Anselmo Lorenzo
Medio siglo de parlamentarismo
Cuando, realizada la revolución francesa, vinieron a España, a la par que los ejércitos invasores, las ideas liberales, la juventud ilustrada aceptó con entusiasmo aquellas ideas destinadas a regenerar la sociedad española, llegada ya a la suma decadencia como consecuencia natural del absolutismo.
Aquella juventud comprendió que, al destruir el antiguo régimen político, era preciso abrir nuevas vías para alcanzar una transformación político-social con arreglo a un ideal de justicia, y adoptó el parlamentarismo y se denominó progresista.
El parlamentarismo, pues, debió ser un régimen de interinidad que satisficiese el doble objeto de llenar las condiciones y las exigencias de la vida práctica y elaborar paulatinamente las reformas futuras; era conservador, por cuanto dejaba subsistir lo bueno del pasado; positivista, porque atendía a las necesidades del presente; progresivo, porque aceptaba y planteaba los progresos teóricos elaborados por el pensamiento.
Pasaron multitud de vicisitudes políticas: los obcecados e interesados por lo antiguo suscitaron todo género de dificultades, contándose entre estas desde la intriga a la sangrienta guerra civil, y los progresistas, que asumieron la gran responsabilidad de facilitar el trabajo del progreso, se estancaron en el más repugnante doctrinarismo y pretendieron eternizar al país en irracionales fórmulas políticas que, lejos de inspirarse en generosos y científicos ideales, sólo obedecían a mezquinos intereses de los diferentes jefes de los partidos liberales.
Las constituciones políticas, aunque respondiendo a tan pobres fines, distaron mucho de alcanzar la perpetuidad que soñaron sus autores; por eso vemos que en poco más de medio siglo de parlamentarismo se han elaborado en España las siguientes Constituciones: la de 1812, restaurada en 1820 y 1836; la de 1837, la de 1845, la de 1855, la de 1869, la de 1873 y la de 1876 hoy vigente. No hemos alcanzado en esto a los franceses que desde 1789 al presente han promulgado 16 Constituciones.
Se adelantaron a la cultura de su tiempo los que declararon que la nación no era patrimonio del monarca; se acreditaron de precabidos los que decretaron la desamortización en beneficio de la clase media; viven ya fuera del siglo los que quieren perpetuar el salario dentro de la futura república, prometiendo que la república garantizará la justa cifra de los salarios.
Porque eso es la burguesía: en el principio, entusiasta, se sacrifica por la libertad; en el media, egoísta se aprovecha de los beneficios de la revolución, y en el fin, hipócrita, quiere perpetuar sus privilegios distrayendo a los trabajadores con fantásticos ideales.
Paralelo al desarrollo político de la burguesía se ha desarrollado el militarismo, que ha dado a nuestro país una celebridad especial y que alternativamente sirve a la revolución para viciarla y a la reacción para debilitarla.
Hoy que los últimos sucesos nos proporcionan oportunidad, reproduzcamos, tomado de Garibaldi, historia liberal del siglo XIX, la lista de los pronunciamientos verificados en los últimos setenta años:
En 1814, al volver Fernando VII del destierro, el jefe militar de Tarragona proclama a Fernando rey absoluto.
En el mismo año el general Mina intentó una sedición militar para restablecer la Constitución.
Poco después seguían su ejemplo los generales Lacy y Porlier, que, poco afortunados, pagaron con la vida su derrota.
A principios de 1820, Riego, Quiroga, Arco Agüero, López Baños, con varios batallones, se sublevaron en la provincia de Cádiz, y O’Donnell, conde del Abisbal, encargado de perseguirlos, se unía al movimiento sublevándose en Ocaña con toda su división.
La guardia real se subleva en Madrid el 7 de Julio de 1822, para restablecer el despotismo.
En 1824 se pronunció Besieres con cuatro compañías del regimiento de Santiago, contra Fernando VII, acusándole de francmasón y cómplice de los liberales, porque no quiso restablecer el odioso tribunal de la Inquisición.
Valdés, Manzanares, Torrijos, Vidal, Márquez, Chapalangarra, Milans, Mina, todos jefes del ejército, y otros muchos, promovieron sublevaciones durante los diez últimos años del reinado de Fernando VII, y a excepción de los dos últimos, todos perecieron en el campo de batalla o en el cadalso.
Por aquella época subleváronse también las fuerzas de infantería de marina de la Carraca, muriendo asesinado el gobernador.
Apenas muerto Fernando VII, el general D. Santos Ladrón inauguró la rebelión carlista, muriendo fusilado después de la derrota en los campos de Castilla la Vieja. A pesar de tan desgraciado fin, siguieron su ejemplo los generales Moreno, Eguía, Jáuregui, el conde de España, el teniente coronel Zumalacárregui y muchos otros.
En 1835 se sublevaba en Madrid D. Cayetano Cardero con un batallón del segundo regimiento de infantería ligera para restablecer la Constitución de 1812.
Poco después pronúnciase también el ejército del Norte, proclamando la misma Constitución.
En 1837, tres mil hombres de la guardia real, acaudillados por tres sargentos, se sublevan en la Granja, obligando a la reina Cristina a jurar la Constitución de 1812.
En 1838 los generales Córdova y Narváez intentaron en Sevilla una sedición, que abortó, viéndose obligados a emigrar: el primero murió en la emigración.
En 1840, los ejércitos reunidos bajo el mando de Espartero, apoyaron el pronunciamiento iniciado por el Ayuntamiento de Madrid.
Un año más tarde, los generales Concha, O’Donnell, León y Borso di Carminati, se ponían al frente de una sedición militar en Pamplona, Zaragoza y Madrid, para derribar del poder a los progresistas, a cuyo frente figuraba Espartero.
En 1843, Prim, Ortega, Serrano, Narváez, Concha, Figueras, Lara, Aspiroz y otros muchos jefes, unos por sí solos y los más al frente de las fuerzas de su mando, capitanearon la insurrección que derribó al regente.
En aquel mismo año, Ametller, Martell, Bellera, Baiges, Par, Herbella y otros varios, se sublevaron en Cataluña al frente de varios batallones, proclamando la Junta Central.
El capitán D. José Ordax Avecilla secunda el movimiento en León, y otros jefes y oficiales toman una parte muy activa en los movimientos de Vigo y Zaragoza.
A principios de 1844, el coronel Boné se pronunció en Alicante contra la dominación moderada, secundándole en Cartagena los generales Santa Cruz y Ruiz. El coronel Boné y más de veinte jefes de la extinguida milicia nacional, fueron fusilados: los sublevados de Cartagena emigraron a la Argelia.
Algunos meses más tarde fueron fusilados Zurbano y sus hijos, a consecuencia de una conspiración abortada.
En 1846 se sublevó casi toda la guarnición de Galicia a las órdenes de los brigadieres Solís y Rubín de Celis, y el general Iriarte los secundaba también en Castilla la Vieja.
En 1848 los dos Ametller y Bellera renováron la guerra civil en Cataluña.
En el mes de Mayo del mismo año se sublevó en Madrid el comandante Buceta con el regimiento de España, y en Julio los comandantes Portal y Gutiérrez se insurreccionaron en Sevilla con un batallón y tres escuadrones de caballería, viéndose obligados a emigrar a Portugal.
A principios de 1854 se sublevó en Zaragoza el brigadier Hore al frente de su regimiento, y murió asesinado porque otros jefes comprometidos se negaron a cumplir su palabra.
En Junio del mismo año, los generales Dulce, O’Donnell, Messina, Ros de Olano, Echagüe y Serrano, al frente del regimiento del Príncipe y de dos mil caballos, se sublevaron en el Campo de Guardias, Madrid. Pocos días después el coronel Manso de Zúñiga en Barcelona, y La Roche, capitán general del Principado con toda su guarnición, secundaban aquel movimiento, al que se adhirió antes de finalizar el mes de Julio todo el ejército.
En 1855 el comandante Corrales sublevó en Zaragoza dos escuadrones a cuyo frente salió de la ciudad proclamando a Carlos VI, muriendo poco después fusilado y siendo dispersada su tropa.
En Julio de 1856, el general Ruiz, comandante general de la provincia de Gerona, se sublevó con las tropas de su mando contra el gabinete O’Donnell-Ríos Rosas: el capitán general de Galicia hizo lo mismo; el de Aragón se sublevó en Zaragoza; el general Gurrea capitaneaba la insurrección de Logroño, y el regimiento de Aragón con su coronel al frente secundó el movimiento.
En Julio de 1859 se descubrieron, cuando estaban a punto de estallar, sediciones militares con objeto de proclamar la república, en Alicante, Sevilla y Olivenza.
En 1860, el general Ortega, capitán general de las Baleares, con más de tres mil hombres, se presentó en San Carlos de la Rápita con objeto de proclamar a Carlos VI, abandonándole sus tropas y muriendo fusilado en Tortosa.
El 3 de Enero de 1866 sublévase Prim en Alcalá al frente de los regimientos de caballería de Bailén y Calatrava, viéndose obligado a refugiarse en Portugal.
En 22 de Junio del mismo año tuvo lugar la famosa insurrección de los artilleros del cuartel de San Gil en Madrid.
En Setiembre de 1868 iniciase en Cádiz por la marina y la guarnición de la plaza la Revolución de Setiembre, que echó por tierra la secular monarquía española.
El 3 de Enero de 1874 el capitán general de Madrid al frente de la guarnición se rebela contra la república y disuelve las Cortes Constituyentes.
En Diciembre de 1874 el general Martínez Campos, en Sagunto, proclama a Alfonso XII.
Durante la restauración ocurren la sublevación de Badajoz y de Santo Domingo de la Calzada, y las trágicas intentonas del capitán Mangado y los fusilamientos de Ferrándiz y Bellés; ahora en tiempo de la regencia acaba de presenciar Madrid la sublevación de parte de dos regimientos proclamando la república.
En lo que va de siglo no ha cesado la burguesía de cometer torpezas desde el poder y de agitarse en el club y en el cuartel cuando se ha hallado en la oposición.
Entre tanto el país ha vivido y vive en constante perturbación, vacilante como el que carece de camino verdadero, prodigando sus alabanzas un día al héroe de la fortuna y confundiendo con su anatema después al que acaba por descubrir bajo el oropel de la popularidad la más vulgar ambición.
Setenta años de interinidad pasados en conspiraciones, pronunciamientos, programas, discursos, motines, dictaduras, guerra civil acusan de incapaz a esa burguesía, que no ha sabido en tanto tiempo sustituir con un régimen de paz y progreso al régimen absoluto enterrado con el cadáver de Fernando VII.
El pueblo trabajador, que ansía vivir y trabajar libre de explotadores y mandarines, reniega de esa burguesía que le tiene sometido al capitalismo en tiempo de paz, y que le ha llevado y trata aún de llevarle a las barricadas cuando no puede dominar la ambición desmesurada que la devora; reniega también del militarismo, su cómplice, cuyas principales glorias consisten en haber derramado sangre española en defensa alternativa y hasta periódica de la reacción y de la revolución, pero con el único fin de proveerse de galones y entorchados. En el concepto revolucionario el ejército es como el prestamista, que saca de un apuro a condición de crear otros mayores para después. El militarismo es a la nación lo que la usura para el individuo. Esto es lo que preparan al pueblo, tanto los que quieren mucha infantería, mucha caballería y mucha artillería, como los que que no cesan de practicar el soborno.
El pueblo trabajador tiene ideales propios, y hoy agrupándose como clase social fuera y opuesta a todos los partidos políticos burgueses es la única esperanza del progreso, cuya fórmula es: abolición de toda explotación y de todo gobierno, y universalización del patrimonio universal.