropas, joyas, carruajes y ya explícitamente ya implícitamente nunca deja de hacernos sentir su admiración por la riqueza y el lujo. Aun en su elogio de la castidad de Bensalem, que no conoce el incesto, el adulterio, ni la pederastia, que no admite en su seno meretrices ni lupanares, que es, según gráfica expresión “la virgen del mundo”, no llega a elogiar la virginidad como tal ni se atreve a exaltar, por encima del estado matrimonial, la castidad absoluta y perpetua: en Inglaterra se han abolido las órdenes monásticas y el celibato del clero.

Pero si no es tan osado como para ensalzar los valores del pasado tampoco lo es tanto como para sustentar las ideas del futuro: no se atreve a aceptar abiertamente como More y Campanella los principios de la higiene sexual y de la eugenesia. Algunos de los más sobresalientes rasgos éticos de los bensalemitas surgen, sin duda, a través de un cierto contrate con la realidad moral de Inglaterra, pero este contrate nunca es absoluto ni supone la necesidad de una revolución política o social.

Es casi seguro que cuando insiste en la humanidad, el benigno trato dado a los extranjeros, el amor a la paz, que distinguen a los hijos de la Nueva Atlántida, piensa en la humanidad, la crueldad y el incansable afán bélico de los reyes y nobles de Inglaterra, pero piensa en ello de tal manera que el remedio no supone ningún cambio revolucionario, ni la supresión de la propiedad privada, ni la abolición de la monarquía o del patriarcado, ni el establecimiento de un régimen de igualdad jurídica y social. Se trata solo de que los reyes y los nobles (sin de dejar de ser lo que son) se humanicen, se tornen más benignos y comiencen a comprender las ventajas de la paz. Es también seguro que cuando exalta, en más de una ocasión, la honestidad y el desinterés de los funcionarios bensalemitas, lo hace por oposición a su propia conducta de funcionario venal y corrompido. Le pesa el hecho de ser un hombre “pagado dos veces”, se propone a sí mismo y a los demás un modelo de corrección e integridad intachables, pero no se le ocurre siquiera la idea de que los funcionarios puedan ser electivos y responsables que sus actos ante el pueblo o más simplemente de que pueda ser suprimido el dinero como fuente de corrupción.

La mayor diferencia que media entre Bacon y otros utopistas del Renacimiento, la que más revela el carácter conservador de aquel en todo lo que se refiere al “cuerpo” del Estado y a la condición de las clases no gobernantes, es su aceptación de la propiedad privada.

More había escrito: “No creo que mientras exista la propiedad, y el dinero constituya la medida de todas las cosas, reinen la justicia o la prosperidad en nación alguna”.

Y refiriéndose a los habitantes de la “Ciudad del Sol” Campanella decía: “Son de parecer que toda propiedad surge de que cada individuo trate de tener una casa, una familia y una mujer para él solo, de donde derivan el amor propio y el egoísmo; pues por el afán de ensalzar al hijo en riquezas o jerarquía social, o de dejarle una cuantiosa herencia, se convierte todo el mundo, o bien en un ladrón para el resto de la comunidad, cuando, careciendo de escrúpulos, se siente con fuerza para ello, o bien, si su ánimo no llega a tanto, en un nuevo avaro, un insidioso o un hipócrita. En cambio, cuando el hombre consigue liberarse de este amor egoísta para consigo mismo, solo le queda el que debe sentir por los demás y por la colectividad”.

El Lord Canciller, en cambio, no introduce en su “Nueva Atlántida” ninguna modificación esencial al régimen de la propiedad: allí hay dinero y, por consiguiente, ricos y pobres, gente que posee y gente desposeída, como en Inglaterra.

Es verdad que, a diferencia de More, Bacon no menciona la existencia de esclavos en su utopía, pero esto no hace sino confirmar lo que sostenemos, pues en el territorio mismo de Inglaterra no existía, por entonces, la esclavitud propiamente dicha. Que la sociedad de la “Nueva Atlántida” presenta una estructura jerárquica no puede, empero, ponerse en duda, si nos atenemos a las diferentes dignidades que ostentan aquellos pocos habitantes que tienen directo trato con los náufragos, así como el cuidado que los funcionarios ponen en distinguir entre estos a los superiores de los subordinados.

A diferencia de More, de Campanella y del mismo Platón, que en diversa medida tienden a establecer, como régimen ideal, una cierta igualdad entre los sexos, Bacon no imagina nada parecido, como no lo imaginaría tampoco ningún correcto funcionario de la corona británica en su época.

La estructura familiar no presenta ninguna alteración esencial. Las diferencias con respecto a la familia inglesa de la época son diferencias de grado que, en este caso, tienden a acentuar el carácter patriarcal de la misma y a constituir plenamente en su seno una monarquía absoluta. El fervor que Bacon pone en describir la “fiesta de la familia”, donde el patriarca o “tirsán” es glorificado por la sociedad, solo puede ser comparado al entusiasmo con que relata luego las maravillas de la Casa de Salomón.

Su afán político de Bacon es una tecnocracia: un Estado con clases, con propiedad privada, con familia monogámica y patriarcal, gobernado por un monarca, pero protegido, conducido, regido, cuidado, provisto, rectificado y educado por una casta de sabios y técnicos.

Estos están agrupados en una corporación de antigua data y de tan enorme influencia y prestigio como pudo serlo la Iglesia cristiana en el momento de su apogeo medieval en europea. Es la “Casa de Salomona” (nombre del rey que la instituyó) o, mejor, la “Casa de Salomón” (por el sabio del Antiguo testamento, a quien se tribuían extensos y profundos conocimientos sobre la Naturaleza).

La organización externa de la misma se asemeja a la de un orden monástica (sus miembros principales son llamados “Padres”) y hasta parece haber entre ellos (como entre los filósofos de la República platónica) una cierta comunidad de bienes (“tenemos”, dice de continuo el Padre que revela las riquezas científicas y técnicas de la Casa), lo cual no obsta para que cada uno use del dinero y lo distribuya pródigamente a quienes le plazca.

En todo caso, si se tratara de un verdadero comunismo en la casta o clase gobernante, se reproduciría aquí la falacia platónica de “la pobreza del que manda”, pues el que gobierna siempre es rico aun cuando, según la ley, no pueda poseer nada.

El fin de la Casa o Colegio “es el conocimiento de las causas y de los cultos movimientos de las cosas, así como el ensanchamiento de los límites del imperio humano, hasta efectuar todas las cosas posibles”. O, en otras palabras, saber para poder, conocer para dominar, entender para dirigir.[173]

Aquí es donde en realidad comienza la originalidad y la audacia (es decir, la utopía) de la obra. El Colegio no busca el saber por el saber (como Aristóteles) ni el saber para la salvación individual (como los epicúreos) o colectiva (como Platón). Pretende dominar la Naturaleza, ensanchar el imperio del hombre en el Universo. Tal dominio, como es obvio, trae consigo el señorío sobre los hombres y el poder sobre la Sociedad. Pero de esta manera la tecnocracia no se instaura ni se postula por vía directa sino a partir del efectivo poder sobre las cosas. Por eso existe el rey y hay un gobierno civil, por eso la “Casa de Salomón” no se presenta como parte de la administración o de la justicia. Constituye de hecho, como la iglesia romana en determinada época de su historia, un súpergobierno.

En esto se diferencia también de Platón y de todos aquellos que, en épocas posteriores, postularon (como Renán) un gobierno de sabios.

Mucho más moderno que Taine y los positivistas, Bacon entrevé aquí el gobierno que se insinúa a fines del siglo XX, y que, según es muy probable, caracterizará el régimen político del siglo XXI, si el poder atómico, fruto precipuo de la técnica, nos permite sobrevivir hasta entonces.

Esto no quita, naturalmente, que todas las críticas dirigidas contra la idea de un gobierno de sabios (como las de Bakunin, por ejemplo) sean válidas frente a una tecnocracia de este tipo, pero dichas críticas deberán afinarse y sutilizarse tanto más cuanto que dicho régimen puede disfrazarse de monarquía (como en el caso de Bacon), de socialismo (como puede suceder en la URSS), de democracia liberal (como esta por acaecer en los EEUU), etc. En cuanto a los caminos de la técnica, Bacon entrevé casi todas sus direcciones; su fantasía, generalmente bien guiada por la razón, lo pone en presencia de los grandes triunfos científico-naturales de las subsiguientes centurias y lo eleva a la altura de un auténtico utopista.

La “Casa de Salomón” está dotada de amplísimos laboratorios y grandes bibliotecas. Hay allí jardines zoológicos y botánicos y observatorios astronómicos. Toda clase de trabajadores científicos se dedican a coleccionar libros, manuscritos, inventos. El estricto aislamiento político-económico de Bensalem no impide a sus sabios tener una alta conciencia de la condición internacional de las ciencias de la condición internacional de las ciencias, y el saber extranjero es cuidadosamente acogido y aprovechado. El carácter estrictamente experimental del conocimiento físico se manifiesta en el hecho de que aun los fenómenos astronómicos y meteorológicos tienden a ser reproducidos en condiciones ideales dentro de cámaras construidas al efecto, verdaderos laboratorios de astronomía y meteorología. Con mucha mayor razón la observación de los fenómenos biológicos es corroborada y complementada por el experimento. La disección está allí a la orden del día. Los resultados obtenidos van de la prolongación de la vida y de la resurrección de los organismos aparentemente muertos hasta la producción de nuevas especies, pasando por la variación del tamaño, de la fecundidad, etc., de animales y plantas.

El estudio de la calorimetría está tan desarrollado como el de la óptica. El telescopio y el microcopio no son desconocidos. Amplios laboratorios de acústica posibilitan toda clase de experiencias con los sonidos. El teléfono es uno de los inventos logrados. Aun los olores son objeto de estudio experimental en laboratorios especialmente acondicionados. El estudio del mundo mineral les ha procurado muchas piedras raras y, sobre todo, la capacidad de crearlas artificialmente. La construcción de máquinas y la industria mecánica han conseguido también inauditos resultados: el aeroplano, el submarino y hasta el cinematógrafo. Nada se diga de la industria alimenticia, estrechamente vinculada a la medicina, que ha logrado producir innumerables productos sintéticos y ersatz de casi todos los comestibles.

La terapéutica cuenta con los más variados recursos: el aire, el agua, el frío, las fuentes minerales, etc.

Se trata, en resumen, de una milagrosa Iglesia técnico-científico que se sobrepone al cuerpo político de Bensalem y que indirectamente lo conduce y lo gobierna. El clero de esta iglesia (los sabios), estrictamente jerarquizados, vive en un mundo futuro con respecto al común de los hombres, y aunque es cierto, como lo señalado A. B. Gough,[174] que Bacon comete un extraño error al “asignar, no las diferentes ciencias sino las diferentes etapas del proceso general de investigación a diferentes personas”, no es menos verdad que al concebir la idea de la “Casa de Salomón” como “la fundación más noble que jamás existió sobre la tierra” y como “la lámpara del reino”, se adelantó tan certeramente a su tiempo que casi puede considerar a “La Nueva Atlántida” como una parcial imagen del siglo XXI. Para quien se interesa por el destino de la Humanidad como tal, no es, por cierto, una visión muy alentadora, sobre todo cuando se tiene en cuenta que los “padres” de la futura “Cada de Salomón” pueden ser como los de Bensalem, como el mismo Bacon, agudos inquisidores del Universo y obtusos patronos de la grey humana.

Capítulo VI: Saint-Simón y la explicación clasista de la historia

Claude-Henri de Rouvroy, conde Saint-Simón, descendiente de Carlo Magno, discípulo de D’Alembert y maestro de Comte, es probablemente el primer pensador que intenta una explicación de la historia en función del concepto de clase social.

Esta primera explicación clasista y económica de la historia, que encontramos desarrollada en el Catéchisme des industriels (1823-1824), debe entenderse naturalmente encuadrada en el total del contexto del pensamiento sansimoniano que incluye una filosofía de la historia universal, pero constituye de por sí un importante punto de referencia para comprender el desarrollo posterior de la teoría de las clases sociales y, muy particularmente, para comprender el origen del materialismo histórico.

Saint- Simón nació en 1760, ingresó en la carrera militar en 1776, viajó a América del Norte en 1779 y allí sirvió a las órdenes de Washington. Más tarde presentó al virrey de México el proyecto de un canal entre el Atlántico y el Pacífico. Mal acogido, regreso a Francia y reingresó en el ejército donde se le dio el grado de coronel. Pero disgustado por la ociosidad y la rutina de esa vida militar, volvió a partir en 1785 a Holanda, donde estuvo a punto de embarcarse para la India. Más tarde fue a España y allí, de acuerdo con el conde de Cabarrus, director de la Banca San Carlos, se empeñó en llevar a delante otro gran proyecto: la construcción de un canal entre Madrid y Barcelona. El advenimiento de la revolución francesa hizo lo fracasar. (Más tarde sus discípulos, encabezados por Enfantin, presentan a Mehemey Bajá, por intermedio del vicecónsul francés Fernando de Lesseps, el proyecto del canal de Suez, que luego el mismo Lesseps realiza, aunque son los sansimonianos).

Al retornar a Francia, Saint-Simón no quiso mezclarse en la revolución, pues por un parte estaba persuadido que el antiguo régimen no podía mantenerse y por otra, no podía avenirse a la violencia revolucionaria. Se dedicó mientras tanto a especular con la venta de tierras públicas en sociedad con un conde alemán, llamado Rodern. A partir de 1797 concibió “el proyecto de abrir un paso general a la ciencia”, esto es, de unificar un principio adecuado, todas las ciencias. Para llevar a cabo tan ambiciosa tarea comenzó por estudiar las ciencias físicas y también (hecho notable que demuestra el influjo historicista de su pensamiento) la historia de la ciencias- Asistió a los cursos de la Escuela Politécnica primero y a los de la Facultad de medicina después, tratando de integrar los conocimientos de “la física de los cuerpos brutos”, adquiridos en la primera, con los de “la física de los cuerpos organizados”, que le proporcionó la segunda. Al firmarse la paz de Amiens hizo un viaje a Inglaterra con el objeto de conocer los trabajos de unificación y reorganización de las ciencias que allí se realizaban. Con gran desilusión pudo comprobar que tales trabajos no existían y que los ingleses no tenían ninguna idea importante que aportar a su proyecto. En cambio, de su siguiente viaje por Alemania trajo la convicción de que, aun cuando la ciencia se hallara allí todavía en su infancia, por cuanto se basaba en principios místicos, realizaría pronto notables progresos y se encaminaría a grandes pasos hacia su verdadera meta.

Al regresar de estros viajes se casó con Mademoiselle de Champgrand. El matrimonio no duró mucho, pero mientras duró Saint-Simón supo aprovecharlo de algún modo para su formación científica, pues en su casa acogió generosamente a sabios y pensadores, cuyas conversaciones y debates presenció, incansable y ávido.

Este mecenazgo acabó con los restos de su fortuna y desde entonces su situación económica fue casi siempre difícil. El descendiente de Carlo Magno, el afortunado especulador, el coronel del ejército real, llegó a aceptar un modestísimo empleo de escribiente en el Monte de Piedad, hasta que la generosidad de Diard, un viejo amigo, le brindó un refugió seguro y una casa donde poder trabajar tranquilamente.

Al año siguiente de su matrimonio, cuando ya tenía cuarenta y dos de edad, publicó Saint-Simón su primer libro, Lettres d’un habitant de Genéve (1802). Le siguieron luego Introduction aux travaux scientifique du XIX siècle (1807-1808), Leerte au Bureau des Longitudes (1808), Esquisse d’une Nouvelle Enbeyclopedie (1810), Momoire sur la sciencie de l’homme (1813) y Travail sur la gravitation universelle (1813), a las que hay que agregar unos Essaies sur l’organization sociale (1804), que permanecieron inéditos hasta el presente siglo. Más adelante aparecieron De la reoórganisation de la société européen ne (1814), en colaboración con A. Thierry; L’Industrie (1816-1818), también en colaboración de A. Thierry y además con A. Comte; L’organisateur (1819-1820); Systeme industriel (1821-1822); De la reórganisation de la sociéte européeen-litteraires, pilosophiques et industriels (1825) y Le Nouveau Cristianismo (1825), obra póstuma, aparte de otros escritos menores.

La Encyclpédie ou Dictionnaire raisoné des sciences, des arts et des métiers, cuyo Discours préliminaire había escrito precisamente D’Alembert, maestro de Saint-Simón, suponía ya el propósito de organizar y unificar todos los conocimientos humanos. “La obra que iniciamos (y que deseamos concluir) —dice D’Alembert— tiene dos propósitos: como Enciclopedia debe exponer en los posible el orden y la correlación de los conocimientos humanos, como Diccionario razonado de las ciencias, de las artes y de los oficios, debe contener sobre cada ciencia y sobre cada arte, ya sea liberal ya mecánica, los principios generales en que se basa y los detalles más esenciales que constituyen el cuerpo y la sustancia de la misma”. Pero este propósito, tal como se enuncia y, sobre todo, tal como se realiza, no satisface Saint-Simón. Según él las ciencias no han pasado todavía la etapa de la conjetura y mística a su etapa positiva y no han logrado si unificación, aún cuando hayan dado ya varios pasos importantes en tal sentido, desde Sócrates a Condorcet, pasado por Descartes y Bacon. Él cree haber encontrado el principio de la unidad de las ciencias (y por ciencia entiende tanto la ciencia natural como la social y la moral) en la ley de gravitación universal, descubierta por Newton. Dicha ley, tal como la interpreta Saint-Simón, nos demuestra la unidad de la Naturaleza y de la historia. Por media de ella se propone constituir, en consecuencias, una omniabarcante síntesis del saber humano.

“Creía que se necesitaba un saber universal, expresando en tres grandes formas: las artes, las ciencias de la naturaleza y la ciencia de la moral. Era necesario unir las tres y sistematizarlas en una nueva enciclopedia, que fuese expresión del espíritu de la nueva era frente a la de D’Alembert y Diderot, y también se necesitaba materializarlas en instituciones, en grandes academias de artistas, sabios naturalistas y sabios morales y sociales”, dice Cole.[175] Por tal razón ya en su primera obra porque una Asamblea de hombres de ciencia de todo el mundo que se denominará el “Consejo de Newton”, y unos años más tarde esboza el plan de la Nueva Enciclopedia.

De hecho, quizás por las ingentes dificultades del proyecto y la urgencia de los problemas sociales, Saint-Simón se limitó a esbozar una ciencia unificada del hombre. En su Memoire sur la science de l’homme propone la idea de una “fisiología social”, ciencia que deberá estudiar las relaciones inter-humanas al modo de los movimientos del cuerpo físico orgánico, es decir, como si fueran hechos fisiológicos. De esta manera preanuncia ya la “sociología” o, por mejor decir, la “dinámica social” de Comte. Como este, en efecto, quiere para tal ciencia un método empírico, libro de todo presupuesto metafísico, aun cuando, de hecho, ya la idea básica y constitutiva por la cual se traspone la “fisiología” (o ciencia del cuerpo orgánico) a la Sociedad, no es sino un claro presupuesto metafísico.

Más aún que en su discípulo de Comte el carácter dinámico de esta “ciencia del hombre”y la conciencia de la esencial realidad del devenir histórico, hacen que en Saint-Simón la proyectada “fisiología” desemboque en una Filosofía de la historia y, hasta cierto punto, en un historicismo. De tal modo, aunque su punto de partida sea totalmente distinto al de Hegel (pues parte de DÁlembert y Condorcet y no de Kant y Schelling, como aquel), su trayectoria lo lleva a encontrarse con Hegel en muchos puntos.

La Sociedad es un todo orgánico, cuyo proceso fisiológico y a la idea de un estado puro de la humanidad, salida de manos de Dios o de la naturaleza, sin corrupción y luego pervertida por su propia culpa. El estado puro de la humanidad coincide para él con su condición meramente biológica. El hombre originario no es sino un animal que llega a superar su animalidad a través de su propia acción, concretada en el creciente y progresivo perfeccionamiento de su vida social.

Al igual que Hegel no acepta Saint-Simón la idea de un progreso lineal. En la historia (que él identifica, por lo general, a diferencia de los actuales filósofos de la historia, de Spengler a Toymbee, con la historia de Occidente, aunque en la Memoire sur la sciencie de l’Homme se refiera también a Egipto, los árabes, los incas, los aztecas etc.) se dan alternadamente épocas positivas y negativas. Las primeras son épocas constructivas, sintéticas y orgánicas. Se caracterizan, sobre todo, por la unidad del pensamiento y de la valorización y por el equilibrio social. Las segundas, son destructoras, analíticas y críticas. Y se distinguen por el caos cognoscitivo y axiológico y por el profundo desequilibrio social.

La primera época orgánica es la antigüedad greco-romana. A esta le siguió el período de la invasión de los bárbaros y la disolución del Impero que constituyó, a su vez, la primera edad crítica.

La segunda edad orgánica es el Medioevo, al cual le sigue una segunda época crítica, que se inaugura con el Renacimiento y la Reforma y culmina con la Revolución Francesa.

La tercera edad orgánica está a punto de llegar y todos los esfuerzos de Saint-Simón se dirigen a preparar su advenimiento.

Cada una de las edades constructivas supera a la anterior y significa un enriquecimiento y a la vez una superación. Tal superación, sin embargo, no se logra sino a través de los períodos de análisis y crítica, que son necesariamente épocas de negación y destrucción.

Así el Medioevo, que instituye según Saint-Simón una organización eclesiástica y logra la unidad de Europa sobre la base de una fe común, supera sin duda a la Antigüedad, cuya organización era, sobre todo, militar. La nueva edad orgánica, la Edad industrial, superará a su vez enormemente al Medioevo, por su organización fundada en el valor y el mérito del trabajo humano.

El motor de toda superación y progreso sigue siendo para Saint-Simón, como para sus maestros enciclopedistas, el avance de la ciencia y del conocimiento, esto es, “las luces”.

Las épocas críticas tienen por objeto analizar, “criticar” y disolver la estructura social superada por “las luces” con las armas que las mismas “luces” proporcionan. Deben destruir las leyes y las instituciones existentes para que puedan surgir otras nuevas, en consecuencia con el nuevo nivel del conocimiento humano.

Dichos caracteres se aplican especialmente a la época que va desde el Renacimiento hasta nuestros días. En este período fue necesario luchar contra la superstición y el privilegio. Tal objetivo se logró por obra de hombres como Lutero, Descartes y los enciclopedistas. Ahora la tarea es reencontrar la unidad perdida y dar lugar a una nueva época orgánica.

Esta filosofía de la historia, en su esquema general, no deja de recordarnos, por una parte, la famosa “ley de los tres estadios” de Comte, con sus períodos teológico, metafísico y positivo. Sin embargo, si se tiene en cuenta el papel asignado a las épocas críticas y destructoras, esto es, a la negatividad, en el proceso histórico, más que la pseudo-ley positiva que implica un desarrollo constante, uniforme y lineal, la filosofía sansimoniana de la historia se aproxima a la concepción de Hegel. Aunque, naturalmente, las cosas no hayan sido planteadas así por Saint-Simón mismo y aun cuando habría que distinguir, sin duda, planos y perspectivas, parece posible formular dialécticamente el esquema sansimoniano, entendiendo la Antigüedad como tesis, la época de la invasión de los bárbaros como antitesis y el Medioevo como síntesis, la cual constituye, a su vez, una nueva tesis, cuya antitesis es el período del Renacimiento, la Reforma y la Revolución Francesa, que encontrará su síntesis en la augurada y propicia Edad Industrial.

A esta filosofía de la historia se vincula o se adhiere una explicación clasista y económica, referida especialmente a Francia, aunque analógicamente aplicable a los otros países de Europa occidental.

Marx que, según lo ha señalado Gurvitch,[176] antes de emigrar a Francia debió haber leído todas las obras de Saint-Simón, ha elaborado, sin duda bajo la influencia de este y a partir de este, su doctrina materialismo histórico. Sin embargo, parece de todo punto de vista exagerada la tesis del citado sociólogo, según la cual Marx “salió en línea recta de Saint-Simón y del sansimonismo” y “de Hegel solo tomó la terminología, no siendo el hegelismo de izquierda otra cosa que la influencia sansimoniana (abiertamente confesada en algunos hegelianos)”.[177] En realidad, Marx es, ante todo, un hegeliano que asimila la doctrina sansimoniana en la medida que esta tiene algo de común con Hegel y que, de acuerdo con la dialéctica, critica aquella doctrina, especialmente en lo que toca a la constitución y desarrollo de las clases sociales.

La explicación clasista de la historia que Saint-Simón desarrolla en el Catéchisme des industriels presenta los siguientes caracteres en relación con el materialismo histórico:

  1. Se trata de una explicación basada en la novación de clase social, pero no brinda una verdadera determinación conceptual o una definición de la misma. Marx determina esta noción en función de las relaciones de producción.

  2. Se trata de una explicación basada en la existencia y el movimiento de las clases, pero no, en modo alguno, en la lucha de clases, según sucede en el materialismo histórico de Marx.

  3. Se trata de una explicación que tiende a instaurar un cambio más que económico, financiero, pues el propósito fundamental y la meta última no es la socialización de los medios de producción y menos aún la abolición de la propiedad privada, como para Marx, sino solo un cambio en la administración de los bienes públicos (que se ha de encomendar a los industriales).

  4. Se trata de una explicación clasista en la cual se introduce un elemento ajeno al concepto de clase: el elemento “raza” o, tal vez “nación”, cosa que no ocurre para nada en la explicación marxista.

Saint-Simón, al igual que Marx, no elabora una filosofía de la historia sino para fundamentar la acción social. Está convención de que “su importancia es tal que debe cambiar totalmente el aspecto de las cosas en políticas, que debe imprimir a la política un carácter enteramente nuevo, que debe cambiar la naturaleza de esta rama de nuestros conocimientos”.[178]

No considera, al principio, sino la existencia de dos clases: la de los productores, que son gobernados y la de los ociosos, que son gobernantes. Los primeros reciben el nombre de “industriales” (nombre que el mismo Saint-Simón inventa); los segundos, el de nobles o aristócratas. En su forma primitiva la sociedad de clases en Francia, asumía, pues, la forma de del puro feudalismo. Más adelante, sin embargo, a expensas de la nobleza, surge una tercera clase, compuesta por juristas, militares, terratenientes, que constituyen la burguesía.

La clase de los industriales forma al presente las veinticuatro veinticincoavas partes de la población del país. Ello se explica fácilmente cuando se tiene en cuenta lo que Saint-Simón entiende por “industrial”: “un industria —dice— es un hombre que trabaja en producir o en poner al alcance de la mano de los diferentes miembros de la sociedad uno o varios medios materiales de satisfacer sus necesidades o sus gustos físicos”.[179]

Según esta definición caben dentro de las clases de los industriales no solo quienes producen los bienes o proporcionan directamente los servicios, sino también quienes distribuyen (“ponen al alcance de las manos”) dichos bienes o servicios. Quedan, en cambio, excluidos de ella quienes producen bienes “no materiales”, esto es, los filósofos, artistas y los sabios. (Estos son admitidos, sin embargo, en otras obras de Saint Simón entre los dirigentes de la Sociedad futura, aunque siempre subordinados a “los más importantes industriales”). La definición es, por lo demás, lo suficientemente amplia como para admitir entre los productores o “industriales” no solo a quines satisfacen “necesidades” sino también a quienes satisfacen “gustos”, siempre que se trate de “gustos físicos”.

De la amplitud de la definición (que es, sin duda, su mayor defecto para Marx) se infiere que en la clase de los industriales tienen cabida: 1) los agricultores 2) los artesanos 3) los obreros 4) los empresarios industriales 5) los comerciantes 6) los transportistas.

Saint-Simón explícitamente reconoce en dicha clase tres subespecies: 1) los cultivadores (agricultores) 2) los fabricantes (artesanos, obreros, empresarios) y 3) los negociantes (comerciantes y transportistas).

Según él “un cultivador que siembra trigo, que cría aves o animales domésticos es un industrial; un operador, un herrero, un cerrajero, un carpintero, son industriales; un negociante de cachemira, es igualmente un industrial; un negociante, un carretero, un marino empleado a bordo de buques mercantes, son industriales”. A lo cual agrega: “Todos los industriales reunidos trabajan para producir y poner al alcance de la mano de todos los miembros de la sociedad todos los medios materiales para satisfacer sus necesidades o sus gustos físicos, y forman tres grandes clases que se llaman los cultivadores, los fabricantes y los negociantes”.

El empleo del término “clase” en este último texto nos demuestra el carácter ambiguo o, por lo menos, inespecífico de su uso por parte de Saint-Simón.

De hecho Marx al especificar y determinar su significado, advierte las contradicciones que evidentemente contiene el término e infiere que la clase “industrial” no es una clase sino un conjunto de clases. En especial toma conciencia de la contradicción existente entre los obreros por una parte y los empresarios por la otra. Empresarios y comerciantes pasan así a engrosar las filas de la clase burguesa, esto es, de la clase no productora, que es la clase dirigente dentro del sistema liberal. Esto, naturalmente, supone una nueva teoría del trueque comercial e implica la teoría de la plus-valía.

Para la sociedad de su época Marx admite, de todos modos, la existencia de tres clases principales: la de los nobles (ya en plena decadencia), la de los burgueses (instalados en el poder, pero a punto de perderlo) y la de los obreros (aun en el llano, pero cuyo destino es ascender). Estas tres clases corresponder a las tres clases de Saint Simón, pero con sus límites interiores trasmutados: la frontera de la clase inferior debe restringirse (a los obreros) de la clase burguesa debe extenderse (a los empresarios y comerciantes).

En todo caso en la sociedad contemporánea la oposición principal, que significa una verdadera e incesante lucha, se da para Marx entre subespecies o sectores de la clase industrial de Saint-Simón, esto es, entre obreros y empresarios capitalistas, mientras para el mismo Saint-Simón, se da entre industriales (obreros, empresarios-capitalistas etc.) y burgueses (rentistas, abogados, funcionarios, militares etc.) y no tiene carácter de una lucha sino de un enfrentamiento que puede y debe hallar solución pacifica dentro de la legalidad.

Para Saint-Simón “la clase industrial debe ocupar el primer rango por ser la más importante de todas, porque puede prescindir de todas estás, sin que estás puedan prescindir de aquella, porque subsiste por sus propias fuerzas, por sus trabajos personales” (En su famosa “Parábola” Saint-Simón trataba de demostrar las ruinosas consecuencias que tendría para el país la desaparición de sabios, banqueros, agricultores, comerciantes, artesanos, y al mismo tiempo el efecto nulo de la desaparición de cortesanos, aristócratas, políticos, clérigos, funcionarios, jueces, militares y rentistas).

Pero esto no significa sino una reordenación de la estructura de clases, de ningún modo el postulado de una sociedad sin clases, al que llagará luego Marx. Esta reordenación, lejos de suponer insurrección y resulta, lejos de lograrse a través de una revolución, implica el afianzamiento de la tranquilidad y de la paz social, que no podrá ser duradero mientras los industriales más importantes no se encarguen de administrar la riqueza pública.

Las razones aducidas para ellos son de carácter principalmente financiero: en general toda sociedad tiende a ser gobernada lo menos posible, lo más barato posible y por los hombres más capaces asegurar la tranquilidad pública. Pero el único medio de satisfacer esta tendencia consiste en confiar la administración de la hacienda pública a los industriales más importantes, porque estos 1) tienen mayor interés en mantener la tranquilidad 2) tienen mayor interés en restringir los gastos públicos 3) tienen mayor interés en limitar oda arbitrariedad 4) son los que tienen mayor aptitud para administrar, pues han dado prueba de ello con el éxito obtenido en sus propias empresas particulares.

Para comprender la diferencia que media entre Saint-Simón y Marx respecto a la teoría de las clases sociales nada mejor que comparar los cuadros que ambos dan de la sociedad europea en la primera mitad del siglo XIX. Mientras Marx, en páginas ya clásicas, analiza los problemas económicos que dan lugar a la mísera condición de la clase obrera y a la explotación capitalista en su faz más aguda, Saint-Simón se limita a una perspectiva rentística y financiera. Los burgueses —dice— hicieron la revolución (de 1789) y la usufructuaron; anularon el derecho de los aristócratas a explotar exclusivamente en provecho propio la riqueza pública, pero, habiéndose incorporado a la clase superior o gobernante, hoy los productores (industriales) deben sostener a aristócratas y burgueses a la vez, de manera que si antes de la revolución las contribuciones llegaban a 500 millones, al presente ascienden a 1.000, sin contar los frecuentes empréstitos que el gobierno solicita.

Saint-Simón cree, por lo demás, que los medios violentos solo sirven para destruir y que, siendo “el acto de investir a los más importantes industriales con la dirección suprema de los intereses pecuniarios de la nación” un acto eminentemente constructivo, ya que “servirá de base a un edificio social completamente nuevo”, deberá realizarse por medio de la persuasión. Se esfuerza, por eso, en “catequizar” primero a los industriales y luego a las demás clases sin excluir al propio rey, sobre las ventajas que el cambio traerá a la nación.

Como todos los socialistas franceses y como el mismo Marx, considera, sin embargo, que la construcción de ese “edificio social completamente nuevo” (que es el socialismo) “acabará la revolución” (de 1789), es decir, completará lo que a esta le faltaba en el orden social. Es claro sin embargo, que a diferencia de Jean Jaurés y de Pedro Kropotkin, la interpretación sansimoniana de la revolución francesa se sitúa en la línea de la historiografía corriente, al considerarla como la revolución burguesa por excelencia. “Cuando se estudia el carácter de los industriales y la conducta que han observado durante la revolución, se reconoce que son esencialmente pacíficos”, dice. Justifica así su propia actitud pasiva frente a los acontecimientos revolucionarios, según la describe en un fragmento autobiográfico: “Cuando regresé a Francia, la revolución ya estaba iniciada: no quise mezclarme en ella, pues si por un lado estaba convencido de que el antiguo régimen no podía continuar, por el otro siempre he sentido aversión por la destrucción y allí no cambian términos medios”.[180] Entregado “a las especulaciones sobre la venta de dominios nacionales”, se considera a sí mismo como un “industrial”; no ya como un “noble” y menos aún, como un “burgués”.

Así, pues, según Saint-Simón, los que hicieron la revolución no fueron obreros, artesanos o campesinos, ni tampoco los especuladores, sino los “burgueses”, esto es, “militares que no eran nobles, los legistas que eran plebeyos, los rentistas que carecían de privilegios”.

Aquellos, los industriales, no desempeñaban sino un papel secundario en la vida política, carecen de un partido propio y aunque se inclinan más hacia la izquierda que hacia la derecha, porque las ideas de los burgueses contradicen menos que la de los nobles el ideal igualitario que los mueve (y por ese ideal Saint-Simón es, sin duda, un socialista), no por eso se deja llevar por la ideología liberal, propia de la burguesía. En verdad, por eso, sobre todo, quiere tranquilidad para poder trabajar. Por eso, huyen de los extremos y se colocan siempre en el centro (ya centro izquierda, ya centro derecha). En ningún caso propician cambios violentos (y por eso Saint-Simón es, sin duda, un reformista y, en el fondo, un conservador).

De cualquier manera, su explicación de la historia se formula en función del origen y desarrollo de la clase industrial en relación con las otras clases. Para ello divide la historia de Francia en cuatro épocas: 1) Desde la conquista de la Galia por los francos hasta la primera cruzada, 2) Desde el reinado de Luís XI hasta el de Luís XIV inclusive, 3) Desde la muerte de Luís XIV hasta el establecimiento del sistema de crédito, 4) Desde entonces hasta el presente.

1) los invasores francos se impusieron a los indígenas galos y se mezclaron con ellos, formando la nación francesa. Pero los francos, como conquistadores, pasaron a ser la clase dominante y los galos se transformaron en la clase dominada o sujeta. “Los francos, que eran los jefes militares de la nación, eran, al mismo tiempo, los directores de los trabajos industriales: casi todas las tierras les pertenecían; también se habían apoderado de los instrumentos de la cultura, a cuya cabeza figuraban los galos, los cuales, por estar apegados a la tierra (gleba) formaban la primera clase de los animales domesticados”.

Por un lado, pues, los francos, jefes militares, propietarios; por el otro, los galos, siervos de la gleba o artesanos reducidos a la servidumbre. Estos últimos, sin embargo, comienzan a adquirir cierta importancia y a formarse un peculio, cuidadosamente ocultado. Los señores feudales (francos) tuvieron que gastar grandes sumas durante las cruzadas y sus ingresos les resultaban insuficientes. Para procurarse dinero debieron conceder algunas libertades y privilegios de aquellos miembros de la clase sujeta (galos) que pudieran dárselo. Entre estos, los que más franquicias adquirieron por tal medio fueron los artesanos que, como se dijo, habían podido, más que los otros, formarse un peculio propio. Los señores feudales llegaron a vender sus tierras a miembros de la clase sujeta y de esta manera las cruzadas trajeron como consecuencia “la formación de la clase industrial en cuento clase distinta de la clase militar”.

Esta última clase fue creciendo en importancia por su economía y laboriosidad en el período que va desde la última cruzada hasta el advenimiento de Luís XI.

Por otra parte, las cruzadas también determinaron “el perfeccionamiento y acrecentamiento, en extensión y multiplicidad, de los trabajos industriales”. Los aristócratas, al mismo tiempo que se arruinaban en sus expediciones en Oriente, traían de allí nuevos gustos y promovían una hasta entonces inusitada demanda de objetos suntuarios, armas, telas, etc. Asimismo, el contacto con Asia fomentó el comercio exterior. De tal manera hacia el final de esta primera época existían en la sociedad francesa las siguientes subelases (que Saint-Simón llama aquí “estamentos”): a) Ex-miembros de la clase sujeta (galos), que han llegado a ser propietarios de tierras y las cultivas, b) Artesanos que han dejado de ser siervos y se han agrupado en las ciudades, c) Comerciantes, importadores de productos asiáticos a Francia y al mismo tiempo, exportadores de productos franceses a Oriente.

2) Los reyes en siglo XV han adquirido ya gran fuerza en relación a la primera época (de la conquista de las Galias por los francos). Entonces no eran sino generales de un ejército integrado por bandas armadas, cuyos jefezuelos los elegían. Pero Luís XI, tomó plena conciencia del carácter precario de la institución de la realeza. Se dio cuenta de que esta carecía aun de toda estabilidad, pues la soberanía estaba realmente en manos de los barones o señores feudales y el rey no tenía sino un primado de honor entre ellos: Como entre los antiguos jefezuelos de la horda franca, era solo “primus inter pares”. Los señores feudales, de hecho, podían exaltarlo al trono y también destronarlo a su gusto. Advirtió, en fin, que en Francia los nobles unidos eran más poderosos que el rey y que dentro del régimen feudal este no tenía otro medio para mantener su dominio sino el procurar que entre aquellos reinara la discordia y al mismo tiempo buscar la alianza y el apoyo de los más fuertes entre los mismos. Concibió luego el proyecto de unificar la repartida soberanía, concentrándola en manos del rey; de suprimir, en consecuencia, el feudalismo y la institución de nobleza, de acabar con la supremacía de los francos sobre los galos y de erigirse en rey de estos antes que ser solo jefe honorario de aquellos. Para llevar adelante tal proyecto no contaba con el apoyo de ninguna clase y por eso se vio precisado a buscarlo. Necesitaba una clase lo suficientemente poderosa como para oponerse a los nobles y de intereses coincidentes con los de la realeza. Encontró lo que buscaba en los “industriales”. Estos querían la concentración del poder en manos del rey porque veían en ello el medio de suprimir los obstáculos que la división territorial en numerosos señoríos imponía al comercio interior. Por otra parte deseaban desplazar a los nobles y, asociándose a la realeza, convertirse en la primera clase de la nación, no solo por pura ambición de poder sino también por las ventajas materiales que ello podría reportarles, ya que “la ley siempre favorece a quienes la hacen”.

De este modo en el siglo XV, por obra de Luís XI, se produjo en Francia una alianza entre la realeza y la clase industrial contra la nobleza; entre el rey y los descendientes de los conquistadores galos contra los conquistadores francos.

La lucha duró más de doscientos años. Recién al cabo de ellos los nobles dejaron de dirigir la industria y el rey Luís XIV los vio en sus antecámaras, sumidos, solicitando un empleo en la corte. La clase industrial no tuvo desde entonces otros jefes más que aquellos que, salidos de sus propias filas, sobresalieron por su capacidad y su fortuna. Sin embargo, los medios de que los industriales se valieron para librarse del dominio de los nobles fueron muy distintos de los que antes se estilaban. Todo se hizo por negociación y una serie de transacciones sustituyeron la revolución y la guerra de conquista. El proceder de los industriales es así descrito por Saint-Simón: “Los industriales, los galos, entregados al cultivo, fueron a los castillos, para hablar con los gentiles hombres y, poco más o menos, utilizaron este lenguaje: Llevaron una vida triste en el estado de aislamiento propio del campo; el cuidada de dirigir el cultivo de sus propiedades no es ocupación digna de su alto linaje; arrendadas sus tierras y podrán ver pasar los inviernos en las ciudades y los veranos en el campo, sin que jamás deban ocuparse de otra cosa que de su placer; en las ciudades, nuestros colegas los fabricantes se apresurarán a hacerlo más ricos y cómodos muebles; nuestros colegas los mercaderes les ofrecerán en sus tiendas telas más convenientes para hacer resaltar los encantos de sus esposas, y nuestros colegas los capitalistas los prestarán dinero ciando lo necesiten. En Verano, cuando venga a sus castillos no tendrán más que ocuparse del placer de la caza, mientras sus esposas se divertirán haciendo cultivar flores en sus parterres”.

Los señores feudales aceptaron la propuesta y desde entonces dejaron de ser los directores de labor productiva de la nación.

Antes de la formación de la clase de los industriales había dos clases: la que mandaba y la que obedecía. Pero la nueva clase tenía un carácter totalmente nuevo: no quería mandar ni tampoco obedecer.

Es verdad que Luís XIV hizo grandes dispendios y se preocupó demasiado por la gloria guerrera, pero no por eso se debe creer que dejó de prestar servicios importantes a la industria. Entre otras cosas creó la Academia de Ciencias cuya principal misión es la de iluminar y ayudar la labor industrial.

3) Hacia el final del reinado de Luís XIV, agricultores, fabricantes y comerciantes, antes integrados en corporaciones diferentes, se unieron política y financieramente a causa de una nueva rama de la industria, “cuyos intereses particulares están en perfecto acuerdo con los intereses comunes de todos los industriales”. De esta manera se hizo posible el establecimiento del sistema de crédito. Luís IXV había brindado su protección a la fabricación y el comercio; en consecuencia, ambas ramas de la industria se expandieron mucho, pero habiéndose multiplicado sus operaciones, se hizo cada vez más difícil pagar y cobrar. Tal tarea llegó a insumir buena parte del tiempo de los industriales. Para solucionar este problema surgió la industria bancaria. Desde entonces todos los movimientos de dinero se realizan por medio de los banqueros. Estos obtuvieron pronto gran crédito y para sacar provecho de él comenzaron a prestarlo con interés a comerciantes y fabricantes, los cuales, a su vez, pudieron extender así sus operaciones. El resultado general del establecimiento de la banca fue el aumento de la producción y de gusto (demanda) de las cosas favorables y, sobre todo, el incremento de la fuerza pecuniaria de la clase industrial que, desde entonces, sobrepuja en riqueza a todos las otras clases juntas e inclusive al gobierno. Este, sin embargo, continuó escogiendo a los administradores de la riqueza pública entre las otras clases, que estaban evidentemente en decadencia. Como consecuencia de las malas operaciones financieras que había ocasionado la revolución en 1817, el tesoro nacional se encontró en situación desesperada, sin poder afrontar los requerimientos internos ni cumplir con los compromisos exteriores. Entonces los banqueros propusieron al gobierno prestarle todo el dinero que necesitara con tal que 1) que desistiera de sus bárbaras costumbres financieras, no se declarara en quiebra y pagara a todos los acreedores con lealtad, como se hacía entre los industriales, 2) que las condiciones del empréstito serían negociadas entre ellos y los ministros como un negocio entre particulares. Acepta la propuesta, nació el crédito público y el gobierno real adquirió una solidez que nunca antes había gozado.

4) En nuestros días, dice Saint-Simón, la situación es la siguiente: Los descendientes de los galos se han liberado de la servidumbre y, dedicados a la industria, han llegado a ser por su trabajo pacífico más fuertes y poderosos económicamente que los descendientes de los francos y a disponer de casi todo el dinero de la nación. Se han convertido, pues, en los más fuertes. Y, sin embargo, el gobierno está aun en manos de los descendientes francos y estos son quienes administran la riqueza pública. En la sociedad de hoy se da entonces el extraño fenómeno de “una nación esencialmente industrial, cuyo gobierno es esencialmente feudal”.

El desorden surge en la sociedad contemporánea del hecho de en ella hay instituciones de distinta naturaleza y principios antagónicos: los gobernados tienden a la mayor igualdad posible y creen que la riqueza pública debe ser administrada en provecho de la mayoría; los gobernantes quieren mantener para ellos los derechos del conquistador y juzgan que los bienes de la Nación han de ser usados en su propio beneficio. Estos últimos sostiene la simple concepción política de que en el Estado hay y debe haber siempre dos clases: la que manda y la que obedece.

Fácil es advertir que hasta aquí, en toda esta explicación de la Historia de Francia, explicación económica y clasista, la burguesía ni siquiera es mencionada. Solo a modo de apéndice se refiere Saint-Simón a ella para probar que esta clase “intermedia” está al presente junto con la nobleza y que sus intereses se identifican hoy sustancialmente con los de aquella.

Así como al explicar el origen y el desarrollo histórico de la clase industrial se refiere a tres sub-clases (agricultores, fabricantes o artesanos y comerciantes) así ahora al hacer lo mismo con la clase burguesa, considera en ella tres sub-clases: los letrados o juristas, los militares y los terratenientes rentistas. La primera de ellas surgió de la siguiente manera: Los señores feudales al principio administraban justicia a sus vasallos directamente. Cuando las relaciones sociales se complicaron y se introdujo la ley escrita, tuvieron que recurrir a los oficios de letrados y legistas, los cuales poco a poco fueron tomando en sus manos toda la función judicial.

La segunda se originó así: al comienzo los nobles empuñaban por sí mismos las armas y dirigían los ejércitos. Cuando se descubrió la pólvora, ingenieros, fusileros y artilleros se incorporaron al ejército y formaron parte esencial del mismo. Como los señores carecían del adecuado conocimiento técnico los cargos militares fueron desempeñados por descendientes de los galos estos llegaron a ser militares profesionales.

La tercera apareció de este modo: Al principio los nobles eran duelos de toda la tierra. Al marcharse a las Cruzadas tuvieron que vender una parte para cubrir sus gastos y enajenar así, aun contra su voluntad, una parte de su soberanía. Estos son los terratenientes o rentistas (que no cultivan por sí mismo ni dirigen el cultivo de sus campos). La burguesía ha sido, pues, creada y engendrada en toda su extensión por la nobleza.

Es verdad que al principio tanto los legistas, como los militares y los terratenientes, que integraban la clase burguesa, desempeñaron el papel de protectores del pueblo contra la nobleza. Pero en 1789 se valieron de aquel contra esta, lograron que las masas populares se levantasen contra los nobles de los cuales algunos fueron ejecutados y otros desterrados. De tal manera la burguesía se convirtió en la primera clase de la nación y desde entonces se volvió contra el pueblo. Eligió un rey de entre sus miembros; este, a su vez, hizo príncipes, duques, condes, etc., a los burgueses que más se habían destacado en la revolución y de tal manera reconstituyó en provecho propio el feudalismo. Al presente los burgueses, junto con los nobles oprimen a la clase industrial y de hecho no son sino nobles de segunda categoría. A los industriales les interesa tanto liberarse del peso de los nobles como del de los burgueses. Por eso la única alianza posible para ellos es con la realeza, al igual que se hizo en tiempos de Luís XI. El fin será lograr que “los más importantes entre los industriales integren la primera clase del Estado”.

Cualquiera que sea el valor que se deba en general atribuir a una explicación económica y clasista de la Historia, la de Saint-Simón no puede escapar, por cierto, a diversas y graves objeciones. En primer lugar, el punto de partida es arbitrario y seguramente insuficiente. Empezar por la invasión de los francos significa suponer de un modo implícito que antes de ese hecho no hubo en Francia clases, movimientos o conflictos de clases, choque y función de razas y nacionalidades etc. Significa pasar por alto la organización socio-económica de galos y celtas y de la Galia romana. Por otra parte la simple y llana identificación de los francos con la clase señorial y de los galos con la servil resulta, sin duda, un tanto simplista.

Llama la atención asimismo el hecho de que el clero, considerado tradicionalmente en Francia como el segundo “estado” o estamento (cfr. Sièyes: ¿Qué es el tercer Estado?) no desempeñe aquí un papel alguno y difícilmente pueda ser incluido entre las clases mencionadas. El deseo de soslayar la “lucha de clases” lo hace incurrir por lo demás en explicaciones ingenuas e ideas contradictorias.

Entre las primeras están, por ejemplo, las pacíficas y razonables palabras que los industriales dirigen a los nobles para que les vendan sus tierras o lo tan prácticos como idílicos argumentos de los banqueros a los industriales. Entre las segundas se cuenta la afirmación de que la clase de los industriales no quiere mandar ni obedecer. Toda clase, en la medida en que existe, tiende a mandar y no a obedecer. Por eso solo una sociedad sin clases puede estructurarse sobre bases no de subordinación y obediencia sino de con-vivencia. Más aún, la falta de un concepto y de una definición del término “clase”, hecho gravísimo si se considera el carácter clasista de esta explicación de la historia, hace que Saint-Simón establezca una serie de falsas oposiciones y de falsas identidades. Opone así a industriales y burgueses pero no advierte que el más grave conflicto de su época (esto es, de la época industrial) se da dentro de lo que él ingenua y confusamente denomina “clase de los industriales”: el conflicto entre patronos industriales y obreros industriales.

La idea misma de una clase industrial, idea central en el sistema sansimoniano, encubre falacias inexcusables aún en 1824, cuando escribía su Catéchisme des industriels. La crítica socialista de la actividad mercantil, por ejemplo, había sido ya iniciada con penetración y en gran parte con acierto por Fourier en su folleto Sobre las charlatanerías comerciales (1808) y luego en otros varios escritos. En uno de ellos leemos: “El mecanismo mercantil está organizado contra el sentido común. Subordinada el cuerpo social a una clase de agentes parásitos e improductivos: los negociantes. Todas las clases esenciales, el propietario, el labrador, el industrial y hasta el gobernante se encuentran dominados por una clase accesoria, por el negociante, que debía ser su inferior, su agente comisionista, amovible y responsable, y que sin embargo, dirige y enreda a su voluntad todos los resortes de la circulación”. Y relacionando el comercio con la producción de bienes y la con la industria, añade Fourier: “El comercio es el enemigo natural de las fábricas; fingiendo solicitud para proveerlas no trabaja en realidad sino para racionarlas”. Así, en la mayoría de las ciudades manufactureras, está comprobado que el pequeño industrial que cuanta con capital, solo trabaja para el comerciante, como con harta frecuencia el labrador solo trabaja para el usurero, y el sabio de aldea para el sabio de Academia, quien se digna publicar, firmándola, la obra que es fruto de los desvelos del Sabio pobre. En resumen, el comerciante es un corsario industrial, que vive a expensas del manufacturero, del productor. Confundir esas dos funciones es ignorar el alfabeto de la ciencia”.

Y, sin embargo, Saint-Simón las confunde o, por lo menos, coloca dentro de una misma clase, la clase industrial, activa o productora, al obrero, al artesano y al comerciante.

Más aún, cuando propicia para el futuro una sociedad dirigida y administrada por “los más importantes entre los industriales”, piensa, sin duda, ante todo en los comerciantes y banqueros tanto como en los empresarios y patronos industriales.

De este modo no solo la llamada clase industrial ocupará el primer lugar en el Estado sino que obreros, artesanos y campesinos pasarán indefectiblemente al segundo, al tercero y aún al último puesto (como en la época de la conquista de los francos). Comerciantes, banqueros y empresarios constituirían una nueva nobleza y una nueva clase dominante tan opresiva o más que las anteriores.

Dejemos de lado el hecho de que Saint-Simón no quiera atacar los privilegios de la realeza (con lo cual fatalmente prepara el advenimiento de una nueva aristocracia de parientes, cortesanos, funcionarios etc.) Lo importante y definitivo es aquí que la clase industrial ha de formar, como el mismo Saint-Simón dice, una pirámide. Esta pirámide industrial, opuesta en principio al Estado, llena paulatinamente las funciones del mismo y llega a constituir un nuevo Estado “más opresivo y gubernamental que cualquier otro”, según bien dice Gurvitch.[181] Y dentro de este nuevo Estado la base ha de estar formada por la clase obrera; el vértice, por comerciantes, banqueros y empresarios.

El ideal sansimoniano de una dirección de “los más importantes entre los industriales” se ha realizado, de todas maneras, sin intervención de las escuelas de Saint-Simón y sin ninguna clase de socialismo, en los países ultra-capitalista, como los Estado Unidos de América. Allí los directores de las grandes empresas (industriales, comerciales, bancarias) llegaron a constituir no solo un gobierno paralelo sino también la verdadera “sustancia” social de todo el gobierno representativo y republicano. Ellos son quienes directa o indirectamente manejan la riqueza de la nación, orientan su política económica y hasta proponen y desarrollan los planes de ayuda al exterior y las “alianzas para el progreso”.

Es claro que el “socialismo” de Saint-Simón, esto es, su sincera aspiración igualitaria, no tiene allí ningún principio de realización, pero ello no hace sino demostrar la insuficiencia de su explicación clasista de la historia.

Por otra parte, como ya lo observó Gurvitch, en el leninismo, cuya fórmula para la edificación del socialismo es “electrificación más planificación”, hay también un resabio sansimoniano: los sucesivos planes quinquenales hubieran llenado de entusiasmo al Maestro Saint-Simón y a sus discípulos. Y viceversa, aun abolida la propiedad privada, en la Rusia Soviética burócratas y tecnócratas, desempeñan frente a la masa popular, que Saint-Simón no quería de ninguna manera ver en el gobierno (todo para el pueblo y por el pueblo, pero sin el pueblo), el mismo papel que esos empresarios y banqueros a los cuales considera “los más importantes entre los industriales” y que no pueden dejar de constituir, como hemos dicho, una nueva clase.

Capítulo VII: Una utopía olvidada: “El humanisferio” de Joseph Déjacque

“El socialismo moderno, dice Kautsky, comienza con la utopía”. En efecto, antes de la 1ª Internacional el pensamiento socialista se expresó abundantemente a través del relato utópico.

Uno de estos relatos, especialmente significativo en cuanto a preanuncia con gran exactitud uno de los extremos ideológicos que se darán en el seno de la Primera Internacional, está contenido en un raro y casi olvidado (por no decir, casi desconocido) librito, que lleva por título El Humanisferio.

Su autor, Joseph Déjacque, es, a diferencia de casi todos los demás utopistas de la época un obrero manual.

Pintor y empapelador por oficio, poeta por afición y revolucionario por vocación, había nacido alrededor de 1821, en algún lugar de Francia.[182] Nada sabemos de su primera juventud. Su nombre no aparece vinculado a ninguno de los múltiples grupos socialistas que durante la cuarta década del siglo existía en París, hasta que el 25 de febrero de 1848 (año decisivo en la historia del socialismo) lo encontramos firmado, junto con otros obreros y artesanos, un manifiesto moral publicado por L’Atelier, periódico fundado en 1840 por los partidarios de Buchez, que propiciaba, sobre todo, las cooperativas de producción.

Max Nettlau supone que en los años anteriores estuvo ausente de la capital francesa y que “sirvió quizás en la marina del Estado”.

En el mismo año 1848 publica sus primeros poemas de carácter social y participa con entusiasmo en las jornadas revolucionarias de junio.

Detenido junto con otros miles de hombres del pueblo, es encarcelado en Brest, de donde retorna a la capital en 1849 para ser nuevamente arrestado en junio del mismo año.

En agosto de 1851 publica su primer libro, un volumen de poesías que lleva por título: Les Lazaréenes y que se subtitula Fables et Poésies sociales. La obra le vale, a poco de aparecida, una condena de dos años, que no llega, sin embargo, a ejecutarse. En diciembre lo vemos marchar al exilio atravesando el Canal de la Mancha.

Su oposición al liderazgo de los jefes republicanos y socialistas desterrados (Ledru-Rollin, Luís Blanc, etc.) nos lo muestra ya como un temperamento combativo y poco dispuesto a atacar cualquier clase de autoridad.

La vida en Londres no debe haber sido nada fácil para él. Retirado a Jersey, escribe allí, entre 1852 y 1853, un folleto que más tarde, en 1856, verá la luz en Nueva York: La Question Révolutionnaire.

Un nuevo destierro (más doloroso quizás que el primero) la espera en América, entre hombres a quines aborrece y a quienes considera “más salvajes que los pieles rojas”.

Durante algún tiempo vive en Nueva Orleáns, gran emporio del esclavismo algodonero. La observación directa del tráfico humano exacerba, sin duda, sus sentimientos libertarios. Allí entre 1856 y 1858 (esto es, en vísperas de la Guerra del Norte contra el Sur) compone la obra antes nombrada: L’Humanisphère, que él mismo caracterizándola cabalmente, subtitulada Utopie Anarchique.

Fracasados sus intentos de publicarla mediante suscripción popular, se dirige a Nueva York que, junto con Chicago, comienza a ser el gran centro de la industria nacional y, al mismo tiempo, el gran centro del proletariado industrial. Casi enteramente solo, emprende allí la tarea de publicar un periódico socialista, Le Libertaire, que sale desde junio de 1858 hasta febrero de 1861. En sus páginas aparece por fin el texto de L’Humanisphère[183].

Durante el año 1861 retorna a Europa. Primero en Londres y después en París arrastra una existencia solitaria, casi como un proscrito entre los propios socialistas, descocido u olvidado por todos. Al cabo de unos años, oscuramente vividos en la ciudad testigo de sus entusiasmos revolucionarios del 48, muere, probablemente en 1864, mientras se funda la 1ª internacional.

Cuando queremos rastrear el origen del pensamiento social de Déjacque nos encontramos con hecho evidente: su humana experiencia, su aguda sensibilidad, su espíritu apasionado, son las fuentes principales de sus ideas. Allí hay que buscar la clave de su construcción utópica. El mismo parece encaminarnos en este sentido cuando escribe: “He leído poco, observado más, mediado mucho. Estoy, creo, a pesar de mi ignorancia, en uno de los medios más favorables para resumir las necesidades de la humanidad. Tengo todas las pasiones, aunque no pueda satisfacerlas, la del amor y la del odio, la pasión del lujo llevado al extremo y la de la extrema sencillez. Comprendo todos los apetitos, los del corazón y los del vientre, los de la carne y los del espíritu. Gusto del pan blanco y también del pan negro, de las discusiones borrascosas y también de las dulces conversaciones. Conozco todas las sedes físicas y morales, tengo la intuición de todas las embriagueces; todo lo que sobreexcita o calma tiene para mí seducciones; el café y la poesía, la miel y la leche, los espectáculos, el tumulto y las luces, la sombra, la soledad y el agua pura. Amo el trabajo, las labores rudas; amo también el ocio, la blanda pereza. Podría vivir un poco y considerarme rico, consumir enormemente y considerarme pobre. He observado, por el agujero de la cerradura, la vida privada del opulento; conozco sus aparatos de calefacción y sus valores suntuosos y conozco también, por experiencia, el frío y la miseria. Tengo mil caprichos y ningún goce. Soy capaz de cometer algunas veces lo que la jerigonza de los civilizados deshonra con el nombre de virtud, y más a menudo aún lo que honra con el nombre de crimen. Soy el hombre más desprovisto de prejuicios y el más lleno de pasiones que conozca; bastante orgulloso para no ser vanidoso y demasiado soberbio para ser hipócritamente modesto. No tengo más que un rostro, pero ese rostro es móvil como el movimiento de la ola al soplo más leve, pasa de una expresión a otra, de la calma a la tempestad, de la cólera a la ternura. De ahí que, diversamente apasionado, espero tratar con alguna posibilidad, de éxito sobre la Sociedad humana, visto que, para tratar bien de ella, se requiere tanto el conocimiento de las pasiones propias como el de las pasiones ajenas”.[184]

Demás está decir, sin embargo, que ni el mismo Déjacque pretende una absoluta originalidad en sus ideas: Lo que le debe a Proudhon es demasiado evidente, aun cuando esté lejos de compartir todos sus puntos de vista. A decir verdad no deja de expresar gran admiración por él: “Jamás un hombre pulverizó a su paso tantos abusos seculares, tantas supersticiones presuntivamente legítimas”.[185] Pero la admiración no excluye la crítica: “Proudhon no es aún más que una fracción de genio revolucionario; la mitad de su ser está paralizada y es desdichadamente el lado de su corazón. Proudhon tiene tendencias anárquicas, pero no es un anarquista; no es humanidad, es masculinidad”.[186]

No resulta difícil imaginar por qué un espíritu como el de Déjacque, absoluto y sentimental, debía chocar con el relativismo anti-sentimental de Proudhon. No le perdona su antifeminismo. Proudhon, por su parte, no le habría perdonado su utopismo.

De Fourier, a quien admira por su sentido comunitario, lo separa, en cambio, la actitud directamente anárquica y el afán por destruir, ante todo, las diversas formas de poder: “Fourier acaba de descubrir un nuevo mundo en el que todas las individualidades tienen un valor necesario para la armonía colectiva”. Pero, por otra parte, piensa, “no era posible que colgase enteramente el hábito; conservó a pesar suyo, de su educación comercial, la tradición burguesa, los prejuicios de autoridad y de servidumbre que le hicieron desviarse de la libertad y de la igualdad absoluta de la ANARQUÍA”.[187]

Con gran simpatía, aunque no sin algunas reservas también, mira la obra de su contemporáneo y compatriota Ernest Coeurderoy (1825-1862) que, como él, participó en las jornadas de junio del 48 y, como él, marchó al exilio donde (junto con Octavo Vauthier) escribió La Barrière du Combat (Bruselas 1852) y más tarde (solo): De la Révolutions dans l’homme et dans la Société (Londres-Bruselas 1862), que Déjacque cita y crítica.[188]

Ecos de filósofos y poetas franceses, no precisamente socialistas, como Jouffroy, Girardin, Lammenais y Péletan, se escuchan a veces también en L’Humanisphère.

En cambio, a pesar de los largos años vividos en Inglaterra y en los Estados Unidos, no parece haber experimentado ninguna influencia directa de Godwin, de los anarquistas individualistas, como Warren o Thoreau, del espiritualismo libertario de Emerson, del anti-estatismo de los cuáqueros, etc. Probablemente su repugnancia por la civilización anglosajona, en la cual veía el gran baluarte del capitalismo industrial y mercantil, le impidió un adecuado contacto con el pensamiento de países tan ricos, sin embargo, entonces, en sugerencias libertarias.

En realidad, la utopía de Déjacque coincide o, por mejor decir, preanuncia esencialmente las concepciones de Kropotkin, aun cuando por el tono del pensamiento y de la voz se avecine a Bakunin más que a ninguno de los militantes del movimiento socialista internacional de las siguientes décadas.

El humanisferio configura ya la ideología predominante en muchas organizaciones obreras de Europa meridional y de América del sur en las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX. En la Argentina, por ejemplo, tal fue el caso de la FORA, organización obrera ampliamente mayoritariamente, al menos hasta finales de la primera guerra mundial; y en España, el de la CNT, que tan importante papel desempeño durante los años de la República y de la Guerra Civil.

Como el mismo Kropotkin luego, Déjacque intenta fundar sus concepciones en las ciencias naturales aunque, mucho menos versado que aquel (que era un sabio geólogo) no logra pasar casi nunca de la metáfora y de la analogía poética.

Así por ejemplo, en el capítulo preliminar que titula Cuestión Geológica, se da por sentado que, a más de la autonomía y la fisiología de la tierra, es necesario estudiar su “psicología”.[189]

Una especie de hilozoísmo, sustentado con elemental argumentación, parece, en efecto, constituir el trasfondo filosófico de sus ideas sociales. Para los humanisferianos “toda materia está animada; no creen en la dualidad del alma, y del cuerpo, no reconocen sino la unidad de la sustancia; solo que esa sustancia adquiere mil y mil formas, es más o menos grosera, más o menos depurada, más o menos sólida o más o menos volatizada”.[190]

Por eso no acepta ningún género de inmortalidad individual. “Aún admitiendo, dice, que el alma fuese una cosa distinta del cuerpo —lo que toda niega— habría absurdidez en creer en su inmortalidad individual, en su inmovilización indestructible. La ley de la composición y descomposición que rige los cuerpos y que es la ley universal, sería también la ley de las almas”.[191]

Consecuentemente con esta cosmovisión hilozoísta, rechaza asimismo la idea de una causa trascendente. La demostración de la existencia de Dios, como causa primera, se basa, para él, en una arbitraria negación de la fuerza creadora inmanente al Universo: “Si admites que hay una causa primera, entonces no hay causa alguna, y no hay dios, visto que, si Dios puede ser su primera causa, el universo también puede ser la propia causa del universo”.[192]

Pero el ateísmo de Déjacque es, sobre todo, anti-teísmo y, por tanto, no se basa en argumentos puramente onto-cosmológicos. En su lucha contra toda “arquía” y contra toda “cracia”, Dios se le aparece como la cifra de la opresión y del mal. “Dios es el mal”, afirma con Proudhon. Y este mal no es sino el producto de la ignorancia. “La causa de la que Dios es el efecto —dice enfrentándose a un hipotético defensor del teísmo— no es, en modo alguno, de un orden superior; es, más bien, de un orden muy inferior; esta causa es sencillamente tu cretinismo”.[193]

La humanidad, abrumada por la esclavitud, por la propiedad privada, por la opresión familiar, por el hambre y la guerra, buscabas un remedio a estos males. Pero en su ignorancia “tomó el veneno por el elixir”. Y “este veneno mezcla de nicotina y arsénico, tiene por etiqueta una sola palabra: Dios...”. En efecto, “a partir del día en que el Hombre hubo tragado a Dios, el amor soberano; en que dejó penetrar en su cerebro la idea de un Elíseo y de un Tártaro, de un infierno y de un paraíso ultramundano, a partir de ese día, repetimos, fue castigado por donde había pecado”. La consecuencia es clara: “La autoridad del cielo consagró, lógicamente, la autoridad sobre la tierra. El súbdito de Dios se convirtió en siervo del hombre. No se trató ya de humanidad libre sino de amos y esclavos”.[194]

Ya en los días de Sócrates, el sofista Critias, en su tragedia Sísifio sostenía que los dioses tuvieron un origen político: habían sido inventados para infundir temor en el pueblo y mantenerlo sujeto.[195] Algo semejante enseñó después Teodoro, el ateo.[196] Una antigua secta materialista de la India, los çarvakas, explicaban el origen de la divinidad y de la religión como un fraude conciente, llevado a cabo por los sacerdotes para asegurar sus privilegios sociales.[197] Este tipo de explicación se generaliza en Europa con el iluminismo y constituye, desde el barón D’Holbach en adelante, el fundamento de la polémica antirreligiosa de los materialistas en el siglo XIX.[198] Sin embargo, ala teoría sociológica del fraude como instrumento de las clases privilegiadas se añade casi siempre la clásica teoría psicológica así sintetizada por el antiguo poeta (que según Fulgencio es Petronio y según Lactancia, Estacio): “Primus in orbe deos fecit timor”.[199]

En la obra de Déjacque la teoría del fraude conciente no aparece. La causa principal de la religión es la ignorancia.

Con el materialismo histórico coincide en no considerar el fenómeno religioso como un hecho originario, pues antes surgen, según él, la opresión de clase, la esclavitud, la propiedad privada, la familia patriarcal, etc. En su deseo deliberarse el hombre mira hacia arriba y no logra sino consolidar sus cadenas: “Así como el mundo físico tuvo un diluvio, así el mundo moral tuvo lo suyo. La fe religiosa sumergió las conciencias, llevó la devastación a los espíritus y a los corazones. Todas las bribonerías de la fuerza fueron legitimadas por la astucia. La posesión del hombre por el hombre llegó la ser un hecho adquirido. En lo sucesivo la rebelión del esclavo contra el amo fue ahogada por la añagaza de las recompensas celestiales o de los castigos infernales”.[200]

Este cataclismo moral, por otra parte, era inevitable: “¿el hombre era libre de obrar y pensar en forma diferente de lo que lo hizo? Tanto valdría decir que la tierra era libra para evitar el diluvio”.[201]

Pero, a pesar de todo esto, todavía no llega Déjacque a la doctrina marxista de la religión como superestructura ideológica de la Sociedad de clases. Su anti-teísmo se asemeja, más que nada quizás, al “antiteologismo” que Bakunin defenderá en Dios y el Estado[202].

Todas las afirmaciones deterministas no impiden, por eso, un acento romántico, que desborda en el satanismo: “¡Imprudentes reaccionarios! —dios es dios, decía—. Sí, ¡pero Satán es Satán!”.[203]

En verdad, el determinismo, tan decididamente afirmado a veces (“Todo lo que fue debió ser”),[204] no parece muy compatible con los presupuesto de la utopía en general, a no ser que por utopía se entendiera equivocadamente la precisión de un futuro necesario.

Por otra parte, el determinismo biológico está limitado por un determinismo sociológico. Contra Gall y Lavater (los heraldos de la frenología y la fisiognomía en la primera mitad del siglo XIX) afirma que “las líneas del rostro y los relieves de la cabeza no son cosas innatas en nosotros”, que el hombre no viene al mundo “con aptitudes absolutamente pronunciadas”, que “nacemos todos con el germen de todas las facultades”.[205] Como el marxismo más tarde, Déjacque insiste en la importancia del medio: “Las circunstancias exteriores obran directamente sobre ellas (las facultades)”. Como el marxismo, concede capital importancia al “ejercicio” (esto es, a la educación) y al ambiente social: “el medio en que vivimos y la diversidad de los puntos de vista en que están colocados los hombres, lo cual hace que nadie pueda ver siempre las cosas bajo el mismo aspecto, explica la diversidad de la craneología y de la frenología en el hombre, como la diversidad de sus pasiones y de sus aptitudes”.[206]

Al determinismo se vincula también en Déjacque un cierto evolucionismo más o menos impreciso, que es difícil relacionar directamente con Darwin o Lamarck (autores que Déjacque no cita y que casi seguramente no conoce). Tal evolucionismo, de hecho, no parece ser sino un preludio poético a su idea de progreso histórico.[207]

Toda la obra, en efecto, está dividida en tres partes, de las cuales la primera se dedica a delinear un esquema de la historia universal (esto es, del pasado de la humanidad); la segunda, a trazar un panorama del futuro (esto es, a la utopía propiamente dicha) y la tercera, a señalar el presente los medios de transición entre historia y utopía, es decir, entre pasado y futuro.

La oposición entre lo que ha sido y lo que será o, en todo caso, entre lo que es y lo que debe ser, no implica, sin embargo, contra lo que podría creerse, una absoluta discontinuidad. Es cierto que la utopía (definida como un “sueño irrealizado pero no irrealizable”),[208] supone la revolución. El propósito principal de la obra, que es promoverla, se hace patente desde la frase inicial: “Este libro no es una obra literaria, es una obra infernal, es el clamor de un esclavo rebelde”.[209] Y poco después señala: “Esta libro es acero forjado en 8º y cargado de fulminato de ideas. Es un proyectil autoricida que disparo en cantidad de mil ejemplares sobre el pavimento de los civilizados”.[210]

Piensa, como Marx, que ya no basta comprender el mundo; que es preciso transformarlo, obrando sobre él: “este libro no es un escrito, es un acto”.[211]

Esto no obstante, la revolución, entendida como lucha genérica contra la autoridad y contra toda forma de opresión, tiene un largo preludio en la Historia. Tal lucha no es concebida, en rigor, como lucha de clases, aunque su protagonista viene a ser, casi siempre, la masa popular. Los esclavos guiados por Espartaco en Roma,[212] los aldeanos de la “jacquérie” en el Medioevo,[213] los artesanos, obreros e intelectuales de París en las revoluciones de 1789[214] y de 1848,[215] son los verdaderos héroes de la historia. Y los llamados a realizar la gran revolución del futuro, a arrasar la “civilización” burguesa y a construir la utopía (esto es, la comunidad anárquica universal), no son, como románticamente creyeron algunos socialistas de la época (Coeurderoy, etc.),[216] los cosacos de las estepas rusas, los bárbaros que habitan las fronteras de la Europa civilizada, sino los proletarios que esta alberga en su seno; “No solo de las orillas del Neva o del Danubio surgirán en lo sucesivo las hordas de bárbaros llamados al saqueo de la civilización, sino a las orillas del Sena u de Ródano, del Támesis y del Tajo, del Tiber y del Rin. Del hondo surco, del fondo del taller; conduciendo, en sus olas de hombres y mujeres, la horquilla y la antorcha, el martillo y el fusil, cubierto con el capote del campesino y la blusa del obrero, con el hambre en el vientre y la fiebre en el corazón, pero bajo la guía de la Idea, este Atila de la invasión moderna; bajo el nombre genérico de proletario y haciendo rodar sus masas ávidas hacia los centros luminosos de la utópica ciudad, de París, Londres, Viena, Berlín, Madrid, Lisboa, Roma, Nápoles, y al levantar sus olas enormes en crecida insurreccional, desbordará el torrente devastador”.[217]

Si aceptáramos la definición que Engels da de la “utopía”, podríamos decir que Déjacque es uno de los utopistas menos utópicos, por cuanto, aún sin concebir rigurosamente la lucha de clases como “motor principal” de la historia, se acerca mucho a esta idea al conceder un papel preponderante al proletariado urbano y a las masas populares en la revolución.[218]

Por otra parte, Déjacque, como buen hijo de un siglo, reconoce en la historia un continuo progreso a pesar de la opresión y de la injusticia que en todas las épocas constituyeron el signo de la organización social de la Humanidad. Ese progreso, es sobre todo, técnico y científico: “El hombre de hoy día es incomparablemente más grande en ciencia, más fuerte en industria de lo que era el hombre en otros tiempo”.[219]

Tal avance resulta sobre todo evidente a partir del Renacimiento.[220] Y constituye, por cierto, un avance real, puesto que la causa primera de la opresión y de la injusticia no es, como vimos, sino la ignorancia.

Desgraciadamente la ciencia social no ha progresado con el mismo ritmo que la ciencia natural. Más aún, a comienzos del siglo XIX no ha salido todavía de sus pañales: “La astronomía, la física, la química, todas las ciencias por mejor decir, había progresado. Únicamente la ciencia social había quedado estacionaria. Desde Sócrates, que bebió cicuta, y Jesús, que fue crucificado, ninguna luz había resplandecido”.[221]

Es cierto que algunos pasos hacia delante se habían dado. El cristianismo, por ejemplo, aunque obra de “sansimonianos” (esto es, de tibios reformistas), tuvo el mérito de proclamar por vez primera, la igualdad de hombres y mujeres.[222] Pero esos pasos fueron poco, cortos y lentos.

Al igual que Augusto comte, sostiene que, en los comienzos del siglo XIX la “ciencia social” está aún por constituirse. A diferencia del mismo, sin embargo, identifica la “ciencia social” no con la “física social” o “sociología”, ciencia burguesa como ninguna, sino con el “socialismo”, cuyos exponentes principales y verdaderos fundadores son, para él, Fourier y Proudhon. A pesar de su activismo, a pesar de sus matices románticos, a pesar de sus menosprecios por la cultura libresca, consecuente con su idea de que la ignorancia es el origen de todos los males sociales, no puede menos que considerar al socialismo como una ciencia. De este modo el saber precede, para Déjacque, a todo cambio social. Renueva así la actitud de Comte, clásicamente intelectualizada.[223]

Su idea del progreso lo obliga a admitir para el período de transición (como lo ha admitido para el pasado) cualquier camino hacia el objetivo; “¿Cómo se realizará el progreso? ¿Qué medios prevalecerán? ¿Cuál será el camino elegido? Difícil es determinarlo de una manera absoluta. Pero cualquiera sean los medios, cualquiera sea el camino, si es un paso hacia la anárquica libertad, yo lo aplaudiré”.[224]

Cuanto conduzca a la abolición de los Estados nacionales, a la unificación de la propiedad agrícola, a la supresión del salario, del monopolio privado, del capitalismo comercial, de la usura; cuanto lleve al seguro mutuo, al crédito recíproco, a la igualdad de sexos, a la supresión del matrimonio y de la herencia; cuanto contribuya a acabar con las causas de la prostitución y de la mendicidad, a sustituir cuarteles e iglesias por edificio de pública utilidad, a reemplazar los jueces por árbitros, las leyes por contratos privados, las cárceles, al patíbulo y el código penal por la inscripción universal (entendida al modo de Girardin), deberá ser propiciado y aplaudido.[225]

No quiere decir esto, sin embargo, que Déjacque sea un reformista. Por una parte, admite cualquier cambio, siempre que signifique una verdadera etapa hacia el porvenir y no un encubierto retorno al pasado, un progreso real y no un mero paliativo.[226]

Por otra parte, no considera los cambios parciales sino como la preparación paulatina del gran cambio. La evolución no es sino el largo pero necesario prólogo de la revolución.[227]

Para comprender por qué este apasionado extremista (que no se confirma sino con la “comunidad anárquica” como meta) llegó a considerar buenas para su época, esto es, para lo que llama “período de transición”, todos los instrumentos de cambio social, es preciso tener en cuanta, con Nettlau, que “aun buscando para los militantes los medios más intransigentes de acción se esforzaba al mismo tiempo por contar con los hombres tal como son ahora, y por divisar medios de transición, puentes o planchas de salvación para trasladarlos del barco náufrago del tiempo presente a la tierra firme del provenir”, y que, en todo caso, aquellos medios “no son atenuaciones de un moderado, sino razonamientos de un hombre que se veía absolutamente aislado”.[228]

Para Déjacque “el hombre es un ser esencialmente revolucionario”[229] y va a la revolución necesariamente. Más aún, esa revolución no puede estar muy lejana puesto que la “vieja sociedad no osa ya protegerse o, si se protege, es con un furor que testimonia su debilidad”.[230]

Pero el futuro perfecto de la revolución, la utopía, que viene gestándose, por cierto, desde los albores de la historia (Galileo, Colón, Fulton, todos fueron utopistas),[231] lo proyecta en un futuro remoto: No, como Bellamy, cien año más tarde,[232] sino, a partir de la fecha de su obra, mil años después.

La “utopía” propiamente dicha comienza, pues, con una invocación al “Genio de la ANARQUÍA” al “Espíritu de los siglos futuros”.[233]Así como los antiguos poetas épicos solían empezar sus cantos solicitando la protección de las Musas, Déjacque se dirige a la idea, rogándole le revele “el secreto de los tiempos futuros”.[234] Este secreto lo constituye la utopía anárquica, la cual “es a la civilización, lo que la civilización al salvajismo”.[235]

En aquella época (año 2858: nótese aquí la persistencia de la antigua idea profética del milenio), habría cambiado la faz de la tierra. El mundo entero será como una gran ciudad que se podrá circundar en menos de una jornada. Todo se habrá hecho allí bello, humanamente bello: como un gran parque en el cual los océanos serían estanques que los niños cruzarán como cruzan hoy un arroyo. El hombre habrá dominado los elementos, acortado las distancias, fertilizando los desiertos de veinte leguas de circunferencia.[236]

En el lugar que hoy ocupa París (Déjacque, como casi todos los socialistas franceses de la época, inclusive Proudhon, no puede dejar de volver siempre sus ojos a Francia y a París) se eleva una construcción gigantesca y de un estilo que él considera enteramente distinto y nuevo: “Bajo una cúpula de hierro recortado aquí y allí, como encaje sobre un fondo de cristal, un millón de paseantes pueden reunirse sin estar molestos. Galerías circulares, colocadas las unas sobre las otras y plantadas con árboles, como bulevares, forman alrededor de este circo inmenso, un vasto cinturón, que no tiene menos de veinte leguas de circunferencias”.[237]

Hay que reconocer que la imaginación de Déjacque no tiene, por lo general, un vuelo sublime. En el campo de la técnica, no va más allá de los tranvías eléctricos y de los aeroplanos, en un momento en que dichos inventos se hallan a penas a medio siglo. En el terreno científico parecería moverse aún dentro de la química de los cuatro elementos, aunque quizás sus expresiones al respecto solo tengan un sentido metafórico. Y en el ámbito estético, el arte que proclama como absolutamente nuevo y original, no parece ser sino una variedad del arte mismo de su siglo. ¿Qué otra cosa puede pensarse, en efecto, de ciudades que admiten avenidas de musgo junto a los rieles del tranvía, paseos enredados para jinetes, fontanas de mármol y estuco, etc.; donde la escultura y la pintura aspiran apenas a la figuración idealizada del cuerpo humano, donde “opulentos paños penden a lo largo de las arquerías” y donde hay parques sembrados “con platabandas de flores, grutas rústicas y quioscos suntuosos”?[238]

Sin embargo, en el campo de lo social, su imaginación va más allá de la de casi todos sus contemporáneos, pues no se detiene sino en el momento en que la libertad plena se unifica, en síntesis definitiva, con la plena igualdad. Los hombres de su utópica sociedad habitan en el “humanisferio”. Este nombre está concebido sobre el modelo de “falansterio”, pero la “falange” de Fourier es sustituida aquí por la “constelación” o “esfera humana”. El mismo Déjacque lo aclara al decir que el “humanisferio” “es algo así como un falansterio, pero sin ninguna jerarquía, sin ninguna autoridad; donde todo, por el contrario, testimonia la igualdad y la libertad, la ANARQUÍA más completa”.[239]

En efecto, así como los astros se mueven ordenada y armónicamente, sin coacción, por la sola fuerza de las leyes mecánicas inmanentes a la materia, así los hombres del futuro se asociarán y vivirán unidos sin ningún género de coacción, de autoridad o de jerarquía, por la sola fuerza de sus tendencias naturales. El “humanisferio” se llama entonces así “a causa de la analogía de esta constelación humana con la agrupación y movimientos de los astros, organización atractiva, ANARQUÍA pasional y armónica”.[240] Y en esta misma definición del nombre encontramos la idea central de la construcción utópica de Déjacque. La “ANARQUÍA” se pone a la “civilización” y el futuro ideal al presente real, como un orden inmanente a un orden trascendente o, si se quiere, como el organismo a la máquina, en cuanto aquel funciona por sí mismo y en respuesta a su propio impulso (automoción) que, por otro lado, mantiene unidas las partes, mientras esta solo se mueve por obra de un impulso exterior gracias al cual también se ha constituido como suma de partes.

En cierto sentido podría decirse que la concepción que Déjacque tiene de la Sociedad ideal refleja su propia concepción hilozoísta de la Naturaleza. Sin embargo, al tratar de esa Sociedad ideal no se vale solo de la imagen del cuerpo humano que “no es esclavo inerte del pensamiento, sino más bien una especie de alambique animado, cuyos órganos en libre función producen el pensamiento”.[241] La imagen del organismo, cara en otro sentido a muchos pensadores que sustentan una teoría totalitaria de la Sociedad y del Estado (des el Platón a Hegel), es sustituida por la imagen del círculo, que concreta más adecuadamente la idea del Todo anárquico.

La organización ideal de la Humanidad supone que esta constituye un círculo o esfera (humanisferio).

Así como, de acuerdo con la ciencia moderna, la tierra ni es ya sino “un globo siempre en movimiento”,[242] y así como “el cielo no es un cielo-raso, la plataforma de un paraíso o de un Olimpo, una especie de bóveda pintada de azul y adornada con viñetas de oro” sino “un océano de fluido” dentro del cual giran soles y estrellas “en sus vastas órbitas”,[243] así, de acuerdo con la ciencia social del futuro, la humanidad no constituirá una superposición de planos jerárquicos sino un círculo o esfera móvil: “Pues una esfera que gira siempre y en todos los sentidos, una esfera que gira siempre y en todos los sentidos, una esfera que no tiene ni comienzo ni fin, no puede tener ni alto ni bajo, ni Dios en el pináculo ni diablo en la base”.[244] En efecto, así como la forma circular en el Universo, piensa Déjacque, saca de su trono a Dios, al demostrar que no hay un arriba y un abajo absolutos, así en la Humanidad destierra la autoridad y la jerarquía de las clases, al permitir la libre circulación de los hombres movidos solo por las fuerzas de atracción y repulsión.

De esta manera salva el peligro o, por mejor decir, el equívoco de toda concepción organicista de la Sociedad. Para él no hay un alma del Mundo distinguible del Mundo mismo, ni una Ley que, aún siendo inmanente, se constituya como superior a las partes. El Alma del mundo o la Ley no es nada diferente de las partes mismas que se sienten, por su propia naturaleza, movidas circularmente.

“La vida —dice— es un círculo en el que no se puede encontrar comienzo ni fin, pues en un círculo todos los puntos de la circunferencia son comienzo o fin”.[245]

Nada hay en el mundo y en la sociedad que pueda considerarse primero o último, nada que esté arriba o abajo. Por otra parte, el círculo no se constituye sino por la posición relativa que cada uno de los puntos adopta.

El orden del Universo surge de la libre circulación de los astros que no obedecen sino “a su pasión” y que encuentran en su pasión “la ley de su móvil y perpetua armonía”. Este orden anárquico, que hace del infinito una esfera, será, en definitiva, el único orden de la Humanidad.

En él no hay, por consiguiente, ninguna clase de gobierno ni de autoridad. El Estado no existe y tampoco la ley: “una organización atractiva ocupa el lugar de la legislación”.[246] Los hombres viven asociados por sus mutuas atracciones, por la simpatía que ha sustituido a la coacción.

Para explicar el origen y la permanencia de la Sociedad ideal no necesita recurrir al Deber (como lo hacían, por entonces, los “socialistas verdaderos” Lassalle en Alemania y Manzini en Italia) sino solo a las potencias vitalmente expansivas del yo.

Déjacque en ningún momento reniega del egoísmo. Antes al contrario, lo defiende como el único punto de partida posible: “El egoísmo es el hombre, sin el egoísmo el hombre no existirá”.[247] Pero en lugar de concebir la plenitud del yo (y del egoísmo) como aislamiento y unicidad (al modo de Stirner o de Pisárev y los primeros nihilistas rusos) la concibe más bien como expansión y asociación (como más tarde Guyau). Según él, el egoísmo pleno, que no puede ser sino egoísmo inteligente, conduce al altruismo, base de toda sociabilidad.

Solo sobre esta base puede edificarse, pues, un orden; solo la falta de autoridad puede asegurar la armonía entre los hombres. ¿Qué orden más auténtico, dice, que el orden de una multitud dispuesta a la lucha por la libertad y la justicia, según se pudo comprobar en las barricadas parisienses de 1848?[248]

De ahí que para los “humanisferianos” no haya otra ley ni otra norma que la más absoluta y plena libertad: “La libertad, toda la libertad, nada más que la libertad, tal es la fórmula burilada en su conciencia, el criterium de todas las relaciones entre ellos”.[249]

En otra frase contundente, de factura proudhoniana, expresa la misma idea: “El hombre es su rey y su Dios”[250]

El “humanisferio” no admite siquiera un “gobierno directo”, como el que había propuesto para Francia (1851) el filósofo Renouvier,[251] sencillamente porque hay allí una “acaricia”. Y no se digna que ambos términos coinciden porque una democracia directa supone la asamblea popular y el plebiscito permanente. Y estos suponen, a su vez, la posibilidad de un mayoría y una minoría.

Ahora bien, la existencia de una minoría implica que algunos hombres deben someterse y acatar una voluntad extraña, que es la de la mayoría. Y esto para un anarquista consecuente y puro, como Déjacque, resulta inadmisible. En su Sociedad ideal los asuntos se tratan en común. Los individuos versados en cada tema hablan y son oídos. Todos, por otra parte se han enterado previamente (por la prensa) de planeamientos, estadísticas, proyectos, etc. Con frecuencias existe unanimidad. Pero en ningún caso se vota. ¿Qué sucede, pues, cuando se plantean disidencias?: “Que tal o cual propuesta reúna un número suficiente de trabajadores para ejecutarla, que esos trabajadores sean la mayoría o la minoría —responde Déjacque— la propuesta se ejecuta, si tal es la voluntad de los que a ella se adhiere”. Por otra parte, la minoría suele ceder a la mayoría o viceversa, en virtud de ese egoísmo expansivo que constituye el fundamento de la sociabilidad: Sucede “como cuando en una excursión unos proponen ir a Saint-Germain, otros a Meudon, estos a Sceaux, aquellos a Fontenay, y los pareceres se dividen; pero luego, en fin de cuentas, cada uno cede a la atracción de encontrarse reunido con los otros y todos juntos toman, de común acuerdo el mismo camino, sin que ninguna autoridad sino la del placer los haya gobernado”.[252]

Es evidente que la fe de Déjacque en la “atracción” como “ley de armonía” le impide prever situaciones concretas que no tiene nada de eventuales o fortuitas. En efecto, se si trata de resolver por sí o por no sobre un asunto determinado no es posible que cada opinión se realice por su cuenta. Cuando se debate, por ejemplo, el destino de un monumento histórico, es obvio que no se lo puede conservar y destruir al mismo tiempo. Déjacque como después Kropotkin y todos los anarco-comunistas, solamente tienen en cuenta la existencia de los contrarios y parecen no darse cuenta de que los conflictos más graves son planteados en el seno de la Sociedad por la existencia de términos contradictorios.

En el “humanisferio” todos los bienes son comunes. No solo la tierra y los medios de producción sino absolutamente todos los bienes. Déjacque, al contrario de Proudhon, que propicia un sistema mutualista; de los anarquistas individualistas americanos, que defienden, hasta cierto punto la propiedad privada; del mismo Bakunin, que sostendrá una suerte de colectivismo, es un verdadero comunista. Pero, a diferencia de Marx y sus discípulos, el sujeto de la propiedad no es para él el Estado o la comunidad nacional, sino la pequeña comunidad o “humanisferio” comunal.

Esta concepción “comunalista” supone un esfuerzo por hacer concreto el comunismo que, realizado a través del Estado, corre siempre el peligro de resultar abstracto y de originar en los hechos una nueva clase dirigente.

Pero es evidente, por otra parte, que la misma supone también ya la síntesis final de igualdad y libertad, sin la cual no puede concebirse la “comuna” como asociación espontánea de productores.

Los humanisferios simples son grandes edificios (descritos por Déjacque con lujo de detalles), integrados por un conjunto de departamentos individuales que cada ciudadano ocupa a su placer. Nada hay allí que recuerde al cuartel o al convento, cada uno puede realizar una vida enteramente privada y todo, desde la organización del trabajo y de las diversiones hasta las relaciones sexuales, se rige por el principio del máximo respeto, como puede verse, del comunismo cuartelario de Cabet.

Cien “humanisferios simples” reunidos en torno a un “cyclideon” (que es el “lugar consagrado al círculo de las ideas”, “el altar del culto social, la iglesia anárquica de la humanidad utopista”),[253] constituyen un “humanisferico comunal”, núcleo de la organización económico-social. Todos los “humanisferios” comunales de un continente forman el “humanisferio continental” y todos los humanisferios “continentales” vienen a integrar el “humanisferio universal”.[254] Las antiguas naciones (más o menos coincidentes son los antiguos Estados) habrán desaparecido enteramente. Por eso, no se habla de “humanisferios nacionales”. El criterio de agrupación federativa proviene de la geografía y no de la historia.

Las razas, como clases antropológicas, se suponen igualmente desaparecidas, gracias al cruzamiento continuo e ilimitado de todas las que hoy existen.

Superadas las barreras del prejuicio, superados el aislamiento y la ignorancia etnocéntrica, todos los hombres y las mujeres del mundo se unirán libremente entre sí y de tal unión surgirá una raza única, superior, sin duda, a todas las existentes. En su entusiasmo utopista Déjacque parece vislumbrar, inclusive, en este producto humano de un futuro libertario, la imagen del “superhombre”.[255]

Si las naciones, como entidades histórico-culturales, y las razas, como clases antropológicas, han sido superadas, necesariamente las lenguas particulares o idiomas lo habrán sido también. Estos instrumentos expresivos imperfectos serán substituidos por una lengua única y universal. “En esa lengua se dice más en una palabra de lo que se podría decir en las nuestras en una frase”.[256] Al “superhombre” le corresponde la “superlengua”.[257]

También el sexo, en cuanto causa de desigualdades socio-económicas y culturales, habrá sido superado. La mujer, liberada primero de la superstición, se verá luego libre de la superstición religiosa, se verá luego libre de todas las formas de sujeción al sexo masculino: “En el humanisferio nada semejante puede tener lugar. Ni el hombre es más que la mujer, ni la mujer más que el hombre”. Las urnas de la instrucción voluntaria han vertido sobre sus frentes oleadas de ciencia. El choque de las inteligencias las ha nivelado en su transcurso.[258] Como puede apreciarse, el comunismo de Déjacque va mucho más allá que el de Marx, quien nunca soñó una nivelación de las inteligencias por el mutuo roce. Y su feminismo va también, sin duda, más allá que el de su contemporánea Flora Tristán que, por entonces, solo se atrevía, a pedir el reconocimiento “en principio” de la igualdad de derechos entre ambos sexos.

Por eso en el “humanisferio” el amor es libre: “Hombres y mujeres hacen el amor cuando les place, como les place y con quien les place. Libertad plena y entera de una y otra parte. Ninguna convención o contrato legal los liga. La atracción es su única cadena, el placer su única regla”.[259]

Esta libertad erótica, lejos de producir el libertinaje, ha acabado en el “humanisferio” con todos los vicios y las fealdades que rodeaban a la vida sexual de nuestra civilización. Y si bien se admite allí, en principio, que un hombre pueda amar a varias mujeres (y viceversa), todo parece conducir a la unión permanente y libremente indisoluble, como a una meta última.

Lo importante para Déjacque es hacer del amor algo plenamente humano, esto es algo íntimamente humano, un jardín cerrado donde no pueda penetrar la ley canónica o civil, la Iglesia o el Estado, la convención o el prejuicio; donde no puedan desarrollarse más fuerzas que las inmanentes al, propio amor, donde quede excluida toda sombra de contrato comercial o de compraventa.

La familia en cuanto, organización autoritaria, fundada en el modelo patriarcal (o matriarcal), basada en la idea del dominio del padre sobre los hijos, perpetuada por la propiedad privada y por la herencia, ha desaparecido. Es evidente que en este punto, más que en ningún otro, Déjacque, que era miembro de la clase obrera y del proletariado urbano, se separa de Proudhon, cuyos orígenes campesinos se manifiestan especialmente en la pervivencia de un cierto patriarcalismo y de un punto de vista casi ascético en lo que respecta a las relaciones sexuales.[260]

Sin embargo, se equivocaría mucho quien supusiera que Déjacque desconoce el alto valor humano de la maternidad o propicia (como muchos anarquistas y socialistas después de él) cualquier especie de maltusianismo: “La mujer que hace abortar sus pechos, dice, comete una tentativa de infanticidio que la naturaleza reprueba al igual que a aquella que hace abortar el órgano de generación”.[261]

La supresión de la familia supone que alguien o algo lo sustituirá en el cuidado y educación de la niñez.

Las utopías que, antes y después de El Humanisferio, llevando el comunismo hasta sus últimas consecuencias, eliminan la familia de la Sociedad ideal, suelen poner en manos del Estado tales funciones. Pero Déjacque supone, ante todo, la supresión del Estado. Por consiguiente, la educación solo puede quedar en manos de individuos aptos para ello que, dentro de la comunidad, se sientan inclinados hacia tal tarea. Y en primer lugar, como es natural, en manos de la madre, que por nada del mundo “querría privarse de las dulces atribuciones de la maternidad”. Esta, al principio, guarda al infante en sus propias habitaciones y cuida de todas sus necesidades. Más adelante, los niños ocupan sus propios departamentos individuales, que Déjacque describe como algo semejante a “los salones y gabinetes de los magníficos steamboats americanos, aunque mucho más grandioso”.[262]

Los niños son custodiados y vigilados por un grupo de hombres y mujeres “que tienen más desarrollado el sentimiento de la paternidad o de la maternidad” y que, libremente, por un impulso espontáneo, sin sujeción a ningún reglamento o disciplina, se dedican a contemplar “con solicitud los movimientos y el sueño de todas estas jóvenes larvas humanas” y a satisfacer sus deseos y necesidades.[263]

El principio supremo de la pedagogía “humanisferica” es la libertad. Ninguna sanción hay allí que no sea el fruto mismo de la acción; ninguna obligación sino la que surge de los propios instintos simpáticos. Las tendencias que nos llevan a buscar el amor de los demás constituyen el único móvil: “Quien demuestre más amor a estos pequeños seres gozará más de sus infantiles caricias”.[264] Esto no quiere decir que los frutos apetecidos se logren sin esfuerzo: “Las caricias de la ciencia no se obtienen sin trabajo cerebral, sin gastos de inteligencia, y las caricias de amor, sin trabajo del corazón, sin gasto del sentimiento”.[265]

Déjacque no pretende que toda tendencia negativa, todo impulso de odio o de prepotencia haya desaparecido entre los educandos. Pero, una vez suprimida la autoridad, que todo lo desnaturaliza, según él, la ley natural de la mutualidad o reciprocidad: “si son huraños para quien es amable con ellos muy pronto la privación de los besos les enseñara que no se es huraño impunemente y volverán a traer la amabilidad a sus labios”. Y si, por otra parte, “uno de los niños quiere abusar de su fuerza contra otro, tiene en seguida a todos los jugadores contra él, es delirado indigno de la opinión juvenil y el abandono de sus camaradas es un castigo mucho más terrible y mucho más eficaz del que lo sería la reprimenda oficial del pedagogo”.[266]

Esta filosofía de la educación tiene tal vez sus raíces en el Emilio de Rousseau, pero va mucho más lejos. Su esfuerzo por establecer una educación que no sea sino fomento de la “autoexpansión” infantil, lo convierte en uno de los precursores de la corriente pedagógica que en nuestro siglo va de Tolstoi y Yosnaia Polaina hasta A. S. Nelly y Summerhill.

El niño es para Déjacque un espejo de la Sociedad.[267] Una educación libre supone una comunidad libre, una educación por la reciprocidad supone una vida social basada en tal principio.

Un gran problema que se plantea a cualquier forma del comunismo durante el siglo XIX es el de la producción o, si se quiere, el de la fuerza impulsora del trabajo.

Si no existe ya la propiedad privada un la familia ¿qué estímulo pueden poner en marcha las fuerzas de trabajo?, preguntan los economistas de la escuela clásica y los liberales en general. Los socialistas autoritarios, cualquiera sea su respuesta, confían en última instancia en la acción y la coacción del Estado. Ahora bien, Etiènne Cabet, en el Voyage en Icarie (1840), con su idea de una comunidad estrictamente reglamentada y Louis Blanc, en la conocida obra titulada precisamente Organisation du travail (1839), con su proyecto de los “talleres nacionales”, que han de conducir a la “república social”, constituyen buenos ejemplos de lo que Déjacque precisamente quiere evitar.

Un comunista que es ante todo anarquista, como él, no puede recurrir obviamente al Estado ni a cualquier otro género de sanción que no sea inmanente. Para ello necesita (según se verá luego muy claramente en La ayuda mutua de Kropotkin) suponer que, entre las tendencias primarias del hombre hay una poderosa fuerza de atracción hacía sus congéneres, un instinto de expansión del propio yo en el yo de los otros que se encuentra coartado y mutilado dentro de la Sociedad estatal y capitalista. Este es el supuesto básico de toda la utopía de Déjacque. En él se cifra, en definitiva, la posibilidad de su mundo ideal. Él es, por lo mismo, el objeto suficiente de su fe. Una vez admitido, todo lo demás conquista su derecho a entrar en la realidad. En el “humanisferio” el egoísmo de cada uno “sin cesar aguijoneando por el instinto de su progresiva conservación y el sentimiento de la progresiva solidaridad que lo liga a sus semejantes, lo solicita a perpetuas emanaciones de su existencia en la existencia de los otros.[268] por otra parte —y este es también un supuesto fundamental, vinculado al primero— el trabajo, liberado de las deformaciones que le imprime el régimen capitalista (en su naturaleza, en sus causas y sus efectos), lejos de ser una maldición resulta para el hombre fuente fecunda de vida y alegría. Así lo concebirán más tarde también Kropotkin y Morris. “Todo placer es un trabajo y todo trabajo es un placer”, dice Déjacque.[269] Más aún: “El trabajo es la vida. La pereza es la muerte”.[270]

Sin embargo, como a pesar de estos presupuestos optimistas, no se puede eludir el problema de los trabajos repugnantes y desagradables, que son a la vez indispensables a la comunidad, se suele recurrir (y así lo hace Déjacque) a la labor de las máquinas. En el “humanisferio” las tareas más ingratas se confían a esas fieles e incasables servidoras, a esas “negras de hierro” que son las máquinas creadas por el hombre.[271]

Allí donde la “familia y la propiedad legal son instituciones muertas, jeroglíficos de los que se ha perdido el sentido”, donde “una e indivisible es la propiedad”, el trabajo, lo mismo que el amor, es enteramente libre.[272] Allí los consumidores consumen lo que les place y los productores producen también lo que les place. Los productores son comparables a los hijos de los ricos que a la hora del juego sacan de su cesta ya un aro, ya una raqueta, ya un arco, ya una pelota; y ora solos, ora juntos, formando ahora un grupo después dispersándose para formar otros varios, se divierten sin otra norma que sus propios deseos y sus inclinaciones hacia uno u otro de sus compañeros. Los consumidores, a su vez, se parecen a un grupo de finos comensales que toman sin trabas los manjares que les apetecen pero que, lejos de abusar groseramente de ellos, pujan con cortesía por ceder la mejor parte a sus amigos.[273]

Los hombres no necesitan órdenes o castigos ni tampoco salarios o premios para trabajar, puesto que “el trabajo se ha convertido allí en una serie de atracciones, por la libertad y la diversidad de tareas”.[274]

Allí donde el trabajo es obligación, allí donde se realiza para cumplir una orden o para evitar un castigo, tiende naturalmente a su mínimo nivel, tanto en cantidad como en calidad. Por eso, en otro de sus proudhonianos apotegmas afirma: “la autoridad es la pereza. La libertad es el trabajo”.[275]

Si ello fuera así, objetarían los socialistas autoritarios, ¿cómo se podría adecuar la producción a las necesidades del consumo?

Para Déjacque la libertad es el gran taumaturgo: supuesta la natural tendencia del individuo humano a responder al llamado sus semejantes, cada hombre realizará libremente (esto es, según sus propias inclinaciones) aquello que los demás necesiten. Una superior armonía surge de la diferencia de las necesidades y de la pluralidad tal vez antagónica de los deseos: “Un llamado provoca siempre una respuesta; una satisfacción replica siempre a una necesidad. El hombre propone y el hombre dispone, de la diversidad de los deseos resulta la armonía”.[276]

Es claro que semejante concepción del trabajo libre, del libre consumo y de la armonía entre ambos, no puede inspirar sino una sonrisa de desde a los economistas liberales y aún a la mayoría de los socialistas.

Pero, una vez admitidos el supuesto básico de que entre las tendencias primarias del hombre está el instinto de expansión del propio yo en el yo de los demás, de modo que la sociabilidad resulte necesaria consecuencia del egoísmo, la concepción del libre trabajo, del libre consumo y de la armonía entre ambos, no es sino un lógico y obvio corolario.

Dentro de la natural inclinación humana hacia el trabajo como fuente de placer y de goce, se encuentra también, para este, la tendencia a diversificar las especies del trabajo mismo y, ante todo, a unir la labor manual con la intelectual. En efecto, “el hombre quiere ser completo”.[277] Y un trabajador meramente intelectual o meramente manual no es un hombre completo, sino, a lo sumo, medio hombre, puesto que no ejercita sino la mitad de sus naturales facultades. “Entre los humanisferios un hombre que no pudiera manejar sino un solo instrumento, aunque este instrumento fuera una pluma o una lima, se ruborizaría de vergüenza ante ese solo pensamiento”.[278] La especialización pura y, sobre todo, la diferencia entre el trabajo manual y el intelectual (cuya superación relega Marx para una etapa muy avanzada de la realización del socialismo) constituyen, según Déjacque, uno de los estigmas de nuestra “civilización” deshumanizada, que ha desaparecido de la Sociedad ideal: “el que es solamente un hombre de pluma o un hombre de lima es un castrado que los civilizados pueden muy bien admitir o admirar en sus iglesias o en sus fábricas, en sus talleres o en sus academias, pero no es un hombre natural: es una monstruosidad, que no puede provocar sino aversión o disgusto entre los hombres perfeccionados del Humanisferio”.[279]

El respeto incondicionado por el individuo humano, que constituye para Déjacque un absoluto, no le permite concebirlo como mero instrumento del Todo social: “El hombre debe ser a la vez hombre de pensamiento y hombre de acción y producir con el brazo como con el cerebro. De otro modo atenta contra su virilidad, deshace la obra de la creación; y para alcanzar una voz de falsete, pierde todas las largas y emocionantes notas de su libre y vivo instrumento. El hombre ya ni es un hombre entonces: es un organillo”.[280]

Aun dentro de los trabajos manuales o intelectuales, el hombre del futuro utópico poseerá una multitud de aptitudes: “Un humanisferio no solo piensa y obra a la vez, sino que ejerce en la misma jornada oficios diferentes. Cincelará una pieza de orfebrería y trabajará sobre una parcela de tierra; pasará del buril al azadón y del horno de cocina al pupitre de la orquesta. Está familiarizado con una multitud de trabajos”.[281]

Es verdad que no en todos podrá alcanzar la misma perfección y que alguno habrá de considerarse especialista. Pero especialización no significa aquí mutilante unilateral: “Obrero inferior en esto, es obrero superior en aquello. Tiene su especialidad en la que sobresale. Y es justamente esa inferioridad y esa superioridad de los unos respecto de los otros lo que produce armonía. Luego, por estos trabajos diversos, el hombre adquiere la posesión de más elementos de cooperación, su inteligencia se multiplica como su brazo, es un estudio perpetuo y variado que desarrolla en él todas las facultades físicas e intelectuales y de las que se beneficia para perfeccionarse en el acto predilecto”.[282]

A propósito de los trabajos menos agradables se plantea Déjacque la siguiente interrogación: ¿Qué es lo que hace al trabajo atrayente? Y responde: “no es siempre la naturaleza del trabajo, sino la condición con que se ejerce y la condición del resultado a obtener”.[283]

De tal modo que el goce de una compañía querida y el reconocimiento que se logre por parte de los demás (que precisamente rehúsan tales trabajos) viene a ser, para los hombres más elevados, suficiente compensación a las menos gratas labores.[284]

Al considerarse así el trabajo como una tendencia natural e inclusive como una necesidad, la pereza no puede constituir problema alguno. Si hay una necesidad del vientre también hay una del brazo y del cerebro: forzar a un hombre al trabajo sería entonces tan absurdo como forzarlo a comer. Por eso “los humanisferios satisfacen naturalmente la necesidad de ejercicio del brazo como la necesidad de ejército del vientre”. Por eso “no es posible ni racionar el apetito de la producción ni el apetito del consumo”.[285]

De todas maneras, el apetito de producción (auxiliado por la fuerza de las máquinas) es tal, según los optimistas supuestos de Déjacque, que basta para satisfacer ampliamente el apetito del consumo. Por eso, así como no será necesaria ninguna coacción para que los hombres trabajen, tampoco será precisa para que repartan los productos del trabajo: “¿por qué los hombres habrán de luchar por arrancarse el racionamiento cuando la producción, por la fuerza mecánicas, puede admitirles más de lo que necesitan?”.[286]

En un mundo en que ha desaparecido el comercio, junto con la propiedad privada y la moneda, los hombres intercambiarán sin embargo, sus productos, de una comuna a otra, de un continente a otro, como miembros de una única y gran familia: “¿Faltan en un rincón de Europa productos de otros continentes? Los diarios del humanisferio lo mencionan, es insertado en el Boletín de Publicidad, monitor de la anárquica universalidad, y los humanisferios de Asia, América u Oceanía expiden el producto solicitando. ¿Falta, por el contrario, un producto de Europa en Asia, en África o en Oceanía? Los humanisferios de Europa lo expiden. El cambio se verifica natural y no arbitrariamente. Así, tal humanisferio da un día más y recibe menos. ¿Qué importa? Mañana es él, sin duda, el que recibirá más y dará más. Como todo pertenece a todos y como cada uno puede cambiar de humanisferio del mismo modo que cambia de departamento, ¿qué daño puede ocasionar que en la circulación universal una cosa esté aquí o esté allá?”.[287]

En un mundo donde la ANARQUÍA ha eliminado el servilismo, donde la comunidad de bienes ha suprimido toda codicia, donde el trabajo libre ha acabado con el adulterio y la impudicia, desaparecerán todos los vicios y también todas las falsas virtudes.

No habrá allí lugar para la mentira y para la hipocresía, vicios fundamentales y congénitos de nuestra civilización, según Déjacque. Toda dualidad entre lo que es y lo que parece ser, habrá sido superada: “En el humanisferio todo lo que es aparente es real; la apariencia no es en modo alguno un disfraz”. Y la razón resulta clara: “La simulación fue siempre la librea de los lacayos. El hombre libre lleva en el corazón la franqueza, escudo de la libertad”.[288]

La amistad ya no tendrá ningún móvil interesado y no será “un mercader de los mercaderes” sino una dulce niña “que no pide sino caricias en cambio de caricias, simpatía por simpatía”.[289]

La superstición habrá desaparecido al encontrar el hombre en la realidad los sueños que colocaba en el más allá.[290] La vulgaridad y la mediocre monotonía de nuestros vestidos habrá sido desterrada.[291] Hasta los animales feroces se habrán “alineado, sumidos y disciplinados bajo el pontificado del hombre” y los niños jugarán con los leones, como en la “edad de oro”, que cantaron los poetas clásicos.[292] Y, puesto que la enfermedad es una especie de vicio, también las enfermedades desaparecerán al ser removidas sus causas (emanaciones pestilenciales de una parte del globo, falta de equilibrio en el ejercicio de los órganos, trabajo único o goce único, exceso de alimentos o exceso de ayuno, etc.). Y así como habrán desaparecido los sacerdotes, que pretenden curar el alma, habrán desaparecido también los médicos, que pretenden curar el cuerpo (como Lamettrie, como los antiguos cínicos, Déjacque muestra aversión por los médicos a quines considera verdaderos “envenenadores” que “atentan a la vida y a la inteligencia de todos los hombres hasta en su posteridad”).[293]

Por otra parte la muerte ni se teme ni se venera. De ahí que los cementerios hayan desaparecido y en su lugar se levanten grandes crematorios desde los cuales las cenizas de los cadáveres se arrojan al viento para que puedan retornar al seno de la viviente naturaleza y ser quizás otra vez incorporadas (mediante una antropofagia que sustituye a la antigua geofagia sacramental) al cuerpo del hombre, a través de los frutos de la tierra.[294]

Casi todos los elementos del comunismo anárquico clásico de Kropotkin y de Reclús, casi todos sus supuestos, sus valoraciones, sus ideales, muchos de sus argumentos y actitudes mentales están, como puede verse, presentes en la obra de Déjacque.

No es fácil establecer en qué medida esta influyó realmente sobre el pensamiento de dichos autores y, a través de ellos, en la ideología de la clase obrera organizada durante las tres últimas décadas del siglo pasado y las dos primeras del presente.

Puede decirse, sin embargo, con certeza, que si careció en su momento de toda resonancia histórica y pasó mucho más desaparecida que las utopías de Fourier, Owen, Cabet, etc., se debió al hecho de haberse adelantado por lo menos veinte o treinta años a su propia época, de tal manera que esa peculiar unión de comunismo y ANARQUÍA que llegó a ser en las décadas del 80 y 90 una de las más difundidas ideologías dentro del movimiento obrero, constituyo una osada novedad, aún en los más avanzados cenáculos socialistas, durante la década del 50.[295]

Capítulo VIII: Edward Bellamy: Trabajo, organización y socialismo

Edward Bellamy, nacido en Chicopee Falls, Massachussets, el 25 de marzo de 1850, abogado con pocos pleitos pero con no poco sentido de la justicia, es autor de la más importante utopía socialista producida en este lado del océano.

Después de haber estudiado en la “Union College” de Shenectady, New York, viaja a Europa, sigue estudiando en Alemania y, de regreso, en 1871 es admitido en el foro, pero no regreso, pero no tarde en desertar de él. Desde entonces reparte sus energías intelectuales entre la literatura de ficción y el periodismo político.

Como novelista pública una serie de obras que solo alcanzan un éxito mediocre: Dr. Heidenhoff’s process (1880), Mis Ludington’s Sister (1884); The Duke of Stockbridge (1900). Este último es un relato de carácter histórico-social que versa sobre la rebelión de Shays, el capitán del 5º de Massachussets, levantando en armas en 1786.

Como periodista se inicia en el Evening Post y funda luego, con algunos colaboradores, el Daily News de Springfield. Más atrde llega a ser fundador y propietario de dos de los más influyentes periódicos políticos norteamericanos de fines de siglo: The Nationalist (1889-1891) y The New Nation (1891-1894).

Pero, a decir verdad, su fama no se debe sino a una conjunción feliz —porque significativa y oportuna— del periodismo y “ficción”. Esto es, en efecto, el relato utópico que lleva por título Looking BacKward (1887), reiteradamente editado en las décadas que siguen a su aparición y pronto traducido a varios idiomas europeos (entre ellos al español).

Si Howell lega a considerar a Bellamy como el escritor de más brillante fantasía en la Norteamérica posterior a Howthorne, ello se debe probablemente al hecho de que tiene en cuenta ante todo esta narración utópica. Equality (1897) que es la segunda parte de Looking Backward, está, sin duda, por debajo de ella. En todo caso su popularidad fue mucho menor y apenas si encontró lectores en ciertos círculos políticos norteamericanos e ingleses.

La influencia de que Looking Backward ejerce en el movimiento socialista norteamericano y europeo a fines del siglo es enorme. Aun cuando Bellamy formula sus ideas sociales y políticas sin mantener contacto directo con ninguna organización obrera llega a ser inspirador de varios clubes que se denominan “nacionalistas”[296] y se vincula al conocido teórico y dirigente socialista Daniel de León, el primero que intento organizando en Estados Unidos un movimiento bajo la inspiración y conducción del socialismo, el primero que basa la ideología sindical en el concepto de la lucha de clases (por lo cual merece luego las alabanzas de V. I. Lenin).

Sin usar en sus escritos la palabra “socialistas”, Bellamy llega a ser así uno de los pensadores socialistas más conocidos de la época y uno de los que más contribuyen a abrir el camino a la idea de la nacionalización en la mente de sus contemporáneos. Algunos de los clubes “nacionalistas” que funda perduran hasta nuestra época y han luchado siempre por la nacionalización de los servicios públicos, por el control estatal de la industria, etc.

La utopía de Bellamy tiene un preceder histórico en el Voyage en Icarie de Etienne Cabet, cuyos discípulos fundaron varias colonias “icarianas” en territorio de los Estados Unidos (sobre todo en Texas y en Illinois).[297]

Pero para comprender su sentido es conveniente tener en cuenta, sobre todo, la orientación filosófica del autor y las circunstancias históricas en que el relato surgió.

En una obra juvenil que lleva por título The Religión of Solidarity, sostiene ya Bellamy la idea de que la solidaridad constituye un principio universal, vigente tanto en la Naturaleza como en la sociedad. Dicho principio consiste en un equilibrio entre la fuerza centrífuga y la centrípeta, ya que el predominio de una de ellas implicaría la destrucción del Todo cósmico y del Todo social. El ser humano integra ambos Todos: como ser físico es parte del Todo orgánico de la Naturaleza; como ser espiritual, del Todo orgánico de la Sociedad.

La concepción organicista que en Norteamérica es compartida hacia entonces por una buena parte de pensadores demócratas y socialistas y aun por filósofos idealistas como Royce,[298] le sirve a Bellamy como punto de partida para una teoría antropológica no carente de cierta originalidad.

El alma humana, aparentemente cerrada en sí misma como una monada, vuelta hacia el yo he identificado con él, se abre en realidad al Universo y al Alma del Universo y se une a ella mediante una “conciencia impersonal”. De este modo se actúa en el hombre el principio de solidaridad: por una parte, su alma constituye la individualidad y es autoconciencia; por otra, se vuelve hacia el Todo y viene a ser conciencia cósmica.[299]

Esta conciencia cósmica se va realizando a través de la historia de la Humanidad. En los tiempos modernos es mucho más viva y evidente que en la antigüedad. Ello se puede comprobar, por ejemplo, en la historia de los sentimientos. El sentimiento de lo bello y de lo sublime en la Naturaleza viene a ser un desarrollo relativamente reciente de la conciencia humana que los antiguos ignoraban o al menos no sabían expresar. Basta cotejar simplemente los poetas clásicos con los modernos para demostrarlo. Hechos como este nos revelan, sin duda, las incalculables posibilidades del alma humana y nos permiten vislumbrar desde el presente una Sociedad futura esencialmente distinta y más perfecta.[300]

Tales ideas configuraran el trasfondo filosófico del pensamiento social y político de Bellamy y, en especial, de su utopía Looking Backward.

Por otra parte las circunstancias históricas en que se encontraban los Estados Unidos cuando Bellamy escribe esta obra esclarecen de un modo directo e inmediato el sentido de los planteamientos y de las soluciones sociales, económicas y políticas allí propuestas.

“Los demócratas descontentos se iban dando cuenta de que no era solamente el sistema de los partidos el que no funcionaba como es debido, sino también el sistema económico”, dice Schneider. Y añade: “especialmente después de la grave depresión del setenta, fue imposible mantener la fe en el progreso que se proclama. Como lo probó Henry Demesrest Lloyd, la riqueza no estaba fomentando la república; una plutocracia se había hecho dueña del mando y la cuestión era ahora La riqueza privada contra la riqueza pública. Para que la democracia pudiera sobrevivir había que rescatar la igualdad.[301]

Los ricos tendían a ser cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres. En los grandes centros industriales el proletariado, alentado por la prédica de socialistas y anarquistas (generalmente europeos), cobraban conciencia de su condición y disponía por medio de huelgas y tentados a emprender los caminos de la revolución social. Es significativo que ya en el primer capítulo de Looking Backward nos encontremos con un casamiento largamente diferido a causa de las continuas huelgas de los albañiles de Boston que no permitían terminar una casa.

La abolición de la esclavitud, que durante décadas había sido el objetivo de los pensadores liberales y demócratas, como Thoreau, Emerson, Garrison, etc.,[302] se habían logrado tras cruenta lucha. Y, sin embargo, una esclavitud no jurídicamente instituida pero condicionada por las modalidades de la producción industrial y por las leyes del librecambio, iba surgiendo rápidamente, sobre todo en Chicago y en las grandes ciudades del este como New York y Boston donde Bellamy vivía.

La aparición de esta nueva esclavitud desvirtuaba y hasta hacia irrisorias todas las conquistas políticas de la democracia jeffersoniana. Con hipócrita sonrisa el industrialismo se mofaba del pensamiento de Paine, de la Constitución y los derechos del hombre, del martirio de Lincoln.

Para que todas las conquistas políticas de la democracia cobraran definitivo sentido y se afianzaran en una concreta realidad histórica era preciso un radical cambio en la estructura socio-económica del país. Asegurar la igualdad de la nación constituía, pues, a los ojos de Bellamy, el único objetivo válido y posible, a la vez que se presentaba, sin duda, como un objetivo final de la historia humana. Un plan ideal para lograr tal objetivo es lo que, en efecto, se propone trazar en Looking Backward.

El protagonista del relato, West es un miembro de la alta burguesía de Boston. Enfermo de insomnio (el mal de la clase ociosa) es sometido a un proceso hipnótico en una cámara subterránea perfectamente aislada, que ha mandado construir “ad hoc”. Un incendio destruye mientras tanto la casa. Todos lo creen muerto en él. Es el año 1887. Más de un siglo después, en el año 2000, despierta de su sueño artificial, rodeado por un grupo de personas que, naturalmente, le resultan del todo extrañas: el doctor Leete, su mujer y su hija Edith (lo cual viene a ser, como después averigua, descendientes de la prometida que dejó allá en las lejanías del siglo XIX y que un tanto romántica, un tanto simbólica acaba por reemplazarla en su amor).

El Boston del año 2000 ofrece a los ojos de West un espectáculo deslumbrante: “A mis ojos yacía una gran ciudad que se extendía en todas direcciones. Se alcanzaban a ver millas enteras de calles anchas, sombreadas por árboles, con hermosos edificios ambos lados, la mayor parte separados unos de otros y rodeados por jardines de todos los tamaños. No había barrio en que no se divisaran grandes plazas con arboleda, entre la cual se perfilaban estatuas y fuentes, relumbrantes con los últimos rayos del sol. Edificios públicos de tamaño colosal y de una arquitectura grandiosa, incomparables con los de mi época, se destacan majestuosamente imponentes. Estaba seguro de no haber visto nunca ciudad alguna que se le pareciera”.[303]

Sin embargo, ni el lenguaje ni la vestimenta ni, al parecer, los hábitos domésticos han variado mucho. Bellamy que, como veremos, no carece de agudeza cuando critica las instituciones y la estructura socio-económica de su época no alcanza a ver las limitaciones y defectos de la misma en otros aspectos; no es capaz de imaginar un lenguaje más libre y expresivo que su inglés bostoniano ni tampoco una manera más elegante de vestir o una manera menos convencional de alternar que las habituales en el Esta de los Estados Unidos a fines del siglo XIX.

Sin embargo, en el utópico año 2000 de Bellamy, el trabajo humano se realiza en condiciones muy diferentes; hay una organización totalmente diversa de la vida económica, hay una nueva estructura social.[304]

El cambio radical no se ha producido, por cierto, como consecuencia de una revolución o porque las huelgas y la miseria de la clase trabajadora, hechos sobresalientes en el panorama social de la Norteamérica finisecular, hayan producido un cataclismo renovador. No se trata tampoco de la acción de un hombre, de un pequeño grupo de hombres o de un partido, que, habiéndose propuesto remediar la injusticia y cambiar el orden existente, lo hayan conseguido mediante la acción conspiratoria. Bellamy está tan lejos de admitir una revolución proletaria como de poner el destino de la Historia en manos de una “elite” revolucionaria; tan lejos, en verdad, de la violencia dialéctica de Marx como de la violencia jacobina de Blanqui.[305]

El cambio —el gran cambio— ha sido, en primer término, un cambio pacífico, porque no se realizó, según él, contra nadie sino en beneficio de todos. Se trataba, por encima de todas las cosas, de un problema de eficiencia, de racionalización, de ajuste, y por eso no podía surgir sino del acuerdo de todas las clases de la Nación.[306]

Se trataba, en segundo lugar, de un cambio promovido por las cosas mismas. En realidad los hombres no hicieron sino tomar conciencia del curso de la historia (particularmente de la evolución técnico-económica de la Sociedad) y colaborar con ella en su último paso hacia el socialismo o, como diría Bellamy, hacia el “nacionalismo”.

Esta evolución tendía a una creciente concentración del capital. Las pequeñas empresas, en el curso del siglo XIX, fueron desapareciendo, absorbidas por las grandes. Los dueños de pequeñas industrias o comercios se vieron obligados a capitular ante estas y se convirtieron en accionistas o en meros dependientes. Los obreros fueron sintiendo cada vez más la opresión del capital deshumanizado y anónimo. Las diferencias de clases se hicieron más agudas al quedar liquidada la pequeña burguesía; las fronteras de clase, se tornaron por lo mismo más rígidas y el abismo entre poseedores y desposeídos se ahondó aún más.[307]

Hasta este punto la explicación del proceso histórico podría haber sido aceptada (con algunas precisiones terminológicas, sin duda) por el mismo Marx. Es evidente, en efecto, que la misma tiende a señalar la creciente concentración del capital que Marx consideró como ley general de la historia contemporánea. Pero, para desilusión suya y de sus discípulos Bellamy, que con tanto vigor ha señalado las exigencias centralizadoras de la industria moderna, que con tanto acierto ha puesto de relieve las ventajas económicas de tal concentración y, a la vez las lamentables consecuencias sociales de la misma dentro del sistema capitalista, supone luego que una simple toma de conciencia por parte de la mayoría de la Nación o, si se quiere, que el simple buen sentido del pueblo soberano ha dado positivo remate al proceso al nacionalizar la industria, el comercio, los transportes y servicios, la tierra y todos los medios de producción. Así como antes había puesto en manos del Estado la justicia, el ejército, la administración pública, etc., ahora el consenso popular pone en sus manos toda la economía nacional y lo convierte en empresario único y único patrono.

Si se le pregunta a Bellamy por qué caminos el pueblo llegó a ese consenso y a esa resolución radical, contestará sin duda que la opinión pública había sido educada por los mismo monopolios que se encargaron de desmotarle su propia eficiencia y su superioridad en el plano de la producción, a la vez que le demostraban sus esencial injusticia como expresión máxima del sistema capitalista en el plano de la distribución de los bienes.[308] Esta última idea no hubiera desagradado a Marx enteramente. Al fin y al cabo era lo mejor que él hubiera podido esperar de quien por principio no admitía la lucha de clases como motor principal de la Historia. El hecho de que no la admitiera, empero, lo hubiera decidido a colocarlo resueltamente entre los representantes del socialismo pre-científico y utópico.

Bellamy, en efecto, parece continuar mejor que nadie en Norteamérica el espíritu de Saint-Simón, aun cuando vaya mucho más allá que ninguno de los sansimonianos franceses en el camino del comunismo y aun cuando no se remita explícitamente en sus utópicas construcciones a las ideas del saintsimonismo.

Su utilitarismo utópico traslada los puntos de vista éticos de Bentham al terreno de las relaciones de clase y supone así que el interés bien entendido de la clase dominante coincide, en el fondo, con el de las clases oprimidas, aun cuando dicha coincidencia no se realice para él como armonía de los contrarios al modo de Fourier, sino como unidad de los mismos, lo cual implica naturalmente la desaparición de las clases en cuanto a tales.

Bellamy, que habla por boca del doctor Leete, no ve peligro alguno en la concentración de la propiedad en manos del Estado. ¿Acaso el Estado al sustituir a los señores feudales y asumir la soberanía plena sobre la Nación, no había acabado por asegurar la libertad de conciencia y la igualdad política para todos los ciudadanos? Una respuesta por estilo no hacía otra cosa que continuar la tradición de nacionalismo liberal que acababa de asegurar en Europa la unidad de Italia, a la vez que el triunfo definitivo del constitucionalismo y de las libertades públicas. El nacionalismo económico para Bellamy no hace sino completar y prestar real eficacia a todas esas conquistas, aun cuando aparentemente niegue algunas de ellas. Porque, en efecto, parece decir nuestro autor tácitamente, allí donde no hay igualdad social y donde no se ha asegurado a todos los ciudadanos contra el hambre, la desocupación y la miseria, no puede haber verdadera libertad. Por eso, a la clásica concepción liberal que expone West (el Estado mantiene la paz interior y defiende a sus súbditos contra la agresión exterior) le opone Leete la idea de Estado como una gran empresa cuya finalidad esencial consiste en combatir no a Francia, Inglaterra o Alemania, sino a los verdaderos enemigos del pueblo que son el hambre, el frío, la ignorancia y el desamparo.

El Estado (o la Nación, como él dice) se ha convertido hacia el año 2000 en el único patrono, y los ciudadanos, por el hecho mismo de serlo, desempeña el papel de sus dependientes. El Estado organiza, pues, la economía, del mismo modo que antes organizaba el ejército. Sobre la base de un servicio obligatorio universal, como el antiguo servicio militar, constituye así un ejército industrial.[309]

En efecto, para Bellamy la única vía posible hacia la igualdad social es, como él mismo lo señaló en un artículo, esta vía militar o paramilitar. En la idea de servicio militar obligatorio se inspira así todo el sistema económico-social que describe en su utopía: “La idea de confiar el deber de sostener la comunidad a un ejército industrial, lo mismo que el deber de protegerla se confía a un ejército militar, me fue sugerida por la gran lección de cosas que representaba la organización de un pueblo entero para propósitos nacionales, como lo vemos en el sistema militar de servicio obligatorio, en términos de igualdad, por todas las naciones de Europa... Solo al desarrollar en detalle el argumento... me di cuenta de la potencia cabal del instrumento que estaba usando y reconocí en el moderno sistema militar no meramente una analogía retórica con un servicio industrial nacional, sino su prototipo, que ofrecía un modelo completo y eficaz para su organización... De este modo fue como, no gracias a mí tropecé con la piedra angular del nuevo orden social. Apenas necesito decir que, una vez que comprendí de lo que se trataba, fue muy importante para mí mostrarlo a los demás. Esto me llevó a un refundación completa tanto en la forma como en el propósito, del libro en que me ocupaba (esto es, de Looking Backward). En lugar de un puro cuento de hadas de la perfección social, se convirtió en el vehículo de un esquema definido de reorganización industrial”.[310]

En la utópica norteamericana del 2000 todos están obligados a servir en el ejército del trabajo entre los veintiuno y los cuarenta y cinco años. Al contrario de lo que sucedía en el siglo XIX, fábricas, talleres y oficinas no admiten niños (que están en las escuelas) ni ancianos (que gozan de un merecido descanso). Por una parte, el trabajo de todos los adultos hábiles sin excepción y la adecuada organización de ese trabajo hace innecesario que dicho período se extienda a más de veinticinco años en la vida de cada ciudadano. Por otra parte, un inteligente utilitarismo exige que se consagren los veinte primeros años de la existencia a la educación y los últimos, al descanso.

Sin embargo, una vez honorablemente retirados, todos los ciudadanos forman parte durante diez años más de una especie de reserva industrial, concebida a semejanza de la reserva militar, y pueden ser llamados otra vez a las filas en casos de emergencia.[311]

Esto no obstante a Bellamy no le gusta mucho el calificativo “obligatorio”, aplicado al servicio de trabajo. Puesto que toda estructura social se basa en este servicio de trabajo, dice, quien se negara a aceptarlo se separaría por sí mismo de la Sociedad; su conducta, en tal caso, no necesitaría explícita sanción pues equivaldría a un verdadero suicidio.[312]

El trabajo es obligatorio en la medida en que la Sociedad misma es necesaria. Por eso “obligatorio” no quiere decir “compulsivo”. Por otra parte, dentro del ejército industrial de la utópica Norteamérica del 2000 cada ciudadano elige la profesión que considera más adecuada a sus aptitudes y más conforme a sus gustos y particulares inclinaciones. Tarea de padres y maestros es facilitar una elección justa y a este fin se encamina en buena parte la educación.[313]

De esta manera Bellamy procura separar la idea del ejército y del servicio de la idea de la violencia y de la compulsión, e intenta dejar un amplio margen a la libertad individual.

Es evidente, sin embargo, que en cualquier caso la Nación (esto esm el Estado) se reserva la última palabra. Supongamos que para una determinada ocupación haya un número excesivo de aspirantes mientras en otra no se presenta el número suficiente. En el primer caso la Nación establece un orden de preferencias y asignaba la tarea deseada a quienes han sobresalido durante el período de aprendizaje (o se en el período en que los jóvenes, entre los veintiuno y los veinticuatro años, están dedicados a las tareas más duras y menos especializadas), aun cuando en principio no niegue a nadie la posibilidad de cambiar de profesión. En el segundo caso convoca voluntarios especiales, trasfiere brigadas de una parte a otra, etc.

En términos generales a la Nación le compete la tarea de equilibrar las ventajas y desventajas de las diversas profesiones a fin de que todas resulten igualmente apetecibles para le término medio de los ciudadanos.[314] Así, por ejemplo, sería un error suponer que en el año 2000 estos prefieren el trabajo intelectual para evitar las fatigas del manual. Las exigencias son en aquel tan altas que quien no tuviera las necesarias aptitudes y no sintiera aun auténtica vocación, difícilmente podría satisfacerlas.[315]

La oposición trabajo manual-trabajo intelectual, que para Marx se supera solo con el advenimiento del comunismo, ha desaparecido en la utópica Norteamérica de Bellamy, donde, por supuesto, el ejército de una actividad intelectual no puede significar nunca un privilegio o una ventaja económica.[316]

La Nación es, por otra parte, la gran tutora de los ciudadanos. Así como a ninguno de ellos le es dado substraer al trabajo, a ninguno le es necesario preocuparse por su sustento.

El futuro de todos los miembros de la Nación está asegurado por esta, que no se preocupa menos por el bienestar de sus ancianos que por la educación de sus niños.[317]

Como ya no existe el comercio no hay tampoco dinero; como no hay dinero no hay bancos ni ahorro ni usuro; como no hay dinero no hay salarios.[318]

El proceso por el cual se llegó a la supresión del comercio y del dinero lo describe el doctor Leete de la siguiente manera: “Cuando las cosas necesarios para la vida y la comodidad las producían innumerables personas que no eran parientes ni se conocían, se sucedían interminables transacciones entre distintos individuos a fin de que cada uno se proveyera e lo que deseaba. Estas transiciones constituían el comercio y el dinero era necesario para su realización. Pero en cuanto la Nación llegó a ser el único productor de toda clase de mercaderías, no hubo necesidad de transacciones entre los particulares, que podían fácilmente conseguir lo que necesitaban. Todo se obtenía en una sola fuente y nada podía encontrarse en ninguna otra parte. El comercio fue reemplazado por un sistema de distribución directa mediante los grandes almacenes nacionales y como él desapareció la moneda por innecesaria”.[319]

La distribución se efectúa mediante un crédito que se abre anualmente en los libros públicos a cada ciudadano. Este crédito, que corresponde a la partición de cada uno en la producción nacional, permite a los miembros de la nación proveerse de cuanto necesiten y deseen en los grandes almacenes públicos, desparramados a través de todo el territorio. En general, nadie gasta más allá de su crédito porque este cubre ampliamente las necesidades de un consumidor común, pero si por circunstancias imprevistas se producen gastos extraordinarios y el crédito se agota, siempre es posible solicitar un adelante sobre el año venidero (el cual se concede mediante un fuerte descuento).

El crédito no es transferible sino estrictamente personal. Por otra parte, la transferencia no tiene mayor sentido puesto que no existen bienes intercambiables y, en general, nadie tiene nada para vender. De este modo se evita evidentemente que las tarjetas de crédito (por lo demás computadas en dólares a los efectos prácticos) puedan convertirse en una especie de moneda corriente.[320] Al reaparecer el dinero se reafirmaría la injusticia y se retornaría al siglo XIX, pues si el dinero no es la raíz, es por lo menos, para Bellamy, la más concreta y universal afirmación del egoísmo y de la injusticia en el mundo capitalista. En un texto que merece nuestra atención porque nos muestra precisamente el fondo ético de este socialismo autoritario y el sentido de la justicia que animaba a un “organizador” típico como Bellamy, leemos: “para abolir el dinero hubiera sido motivo suficiente, de no haber habido otros, el hecho de que su posesión no implica el derecho de tenerlo. Valía tanto en manos del hombre que por él había robado o matado, que en las de aquellos que no lo habían ganado con su honrado trabajo”.[321]

Por otra parte la herencia de los bienes personales no ha sido abolida, ya que estos no pueden ser objeto de acumulación ni de venta: venderlos es imposible pues no existe el dinero, acumularlos también pues ello implicaría gastos e incomodidades mucho mayores que el goce que podría reportar su posesión.[322]

Los ciudadanos disponen de su crédito como les parece y así se explica que unos habiten cosas mejores y más amplias que otros; algunos prefieren una habitación más cómoda; otros vestidos más elegantes; otros, en fin, los refinamientos de una mesa bien servida.[323] De cualquier manera, aun cuando todos los edificios pertenecen al Estado, las habitaciones siguen siendo estrictamente personales y nada tiene que ver con el modelo falansteriano. La diferencia está en que la técnica y la organización han llevado a cada vivienda particular las ventajas de la habitación común; y así el servicio doméstico se hace innecesario,[324] las ropas son lavadas por las grandes lavanderías estatales; las comidas, preparadas en las cocinas públicas; el calor y la luz necesarios se obtiene de la electricidad[325] y hasta la música[326] y la religión[327] llegan a través de una especie de teléfonos desde las respectivas centrales artísticas o piadosas hasta cada casa.

El intercambio de los productos se realiza entre las diversas naciones según las normas que no difieren esencialmente de las que rigen la distribución de los bienes dentro de cada nación. Todos los países de Europa y la mayoría de los de América están organizados, según el ejemplo de los Estados Unidos, como repúblicas industriales. Un consejo internacional fija reglas para la intercambio de productos entre esas repúblicas.[328] Dicho intercambio, por cierto, no supone el uso del dinero. “Cuando el comercio exterior estaba en manos de empresas privadas, explica el doctor Leete, el dinero era necesario, teniendo en cuenta la múltiple complejidad de las transacciones, pero en la actualidad cada nación funciona como una unidad independiente. No habiendo más de un docena, por decirlo así, de comerciantes en todo el mundo, basta un sencillo sistema de cuenta corriente para regular sus transacciones. Cada país tiene una oficina de cambio exterior, que dirige las operaciones comerciales. Cada país tiene una oficina de cambio exterior, que dirige las operaciones comerciales. Por ejemplo, la oficina norteamericana, considerando que tales cantidades de productos franceses son necesarios para el consumo interno de su país durante un año determinado, hace el pedido a la oficina francesa, la cual, a su vez, envía las mercaderías a nuestra oficina. Lo mismo se hace con otros países”.[329] El precio de los productos en el mercado internacional es el mismo que rige en cada país para la distribución interna. Si una nación importa de otra más de lo que exporta a ella y resulta así con un saldo deudor, como es probable que esa misma nación tenga con otra un saldo acreedor, la balanza se equilibra fácilmente. El pago se hace con artículo corrientes de producción nacional. Por lo general los desniveles no son grandes y las deudas se saldan posibles para no provocar sentimientos inamistosos entre los diversos países. A ninguno se le ocurre, en todo caso, aprovecharse de las necesidades de los demás por el hecho de poseer el monopolio natural de algún producto, pues esto significaría cortar las relaciones con todos los otros países de la tierra, que formarían un frente común contra él. Por otra parte, es principio universalmente admitido en la economía del año 2000 que el precio de una mercadería no puede ser modificado sino por la mayor dificultad que suponga el producirla.[330]

En efecto, la base natural del precio viene a ser siempre el costo del trabajo. Durante la época capitalista la diferencia de los salarios producía la diferencia en el costo del trabajo; en el año 2000 la cantidad de horas que forman una jornada laboral es relativa y varía según las diferentes industrias, pero el sostenimiento de un obrero es siempre el mismo. Sucede a ves que en una industria de trabajo se reduce a cuatro horas, a fin de atraer a ella el número suficiente de operarios. En ese caso el costo de producción debe calcularse como si el obrero que trabaja cuatro horas trabajara ocho.

Es claro que, aparte del costo de producción y del transporte, la escasez puede afectar los precios, pero esto no se refiere nunca a los artículos corrientes, que existen siempre en gran abundancia y que no están por eso sujetos a las fluctuaciones de la oferta y la demanda (y cuyos precios disminuyen año a año), sino a algunos materiales raros y productos refinados. Aun aquí se procura nivelar las dificultades de la escasez, subiendo los precios mientras esta dura.[331]

No es difícil encontrar detrás de estas ideas sobre el precio una doctrina del valor esencialmente coincidente con la teoría marxista, aun cuando Bellamy no haya sacada de ella ningún concepto equivalente al de “plusvalía” ni haya hecho siquiera una formulación explícita y clara de la ecuación “valor-trabajo humano”.

La organización internacional del comercio supone una especie de federalismo político mundial. Cada nación mantiene su plena autonomía, pero todas se hallan confederadas a fin de asegurar la paz general y el bienestar común. Y aunque en el año 2000 son muchos los que tienen en vista una eventual unificación del mundo, considerándola como el ideal supremo de la Sociedad humana, no faltan tampoco quienes opinan que el federalismo constituye una solución definitiva y no provisoria.[332]

De cualquier modo, es evidente que para Bellamy la organización política se funda y se modela sobre la organización económica tanto en el orden internacional como en el racional.

Cada Estado, bien definido como “república industrial”, asume la firma de un ejército integrado por todos los habitantes; unos como soldados bajo bandera, otros como aspirantes, otros, en fin, como reservistas. Este ejército es, sin embargo, un ejército de trabajo, cuya función primordialmente económica consiste en la producción y distribución de los bienes materiales. Sus miembros activos están agrupados en cuatro clases que constituyen otros tantos rangos principales: 1) el de los trabajadores no especializados, que son los reclutas durante los tres primeros años del servicio; 2) el de los aprendices, integrados por quienes han cumplido los tres años en la clase anterior; 3) el de los obreros completos, que incluyen a todos los adultos entre veinticuatro y cuarenta y cinco años y 4) el de los oficiales[333] dentro del cual se establece, a su vez, una extensa jerarquía, que va desde el grado inferior, que está en contacto inmediato con los obreros, hasta el grado máximo que corresponde al General en jefe del Ejército industrial, a la vez Presidente de la República.[334]

Este orden jerárquico es naturalmente un orden móvil y los rasgos no solo están abiertos sino que, por principio, suponen una corriente ascensional entre sus integrantes. De hecho, todos pasan del primero al segundo al tercer rango, una vez que han cumplido el período de servicio.

En el tercer rango, sin embargo, hay tres grados y en cada grado dos clases, de modo que existen allí seis divisiones o escalas jerárquicas a los que pertenece cada uno según sus méritos. Estos se evalúan a través de pruebas de eficiencia. Los obreros completos o adultos son así graduados todos los años, de manera que el mérito pronto se pone de relieve y a la vez a nadie les es dado dormirse sobre sus laureles, pues corre el peligro de retroceder de clase o grado inferior.[335] Para pasar al grado inferior en la jerarquía de los oficiales, que es el de teniente (capataz ayudante), es preciso haber permanecido dos años en la primera clase del primer grado del rango de obrero especializado o adulto. Los oficiales, a su vez, ascienden no a través de pruebas de competencia personal sino por el resultado del trabajo de sus hombres. Pero los oficiales superiores son nombrados por otro método, que Bellamy no explica.[336] De teniente se pasa a ser capitán o jefe de taller luego se asciende a coronel o superteniente de fábrica; después a general, que es la cabeza de un gremio. Por encima de los generales se sitúan todavía los tenientes generales, que dirigen los diez departamentos o grupos de industria semejantes; por encima de estos diez altos oficiales está solamente el generalísimo, que se identifica con el Presidente de la Nación, cuyo consejo o ministerio, por así decirlo, integran aquellos mismos diez oficiales superiores.

El presidente o generales en jefe deben haber pasado por todos los rangos y clases, a partir del íntimo grado de trabajador no especializado. La ascensión hasta el tercer rango es automático, pero ya allí comienzan las competencias y solo mediante una sobresaliente actuación es posible cruzar del rango de trabajador especializado al grado inferior del rango de los oficiales, o sea, al grado de teniente. Desde aquí se puede ascender hasta coronel o superintendente a través de sucesivas promociones, que efectúan los superiores jerárquicos y que se limitan, como es obvio, a los candidatos más competentes y con antecedentes mejores. Al general del gremio o jefe de industria le compete hacer todos estos nombramientos. El, a su vez, no es promovido desde arriba sino elegido por el sufragio no de los trabajadores activos sino de los nombramientos del gremio, esto es, de aquellos que, haciendo cumplido su servicio ordinario, se han retirado honorablemente al cumplir sus cuarenta y cinco años. Se pretende asegurar así una absoluta imparcialidad junto con un gran conocimiento de los méritos de los candidatos y una preocupación desinteresado por lograr las más apropiada elección. Que el ejército no elija a sus jefes superiores y a su generalísimo se explica por cuento este hecho sería peligroso para la disciplina que debe reinar indispensablemente en las filas.

Los tenientes generales que, como se dijo, encabezan los diez departamentos, son elegidos entre los generales de los distintos gremios de cada departamento por los miembros honorarios del mismo. Entro los tenientes generales todos los miembros honorarios del ejército industrial eligen finalmente al Presidente o Generalísimo.

Este dura en sus funciones cinco años. Al finalizar el mandato debe dar cuenta de su gestión ante un congreso nacional. Si el informe es aprobado se lo suele nombrar representante por otros cinco años ante el Consejo internacional.[337]

Esta organización política no deja de recordarnos, por un lado, la constitución de los antiguos estados dóricos y la República de Platón con su jerárquica estructura; por otro, el sistema gubernativo chino del mandarinato, en que los funcionarios ascendían en la escala de administrativa mediante periódicos exámenes o pruebas de competencia. Con más rigor, sin embargo, podría compararse a la estructuración de un hormiguero o de un colmenar, sino fuera que las clases funcionales y jerárquicas carecer entre los insectos sociales toda movilidad. Si no atenemos al hecho de que la disciplina y la jerarquía militar son aplicadas a un objetivo distinto a la guerra, encontraremos que la idea no es del todo extraña en el mundo anglosajón del siglo XIX, en el cual hallamos a William Booth y su “ejército de Salvación”.

Abolida la propiedad privada, la mayor parte de los crímenes y delitos no tienen ya razón de ser. “El día en que hicimos de la Nación la única depositaría de la riqueza del pueblo, y garantizamos con abundancia el sustento de todos, aboliendo por un lado la miseria y por el otro impidiendo la acumulación —dice el doctor Leete a su huésped West— cortamos esa raíz y el árbol venenoso que cubría a la Sociedad se secó en un solo día, como la bota de vino de Jonás”.[338]

Por otra parte, los crímenes contra las personas que no se vinculaban con el afán de lucro eran ya relativamente escasos en el siglo XIX y por entonces se les solía reputar como efectos de la ignorancia y de la brutalidad. Se habían difundido universalmente la educación hacia el año 2000 tales crímenes resultan enteramente raros e inusitados. Cuando aparecen se los suele considerar como hechos excepcional, derivados de una herencia patológica. Frente a tales fenómenos de “atavismo” los hombres de la utópica Nación del 2000 asumen una actitud similar a la que en el siglo XIX se asumían frente a la cleptomanía. Los que efectúan tales acciones no son objeto de compasión y se los reprime firme pero suavemente.

Por eso las cárceles han desaparecido. Al no existir la propiedad privada no hay pleitos por asuntos comerciales ni herencias que partir ni deudas que cobrar, por lo cual las leyes y los tribunales comerciales y civiles se han hecho enteramente superfluos.[339] No existen ya abogados porque cuando el único interés de la Nación cosiste en llegar a la verdad no sería lógico que hubiera gente profesionalmente dedicada a ocultarla.[340]

Existen, sí, jueces, pero estos no necesitan ninguna formación jurídica porque las leyes son pocas y simples. El juicio por jurados ha sido superado. Los tribunales están formados por tres miembros: dos de ellos estudian los aspectos contrarios del caso e informan a un tercero que es quien decide. Pero los informantes no se parecen, por cierto, a defensores y fiscales, que por dinero estaban siempre preparados para hacer absolver o condenar a un reo.[341] Por otra parte, todo el procedimiento judicial se ha simplificado enormemente por un fenómeno moral que, como bien observa West, es el hecho más sorprendente de la nueva sociedad: como los hombres no tienen ya nada que temer de sus semejantes desde que se ha logrado la igualdad universal, la mentira ha desaparecido casi por completo y así, al iniciarse un juicio, el acusado admite su culpa si es culpable o la niega si no lo es, sin desfigurar ni ocultar la verdad.[342]

De un modo análogo, aunque más radicalmente, William Morris, por lo demás tan distinto en muchos aspectos a Bellamy, supondrá (dos o tres años más tarde, en su utópica News form Nowhere), que la total desaparición del derecho y de la ley es consecuencia directa de la abolición de la propiedad privada.

A diferencia del mismo Morris, las idead pedagógicas de Bellamy no tienen nada de revolucionario y lo más notable que su protagonista West encuentra al visitar una escuela del año 2000 es la acrecentada importancia que allí se concede al atletismo y a la educación física.[343]

Mal se podría pedir de quien concibe la Nación como un ejército que imaginara la Escuela como un jardín de libre actividad creadora.

En lo que se refiere sin embargo, a la política educativa de la Nación llega hasta donde lógicamente lo conducen sus principios igualitarios. Los tres fundamentos del sistema educativo en la utópica Norteamérica del 2000 son, por eso, según lo expone el doctor Leete, los siguientes: “Primero: el derecho que tiene todo ser humano de recibir la educación más completa que pueda darle la Nación, para su propio beneficio tan necesario para la satisfacción personal. Segundo: el derecho de sus conciudadanos para exigir que se eduque a cada uno; necesario, asimismo, para la satisfacción de la Sociedad. Tercero: el derecho del hombre que aun no ha nacido de que se le garantice una familia inteligente y educada”.[344]

La educación es así universal porque es gratuita, obligatoria, e igual para todos y se extiende hasta los veintiún años en que los jóvenes ingresan al ejército industrial.[345]

El igualitarismo de Bellamy reconoce, mal que a él mismo le pese, ciertas limitaciones en las relaciones entre los sexos.

Las mujeres forman parte como los hombres del ejército industrial y solo se retiran de él mientras lo exige la maternidad y el cuidado de los hijos. Algunas de ellas sirven así en el ejército cívico diez o quince años, mientras las que no tiene hijos lo hacen durante el período completo. Las labores domésticas están a cargo de las máquinas.[346] Las mujeres reciben asimismo un crédito exactamente igual al de los hombres.[347]

Desaparecida la propiedad privada, ha desaparecido también de las relaciones entre los sexos todo lo que había allí de sórdidamente comercial; no se conocen otras uniones que no sean las promovidas por el amor y la atracción mutua; toda la hipocresía del galanteo y todas las convenciones que ocultaban el inconfesable sentido del matrimonio como compraventa y como contrato mercantil, han desaparecido también; la tiranía masculina, basada principalmente en el predominio económico del hombre, no tiene ya razón de ser.[348]

Y, sin embargo, la familia conserva su estructura tradicional. La mujer, a pesar de estar rodeada de toda clase de consideraciones, o tal vez precisamente por esto, sigue integrando una Humanidad marginal: “siendo las mujeres menos fuertes que los hombres, aparte de no estar capacitadas por razones especiales para muchas labores industriales, se les reserva determinadas clases de ocupaciones y condiciones de trabajo. En todas partes las tareas más pesadas se destinan a los hombres y las más livianas a las mujeres. No se permite a una mujer, en ninguna circunstancia, que ocupe un empleo que no se adapte perfectamente a su sexo, tanto en clase como en grado de trabajo. Además, el horario de las mujeres es considerablemente más corto que el de los hombres, disfrutan de vacaciones y se adoptan toda clase de provisiones para su descanso cuando es necesario”.[349]

Una natural consecuencia de todo esto es que, aun dedicado a las tareas de la industria, el sexo femenino, sometido a diferentes condiciones de promoción y de disciplina, representa una fuerza paralela, aliada ciertamente, pero distinta del verdadero ejército industrial, que es el de los hombres. Esta fuerza industrial femenina tiene como General en jefe a una mujer que, junto con los oficiales superiores, es elegida entre aquellas mujeres que se han retirado de servicio, según el mismo método empleado por los hombres para designar a sus jefes. La generala del ejército femenino tiene una silla en el consejo del presidente y puede vetar allí todas las resoluciones relativas al trabajo de las mujeres.[350]

Las mujeres constituyen así, hasta cierto punto, como dice Bellamy por boca de uno de sus personajes, un “imperium in imperio”. Pero se trata, a pesar de todo, de un imperio subordinado, de un reino tributario, según lo prueba el hecho de que quien encabeza este imperio se sitúe en el mismo plano que el jefe de un grupo de industrias, mientras, por otra parte, tácitamente se admite que no podrá nunca estar al frente de la Nación.

Aquí, más que en ninguna otra parte, se hace evidente el carácter conservador de la utopía de Bellamy. El peso de la tradición burguesa, que no le permite, sin duda, modificar la esencial estructura de la familia, no le permite tampoco imaginar ningún cambio esencial en la vida religiosa. Las iglesias, desvinculadas del Estado pero sostenidas por sus fieles, no se diferencian en su organización de las múltiples iglesias de las de Norteamérica del siglo XIX. Pero, aunque muy lejos de todo ataque a la religión en sí misma, nos encontramos aquí con algo que para el cristiano suele resultar más temible que el ateísmo: la disolución de la fe en un moralismo humanitario que no mantiene sino retóricos vínculos con la Revelación divina. El sermón del reverendo Barton, que leemos ya hacia el final del relato,[351] nos revela que en el año 2000 el protestantismo americano ha llegado al fin de ese camino que muchos de sus representantes emprendieron ya en el siglo XIX y que conducen a la disolución de la teología en una ética universalista.

El carácter moderado de la utopía de Bellamy, su falta de ímpetu revolucionario, su aversión por todo cambio violento que lo hace considerar a los anarquistas (esto es, a los revolucionarios de su época) como colaboradores inconcientes de la burguesía,[352] no deja de llamar la atención cuando se considera que la estrictita económica que supone en su ideal república del año 2000 es la que, dentro de la literatura utopista del siglo XIX, más se parece a la Rusia socialista que Lenin procura edificar como meta inmediata de la revolución. El “nacionalismo” que Bellamy propicia no es en realidad sino un socialismo de Estado. Aun cuando a veces se hable de la “Nación” como depositaria de los bienes del pueblo, en general resulta claro que el Estado es el verdadero dueño de toda riqueza nacional y el verdadero patrón de todos sus súbditos.

La Rusia que deja Lenin a su muerte, desvirtuada ya la originaria función de los soviets, tiende a ver vigente un socialismo de Estado. Con Stalin esta vigente llega ser plena. Los principio económicos parecen ser idénticos a los de Bellamy: la propiedad de la tierra, del transporte, de todos los bines inmuebles y de todos los medios de producción por parte del estado; la producción en masa y la mecanización del trabajo; la planificación integral y la formación de un verdadero ejército industrial.

Lo que constituye para Bellamy la base de la utópica Norteamérica de mañana es para Lenin la meta inmediata para la Rusia de hoy, Parece casi superfluo recordar los esfuerzos que este y sus sucesores realizan para incrementar la producción, electrificar al país, colectivizar la industria y la agricultura, constituir los cuadros del ejército del trabajo. Cualquier lector de periódicos ha sabido de los planes quinquenales. Todos conocemos, por otra parte, la consigna del “centralismo democrático” y su real significado en el lenguaje político soviético, con lo cual nos encontramos frente a una organización no menos unitaria y monolítica que la imaginada por el utopista americano.

Bien podría pensarse, por consiguiente, que en la Rusia soviética se ha realizado ya, aunque por diferentes caminos, la utopía de Looking Backward.

Y, sin embargo, es claro que las consecuencias ideales del sistema económico-político, celebradas con entusiasmo en el relato de Bellamy, no han sido alcanzadas en la URSS. Ni la completa igualdad social y económica, ni la abolición del dinero y del comercio, ni la equiparación del trabajo manual y el trabajo intelectual, ni la superabundancia de los bienes de consumo, ni, mucho menos, el principio según el cual “de cada uno según su capacidad, a cada uno según sus necesidades”, pueden considerarse efectivamente realizados. Tampoco se ha conseguido conciliar planificación con espontaneidad, dirigismo económico con libertad personal, Estado con Espíritu, según Bellamy imagina en su utopía.

William Morris que juzgaba, sin duda, incompatibles estoes términos, oponía al socialismo de Estado de Looking Bacward el socialismo libertario de News from Nowhere.

Los marxistas leninistas responderán, naturalmente que es la Historia y no los ideales abstractos la que determina las condiciones e la realización del socialismo y que la distancia que media entre la estructura económica de la URSS (lo que nosotros llamamos “socialismo de Estado”) y las consecuencias ideales que Bellamy nos pinta con tan brillantes colores (y que Engels y Marx llevan inclusive más allá, hasta postular la desaparición del Estado), debe ser llenada dialécticamente por la acción del proletariado en el poder.

Siempre es posible hacer un acto de fe. Lo único que podemos afirmar con certeza es que, según nuestra experiencia actual, el magnífico ímpetu justiciero de Bellamy (que, en el fondo, será también el de la revolución rusa) se encauzó por sendas aparentemente seguras pero, en realidad, inconducentes y, lo que resulta pero, tal vez recurrentes.

Capítulo IX: William Morris: Trabajo, arte y socialismo

Todas las utopías se constituyen con el frágil aunque admirable cristal del “puede ser”. Casi todas adquieren una coloración oscura: el tono del “deber ser. Hay algunas, sin embargo, en las cuales la estructura cristalina se revela en su pura transparencia o se tiñe apenas de un suave matiz azulado o verdoso”.

Entres estas podemos contar, sin duda, las News from Nowhere (Noticias de ninguna parte) de William Morris.

La obra no se presenta, en efecto, como una profecía ni como un pronóstico científico, pero tampoco como un programa del único mundo éticamente valioso o del la única forma moralmente aceptable de la sociedad humana. El relato no pretende, en rigor, sino revelarnos el mundo en el cual el poeta —un poeta artesano y socialista, por cierto— hubiera querido vivir. Por eso, ni nos encontramos aquí con la “Sociedad” o con la “república” ideal, sino más sencilla y modestamente con una “sociedad” o con una “república” en cuyo seno se hubiera sentido feliz un hombre como Morris.[353]

Es claro que un hombre como Morris, precisamente porque es pensador original y artista personalísimo, trasciende siempre hacia la universal y su obra que, en principio, parecer ser solo expresión de una serie de preferencia o valoraciones individuales, constituye de hecho la modulación poética de una actitud espiritual característica de la época.

Por otra parte, esta misma actitud encuentra expresiones análogas en Inglaterra antes y después del mismo Morris. El esteta Ruskin influye sobre él; Ruskin t Morris encuentra eco en Wilde; Ruskin, Morris y Wilde se prolongan hoy en Herbert Read.

Tal actitud tiene su raíz en la idea de que dentro de la civilización industrial la injusticia está íntimamente vinculada a la fealdad y de que toda regeneración estética implica una regeneración ético-social.

En Morris particularmente dicha idea florece en una revalorización del trabajo y de la vida comunitaria, concebida como cooperación o trabajo común.

Como Ruskin siente Morris cierta aversión por las máquinas y mientras exalta la labor del artesano y del artista menosprecia, hasta cierto punto al menos, los productos de la técnica y la industria moderna.

Se ha dicho, por eso, con frecuencia que el socialismo de Morris nace de sus ideas artísticas o de su arte mismo. Pero tal afirmación, como observa Cole, es solo parcialmente cierta.[354] Verdad es que Morris no pretende, como Marx, basar su socialismo en la ciencia y en la filosofía; verdad es también que detrás de sus ideas sociales no hay ninguna interpretación de la Historia como en Rodbertus, ni ninguna dialéctica como en Lassalle, ni ningún aliento religiosa como en Lammenais. En realidad, la ciencia le preocupa a Morris tan poco como la metafísica o la religión. Pero no por eso se debe suponer que atribuya al parte un valor absoluto y en sí. El arte es, para él, una manifestación o expresión de la vida humana y esta, a su vez, se le presenta como parte integrante (y como antítesis o negación) de la Naturaleza. Como parte integrante de la Naturaleza el hombre no está llamado primordialmente a luchar contra ella sino más bien a colaborar con ella. Y colaborar quiere decir, para Morris, hacer conforme a la propia capacidad y a los específicos medios, así como cada parte de la Naturaleza hace lo que a su propia capacidad y a sus específicos medios corresponde.

El trabajo como fuente de vida y de alegría: he ahí la clave de la utopía de Morris.

En efecto, cuando el trabajo sea una verdadera actividad creadora, cuando liberado de su condición servil se identifique con la vida misma del hombre y se presente como necesidad esencial antes que como obligación y deber, la propiedad privada, el dinero y el capital, el comercio y el salario, el gobierno y el Estado, la familia y la tiranía masculina, la policía y las cárceles, el ejército y la guerra carecerán ya de todo sentido.

Para entender la génesis de estas ideas básica de Morris y el sentido histórico de su utopía es preciso situar al autor en su época y en su medio.

Hijo de un próspero comerciante, su niñez transcurre, como nos dice Nettlau, “en una bella cada de campo al barde de uno de los raros bosques ingleses”. De ahí, sin duda, su amor a los prados y a los bosques naturales, de ahí su pasión por los edificios hermosos y su consecuente aversión por ese amasijo de cal y ladrillos que era, para él, el Londres finisecular. Allí, entre los árboles y las bestias del bosque, desarrolla una fantasía libre y fecunda, instintivamente poblada de caballeros y gigantes, de hadas y gnomos. Más tarde, ya en la escuela y en la Universidad de Oxford, esos sueños infantiles toman forma y se vinculan concientemente a un ideal de vida y belleza que es, o creer ser, el del Medioevo.

En 1856 pública ya un estudio sobra Las iglesias del norte de Francia. Una gran parte de producción poética, iniciada también en sus años estudiantiles se inspira en motivos de la Edad Media. Sigard the Volsung (1876) se basa, por ejemplo, en viejas sagas irlandesas; The Earthly Paradise (1868-1870), toma como modelo los cuentos de Chaucer.[355]

La Edad Media se presenta a los ojos de Morris, por contraste con la sordidez y la miseria de la época capitalista, como el tiempo de los artistas-artesanos, hombres movidos por una fe auténtica, agrupados en una comunidad viviente, gozosos de su actividad creadora.

Mientras permanece en la Universidad, son embargo, Morris, al igual que la mayor parte de sus compañeros, se mantiene lejos de toda inquietud política o social. Estudia primero arquitectita; luego, bajo la influencia de Dante Gabriel Rossetti, pintura.[356] Más tarde, en 1861, instala con algunos socios un taller de decoración de interiores, desde donde emprende una verdadera cruzada contra el abrumador mal gusto de la era victoriana. Pero es evidente que ni esta actividad fecunda y eficaz, ni la defensa de los antiguos edificios contra la iconoclasia utilitarista de la época,[357] alcanzan a llenar su espíritu.

No resulta difícil, por entonces, pasar del prerrafaelismo, exaltador de los valores estéticos del Medioevo, el neocatolicismo que en Oxford encabeza Newman con sus vigorosas “Tracks”,[358] o a esa especia del conservadorismo popular que desde el gobierno Disraelo con su idea de la “monarquía maternal”.[359] Estas son las formas en que el “medievalismo”, surgido como reacción contra la mediocridad, la hipocresía y el mal gusto de la sociedad capitalista, adquiere un sentido real y verdaderamente reaccionario.

Pero para Morris que, habiendo sido enviado a la Universidad a estudiar teología, se desentiende pronto de toda cuestión religiosa (su mentalidad es, en efecto, no solo adogmática sino también extraña a toda abstracción) no hay sitio dentro del llamado “Movimiento de Oxford” ni interés alguno en las controversias dogmáticas que se desarrollan en el seno de la “High Church”. En cierto sentido su religión comienza donde la de los clérigos acaba, y en otro, acaba donde aquella comienza, dice muy bien Noyes.

Por otra parte, si algo puede resultar incongruente y ridículo, dadas sus ideas acerca del trabajo como creación, es el “materialismo” victoriano de ciertos “toyrs” (forma atenuada de la que en Alemania había sido llamado por Marx con gran acierto, “socialismo feudal”). Morris, trabajador apasionado, que en su labor de artista y de artesano encuentra una inagotable fuente de goce y de alegría, no puede menos que quedar aterrado ante las condiciones que rigen el trabajo de la mayor parte de la Humanidad. Por eso el único camino para él posible es el del socialismo. El mismo nos cuenta cómo llegó a este camino en un folleto titulado How I became a Socialist (1896).

Las ideas y aspiraciones que no llegaron a conmoverlo en los años de la Primera Internacional, según hace notar Nettlau, se le presenta luego como auténtica solución a sus inquietudes espirituales.

Desde 1877 trabaja por hacer llegar el arte al pueblo y en tal tarea se le hace cada vez más evidente que no puede haber arte popular ni auténtico trabajo mientras el régimen capitalista mantengan a la inmensa mayoría de la población sumida en la pobreza para beneficio de unos pocos. De esta convicción a una crítica total del sistema no hay sino un paso.

Desafía pues, como dice el citado Nettlau, las más arraigadas tradiciones inglesas y comienza a expresar sus ideales en cantos populares que viene a ser “tal vez las poesías socialistas más perfectas que existen” Basteb recordar aquella que comienza “England arise, the long, long night is over” (“Despierta Inglaterra, la larga, larga noche ha pasado”).

En 1882 ingresa en la recién fundada “Democratic Federation”, que a partir de 1884 será la “Social Democratic Federation”. Su militancia allí es un ejemplo de perseverante abnegación, pues, por una parte, no abriga ningún propósito electoralista y, por otra, advierta pronto que sus ideas son escasamente comprendidas por los trabajadores.

Su socialismo vivo, amplio, revolucionario y concreto a la vez, podía convivir con otros enfoques y con otras fundamentaciones (inclusive con el marxismo) pero era incapaz de tolerar el espíritu de compromiso que para Morris estaba representado por el parlamentarismo obrero. Por eso, junto con algunos socialistas revolucionarios, se retira en 1884 de la “Social Democratic Federation” para fundar la “Socialist League”.

En 1890, sin embargo, después de haber dirigido (y financiado) durante varios años el periódico de la Liga, The Commonwealth (en el cual publica por vez primera los capítulos de sus News from Nowhere), la intolerancia de algunos anarquistas (cuyas ideas fundamentales a pesar de todo comparte) lo obliga a retirarse del grupo que había contribuido a fundar, desilusionado ya de los hombres, aunque firme siempre en su fe socialista y en sus ideas sobre el sentido y valor del trabajo humano.

Con unos cuantos compañeros que como él se habían separado de la “Socialist League”, funda todavía, sobre la base de la sección local de Hammersmith, la “Hammersmith Socialist Society”.

En sus últimos años la disputa con los anarquistas de la “Liga”, que no eran los del gripo “Liberty” de Kropotkin sino más bien los que seguían la orientación del emigrado alemán Johann Most,[360] intransigente en sus métodos de acción directa violenta, lo lleva admitir, aunque solo como puente de transición, algunas modalidades propias del socialismo de Estado y aún a compartir, hasta cierto punto, algunas actitudes fabianas. En ningún momento llega a conformarse, sin embargo, con las metas políticas o, si se quiere, superficialmente socialistas de sus ex-camaradas de la “Social Democratic Federation” y, para quien la mira desde lejos, en la perspectiva de nuestro siglo, sus últimas intervenciones en el movimiento socialista se asemejan a los esfuerzos del náufrago que busca desesperadamente una tabla a la cual aferrarse.

Por eso, la obra definitiva para quien quiera conocer su filosofía social, la que contiene lo más auténtico y profundo de su pensamiento y de su sensibilidad sigue siendo News from Nowhere.

Esta utopía, surgida en el país de las utopías (la tierra de Moro, de Bacon, de Wistanley), parece haber sido concebida y escrita como una antítesis (alguien diría, como un antitodo) contra otra que, poco antes, se había publicado en los Estados Unidos de Norteamérica: Loooking Backward (el año 2000) de Edward Bellamy. En efecto, como dice María Luisa Berneri, “a la gigantesca organización de la Norteamérica utópica, Morris opuso una federación de comunidades agrario-industriales, regidas en forma de comunidades agrario-industriales, regidas en forma autónoma. Frente a la disciplina militar impuesta en la industria, reivindicó el derecho del individuo a trabajar cuando y donde quiera, dedicándose a la producción fabril o bien a la confección de un pequeño número de objetos hermosos y bien terminados”.[361]

El protagonista del relato, William, es un miembro de la sección Hammersmiht de la “Socialist League”. Después de una agitada reunión, que Morris describe con ironía reveladora de sus propios conflictos dentro de la “Liga”, se dirige a su casa, a descansar. Despierta muy temprano por la mañana, en un día del siglo XXI. Todo sucede sencilla y naturalmente. A diferencia de West, el héroe de Bellamy, no necesita William ni cámaras subterráneas ni sueños hipotéticos ni turbulentos incendios.[362]

A la admiración de lo espectacular se sustituye el goce de lo inmediato de la vida. De pronto cuando intenta dar un paseo en bote, encuentra a Dick Hammod que, también sin estridencias, sencilla y cordialmente, comienza a revelar un nuevo tipo de humanidad. Conducido a la “Casa de huéspedes”, que se levanta precisamente donde la “Hammersmith Branch” tenía su local dos siglos antes, la hospitalidad tan inusitada como grata del botero, lo pone en contacto, a la vez, con bello edificio exquisitamente constituido y decorado, y con un conjunto de hombres y de mujeres, hermosas de cuerpo, limpios de espíritu, vestidos en policroma elegancia, vinculados por una espontánea fraternidad.[363]

Lo que era antes abigarrado conjunto de feos edificios ha dejado su lugar a una espléndida arquitectura. Las casas, construidas con ladrillo rojo, madera y yeso, son similares a las del siglo XIV y junto a ellas se levanta una serie de blancos edificios que sintetizan lo mejor del gótico, del mudéjar y del bizantino, con una torre octagonal análoga al Baptisterio de Florencia. “Todo ese conjunto de arquitectura —dice el protagonista— que aparecía a nuestra vista en aquel campo abierto no era solo exquisitamente bello en sí mismo, sino que respiraba tal audacia, tal riqueza de vida que me produjo alegría”.[364]

Este nuevo mundo en que todo es más limpio, más original más sincero y, en una palabra, más vivo, desde las aguas del Támesis, que han recobrado su prístina transparencia, hasta las almas de los hombres, que ha redescubierto el sentido de la hermandad humana, pasando por la forma de las cosas y de las ciudades, que han vuelto ha ser construidas para el hombre total, para su piel y para su frío pero también para su imaginación y para sus sueños, es el resultado de una restitución “ex integro” del sentido del trabajo.

Trabajar es, para Morris, vivir, supuesto que vivir es fundamentalmente producir de sí y crear. El trabajo, entendido en su máximo universalidad, parece significar así una prolongación de la incesante y eterna tarea de la Naturaleza. Considerando en su dimensión más esencial no es otra cosa sino arte.

Por eso la recompensa del trabajo es el trabajo mismo o, en otras palabras la vida. La perfección del trabajo implica siempre, en efecto, un placer puro. Pedir retribución adicional por el trabajo bien hecho equivaldría a pedir una recompensa por la procreación de los hijos. No sin razón el socialismo de Morris, ha sido definido por Noyes como “el evangelio del goce de la vida”.

Fourier, de quien todos se burlaron en el siglo XIX, había entendido ya perfectamente, dice Morris, que el trabajo, lejos de ser una maldición es para el hombre una intrínseca necesidad. Los hombres del siglo XXI hasta tal punto han hecho suya, según nuestro autor, esta idea que entre ellos cunde el temor de que, por la abundancia de riqueza, llegue a faltar alguna vez el trabajo.[365]

Oscar Wilde, que pone un abismo entre trabajo creador y trabajo mecánico, no puede aceptar, sin duda, esta idea. Para él, el trabajo puramente físico carece de toda dignidad y es incapaz de proporcionar ningún goce auténtico por sí mismo.[366] Un aristócrata maniqueísmo separa así en su pensamiento el arte y el trabajo manual, del mismo modo que por otra parte, separa el amor y la procreación.

Para Morris ningún trabajo humano es puramente físico, puesto que en todos hay un minimun de pensamiento. Sucede, en verdad, que la Sociedad capitalista al desnaturalizar el trabajo lo deshumaniza y transformando así al hombre en máquina, lo obliga a realizar tareas que son impropias del ser humano. El signo más claro de la degradación capitalista viene a ser por eso, para Morris, la barrera puesta entre “el que proyecta” y “el que ejecutara”.[367]

El auténtico trabajo que, como se dijo, en su más esencial dimensión es arte, supone siempre raciocinio, pero supone además, en cuanto arte, fantasía, audacia, libertad.

En cualquier caso, la utópica Inglaterra del siglo XXI tal como Morris la imagina no conoce trabajo que no se placentero. Ya porque quien lo ejecuta desea para sí la alabanza de la comunidad y se complace en la idea de contribuir al bienestar general; ya porque aunque se trate de una tarea de pos sí monótona, esta se ha convertido en una grata e irrenunciable costumbre; ya, en fin, porque proporciona un placer a los sentidos y a la fantasía, todo trabajo se convierte allí en fuente de goce y alegría.[368]

El trabajo así concebido, viene a ser nada menos que la clave de bóveda de la revolución, puesto que hace posibles todos los demás cambios.

La revolución, en efecto, no es otra cosa más que el advenimiento de un orden plenamente humano al seno de la Humanidad. Un orden humano implica la felicidad de todos los hombres. La felicidad, a su vez, resulta imposible si el trabajo no se constituye en fuente del más hondo y duradero placer para todos. ¿Cómo lograrlo?

El siglo no ha hecho otra cosa que situar al trabajo en su verdadera dimensión. La ausencia de toda obligación artificial, la posibilidad de que cada hombre haga lo que mejor sepa hacer, el conocimiento de los productos que son realmente necesarios, han hecho del trabajo la fuente primordial de la dicha humana.[369]

En el siglo XIX, observa Morris, el capitalismo todo lo sacrifica a la producción barata exigida por el mercado universal: no solo la vida de los obreros sino también la de los mismos patronos, obligados a vivir en un mundo feo, oscuro, triste. Las máquinas, inventadas para ahorrar trabajo humano, solo lograban en realidad aumentarlo. Lo único que importaba era producir más y más barato, para vender más barato y más. Si se trataba de conseguir nuevos mercados cualquier medio parecía lícito, desde la propagación de la fe cristiana entre los paganos hasta el envío de mantas contaminadas de viruela a las tribus indómitas. La calidad de los productos era sacrificada a la cantidad.[370]

Pero llegó la revolución y el capitalismo industrial y mercantil “se encontró como un hombre que hubiera perdido su ropa mientras se bañaba y se viera obligado a andar desnudo por la ciudad”.[371] El sistema cambió radicalmente. El siglo XIX solo produce lo que necesita. Se trabaja para otros como si se hiciera para uno mismo. Al no haber comercio no se fabrica nada innecesario ya que nadie se ve obligado a adquirirlo. El nivel cualitativo de la producción aumenta así naturalmente. Lo que es desagradable de hacer a mano se hace a máquina, pero todo lo que se puede producir manualmente sin disgusto se hace manualmente. Cada individuo encuentra así dentro de la diversidad de tareas que la necesidad social propine, aquella que más se adecua a sus gustos y aptitudes.

Por otra parte, un trabajo que tiene en sí su propia sanción y recompensa, un trabajo que proporciona a quien lo realiza el goce de la creación, “la gracia de Dios”, como se habría dicho en la edad Media,[372] tiene la virtud de transformar en un mero sinsentido al dinero y al comercio. En Picadilly, que era la calle comercial por excelencia de Londres ochentista, el Huésped hace una pequeña adquisición; entra a uno de aquellos locales y pide tabaco y pipa; se lo dan, y del mejor, pero cuando se dispone a pagar comprueba con enorme sorpresa (es, al fin, un inglés del siglo XIX) que aquella gente no conoce el significado del dinero y del comercio.[373]

La abolición de la propiedad privada ha determinado, a su vez, un cambio radical en la organización familiar y en el concepto de amor.

Cuando William el Huésped, guiado por su amigo Dick llega al museo Británico el bisabuelo de este, un anciano historiador y testigo de los grandes cambios revolucionarios, le explica que en tales asuntos no hay más regla que la mutua atracción. Los hombres y las mujeres se unen y se separan libremente, sin que nadie ose intervenir en sus relaciones. Los tribunales de divorcio, no habiendo ya intereses pecuniarios que atender, han sido relegados al Museo de Antigüedades. La prostitución en todas sus formas, al no existir el dinero, ha desaparecido por sí sola. El sentimentalismo convencional, tan arraigado en la Inglaterra victoriana, ha perecido junto con la no menos arraigada hipocresía moralizante. Y así como no hay leyes escritas que reglamenten el amor, así tampoco hay un verdadero código de opinión que regule la vida erótica de los individuos. La mujer goza, por supuesto, de derechos plenamente iguales al los del hombre. No rehúsa, sin embargo, ninguna de las funciones propias de su sexo, ni la maternidad ni el cuidado de los hijos, como tontamente pretendían muchas feministas del siglo XIX. Los celos han desaparecido, como consecuencia que eran de la propiedad privada.[374]

El Huésped, teniendo en cuenta, sin duda las utopías del pasado (desde Campanella a Cabet), ser muestra sorprendido de que en aquella Inglaterra del XXI, donde no se conoce el dinero y todos los bienes parasen ser comunes, los hombres no habiten también en común. Pero su interlocutor le recuerda que la pobreza ha desaparecido y que los falansterios ideados por Fourier y otras formas parecidas de habitación eran solo un refugio de la pobreza. En el siglo XXI, las casas distintas constituyen la regla, en cada una se vive como sus habitantes lo disponen pero, por otra parte, ninguna puerta está cerrada para las demás personas que desean compartir una casa con sus habitantes acomodándose a su régimen y estilo de vida, pues sería irracional que alguien pretendiese imponer a otros los propios, cuando cada uno puede vivir como le guste.[375]

Todo el sistema educativo de la Inglaterra victoriana, tradicionalmente formalista, eminentemente convencional en sus medios y en sus fines, encaminado no a formar hombres creadores, conscientes de su papel de colaboradores de la Naturaleza, sino ese particular tipo del parásito que se denomina “gentleman”, es negado en sus raíces en la Inglaterra utópica del siglo XXI. Nada más ajeno a la vida, en efecto, que aquella “public school” donde el latín y el griego no eran llave preciosa de la belleza antigua sino apenas introducción a una jerga aristocrática o burguesa, condimentada con citas de Livi y de Plutarco; donde la palmeta sustituía a la inspiración y a la curiosidad; donde el deporte se convertía en sustituto gloriosamente vacuo del trabajo: donde el mismo Dios más que Gran Artesano del Cosmos aparecía bajo la figura de una opulento Lord, reiterado al paraíso con las rentas del Universo.

Pedagogía equivale para Morris a trabajo el cual como vimos, en su dimensión más profunda es arte y es creación. Creación y arte suponen, a su vez, libertad, ausencia de toda obligación y sanción externa, posibilidad de ir a las cosas para aprehenderlas, modificarlas, gozarlas.

Cuando William, el Huésped del pasado, llega con su guía Dick al bosque de Kenssigton, encuentra allí una multitud de niños, una especie de tribu infantil que habita en rústicas cabañas. A partir de siempre de sus imágenes decimonónicas supone que se trata de una colonia de vacaciones, cuyo objeto es restaurar las fuerzas de los educados para que puedan volver con más bríos a la escuela. Pero Dick su guía, no conoce el significado de este último término: “¿La escuela? ¿Qué quiere decir con esa palabra? ¿Qué tiene que ver la escuela con los niños? Sabemos de una escuela de retórica, de una escuela de pintura, y en el primer sentido podría decirse una escuela de niños; pero de otro modo... añadió riendo, confieso mi ignorancia”.[376] Y cuando William le explica que usa el término en el sentido de “educación” y que por “educación” entiende un sistema para instruir a los niños, aquel responde que los niños aprenden allí las cosas sin necesidad de sistema, haciéndolas. Todo aprendizaje, tanto manual como intelectual (y en realidad no hay ninguno que se puramente manual), lo realizan espontáneamente, en contacto directo con las cosas por el interés que estas despiertan, sin coacción alguna: “La mayor parte de los niños, viendo libros a su alrededor, aprenden a leer cuando tiene cuatro año, aunque he oído decir que no siempre ocurrió lo mismo”.[377]

Un consejo como el que Morris tiene del trabajo no puede menos que conducirlo así a formular los principios básicos de una educación por el trabajo, que es también educación por el arte y la educación por la libertad. Muchas de las ideas básicas de la Escuela activa están aquí presentes. Con A. S. Neil propugna una pedagogía de la libertad[378]; con H. Read comprende la necesidad de una educación por el arte.[379]

El juego le parece la primera forma de la creación y por eso de una u otra manera toda pedagogía se puede reducir para él a una pedagogía lúdica.

Ruyard Kipling en una obra autobiográfica nos cuenta cómo, siendo él niño, Morris que “por lo general no advertía absolutamente nada que no fuera lo que en aquel momento existía en su espíritu”, montó en cierta ocasión en un enorme caballo mecedor y con toda seriedad, “balanceándose lentamente hacía adelante y hacia atrás, mientras el pobre animal crujía de lo lindo” refirió una historia para él y su pequeña prima.[380]

Aquel hecho no era, sin duda, una incongruencia o una extravagancia: al contar un cuento a dos niños, Morris no creía hacer nada fundamentalmente distinto de lo que por lo común hacía. Aquel hecho resume, por otra parte, sus ideas pedagógicas: el hombre, que es hombre por su capacidad de crear, procura mediante el juego y la imaginación lúdica abrir él camino de la creación, del arte y del trabajo a las generaciones que llegan.

Así como la nueva idea del trabajo ha cambiado radicalmente la estructura socio-económica y las instituciones familiares y educativas, así ha transformado también la estructura política de la Sociedad del siglo XXI.

No se trata de una simple sustitución de la monarquía por la república, cambio que significaba el “non plus ultra” para muchos radicales ingleses del siglo XIX, ni tampoco del establecimiento de una dictadura, que muchos pronosticaban entonces como necesaria salida de la democracia. Se trata de la simple y llana supresión de todo gobierno propiamente dicho.[381]

Sin hablar nunca de “acracia” o de “ANARQUÍA”, toca aquí Morris, conducido por su idea guía del trabajo como libre creación, las playas del anarquismo. Solo que, al llegar, lo hace sin estridencia, al modo de un honrado artesano demasiado ocupado en su obra como para ponerse a proclamar ante el mundo las reglas infalibles conforme a las cuales la ha plasmado.

De un modo, en efecto, nada dogmático, con erudita serenidad, el viejo guardián del Museo Británico le va explicando al viajero del pasado, la razón histórica de los cambios políticos. “Es cierto —comienza diciendo— que nuestros asuntos nos obligan a adoptar medidas, acerca de las cuales me puede preguntar, y es asimismo verdad que no todo el mundo está de acuerdo en los detalles de esas medidas; pero no menos verdad que no necesitamos de un complicado sistema de gobierno, con ejército, marina y policía para obligar a cada uno a someterse a la voluntad de la mayoría de sus iguales, lo mismo que no se siente la necesidad de un mecanismo que hasta entender a cada uno que su cabeza y un muro de piedra no puede ocupar un mismo sitio en un mismo momento”.[382]

Un análisis socio-político del gobierno en la Inglaterra del siglo XIX arroja los siguientes resultados: El Parlamento no era el gobierno, sino solo una especie de comité de vigilancia, encargado de cuidar los intereses de las clases superiores. El pueblo a veces lo obligaba a dar algunas leyes, que no eran en realidad sino un reconocimiento de hechos ya consumados. Cuando aquel intentaba tomar en sus manos su propia causa y procurarse directamente el remedio que necesitaba para sus males, la ley le salía al paso, lo acusaba de sedición y asesinaba a los jefes de semejante tentativa. El verdadero gobierno era, entonces, el poder judicial, apoyado por el poder ejecutivo. Ambos se valían para su propio beneficio de la fuerza bruta del ejército, la marina y la policía, que el pueblo engañado les suministraba.[383] Los tribunales, en efecto, lejos de administrar justicia (aunque más no fuera según las distorsionadas normas de la época) eran el mejor ejemplo de parcialidad: cuando un pobre caía en sus garras se necesitaba todo un milagro para que pudiera escapar a la cárcel y a la rutina.[384] Ahora bien, habiendo desaparecido, por obra de la revolución y gracia al nuevo concepto de trabajo, el derecho de propiedad, el poder judicial y, con él, el gobierno todo, resultan enteramente innecesarios. En efecto la función principal del gobierno no era proteger a sus súbditos contra los ataques de otros pueblos, como solía decirse, pues los obreros no tenían nada que temer de los extranjeros, que no podían tratarlos pero que el propio gobierno patrio, y los burgueses siempre demostraron arreglárselas bien con cualquier nación, según lo ponía en evidencia el hecho de que, aun durante la guerra, siguieran comerciando con el enemigo extranjero. En realidad la función del gobierno no consistía sino en proteger a los ricos contra los pobres.[385] No sería exacto, sin embargo, decir que él era la causa de la pobreza de la mayoría y de la riqueza de unos pocos. Era, más bien, el efecto de tal división de clases y el mecanismo de la opresión. Desaparecida la propiedad privada, desaparece la división entre ricos y pobres, desaparecidas las clases, el gobierno no tiene ya razón de ser.[386]

La influencia del marxismo se impone aquí sobre las concepciones puramente anarquistas, en cuanto el Estado aparece como un fenómeno derivado o, si se quiere, como una superestructura de la lucha de clases. Por otra parte, el lugar que ocupa la idea del trabajo en el pensamiento de Morris, lo acerca a Marx mucho más que a otros socialistas anteriores o contemporáneos. Inclusive en su concepto de la revolución como vehículo necesaria del nuevo orden socialista y en el papel que asignan al proletariado en la revolución, se puede notar una aproximación a la doctrina marxista. Sin embargo, la idea de una dictadura del proletariado le es absolutamente extraña, así como la misma noción de un Estado socialista por oposición al Estado capitalista. Y en esto vuelve a quedar, otra vez, del lado del anarquismo o, en todo caso, del socialismo federativo y antiautoritario.

Abolido el gobierno, o por mejor decir, caído en desuso, también las leyes resultan superfluas. Los hombres viven sin molestarse entre sí sencillamente porque ello resulta más fácil y más cómodo para todos. Al quedar abolida la propiedad privada “todas las leyes y todos los crímenes a ella inherentes tuvieron naturalmente fin”.[387] Por empezar, las leyes civiles que regulan la propiedad privada carecen ya de sentido. En cuento a las leyes penales también carecen de objeto: 1) Los delitos contra la propiedad privada que eran sin duda los más numerosos en la época capitalista, no pueden existir al no existir la propiedad; 2) Los delitos contra las personas, y en especial la violencia, se originaban: a) con mucha frecuencia en las leyes de la propiedad privada “las cuales vedaban la satisfacción de las necesidades naturales a todos los hombres, excepto a uno cuanto privilegiados”; b) en los celos, en las pasiones eróticas, etc.; c) en conflictos familiares. Pero, si bien se analizan las dos últimas causas se encontrará que ambas se reducen a la primera, pues los crímenes pasionales solo se explican mediante la idea de que la mujer es “una propiedad privada del hombre, ya como marido, ya como padre o hermano, ya en otra forma”,[388] y los delitos que se originan precisamente una institución, la familia, que en rigor no puede subsistir sin la propiedad privada.

Es claro que, aún así, no han desaparecido en la utópica Inglaterra todos los delitos de violencia. El hombre es un ser demasiado complejo; los meandros de su alma son infinitos y Morris parece comprenderlo. Pero en todo caso, eliminadas las fuentes principales de la violencia, esta solo puede tener un carácter patológico y ciertamente excepcional. La sociedad no establece por eso pena alguna para esos delitos (supuesto que se los pueda considerar como tales). La destrucción o una pena severa infligida al individuo que se ha dejado arrastrar un momento por la ira, sería, a los ojos del hombre del futuro, una nueva ofensa a la sociedad. Alegar que la pena es necesaria para defender a la sociedad, dirán, podía ser razonable en una época en que los hombres obraban bajo el signo del miedo, cuando los legisladores “vivían como una banda armada en país hostil”,[389] pero no en un siglo en el cual todos los hombres se consideran amigos y vecinos. “¿Hemos de suponer, pregunta el anciano erudito Hammond, que el género humano sea tan ruin que deba vengar al muerto, cuando sabemos que si este hubiera sido herido nada más, él mismo habría perdonado al que le causó daño?”.[390]

Por otra parte, la sanción inmanente, que es la única que verdaderamente importa, está más presente que nunca ya que “en una sociedad donde no hay ningún castigo que evitar ni ninguna ley que vencer, el remordimiento sigue naturalmente a la transgresión”.[391] El huésped del pasado tendrá ocasión de ver cómo el autor de un homicidio, qua para usar la jerga jurídica llamaremos “preterintencional”, debe ser vigilado por sus vecinos para que, llevado por sus remordimientos, no intente suicidarse.[392]

Todo esto no significa que entre los hombres del futuro no existan diferentes puntos de vista, apreciaciones dispares, juicios contrarios. Una absoluta uniformidad no sería posible ni siquiera deseable. Pero, por otra parte, el hecho de la diversidad y aún de la contrariedad no supone que los hombres deban chocar entre sí, en una lucha de naciones o de partidos.

Dentro de la comunidad humana existen legítima y naturalmente muchas naciones, que difieren entre si por su idioma, sus costumbres, sus alimentos, sus fiestas, etcétera.[393] Morris, al igual que Landauer, no rechaza en modo alguno el patriotismo, siempre que por patriotismo se entienda el amor particular a la tierra en que hemos nacido. La complacencia con que describe, en la segunda parte de la obra, la ruta del Támesis con los prados, bosques, aldeas y villas que riega, nos lo muestra como un enamorado de la “verde Inglaterra”.[394]

Pero como las “naciones” en el utópico siglo XXI no son ya “Estados”, no tienen tampoco ya intereses contrarios, y las guerras, que constituían accidentes comunes y al parecer inevitables en el siglo XIX, son ya totalmente desconocidas. Del mismo modo, dentro de cada nación y de cada comunidad local puede haber diferentes individualidades. Con frecuencia los ciudadanos piensan y sientes de distinto modo. Pero según explica el anciano custodio del Museo Británico: “Entre nosotros las divergencias se derivan de los asuntos y de su modalidad y no pueden dividir a los hombres de un modo permanente. Por lo demás, a primera vista se sabe generalmente qué opinión sobre un asunto dado es la más justa. Es cuestión de hechos, no de silogismos. Por ejemplo, no es fácil fundar un partido político para resolver si la recolección del heno en este o en otro sembrado ha de principiar en esta semana o en la próxima cuanto todos estás de acuerdo en que ha de ser después de la próxima, cuando todos también puede acercarse al campo para ver si las plantas están o no bastante maduras”.[395] Una vez suprimidas las clases por obra de la revolución, diría un marxista, las ideologías contrapuestas caducan y ya no hay lugar para sectas o partidarios. Morris sin usar exactamente este lenguaje quiere decir algo muy semejante, solo que el ocaso de las ideologías no supone para él una dictadura de la ideología proletaria sino solo la instauración de una definitiva “ideología” humana, sin etapas intermedias.

El procedimiento que se usa en Inglaterra del siglo XXI para decidir los asuntos de interés general es según el viejo Hammond explica a su asombrado huésped del pasado, el siguiente: “tomemos uno de nuestros grupos sociales, es decir un municipio, un barrio, una parroquia (nombres que conservamos, aunque al presente difieren poco entre sí, mientras en el pasado diferían mucho). En un distrito, si así quiere llamarlo, algunos ciudadanos piensan que se debe hacer o que se debe deshacer tal o cual caso, como un palacio cívico. La demolición de una casa incómoda, un puente de piedra que sustituya a un feo y antiguo punte de hierro (lo que es hacer y deshacer). En la primera reunión o parlamento. Como decimos sirviéndonos de un lenguaje anterior a la burocracia, un ciudadano propone el cambio; si todos están de acuerdo se acabó la discusión y no falta más que resolver respectos a los detalles de la ejecución. Lo mismo ocurre si nadie apoya al proponente o “lo secunda”, como suele decirse; el motivo desaparece, al menos por el momento, aunque esto no suele ocurrir porque el proponente antes de llevar el asunto a la asamblea, ha discutido con personas inteligentes. Supongamos que el proyecto sea propuesto y apoyado y que algunos ciudadanos disientan por creer que el feo puente puede servir aún y que no hay por qué tomarse el trabajo de construir uno nuevo: no se procede a votar y se deja el asunto para otra asamblea. En este tiempo los argumentos de una y otra parte se divulgan y aun algunos de ellos se imprimen y se ilustran para que todos tengan conocimiento exacto de lo que se trata y cuando se convoca de nuevo la asamblea hay una discusión general seguida de un votación. Si las opiniones se equilibran, se deja el asunto para ser discutido de nuevo; si la diferencia es grande se pregunta a la minoría si quiere ceder a la opinión general, lo que casi siempre ocurre. Pero si aún rehúsa la minoría, se discute el asunto por tercera vez y entonces cede, si no ha crecido visiblemente. Puede asegurarle que siempre se logra convencer a la minoría, no porque su manera de ver sea injusta, sino porque no puede persuadir ni obligar a la mayoría”.[396] En caso de que las opiniones sean más o menos parejas “la discusión se prolonga y si la mayoría se exigua debe someterse al status quo”.[397] Pero de hecho muy pocas veces la minoría obliga a adoptar esta resolución.

No sin razón observa William, el huésped, que aquello se parece mucho a la democracia.[398] Es, en efecto, una democracia directa, que supone naturalmente la abolición de las clases y, con ella, la desaparición de intereses antagónicos.

A diferencia de lo que sucede en la utopía de Bellamy no es el Estado quien organiza y dirige la vida económica de la nación sino la comunidad concreta, el municipio, la parroquia, etc. Al Estado patrono se sustituye, pues, la comunidad viviente de los trabajadores, precisamente porque se supone que el trabajo tiene en sí lo capacidad de autorganizarse y autodirigirse hasta procurar la satisfacción de todas las necesidades de la comunidad. Un marxista diría que Morris, pasa por alto varias etapas en el proceso posrevolucionario. Lo cierto es que, a diferencia de Bellamy, para el cual el Estado es el verdadero “patrono” de la nación y del pueblo, Morris no cree en una transformación pacífica ni en la concordancia de las clases sino que supones una verdadera y cruenta revolución cuyas vicisitudes narra detalladamente por boca del anciano Hammond.[399] Y por cierto que a los “rebeldes” no les falta una organización en la lucha ni carecen de jefes y conductores, pero una vez realizada la revolución, lejos de instituirse una dictadura del proletariado, toda la organización jerárquica y coactiva de la sociedad se va desmoronando rápidamente.

En verdad, la revolución logra una verdadera resurrección del mundo y esto no puede suceder sin una tragedia.[400] La nueva humanidad siente la alegría de vivir en el mundo y ama la epidermis del planeta en que habita con un amor semejante al que siente el amante por el cuerpo hermoso de su amada. Así como la Edad Media, para la cual el cielo y la vida futura eran verdades evidentes e incorporadas a la vida cotidiana, embellecida la tierra y la amaba a pesar del ascetismo y del precepto que ordenaba despreciar los bines de este mundo, así la Humanidad del siglo XXI, firme en su fe, ama y cultiva gozosamente su morada terrestre. Su creencia, sin embargo, no tiene ya por objeto una vida futura, un cielo y un infierno ultraterrenos. Los hombres del mañana no tienen sino una fe: “Los actos y las palabras, la fe en la no interrumpida conexión de la vida con los hombres”.[401]

Profesan, pues, una verdadera religión de la Humanidad. Pero esta se diferencia profundamente de aquel culto formal y abstracto que en la época capitalista solía ser llamado así. Entonces, en efecto, era muy difícil para cualquiera que tuviese un mínimum de entendimiento y de sensibilidad venerar y amar a la masa humana en la cual no se podía encontrar por lo general sino dos categorías de individuos: “mentirosos y ciegos tiranos en un lado, esclavos y apáticos del otro”.[402]

La revolución, al restituir el sentido de trabajo, ha hecho de cada hombre un creador y de la Humanidad misma el gran Demiurgo de la Tierra.

El protagonista del relato, William, el Huésped, que no es otro sino el mismo Morris, concurre por eso con sus amigos del futuro (hacia el final de la obra) a una recolección de heno, como quien concurriere a una fiesta religiosa. Y allí, en medio de los verdes prados del condado de Oxford, mientras sus acompañantes inauguran la tarea agrícola como quien se entrega a un rito sagrado de comunidad con la tierra, se esfuma, deja de ser visto por ellos y vuelve, tan sencillamente e inexplicablemente como ha salido de él, al triste mundo del mercantilismo, al oscuro siglo XIX, con todas sus fealdades y miserias. Helo aquí de nuevo en su casa de Hammersmith.[403] Pero, aunque parezca extraño, no hay desesperación en el retorno. Hay esperanza. En verdad, ese retorno significa una voluntad de lucha; por eso el sueño significa una voluntad de lucha; por eso el sueño no se prolonga para siempre.

Capítulo X: Gustav Landauer: El espíritu contra el Estado

Gustav Landauer es, en las antípodas de Trotsky, un apóstol de la revolución permanente. Y en las antípodas del marxismo, un pensador socialista.

Se le ha llamado inclusive “el filósofo de la revolución”.[404] Y a esta tan original como poco conocida filosofía, que supone toda una interpretación de la historia y de la sociedad, queremos referirnos aquí.

Nacido en Karlsruhe, Baden, Alemania, el año de la guerra franco-prusiana, en el seno de una familia hebrea de la clase media, ingresó en la Universidad de Zurich y pasó luego a la de Berlín para seguir sus cursos de historia, arte, filosofía y germanística.[405] En la capital del Imperio a Benedikt Friedlandes, un socialista heterodoxo que se atrevía a oponer el pensamiento, tan rudamente vituperado de Dürhring, configuraban un socialismo personalista y antiestatal, basado en gran parte en la idea de la “cooperación”, con lo cual en la medida en que se alejaba de Marx se iba acercando a Proudhon. En verdad, el sistema de Dühring, como bien observa Souchy, ocupa un término medio entre el marxismo y el anarquismo[406] y, podríamos añadir, se acerca por eso mucho al “guildismo” inglés. Tales ideas, fermentadas por las más diversas corrientes de la filosofía finisecular (pero muy especialmente por la de Nietzsche) contribuyeron mucho a formar el pensamiento de algunos jóvenes rebeldes de la socialdemocracia, a los cuales se vinculó muy pronto Landauer y entre los que debe mencionar, en primer término, a Bruno Wille, autor más tarde de una original metafísica (Fausticher Monismus, 1907) y de una interpretación monista del cristianismo (die Chystusmythe als monistiche Weltanschaung, 1903).[407]

La lectura de Stirner, de Nietzsche y aún de Schopanahuer (según se revela en su primera obra, Der Todesprediger, una novela que escribió a los 21 años pero que recién se publicó en 1893) había dejado, por su parte, hondas huellas en la mente del joven Landauer. Pero quien más directa y profundamente lo influyó en él, desde el punto de vista filosófico-científico, fue el crítico del lenguaje Fritz Mauthner, según claramente se puede ver a través de su libro Skepis und Mystik - Versuche im Anschluss an Mauthners Sprachkritik (1903).[408] Muy lejos, sin embargo de convertirse en epígono de nadie, su espíritu permaneció ampliamente abierto a todas las manifestaciones, presentes y pasadas, del pensamiento. En su semanario Der Sozialist comienza ya a traducir a Kropotkin, cuyo impulso ético admira, pero no deja de advertir los aspectos flojos y superficiales de su pensamiento. Aunque no comparte el crudo atomismo materialista de Bakunin, siente, son embargo, un mayor respeto por su solidez filosófica.

Más tarde se interesa mucho (como Sorel, dentro del campo socialista) por la filosofía de Bergson y llega s ser, a través de numerosas lecciones y conferencias, uno de sus más profundos expositores en Alemania. Su simpatía por ese “élan vital” que permitía superar la inerte materia del socialismo ortodoxo.

Landauer fue además editor y comentador del más grande los pensadores medievales: Meister Eckert, al cual, en una carta de 1899, caracteriza como: “un espíritu muy claro, muy sobrio, hasta algunas veces minucioso, en el que la vida racional superaba completamente al sentimiento; un panteísta con pensamientos extraordinariamente profundos, que nos dan la sensación de ser modernos y una prosa encantadora, hermosa y sencilla”.[409] (Cfr. Meister Sckhart’s Mystische Schriften, Berlín, 1903). Pero su fina sensibilidad lo acerca, sobre todo, a los grandes poetas: uno de los números de su semanario Sozialist (agosto de 1899) aparece dedicado enteramente a Goethe con gran escándalo, por supuesto, de los practicistas y de los espíritus estrechos. En 1917-8, pronuncia en Berlín una serie de veinte admirables conferencias sobre Shakespeare, recogidas después de su muerte en un volumen y traducidas hoy también al castellano (Shakespeare, Buenos Aires, 1947). Su original propósito aquí, queda bien definido por las palabras de una carta de 1917, donde dice que lo que busca Shakespeare es la libertad: “Libertad, por cierto, no en el sentido político relativo a las condiciones sociales dadas, nada hay que fuese más ajeno a Shakespeare; libertad más bien en lo humano, lo privado y sobre todo en aquella relación que es el eterno problema de Shakespeare, la relación entre los impulsos y el espíritu. Estar libre de fórmulas, de convenciones, sean de índole teórica o práctica”.[410]

Otro gran porta inglés al que tradujo y comentó y al cual se hallaba vinculado por múltiples ideas, actitudes y sentimientos fue Oscar Wilde. En colaboración con su segunda mujer, la poetisa Hedwig Lachmann, pone en un brillante alemán The Ballado of Reading Goal, Salomé, The portrair of Dorian Gray y varios de sus ensayos, entre los que se cuenta Socialism and the soul of man. También se interesó vivamente, en lo más hondo de su pensamiento y de su alma, por Ibsen, por Holderlin, por Whitman, por Tolstoi y por Stringberg (Cfr. G. Landauer: Der werdende Mensh, Postdam 1921). En su creación literaria, con ser como es tan original, se nota el influjo de algunos de ellos, así como en Wilde (Cfr. Arnold Himmelheber, novela escrita durante su prisión en Sorau, Silesia, en 1893-4, Mach und Maechte, cuetos publicados en 1903). No se debe olvidar tampoco la figura de un gran pensador judío, muerto hace muy poco, que, a nuestro juicio, dio a Landauer tanto como recibió de él: Martín Buber. A pedido de este escribió su obra Die Revolution (publicada en la colección Die Gesellschaft de Frankfurt, en 1907, hoy traducida al castellano: La Revolución, Bs. Aires, 1961).[411] El héroe de este libro, dice Max Netllau, es Etiènne de la Boetie, el autor del discurso sobre la servidumbre voluntaria idea que lanzó en pleno siglo XVI y que es la negativa general de ayudar a los tiranos y a los explotadores trabajando para ellos, obedeciendo sus órdenes, combatiendo a sus enemigos.[412] Y el anti-héroe, podría añadirse, es Karl Marx, el autor del socialismo científico, que creyó poder reducir a leyes la libre actividad del hombre en la sociedad y que no pudo descubrir para el socialismo sino aquel camino único que le está según Landauer, vedado: el camino del Estado.[413]

Las ideas expuestas más o menos sistemáticamente en dicha obra se complementan con numerosos artículos que hasta el final de su vida dio a luz en la prensa socialista y anarquista de los diversos países de Europa y sobre todo con el Aufrus zum Sozialismus, publicado por vez primera en 1911, reeditado en 1919 con motivo del estallido revolucionario de Baviera y también traducido al castellano (Incitación al Socialismo, Barcelona, 1931; Buenos Aires, 1947).[414]

Puede considerarse como punto de partida filosófico de Landauer la obra de Fritz Maulthner, que entiende la filosofía ante todo como una crítica del lenguaje. Según él, el lenguaje —por lo demás íntimamente vinculado a la inteligencia— no hace sino representar mediante signos subjetivos la experiencia, asimismo subjetiva, que logramos a través de los sentidos. La crítica de Mauthner conducía a un total escepticismo con respecto al valor del concepto y, por ende, de las construcciones conceptuales: ciencia, moral, derecho, filosofía.

El mundo no es sino una construcción contingente del lenguaje y de la gramática. Sobre la base siempre fluyente de nuestra experiencia, el idioma construye cosas, cualidades, acciones.

Pero las cosas son tales y aparecen como permanentes solo porque el lenguaje las designa con un sustantivo, las cualidades porque se las nombre adjetivalmente, las acciones porque se las indica con un verbo.

La experiencia siempre cambiante y fluyente es, pues, apresada entre las redes del lenguaje y modelada por ella; la realidad del mundo no se nos da sino a través de un lenguaje que es nuestro propio lenguaje, nuestro idioma.

El lenguaje equivale así, en su lúdica contingencia, al entendimiento: en tanto entendemos en cuanto somos capaces de manejar las palabras.

La ciencia no es sino un sistema de palabras que se consideran especialmente adecuadas para encasillar la cambiante experiencia.

Sin embargo, como el cambio es incesante, llega un momento en que el sistema resulta insuficiente y es preciso constituir uno nuevo.

Tarea de la misma ciencia es, según las propias palabras de Landauer, “empujar al devenir a este ser, creado por nosotros mediante nuestros sentidos y nuestra inteligencia. Los conceptos son reducidos a escombros y vueltos fluidos, las cosas —bajo el peso de la confrontación y de la reflexión— se entremezclan entre sí como átomos; y he aquí que todo se ha vuelto diferente a lo dado por los devaneos de los ojos y de las palabras del hombre”.[415] E inmediatamente, como conclusión: “De modo que la ciencia exacta consiste en esto: acopio y reseña de todos los datos de los sentidos; crítica, periódicamente renovada, de las abstracciones y generalizaciones, y construcción sobre ella de una crítica global del mundo ontológico sensible”.[416]

El carácter relativo de toda construcción científica deriva, como es obvio, de la desconfianza previa en el valor del concepto y, por tanto, del juicio, del raciocinio y, en una palabra, de la inteligencia.

La inteligencia no nos revela el ser en sí, construye por el contrario en una actividad casi lúdica, el mundo, para después volver a destruirlo y así sucesivamente.

No es difícil ver en estas ideas de Landauer afinidades con las diversas formas del antintelectualismos, que emerge en el pensamiento europeo durante las últimas décadas del pasado siglo y las primeras del presente. La ciencia, ese Ciencia con mayúscula del positivismo —y también aquí especialmente del marxismo— no representa nada inconmovible, no es la revelación de los Absoluto, la llave de todos los misterios. Es solo una respetable —porque humana— pero caduca —también porque humana— elaboración de la experiencia, a través de palabras, es decir, de conceptos.

Y sin embargo, si la realidad pura y absoluta no nos es dada en la inteligencia no está contenida en nuestra ciencia, todavía existe un cierto modo de apoderarnos de ella: vivirla. Lo que le es negado al concepto le es concebido de alguna manera a la intuición. Y por intuición no se entiende aquí otra cosa que autorrealización emotiva. “”Yo soy el mundo si soy integrante. El curso de la corriente evolutiva viene de la fuente que ha nacido en la eternidad, la cadena no ha sido rota por nadie, solo que, ciertamente, la corriente no puede retroceder y el pensamiento superficial de nuestro cerebro humano no puede percibir exteriormente la fuente ni reconocerla como objeto que fluye en mi interior, en el eterno presente, que es una parte de lo viviente también. Pero percibimos la voz de la eternidad en lo más hondo y más maravilloso que puede testimoniar el espíritu humano. La música es el mundo otra vez. Schopenhauer lo ha dicho preciosamente. Encontramos esa infinitud en nosotros mismos. Y hay otro camino aún para ese sentimiento de infinitud, y es el más hermoso de todos, y todos lo sabemos, en tanto no hemos sido carcomidos por la más extensa corrupción y la superficialidad egoísta de la comunidad accidental: el amor. El amor es, por consiguiente, un sentimiento tan celestial, tan parte, lo cita explícitamente poco después a propósito de esto mismo: “Debemos finalmente llegar a la convicción de que no solo percibimos trozos del mundo, sino que nosotros mismos somos un trozo del mundo. En este sentido dijo también Meister Eckhart: el que haya comprendido bien una flor habrá comprendido el mundo. Pues bien: volvamos a nosotros mismo y habremos hallado el universo”.[417]

El ser de cada individuo es un espejo del Todo puesto que se halla vinculado con todos y cada uno de los seres y cada uno de ellos ha contribuido a formarlo. Pero esta vinculación no se puede buscar, como lo hizo Hegel, a través de una vasta y compleja red conceptual tejida por una máquina dialéctica. Tales vínculos infinitos escapan a la inteligencia y al lenguaje. Existen pero nuestro cerebro no guarda huella de ellos y nunca podrá reencontrarlos. Al realizarnos a nosotros mismos en el arte, en la acción social, en el amor, nos conocemos en nuestro ser más íntimo y conocemos así el Todo.

Esta teoría del ser y del conocer lo sitúa, como es evidente, con las antípodas del marxismo. (Lucaks debería haber referido a Landauer, y de un modo especial puesto que se trata de un socialista, al enumerar las siniestras huestes de los “asaltantes de la Razón”).

Landauer, en efecto, comienza su obra sobre la Revolución con una frase dirigida contra el marxismo: “la sociología no es una ciencia, pero aunque lo fuera, la revolución continuaría siendo, por peculiares motivos, irreductible al tratamiento científico”.[418]

Ya sabemos el alcance que Landauer atribuye a los conceptos y a los sistemas conceptuales que constituyen las diversas ciencias. Pero entonces, ¿por qué la sociología no es una ciencia? Precisamente porque su materia no es la experiencia de lo externo sino el hombre, porque tiene como punto de partida aquello que para las ciencias es el punto de llegada: el ser.

La Sociología, o más ampliamente la historia, no necesita construir el ser porque su único sujeto, el hombre, es precisamente el ser en el cual se revela, la totalidad del ser. No se trata pues de investigar la sociedad o la historia, sino de sentirlas, de vivirlas y de realizarlas. Solo así se lograra conocerlas. Más aún, la historia solo vive en cada uno de nosotros; por eso, como nosotros mismos, es modificable.

El pasado, del que se ocupa la Historia, no es algo concluso y definitivo. Estamos enfrentados al futuro y según sea nuestra marcha hacia él, será también el pasado. El tiempo no es una férrea cadena en la cual solo el último eslabón puede moverse. Se mueve todo entero y por eso el pasado puede cambiar. La capacidad de variar lo que ya ha sido, no resulta ya un privilegio divino en la opinión de los más voluntaristas de los teólogos (como Pedro Damiano): es, según Landauer, una característica de nuestra existencia humana. En ella, lo que científicamente llamaríamos causas, cambia y se trasmuta al sobrevenir cada efecto nuevo. El pasado no es sino aquello que creemos y sentimos de él; lo cargamos sobre nuestras espaldas o él nos carga sobre las suyas.

Existen, empero, dos clases de pasado, que difieren totalmente entre sí: “un pasado es nuestra propia realidad, nuestros ser, nuestra constitución, nuestra persona, nuestro obrar. Hagamos lo que hagamos lo hacen a través de nosotros las persistentes y eficaces potencias vivas del pasado. Este pasado se manifiesta de infinitas maneras en todo lo que somos, devenimos y acaecemos. De manera infinita en cada individuo; mucho más infinitamente aún en la interconexión de todos los seres contemporáneos vivos y de sus relaciones con el mundo circundante. Todo lo que por doquier ocurre, en cada momento, es el pasado. No digo que es el efecto del pasado; digo que es este. Totalmente distinto es, por el contrario, el pasado que percibimos cuando miramos hacia atrás. Casi se podría decir: los elementos del pasado los tenemos con nosotros, los excrementos del pasado los divisamos detrás de nosotros”.[419]

No es difícil ver aquí una analogía con la distinción bergsoniana entre tiempo real (durée) y tiempo espacial (o métrico), entre el tiempo que se vive y el tiempo del reloj.

El primero, es para Landauer el tiempo de la historia sentida y actuada, cuyo pasado “vivo en nosotros, se precipita a cada instante en el futuro, es movimiento, es camino”.[420] El otro, por el contrario, es una pura construcción, como lo son las ciencias naturales; pero ilegítima, sin embargo, porque a diferencia de ellas, no tienen ningún substrato sensible.

A esta contraposición entre las dos clases de tiempo corresponde, en Bergson, la contraposición entre lo interior y lo exterior, la vida y la materia, la moral abierta y la moral cerrada y la sociedad abierta y la sociedad cerrada.

En él resulta claro que lo exterior es solo el límite de lo interior, que la materia no es sino la frontera del élan vital. No se ve tan claro, en cambio, de qué manera la sociedad (y la moral) cerrada pueden constituir un simple límite de la sociedad (y la mora) abierta.

En Landauer, por caminos totalmente diversos y ciertamente inimaginados por el pacífico conferenciante del Collège de France, esta idea se desarrolla y profundiza hasta llegar a constituir, así pude decirse, la base de toda la teoría y la práctica social.

Para este admirador de Ibsen y de Stirner, el individuo aislado no solamente carece de realidad histórica, sino que resulta también una estúpida ficción. El hombre solo es lo que es junto a los hombres, dentro de una comunidad humana. Este es un hecho tan primario que toda la cuestión rousseauniana del Contrato le parece superflua y todas las discusiones helénicas sobre Φύσει y νόμω le parecen superficiales.[421]

El hombre unido así, prístina y originariamente, a otros hombres, constituye el pueblo. En el seno del pueblo y desde su misma entraña se van constituyendo y plasmando, por obra del espíritu, una serie de órganos autónomos que, sin embargo, permanecen unidos y coordinados por la fuerza inmanente del mismo espíritu.

Cuanto más numerosos y complejos sean esos órganos, más elevada será la cultura de un pueblo. Sin embargo, cuando el espíritu, fuerza inmanente en los hombres, desfallece y se muestra impotente para seguir manteniendo la cohesión y la unidad de estructura en el organismo social, la cohesión y la unidad son producidas a él. Esta fuerza, en cuanto se origina fuera del pueblo y de los hombres que lo forman, aparece desde el principio como algo contrario a su naturaleza. Es, por esencia, algo artificioso, antinatural, violento. A los originarios vínculos humanos que integraban la comunidad se sustituye una relación totalmente distinta: la coacción (legal, económica, ideológica, etc.). El Pueblo degenera en Estado. La sociedad abierta se transforma (por un desfallecimiento del élan vital, diríamos) en sociedad cerrada. “Donde no hay espíritu y disciplina interna, interviene la violencia externa, la reglamentación y el Estado. Donde hay espíritu hay sociedad. Donde no hay espíritu se impone el Estado. El Estado es la sustitución del espíritu”.[422]

Ahora la materia domina al espíritu, lo muerto gobierna lo viviente.

Sin embargo, el letal brazo del Estado, nunca llega a matar del todo los gérmenes de la vida comunitaria.

El tránsito del Estado a la prístina relación humana, al pueblo, es la obra de la revolución. Su bandera es lo que, según Landauer, se llama “socialismo”. Pero la revolución (y el socialismo, por consiguiente) no son el resultado de ningún determinismo sociológico ni el ineludible momento de una dialéctica histórica.

El socialismo es posible siempre que los hombres lo quieran, la revolución puede comenzar en cada momento. Se trata, en efecto, de ir minando al Estado desde dentro, mediante la continua e ininterrumpida sustitución de las relaciones de violencia que lo caracterizan por otras en las cuales el predominio del espíritu se manifestará como libre creación y libre asociación. Y esto, como bien lo hace notar Buber, no significa “fundación de algo nuevo, sino actualización y reconstitución de algo que ha existido siempre, de la comunidad que coexiste de hecho con el Estado, aunque soterrada y asolada”.[423]

Por eso, en otro lugar escribe que más que de revolución hay que hablar de regeneración.[424] Recrear la sociedad y el pueblo, reconstituir el orden espiritual inmanente de la comunidad, a partir del caos y el desorden del Estado.

El anarquismo es aquí estrictamente correlativo a la disciplina, la revolución no es sino una lucha por el orden prístino, la renovación total de la sociedad es restauración de las formas y tradiciones más auténticas. Como Proudhon, a quien considera el más grande de los socialistas, era, pues, Landauer, al mismo tiempo profundamente revolucionario y profundamente conservador. En la Edad Media veía, contra toda la historiografía liberal y socialista, no un período sombrío de la inhumanidad y barbarie sino, por el contrario, la feliz época en que el espíritu, como fuerza creadora y unificadora, había edificado un vastísimo organismo de gremios, corporaciones, comunas rurales, ciudades libres, etc. En ella se lanzó “un grado de gran civilización, en el que múltiples estructuras sociales, de por sí exclusivas y autónomas, coexistían una al lado de la otra, colmadas todas por un espíritu unificador que no residía en ellas ni de ellas había surgido, sino que reinaba sobre esas estructuras como algo independiente y sobreentendido”.[425] Porque, en efecto, como inmediatamente añade, “un grado de gran civilización es alcanzado cuando la unidad, en la multiplicidad de las formas de organización y las estructuras supraindividuales, no es un vínculo externo de la violencia, sino un espíritu que reside en los individuos y más allá de los intereses materiales y terrenos”.[426] Ese espíritu, que entre los antiguos griegos era llamado καλοκαγΦίά y tenía su representación en el arte y en los dioses, entre los pueblos del Medioevo (los cuales estamos mucho más cerca, según Landauer, que de la antigüedad clásica, pues de ella nos separa un abismo creado por la irrupción de los pueblos germánicos) es el espíritu de la Cristiandad y se represente, a su vez, por medio de la liturgia y por el simbolismo en general.

“Cuando más lejos estamos del cristianismo, más nítidamente percibimos en el, cuando todavía era algo vivo, no era una luz incolora ni lóbrega cavilación, sino mágico azul. También se piensa en ello cuando, al leer los escritos de los pensadores de esos tiempos —desde Dionisio, pasando por el maestro Eckhart, hasta Nicolás Cusa— se tiene noticias de esa ignorancia que equivale a una sabiduría trascendente, de esa oscuridad que es la luz supraterrena y hasta supradivina. Hacia esa realidad supraterrena se empinaban las pétreas torres de los monasterios. Esa realidad dio a los hombres la forma peculiar de su intimidad, de su anhelo, de su pasión y de si escogido amor sexual; les dio su fisonomía, su actitud, todos los instrumentos y formas que ellos crearon, el alma; llenó todas sus instituciones y las estructuras de su sociedad con un espíritu común a todas”.[427]

Esta valoración del Medioevo, un tanto romántica, sin duda (no por nada cita, en las misma página transcripta, a Novalis), surge en Landauer, igual que en Wilde, en Morris y en otros pensadores y poetas ingleses de época, como una reacción contra las consecuencias industriales, contra la mecanización y la despersonalización de la vida humana en el trabajo, contra la miseria y la fealdad de las grandes ciudades, pero, sobre todo, como una reacción contra el creciente centralismo y contra el incesante proceso de hipertrofia del Estado. Repite por eso: “La Edad cristiana represente un grado de civilización en que coexisten, una al lado de la otra múltiples estructuras sociales específicas, que están impregnadas por un espíritu unificador y encarnan una colectividad de muchas autonomías libremente vinculadas. En contraposición al principio del centralismo y del poder político, que hace su entrada allí donde ha desaparecido el espíritu comunitario, denominados a este principio de la Edad Media el principio de la estructuración. No pretendemos que en el Edad Cristiana no haya existido el Estado, aunque esta tesis encontraría un fuerte apoyo en el hecho de que esa palabra se aplicaba a constituciones de naturaleza distinta; pero en cualquier caso no hubo ningún tipo de omnipotencia estatal, no existió el Estado como molde central de todas las restantes formas de la sociedad, sino a lo más el Estado como estructura imperfecta, desmedrada, al lado de las variadísimas formaciones de la comunidad. Del Estado no existían sino remanentes de la época romana y pequeños comienzos nuevos, que solo alcanzaron significación en los tiempos de desintegración y revolución”.[428]

En resumen: “La forma de la Edad Media no era el estado, sino la sociedad, la sociedad de sociedades”.[429]

Más tarde, hacia el año 1500, el espíritu decae, comienza una época sin espíritu común, en que impera la violencia. En ella, el pueblo pierde su forma, se disgrega en masa, se desarraiga, se atomiza. Surgen entonces (es la época del renacimiento), por un lado uno pocos individuos embriagados y violentamente exaltados por el espíritu, por otro, una infinita multitud de hombres vacíos, timoratos y pasivos. Es una época carente de verdad y de belleza, una época de decadencia y de transición. Y, al mismo tiempo, por eso mismo, una época de continuas tentativas, “de audacia e insolencia, de coraje y de rebelión”.[430] Dentro de ella nos hallamos todavía.

Nuestro tiempo subsiste, pues, en primer lugar, gracia a una serie de sucedáneos del espíritu, que son el Estado y las formas derivadas del mismo. En segundo lugar, gracias a una serie de excrecencias o, si se quiere, de tumores del espíritu, que se manifiestan en los individuos geniales, los cuales viven y crean, al margen del pueblo y de la sociedad. En tercer lugar, gracias a las aspiraciones y tendencias hacia la libertad que, en particular, se denominan revoluciones.

Si, ahora por fin, nos preguntáramos, según parece que debemos hacerlo, qué era ese espíritu cuya decadencia promueve todos estos cambios históricos fundamentales, Landauer nos contestaría que “esa fuerza descansaba en algo de lo cual nosotros, en esta época de la lógica y de la sobriedad intelectual difícilmente podemos hacernos una idea”.[431] Y añadiría que “para comprenderlo debemos tener en cuenta ciertas formas de la lógica femenina o a rusos religiosos como Dostoievski o Tolstoi”.[432] Es lo que, con otro nombre, podemos llamar fe. “Quien en los tiempos en que el cristianismo era algo vivo, creía por ejemplo, que Cristo era hijo de Dios, sentía con ello algo que abarcaba desde su propia persona y su condición filial hasta el fundamento del universo”.[433]

Si nos preguntamos ahora, como es lógico también, cuál ha sido la causa de la decadencia de este espíritu de la Edad Cristiana, Landauer, a su vez, nos responderá: la organización de la iglesia (como se sabe, cada vez más centralizada en el poder papal) y la teología escolática (como se sabe, cada vez más vacua y formalista). La iglesia y la teología llegaron a disociar y contraponer dentro de lo creído por el pueblo un sentido simbólico y un sentido literal, siendo así que “la época de la fuerza mítica tiene —lo mismo en los griegos que en los cristianos o donde sea— el don singular de que lo creído no es tomado literal sino simbólicamente, pero de tal manera que esta contraposición no llega a la conciencia y entonces el símbolo es aceptado y experimentado como algo vivo”.[434]

Al producirse la escisión quedan por un lado los verdaderos cristianos, herejes, místicos y con frecuencia revolucionarios, y por otro comienza el proceso de fundamentación racionalista de la religión en las esferas eclesiásticas, lo cual da lugar “a una estupidez de tipo y magnitud de la que es difícil hallar otro ejemplo en parte alguna”.[435]

Ante este proceso los verdaderos cristianos, a su vez, tienen que plegarse al lenguaje de la razón, y al comprender que los símbolos no eran más que símbolos, se dan cuenta de que se hallan tan lejos de la fe del pueblo como del dogma eclesiástico. Comienza así la era de los pensadores, de los filósofos, de los científicos solitarios. Este comienzo está simbolizado, según Landauer, por un hombre fatídico: Martín Lutero. Él aplasta la revolución de los campesinos, que constituye, en realidad, un gigantesco intento para salvar el Medioevo, y es, en definitiva, una revolución cristiana. Cien años antes, Meter Chelcoky, de Bohemia “había hecho un intento de salvar el cristianismo en tanto espíritu: había existido de manera real pero no expresa, caracterizó como reino del espíritu y de la libertad”.[436] Este admirable ejemplo de anarquista cristiano “dirigió sus enseñanzas contra toda práctica de la violencia, contra toda ley, contra toda autoridad”.[437] Podría haber dicho como Proudhon, señala Landauer, que “la libertad no es hija sino madre del orden”.

Pero los tiempos habían cambiado profundamente y las palabras de este “Tolstoi husita” (para usar siempre los términos de Landauer) aunque encontraron mucho y entusiastas oyentes, estaban destinadas a fracasar; ya no existía la fuerza capaz de reinstaurar la que había sido.

Al humanismo se le debe el profundo divorcio que existe entre la cultura y el pueblo. El arte, el pensamiento, la poesía en sus más elevadas y puras manifestaciones, pasaron a ser patrimonio exclusivo de una aristocracia intelectual. Todo producto espiritualmente valioso nace y vive desde entonces dentro de un limitadísimo círculo de individuos.

Esto se ve muy claramente en el Arte, el cual, al decir de Landauer, puede servir siempre de pauta y de criterio para averiguar la grandeza de una civilización. Mientras en el Medioevo las artes son del pueblo y no de los individuos y se unen todas cooperando en un propósito común, en el Renacimiento, cuando se inicia ya la decadencia del espíritu, aparecen como el fruto del genio individual y se dispersan como el fruto del genio individual y se dispersan tomando cada una su propio camino.

“Para la Edad cristiana la arquitectura, que ascendió al rango de signo de la construcción de la sociedad, era el símbolo de la fuerza del pueblo mancomunada y plena de vida; nuestra época está representada por la más individual, melancólica y dolorida de las artes: la música, el símbolo de la oprimida vida popular, de la declinación de la comunidad, de la soledad de la grandeza”.[438] Y por otra parte: “la escultura y la pintura, inseparables en la Edad Cristiana de la arquitectura, de las iglesias, las casas consistoriales, las plazas y las calles, en fin, de los ámbitos representativos públicos o privados, simbolizan en este entonces a la sociedad, al pueblo; a la una y el otro en su estructuración y en su ligazón con el principio espiritual superior”.[439] Pero más tarde, desde el Renacimiento, la pintura y la escultura se desvincularon de la obra arquitectónica, fueron cada vez más el producto del genio solitario y solo pudieron ser gozadas en las cortes reales y señoriales o en las mansiones de los ricos burgueses.

Algo muy semejante sucedió con la poesía. Mientras hubo un espíritu en la comunidad, aquella brotaba dondequiera los hombres se reunieron: en el trabajo, en la iglesia, en las asambleas corporativas, en los castillos feudales, en el campo de batalla. Desde el renacimiento, tiene su refugio en el libro: obra de solitarios para solitarios.

Al humanismo se le deba también, al mismo tiempo que el advenimiento de las ciencias naturales y el dominio del Cosmos, la introducción del Derecho romano, como uno de los frutos de su culto por la antigüedad. Pero “si algo carecía, en la declinante antigüedad clásica, de espíritu y fuerza avasalladora, de alma y amor unificador, si lago hizo explicable, por tanto la difusión del cristianismo, ese algo eran las condiciones de la vida pública y de relación que encontraron su expresión en el derecho constitucional y civil”.[440] Por tal razón los pueblos nórdicos invasores (a los cuales Landauer no llama “bárbaros” ni tampoco “nuevos” sino “descansados”) no incorporan nada del “Corpus juris” sino que, desarrollando sus propias normas consuetudinarias al calor de la nueva fe dieron lugar “al derecho de la Edad Cristiana”.

Y cuando el cristianismo zozobra, el Derecho romano aparece nuevamente.[441]

El humanismo y la reforma por otra, son así los padres del Estado moderno, con “sus tres tendencia superpuestas: el poder absoluto de los príncipes, la legislación absolutista y el nacionalismo”.[442]

Todas las revoluciones posteriores (que en verdad no son sino fases de una misma revolución) tienen por eso un carácter político: se trata de echar por tierra la monarquía, el absolutismo, el nacionalismo.

La primera fase culmina con la revolución inglesa, la segunda la constituye las revoluciones americanas y francesa y los diversos movimientos europeos del siglo XIX. La tercera, empero, estará destinada a instaurar el socialismo y ello implica algo mucho más grande que una revolución política. En efecto, el carácter común de toda revolución política parece ser su espíritu de negación, de destrucción. Todas las pasadas se realizaron de hecho bajo la guía de la Razón: John Milton y los “levellers” en Inglaterra; Voltaire y los enciclopedistas en Francia, Franklin y los deístas unitarios en Norteamérica, fueron ante todo magníficos demoledores.

Sin embargo, si el socialismo consiste en la reinstauración del espíritu en el pueblo, su labor ha de ser sobre todo constructiva. Se hace necesario instaurar una revolución permanente: crear relaciones reales, vincular a los hombres en múltiples y autónomos organismos, reconducirlos al ámbito de la auténtica comunidad; como consecuencia el Estado dejará de existir y junto con él perecerán las clases sociales, la injusticia y la opresión de todo género, la fealdad y el sinsentido de la vida.

Fácil es comprender que este concepto del socialismo separa radicalmente a Landauer de Marx y sus discípulos.[443]

Para aquel, como vimos, la sociología no constituye una ciencia y la revolución, en especial, no es susceptible de ningún tratamiento científico. ¿Cómo la creación del espíritu, que es ante todo amor, sentimiento y voluntad, podría ser reducida a fórmulas matemáticas? Para probarlo intenta Landauer la comienzo de su obra “La Revolución”, mediante una amplia deducción, establecer estas leyes y muestra, por fin, cómo las mismas carecen del carácter científico. Se puede hablar, por supuesto, de una “topía” en cuyo seno florece la “utopía”, que pretende destruirla y acaba por convertirse en una nueva “topía”, y de la revolución que es el filoso tránsito de la primera a la segunda (todo esto no dejará de recordarnos los estudios de Manheim sobre ideología y utopía) pero para Landauer, se trata de una construcción como otra cualquiera; puede aplicarse, por lo demás, a un campo muy limitado dentro de la perspectiva histórica y no tiene porqué reivindicar la validez de una ley física o biológica.

Según landauer el socialismo es, ante todo, “la tendencia de la voluntad de hombres unidos para crear algo nuevo en pro de un ideal”.[444] Si se tiene en cuenta la amplia interpretación histórica que hemos esbozado podremos comprender asimismo que “el socialismo es un movimiento de cultura, es una lucha por la belleza, por la grandeza y por la plenitud de los pueblos”.[445] Y podremos comprender que nadie que no llegue desde el fondo de los siglos y de los milenios será capaz de captarlo, de guiarlo, de realizarlo. “El que no concibe el socialismo como un amplio camino de la larga y pesada historia, no sabe nada de él; y con eso he dicho que ninguna especie de políticos cotidianos pueden ser socialistas. El socialista abarca el conjunto de la sociedad y el pasado; lo tiene en el sentimiento y en el conocimiento, sabe de dónde venimos y determina en consecuencia a dónde vamos”.[446] En una palabra, por oposición a los políticos (los que quieren guiar, conservar o transformar el Estado) los socialistas son los que ven el todo, lo que contemplan la unidad y recogen en ella lo múltiple.

Nada más distante, dice Landauer, de eso hoy que se llama socialismo. “También aquí en este llamado movimiento socialista, como en todas las organizaciones e instituciones de estos tiempos, tenemos en lugar del espíritu un substituto mísero y vulgar. Pero aquí el artículo equivalente falsificado es particularmente malo, se distingue por algo especial, singularmente ridículo para aquello tras lo cual ha venido, singularmente peligroso para los engañados. Ese suplemento es una caricatura, una imitación, una desfiguración del espíritu. Espíritu es comprensión del todo en lo general viviente, espíritu es asociación de lo separado, de las cosas, de los conceptos y de los hombres; espíritu es, en los tiempos de traslación, entusiasmo, fuego, valentía, lucha; espíritu es una acción y una construcción”.[447] Y en lugar del espíritu, este socialismo del profesor Karl Marx, nos brinda “una superstición científica en extremo particular y cósmica”.[448]

A la suficiencia científica del marxismo, al cual consideraba como “la peste de nuestro tiempo y la maldición del movimiento socialista”,[449] sustituía su acción incesante a través de la “Liga socialista” que había fundado.[450]

Los voceros de la socialdemocracia y los marxistas de todos los matices, se burlaron siempre de este “pequeño burgués” que pretendía hacer la revolución creando en el seno del Estado capitalista pequeñas colonias de hombres libres, vinculados por el espíritu de trabajo y de comunidad, dispuestos a dar la espalda a un mundo de violencia e injusticia.[451]

Lo calificaron, naturalmente, de “utópico”. Pero aún prescindiendo del sentido nada peyorativo que Buber ha sabido reivindicar para esta palabra, es conveniente recordar que caben dos géneros de utopías: la de aquellos que lo son a fuer de soñadores (y en estos la utopía es intrínsecamente excusable puesto que el que sueña no está en ningún lugar real) y la de aquellos que lo son por un exceso de vigilia, esto es, por una demasía de realismo. Estos últimos son capaces de producir grandes cambios y aun hecatombes históricas. Sacuden el orbe. Sacrifican generaciones enteras. Cubren de hierro, de sangre, de zapatos, de manuales, de usinas eléctricas, de trigo y de aeronaves la tercera parte del mundo. Y al cabo de medio siglo, al despertar cualquier mañana, se encentran con que todo lo que han hecho es precisamente lo contrario de lo que se habían propuesto hacer. Es claro que siempre se puede esperar otros cincuenta años, pero esta espera, ¿es acaso legítima utopía?

[1] Aristot, Polit. VII, 1330 b.

[2] Cfr. Jean Berard: La colonisation grecque de l’Italie Méridionale et de la Sicilie dnas l’Antiqueté, París, 1941, p. 164.

[3] P. M. Schuhl, Essai sur la formation de la pensée grecque.

[4] Cfr. Georges Conteneau, L’Art de L’Asie occidentale ancianne. Paris et Bruxelles. 1928, p. 13.

[5] Schuhl. Op. cit. Ibíd.

[6] Aristot, Polit. II 8, 1267 b.

[7] Hesych. S. voce.

[8] Harpocr. S. voce.

[9] Bekk. Anecd. I. 266, 28. Cfr. Schol. Aristooh. Eq. 327.

[10] Harpocr. Loc. Cit.; Bekk, Anecd. Loc. Cit.

[11] Hipodamo fue, como dice A. Choisy (Historie de l’Architecture. París. I p. 420), promotor de “la arquitectura de solemne regularidad”.

[12] Esta afirmación basta, a nuestro juicio, para invalidar la hipótesis de la I. Lana, según la cual el sistema de Hipodamo “tiende a resolver los problemas políticos particulares de una determinada ciudad en determinados momentos de su historia” (L’utopia di Hipodamo di Mileto. Rivista di Filosofia, 1949. p. 150). Si Hipodamo se hubiera ocupado de elaborar un proyecto de construcción para Turio, teniendo solo en cuenta las circunstancias particulares de dicha ciudad, probablemente Aristóteles no lo hubiera considerado como ajeno al gobierno del Estado, aun cuando su constitución no hubiera llegado a ponerse en vigencia.

[13] Cfr. Aristot. Polit II 1266 a.

[14] Cfr. L. Robin, El pensamiento griego y los orígenes del espíritu científico. Barcelona. 1926. p. 267.

[15] Aristot Polit, II 1266 a.

[16] El reparto de la tierra propiciado por Faleas no constituye, de hecho, un programa de socialismo agrario, tal como el que había de propiciar en el siglo XIX Henry George (Progrees and Poverty. 1879), Hermann H. Gossen (Entwicklung der Gesetze des Menschlichen Verkehrs. 1853) o Leon Walras (Etudes d’Economie sociale. 1867). Sin embargo, parece tener en común con todos ellos, y muy especialmente con George, la idea de que la propiedad de la tierra, por parte de quien no la cultiva es el origen de todos los males sociales. De cualquier modo habría que comparar más bien sus proyectos de reforma agraria con los de aquellos políticos radicales que en nombre del solidarismo propician la abolición del salario por la multiplicación de la pequeña propiedad (Cfr. Gide-Rist: Historia de las doctrinas económicas. Madrid. P. 407). Sin ir tan lejos en el tiempo, ya en la Antigüedad, T. Graco, intentó realizar en el “ager latinus” una reforma inspirada en ideas análogas del filósofo Blosio de Cumas (Cfr. A. Piganiol: Historie de Rome. Paris. 1954, p. 141).

[17] Aristot. Polit II 1267 b.

[18] Plat. Resp. 441 a.

[19] Plat. Resp. 439 a.

[20] Plat. Resp. 428 d.

[21] Aristot, Polit. VII 1330 b.

[22] Aristot, Polit. II 1267 b.

[23] Aristot. Polit. Ibid.

[24] Es, por lo menos, claro, que Hipodamo no se siente muy satisfecho con el supuesto de lo que modernamente se denomina “positivismo jurídico”, a saber con “la unidad cerrada del orden jurídico, que es el supuesto de la prohibición de crear Derecho y de negarse a fallar impuesta al juez” (G. Radbruch: Introducción a la filosofía del Derecho. México. 1955. p. 123).

[25] Aristot. Polit. Ibíd.

[26] Que la democracia, como idea genérica, haya tenido partidarios antes de Hipodamo entre los pensadores griegos, es algo que no necesita mayores demostraciones. Baste recordar el concepto de ϊσονμια como “salud” del Estado en Alemeón de Trotona (Aët. V. 14, 1). Por lo que toca a los primeros jónicos, esto es, a los milesios y a Jenófanes, véase lo que decimos más adelante.

[27] Plat. Resp. 503 b.

[28] Plat, Resp. 442 d sg.

[29] Es verdad que Platón, en ciertos pasajes, parece considerar al gobernante como superior a las leyes, pero esto no significa en modo alguno que el mismo tenga facultades para variar su contenido esencial o modificar la estructura social-política, cuya razón, λόγος, deriva, en todo caso, de Dios (Leg. 642 a). La τέχνη πολιτική (Protag. 319 a) no quiere decir otra cosa más que la necesidad de adaptar la siempre cambiante realidad histórica a las leyes esencialmente inmutables, tarea que, por sus intrínsecas dificultades, exige que el gobernante sea un filósofo.

[30] Aristot. Polit. Ibíd.

[31] Plat. Resp, 458 d.

[32] Aristot. Polit. Ibíd.

[33] Cfr. Heraclit. Ap. Clem. Strom. III 16.

[34] Pauly-Wissowa: Real Enciclopedia der Classischen Altertumwissenschaft, VIII p. 1733.

[35] F. Hermann: De Hipodamo Milesio. Marburg. 1841. 9. 6 sigs. (citado por I. Lana).

[36] Plat. Hipp min. P. 368 b.

[37] K. Freeman: The Pre Socratic Philosophers. Oxford. 1946. p. 213.

[38] I. Lana. Op. cit. P. 134.

[39] Zeller-Mondolfo: La filosofía dei Greci. P. I. Vol. II p. 288.

[40] B. Donati: Doctrina pitagorica e aristotélica Della giustizia. Rivista di Filosofia.

[41] Aristox. Ap. Stob. Flor. IV 25 p. 629. Cfr. Carmen aureum 1 sqq.; Diog. VIII 23.

[42] Aristox, ap. Stob. Flor. IV, 49 p. 15. Cfr. Lambl. Vit. Pyth. 101 sqq.

[43] Zeller-Mondolfo, Op. cit. P. 412.

[44] Diocl. Ap. Diog. X 11; Tim. Ap. Diog.VIII 10; Hippol, Refut. 1, 2; Schol in Phaedrum Plat. P. 319 Bekk; Iambl. Pyth. 30; 68, s99; 165-168; 256-257; Porphyr. 32-35.

[45] Zeller-Mondolfo, Op. cit. P. 407.

[46] Resp. II 600 b.

[47] Iustin. XX 4; Diog. VIII 3; Val. Max. VIII 7.

[48] Marcel Poëte hace notar a propósito del papel del número en las doctrinas de Hipodamo (Introduction a l’Urbanisme. París 1929. p. 194) que los dorios se dividían en tres tribus y los jonios en cuatro. Esto nos sugiere que la idea de la tripartición en Hipodamo debe haberse desarrollado en el ambiente de las ciudades dóricas de la Magna Grecia.

[49] Zeller-Mondolfo. Op. cit. O. 443, 608 etc.

[50] Lana. Op. cit. P. 443. 608.

[51] Cfr. Aristot. Metaph. I 6, 987 b; Aristox. Ap. Stob. I 16.

[52] Aristot. De caelo I 1, 268 a; Cfr. Iambl. Theol. arithm. P. 15. También el número 10.000 (que es el de los habitantes de la ciudad) parece estar vinculado a la idea pitagórica de perfección, pues, como es sabido, el número 10 era el número sagrado y perfecto. Cfr. Fiol. ap. Stob. Ecl. I, 8; Aristot. Metaphys. I 5, 986 a; Philop. De anim. C. 2.

[53] Schol. Aristoph. Eq. 327.

[54] Lana. Op. cit. P. 131-132.

[55] Aristot. Polit. Loc. Cit.

[56] Hesych. Sub voce І πποδάμου νέμησις.

[57] Harpocr. Sub voce І πποδάμξια.

[58] Lana. Op. cit. P. 130 n. 24. P. Lavendan (Histoire de l’Urbanisme. París. 1926, págs. 129-130) dice que Hipodamo, nacido en Mileto hacia el 500, se dirigió después de la destrucción de su patria, a Atenas, donde fue acogido con simpatía y logró conquistar la admiración de Temístocles.

[59] Apol. ap. Diog. II 3.

[60] Cfr. A. J. Cappelletti: Sobre el concepto del νοΰς de Anaxágoras. Universidad 42 p. 55.

[61] Cfr. A. J. Cappelletti: Medicina y Filosofía natural en Hipón de Samos. Universidad. 40 p. 167.

[62] Aristot. Polit. II 1267 b.

[63] Hesych. S. voce. І πποδάμου νέμησις.

[64] Diog. I 24.

[65] Aristot. Phys. III 4, 203 b; Metaphys. I, 8, 989 etc.

[66] P. Tannery: Pour l’histoire de la science helléne. París.

[67] Teichmüller: Estudien zur Geschichte der Begriffe. Berlín. 1870.

[68] E. Brehier: Historia de la filosofía. Buenos Aires. 1944. I. p. 94. sigs.

[69] J. Burneo: L’Aurore de la philosophie grecque. París. 1919.

[70] Cfr. O. Gilbert: Die meteorologische Theorien der griechische Altertums... Leipzig. 1907.

[71] Plat. Theaet. 174 a; Diog. I 134.

[72] Mondolfo (op. cit. P. 36 sigs.) ha puesto un especial cuidado en demostrar “la insuficiencia de las soluciones simplificadoras” a este propósito.

[73] Tim. Ap. Diog. I 34; Cicer. Acad. II 37. 118 etc.

[74] Simplic. Phys. 24. 13.

[75] Ael. Var. Hist. III, 17.

[76] Herod. I 170.

[77] Diog. I 25.

[78] Es verdad que, según narra Herodoto (I 75), Tales habría acompañado a Creso en su expedición contra Ciro, pero una noticia no destruye la otra. Y quizás nos sea lícito inferir de ambas que Tales trataba, por todos los medios, de debilitar el poderío de los monarcas vecinos.

[79] W. A. Heidel: Anaximanders book, the earliest known geographical treatise. Proceedings of the American Academy of Arts and Sciencias. 1921 (citado y resumido por Mondolfo. Op. cit. p. 137 sigs.).

[80] Ael. Var Hist. III 17.

[81] Lana, op. cit. P. 139.

[82] K. Joël Geschichte der antiken Philosophie. Tübingen. 1921 p. 258 sigs.

[83] Los milesios fueron entre todos los jonicos los que más lucharon por la independencia. Cfr. E. Bethe: Un milenio de vida griega antigua. Barcelona, 1937, p. 101.

[84] Athen. Epit II. P. 54 E. Cfr. H. Fraenkel: Xenophanesstudien. Hermess LXXIX, 1925 p. 175; S. Mazzarino: Fra Oriente e Occidente. Firenze, 1947, p. 234-244.

[85] Athen. XII 526 A. Cfr. M. Untersteiner: Senofane. Firenza. 1956. p. 117.

[86] Aristot. Metaphys. I 3, 983 b.

[87] Clem, Strom. V 109-110. Ib. XI 462 C; Ib. XII.

[88] Diog. VIII 36.

[89] Athen. X 413 F; Ib. XI 462 C; Ib. XII 526 A.

[90] Cfr. J. Bagnell Bury: Historia de la libertad de pensamiento. Bs. Aires. 1957, p. 30.

[91] Diógenes Laercio (IX 18) dice que fue “de muy larga vida” (μακρο βιώτατος) y cita unos versos del mismo Jenófanes en que este cuenta: “Hace ya sesenta y siete años que ando peregrinando con mi pensamiento por la tierra helénica. Y antes de estos ya habían pasado veinticinco desde mi nacimiento”. Lo cual supone que en el momento de escribirlo tenía noventa y dos años. Según Luciano de Samosta había vivido noventa y un años (Macr. 20). Según Censorio (15.3) en cambio, más de cien.

[92] Aristot. Polit. II 8, 1268 a.

[93] Esta crítica aristotélica resulta tanto más interesante cuanto mejor puede extenderse a sistemas que, como el bolcheviquismo en nuestros días, creen, posible la existencia de un “ejército del pueblo” y de una “vanguardia armada del proletariado”, dando muestras de una inconcebible falta de realismo social y político. Sobre el ejército y su función en la URRS., véase, por ejemplo, S. Labin: Stalin, el terrible. Buenos Aires, 1947. p. 103 sigs.

[94] Aristot. Polit. II 8, 1268 a.

[95] Cfr. E. Edelstein: Xenophontisches und platonisches Bild des Sócrates (Heildelberg. 1935). H.Gomprerz: Die Sokratische Frage als geschichtlichen Problem. (Historische Zeitschrift, 1943). K. Joël: Des echte und der Xenophontische Sokrates (Berlín, 1893); A. Labriola: La dosctrina di Socrate secondo Senofonte, Platone, Aristotele (Bari, 1947); V. Magalhaes-Vilhena: Socrate et de la legenda platonicienne (París, 1952); L. Robin: Les memorables de Xénophon et notre conaissance de la philosophie de Socrate (Anée philosophique, 1910); W. D. Ross: The Problem of Sócrates (Proceedings of Classical Association, 1933).

[96] Cfr. H. Weissenborn: De Xenophontis in Comentaris scribendis FIDE historica (jena, 1970).

[97] Cfr. Banquete 211 b; Fedón 100 d; Rep. 476 e etc. (passim).

[98] Cfr. Sofista 251 b.

[99] Cfr. Menón 81-82; Filebo 34; Teeto 191 sigs.; Fedro 249 be; Rep. 476 a; 494; ate. (passim).

[100] Cfr. Sofista 251 b.

[101] Cfr. Rep. 509 d-511 e; 514 a- 518 a; Filebo 55 c. 59 d; Sofista 253 d.

[102] Cfr. Aristot. Metafísica V 29, 1024 b 32; Id. VIII 3, 1043 b 24; Teetto 201 c.

[103] Cfr. Rep. 586 c-603-c.

[104] Cfr. Dióg. Laercio VI 1, 11.

[105] Cfr. Protag. 324 d - 326 b; Filebo 19 a-d; Leyes 689 c-d; Rep. 431 c, 443 d, 44 d, 548 b, Fedón 61 a.

[106] Cfr. Eutidemo 283 c.

[107] Cfr. Dióg. Laervio III 1; Cárdimes 157 e sigs.; 20 e.

[108] Dióg. Laercio VI 1.

[109] El primer sucesor de Platón como jefe de la Academia fue su propio sobrino Espeusipo, hijo de su hermana Pomona. Cfr. Dióg. Laercio IV 1.

[110] Cfr. Dióg. Laercio VI 2, 20 sigs.

[111] Cfr. R. L. Nettleship: Lectures in the Republic of Plato, p. 68.

[112] Cfr. Res. 457 a, 458 d.

[113] Es preciso tener en cuanta, sin embargo, que un aristocratismo como el que postula Platón está colocado bajo un signo opuesto al de todas las formas de oligarquía conocidas en la historia política de Occidente. Se trata, en realidad, de identificar el Poder con la Pobreza, esto es, con la renuncia a la propiedad privada. Ahora bien, aun en un régimen ce socialismo de Estado (como sería hoy el de la Rusia Soviética) el individuo o grupo de individuos que detenta el poder político, aunque en principio (esto es, según las formas jurídicas) renuncien a la propiedad privada, de hecho se constituyen en “propietarios” del así llamado patrimonio común, por lo cual todo socialismo de Estado se identifica necesariamente con un capitalismo de Estado y este, a su vez, con un capitalismo oligárquico. Aspirar a unir el poder con la pobreza supone o una “contradictio in terminis” o una extrema maña fe. La historia de la iglesia nos muestra que monje que llega a obispo deja de ser monje.

[114] Cfr. Rep. 432 c.

[115] Cfr. K. Popper: La Sociedad abierta y sus enemigos. (Bs. Aires 1957). P. 115 sigs.

[116] Cfr. Rep. 319 a.

[117] Cfr. Polit I 5. 1255 a; 1254 b.

[118] Cfr. Arist. Polit I 3, 1253 b. 20.

[119] Cfr. Dióg. Laercio Vi 2, 20 sigs.; Epístolas pseudos-heraclíteas VII 7.

[120] Ep. Pseudos-Heraclíteas IV.

[121] Cfr. Dióg. Laercio VI 2, 72.

[122] Cfr. Dióg. Laercio VI 2, 68.

[123] Cfr. Dióg. Laercio VI 2, 63; Ep. Pseudoheraclíteas IX; Crates frg. 17 M.

[124] Cfr. T. A. Sinclair: Historie de la Pensée politique grecque (París, 1953) p. 258-259.

[125] Cfr. K. W. Goettling: Diogones der Kyniker oder die Philosophie des griechische proletariats (Halle, 1851).

[126] William Roper (1496-1578) estaba casado con Margaret, la mayor y la más querida de las hijas de Moro (la que hacia 1529 “disputa” públicamente en la corte, en presencia de Enrique VIII). Durante más de tres lustros hábito en casa del propio Moro. El texto de la biografía que mencionamos fue editado por vez primera casi medio siglo después de la muerte de su autor (1626) y no en Inglaterra sino en Francia.

[127] Se trata en realidad de una versión libre de la obra latina de Gianfrancesco Pico, sobrino del biografiado, que había aparecido en Bolonia en 1494 como introducción a las Comentationes del célebre humanista.

[128] Froben era gran amigo de Erasmo quien escribió su epitafio (Arida Ioannis tegit hic lapis ossa Frobeni etc.).

[129] Sir Thomas More: Selections Fromm his English Works, edited by P. S. and H. M. Allen Oxford, 1924, p. VIÇ.

[130] Cfr. J. Gairdner: The English Church in the 16 th Century, 1904; M Paterrson; A History of the Church of England , 1909; H. Maynard Smith: Henry VIII and the Reformation, 1948; G. Baskerville: English Monks and the Suppression of the Monasteries, 1937; G. Constant: La reforme en Angleterre: le schisme Anglican; Henry VIII, 1930. Un clásico de la lengua Castellana, el Padre Ribadeneyra, secretario de Ignacio Loyola, escribió, desde el punto de vista de la Contrarreforma, una historia del Cisma de Inglaterra.

[131] Este diálogo tiene como escenario a Hungría que, por aquellos años, estaba bajo la dominación turca. En la cárcel escribió Moro además de A treatise to receive the blessed body of our Lord (Tratado para recibir el sagrado cuerpo de nuestro señor) y A treatiste upon the Passion of Christ (Tratado sobre la pasión de Cristo), la última de sus obras, que, comenzaba en inglés y continuaba en Latín, quedo inconclusa (y fue concluida en la edición de sus obras inglesas de 1577). Otras obras no mencionada en el texto son: A Dialogue (Diálogo), contra Lutero y Tyndale, compuesto en 1528; The Suplication of Souls (La plegaria de las almas), que es del año siguiente: The Confuntation of Tyndale’s answers (Refutación de la respuesta de Tyndale) y The Confutation of Friar Barnes’Church (Refutación del fraile de la iglesia de Barnes), obras polémicas igual que La Carta sobre la Eucaristía contra Frith, compuesta en 1532; The Debellation of Salem and Dizance (La conquista de Salem y Bizancio); The Ansswer to the... nook wiich a nameless heretic hato named the super of the Lord (respuesta al libro que un innominado hereje ha denominado la Cena del Señor) y su Apology (apología), escritos en el año 1533.

[132] Sobre la vida y obras de Tomás Moro pueden consultarse: K. Kautsky: Thomas Morus und seine Utopie, 1888; T. Ziegler: Thomas Morus und seine Schift von der Insel Utopia, 1889; E. Dermenghem: Thomas Morus et les utopistes de la Renaissance, 1927; A. Erb: Thomas Morus, 1935 H. W. Donner: Introduction to Utopia, 1945; R. Ames: Citizen Thomas More and his Utopia, 1948. J. H. Hexter: More’s Utopia-The Biography of an idea , 1952. En castellano, además del ensayp de Silvio Zabala: La “Utopíade Tomás Moro en la Nueva España, 1937, puede leerse una biografía, escrita en la perspectiva de la reciente canonización, por Lucrecia Sáenz Quesada de Sáenz.

[133] Citado por G. Toffanin: Historia del Humanismo, Bs. As. 1953, p. 405.

[134] Cfr. S Zweig: Castelio gegen Calvin, 1936 (hay traducción castellana).

[135] Cfr. More’s Utopia, Traducción e introducción de G. C. Richards, Oxford, 1923.

[136] Cfr. A. Morgan: Nowhere is Somerwhwre, North Carolina University, 1948.

[137] Cfr. L. Baudin: Elimperio socialista de los Incas, Santiago de Chile 1955.

[138] Para todas las hipótesis antes mencionadas sobre el problema de la “ubicación” de “Utopía”, Cfr. M. L. Berneri: Viaje a través de Utopía. Bs. Aires, 1962, 79.

[139] Citamos siempre según traducción castellana de Heriberto Falk.

[140] Cfr. R. H. Tawney and Eillen Power: Tudor Economic Documents, London, 1953. Vol. I P. 169-228.

[141] Citado por M. L. Berneri, op. cit. P. 74.

[142] Paul Janet: Histoire de la Science politique dans ses rapports avec la morale, París, 1872, II p. 253.

[143] Recuérdese que Erasmo que escribió contra Lutero el De libero arbitrio, después de lo cual fue duramente atacado por los protestantes (excepto lapidationem et iam nunc aliquot rabiosi libelli provolarunt in caput neum, escribe después de publicarlo, dirigiéndose a Enrique VIII. Epist. 1493), sostuvo opiniones claramente racionalistas respecto a los sacramentos de la penitencia y de la eucaristía (Epist. 2136, 2175, 2205, 2263), al ayuno y a la abstinencia, a la liturgia, al culto a los santos etc. (Epist. 2226). Sobre las relaciones de Erasmo con Lutero Cfr. A Mayer: Etude critique sur les relations d’Erasme et de Luther, París, 1909.

[144] Cfr. J. F. MACKIE: The Earlier Tudor, 1485-1558 en The oxford History of England, Oxford, 1952, p. 346-347.

[145] M. L. BERNERI: Viajes a través de Utopía, Buenos Aires 1962, p. 109.

[146] Sobre Telesio Cfr. G. GENTILE: Bernardino Telesio, Bari, 1911; E. ZAVATTARI: La visione Della vita nel Rinascimiento e Bernardino Telesio, Turín, 1923; L. FIRPO: Filosofía italiana e contrariforma, Turín, 1951, pp. 38-55.

[147] Sobre G. Della Porta cfr. L. THONDIKE: History of magic and experimental science, N. York, 1959, VI, pp. 418-423.

[148] R. MONDOLFO: Tres filósofos del Renacimiento, Buenos Aires, 1947, p. 130.

[149] Las leyes de la época, no por piedad hacia el cuerpo sino por compasión hacia el alma, no permitían que se condenara a muerte a los dementes.

[150] BELLONI: Il Seicento, Milán, p.408.

[151] Cfr. R. DE MATTEI: La politica di Campanella, Roma 1927; Studi companelliani, Florencia, 1934.

[152] Cfr. L. AMABILE: Era tommaso Campanella, la sua congiura, il suo proceso, la sua pacía, Nápoles, 1882.

[153] Cfr. N. BOBBIO: Introduzione a Tommaso Campanella: La Cittá del sole, Turín, 1941.

[154] Cfr. M. L. BERNERI -op. cit. p. 114-115.

[155] Cfr. BOBBIO op. cit. p. 41; G. SOLARI: Di una nuova edizione critica Della “Città del Sole” e del commnismo del Campanella (Rivista di Filosofia, II, 3, Milán 1941).

[156] Cfr. T. CAMPANELLA: Discorsi ai principi d’Italia, Turín, 1945, Ed. L. Firbo, p. 98.

[157] La primera edición de La Ciudad del Sol la publicó Adami en Frankfurt, en 1623. Diez años antes lo había visitado en el Catello dell’ovo de Nápoles y al regresar a Alemania dio a luz varias obras del encarcelado Dominico calabrés. Nosotros citamos según la traducción castellana de Agustín Caballero Robredo (Buenos Aires, 1959).

[158] Cfr. Cuestiones sobre la mejor de las repúblicas - Art. 2, Citamos sobre la traducción castellana de segundo Tri, publicada como Apéndice de la Ciudad del Sol, Buenos Aires 1953.

[159] Sobre Comenio cfr. J. KVACALA: J. A. COMENIUS, Berlín, 1914; J. V. NOVÁK: J. A. Comenius, Praga 1920; A. FAGGI: Il Galilelo Della Pegagoia, Turín, 1929; G. C. TURNBULL: Hartlib, Dury ando Comenio, Londres, 1947.

[160] Sobre la Escuela Activa cfr. A. FERRIÉRE: La Escuela activa, Madrid 1922; la práctica de la escuela activa, Madrid 1924.

[161] Cfr. B. CROCE: Sobre la historiografía socialista. El comunismo de Tomás Campanella en Materialismo histórico y economía marxista, Buenos Aires, 1942 p. 228-229.

[162] Cfr. MORTIME J: ADLER: Como pensar sobra la guerra y la paz - Rosario, 1945, p. 127.

[163] Baltasar Castiglione desarrolla estas ideas en El Cortesano, y según hace notar Caballero Robredo, en la famosa Vindiciae contra tyranos se trata detalladamente la cuestión de si es lícito o aun obligatorio para un príncipe auxiliar a los súbditos de un príncipe vecino, oprimidos por la tiranía.

[164] M. L. BERNERI op. cit. p. 106.

[165] Ideas muy similares encontramos en el Gorgias de Platón.

[166] Cfr. R. AMERIO: Il problema esegenico fondamentale del prnsiero campaneliano, Rivista di Filosofía neoescolastica, 1939, pgs.368-387; Campanella, Brecia, 1947.

[167] Cfr. L. AMABILE, op. cit. y Fra Tommaso Campanella nei castelli di Napoli, in Roma e in Parigi, Nápoles, 1887.

[168] Cfr. L. BLANCHET: Campanella, París, 1920.

[169] Cfr. C. DENTICE D’ACCADIA: Tommaso Campanella, Florencia, 1921.

[170] Cfr. V. DUPONT: L’Utopie et le Roman Utopique dans en la littérature Anglaise, 1941.

[171] Cfr. A. Levi. Il pensiero di F. Bacone considerato in relazione con la Filosofia, de la naturà del Renacimiento e col razionalismo cartesiano, 1925; W. FROST: Bacon und die Natur-philosophie, 1927.

[172] Cfr. F. JORGE CASTILLA, “Si Francis Bacon, lord canciller de Inglaterra y padre de la filosofía experimental”, prólogo a Del adelanto y progreso de la ciencia divina y humana, Buenos Aires, 1947, pp. 41 y ss.

[173] Cfr. C. D. BREAD: The Philosophy of Francis Bacon, 1926; B. FARRINGTN; Francis Bacon, Philosopher of Industrial Science, 1951.

[174] Prólogo a la edición de La Nueva Atlántida (1924), citado por MARÍA LUISA BERNERI, Viaje a través de la utopía, Buenos Aires, 1962, p. 160.

[175] G. D. H. COLE: Historia del pensamiento socialista, I, Los precursores, México, 1957, p. 47.

[176] G. GURVITCH: Los fundadores franceses de la sociología contemporánea: Saint-Simón y Proudhon., Buenos Aires, 1958, p. 33.

[177] Op. cit. p. 17.

[178] Las citas corresponder a la traducción castellana de LUÍS DAVID DE LOS ARCOS: Catecismo político de los industriales, Buenos Aires, 1960.

[179] La autobiografía de Saint-Simón, que tiene un carácter fragmentario, está incluida en la antes citada traducción del Catecismo.

[180] Op. cit. p- 73.

[181] Op. cit. p. 10.

[182] Los datos bio-bibliográficos los tomamos de MAX NETTLAU, La ANARQUÍA a través de los tiempos, Barcelona, 1935, págs. 90 y sigs., e Introducción a la edición castellana de El Humanisferio.

[183] La obra fue publicada por vez primera en forma de libro en Bruselas en 1899 (191 páginas; texto incompleto) en la Bibliothéque des Temps Nouveaux, nº 14, por ELISEO RECLÚS. En 1927 aparece traducida al castellano, con explicaciones previas de Max Nettlau y Eliseo Reclús, editado por La Protesta de Buenos Aires en la colección Los Utopistas, nº 1 (142 páginas; texto completo).

[184] El humanisferio, pág. 19 (citamos siempre sobre la versión castellana de La protestas, La única que, como se dijo, trae el texto completo).

[185] Déj., op. cit. pág. 55.

[186] Déj., op. cit. pág. 55.

[187] Déj., op. cit. pág. 52-53.

[188] Sobre Coeurderoy cf. M. NETTLAU, op. cit., pág. 92.

[189] Déj., op. cit. pág. 22-25.

[190] Déj., op. cit. pág. 122.

[191] Déj., op. cit. pág. 122.

[192] Déj., op. cit. pág. 36.

[193] Déj., op. cit. pág. 36.

[194] Déj., op. cit. pág. 34.

[195] Cf. DIELS, Fragmente der Vorsokratiker, 88 B 25. De análoga manera Trasímaco de Calcedonia, cf. DIELS, op, cit., 85 B 8.

[196] Cf. M. T, CICERO: De natura deorum, I, 1, 2.

[197] Cf. RADHAKRISHNAN: Indian Philosophy, London, 1958, I, págs. 278 y sigs.; F. KASTBERGER, Léxico de filosofía hindú, BS. AS. 1954, pág. 32.

[198] Cf. D’HOLBAHC, De l’imposture sacerdotale ou recueil de piéces sur le clergé (1767; Les prétres demásqués au des iniquitess du clergé chrétien) (1768), etc.

[199] Cf. G. HEUREN, “Primus in orbe deos fecit timos”, Latomus, 1957.

[200] Déj., op. cit. pág. 34.

[201] Déj., op. cit. pág. 34.

[202] El “satanismo” que en la Antigüedad y el Medioevo tuvo un sentido teológico (p. ej., en algunas sectas agnósticas), adquiere para ciertos poetas del siglo XIX (Byron, Carducci, etc.) un significado estético o, en todo caso, genéricamente político, mientras para Bakunin (y para Déjacque) constituyen la exteriorización simbólica de un culto a la revolución anarquista.

[203] Déj., op. cit. pág. 17.

[204] Déj., op. cit. pág. 17.

[205] Déj., op. cit. pág. 112.

[206] Déj., op. cit. pág. 113.

[207] Déj., op. cit. pág. 28-31.

[208] Déj., op. cit. pág. 61.

[209] Déj., op. cit. pág. 16.

[210] Déj., op. cit. pág. 17.

[211] Déj., op. cit. pág. 17.

[212] Déj., op. cit. pág. 43.

[213] Déj., op. cit. pág. 47.

[214] Déj., op. cit. pág. 48.

[215] Déj., op. cit. pág. 53.

[216] Cfr. COEURDEROY, Hurrah! Ou la Révolution par les Cosaques, London, 1864; Cf. Además las obras citadas antes en el texto.

[217] Déj., op. cit. pág. 132.

[218] ENGELS considera como rasgo típico de los “utopistas” el desconocimiento del papel esencial del proletariado en la lucha por el socialismo.

[219] Déj., op. cit. pág. 130.

[220] Déj., op. cit. pág. 51.

[221] Déj., op. cit. pág. 52.

[222] Déj., op. cit. pág. 45.

[223] No puede hablarse de influencia directa, puesto que Déjacque no cita jamás a Comte ni alude siquiera a sus doctrinas.

[224] Déj., op. cit. pág. 129.

[225] Déj., op. cit. pág. 129-130.

[226] Déj., op. cit. pág. 130.

[227] Déj., op. cit. pág. 131-134.

[228] MAX NATTLAU, op. cit., pág. 92.

[229] Déj., op. cit. pág. 69.

[230] Déj., op. cit. pág. 66.

[231] Déj., op. cit. pág. 61-62.

[232] Cf. BELLAMY, Looking Backward, Boston, 1888; e igualmente cap. VII.

[233] Déj., op. cit. pág. 60.

[234] Déj., op. cit. pág. 67. A la invocación de Déjacque: “Genio de la ANARQUÍA, espíritus de los siglos futuros, libéranos del mal” (pág. 60) se parece mucho la del pensador y científico alemán Karl Vogt, quien en 1849 exclama: “Ven pues, dulce redentor, ANARQUÍA, y redímenos del mal que se llama Estado”.

[235] Déj., op. cit. pág. 68.

[236] Déj., op. cit. pág. 70-71.

[237] Déj., op. cit. pág. 72-73.

[238] Déj., op. cit. pág. 73-75; cf. Pág. 99.

[239] Déj., op. cit. pág. 79-80.

[240] Déj., op. cit. pág. 85.

[241] Déj., op. cit. pág. 48-49.

[242] Déj., op. cit. pág. 49.

[243] Déj., op. cit. pág. 49-60.

[244] Déj., op. cit. pág. 50.

[245] Déj., op. cit. pág. 50.

[246] Déj., op. cit. pág. 103.

[247] Déj., op. cit. pág. 101.

[248] Déj., op. cit. pág. 104.

[249] Déj., op. cit. pág. 106.

[250] Déj., op. cit. pág. 78. PI Y MARGALL, glosando a Feuerbach, escribe en su obra La Reacción y la Revolución (1854): “Homo sibi deus, ha dicho un filósofo alemán; el hombre es para sí su realidad, su derecho, su mundo, su fin, su dios, todo”.

[251] CHARLES RENOUVIER, el conocido pensador kantiano, autor de Histoire et solution des problèmes métaphysique (1901) y de Les dilemmes de la métaphysique pure (1903), es también autor de una obra que lleva el título Uchronie (1876). Junto con Ch. Fauvety, Erdan y otros, publica en París, en 1861, un libro donde, contra los excesos de la burocracia y el parlamentarismo, propone una especie de democracia directa. El proyecto, que concreta en el plano político su “personalismo” filosófico se titula Gobierno directo: Organización comunal y central de la República.

[252] Déj., op. cit. pág. 100-101.

[253] Déj., op. cit. pág. 77.

[254] Déj., op. cit. pág. 86.

[255] Déj., op. cit. pág. 125.

[256] Déj., op. cit. pág. 114.

[257] El movimiento esperantistas logró muchos adeptos entre los anarquistas en le primeras décadas de nuestro siglo.

[258] Déj., op. cit. pág. 115.

[259] Déj., op. cit. pág. 82.

[260] Cf. H. DE LUBAC, Proudhon et le christianisme (1945); G. WOODCOK, Pierre Joseph Proudhon (1956).

[261] Déj., op. cit. pág. 94.

[262] Déj., op. cit. pág. 87.

[263] Déj., op. cit. pág. 87-88.

[264] Déj., op. cit. pág. 88.

[265] Déj., op. cit. pág. 88.

[266] Déj., op. cit. pág. 89.

[267] Déj., op. cit. pág. 92.

[268] Déj., op. cit. pág. 102.

[269] Déj., op. cit. pág. 111.

[270] Déj., op. cit. pág. 108.

[271] Déj., op. cit. pág. 95.

[272] Déj., op. cit. pág. 80.

[273] Déj., op. cit. pág. 81.

[274] Déj., op. cit. pág. 93.

[275] Déj., op. cit. pág. 107.

[276] Déj., op. cit. pág. 98.

[277] Déj., op. cit. pág. 98.

[278] Déj., op. cit. pág. 108.

[279] Déj., op. cit. pág. 108.

[280] Déj., op. cit. pág. 108-109.

[281] Déj., op. cit. pág. 109.

[282] Déj., op. cit. pág. 109.

[283] Déj., op. cit. pág. 117-118.

[284] Déj., op. cit. pág. 118-119.

[285] Déj., op. cit. pág. 107.

[286] Déj., op. cit. pág. 107.

[287] Déj., op. cit. pág. 106.

[288] Déj., op. cit. pág. 114.

[289] Déj., op. cit. pág. 114.

[290] Déj., op. cit. pág. 115.

[291] Déj., op. cit. pág. 120-121. al contrario de Cabet, que insiste mucho en la uniformidad del vestido como prueba y salvaguardia de la igualdad, Déjacque al igual que Morris después, imagina la mayor variedad y policromía. (cfr. cap. VIII).

[292] Déj., op. cit. pág. 110. Recuérdese, por ejemplo, el “concordes simul ludunt tigride damae” de CLAUDIANO en su se raptu Proserpinae.

[293] Déj., op. cit. pág. Págs. 111-112. Véanse en especial, Las Epístolas pseudos heraclíteas.

[294] Déj., op. cit. págs. 121; 122-124. Fácil es advertir cómo la idea de la “antropofagia” concuerda con su hilozoísmo. Hasta podría decirse que constituye la faz sacramental de un naturalismo poético con matices levemente panteístas.

[295] Cfr. G. LEVAL: Conceptos económicos en el socialismo libertario. Buenos Aires, 1935, págs. 49-50.

[296] G. D. H. Cole: Historia del pensamiento socialistas, Máexico, 1958. II, pág. 349.

[297] Cfr. Proudhomeaux: Etienne Cabet ey les origenes du communisme icarien, París, 1907.

[298] Cfr. J. ROYCE: Californua, a Study of American Carácter, Boston, 1886.

[299] Cfr. H. W. SCHNEIDER, Historia de la filosofía norteamericana, México, 1950. 199.

[300] Cfr. ARTHUR E. MORGAN: The Philosophy or Edward Bellamy, know York, 1945, págs. 12-13.

[301] H. W. SCHNEIDER: op. cit., pág. 195.

[302] H. W. SCHNEIDER: op. cit., pág. 195.

[303] BELLAMY: El año 2000, Buenos Aires, 1946, pág. 22. Cito siempre la traducción castellana de Eduardo Torrendel Fariña.

[304] Bellamy: op. cit. págs. 23 y sigs.

[305] Bellamy: op. cit. págs. 27 y sigs.

[306] Bellamy: op. cit. págs. 31 y sigs.

[307] Bellamy: op. cit. págs. 29 y sigs.

[308] Bellamy: op. cit. pág. 32.

[309] Bellamy: op. cit. págs. 32 y sigs.

[310] BELLAMY: How I wroteLooking Backward” (Ladies’ Home Journal, II, Abril 1894-1-3), citado por Schneider: op. cit. pág, 201.

[311] Bellamy: op. cit. págs. 34-35.

[312] Bellamy: op. cit. pág. 34.

[313] Bellamy: op. cit. pág. 35.

[314] Bellamy: op. cit. págs. 36-37.

[315] Bellamy: op. cit. págs. 37-38.

[316] Bellamy: op. cit. págs. 59-60; 77.

[317] Bellamy: op. cit. pág. 46.

[318] Bellamy: op. cit. pág. 44.

[319] Bellamy: op. cit. págs. 44-45.

[320] Bellamy: op. cit. pág. 45.

[321] Bellamy: op. cit. pág. 45.

[322] Bellamy: op. cit. pág. 59.

[323] Bellamy: op. cit. pág. 55.

[324] Bellamy: op. cit. pág. 59.

[325] Bellamy: op. cit. pág. 60.

[326] Bellamy: op. cit. págs. 55-58; 67-68.

[327] Bellamy: op. cit. pág. 131.

[328] Bellamy: op. cit. pág. 69.

[329] Bellamy: op. cit. pág. 69.

[330] Bellamy: op. cit. págs. 69-70.

[331] Bellamy: op. cit. págs. 89-90.

[332] Bellamy: op. cit. pág. 70.

[333] Bellamy: op. cit. págs. 61-62.

[334] Bellamy: op. cit. pág. 91.

[335] Bellamy: op. cit. pág. 62.

[336] Bellamy: op. cit. págs. 63-64.

[337] Bellamy: op. cit. págs. 91-93.

[338] Bellamy: op. cit. pág. 97.

[339] Bellamy: op. cit. págs. 97-98.

[340] Bellamy: op. cit. pág. 98.

[341] Bellamy: op. cit. págs. 98-99.

[342] Bellamy: op. cit. pág. 98.

[343] Bellamy: op. cit. págs. 107-108.

[344] Bellamy: op. cit. pág. 107.

[345] Bellamy: op. cit. págs. 104-107.

[346] Bellamy: op. cit. pág. 123.

[347] Bellamy: op. cit. pág. 126.

[348] Bellamy: op. cit. págs. 127-130.

[349] Bellamy: op. cit. pág. 123.

[350] Bellamy: op. cit. pág. 124.

[351] Bellamy: op. cit. págs. 132 y sigs.

[352] Bellamy: op. cit. pág. 121.

[353] Cfr. G. D. H. COLE: Historia del pensamiento socialista. México, 1958, II p. 395.

[354] Cfr. G. D. H. COLE, op. cit., p. 391.

[355] Los datos biográficos los hemos tomado de buena parte de Mar Nettlau: William Morris y su utopía, ensayo publicado como prólogo a la traducción castellana de Noticias de ninguna parte, Buenos Aires, 1928, Edit. La Protesta, Colección Los utopistas.

[356] Cfr. H. ROSSETTI ANGELI: Dante Gabriel Rossetti: His friends and Enemies, London. 1949.

[357] W. Morris fue el primer secretario de la “Society for the protection of Ancient Buildings” Cfr. A. NOYES: William Morris. London, 1926. p. 125.

[358] Sobre Newman y el movimiento de Oxford. Cfr. C. LOVERa DI CATIGLIONE: Il movimiento di Oxford, Brescia, 1936; L. JANSSENS: Newman — Introduzione al suo spirito e alla sua opera, Roma, 1945.

[359] Sobre Disraeli cfr. A. MAUROIS: Disraeli, Buenos Aires.

[360] Sobre Most cfr. R. ROCKER: Johann Most, La vida de un rebelde, 2 tomos, Buenos Aires.

[361] M. L. BERNERI: Viajes a través de utopía, Buenos Aires, 1962, p. 238.

[362] Cfr. cap. Edward Bellamy: Trabajo, organización y socialismo.

[363] MORRIS: Noticias de ninguna parte, p. 39 sigs. Citamos según la antes mencionada traducción castellana.

[364] MORRIS, op. cit., p. 48, PAUL y PERCIVA: GOODMAN: Tres ciudades para el hombre, Buenos Aires, 1964, p. 39.

[365] MORRIS, op. cit., p. 111.

[366] “Mientras la humanidad esté ocupada en divertirse o en gozar de un ocio refinado, pues este es su verdadero destino, y no el trabajo— o en realizar bellas obras o leyendo hermosos libros o simplemente completando el Universo con admiración y encanto, la máquina hará todo el trabajo necesario y desagradable” (O. WILDE: El alma del hombre bajo el socialismo. Obras completas. Ed. Aguilar, p. 1335). Para Morris ningún trabajo verdaderamente tal es desagradable, sino al contrario, fuente de goce; y por eso, el destino del hombre no es ocio refinado sino el trabajo creador.

[367] Cfr. G. D. COLE, op. cit., p. 391.

[368] MORRIS, op. cit., p. 111.

[369] MORRIS, op. cit., p. 112.

[370] MORRIS, op. cit., p. 113 y sigs.

[371] MORRIS, op. cit., p. 48 115.

[372] MORRIS, op. cit., p. 111.

[373] MORRIS, op. cit., p. 57-65.

[374] MORRIS, op. cit., p. 75-85.

[375] MORRIS, op. cit., p. 87.

[376] MORRIS, op. cit., p. 53.

[377] MORRIS, op. cit., p. 54.

[378] Cfr. A. S. NEIL: Summerhil, México, 1963.

[379] Cfr. H. READ: La educación por el Arte, Buenos Aires.

[380] Cfr. Kipling: Algo sobre sí mismo, cap. I.

[381] MORRIS, op. cit., p. 96.

[382] MORRIS, op. cit., p. 96.

[383] MORRIS, op. cit., p. 97.

[384] MORRIS, op. cit., p. 98.

[385] MORRIS, op. cit., p. 98-99.

[386] MORRIS, op. cit., p. 100. Compárese eso con los siguientes pasajes de Oscar Wilde: “La autoridad es tan prejudicial para los que la ejercen como para los que la padecen” (El caso del vigilante Martín. Obras completas, ed. Aguilar, p. 1290); “Pero confieso que muchos de los planes del socialismo con que tropezado me parecen viciados de ideas autoritarias e incluso por coacciones efectivas. Naturalmente, ni la autoridad ni la coacción tienen nada que hacer aquí. Toda asociación debe ser completamente voluntaria. Solo en la asociación voluntaria se desarrolla el hombre en toda su belleza” (El alma del hombre bajo el socialismo. Obras completas, ed. Aguilar, p. 1327).

[387] MORRIS, op. cit., p. 101.

[388] MORRIS, op. cit., p. 102.

[389] MORRIS, op. cit., p. 103.

[390] MORRIS, op. cit., p. 102.

[391] MORRIS, op. cit., p. 103.

[392] MORRIS, op. cit., p. 178-181.

[393] MORRIS, op. cit., p. 106.

[394] MORRIS, op. cit., p. 175-176; p. 182-183, etc.

[395] MORRIS, op. cit., p. 107.

[396] MORRIS, op. cit., p. 108.

[397] MORRIS, op. cit., p. 108.

[398] MORRIS, op. cit., p. 109.

[399] MORRIS, op. cit., p. 121-145.

[400] MORRIS, op. cit., p. 146.

[401] MORRIS, op. cit., p. 147.

[402] MORRIS, op. cit., p. 147.

[403] MORRIS, op. cit., p. 214-217.

[404] Tal es el título de un libro de Agustín Socuchy, publicado primero en sueco: Gustav Landauer, Revolutionens filosof, Stockholm, 1920, y luego traducido al castellano por Diego Abad de Santillán (Gustav Landauer, el filósofo de la revolución, Bs. Aires, 1934).

[405] Estos datos biográficos que damos pueden ser ampliados con el libro de A. Souchy, antes citado y, sobre todo, con la obra de MAX NETTLAU: La vida de Gustav Landauer según su correspondencia (Bs. As. 1947) que a su vez, ha utilizado el trabajo de Martín Buber: Gustav Landauer, sein Lebensganf im Briefen (Frankfurt, 1929).

[406] Cfr. Fr. ENGELS: Anti Düring.

[407] Cfr. HANS MACK: Bruno Wilde als philosoph, Giesen, 1913.

[408] FRITZ MAUTHNER nació en Horitz (Bohemia) en 1849, estudió en la Universidad de Praga y murió en Meersburg (Suiza) en 1923. Su obra principal lleva por título: Beitrage zu einer Krotik der sprache (Sttutgart, 1901-1903). La misma es completada por Die drei Bilder der Welt, ein Sprachkritische Versuch Erlangen, 1929. También fue autor de un Woterbuch der philosophie (Munich, 1910), de una monografía sobre Spinoza (Desdes, 1921) y antes, de un trabajo sobre Aristóteles (Berlín, 1904), así como de una extensa obra titulada Der Atheismus und Seine Geschichte im Abendlande (1920-1923).

[409] Citada por M. NETTLAU, op. cit. p. 216.

[410] Citada en el prefacio de la primera edición alemana, que se produce en la traducción castellana de G. Thiele, p. 11.

[411] La traducción es de Pedro Scaron y tiene un prologo, especialmente escrito para la edición castellana, por H. Koechlin.

[412] Op. cit. p. 243.

[413] Para la crítica de Marx, véase en especial: Incitación al socialismo, p. 51 y sigs.

[414] La traducción castellana se debe a Diego Abad de Santillán, quien escribió para ella una breve “advertencia” y ha contribuido, sin duda, más que ninguno, a hacer conocer en nuestra lengua, la obra de Landauer.

[415] La revolución, pág. 21-22.

[416] La revolución, pág. 22.

[417] Citado por Souchy, pág. 38.

[418] La revolución, pág. 21.

[419] La revolución, pág. 44-45.

[420] La revolución, pág. 45.

[421] Ibíd. Pág. 31.

[422] Incitación al socialismo, pág. 45.

[423] B. BUBER. Caminos de la utopía, pág. 67.

[424] La Revolución, pág. 81.

[425] Ibíd. pág. 59.

[426] Ibíd. pág. 59-60.

[427] Ibíd. pág. 60-1.

[428] Ibíd. págs. 62-63.

[429] Ibíd. pág. 63.

[430] Ibíd. pág. 71.

[431] Ibíd. pág. 75.

[432] Ibíd. pág. 75.

[433] Ibíd. pág. 75.

[434] Ibíd. pág. 75.

[435] Ibíd. pág. 76.

[436] Ibíd. pág. 77.

[437] Ibíd. pág. 77.

[438] Ibíd. pág. 65.

[439] Ibíd. pág. 65.

[440] Ibíd. pág. 84.

[441] No podemos de dejar de recordar aquí las ideas de Simona Weil. Para ella el culto del Estado sustituyó en Roma toda verdadera relación con dios y por eso llegó a ser (junto con Israel) la nación más irreligiosa de la Historia.

[442] Ibíd. pág. 91.

[443] Para la crítica del marxismo véase Incitación al socialismo, pág. 54 y sigs.

[444] Incitación al socialismo, pág. 48.

[445] Ibíd. pág. 48.

[446] Ibíd. pág. 48.

[447] Ibíd. pág. 49-50.

[448] Ibíd. pág. 50.

[449] Ibíd. pág. 69.

[450] Sobre la “Sozialistischer Bund” y su obra, véase MAX NETTLAU: op. cit. pág. 246 y sgs.

[451] Este “pequeño burgués utópico”, conviene recordarlo aquí dio su sangre por la revolución y fue asesinado en Munich, el 2 de mayo de 1919 por la soldadesca, “todavía en plenitud de sus años y cuando más maduros podían ser los frutos de su gran inteligencia, de su experiencia y de su corazón”, como ha escrito Diego Abad de Santillán.