Capi Vidal
Colin Ward y la anarquía en acción
Los males de la jerarquización
Autonomía local como base del federalismo ácrata
El control obrero de la industria
Colin Ward (1924-2010) fue un hombre cuyo compromiso con el anarquismo fue activo hasta el final de sus días; arquitecto, urbanista, pedagogo, autor de numerosos ensayos (aunque, de nuevo hay que decirlo lamentablemente, escasea su obra publicada en castellano) y colaborador incansable en el grupo vinculado a la publicación Freedom. El mismo Ward, hablando de los orígenes de sus ideas libertarias, afirmó en alguna ocasión cómo logró inmunizarse en los años 30 contra el dogmatismo y la idolatría por Stalin que afectó a gran parte de la izquierda. Ello se produjo gracias a las lecturas de Emma Goldman y Alexander Berkman, provenientes de la librería anarquista de Glasgow, por un lado, y a las de Arthur Koestler y George Orwell, por otro. Ward subscribía la famosa definición para anarquismo realizada por Kropotkin en 1905 para la Enciclopedia Británica. Podía denominarse tanto socialista como anarcosindicalista, aunque consideraba que existían diversos caminos para desembocar en el anarquismo, como se había demostrado en el colectivo de Freedom Press. Su crítica era evidente hacia aquellos que empleaban tiempo en tratar de denostar otra facción ácrata.
En su obra Anarquía en acción (Enclave, Madrid 2013), Colin Ward defiende que la sociedad libertaria que nos gustaría ya se encuentra aquí (a excepción de algunos «pequeños» contratiempos como la explotación, la guerra, el autoritarismo o el hambre), enterrada bajo el peso del poder político, de la burocracia, del capitalismo y de la religión. Se niega así cualquier especulación anarquista sobre una sociedad futura y se apuesta por la organización humana producto de la vida cotidiana, capaz de superar toda suerte de inclinaciones autoritarias. Gustav Landauer lo expresó de la siguiente manera: «la actualización y reconstrucción de algo que siempre ha estado presente, que existe junto al Estado, aunque subterráneo y desperdiciado». El mismo autor aportará una interesante reflexión: «El Estado no es algo que pueda ser destruido por una revolución, sino una condición, cierta relación entre seres humanos, un modo de comportamiento humano; lo destruimos contratando nuevas relaciones, comportándonos de diferente forma». Paul Goodman, a su vez, afirmó: «una sociedad libre no puede ser la substitución del ‘viejo orden’ por el ‘nuevo orden’; es la extensión de círculos de acción libre hasta que constituyen la mayor parte de la vida social». Se trata de un bello punto de vista; si se comienza a mirar la sociedad humana desde una óptica anarquista, se acaba descubriendo que las alternativas están ahí en el subsuelo de la dominación socipolítica y que todas las personas las tienen al alcance de la mano.
Anarquía es ausencia de gobierno y de autoridad, pero nunca de organización. El gobierno se ocupa de hacer cumplir las leyes, el garante de que los propietarios de los bienes sociales los sigan controlando, excluyendo a una parte de la sociedad; el principio de autoridad garantiza, a su vez, que la gente trabaje para otros, no por su propia voluntad sino porque no tienen alternativa. Ward señala que los gobernados, en gran medida y además del temor que también puede sustentar a los Estados, mantienen a los gobernantes al tener los mismos valores: creencia en el principio de autoridad, en la jerarquía y en el poder. Estas personas que, a priori, tienen esos valores y se vanaglorian de poder elegir entre diferentes élites gobernantes, en su vida cotidiana sin embargo hacen funcionar a la sociedad asociándose voluntariamente y empleando no pocas veces el «apoyo mutuo» con sus semejantes. La filosofía política y social del anarquismo se basa, principalmente, en la tendencia natural y espontánea de los seres humanos a asociarse en beneficio mutuo, sin intervención de gobierno alguno.
La disminución de la espontaneidad social es consecuencia del poder político. Se trata de una pugna entre dos principios que aparecen constantemente en la condición humana a través de la historia, así lo veía Kropotkin: «A través de la historia de nuestra civilización, dos tradiciones, dos tendencias opuestas han estado enfrentadas: la tradición romana y la tradición popular, la tradición imperial y la tradición federalista, la tradición autoritaria y la tradición liberal». Y existe una correlación invertida entre las dos, la fuerza de una supone la debilidad de la otra. Los totalitarios, del pelaje que sea, tratarán siempre de acabar con aquellas instituciones sociales que no puedan controlar. Muchos autores han rodeado al Estado de cierto halo metafísico, algo que ha quedado como una impronta popular y que se puede comprobar en muchas conversaciones populares, pero para su definición sociológica no es ni más ni menos que un mecanismo político, que monopoliza la violencia, y una forma de organización social como otra cualquiera. Sin embargo, la diferencia con otros tipos de asociación es que el Estado se arroga el poder final de opresión, aparentemente dirigido hacia algún enemigo exterior, pero constantemente ejercido hacia el interior. Martin Buber apuntó que el mantenimiento de las crisis externas latentes favorecía al Estado a la hora de mantener una superioridad en las crisis internas. Simone Weil declararía que el gran error era observar la guerra simplemente como un episodio de política exterior, cuando se trata del más atroz acto de política interior. El Estado usará la guerra, o su amenaza, como arma contra su propia población.
El progresivo deterioro del Estado, el arrebatarle el poder que se ha atribuido, es necesario para potenciar lo social. Naturalmente, el objetivo no es construir otra forma piramidal distinta, sino redes de individuos y grupos capaces de tomar sus propias decisiones y decidir así su destino. No está nunca demás el insistir en las nociones que constituyen la filosofía vital del anarquismo: unidades federadas en base a la acción directa, y a la autonomía y al control de los productores. Acción directa fue un concepto creado por sindicalistas revolucionarios de principios del siglo XX, que ha ido ampliando su campo a lo largo del tiempo: puede definirse como la acción que tiende a una meta deseada en una determinada situación con la implicación de los propios interesados. David Wieck recuerda que estamos tan mediatizados por las instituciones autoritarias (del gobierno, o de otro tipo), que las importantes consecuencias de nuestro esfuerzo para modificar nuestro entorno quedan devaluadas o ignoradas. Tal vez, la capacidad cotidiana para la acción directa es la misma capacidad para ser libre, y constituye un entrenamiento impagable. Naturalmente, la idea de acción directa es indisociable de las de autonomía, autogestión y descentralización. Uno de los campos más importantes para practicar estos conceptos es el del trabajo. Ward recuerda que no existe teoría técnica alguna que demuestre que la autogestión resulta imposible; lo que sí es una realidad, que constituye un obstáculo para practicarla, son los intereses de privilegio creados en la distribución del poder y de la propiedad.
La descentralización es inherente al anarquismo, no hay cabida para otro tipo de solución. Se trata de un determinado uso sociológico de la geografía, nunca del aislamiento, y el federalismo será el principio básico de organización humana. Acción directa autónoma, descentralización de la toma de decisiones y federación libre son las características de una situación de auténtica transformación social. Malatesta lo expresará de la siguiente forma: «La revolución es la destrucción de todos los vínculos coactivos; es la autonomía de los grupos, de las comunas, de las regiones; la revolución es la federación libre constituida por un deseo de hermandad, por intereses individuales y colectivos, por las necesidades de la producción y de la defensa; la revolución es la constitución de innumerables grupos libres a partir de ideas, deseos, y apetencias afines de todo tipo, latentes en el pueblo; la revolución es la formación y disolución de miles de corporaciones, representativas, de distrito, comunales, regionales, nacionales, que, a pesar de que carecen de poder legislativo, sirven para dar a conocer y coordinar los deseos e intereses populares, y que actúan mediante la información, el consejo y el ejemplo. La revolución es la libertad en el crisol de los hechos, y dura mientras dure la libertad, es decir hasta que otros, aprovechándose del cansancio de las masas, de las inevitables decepciones que siguen a las esperanzas exageradas, de los errores probables y de los fallos humanos, consiguen constituir un poder, el cual, apoyado por un ejército de mercenarios o proscritos, hace la ley, frena el movimiento en el punto que ha alcanzado, y entonces se inicia la reacción».
Malatesta sugiere que la reacción será inevitable, y Ward afirma que esto es lo que crea el flujo y reflujo de la historia. Landauer dijo que todo tiempo posterior a una revolución es un tiempo previo a la revolución para aquellos cuyas vidas no se han hundido en el lodo en algún momento del pasado. No existe una «lucha final», tan solo una serie de luchas «guerrilleras» en diversos frentes. Es por eso que el anarquismo no es un movimiento histórico, fracasado o no, sino una filosofía social (o socialista) coherente, que surge una y otra vez. Resulta primordial hacer ver a las personas que se trata de una importante alternativa de vida, para la que hay que buscar constantemente soluciones en el tipo de sociedad en que nos encontremos.
El orden espontáneo
El orden espontáneo, según la teoría anarquista, podría definirse así: dada una necesidad común, un grupo de personas, a costa de esfuerzos y errores, de iniciativas improvisadas y distintas experiencias, pone orden en su situación, orden que será más duradero y estará más estrechamente vinculado a sus necesidades que el que podría proveer cualquier otro tipo de autoridad impuesta desde fuera. Colin Ward se inspira en Kropotkin para dar esta definición, en las observaciones del ruso sobre la historia de la sociedad humana y del estudio de los sucesos al comienzo de la Revolución francesa y de la Comuna de París de 1871. Numerosas experiencias revolucionarias, situaciones posteriores a desastres naturales y actividades en las que no se daban formas organizativas o autoridad jerárquica parecen confirmar la visión kropotkiniana, solo en estas situaciones excepcionales el principio de autoridad es substituido por el principio de orden espontáneo. Los anarquistas considerarán esta perspectiva como normal, a diferencia de cualquier visión autoritaria.
Ward menciona diversas situaciones que confirman la teoría del orden espontáneo. El Pioneer Health Centre de Peckham, al sur de Londres, a mediados del siglo XX, aporta un ejemplo sobre la organización espontánea en la práctica. Diversos médicos y biólogos decidieron, en lugar de estudiar la enfermedad, hacerlo con la naturaleza de la salud y del comportamiento sano. Constituyeron un club social con miembros subscritos en familia, compartiendo una serie de comodidades a cambio de exámenes médicos periódicos. Las personas podían actuar a su antojo, expresar sus deseos abiertamente y todo ello sin leyes, reglas o dirigentes; el único control era la vigilancia de que no se formara ningún tipo de autoridad. Después de ocho primeros meses de caos, con niños indisciplinados que se manejaban a su antojo y hacían la vida intolerable para los demás, el doctor Scott Williamson descubrió que la paz se restablecía si los críos respondían a los diferentes estímulos que se interponían en su camino. Su confianza fue premiada y en menos de seis meses el caos se convirtió en orden, la vida cotidiana estaba compuesta de chavales que se bañaban, hacían deporte, jugaban y, en ocasiones, leían en bibliotecas. Se desterraron así, sin necesidad de una autoridad coercitiva, las correrías y los gritos. John Comerford, en uno de los informes sobre este experimento, sacó la siguiente conclusión: «por lo tanto, si se deja sola a una sociedad en circunstancias adecuadas para expresarse armoniosamente, se salva por sí sola y logra una armonía de acciones que no pueden ser emuladas por liderazgos impuestos». Diversas obras recogen la experiencia de Peckham: John Comeford, Health the Unknown: The Story of the Peckhan Experiment, Londres, 1947; Innes Pearse y Lucy Crocker, The Peckham Experiment, Londres, 1943, y Biologists in Search of Material de G. Scott Williamson y I. H. Pearse, Londres, 1938. Ward menciona también a Edward Allswort Ross (Social Control, Nueva York, 1901), el cual sacó la misma conclusión, a comienzos del siglo XX, en su estudio de la verdadera evolución de sociedades «fronterizas» en la América del siglo XIX.
Más ejemplos en esta línea lo aporta gente valiente, paciente y confiada que apostó por comunidades de autogobierno y sin castigos para jóvenes considerados delincuentes. Homer Lane tenía la máxima de que «la libertad no se puede dar. El niño la toma como un descubrimiento y un invento», y fiel a ello creó una comunidad de chicos y chicas enviados por los tribunales. Howard Jones (Reluctant Rebels, Londres, 1963) dijo que Lane se negó a imponer un tipo de institución autoritaria copiado del mundo adulto, la estructura de autogobierno la crearon los propios chavales, lenta y dolorosamente, hasta llegar a satisfacer sus propias necesidades. August Aichhorn (Wayward Youth, Londres, 1925) dirigió en Viena una casa para niños inadaptados, algunos de los cuales eran especialmente agresivos y destrozaron todo lo que pudieron durante cierto tiempo; la gran confianza en su propio método, junto a un control sobrehumano para ignorar a vecinos, policía y autoridades, dio sus frutos: los niños terminaron por apaciguarse y desarrollaron un fuerte sentimiento de solidaridad con las personas que trabajaban junto a ellos, era la base para un proceso de reeducación a pesar de las grandes limitaciones que el «mundo real» les había impuesto. Son ejemplos de gente encomiable, auténticamente libres y moralmente de una enorme fortaleza para sostener un método antiautoritario. Ward señala que en la vida cotidiana, a priori, no habría que tratar con temperamentos tan inquietos por lo que la experiencia no tiene porque ser tan drástica. De alguna manera, tendemos a presionar a los demás para llevar a cabo una tarea común, y siempre existe el riesgo de que se genere algún tipo de autoridad debido a una aparente falta de objetivo o a que el tiempo se extienda tediosamente hasta que se forme un orden espontáneo. Puede definirse este riesgo como el de un hatajo autoritario, en aras de una supuesta rapidez y eficacia, con la consecuente imposición de un método y un orden de ese tipo. Ward concluye algo impagable: el umbral de tolerancia del desorden varía enormemente de un individuo a otro, por lo que el supuesto amante del orden que puede imponer autoridad y método es en realidad alguien inseguro y falto de libertad.
También resulta apreciable, en situaciones muy diferentes, el orden espontáneo que aparece en la sociedad humana en aquellos escasos momentos en que una revolución popular ha retirado el apoyo (el poder) a las fuerzas de la ley y el orden. Se mencionan ejemplos de experiencias personales en regímenes autoritarios, como en Sudáfrica o en la antigua Checoslovaquia (en la famosa Primavera de Praga del 68), en el que la intolerable vida anterior habría llevado a un fuerte deseo de mejorar las cosas espontáneamente y sin coacción de ninguna clase. Son sentimientos de haber entrado en una era de libertad e igualdad, como describía Orwell en la Barcelona revolucionaria de Homenaje a Cataluña; o lo producido en La Habana justo antes de entrar el ejército castrista tras caer el régimen de Batista, situación en la que la sociedad se autoorganizaba eficientemente antes de ser aplastada de nuevo por una maquinaria represiva en nombre del orden y en prevención de todo prurito «contrarrevolucionario».
Se reclama del estudio del comportamiento humano de las relaciones sociales una atención a esos momentos en que la sociedad se mantiene unida solo por la consolidación de la solidaridad humana, sin poder político ni autoridad coercitiva, con la intención de descubrir qué tipos de situaciones previas se precisan para aumentar la espontaneidad social, la participación y, en suma, la libertad. Ward señala, al menos hasta hace 30 años cuando escribió su obra, que esos momentos sin policía serán interesantes de estudio al menos para los criminalistas, y sin embargo se encuentran ausentes en los textos de sicología social o de historia. Para escarbar en ellos, es necesario recurrir a testimonios personales de los directamente implicados. Es posible que se trate del reflejo de los prejuicios acerca de la transformación social y una adhesión a los valores y al orden social inherentes a la democracia burguesa liberal. Técnicas de organización y de control, del tipo que fuere, suelen ser utilizadas para reforzar la autoridad de los que las controlan, y acaban limitando la experiencia libre y espontánea de nuevas formas sociales.
Los males de la jerarquización
John Comerford, antes mencionado a propósito del experimento de Peckham, afirmó que existía una costumbre por el liderazgo artificial, por lo que resultaba difícil que se descubriese que los dirigentes no necesitan entrenamiento ni nombramiento. Cuando las circunstancias lo requieren, de manera espontánea surgen los hombres más capacitados. En el experimento, los observadores científicos observaron a miembros libres convertidos de manera instintiva, no oficialmente, en un dirigente que afrontaba las necesidades de una ocasión determinada. Estos líderes aparecían y desaparecían según lo requería el flujo del Centro. Ni eran nombrados, ni eran derrocados de manera consciente. El resto de la comunidad seguía al dirigente mientras su gestión fuera beneficiosa, de manera voluntaria y sin que se consideraran en deuda con él, no existía ningún trauma en ninguna fase del proceso.
Viene al caso recordar las palabras de Bakunin: «Recibo y doy; así es la vida humana. Cada uno dirige y es dirigido a su vez. Por lo tanto, no existe autoridad fija y constante, sino un continuo intercambio de autoridad y subordinación mutuas, temporales y, por encima de todo, voluntarias». Cuánto hay que aprender de estas palabras todavía, acerca del concepto de autoridad que propone el anarquismo, que nunca niega la gestión y el liderazgo, siempre que todos los miembros sean conscientes y se sientan partícipes del proceso. Se niega el mando jerárquico, autoritario, privilegiado y permanente, y se opone un concepto de autoridad revolucionario, si se quiere, con consecuencias no del todo estudiadas en la organización del trabajo. En esta línea, el siguiente planteamiento corresponde a Wilhelm Reich: «¿En qué principio se basaría nuestra organización, si no hubiesen votos, ni directivos, ni subjefes, ni secretarios, ni presidentes, ni vicepresidentes...». El mismo Reich responde: «Lo que nos mantenía unidos era nuestro trabajo, nuestras mutuas interdependencias en este trabajo, nuestros intereses objetivos en un problema gigantesco, con muchas ramificaciones especializadas. No había solicitado colaboradores. Venían por sí solos. Se quedaban, o se iban, cuando el trabajo ya no les sostenía. No formábamos un grupo político ni preparábamos un grupo de acción... Cada uno contribuía de acuerdo con su interés en el trabajo [...] Existían, por lo tanto, intereses objetivos de trabajo biológico y funciones de trabajo capaces de regular la colaboración humana. El trabajo ejemplar organiza sus sistemas de funcionamiento orgánica y espontáneamente, aunque sólo sea gradualmente, a tientas y equivocándose a menudo. En cambio, las organizaciones políticas, con sus “campañas” y “plataformas”, actúan sin ningún tipo de conexión con los deberes y problemas de la vida cotidiana».
En otra parte de su estudio sobre la «democracia en el trabajo», Wilhelm Reich dice: «Si en una organización aparecen las enemistades personales, las intrigas y las maniobras políticas, puede uno estar seguro de que sus miembros ya no tienen puntos objetivos en común y que ya no les une un interés común de trabajo. Así como de los intereses mutuos surgen vínculos organizativos de trabajo, también se disuelven cuanto estos intereses se desvanecen, o empiezan a entrar en conflicto entre sí». La autoridad tiene su origen en la actividad, elegida de manera voluntaria con un determinado fin, y de esa autoridad deriva un cambiante y fluido cambio de liderazgo. Si un miembro está en la autoridad, será debido a un rango en alguna cadena de mando; si se es una autoridad, ello procederá de conocimientos especiales, y si se tiene autoridad, será como consecuencia de una sabiduría especial. Los conocimientos y la sabiduría, por supuesto, no están distribuidos de acuerdo con el rango, ni serán monopolio de alguna persona en cualquier empresa. Una organización jerárquica, del tipo que fuere, no dejará tomar decisiones a las personas que se encuentran en la base a pesar de los conocimientos y sabiduría que posean (siendo esas mismas personas las que hacen funcionar la empresa); otro handicap de las jerarquizaciones organizativas es que esas personas de los estratos más bajos no tengan más motivación que la necesidad económica, sin que exista identificación alguna con la empresa para dar lugar a un mando y a una tarea común.
Ya Kropotkin señaló los males de la división del trabajo, que impedía la educación e inventiva de los trabajadores. Se pide una integración de los conocimientos, una combinación de la educación científica y de la destreza manual. No se puede decir que a comienzos del siglo XXI la situación haya mejorado, el sistema condena a gran parte de las personas a un trabajo embrutecedor, al margen de la formación que posean, y se niega su capacidad para inventar e innovar. Habría que analizar las múltiples formas existentes que impiden el desarrollo de la individualidad en los seres humanos y observar el potencial incumplido de cada uno de ellos. A la mayor parte de las personas se les empuja, y se acaban conformando en mayor o en menor medida, a una vida que no puede calificarse más que como «sobrevivir», van dando tumbos sin percibir su potencial. Ello se debe a que se reserva a una minoría la capacidad de iniciativa, de tomar decisiones y juicios. Nadie puede negar que vivimos en un sistema de privilegios en el que solo algunos pueden acabar «comprando» un tiempo de desarrollo de su individualidad, y aun así solo de manera parcial. Vivimos sometidos a las decisiones de otros, de manera constante, nuestro espacio privado constituye una falacia, la mayor parte del tiempo, o un escape. No son desdeñables los análisis realizados por los anarquistas hace décadas, más bien siguen siendo válidos en la más compleja sociedad actual. Los males señalados, correspondientes a las jerarquizaciones sociopolítica y laboral, siguen generando una población mayoritaria a la que se pide que no piense ni cree, máxime en esta sociedad del espectáculo y la banalidad.
Autonomía local como base del federalismo ácrata
Kropotkin insistía en que la organización voluntaria y no coactiva podía proveer una compleja trama de servicios sin que intervenga autoridad alguna. El ejemplo clásico para la comprensión del principio federal anarquista ha sido siempre el del servicio postal o las líneas ferroviarias, en las que no tiene que intervenir ninguna autoridad central para que funcionen correctamente. No existen razones de peso para pensar que los grupos integrantes de federaciones complejas no puedan funcionar sobre la base de la asociación voluntaria. Toda organización piramidal, basada en la jerarquía y en la coacción, constituye un enorme fraude que ha supuesto, y continuará haciéndolo, el lavado de cerebro de generaciones de trabajadores.
El gran defensor del federalismo como principio básico de organización humana fue, como es sabido, Proudhon. Desde su perspectiva, el principio federativo debía funcionar a partir del nivel más bajo de la sociedad, a nivel local y con el control directo de las personas intervinientes. Por encima de esas asociaciones locales, la organización confederal sería más bien una coordinación entre ellas y no tanto un órgano de administración. Para Proudhon, la nación quedaría sustituida por una confederación geográfica de regiones, Europa acabaría convertida en una confederación de confederaciones en la que el interés de la provincia más pequeña tendría tanta importancia como el de la mayor, todos los asuntos se arreglarían gracias a acuerdos mutuos, compromisos y arbitrajes. George Woodcock afirmó que, en la evolución de las ideas anarquistas, El principio federativo representa el primer estudio exhaustivo y emancipador acerca la organización federal como alternativa práctica al nacionalismo político.
Proudhon consideró que Europa era demasiado extensa para convertirse en una confederación, de ahí la idea de «confederación de confederaciones». Su deseo era que todas las naciones recobrarían su libertad gracias a la transformación en confederaciones, y la noción de equilibrio político de Europa se haría realidad. En los libros de texto de ciencia política el anarquismo debería tener su lugar, así como el principio federal como núcleo de la teoría ácrata, se vendrían abajo de ese modo demasiados prejuicios y se aclararían cosas para que las personas posean una mayor cultura política. Cualquier organización humana es susceptible de ser transformada mediante el principio federal, no constituye ninguna idea irrealizable. De hecho, se aplica constantemente en el mundo de las asociaciones voluntarias, y la experiencia dice que aquellas más activas y eficientes son las que inician su actividad y toman sus decisiones a partir de lo local. Creo que puede decirse a estas alturas que el centralismo es visto con recelo en cualquier actividad humana, a pesar de la constante intervención de la voluntad de poder, del apego a la tradición o de las diferentes caras del dogmatismo. Todo ese peso autoritario o costumbrista se ve enfrentado más tarde o más temprano a una realidad en la que el control de los miembros que conlleva el centralismo supone la paralización de los grupos y la apatía de sus miembros.
La sociedad no necesita necesariamente de una organización que actúe como correa de transmisión, sino a miles o millones de personas que se reúnan en grupos que mantengan contactos informales entre sí. Sí es necesaria la consciencia de las masas, de tal manera que si un grupo aporta una alternativa válida puede servir de inspiración a otros. La organización sociopolítica que conocemos como Estado, solo una de las posibles, posee muchas contradicciones que pueden ser aprovechadas con habilidad. Deberíamos demostrar al poder político que sus alternativas concebibles son erróneas (todas ellas se mantienen en la órbita de la dominación), que la organización horizontal y antiautoritaria demuestra una mayor justicia, dinamicidad y capacidad de acción. La actividad local y lo inmediato constituyen el resorte primario para toda organización social, de ahí se vincularían en una trama sin centro y sin órgano ejecutivo, dando lugar a nuevas células a medida que crecen las originales. Cualquier actividad humana puede adaptarse a este modelo en el que se obtiene autonomía, responsabilidad y cumplimiento de las necesidades locales.
La ciudad anarquista
Colin Ward aseguraba que la planificación contemporánea de las poblaciones tenía su origen en la reforma sanitaria y en los movimientos para la salud pública del siglo XIX, encubiertos de nociones arquitectónicas sobre el diseño municipal, nociones económicas sobre la situación de la industria y, especialmente, de nociones de ingeniería sobre la planificación de carreteras. Dejando a un lado la especulación actual, en connivencia con la usualmente corrupta administración, se recuerda que en el pasado han existido idealistas planificadores con gran esperanza en un gran movimiento popular que supusiera la mejora de poblaciones, el desarrollo de ciudades y una aproximación regionalista y descentralizadora a la planificación física. Se dieron vínculos al respecto con geógrafos anarquistas, como Kropotkin o Reclus, y la amistad de ellos con Patrick Geddes, nombre que no podría faltar según su biógrafo en un libro sobre los orígenes científicos del anarquismo. Geddes fue un gran innovador en la planificación urbanística y en la educación, creía que el progreso social estaba en directa relación con la forma espacial, especialmente en los tiempos en que la industrialización lo había transformado todo.
Sin embargo, los procesos de cambio e innovación han estado casi siempre en manos de burocracias y/o especuladores, la iniciativa popular y la posibilidad de elección apenas han entrado en juego y ha conducido a que se desconfíe de la figura del planificador al identificarla con un funcionario. Ward consideraba la planificación como el dispositivo esencial de una sociedad ordenada, y se había convertido en el mundo capitalista en una forma de opresión de los ricos hacia los pobres, los amos del llamado mercado libre no admiten ninguna limitación a su derecho a conseguir los máximos beneficios. La noción de planificación (al menos la de pueblos y campos) se había convertido en incomprensible, y habría que recordar las siguientes palabras del urbanista Melvin Webber: «La planificación es la única rama del conocimiento que pretende ser una ciencia, que considera un plan realizado cuando simplemente está acabado; rara vez se controla si el plan se lleva realmente a cabo, lo cual era su objetivo, y si, en caso de realizarse algo distinto, es para bien o para mal».
La obra del sociólogo Richard Sennet, The Uses of Disorder, fue considerada en alguna ocasión como el punto de partida del proceso de definición del anarquismo del siglo XIX en función del siglo XX. Se trata de un estudio sobre la identidad personal y la vida en ciudad, con varias líneas de pensamiento que acaban entrecruzándose. Una de ellas es la opinión del sicólogo Erik Erikson de que, en la adolescencia, el hombre busca una identidad purificada para huir de la incertidumbre y del sufrimiento; así, la verdadera madurez se encontraría en la aceptación de la diversidad y del desorden. Otra idea es que la sociedad norteamericana moderna paraliza a las personas en su actitud adolescente (la gente pudiente escapa de la complejidad de la ciudad, con sus problemas de diversidad cultural y de clases, hacia círculos privados supuestamente seguros localizados en la afueras: la comunidad purificada). Por último, la línea de pensamiento radicada en que la planificación urbana, tal y como se concebía en el pasado (con técnicas como la de zonificar y acabar con los usuarios inconformistas), habría ayudado a este proceso, especialmente mediante proyectos para el futuro que sirven de base para la energía y los gastos actuales. Tal cosa, supone conjeturar sobre las futuras exigencias físicas y sociales de una comunidad o una ciudad y, partiendo de la energía y de los gastos del presente, allanar el futuro para el futuro Estado. En principio, los planificadores afirman que las necesidades futuras se irán adaptando según las objeciones encontradas en el camino, y el análisis de las necesidades futuras no son más que un modelo de las mejores condiciones. Sin embargo, la realidad dice que los planificadores profesionales tratan los desafíos o divergencias populares como una amenaza o una interferencia en sus planes, y no como un esfuerzo natural para mejorar la reconstrucción social. Los planificadores consideran su plan como más «verdadero», dejando al margen los cambios históricos, los movimientos imprevistos en la realidad de la vida humana.
Sennet desea una ciudad en la que la gente se vea obligada a enfrentarse a sí directamente, sin conflictos violentos como en las actuales urbes, en las que no existe otra salida al darse la imposibilidad de las confrontaciones personales (las peticiones de ley y orden son más fuertes en comunidades aisladas). Sin policía, ni ninguna otra forma de control central sobre las escuelas, la zonificación y las actividades ciudadanas, que podrían llevarse a cabo mediante una acción normal de la comunidad. La ciudad anarquista propuesta por Sennet «incita a los hombres a decir lo que piensan sobre cada uno de ellos para, así, poder forjar un modelo de mutua compatibilidad»; mediante la descentralización, se empuja al individuo a pactar con los que le rodean en un medio de gran diversidad, eludiendo la normalización del conflicto, y se lleva a que la responsabilidad de apaciguar a las personas en los asuntos locales recaiga en los directamente implicados. Por otra parte, la labor de los profesionales de la planificación estará dirigida a partes concretas de la ciudad, para sus diversos integrantes, sin pretender arreglar su futuro, ya que iniciarán un proceso de madurez al comprometerse activamente en formar su propia vida social. El objetivo sería la formación de Consejos de Vecinos, con el consecuente control real de los servicios comunes, y llegar después a la federación de las comunidades de vecinos.
Una vez más, dentro del anarquismo, idea vieja o nueva, se trata de la búsqueda de una planificación y una administración social a través de una trama descentralizada de comunidades autónomas. Aunque se apoye en cierta tradición, según el antiguo antagonismo entre autoridad central y federación de grupos autónomos, las ideas libertarias miran hacia adelante obteniendo un nuevo vigor con la experiencia y el conocimiento. Hay que mantener la mente lúcida para discernir entre lo que es una auténtica participación local en los asuntos que le atañen (un control de la planificación por parte del ciudadano) y lo que es una mera educación para aceptar a las autoridades planificadoras.
Revolución sexual
El anarquista contemporáneo Alex Comford, en su obra «El sexo en la sociedad», consideraba que cuando elegimos un cónyuge lo que hacemos es procurar repetir o mantener las mismas relaciones que teníamos en la infancia, así como recuperar las fantasías que se nos habían negado. Así, las relaciones se convierten en muchas personas en intentos de realizar partes de esas fantasías; como, habitualmente, las dos partes no tendrán las mismas fantasías, la cosa acababa conviertiéndose en un duelo entre fantasías diferentes o antagónicas. Lo que se trata es de dar un mayor horizonte a lo sentimental, tratando de desterrar la etiqueta de «inmoral» para determinados tipos de relaciones (entre dos, o más personas) y los derechos de exclusividad que puede reclamar cada objeto de amor. En cualquier caso, de lo que se trata es de aportar libertad para que cada relación resuelva las cosas a su manera, tratando de no crear obstáculos impositivos que lo que hacen, más bien, es generar problemas donde no los hay.
Sea cual fuere la visión de los anarquistas del pasado, no siempre adelantados a su tiempo, el anarquismo es sinónimo también de revolución sexual. Colin Ward lo definió señalando que la revolución sexual, que tanto había avanzado a mediados del siglo pasado, era esencialmente anarquista al combatir las regulaciones impuestas por el Estado y por las Iglesias a las acciones de las personas. No se habla necesariamente de un fracaso de la familia tradicional, más bien de una ampliación del campo de actividad sexual para que cada cual lo dirija como le parezca. Cada vez que la sociedad ha avanzado en este sentido, y en cualquier otro campo, con un mayor margen de libertad, no se han cumplido los terribles presagios de moralistas y religiosos. La Iglesia acabó legando el código penal en asuntos de sexo al Estado, la disminución de la fe religiosa en el mundo hacía cada vez más difícil su justificación. Las relaciones entre la represión política y represión sexual no son, tal vez, demasiado diáfanas, y no parece demostrable que la liberación en un asunto conduce necesariamente a la liberación en otro. Lo que sí está claro es que la revolución sexual ha aportado mayor felicidad a las personas. La legislación al respecto de la conducta sexual, en diferentes países y épocas, no posee bases inmutables, podemos darnos cuenta del absurdo autoritario si observamos según qué cosas. Ian Dunn, en Gay Liberation in Scotland, afirmaba que la homosexualidad masculina se convirtió en un problema solo por haber sido sometida a una legislación; la homosexualidad femenina no lo era, al ignorar los legisladores masculinos su existencia. Las normas y prohibiciones han abundado en lo absurdo y en el desvirtuamiento de las relaciones.
Alex Comford diría: «el actual contenido del comportamiento sexual cambia probablemente mucho menos en las diversas culturas que la capacidad individual de disfrutar de él sin culpa». El mismo autor trató de establecer dos imperativos al respecto de la conducta sexual (no jugar con los sentimientos ajenos y no dar lugar a un nacimiento no deseado), por lo que hay quien se burló de él por tratar de imponer «leyes» anarquistas. La respuesta de Comford no tiene precio, al invocar una filosofía de libertad que requiera niveles superiores de responsabilidad personas por encima de la simple creencia en la autoridad. Del mismo modo, quería ver las causas de la falta de prudencia y respeto en ciertos comportamientos adolescentes como producto de una código punitivo sin sentido, en lugar de buscar apelar a principios comprensibles capaces de potenciar la parte más sensible de los jóvenes.
Se trata de ser crítico con un modelo de familia que puede ser la mejor solución para algunas personas, pero que constituye un evidente foco de tensiones y fracasos para muchos otros, sin que la sociedad permita soluciones al respecto. Puede que se haya avanzado mucho al respecto en los últimos años, al menos en la sociedad occidental, pero el peligro reaccionario se mantiene constante tratando de encorsetar la vida sexual y familiar. Las soluciones al respecto que puede aportar el anarquismo pasarían, como es lógico, por mayores cotas de libertad, pero también de responsabilidad y de solidaridad. Kropotkin afirmaba «todos los niños son nuestros niños», por lo que se pide compartir esa responsabilidad también de forma comunitaria. Colin Ward quería ver el fracaso de la estructura familiar, por no educarles en esa responsabilidad sobre sí mismos y sobre la sociedad. No es cuestión de buscar alternativas estereotipadas, ya que las necesidades y aspiraciones personales son diversas, ni de universalizar un modelo familiar. Lo auténticamente importante es el rol que ejercen los individuos, y no tanto la estructura de la familia. De nuevo se señala el autoritarismo como causante de numerosos males, ya que una presión a la infancia para que realicen lo que otras consideran lo mejor para ellos da lugar a tantos adolescentes y adultos frustrados. La educación en la responsabilidad es mucho más adaptable eludiendo la tutela en los chavales y dejándoles que, en gran medida, vayan descubriendo el mundo. No se trata de eludir tareas educativas ni de abandonar a nuestros hijos en manos de una sociedad (más bien frívola y consumista), sino de buscar alternativas experimentales que abunden en los valores y en la responsabilidad sin imposiciones dañinas.
Educación liberadora
Es recurrente hablar del hincapié que hace el anarquismo en la educación, puede decirse que ningún otro movimiento ha mostrado un mayor compromiso con la enseñanza en sus acciones y en sus escritos. Colin Ward diría que el cometido social de la enseñanza es perpetuar la sociedad, ya que ésta garantiza su futuro moldeando a sus hijos a su propia imagen. Frank MackKinnon, en The Politics of Education (Londres, 1961), afirmaba que en la moderna sociedad gubernamental el más importante instrumento, con el que cuenta el Estado para inculcar a las personas desde temprana edad lo que tienen que hacer, es el sistema de enseñanza. Los grandes filósofos racionalistas del siglo XVIII especularon sobre los problemas de una enseñanza popular, puede hablarse de dos grandes pensadores que muestran posiciones antitéticas: Rousseau, que se mostraba a favor de una enseñanza pública establecida por el gobierno, y Godwin, que criticó al Estado y la idea global de una educación. Godwin argumentaba que una enseñanza pública reproducirá la idea de permanencia y conservación propia de una institución oficial, y adoctrinará a los alumnos en los dogmas establecidos; por otra parte, y como otro de sus males, una enseñanza nacional tenía su origen en la falta de comprensión acerca del espíritu humano, por lo que es necesario abandonar toda tutela y dejar a los hombres actuar según su vocación; también Godwin señalaba el vínculo entre una enseñanza nacional y el principio de gobierno, de tal manera que el Estado usará el sistema educativo para fortalecerse y perpetuarse.
Por su parte, Bakunin describirá en Dios y el Estado al pueblo como «aquel eterno menor, aquel alumno decididamente incapaz de aprobar un examen, que de pronto accede a la sabiduría de sus maestros y se libera de su disciplina». Naturalmente, no es necesario aclarar que, tanto Bakunin, como cualquier anarquista razonable, no estará a favor de la abolición de las escuelas y sí de la eliminación del principio de autoridad en ellas. Era un deseo de acabar con los tradicionales roles de preceptor y alumno, tal y como lo expresaba Godwin, y de fomentar el continuo aprendizaje de forma voluntaria. El educador anarquista contemporáneo Paul Goodman mencionaba el ejemplo del antiguo pedagogo ateniense que paseaba por la ciudad con sus discípulos; reclamaba, para ello, más seguridad y disponibilidad en las calles y en el lugar de trabajo. La planificación urbana debería procurar que los chavales hagan uso de su ciudad, la pedagogía, que los niños pequeños se asomen con interés y por iniciativa propia a todo cuanto acontezca; así, gracias a la observación, las preguntas y la imitación práctica, podría sacar provecho el educando según su propio criterio. Según Goodman, el trabajo es un medio adecuado para la enseñanza técnica, siempre que los jóvenes tengan un margen para organizarse y criticar; se trata de una formación directa para que los trabajadores tiendan a la autogestión. La educación universitaria sería para los «adultos» que ya poseen algún conocimiento.
Colin Ward hablaba de «respeto por el estudiante» dentro del anarquismo, nunca de desprecio por el aprendizaje. La crítica que dirigía al sistema de enseñanza era demoledora, ya que resultaba profundamente antieducativo. Los chavales empiezan a corta edad impacientes por aprender y acaban, después de unos años, deseosos de escapar de aquello. Como solución, solo encontraba una presión desde las mismas bases, cuando los mismos educandos acabaran hartos de una autoridad y leyes arbitrarias, iniciando una auténtica revolución en la enseñanza al mostrar que el sistema ni siquiera tendría ya una apariencia de efectividad. En cuanto a la educación universitaria, Ward mencionaba, junto a algunos otros ejemplos, la española Institución Libre de Enseñanza, fundada a finales del siglo XIX por influyentes profesores universitarios apartados de la educación oficial de un gobierno subordinado a la Iglesia. Los brillantes resultados para una generación son conocidos (Unamuno, Ortega y Gasset, Joaquín Costa, Cossío, Antonio Machado, Pío Baroja, y tantos otros), junto al crecimiento del movimiento obrero en la época se denunció «la asfixiante inercia, la hipocresía y la corrupción de la vida española». Resulta emotiva esta reivindicación que hace Ward de la ILE, desde un punto de vista libertario, y de la posterior Residencia de Estudiantes creada en 1910 con notables resultados. Gerald Brenan, en The Literature of the Spanish People (Cambridge, 1951), describe de forma también memorable aquella Residencia con Unamuno, Cossío y Ortega paseando por el jardín, o a la sombra de los árboles, de forma parecida a las maneras de los antiguos filósofos.
Se trata de abandonar el privilegio y la meritocracia, alejarse de aquello que lo justifique, como directores y consejos académicos, en busca de un festival del aprendizaje. Como se demostró en algunas experiencias durante la rebeldía estudiantil de los años 60, la autoeducación, auténtica enseñanza, puede conseguirse acabando u obviando la jerarquía académica y buscando la actividad autogestionada (mediante una red de grupos de individuos autónomos que substituya la estructura de poder), asumiendo las decisiones y la responsabilidades como liberación.
El control obrero de la industria
El escritor y periodista Gordon Rattray Taylor, en Are Workers Human?, consideró la división entre la vida y el trabajo como uno de los problemas contemporáneos de mayor calado. Resulta impensable pedir responsabilidad e iniciativa a los hombres en su vida particular, si se les impide tenerlas en su experiencia laboral. La personalidad no es divisible en compartimentos estancos, y si se enseña a una persona a ser tutelada por una autoridad en el trabajo, seguramente reproducirá lo mismo en otros ámbitos de su vida. El novelista Nigel Balchin afirmó en cierta conferencia que los sicólogos industriales deberían, en lugar de esforzarse en averiguar toda suerte de bonificaciones para el trabajador, indagar en por qué éste, después de un penoso día laboral, llega a su casa y disfruta trabajando en su jardín (tal vez, por estar ahí libre de jefes o administradores, de la monotonía y por ser capaz de dirigir él mismo su trabajo). El deseo de independencia, y de tener la sensación de que puede controlarse su propio destino, parece inherente al ser humano, rara es la persona que no le gustaría ser su propio jefe y dirigir su propio negocio.
La autogestión por parte de los propios obreros se ha asomado en la historia una y otra vez. Hace cosa de un siglo, la cuestión tal vez daba motivos para ser más optimista a la clase trabajadora, con mayores concesiones por parte de las autoridades a los gremios obreros o a los movimientos cooperativistas. En la actualidad, esa demanda de control obrero ha desaparecido, prácticamente, de los organizaciones sindicales mayoritarias, más esforzadas en adquirir poder para negociar mejores condiciones laborales. Hay quien señalaba ya hace décadas la incompatibilidad entre el control de la industria y los sindicatos, entendidos como protección y defensa de los obreros, ya que se opondrían a la creación en la industria de una estructura representativa paralela. Lo que se quiere decir es que en los casos históricos conocidos, de control total o parcial por parte de la clases trabajadora, la estructura del sindicato es ajena a la Administración.
Frente a los que acusan a la autogestión obrera de ser una idea irrealizable debido a la magnitud y complejidad de la industria moderna, Colin Ward señalaba lo obsoleto de la concentración geográfica de la industria y cómo los modernos métodos de producción hacían también innecesaria una gran concentración de personas. En este sentido, la descentralización resulta factible y económicamente viable en la industria moderna, aunque las tendencias al respecto resulten prácticamente inexistentes. El anarquista contemporáneo Geoffrey Ostergaard se mostraba bastante pesimista respecto a las organizaciones sindicales y las aspiraciones del control de la industria, cuanto mayores son aquéllas más se diluyen sus objetivos revolucionarios; en la práctica, los sindicalistas tuvieron que elegir entre organizaciones que fueran reformistas, y puramente defensivas, o revolucionarias, y notablemente ineficaces. Colin Ward quería ver una solución al dilema entre la mera lucha cotidiana de los obreros para mejorar sus condiciones laborales y una intención más radical; para ello, se inspiraba en lo que los sindicalistas y socialistas gremiales describían como «la usurpación del control» por medio de un «contrato colectivo»: «un sistema por el cual los obreros realizarían una cantidad de trabajo específica a cambio de una cantidad de dinero que sería distribuida por el grupo de trabajo como lo creyese conveniente, con la condición de que los patronos renunciasen al control de proceso productivo en sí». Este llamado «sistema de grupos» puede ser alabado como más humano, capaz de liberar a los hombres de muchas preocupaciones y permitirles concentrarse en su trabajo, distribuyendo las responsabilidades de la manera que deseen (con diversos cargos al respecto, como jefes supervisores del trabajo o delegados de grupos proveedores de material); del mismo modo, se les deja desarrollar sus habilidades, permite otorgar las tareas a los más idóneos, proporciona una marco de seguridad y se busca, naturalmente, la equidad salarial. El hecho de asumir cargos de responsabilidad resulta educativo en todos los sentidos, al contrario que en una organización del trabajo tutelada en la que el obrero es reducido a «una condición inhumana de irresponsabilidad intelectual».
Ejemplos de control del trabajo por los trabajadores existen, a pesar de todo, y demuestran que la sumisión a una gestión paternalista no es necesaria, ni incluso más eficaz. Pero más importante resulta, como puede ocurrir también en el conjunto de la sociedad, que promueven la solidaridad entre las personas en lugar de su división (a causa de las diferencias salariales o en las funciones). Colin Ward respondía afirmativamente, incluso, a la pregunta de si pueden los obreros dirigir la industria, ya que ya lo estaban haciendo en determinadas situaciones. Si el conjunto de la industria estuviera controlada por los obreros, la sociedad anarquista demandaría objetos cuyo funcionamiento fuera «transparente» y cuya reparación pudiera hacerse de manera fácil y rápida, incluso por el propio usuario. La sociedad capitalista ha conducido a trabajos absurdos que pueden ser evitables en lo que Ward denomina Taller Comunitario, concebido como un imaginativo servicio social para el «ocio creativo»; estos talleres podrían convertirse en una fábrica mayor que se adelantase, como prerrequisito, a una futura economía controlada por los productores. Se trata de una petición a las personas de que se esfuercen en fortalecer una comunidad autogestionada, en lugar de dedicarse a los trabajos banales de la sociedad consumista, de crear la oportunidad de que todo el mundo se sienta verdaderamente útil.
Sistemas de bienestar social
Si hoy en día, la máxima aspiración socipolítica parece ser el llamado «Estado del bienestar», habría que aclarar lo antes posible que el bienestar social puede darse sin intervención estatal alguna. La visión anarquista clásica del estatismo, como fuente de privilegios y de opresión, quiere verse periclitada, pero está claro que el denominado bienestar no es inherente al Estado ni es, por supuesto, su única posibilidad. Cualquier clase de asociación entre personas puede resultar una sociedad del bienestar: se persigue el beneficio mutuo, la seguridad y el fortalecimiento de la comunidad según unos determinados principios. El Estado, connotaciones ideológicas aparte, se puede definir como una forma social que exige obediencia al conjunto de la población y, si es necesario, emplea la fuerza para lograrlo (monopolio de la violencia). Kropotkin, en su erudita obra El apoyo mutuo, demostró que la asociación voluntaria en busca de un beneficio recíproco es una tendencia del ser humano desde los albores de los tiempos. Es tan fuerte, al menos, como la llamada lucha por la supervivencia, incluso puede considerarse como parte de ella entre individuos de la misma especie. El anarquista ruso consideró que las instituciones sociales creadas conforme a este modelo de asociación, tendente al apoyo mutuo, fueron destruidas con el triunfo de un modelo estatal nacido en el siglo XV. El Estado se convertiría en la única forma de cohesión social, única forma aparente de progreso y desarrollo.
Colin Ward desmiente cualquier visión romántica kropotkiniana acerca de la sociedad preestatal y mencionaba otras fuentes al respecto. Si en la Edad Media, por ejemplo, se combatía la pobreza sin necesidad del Estado, lo primero que realizará la moderna Nación-Estado es crear leyes para castigar a los indigentes. Los símbolos del Estado serán el policía, el carcelero y el Estado, por lo que resulta paradójico que se convirtiera en garante del bienestar social. Las tradiciones sobre bienestar social son múltiples, producto de actividades muy diferentes según las diversas necesidades sociales. Podemos distinguir dos tipos de universos al respecto: el de las instituciones, donde se otorgarán los servicios de mala gana (la experiencia nos demuestra que todo fortalecimiento estatal ha sido un desastre), y el de las asociaciones, entendida como expresiones de apoyo mutuo y responsabilidad, tanto social como individual. El punto de vista anarquista puede decirse que es refractario a la llamada «institucionalización», si entendemos por ella la asociación legalmente preestablecida convertida por el Estado en servicio público. La gran pregunta es si estas instituciones del Estado cumplen su objetivo, o en realidad perpetúan los males sociales, por lo que habría que iniciar un proceso de descentralización o fragmentación de la institución con el fin de solucionar los problemas de la sociedad. El ejemplo de cómo trata la sociedad a los ancianos, con instituciones en los que es difícil que la persona pueda tener su vida propia en la medida de lo posible, un lugar en que se incremente su independencia y su alegría de vivir. En éste, y en cualquier otro ejemplo, el objetivo es que el ser humano tenga la mayor libertad de acción, de que esté convencido de la fortaleza de su personalidad y de lo importante de la actividad social para la felicidad.
En cuanto a las enfermedades mentales, aparentemente, parece haberse demostrado el efecto nocivo de las instituciones y desterrado todo maltrato a los pacientes. Pero la gran cuestión sigue siendo el substituir un sistema de tutela, todavía jerarquizado y autoritario, por otro de cuidado comunitario y trato permisivo y tolerante, capaz de estimular a la persona a ser ella misma y a compartir sus sentimientos, tal y como afirman algunos expertos. Desde luego, en una institución de naturaleza autoritaria, todos los miembros, personal y pacientes, forman parte del mismo engranaje y es difícil que haya un cambio radical hacia un sistema más humano. Tal y como han afirmado ciertos profesionales, es muy probable que la tendencia a estigmatizar y encerrar a ciertas personas sea consecuencia de cierta ansiedad social; habría que sobreponerse a ello y tratar a las personas con problemas como miembros de la comunidad, con el fin de no fomentar la enfermedad mental y la delincuencia. Si la tendencia en las instituciones (siquiátricos, cárceles, reformatorios...) sigue siendo la disciplina, rutina, obediencia y sumisión, y su implantación se realiza de forma ajena a la sociedad, es posible que todos los problemas permanezcan intactos. Si nos seguimos alimentando del odio y del deseo de venganza, amparados en una supuesta seguridad que ignora tantos problemas sociales y que se cimenta sobre la injusticia, las cosas no habrán mejorado mucho a comienzos del siglo XXI.
Si el ser humano parece ser, en gran medida, un producto de la sociedad que le ve nacer, el llamado «hombre institucionalizado» parece una exacerbación de ello. El modelo de instituciones públicas que nos ha legado el pasado parece dar lugar a un soldado ideal (que no se hace preguntas y cumple las órdenes), el feligrés ideal (moldeado según algún principio que le trasciende), el trabajador ideal (que hace un trabajo embrutecedor), en definitiva, el producto ideal resultado de la legislación o de la educación (llámense personal o internos, tal vez ambos institucionalizados). Porque las instituciones resultan un microcosmos de la sociedad que las alberga, rígidas, jerarquizadas y autoritarias, aunque esa naturaleza se muestre de forma más o menos sutil. El anarquismo, en cuyas señas de identidad está la responsabilidad social y el apoyo mutuo, se situaría junto a aquellos que preconizan nuevos valores basados en la humanidad, la compasión y la auténtica tolerancia, y que pretende una substitución de la instituciones estatales por sistemas comunitarios. Como en otras cuestiones, el objetivo es la descentralización, la federación de pequeñas unidades autónomas y no jerarquizadas dentro de un contexto social más amplio. No se trata solo de buscar un sistema asistencial, también de construir una comunidad responsable, y para ello tal vez haya que hacerlo sobre las bases de la «justicia social» (noción tan bella, o más, que la de «bienestar social»).
Comportamientos «antisociales»
Peter Brown afirmaba, en Smallcreep’s day, que en una sociedad libre tendríamos que llegar a un acuerdo con nosotros mismos, en primer lugar, y a continuación con nuestros semejantes, en el conflicto que fuere, en lugar de recurrir a los asistentes sociales, los partidos políticos, la policía o los delegados sindicales. Es de esta manera como nos enfrentaríamos con nosotros mismos, tal como somos. Cuando nos esforzamos en difundir las ideas libertarias, la mayor resistencia de las personas está en el rechazo a la ley (jurídica), aunque critiquen por otra parte las enormes lagunas e injusticias del sistema. El Estado es defendido con recurrencia como un logro del progreso (la mayor de las veces, por su apariencia «democrática» y «de derecho»); ante la falta aparente de otras alternativas protectoras, cuesta ver a la gente un sistema más deseable o factible. La divulgación del anarquismo, su aceptación, obliga a tomar siempre en serio la mentalidad política que puedan tener nuestros semejantes.
Colin Ward, con el afán de extenderlos y mostrarse crítico con ellos después, repetía los típicos argumentos anarquistas sobre cómo una sociedad libertaria puede enfrentarse a actos criminales sin necesidad de un sistema legal instituido ni de fuerzas policiales: en primer lugar, si se habla de robos como mayoría de los delitos, no tendrían sentido en una sociedad donde las materias primas y los medios de producción fueran comunitarios y existiera un reparto equitativo de las bienes de consumo; no se daría tampoco una inclinación tan fuerte a los actos violentos en una sociedad permisiva y sin que la competencia tuviera tanta predominancia; también se producirían mayores actos de responsabilidad en cuanto al uso de un transporte público, y desaparecería el apego a valores frívolos como la velocidad y la agresividad en las carreteras; el proceso de descentralización supondría que se evitaran las grandes concentraciones urbanas y que se desarrollaran valores de preocupación y respeto hacia el prójimo. Estos argumentos son recurrentes, aunque no está demás insistir en ellos dado su valor, y su rápida refutación como irrealizables en la práctica también lo ha acabado siendo. Los detractores aseguran que la civilización, tal y como la entendemos en las sociedades «avanzadas», ha dado lugar a personas que nada tienen que ver con esos valores, presentados como utópicos y necesitados de «hombres nuevos». Pero disciplinas como la sicología social nos demuestran hasta qué punto somos consecuencia del ambiente en que nos desarrollamos, por lo que se trata de cambiar también la sociedad y demostrar que la realidad no es solo la que ponen delante de nuestros ojos. Paul Tappan, criminólogo norteamericano, afirmaba que es preferible para nosotros, en cuanto a sociedad que somos, aceptar los problemas sociales que padecemos en lugar de esforzarnos conscientemente para cambiar radicalmente nuestra cultura.
Si la ley emana del Estado en forma de orden o prohibición, basada en la autoridad y en la capacidad de emplear la fuerza, el delito supone cualquier infracción de dicha ley o código criminal y la policía son los agentes que se encargan de mantener esa ley y orden, está claro que todos estos conceptos se muestran incompatibles con el anarquismo. Pero la ley no tiene por qué suponer un sistema legalista, y sí tener un sentido comunitario o consuetudinario; incluso la sociología alude como ley a la formación de un cuerpo complejo de normas de todo tipo ya existentes en la sociedad. En cuanto a la noción de delito, también es posible extender su definición; el criminólogo del siglo XIX Garofallo hablaba de «cualquier acto que vaya contra las normas imperantes de honestidad y de respeto al prójimo». Incluso, algunos profesionales insisten en que la clasificación legal no debería limitar el trabajo del criminólogo y ampliar la definición a la vista de ciertos comportamientos aparentemente no delictivos. La idea de algo parecido a la policía desde un punto de vista anarquista se muestra casi imposible; a pesar de ello, puede aceptarse que una fuerza coercitiva como la policial realice determinadas funciones sociales, siempre minoritarias en cuanto a su cometido de labores al servicio de un gobierno. Colin Ward mencionaba una alternativa a la policía denominada «control social», descrita como el sistema por el cual los individuos y las comunidades se protegen de las acciones antisociales. Godwin, en Justicia política, ya hablaba de un área reducida en un contexto descentralizado en la que el individuo estaría sometido al juicio de la comunidad (se entiende, que sin intenciones coercitivas arbitrarias). Hay que advertir de la opresión costumbrista y censora que se han dado tantas veces en los pueblos, lo que ha llevado a tantas personas inconformistas o de comportamiento «antisocial» a refugiarse en grandes urbes.
Kropotkin reconocía que en una sociedad, por muy bien organizada que esté, aparecerán siempre personas que se dejan llevar por sus pasiones para cometer actos antisociales. Para prevenirlo, habría que dar una orientación sana a esas pasiones huyendo del aislacionismo y del individualismo egoísta que supone la propiedad privada. Es necesario buscar la comunicación, el conocimiento de nuestros semejantes que supondría una vida comunitaria más entrelazada que empuje a las personas a la cooperación moral y material. Ward menciona a Edward Allsworth Ross como el primero, en 1901, en dar a esta idea el nombre de «control social»; hablaba de determinadas sociedades fronterizas en las que no se daba provecho alguno para una autoridad legal gracias a la simpatía, la sociabilidad y un sentido de la justicia conformado en circunstancias favorables. En la actualidad, el control social se define como regulador del comportamiento a través de valores y normas, contrastado con el orden que se pueda establecer con el uso de la violencia. No podemos poner ningún ejemplo actual sobre una sociedad de este tipo, pero no hay que restarle por ello menos importancia y valor como modo de vida alternativo. Los sociólogos parecen de acuerdo en que lo que quita valor al llamado «control social», definido por el cumplimiento de unos normas, frente a la «autoridad», en la que se habla de obediencia a esas normas, es el tamaño y el alcance de una comunidad. Jane Jacobs es una urbanista contemporánea que se ha ocupado de la manera en que el control social funcionaba en el ambiente urbano; si una de las funciones de calles y aceras, llenas de extraños en el caso de grandes concentraciones urbanas, es la de inspirar seguridad, la misma se mantiene gracias a una trama intrínseca de controles voluntarios y de normas tácitas entre la propia gente, sin que la policía intervenga para nada. Según esta autora, se puede hablar de cierta labor de vigilancia mutua e inconsciente por parte de la gente en aglomeraciones reducidas y, como consecuencia y de forma paralela, las personas se desenvuelven con menos hostilidad y sospecha al disfrutar de las calles de manera voluntaria y sin preocupación. En grandes urbes es otro cantar, ya que la presencia de extraños que no tienen por qué adaptarse al ambiente obliga a soluciones más directas y tajantes. Lo que se defiende es que el comportamiento social tiene más dependencia de la responsabilidad compartida que de alguna fuerza policial.
Errico Malatesta hablaba de una defensa frente a quienes atentan, no contra un sistema establecido, sino contra los valores más profundos que distinguen al hombre, y que los gobiernos utilizaban para justificar su existencia. En primer lugar, hay que eliminar las causas sociales del delito y buscar los sentimientos fraternales y de mutuo respeto. Pero Malatesta advertía sobre la instauración de un nuevo sistema opresivo basado en el privilegio, con esa excusa de comportamientos sociales; la solución pasaba para él por la búsqueda de una solución defensiva por parte de las mismas personas afectadas, viendo al delincuente como a un «enfermo» que necesita atención. En casos extremos, puede que se tenga que recurrir a una violencia defensiva o confinamiento frente a ciertos actos peligrosos, dejando el juicio para las partes interesadas, sin la creación de algo parecido a una fuerza policial. Colin Ward analizaba estos argumentos de Malatesta y mencionaba, en primer lugar, el peligro de endurecimiento e institucionalización de todo sistema de justicia, conocidos son los casos de terribles tribunales surgidos de un contexto revolucionario. Por otra parte, la fe en el pueblo que tiene Malatesta no pasaba, como es obvio, por toda justificación de la violencia vengativa que puedan ejercer las personas, tampoco del sentimiento de ansiedad y culpa que pueda tener una sociedad que no desea verdaderamente acabar con el crimen, indagando para ello en la raíces de lo que produce determinados comportamientos.
Observando las cosas de otro modo, una sociedad sin delito supondría una terrible cohesión basada en el conformismo y en el anquilosamiento. De Durkheim era la frase acerca de la idea de delito: «un aspecto de la salud pública, parte integrante de todas las sociedades saludables». La existencia de ciertos comportamientos puede acelerar los cambios necesarios, y el anarquismo tiene mucho que decir sobre estos comportamientos que son vistos como sospechosos según la ley establecida. De Malatesta también es el siguiente comentario: «En cualquier caso, sólo somos una de las muchas fuerzas que actúan en la sociedad, y la historia avanzará, como siempre lo ha hecho, en la dirección que resulte de todas estas fuerzas». El anarquista italiano aludía a una tensión permanente entre diversas filosofías y actitudes sociales, que a su vez coexistirán. Siempre habrá actos antisociales, y siempre habrán gente deseosa de instaurar un sistema punitivo, por lo que los libertarios deberían mostrarse alerta para contener estas intenciones y buscar otro tipo de soluciones.
Anarquismo en acción
El libro de Colin Ward Anarchy in action es una exposición de argumentos a favor del anarquismo, citando numerosas fuentes y ejemplos prácticos y vigentes. La gran pregunta, al margen de una posible revolución «violenta» (los conceptos revolucionario y reformista se funden aquí, si se mantiene la labor transformadora), es si es posible extender el área de acción de esa práctica libertaria hasta que sea la predominante y las personas logren autogestionar la sociedad tal y como deseen. A estas alturas, creemos que la mayor parte de la gente debería pensar que cualquier tipo de sociedad es posible; naturalmente, el poder coercitivo es empleado por cualquier tipo de «ismo», excepto por aquel que vería transgredido sus principios si lo llevara a cabo. Como dice Ward, se puede imponer la autoridad, pero no la libertad. Viene al caso recordar la frase de la película V de vendetta (de la buena adaptación cinematográfica, no del excelente cómic que la inspira): «todo es posible, nada es probable». El anarquismo es enemigo del totalitarismo (político, por supuesto, pero también vital), por lo que una sociedad que se pretenda integrada únicamente por anarquistas resulta imposible. Recordaremos la frase de Malatesta citada más arriba: «en cualquier caso, sólo somos una de las muchas fuerzas que actúan en la sociedad».
Una sociedad autogestionada por sus integrantes es posible, una sociedad en la que se diera la unanimidad se antoja imposible (y no deseable). La idea de elegir, entre varios tipos de comportamiento social, parece fundamental para toda filosofía de la libertad y de la espontaneidad. Ward rechaza, no la utopía, sino llegar a ella (la idea de una perfección, al igual que a Proudhon, no cabe en una mentalidad progresista). Naturalmente, el olvidarse de llegar a la utopía no supone caer en el nihilismo ni en el abatimiento. Tampoco refugiarse en la esfera privada abundando en lo que se puede denominar «liberación personal» con la idea de que cunda el ejemplo; esa idea de afirmación individual siempre ha estado en el anarquismo, pero necesita completarse con la cooperación con los demás, con lo que podemos llamar «emancipación social». No, de lo que se trata es de negar ese «idealismo» que pretende situar el objetivo solo al final (por lo que es susceptible de ser acusado de inalcanzable), negando todo compromiso inmediato y toda forja de las más bellas ideas en nuestra cotidianeidad. Alexander Herzen escribió: «Una meta infinitamente remota no es una meta, es una decepción. Una meta debe estar más cercana —al menos, lo más cerca posible— del sueldo de un jornalero o de la satisfacción del trabajo realizado. Cada época, cada generación, cada vida ha tenido, y tiene, su propia experiencia, y el final de cada generación debe ser ella misma».
Ward defiende que la antítesis entre la idea libertaria y la idea autoritaria no es el resultado de ningún cataclismo final, sino una tensión permanente marcada por los compromisos vigentes a lo largo de toda la historia. La pluralidad de la sociedad hace que este enfrentamiento, polarización de muchos otros, resulte tal vez inconcluso a perpetuidad. Podemos luchar para que los más nobles valores se impongan en la sociedad, pero siempre existirá disconformidad y disensión; la respuesta para ello no pasará, en opinión de los anarquistas, por medios autoritarios. Es más, tal vez estemos hablando de argumentos que refuerzan nuestra postura, si hablamos de intenciones opuestas a una mayoría (por libertaria que se presente) o a toda suerte de centralización (en el ámbito o en la forma que sean); naturalmente, recordaremos que el disenso es lo aceptable, pero la imposición y el centralismo que puede estar en el germen de toda postura (mayoritaria o minoritaria) es lo rechazable. Hace tres décadas, Ward se mostraba pesimista al observar unos nuevos poderes políticos y económicos, más perversos incluso que en el siglo anterior, pero optimista al mismo tiempo al observar nuevos brotes críticos con las instituciones y con afán autogestionador. El mundo sigue transformándose vertiginosamente, y no siempre podemos mostrarnos positivos al respecto; el fracaso de la modernidad, con el nuevo periodo que denominan posmodernidad, supone una época de contornos difusos en la que no parece deseable aferrarse a nada sólido. Pero ese rechazo del dogmatismo, del absolutismo, ha formado siempre parte del anarquismo, incluso en su versión decimonónica más rígida, heredera de los postulados de la Ilustración. La lucidez es inherente al ser humano, y se requiere mucha, por un lado, para enfrentar el dogma (detrás del cual siempre se da la imposición, las mayores aberraciones justificadas en esa verdad con mayúsculas) a los más nobles valores (humanos, y situados en el plano humano); por otro lado, la lucidez y valentía para no caer tampoco en un relativismo vulgar o en el simple cinismo exento de compromiso. Nuestra batalla está también en el pensamiento, pero no olvidemos el legado de Ward: ese empeño diario en ir construyendo el anarquismo conformando los nuevos movimientos opuestos a todo poder coercitivo, formados por personas que se niegan a ser siervos consumistas o explotadores de sus semejantes.
Por último, una interesante reflexión que tal vez sintetice las intenciones de Ward en su libro. Se trata del falso dilema, absurdamente presente en tantas discusiones, sobre revolución y reforma. El auténtico enfrentamiento es, entre una revolución que instaura una nueva élite de opresores y ese tipo de reforma que hace más llevadera y eficaz la dominación, con los cambios sociales, llámense revolucionarios o reformistas, que suponen que las personas incrementen su esfera de autonomía y que disminuya la dependencia de toda autoridad externa. Ward concluye su libro con estas bellas y esclarecedoras palabras: «El anarquismo, en todas sus modalidades, es una afirmación de la dignidad y de la responsabilidad humanas. No es un programa de cambios políticos, sino un acto de autodeterminación social».