Prólogo

Antes de bosquejar, en las páginas siguientes, las bases de una economía comunista libertaria, importa recordar al lector todas las dificultades que se presentan ante quien emprenda una obra semejante.

La sociedad humana es y continuará siendo siempre un mosaico de formas de existencias, de usos y costumbres más diversos, Todo se halla en Todo, decía un viejo filósofo chino, Lao-Tse, y no podría comprenderse la composición tan sumamente compleja de una civilización, si uno no se diese cuenta de la coexistencia necesaria de una gran variedad de formas que se entrelazan y que, en su conjunto, constituyen el mosaico humano.

Una forma de sociedad evolucionada en el sentido comunista, diferirá, en primer lugar, según los países e incluso según las diversas regiones de un mismo país. No podría ser idéntica en España y en Rusia; diferirá también entre diversos países de la Europa occidental, como España y Francia o, más aún, como Inglaterra; presentará asimismo profundas gradaciones, una vez establecida en un país como España, si quisiera estudiarse su aspecto avanzado desde las costas del país hacia el centro, o desde la llanura hacia las montañas, o también desde el campo hacia las grandes ciudades.

La producción en sociedad comunista diferirá también de industria a industria, y el consumo según la naturaleza del artículo consumido. Bajo ninguna forma de civilización podría dejarse al personal de la industria de la electricidad o del servicio de ferrocarriles la misma libertad de acción que a los agricultores, pues, doquiera se presenta el peligro inmediato para la vida humana, es necesaria una disciplina mas rigurosa.

En fin, una civilización comunista es un organismo que evoluciona como evoluciona todo en la Naturaleza, y no podría olvidarse, por tanto, que, nacida de la forma de civilización capitalista precedente, llevará por todas partes, durante siglos enteros, las huellas de sus orígenes. No podríamos describir, por consiguiente, los principios fundamentales de una civilización comunista libertaria sin admitir la necesidad de la existencia de un período de transición, durante el cual los usos y costumbres de la antigua civilización capitalista ejercerían aún un fuerte influjo en todas las instituciones comunistas.

Del mismo modo, si queremos juzgar la posibilidad de realizar hoy el ideal comunista libertario, o acercarnos a este ideal, tendremos que reconocer la realidad de los hechos en el sentido de que no hay que menospreciar la potencia de nuestros adversarios principales: los capitalistas organizadores de las industrias, de los transportes y del comercio; los propietarios de tierras, el clero que les sostiene y el Estado actual que es su instrumento.

Una ventaja afectiva de las masas laboriosas reside, desde luego, en su fuerza numérica. Pero las clases de los capitalistas y de los terratenientes tienen a su favor una larga experiencia —que es a veces una rutina— en la alta dirección de las empresas industriales, comerciales y agrícolas; en los servicios de transportes y de comunicaciones y en la administración pública.

Que el lector de las páginas que siguen se dé cuenta de todas las observaciones precedentes, si comprueba que, en nuestro estudio, solo hemos trazado a grandes rasgos el desenvolvimiento de una economía comunista libertaria, dejando el lugar necesario a la influencia de toda clase de factores especiales de naturaleza histórica, étnica, nacional o local.

No es tan solo que nos hallamos convencidos de que los acontecimientos del porvenir decidirán de la parte de que podremos realizar nuestro ideal, sino que también estamos muy conscientes de toda la complejidad de la vida en sociedad, para querer entrar en todos los pormenores de una exposición.

No somos profetas y debemos atenernos rigurosamente a trazar, solo a grandes rasgos, el cuadro de una civilización comunista libertaria.

Christian Cornelissen

Introducción: Generalidades

El ideal de una sociedad comunista libertaria es la realización de una vida social, que se ha caracterizado mediante la fórmula: A cada cual según sus necesidades y para cada cual según sus capacidades.

Podemos ver la prueba de que la Humanidad puede acercarse, y cada vez más, en el transcurso de los siglos venideros, a este ideal, en la institución de la Familia actual. Una familia feliz, una familia modelo de nuestros días —ya sea rica o pobre— es estrictamente comunista en el sentido indicado por la fórmula citada anteriormente. El régimen bajo el cual se vive y se trabaja es este: uno para todos y todos para uno. Los más fuertes y los más inteligentes sostienen a los niños y a los ancianos, libres para ser sostenidos a su vez cuando caen enfermos o cuando envejecen.

Con todo, no podríamos aceptar el principio formulado anteriormente sino para un porvenir muy lejano, si quiere aplicarse a toda la sociedad.

Digamos a un cristiano sincero —que los hay— que la aplicación estricta del principio del Evangelio: Si alguno te golpea en la mejilla derecha, preséntale también la otra mejilla, sería un absurdo y tendría también, con los hombres tal como los conocemos, resultados diametralmente opuestos al efecto presumido. El creyente responderá —si es inteligente-: Lo sé muy bien, pero considero mi principio como un ideal lejano de un amor perfecto, ideal que sería ciertamente imposible de alcanzar con la inmensa mayoría de los hombres de nuestra época, mas al cual es preciso tratar de acercarnos, sin embargo, lo más posible y en cuya dirección debemos perfeccionarnos.

De análoga manera es como comprendemos el ideal del estricto comunismo. Bien sabemos que, actualmente, un régimen social que no exigiese que el trabajo de todo hombre culto y en buen estado de salud pudiera contrabalancear la extensión de su consumo, hallaría dificultades prácticas insuperables. Y esto también en tanto que la naturaleza humana no sea transformada profundamente en el sentido altruista.

Es precisamente en los medios obreros de diversos países donde hemos hallado los partidarios más fervientes y hasta fanáticos del régimen: El que no trabaje, no comerá.

Esto se explica por el hecho de que los obreros saben mejor que otros que la vida es difícil, que la Naturaleza no da nada si no se suministran esfuerzos, y que el perezoso que deja que otros trabajen para él, comete un abuso.

Un solo hecho de nuestra larga experiencia de la vida: Durante la primera revolución rusa, en 1904-1906, éramos el propietario (de nombre) de un steamer que había transportado fusiles y municiones a los revolucionarios rusos. Estando el buque de regreso en el puerto de Amsterdam, el propietario de los fusiles y yo tuvimos la intención de dar una gratificación de cincuenta florines a todos los hombres de la tripulación y una suma mayor a los cuatro oficiales. Pero habiendo dejado el barco en Italia algunos tripulantes —para regresar más pronto por ferrocarril, el capitán había tenido que contratar a cinco árabes en la costa norte de África. Ahora bien, en Amsterdam, tomando la palabra el boatsman (patrón) en nombre de la tripulación, nos dio gracias por la gratificación prometida, pero añadiendo que sus camaradas y él rehusaban todos el aceptar los cincuenta florines, si se daba también a los árabes la misma gratificación. En efecto, estos hombres habían dejado trabajar a sus camaradas casi solos, incluso en plena tempestad, cuando el pequeño navío había tenido que buscar la protección de la costa inglesa. Es este un ejemplo en que los trabajadores no aceptarían una dádiva, bien merecida sin embargo, y se perjudicarían a sí mismos, antes que tolerar que esa misma dádiva fuese concedida a personas que no la habían merecido.

Al cabo de más de treinta años de estudios económicos especiales y de más de cuarenta años de experiencias prácticas en el movimiento obrero internacional, no vemos personalmente ningún porvenir próximo para el estricto comunismo más que en algunas esferas muy especiales de la producción y del consumo y para artículos de primerísima necesidad: pan, ropas de trabajo y viviendas de lo más sencillo.

Estos artículos de primera necesidad podrán ser producidos siempre, por la comunidad de los trabajadores, en cantidad suficiente para que se hallen disponibles incluso para los que no quieren trabajar.

¿Es que, ya actualmente, el agua potable de las fuentes comunales no está a la disposición de todos y la entrada a los jardines públicos no es libre para todos?

En cuanto a lo que exceda de lo estricto necesario, habrá que contentarse —en un porvenir próximo, lo mismo que en la actualidad— con obtener que la comunidad preste sus cuidados, por espíritu de solidaridad, a los enfermos y a los inválidos, a los niños y a los ancianos. Este espíritu de solidaridad no exime de la filantropía, sino que es la expresión de un deber social de la colectividad con respecto a los individuos.

En resumidas cuentas, estimamos que la realización progresiva del régimen comunista será obra de una larga educación de los hombres de generación en generación. Lo mismo que los hombres en general, la inmensa mayoría de los obreros —salvo algunas raras excepciones— deberán aprender también a trabajar unos para otros, como deben aprender asimismo a sustituir, poco a poco, a los capitalistas particulares en la dirección de la producción.

Todas estas observaciones atañen al comunismo. Pero nosotros no somos solamente comunistas, pues somos también libertarios. Es decir, que pedimos la mayor libertad posible para todo individuo y para toda agrupación de individuos; la mayor autonomía posible para cada comuna y para cada región en el seno de la nación, así como la independencia de todo pueblo, pequeño como grande, de toda nación que pueda pretender representar a una civilización de carácter particular, en la medida en que no es indispensable en el interés internacional el limitarla.

Si supiéramos que un gobierno tiránico, una dictadura semejante a la que impera actualmente en la Rusia de los Soviets se hallara en disposición de crear, en el transcurso de medio siglo, una forma de comunismo altamente desarrollada, pero a condición de que la libertad individual estuviera totalmente sacrificada, preferiríamos el mal régimen social actual que garantiza al menos algunas libertades, a un régimen de cuartel y de trabajos forzados, como el que existe actualmente en Rusia —régimen inadmisible en principio y peligroso aun pasajeramente, pues corre el riesgo de provocar en las masas sometidas a la experiencia el odio al comunismo y de hacerlas pasar para mucho tiempo a las filas de los reaccionarios.

Sería mejor, ciertamente, para dicha de todos, que la Humanidad pudiera evolucionar lentamente en ambas direcciones a la vez —del comunismo y de la libertad—, que realizar, por medio de la violencia de una dictadura, un orden social de esclavitud, aun cuando esta esclavitud debiera acercarnos al comunismo.

En la definición de la palabra libertario dada anteriormente, hemos subrayado expresamente dos veces el vocablo posible. Es que reconocemos todas las dificultades que se presentan, en la vida práctica cotidiana, a la realización de la libertad y de la autonomía, en el sentido estricto de la palabra, como reconocemos todas las dificultades prácticas que se presentan en la realización del comunismo.

Tanto en una como en otra dirección, será menester una evolución de varias generaciones antes de que puedan realizarse, sobre poco más o menos, nuestros mejores sueños sociales; es decir, antes de que los Hombres, en su conjunto, hayan aprendido a tolerarse unos a otros, a amarse suficientemente entre sí y a trabajar unos para otros y no por su único interés personal.

Debemos precisar también un tanto las palabras principales aquí empleadas:

Admitimos, como definición del principio de la libertad, la dada por Spinoza: Será llamado libre aquello que existe solamente por la necesidad de su naturaleza y se halla determinado a obrar por sí solo; será llamado necesario o más bien opresión aquello que es determinado por otra cosa a existir y a producir algún efecto en una condición cierta y determinada (Ética, Primera parte, Definición VII).

Según esta definición, el Hombre es libre en sus actos cuando es él mismo el solo y único promotor de ellos; es, por el contrario, no libre o se halla en dependencia cuando otras personas le deciden a obrar a su manera, de suerte que no es sino parcialmente el promotor de sus propios actos.

Ahora bien, la Ética moderna admite que todo individuo debe de permanecer libre y hallarse en disposición de desarrollar su entera personalidad, hasta el punto en que comience a entorpecer la libertad de los demás: ya sea la libertad de otros individuos o la de una colectividad.

Este es el principio formulado ya en agosto de 1789 por la Asamblea Constituyente (Revolución Francesa), en el artículo 4º de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano: La libertad consiste en poder hacer todo lo que no perjudique a los demás. Así, el ejercicio de los derechos naturales de cada hombre no tiene otros límites que los que aseguran a los demás miembros de la sociedad el goce de estos mismos derechos...

Que todo individuo duerma o vele, que coma y beba, que se dedique a los juegos, a los deportes, al paseo, a los conciertos o a los viajes, como bien le parezca —tanto tiempo como el sueño o la vigilia, la comida, los juegos o los deportes, los paseos, los conciertos o los viajes no lesionen los intereses de su familia o de su medio, pues se halla en la naturaleza de las cosas que el que quiere que se respete su libertad, debe respetar también, por su parte, la libertad de los demás.

Desde el momento en que la realización de los deseos personales y el desenvolvimiento de la libertad individual comienzan a lesionar la libertad y los intereses ajenos, se hace necesario entenderse: son precisas concesiones de parte y parte, entre el individuo que lesiona y las colectividades o los individuos que se ven lesionados.

Concesiones hechas directa y amistosamente entre las partes, tanto como sea posible; la intervención de una autoridad competente, como árbitro, si es necesario.

El hombre que ha unido su vida a la de una mujer, viviendo ambos como esposo y esposa, ha abandonado ya, de hecho, una parte de su propia libertad en todas las circunstancias y en todos los acontecimientos que atañen a la vida común.

Menester es que en las agrupaciones de comunistas libertarios reine el mismo espíritu de tolerancia, de libertad y el derecho igual para todos que exigimos fuera de estos grupos en la vida social de todos los días. Nuestros grupos no deben ser dirigidos por cualquier dictador individualista que no se atenga a las decisiones de la mayoría de sus camaradas y que se apropie las obras creadas por los esfuerzos de todos. Nuestros grupos deben ser regidos por los principios de la democracia y tener una dirección en que los secretarios, los presidentes, etcétera, de los grupos no sean, en definitiva, más que los mandatarios del conjunto de sus camaradas. Deben ser, al menos, los representantes de la mayoría en caso de divergencia de opiniones y cuando se hallen ante el dilema práctico: que una puerta deba estar abierta o cerrada.

Contra toda dictadura individualista, lo mismo que contra todo gobierno centralizado, los comunistas libertarios deben defender los principios de la libertad individual de todos los individuos y de la autonomía local y regional.

El principio de la autonomía debe de ser defendido por nosotros bajo una forma futura de la sociedad actual con respecto a todas las organizaciones e instituciones sociales: cooperativas, sindicatos obreros, ligas de productores o de consumidores, de inquilinos o de padres de familia, asociaciones de la juventud, etc.

Bajo el término de autonomía, comprendemos la libertad y el derecho de las organizaciones e instituciones de los municipios, de las regiones y de las naciones a administrar sus asuntos interiores según sus mismos principios, permaneciendo sumisas a las prescripciones generales en vigor para todos los ciudadanos o reglamentando las relaciones entre las organizaciones, comunas, regiones o naciones.

Por lo que atañe a la vida económica en la sociedad, debemos insistir en que se basa más y más sobre la comuna como célula fundamental.

A nuestro entender, las comunas deberán, en lo porvenir, aprovisionar y utillar a las regiones, provincias, departamentos o naciones. Estas últimas deberán constituir una verdadera Sociedad de las Naciones, de las cuales la de Ginebra no es más que una caricatura o, mejor dicho, un modestísimo e hipócrita comienzo.

La Sociedad del porvenir debe ser organizada de abajo a arriba en lugar de ser gobernada, como hoy, de arriba a abajo.

Capítulo I: La producción industrial

¿Continuará existiendo la gran industria en una sociedad comunista o podremos hacer revivir el artesanado?

Nos hemos visto obligados con frecuencia a discutir las cuestiones que figuran a la cabeza del primer capítulo, con anarquistas de la antigua escuela, cuando estos venían a exponernos que en la sociedad comunista del porvenir las agrupaciones libres de productores administrarán entre sí la producción.

Aún recientemente, un viejo camarada educado en las teorías anarquistas de Bakunin y de Kropotkin, de hace cuarenta o sesenta años, nos exponía los propósitos siguientes:

Todas esas industrias modernas y todo ese maquinismo complicado, desaparecerán. Cuando haya llegado la revolución social y haya sido fundada una sociedad socialista libre, cada uno de nosotros reunirá en torno suyo a algunos camaradas para producir en conjunto: los carpinteros y los ebanistas puertas y ventanas, mesas y armarios; los herreros, utensilios de hierro y acero; los sastres, vestidos. Todos llevarán sus productos a los almacenes centrales, donde tendrán entera libertad para adquirir los productos agrícolas que les sean necesarios...

Pero esa famosa toma del montón en los almacenes no podría durar más que algunos días y después de esto vendría la miseria general —respondimos nosotros—. Después de algunas semanas no habría ya un utopista que nos siguiera, y sería la reacción dura e implacable la que comenzaría.

Y hemos tratado de convencer a nuestro viejo camarada con los hechos de todos los días, con la vida real.

Mira, nosotros vivimos juntos en un arrabal a donde los jóvenes de ambos sexos van a bailar el sábado y el domingo. No lograrías nunca impedirles bailar después de una semana de duro trabajo.

Pues que bailen.

Sí, amigo mío, pero las jóvenes que van al baile quiere llevar medias de seda. Si esas medias de seda tienen que ser fabricadas por tus agrupaciones de productores, su producción costará, por lo menos, 125 francos, quizá 200 francos, el par, mientras que las jóvenes las compran ahora por 12.5 francos el par. Después esas jóvenes piden para el baile vestidos que, desde luego, no son de verdadera seda, pero que tienen al menos su apariencia, como las medias. Ahora bien, la seda artificial no es fabricable más que en la gran industria, y tú, amigo mío, quieres volver a llevarnos al artesanado. Te quedarías completamente solo, felizmente, del resto.

No, —sostuvo mi viejo amigo—, no me quedaré completamente solo, pues las grandes industrias son muy costosas y desgastan mucho la naturaleza.

Hemos respondido: Pero confiesa que es, por el contrario, en los artesanos donde hay que buscar el desgaste de la producción de artículos de uso diario. Mira, todos los días pasan por aquí autocars cargados de puertas y de ventanas para las casas que se construyen en la colina, debajo de los árboles. Esas puertas y ventanas son fabricadas en las fábricas en gran serie, como suele decirse. Esto cuesta una vigésima parte del trabajo y una quinta parte del precio que costarían las puertas y ventanas construidas por tus grupos libres de carpinteros o de ebanistas, los cuales, por encima del mercado, ganarían la mitad de lo que ganan sus camaradas en la fábrica, trabajando con las mejores máquinas. ¿Qué carpintero o qué ebanista querría hacer también lo que tú propones?

Y no olvidemos —hemos añadido— que si quieres aplicar a la gran industria del transporte los mismos principios que a la industria en general, no habría servicios de autocars, ni ferrocarriles, ni buques a vapor. La seda tendría que ser traída de Lyon, como en la época de nuestros antepasados, en carros, y tus grupos libres de carpinteros tendrían que ir probablemente a los bosques a derribar las encinas y las hayas antes de poder fabricar puertas y ventanas.

¿Es esto desgaste?

No he podido convencer a mi viejo amigo. Pero he reproducido aquí nuestra conversación, porque, en todos los países, se encuentran todavía numerosos camaradas como él que fulminan contra la gran industria, sin reflexionar un momento sobre el hecho de que hoy todos tenemos necesidades tan múltiples y tan intensas en comparación con la vida de miseria que han conocido nuestros antepasados, que ya no podemos existir sin esta industria.

Sin embargo, el artesano puede hallar aún un puesto, en sociedad comunista, en algunas raras industrias, principalmente en industrias de lujo: grabado, escultura en madera, encuadernación de libros preciosos, etc., y, sobre todo, en las industrias de reparación de automóviles, de calzados y vestidos de toda clase, de muebles, etc. En ella, las agrupaciones libres podrán hallar también, en varias direcciones un campo de acción útil. Pueden asimismo ocuparse en algunas partes en la agricultura, principalmente en el cultivo hortelario o en la jardinería.

Pero serían incapaces de hacer cosa alguna en una de las numerosas industrias fundamentales que suministran las materias primas y secundarias de que tenemos necesidad para la vida diaria moderna: carbones, hierro y acero, pavimentos para nuestras calles, petróleo, nafta y bencina, caucho, vidrio, cuero y materiales de construcción, etc. Todas esas industrias son del dominio de las fábricas y grandes talleres provistos de las mejores máquinas y unidos entre sí por contratos de colaboración. Ocurre lo propio con varias industrias de transformación: hilaturas y tejidos de algodón y de lana, fábricas de máquinas, de automóviles, de puentes de acero, astilleros, etc.

Mi viejo amigo nos decía que se hallaba demasiado animado del espíritu de la libertad y de la independencia, para poder trabajar nunca en una de esas fábricas, en uno de esos talleres o astilleros modernos.

Personalmente, nosotros somos tan incapaces de ello como él. Pero, sin embargo, seríamos también hostiles al trabajo en uno de esos grupos anarquistas de tres, cinco o diez personas, las cuales, por lo general, no funcionan bien sino el tiempo en que un hombre enérgico se halle al frente del grupo, un hombre que, por así decirlo, es seguido y obedecido tácitamente por sus camaradas.

Personas como nuestro viejo amigo y nosotros harán mejor en dedicarse, en una sociedad comunista libre, a alguna ocupación aislada, como redactor, médico o dentista o a trabajos de artista.

Pero ¿tendríamos derecho a negar, por estas razones sentimentales y personales, las necesidades de la vida moderna o a tratar de hacer revivir la producción artesana en ramas en que esta producción no tiene ya ningún porvenir ni ninguna utilidad?

Para la inmensa mayoría de las masas laboriosas, no se trata, en una sociedad comunista, de hacer renacer la Edad media, sino, por el contrario, de adueñarse de las fábricas y talleres y de proseguir la producción en una dirección designada por el personal con las máquinas y el utillaje más modernos.

Nuestro comunismo debe tener un ideal moderno y representar un progreso desde el punto de vista técnico en comparación con el régimen capitalista. De lo contrario, no tendría ningún porvenir.

Nuestros camaradas anarquistas que, por amor a la libertad y a la independencia personal, olvidasen esta verdad fundamental, sufrirían en el porvenir la suerte de los anarquistas cuando la Revolución en Rusia: no tendrían ninguna influencia efectiva, pero serían precisamente buenos para ayudar a los socialdemócratas marxistas y estatistas a llegar al poder. Probablemente serían fusilados o enviados al presidio después de haber dado, un tanto vanamente, sus mejores fuerzas a la Revolución social.

En lugar de combatir las grandes industrias modernas, los anarquistas-comunistas y los sindicalistas revolucionarios deberán, por el contrario, estudiar la alta dirección de esas industrias y adaptarlas al consumo social.

Las masas laboriosas se hallan hoy en disposición de producir artículos alimenticios, tejidos, casas y objetos de lujo de todas clases, etc., en cantidades enormes, cantidades cuyo volumen actual no habrían podido imaginarse nuestros abuelos y bisabuelos.

Ahora bien, el individualismo tiene tanta menos razón de ser cuanto más fácil es de obtener. Tan instintivo como era para defender ferozmente bienes que había costado gran trabajo procurarse y además en cantidad insuficiente para satisfacer todas las necesidades, tan instintivo es para ser liberal, generoso, con los bienes existentes en número excesivo y con los bienes muy fáciles de procurarse. La producción excesiva trabaja, en ese sentido, por el comunismo y facilitará su introducción y generalización.

Pero todos estos productos no pueden llegar actualmente a sus destinatarios, las poblaciones laboriosas de los diversos países, porque una ínfima minoría de cada población, la clase capitalista y los grandes agrarios, dirige la producción en las altas esferas, en su propio y único interés, para realizar beneficios personales y sin tener en cuenta las verdaderas necesidades de toda clase de productos, necesidades que siguen sin satisfacer en las grandes masas de las poblaciones.

Capítulo II: La organización de las industrias bajo la dirección de los sindicatos obreros

Para convencerse de que el régimen capitalista en su conjunto sufre actualmente una crisis formidable y que se halla en vías de hundirse poco a poco, no hay más que: estudiar la situación económica actual: mientras que en el Canadá se queman los trigos para los cuales no hay compradores, y en el Brasil se calientan las locomotoras en una red de ferrocarriles con briquetas de cafés no vendibles, existen, en estos momentos, en el mundo llamado civilizado, veinticinco millones de huelguistas involuntarios y una miseria tan intensa que desde hace mucho tiempo no ha conocido el mundo otra semejante.

Las sociedades humanas han creado medios de producción siempre creciente y masas de productos, riquezas de todas clases, pero cuya circulación se halla obstaculizada y malversada por el régimen capitalista actual. Y, gracias a este régimen, las masas laboriosas no tienen derecho a consumir lo que han producido. En gran parte, las poblaciones laboriosas carecen de todo.

La clase capitalista no ha sabido adaptar la producción al consumo y, enriqueciéndose por sí misma, no ha sabido enriquecer suficientemente a las masas populares, para que estas puedan adquirir las mercandas producidas.

La clase capitalista perecerá por su egoísmo y por su ávida sed de ganancias.

¿A quién pertenecerá, por tanto, el porvenir?

Los trusts y carteles, los consorcios de los empresarios particulares, se han mostrado incapaces de poner el orden necesario en el caos de la producción. Con ocasión de las crisis anteriores de nuestro siglo —las de 1901-1902 y de 1907-1909—, ya pudo comprobarse que la crisis hacía estragos de modo muy particular en los Estados Unidos y en Alemania, es decir, precisamente en los países en donde las combinaciones capitalistas eran las más fuertes.

Y la larga y cruel crisis actual ha probado mejor aún que esas combinaciones no se hallan en situación de adaptar, en su rama, la producción al consumo social y de evitar pavorosos conflictos.

Sin embargo —digan lo que dijeren los socialdemócratas marxistas—, el Estado no es capaz tampoco de prestar a la Humanidad los servicios que esta exige y que deben de dar un poco más de bienestar y un poco más de libertad a todos. El Estado es impotente para intervenir en la producción, excepto tal vez en algunas industrias especiales de utilidad pública como los Correos, Telégrafos y Teléfonos, los ferrocarriles y los servicios municipales de las comunicaciones por tranvías y autobuses, o como la electricidad, el agua y el gas, etc.

El Estado actual es una institución demasiado política y se ocupa muy poco de la vida económica de los pueblos. Es un observador muy superficial de la vida real y, sobre todo, es dirigido por las clases capitalistas y agrarias: financieros, industriales, grandes comerciantes y propietarios territoriales.

Tan poco capaces como los trusts y carteles capitalistas, o como el Estado, son los partidos políticos o las agrupaciones anarquistas para dirigir felizmente la producción social.

Puede tenerse la opinión política que se quiera, ser conservador, radical, republicano, socialista o anarquista, pero hay que confesar que esto tiene muy poca relación con la técnica de la producción. Todo partido político, toda organización de afinidades que permanezca fuera de la producción real, tiene que fracasar necesariamente en la dirección de la vida económica. Si los políticos, o las agrupaciones anarquistas como tales, intervienen eficazmente en la producción, solo conducirán a una dictadura y a una tiranía social, de las cuales el régimen bolchevista en Rusia y el régimen fascista en Italia ofrecen dos tristes ejemplos.

Las únicas organizaciones que serán competentes, en el porvenir, para dirigir, de abajo a arriba, la producción social, son los sindicatos de los trabajadores manuales e intelectuales. Tan solo ellos se hallan en contacto directo e inmediato con los trabajos en los establecimientos industriales y comerciales, con los grandes medios de transporte y de comunicación, con las oficinas de administración y con las empresas agrícolas. De acuerdo con las cooperativas y otras organizaciones de consumidores y con los utilizadores de los medios de transporte, podrán los sindicatos organizar definitivamente la vida económica del porvenir.

La comprobación de estos hechos implica para las masas laboriosas y para todas las corrientes proletarias, la necesidad de organizarse fuertemente, y esto, local, nacional e internacionalmente. Esto es una necesidad para los sindicatos obreros cuando se trate de apoderarse de las fábricas y talleres y de dirigir la producción en las altas esferas; pero es también una necesidad para los comunistas libertarios y anarquistas en lo que concierne a todos los problemas de naturaleza general y que no afecte a la técnica de la producción social.

Si los anarquistas no se emancipan de la aversión que muchos de nosotros sustentamos aún contra toda forma de organización seria, no podrán tener ninguna influencia sensible en la formación futura de la Sociedad, cuando de aquí a poco tiempo —esperémoslo así— haya probado suficientemente el régimen capitalista su impotencia para regir la vida social moderna.

En cambio, desde el momento en que los comunistas libertarios y los anarquistas comprendan toda la importancia de una fuerte organización, y que hagan en todas partes causa común con los sindicatos obreros revolucionarios —sin pretender dominar, sin embargo, a los sindicatos—, desde el momento en que sepan obrar, juntamente con los sindicatos, sobre las bases de un programa común de tendencias internacionales, desde ese momento cambiará para ellos la situación al ser realizadas las primeras condiciones de un futuro éxito.

En la que atañe a la acción especial de los sindicatos obreros con ocasión de una revolución social, estaba convenido desde hace cuarenta años, en el movimiento obrero internacional, que entonces los sindicatos se transformarán de organizaciones de combate para el mejoramiento o el mantenimiento de las condiciones de trabajo, en organizaciones de producción, tomando por sí mismas la iniciativa de la alta dirección de las empresas.

Para poder cumplir dignamente su misión social a este respecto, los sindicatos de trabajadores manuales e intelectuales deberán por de pronto —y según nuestro parecer desde ahora— organizarse por industrias y, solo en un caso excepcional, por profesiones.

Los Trabajadores Industriales del Mundo (Industrial Workers of the World, I. W. W.), de América han dado el primer ejemplo de esta organización por industrias.

El núcleo de toda gran producción, la célula económica de toda vida moderna, es el establecimiento y no la profesión. Ahora bien, en un establecimiento moderno de mediana o de gran industria, pueden trabajar hoy juntamente los obreros y empleados de cinco, diez o veinte profesiones o especialidades: peones de albañil, herreros, carpinteros, tapiceros, pintores, tenedores de libros, stenodactilógrafos, ingenieros y químicos, etc., etc.

En conjunto, los diversos trabajadores de una fábrica pueden conocer su establecimiento, y las federaciones conocer todas las fábricas similares del país a fin de preparar la organización local, nacional o internacional de todos los establecimientos en cada rama de industria.

Trabajadores manuales e intelectuales reunidos son capaces de organizar la producción social en interés de todos.

¿Cuál es ahora la situación si, dentro de poco tiempo, estalla una revolución social, la cual tendría actualmente grandes probabilidades de ser internacional?

Al plantear esta cuestión, no pensamos en una revolución puramente política, como las que en España, en Alemania y en otros países han sustituido la monarquía por el régimen republicano. Hablamos de una revolución que ataque las bases del orden social: la propiedad individual.

Si de aquí a algunos meses o años estalla una revolución social, deberemos esperar que la joven generación de industriales y un número considerable de técnicos-ingenieros, arquitectos, químicos, etc., se unirán al movimiento obrero, prefiriendo ayudarnos a organizar la producción en beneficio de todos antes que trabajar para algunas decenas, centenares o millares de accionistas-rentistas que, a decir verdad, apenas ofrecen interés.

Hay que esperar que obtendremos ese apoyo pues tenemos que confesar que en ninguna parte, ni aun en los Estados Unidos, en Inglaterra o en Alemania —para no hablar del resto de Europa—, se hallan los obreros lo suficientemente preparados para tomar desde ahora, con sus organizaciones, la alta dirección técnica de las industrias, fábricas y talleres y del conjunto de la vida económica. La experiencia realizada en Italia, con la ocupación de las fábricas por los obreros, ha sido una dura lección y trajo con su fracaso la reacción del fascismo.

Nuestra opinión general acerca de estos puntos se halla basada en largos estudios económicos y prácticos. Y, para no ser mal comprendidos, debemos plantear claramente el problema desde el punto de visto técnico.

Entre cien ingenieros, salidos todos de una de las mejores instituciones técnicas (de la Escuela Central de París, por ejemplo), no se hallarán seguramente veinte que fueran capaces —ni aun después de algunos años de aprendizaje práctico— de dirigir una fábrica con 200 obreros y empleados sin arruinar a esta fábrica en el espacio de poco tiempo.

Sabido es, en efecto, que más fácil es arruinar un establecimiento industrial o comercial floreciente en algunos meses, que el llevar a la prosperidad en el espacio de diez años a un establecimiento nuevamente creado.

Continuemos: de veinte ingenieros capaces de dirigir un establecimiento industrial o comercial de mediana envergadura, no se encontrarán tres que sepan dirigir por su parte, y después de varios años de aprendizaje, una gran industria con diez o veinte mil obreros.

Y, para concluir, no se hallará tal vez uno solo entre ellos que pudiera dirigir un cartel o un trust que reúna veinte o cien establecimientos.

No obstante, hay que contar con la necesidad de tener cierto número de técnicos de primerísimo orden, de esta última categoría, porque en el porvenir y en una sociedad comunista, la producción, la distribución y los transportes tendrán aún mucho más que hoy un carácter nacional e internacional que exige grandes talentos y verdaderos genios entre los organizadores y los administradores.

La responsabilidad de la situación actual y de la insuficiencia absoluta de organizadores técnicos de talento, radica en gran parte sobre los directores de las industrias y de los comercios capitalistas, así como sobre sus gobiernos, que, de manera sistemática, todos han tenido separados de toda influencia, a los trabajadores manuales e intelectuales, sobre la dirección de las empresas.

Al estallar una revolución dentro de poco tiempo, todos los pequeños y grandes potentados industriales no tendrán más que acusarse a sí propios si las organizaciones proletarias deciden el militarizar a todos los jefes de empresas actuales —mantenidos todos en sus puestos bajo la vigilancia del personal— y el hacerles comparecer ante un tribunal especial en caso de sabotaje o de negligencia en la ejecución de sus cometidos.

Aquí, la libertad individual debe ceder su puesto ante el interés general.

Sin embargo, si la revolución social e internacional tarda aún, a pesar de la aguda crisis económica mundial que hostiga actualmente, los comunistas libertarios deben ayudar a los sindicalistas revolucionarios a reivindicar, en todos los países, la institución de delegados del personal-trabajadores manuales e intelectuales reunidos- que participen en la dirección de todas las empresas industriales, comerciales, financieras o agrícolas (todos los talleres, fábricas, etc., que trabajen con un personal asalariado de más de cinco personas).

En este caso, los delegados de las diversas secciones de una gran empresa, habiendo tenido la ocasión de ponerse al corriente poco a poco de la marcha general de un establecimiento industrial, comercial, etc., podrán constituir quizá, en el momento en que sea necesaria su intervención, un núcleo suficientemente importante de expertos para hacer realizable la puesta en marcha de la producción social mediante la fuerza de los trabajadores solamente.

En tanto que las clases laboriosas —asalariados manuales e intelectuales reunidos— no lleguen a producir, por sus propios medios, las competencias técnicas necesarias, permanecerán infaliblemente bajo el dominio de una casta especial de capitalistas particulares o de funcionarios de Estado. La diferencia entre estos dos regímenes de dominación (particular o estatista) no será considerable.

¿De qué manera organizarán las organizaciones obreras la producción y la distribución de todas las riquezas sociales en una sociedad comunista?

Aquí, principalmente, será preciso repetir las palabras de nuestro prefacio: las condiciones de realización se diferenciarán ciertamente según las regiones, los usos y costumbres y, sobre todo, según el desarrollo intelectual de las poblaciones y también según las industrias.

Pero una cosa nos parece cierta, si conocemos bien la situación en la Europa occidental y en los países democráticos modernos de ultramar, y es que una de las primeras medidas que tomará una revolución social victoriosa será la de poner mano en todos los bancos e instituciones de crédito, que serán todos nacionalizados. El Banco de España, los de Francia, de Inglaterra, de Alemania, etc., reunirán todas esas instituciones y constituirán los centros de toda producción local o nacional.

En vez de hallar en un gran bulevard de París un establecimiento del Crédit Lyonnais o del Banco de Francia frente a una sucursal de la Sociedad General del Crédito Territorial se evitará todo despilfarro no conservando más que un solo y único Banco Nacional, del cual pronto se hallará una sucursal al lado de cada oficina de Correos y Telégrafos e incluso en las más pequeñas comunas.

Otro punto interesante: cada comuna será propietaria de todas las tierras y de todas las casas que existan o que sean construidas en su territorio, con el deber de conservarlas en buen estado y de hacer construir todas las casas nuevas que necesite la población.

No tenemos que examinar aquí de qué modo podría realizarse por medio de una revolución social la transformación profunda del orden social ni tratar la cuestión de saber si los antiguos propietarios serán indemnizados o no, en forma de una renta vitalicia o en cualquier otra forma. Todas estas cuestiones dependen, en efecto, estrictamente de los acontecimientos y de los diversos factores locales, regionales, nacionales e internacionales.

La más pequeña comuna, bajo un orden social comunista, sería varias veces millonaria y obtendría fuertes sumas de los alquileres de las casas y de las tierras. Las grandes ciudades serían tantas veces multimillonarias como fueran millonarios los pueblos o las pequeñas ciudades. Hacemos observar a este propósito que, cuando la apertura del Bulevard Haussmann en París, en otoño de 1926, los solares en este bulevard fueron vendidos al precio de 23.000 francos el metro cuadrado, valiendo en aquella época la libra esterlina 172 francos. ¿Qué riquezas fantásticas poseería, por tanto, una sola gran ciudad como París, Madrid, Valencia o Barcelona? Ahora bien, aquellas son riquezas ganadas todas por el conjunto de los habitantes, pues no es el trabajo de los propietarios el que hizo subir el precio del metro cuadrado en el Bulevard Haussmann hasta la suma de 23, 000 francos.

Volvamos ahora a la organización de la producción: en una sociedad comunista, las industrias locales serían fomentadas y comprobadas por las sucursales locales del Banco Nacional, lo mismo que las industrias regionales dependerían de las sucursales regionales y las industrias nacionales del Banco Central Nacional. Para trabajos internacionales se impondrían inteligencias entre diversos Bancos Nacionales.

No serían mantenidos en todas partes más que los establecimientos de la industria, de los transportes, etc., cuya vitalidad hubieran reconocido los expertos financieros de la comunidad. Admitida esta vitalidad, los representantes locales, regionales o nacionales del Banco Nacional tendrían una especie de vigilancia sobre todos los establecimientos, vigilancia financiera comparable a la que los inspectores de fábricas ejercen, en nuestros días, sobre la higiene y sobre todas las condiciones del trabajo.

Cada establecimiento importante de industria, de finanza, de transportes y de comunicaciones, así como todo servicio de administración, sería dirigido por un Consejo de administración compuesto de delegados del personal, contando el Consejo, por lo menos, tantos miembros como acciones posea el establecimiento en cuestión: administración general, diversas secciones técnicas de fabricación, pedidos, expedición, etc.

El Comité de dirección, responsable ante el Consejo de administración, sería elegido por el Consejo, teniendo necesidad de ser aprobado el nombramiento del director general por las autoridades financieras de la Comunidad.

Tenemos por cierto que, durante un largo período transitorio, la remuneración de todo trabajo tendría lugar de manera análoga a la que se halla en vigor actualmente, con la única diferencia que los salarios o emolumentos corresponderían mejor que hoy a los resultados del trabajo suministrado. Pero serían tomadas amplias medidas de Justicia en favor de los ancianos y de los inválidos del trabajo, por encima del mínimum de existencia al cual tendría derecho todo individuo en una sociedad comunista libertaria.

Las organizaciones sindicales de los trabajadores manuales e intelectuales cuidarían de la elaboración y del mantenimiento de las tarifas de salarios, tarifas locales y nacionales.

Cámaras de compensación (Clearing Houses, dicen los anglo-sajones) regularían el aflujo de la mano de obra de una región con otra y de un país con respecto a otro, con abolición de todas las trabas aduaneras en los diversos países afiliados a la nueva Sociedad de las Naciones.

Para la defensa de los intereses del consumo local, regional, nacional y mundial, existirían instituciones análogas a las existentes para la producción y la distribución de las riquezas: cámaras de compensación domiciliadas en la Alcaldía de cada comuna o en las proximidades de cada ciudad grande; cámaras provinciales y centrales para las diversas regiones y para los diversos países. Todas estas instituciones serían renovadas periódicamente por los consumidores.

Las instituciones comunistas de la producción y del consumo regularían entre sí todos los intercambios necesarios de las riquezas por intermedio del Banco Nacional directamente o de sus sucursales.

Capítulo III: ¿Existirá moneda en una sociedad comunista libertaria?

La cuestión que planteamos aquí se refiere a la de saber si, bajo cualquier forma de sociedad, y aun en el caso en que la producción social se adaptara tan fielmente como fuera posible al consumo, se tendrá necesidad de una medida de los valores, de un bien numeral, bajo cuya forma se expresan todos los demás bienes.

Al abordar este problema, hacemos observar primeramente que no puede tratarse aquí más que de una moneda verdadera, de un bien que posea debidamente, en sí, el valor que se le atribuye. Así ocurre, en la sociedad actual, con el oro y a veces también con la plata.

No se tratará, pues, de la moneda fiduciaria o papel-moneda ni de todas esas monedas de complemento de cobre, bronce o níquel, etc., que tienen un curso forzado, pero que no representan, fuera de su medio, más que una ínfima parte del valor que nos vemos obligados a atribuirles allí donde tienen circulación. En cuanto al papel-moneda, sabemos que no tiene un valor sino porque y tanto tiempo como el papel esté garantizado por una cantidad suficiente de oro o de plata.

La cantidad necesaria de garantía se determina matemáticamente, y es casi una tercera parte del valor nominal del papel-moneda. Se ha podido calcular que sería imposible que más de una tercera parte del público poseedor de papel-moneda se presentase en una época determinada en las ventanillas de los bancos para reclamar oro contra el papel. Con esta restricción de una tercera parte aproximadamente, la regla que precede es no obstante rigurosa. Y, aun antes de que sea alcanzado el nivel-límite de la garantía metálica, se observa, en el orden social actual, que se apodera del público cierta nerviosidad y que a veces se convierte en pánico, en avalancha hacia las ventanillas de los bancos. Es la especulación la que acelera la baja de la moneda fiduciaria en casos semejantes.

Recordamos la baja formidable del franco y, peor aún, la del marco. Aun recientemente, en 1931, Alemania e Inglaterra han venido a demostrar que un gobierno no puede disminuir a su antojo la existencia-oro del país si no quiere exponer a este al pánico. Ni aun la libra esterlina inglesa, que parecía tan sólidamente establecida, ha podido resistir a la baja desde que la garantía-oro comenzaba a disminuir sensiblemente y a aproximarse al nivel-límite prescrito.

Por el contrario, ha podido comprobarse en los Estados Unidos, durante los últimos meses de la guerra y en la post-guerra, que el dólar-papel valía a veces un poco más (uno o dos centavos) que el dólar-oro, porque el papel-moneda del país estaba tan sólidamente garantizado, que los billetes de banco empezaban a presentar verdaderas ventajas de comodidad sobre la moneda-oro: los Estados Unidos se habían enriquecido considerablemente en oro durante la duración de la guerra, y, sabiendo bien todo el mundo que se podía cambiar en cualquier momento y en cualquier cantidad papel-moneda por oro, prefería entonces los billetes de Banco porque son más cómodos que el metal para el pago de fuertes sumas.

Eliminemos ahora, antes de abordar a fondo nuestro problema, una cuestión secundaria, pero no desprovista de importancia: supongamos por un momento que sea necesario un medidor general de los valores en cualquier forma de sociedad. ¿Se verá siempre, en este caso, que sea el oro o la plata, o incluso ambos metales simultáneamente (bi-metalismo), los que serán preferidos a cualquier otro bien?

Cierto es que, en los países modernos, no podríamos elegir como mercancía numeraria general nueces de coco, que sirven como moneda corriente en ciertas regiones de la costa de África.

No más adecuado para el objeto perseguido serían el ganado, la sal, el tabaco o los dátiles, etc., que emplean aún hoy los semi-civilizados en otras partes del mundo.

En el medio de los economistas, fue propuesto algunas veces elegir el trigo en lugar del oro o la plata como moneda corriente. El trigo es una riqueza conocida como tal en todos los países civilizados. Pero tiene, de común con todos los demás productos agrícolas, la enorme desventaja de ser perecedero. El trigo comienza a disminuir de volumen, al secar, poco tiempo después de la cosecha. Luego, su valor cambia muy rápidamente de estación a estación, según la abundancia o la pobreza y también la calidad de las cosechas.

El trigo no podría servirnos como mercancía numeraria, no más que otro producto agrícola cualquiera.

Por tanto, nos veremos siempre obligados a fijar los ojos en un metal. Pero el hierro se enmohece fácilmente y no es lo bastante caro para su peso; para pagar en hierro algunas cabezas de ganado en los mataderos, el carnicero tendría que llevar todo un camión lleno de hierro o de acero, y los gastos de manutención serían desmesurados. Obligados a recurrir a uno de los metales preciosos, los hombres no tendrían apenas otra elección que entre el oro y la plata, con el platino, quizá en el porvenir, como recurrente.

Pero ¿no podría elegirse el trabajo como medida del valor en lugar de una mercancía palpable? Esta ha sido la idea propagada por algunos economistas-metafísicos de la pasada época, principalmente por Carlos Marx y Rodbertus. El valor y el precio de todo bien se expresarían entonces en jornadas, horas y minutos de trabajo humano.

Sin embargo, trabajo y trabajo no son la misma cosa, y Carlos Marx, deseando expresar el valor de todas las mercancías en trabajo, fue inducido a inventar una abstracción que es también una quimera; quiso reducir todo trabajo a trabajo humano abstracto (abstrakt menschliche Arbeit), o a simple trabajo social medio (einfache gesellschaftliche Durchschnittsarbeit), trabajo al cual no se tiene en cuenta aún más que si es socialmente necesario. Empero, semejante trabajo nunca ha existido de otro modo más que en la imaginación de Carlos Marx: Este trabajo no es trabajo concreto medible, y su aplicación como unidad de valor sería siempre muy arbitraria.

Es absolutamente imposible expresar una hora de trabajo de sabio, de químico o de artista en horas de trabajo de un mecánico o de un albañil. No solamente la posibilidad de aplicar una medida más o menos exacta deja de existir aquí, sino que también hay que considerar esas grandezas como inconmensurables e incomparables.

Un camarada me ha hecho observar, durante una discusión sobre la naturaleza de la moneda como medida de los valores, que esa objeción no es muy seria, pues desde hoy, decía, ha sido resuelta por los empresarios capitalistas. Estos hacen pasar el coste de las horas de trabajo de sus técnicos de laboratorio a los gastos generales.

Sin embargo, ¿es esta una solución? ¿Una solución lógica del problema que nos interesa? Y ese costes de las horas de trabajo de los técnicos, ¿es el valor real de su trabajo expresado en dinero? ¿O hay que ver, por el contrario, en los procedimientos arbitrarios que aplican los empresarios capitalistas una prueba del hecho de que el problema es realmente insoluble?

Observemos solo el hecho de que los contratistas capitalistas continúan pagando en todas partes el mismo trabajo, por ejemplo la misma longitud de hilo producida, de manera distinta a un hombre que a una mujer porque las mujeres no saben defenderse tan bien como los hombres. Y si las soluciones, halladas por los contratistas capitalistas diesen en verdad una medida un tanto exacta del valor del trabajo humano, ¿es que los obreros habrían tenido necesidad de organizarse en sindicatos y de librar batalla, durante más de medio siglo, con los contratistas a fin de enseñarles, por medio de las huelgas, a modificar su manera de medir el valor y el precio del trabajo y a aumentar los salarios?

Lo que es peor, aun cuando se pudiera comparar y medir el esfuerzo intelectual de un químico y el esfuerzo muscular de un herrero, no se tendría más que el valor de producción de los artículos que ambos trabajadores ofrecen a la Humanidad. Ahora bien, bajo cualquier forma de sociedad, los productores deben contar siempre con los juicios de los consumidores, y estos no son siempre tan indulgentes para con ellos como no lo fue, en su tiempo, Carlos Marx. En efecto, este solo contaba con el valor de producción haciendo abstracción, al principio de su volumen primero sobre el capital, del valor de uso de los bienes.

En una palabra, tan solo en un caso especialísimo podría servir el trabajo humano como medida de valor: sería en el caso en que un gobierno dictatorial, tal como el gobierno de los Soviets rusos, declarara arbitrariamente que una hora de trabajo de un sabio vale por las tres cuartas partes, o por las nueve cuartas partes, de una hora de trabajo de un jornalero, etc. Si semejante gobierno dispusiera de las fuerzas militares y policíacas suficientes para hacer detener, encarcelar o fusilar a los recalcitrantes, podría quizá lograr el mantener durante algún tiempo su régimen arbitrario y obligar a trabajar a los que se estimasen lesionados. Sin embargo, no podemos contar aquí más que con un medidor de valores real, cuya medida garantiza la exactitud necesaria.

Llegamos ahora a la cuestión esencial: ¿es que, bajo cualquier forma de sociedad, tendrán necesidad los hombres de un medidor de valores, de un bien que sirva para expresar el valor de los demás bienes? Hemos tenido que discutir esta cuestión tantas veces como la de la organización de la producción, principalmente en los medios de los socialistas, de los sindicalistas revolucionarios y de los anarquistas.

He aquí la argumentación de numerosos camaradas: El valor de los bienes es una concepción capitalista. Realizada la revolución social, una vez que la producción sea definitiva y armónicamente adaptada al consumo, los almacenes centrales suministrarán todos los productos agrícolas o industriales que necesite la humanidad. No se ve la razón de ser de la concepción de un valor.

Con frecuencia hemos respondido: No sabemos lo que harán los hombres dentro de mil o dos mil años. Es posible que entonces nuestros descendientes procuren producir lo más posible, sin extenuarse, no obstante, y sin tomar en el montón, en los almacenes comunales, regionales o nacionales más que lo justo de que tengan necesidad, sintiéndose felices de haber trabajado mucho para los demás. Pero lo que sabemos bien es que la toma del montón será imposible, durante varios siglos, con los hombres que conocemos y dándonos cuenta bien de su posible evolución. Y si dentro de veinticinco años o de un siglo el estricto comunismo será posible tal vez en el consumo, al menos para ciertos productos de primera necesidad; sin embargo, aún para esos productos, la toma del montón sería injusta e imposible de aplicar.

Por el contrario, precisamente para los productos alimenticios, vestidos, etc., que podrían estar disponibles entonces gratuitamente, serían necesarios el más severo control y las más severas medidas de los valores a fin de no arruinar a la sociedad en detrimento de los buenos trabajadores, sobrios y modestos.

Creemos, por tanto, personalmente, que en una sociedad comunista será siempre necesario, más aún que en la sociedad capitalista actual, el controlar lo que cada cual produce y lo que toma cada cual para satisfacer sus necesidades. Y se impondrá un medidor de todos los bienes, en forma de un bien numeral general, en el orden social con el cual podremos contar en el porvenir, por lejano que podamos prever este porvenir.

Y no hablamos aquí exclusivamente de ese periodo de transición en que una revolución social haya barrido ciertamente las potencias capitalistas, sino en que las tradiciones de la civilización capitalista continuarán sobreviviendo por mucho tiempo todavía en los usos y costumbres del campo y de las pequeñas ciudades y, para ciertos medios, también en los centros de la industria y de las comunicaciones.

Hablamos también de un orden social socialista-comunista firmemente establecido, de una sociedad, por ejemplo, en la que existan verdaderamente almacenes centrales, locales, regionales o nacionales que suministren todos los productos alimenticios, vestidos, etc., a los consumidores, libres de ser proveídos asimismo por las diversas comunas.

Tomemos, en este caso, el ejemplo de tres comunas que cuenten aproximadamente el mismo número de habitantes y que dispongan de riquezas casi iguales. Supongamos que una, de carácter principalmente agrícola, logra suministrar anualmente a su almacén central, por término medio, 1.000 sacos de trigo; que la segunda, en la cual predomina la crianza de ganado, envía 300 cabezas de ganado como sobrante de lo que debe guardar para el consumo de sus propios habitantes; por último, que la tercera comuna, industrial, ceda 30 autobuses o coches de ferrocarril y de tranvía.

¿Es de creer que semejante situación sería justa si 30 autobuses o coches equivaliesen más bien a 10, 000 sacos de trigo que a 1.000 y a 3.000 cabezas de ganado más bien que a 300?

Las cifras comparativas solo sirven aquí, naturalmente, para expresar esta verdad: que las diversas comunas reclamarían medidas muy severas para que las cargas de la producción y los trabajos de la manutención y del transporte fueran repartidos casi de manera equitativa. Los obreros industriales, por ejemplo, no querrían trabajar intensamente, desde por la mañana hasta el anochecer, en las minas y en las fábricas, para que los campesinos pudieran divertirse en la feria. Y de manera inversa.

Sin embargo, ¿cómo saber lo que representan 1.000 sacos de trigo, 300 cabezas de ganado, 30 autobuses o coches, etc., si no existe un medidor general de los valores, teniendo en cuenta, no solo el valor de producción y las horas de trabajo que representan las diversas riquezas, sino también el estado en que se encuentran y las necesidades que tiene la vida social de ellas, es decir, el valor de uso de esas riquezas?

Tomemos aún otro ejemplo: En una ciudad existen doce tenerías. Pero en una de ellas un hombre poco competente e insuficientemente dotado de capacidades técnicas ha logrado ser nombrado director. Bajo su dirección, los trabajos se han aminorado hasta el punto de que las remuneraciones de los obreros, los gastos de las reparaciones, la amortización de las máquinas, etc., sobrepasan en su conjunto a lo que la fábrica produce en cueros anualmente. ¿No habría que cerrar semejante establecimiento en sociedad comunista o confiar, al menos, la dirección a manos más capaces? Pero ¿cómo saber la realidad de los hechos si no existe un medidor general en cuya forma puedan expresarse el coste de fabricación —incluidos todos los elementos— así como el valor de los cueros producidos semanalmente, mensualmente o anualmente? ¿Cómo saber si un establecimiento industrial es viable cuando no se posee un medidor general de los valores?

Uno de nuestros camaradas nos ha hecho observar que semejantes ejemplos, que podrían multiplicarse, tienen aún demasiada relación con el período de transición de la sociedad capitalista en sociedad socialista-comunista. En una sociedad comunista evolucionada y definitivamente establecida, decía, no habrá ya cambios de un objeto por otro. El oro o la plata serían entonces una ayuda ficticia, pues los productos serían entregados directamente.

Nosotros respondimos que, aun en sociedad capitalista, la moneda, oro o plata, no presta, con la mayor frecuencia, más que servicios ficticios. Existen entre los bancos cámaras de compensación (Clearing Houses), donde las diversas direcciones hacen la cuenta diariamente de lo que cada establecimiento debe a los demás. Luego solo es en casos excepcionales cuando los grandes desembolsos entre particulares se efectúan aún en nuestros días al contado o contra envío de oro. Existen cheques, letras de cambio y toda clase de distintos procedimientos comerciales para evitar en todo lo posible el intercambio verdadero de mercancías.

Ahora bien, queremos aceptar que en sociedad comunista definitivamente establecida, el envío y la recepción de los víveres, ropas, etc., se haga inmediatamente y sin intercambio real de un bien numerario. Sin embargo, este bien continuará siendo, a pesar de todo, el numerario. Mientras que los envíos y las recepciones no exigirán ya el intermediario directo de ese bien (por ejemplo, oro o plata), el bien en cuestión, convertido en un numerador ficticio, continuará expresando sin embargo, en una forma clara y precisa, los valores relativos de todos los demás bienes. Consideramos también que una sociedad socialista-comunista definitivamente establecida, si quiere poder seguir existiendo, tendrá necesidad de una estadística especial de los valores de las diversas riquezas mucho más severa que la que necesita la vida en sociedad capitalista.

Basamos esta opinión en el hecho siguiente: que el capitalista particular se apercibe pronto de que sus gastos sobrepasan a los ingresos y de dónde procede exactamente el mal. Pero la enorme complejidad de una vida social en un sistema social-comunista exige una contabilidad muy exacta, y esta contabilidad no es posible si no pueden expresarse claramente los valores respectivos de los bienes bajo la forma de uno de ellos.

Pero si la moneda, en forma de oro o de plata, continúa existiendo en una sociedad, social-comunista, ¿dónde se halla entonces la diferencia, para nosotros, entre esa sociedad y la sociedad capitalista?

Para responder a esta pregunta, que nos ha sido formulada más de una vez, hay que preguntarse primeramente cuáles son las quejas que tenemos actualmente contra el oro o la plata como numerario y que no tenemos contra el trigo, el ganado, el hierro o contra cualquiera otra mercancía.

Hay que advertir que el oro y la plata son mercancías como las demás. No es este el lugar de tratar la cuestión de saber de qué forma se establece, en el encuentro de los productores con los consumidores —ya sea en sociedad capitalista o bien en sociedad comunista—, el valor y el precio de las diversas riquezas.

Hay que darse cuenta, no obstante, del hecho de que ya hoy, en el mercado internacional del oro, en Londres, se tienen en cuenta rigurosamente todos los factores que entran en el precio de coste de fabricación del oro, incluso del coste de transporte de este desde el África del Sur a Londres. Cierto es que los grandes productores del oro, fuertemente organizados, no producen voluntariamente más que cierta cantidad de oro con el fin de mantener a este metal en un precio determinado. Pero los trusts, los carteles y los consorcios aplican este mismo procedimiento a otras muchas mercancías, que el oro no presenta, desde este punto de vista —es decir, en lo que concierne a su precio de monopolio—, ninguna diferencia con los productos de todas las industrias fundamentales.

Pero siendo mercancía-numeraria, el oro se diferencia, en la sociedad capitalista de hoy, de todas las demás riquezas en que el que lo posee, o quien posee su equivalente en papel-moneda, puede prestar su mercancía a otra persona y reclamar anualmente un interés del 5 o del 6 por ciento, por ejemplo, además del capital prestado. Cada suma de 100 pesetas reporta así a su poseedor 5 o 6 pesetas, sin que este tenga necesidad de trabajar para obtener esas 5 o 6 pesetas. Esto no sucede, o sucede muy raras veces, con el ganado o con el trigo, porque estas mercancías no son mercancías numerarias, es decir, que no podría uno procurarse con el ganado o con el trigo todas las mercancías que uno deseara. El que quiere construir una casa no puede ir a buscar los materiales necesarios llevando vacas a la fábrica de ladrillos o a la fábrica de cemento.

Imaginémonos ahora que se halle establecida definitivamente la sociedad social-comunista y que las diversas comunas del país provean regularmente los almacenes locales, regionales y nacionales de la manera que los campesinos cooperadores abastecen en la actualidad y diariamente a su lechería de la leche necesaria.

Los bancos serán todos nacionalizados. Cada comuna se ha hecho propietaria de todas las tierras y de todas las casas situadas en su territorio.

Supongamos ahora que nosotros, Cornélissen, recibimos la visita de un descendiente de un antiguo propietario y que nos dice: Señor Cornélissen, he oído que tiene usted la intención de fundar una revista económica y de comenzar la publicación de libros. Tendrá usted necesidad de dinero para su instalación. Ahora bien, mi familia ha podido salvar, en la vorágine de la revolución social, algunos cientos de miles de francos. Estoy dispuesto a prestarle cien mil o doscientos mil francos al 5 por ciento. ¿Le parece bien el trato?

Es evidente que le responderíamos que, para la instalación de una editorial, no tendríamos necesidad alguna de su dinero.

¿Cómo me pide usted, señor mío —sería la respuesta—, que guarde yo su dinero y que, en lugar de pagarme por este servicio (pues sería yo quien tendría la responsabilidad de su dinero), me propone usted que sea yo el que le pague? No tengo necesidad de su servicio. En la pequeña comuna donde resido, se me conoce. La comuna es muy rica. Si necesito cien mil o doscientos mil francos, podré obtenerlos gratuitamente. Naturalmente que mi editorial estaría entonces bajo la vigilancia del Banco comunal que examinaría constantemente mis libros. Pero esta es una inspección puramente financiera, contra la cual no tendría que formular objeción ninguna, pues es evidente que no tengo derecho a despilfarrar o a malversar los fondos de la comuna. Vaya usted, pues, con sus doscientos mil francos a otra parte si quiere usted ganar el 5 por ciento.

Pero, ¿a dónde? El pobre diablo no podría colocar sus fondos en casas ni comprar tierras con su dinero. No le quedaría más que esta solución: gastar su dinero en viajes, en comidas, etc., o guardarlo en su baúl esperando el restablecimiento de la sociedad capitalista...

¿Qué quejas podrían formularse contra el empleo de moneda bajo un orden social semejante?

En resumen, deducimos que bajo cualquier orden social, nos será siempre útil y necesario el poder medir los valores relativos de las diversas riquezas, expresando estos valores en el de una de ellas elegida como riqueza numeraria. Pero este hecho no implica, en modo alguno, que esta riqueza numeraria, la moneda —oro o plata por ejemplo— continuase necesariamente teniendo la potencia excepcional y abusiva que hoy posee: permitir a su poseedor enriquecerse sin tener necesidad de trabajar y por el único hecho que la colocación o alquiler de su moneda puede producirle intereses.

Capítulo IV: La organización de la agricultura

Los problemas más difíciles de resolver por una sociedad comunista serán seguramente los que conciernen a la agricultura y a la propiedad de las tierras.

En principio es inadmisible, desde luego, que la tierra sobre la cual debemos vivir todos pertenezca a individuos en propiedad particular.

El derecho del más fuerte y el derecho del primer ocupante no podrían ser reconocidos como derechos por una sociedad comunista libertaria.

Pero no existe ninguna esfera de la producción ni ninguna forma de vida de sociedad donde los antiguos usos y costumbres se mantengan con más tenacidad que en la agricultura y en la vida del campo.

Principalmente en las regiones donde la población se halla diseminada, no se impedirá en ninguna forma de sociedad que el campesino aislado continúe hablando de sus tierras, porque es él el único que las cultiva con su familia, y de su casa, porque esta se vincula inmediatamente a su persona y a los suyos. Cuando en un país tan moderno como Inglaterra, una expresión como Mi casa es mi castillo (My house is my castle), puede ser una locución corriente, habremos de prever todas las dificultades que se presentarán ante una sociedad comunista que haya abolido la propiedad privada de las tierras y de las casas. Observemos de paso que será imposible el separar a la larga estas dos categorías de riquezas —tierras y casas—, pues las tierras laborables y las tierras para edificar constituyen un conjunto, y la propiedad comunal de las casas llegará a ser de modo inevitable la correlación de la propiedad comunal de las tierras.

Las dificultades que se presentan en este dominio harán necesarias numerosas concesiones, de suerte que, aun en sociedad comunista evolucionada, la situación real podrá cambiar de país en país y de región en región.

Esas dificultades serán despreciables, desde luego, en lo que atañe a las grandes propiedades: castillos, cotos de caza, bosques y campos, etc., que todos habían sido acaparados desde hace siglos por algunas familias de las clases privilegiadas. Esas propiedades volverán a la colectividad y serán nacionalizadas y confiadas a los cuidados de las comunas donde estén situadas, que las explotarán a beneficio de la población. Las comunas darán a todas partes de las propiedades así adquiridas: casas, caballerizas, prados, bosques, tierras de cultivo, etc., el destino que les sea más propio, según los casos.

Mucho más delicado será el aplicar los principios comunistas cuando se trate de hallar una solución para las dificultades prácticas en la ocupación y en el cultivo de las tierras poseídas actualmente por la población laboriosa.

Si la sociedad comunista quiere merecer de veras la reputación de ser una sociedad dirigida de abajo a arriba, deberá dejar a los campesinos de las diversas comunas agrícolas el cuidado de decidir por sí mismos, en asamblea o por medio de sus delegados, de qué forma deberán ser cultivadas las tierras de la comuna.

Este principio que podrá extenderse también a las grandes propiedades nacionalizadas, tendrá normalmente como consecuencia el que los labradores que están satisfechos del producto de sus tierras querrán permanecer donde se hallan y que los individuos menos privilegiados tratarán de extender su campo de acción y de actividad o de establecerse también en tierras no ocupadas, por ejemplo en ciertas partes de las grandes propiedades nacionalizadas.

En todos los casos, la sociedad comunista deberá tener bien separadas la propiedad en común del suelo y su posesión por los que lo trabajen.

Es preciso que el trabajador de la tierra pueda disponer plenamente de lo que produce, pero sin lesionar los intereses de sus conciudadanos. La comuna debe garantizarle la posesión tranquila de la tierra que trabaja y de la casa que habita, pero no debe concederle el derecho, bien de vender tierras o casas o de legarlas o de abandonarlas a otras personas. En una palabra, el agricultor en sociedad comunista será el poseedor, el detentador, el ocupante, pero no el propietario legal de sus tierras y de su casa.

Los jurisconsultos romanos han caracterizado el derecho de propiedad mediante una expresión que admitía el uso del bien poseído hasta en las consecuencias extremas, incluso la destrucción. Jus utendi et abutendi era la formula. La sociedad comunista deberá examinar ese derecho histórico y modernizarlo transformándolo en un jus utendi, un derecho de uso solamente. Corresponde a la sociedad y a las instituciones modernas de cada país, el determinar donde acaba el uso y donde empieza el abuso en materia de posesión.

Si estallase de improviso una revolución social, la medida más sencilla —medida provisional— sería también el confiar, por decreto general, todas las tierras y todas las casas a las comunas, y el prescribir que los antiguos propietarios continuasen pagando provisionalmente sus impuestos como el año anterior, pero en su comuna y sin tener necesidad de pagar un alquiler. En cambio, los inquilinos de tierras o de casas deberían continuar pagando su alquiler a la comuna en lugar de a su antiguo propietario.

Después de esta medida provisional, la población de las diversas regiones podría efectuar, en plena autonomía la ocupación y el cultivo definitivo de las tierras y la posesión de las casas, ateniéndose no obstante estrictamente al principio fundamental: posesión personal dondequiera se desee; pero propiedad en común.

Los factores que establecen en la sociedad capitalista, la renta territorial en su conjunto, pueden establecerse o dividirse en tres categorías:

1º. Los factores que deciden de la renta territorial diferencial, la que se basa en las diferencias en fertilidad o en situación de las tierras.

2º. Los que determinan la renta absoluta que puede gravitar también sobre los terrenos más fértiles o sobre los menos ventajosamente situados. Estos factores se basan en el derecho de monopolio que ejerce el propietario de tierras, prescindiendo de las distintas cualidades de las mismas; y,

3º. Los factores que representan, en su conjunto, el elemento de la pura especulación financiera, elemento tan poderoso en los países nuevos y que también en los países de vieja civilización tiene siempre una influencia sensible sobre los alquileres y los precios de las tierras, principalmente durante los períodos de perturbaciones sociales o de dificultades. Recordemos a este respecto, la guerra de 1914-1918, así como la crisis de los alquileres de la post-guerra que imperó en tantos países.

Ahora bien, supongamos ahora completamente abolido el poder económico de los propietarios del campo sobre las tierras agrícolas y urbanas, habiendo sido sustituido por la comunidad de los habitantes de cada región.

Los factores de las dos últimas categorías distinguidas por nosotros habrían desaparecido entonces en consecuencia: en efecto, las comunas no harán especulación y, si poseen de hecho un derecho de monopolio sobre todas las tierras situadas en su territorio, una renta absoluta que pesase sobre todas las tierras sin excepción no podría contrariar a la población, puesto que son los mismos habitantes quienes deciden en última instancia de las condiciones en que serán cultivados o edificados los terrenos.

En cambio, los factores de la primera categoría continuarían, desde luego, ejerciendo su acción, pues tanto tiempo como las tierras de fertilidad y de situación no muy distintas rivalizasen en la producción de los mismos artículos agrícolas, la inexistencia de una renta rústica diferencial y el hecho de que todo cultivador recogiese el producto de su trabajo y del trabajo de los suyos, tendría por consecuencia el que los productores preferirían todos trabajar las tierras que dieran los mejores rendimientos.

Del mismo modo, los habitantes de una ciudad querrían alojarse todos en las casas mejor situadas y más sanas y en las mejor construidas.

Estando vencida la resistencia por parte de los propietarios, la rivalidad entre los cultivadores de todas las ramas y entre los habitantes de todas las comunas no podría tener fin no siendo que otra potencia económica interviniese en las diferencias por rendimiento de las tierras, y pudiera exigir también compensaciones por las diferencias en ventajas que representan las casas de toda categoría por razón de ser satisfecha a individuos privilegiados, sería remitida, de año en año, a la comunidad.

El trabajador de la tierra podrá gozar entonces de los frutos de su labor, sin tener necesidad de pagar un tributo a una persona que no ha aportado categoría por razón de su construcción o de su posición.

Habiendo ocupado el lugar de los propietarios actuales los representantes de toda la población agrícola o urbana, podrá decirse que la renta rústica diferencial continuaba existiendo. Sin embargo, en lugar de ser satisfecha a individuos privilegiados, sería remitida, de año en año, a la comunidad.

Los arrendamientos y alquileres pagados a la comuna reemplazarán, en la sociedad comunista, a los arrendamientos y alquileres pagados hoy a los propietarios particulares.

Es de prever que en muchas regiones se aplicarán, en sociedad comunista, medidas análogas a las ya tomadas, en la sociedad capitalista actual, por algunos países nuevos, particularmente en Australia. Medidas que tienen por objeto el reservar a la comunidad la plusvalía de las tierras que se crea a medida del crecimiento de la población, es decir, bajo la acción de todos.

En los países nuevos, las viejas costumbres en materia de producción y de distribución de los bienes se han arraigado con menos profundidad que en los países de civilización antigua.

Ya en nuestros días, puede decirse que la mayor parte del Continente australiano pertenece a la nación. El Queensland ha intercalado en su Constitución la prohibición de vender las tierras nacionales.

¿Cómo se procede entonces en estos países?

Mencionaremos, como ejemplo, el sistema aplicado para la valorización de las propiedades rústicas en el territorio de la nueva capital federal de Australia, en Canberra, al sur de Sydney.

Todo este territorio pertenece al Common wealth australiano y no puede ser comprado ni vendido.

El derecho de ocupación de uno o de varios lotes del territorio o de la ciudad de Canberra se concede en subastas públicas, y el postor más fuerte obtiene el derecho de ocupación por un alquiler anual que representa el 5 por 100 del valor del lote cuyo importe ha fijado él mismo. La Administración, la Federal Capital Commission es la que percibe los ingresos.

El valor del suelo —prescindiendo de los mejoramientos— debe de ser estimado de nuevo en las subastas públicas, la primera vez después de un lapso de veinte años y luego cada diez años. La construcción de edificios debe ser comenzada a los dos años después de la adjudicación y terminarse un año después, a menos que se conceda una prórroga.

Los terrenos no destinados a la construcción, los terrenos cultivados principalmente, se dan en arrendamiento por un período que no exceda de veinticinco años (véase Official Year Book of the Commonwealth of Australia, núm. 19 (1926), páginas 161-162).

En sociedad comunista, al aplicar la Comuna medidas análogas deberá exigir, naturalmente, en caso de cambio de poseedores de tierras, que el nuevo ocupante reembolse a su predecesor el valor de todas las mejoras que este ha introducido personalmente en las tierras en cuestión. Esto es lo que se hace, por lo demás ya actualmente, en Australia.

Es evidente que nos sería imposible el describir o prever solamente los diversos sistemas mediante los cuales podrían aplicar las comunas, según la cultura de la región y los usos y costumbres de sus poblaciones, los principios generales del comunismo libertario.

Pero nos parece clara una cosa: tanto tiempo como en el primer período de transición de la sociedad capitalista en sociedad comunista, continuasen siguiendo las poblaciones industriales el régimen de la remuneración según el trabajo producido, habría que atenerse a que las poblaciones rurales aplicasen en la agricultura un régimen análogo: el agricultor exigirá gozar del fruto de su propio trabajo e insistirá en que se le reembolse por todas las mejoras introducidas por él personalmente en el caso en que cediese las tierras poseídas por él a otra persona y fuere la razón de esta cesión.

Es evidente también que, tanto en las regiones agrícolas como en las regiones industriales y en las ciudades, las medidas de un comunismo más elevado podrán completar el régimen general.

En efecto, la Comuna podrá ocuparse de la compra en común de toda clase de máquinas agrícolas: arados mecánicos, segadoras; trilladoras, etc., y alquilarlas a los agricultores de los contornos. Podrá encargarse asimismo del suministro de los abonos y de las semillas, de los combustibles, etc., como se encargará también de la entrega de los productos agrícolas a los almacenes centrales de las ciudades y de recibir en cambio, de los centros industriales, los artículos de menaje y de cocina, las herramientas, etc., que necesite la población rural.

Por último, las comunas rurales, con la misma razón que las grandes ciudades, deberán crear escuelas, inclusas (N. d. E.: orfanatos), asilos para ancianos, salas de reunión y toda clase de diversas instituciones gratuitas para todos los habitantes.

Si el ideal comunista anima a las poblaciones civilizadas del porvenir, existirá una especie de noble rivalidad entre las diversas comunas, cada una de las cuales procurará responder del mejor modo a los grandes principios de la ayuda y del socorro mutuos.

Capítulo V: Justicia y policía en una sociedad comunista libertaria. El derecho comunista libertario

Existen pocos problemas a propósito de los cuales reine en los medios de los comunistas y anarquistas, tanta confusión y tanta divergencia de ideas como en lo que atañe al derecho, a la justicia y al mantenimiento del orden público por una policía cualquiera.

Muchas veces nos ha ocurrido oír a un camarada individualista exponer que la existencia de toda justicia y de toda policía es inmoral y condenable, porque constituye un abuso de poder que un individuo ejerce sobre otro y por lo cual sería imposible mejorar una u otra institución o perfeccionar y hacer más humanos los diversos medios de protección de la civilización existente:

Abolición de toda justicia y de toda policía en una sociedad nueva. En vez de mejorar el sistema penal, no hay más que demoler todas las cárceles o transformarlas en hospitales.

Ningún individuo tiene derecho a emplear la violencia contra otros individuos.

Y si hay individuos que ejercen violencia contra otros individuos —hemos replicado con frecuencia— ¿qué hacer si nuestras hijas o nuestras mujeres son atacadas en plena calle por vagabundos, no solo a la caída de la noche, sino quizá también a plena luz del día, no estando seguros los caminos ni las calles?

Buscáis dificultades: el noventa y cinco por ciento de los crímenes, en la sociedad actual, se cometen contra la propiedad.

Hay camaradas anarquistas con quienes es imposible discutir semejantes problemas. Y no obstante, debían de reconocer que, si los delitos contra la propiedad disminuyen y desaparecen en sociedad comunista, pueden existir otros delitos, los de naturaleza sexual, por ejemplo, que se triplican o duplican en número. Pues cuando todo obrero y todo campesino encuentre más bienestar material y más horas disponibles para el reposo y para el goce, cuando hombres y mujeres ya no sean viejos desde la edad de cuarenta años a causa de un trabajo demasiado duro, es natural que los casos se multipliquen donde dos o tres hombres deseen poseer a la misma mujer, y allí donde las jóvenes corran peligro por razón de su belleza y de su frescura.

¿Por qué negar las dificultades que podrán y deberán presentarse en vez de tratar de resolverlas?

Nos acordaremos siempre de aquel joven camarada individualista —que desearía que las dificultades así surgidas fuesen resueltas espontáneamente.

No tenemos más que hacer sucesivamente la ronda por la noche —opinaba—, cuando las calles están muy poco seguras. Solo tenemos que hacernos justicia espontáneamente, pero no en forma de una policía y de una justicia profesionales.

Nos hemos atrevido a responder que ese nuevo régimen espontáneo se llama en América el linchamiento y que, comparada con esa solución, preferiríamos mucho más la sociedad existente donde el delincuente tiene al menos derecho a defenderse ante un tribunal, en lugar de ser ahorcado espontáneamente por gentes que se han impuesto ellas mismas como jueces.

Y para probar que Derecho y Justicia, así como la Policía, son perfectamente propios de ser mejorados y perfeccionados, y que, nuevamente en estos dominios, no se trata en el fondo más que de quitar a esas instituciones su carácter capitalista, parcial y arbitrario, hemos expuesto con frecuencia cuestiones como las que siguen y que están tomadas en la vida de todos los días:

¿Tenemos algo que decir contra la presencia de guardianes en los museos públicos? ¿Guardianes que vigilan para que los cuadros no sean estropeados o destrozados por locos o por granujas?

Esto no sucederá en una buena sociedad.

Por lo tanto, ¿negáis no solamente los delitos sexuales, sino que negáis quizá también los delitos cometidos por celos o por odio? ¿Negáis que un artista celoso tenga entera ocasión, en ausencia de guardianes, de destruir la obra de un colega más afortunado que él?

¡Buscáis dificultades!

¿Y negáis quizá también que puede haber personas que se embriaguen en la sociedad del porvenir? ¿Tendrán derecho a cometer actos de vandalismo con los objetos de Arte en sociedad comunista libertaria?

También hemos expuesto la cuestión de saber si es posible hacer objeciones contra los guardas de nuestros parques públicos o contra los agentes de policía que dirigen la circulación de los automóviles en las encrucijadas a fin de evitar accidentes.

En cuanto a la primera cuestión, hemos podido observar que ningún camarada individualista niega la posibilidad de la existencia de niños en una sociedad comunista libertaria; pero, desgraciadamente, existen todavía camaradas que suponen que todos los pilluelos y todas las pilluelas del porvenir serán correctos y prudentes como angelitos y no tendrán necesidad de guardianes.

Con el fin de poder aclarar los problemas que nos ocupan aquí y de exponer por qué la sociedad comunista libertaria tendrá su propio Derecho, su propia Justicia, así como sus propias instituciones penitenciarias y su propia Policía, examinemos un poco el origen de todo Derecho y de toda Justicia:

El instinto de la sociabilidad lleva al hombre a una vida regular en compañía de sus semejantes. Para sostener esta vida, debe obrar conforme a ciertas reglas generales que, poco a poco, han llegado a ser en la Historia el origen de un Derecho usual.

Considérese ese Derecho usual entre los pueblos más primitivos o estúdiese el Derecho escrito de los pueblos modernos más avanzados, siempre y por doquiera, se ven las tendencias egoístas y las tendencias altruistas existentes en la naturaleza humana llegar a cierto equilibrio, el cual se llama Justicia, porque es la expresión de todo lo que es considerado como justo en cierta época y en cierto grado de civilización.

Es ese equilibrio, esa Justicia lo que permite la coexistencia de los individuos más distintos en una misma aglomeración de hombres, y es así la base de toda vida en sociedad.

El Derecho refleja siempre el desarrollo natural de una cierta forma de sociedad, y no existe Derecho absoluto. El Derecho cambia con la forma de la sociedad, el Derecho es el conjunto de las reglas que una comunidad determinada se prescribe a sí misma, así como a cada uno de sus miembros en particular, para que sea mantenido su equilibrio social.

En la base de todo Derecho —Derecho habitual o Derecho escrito— se descubren factores fundamentales de orden económico. Es la forma con que los hombres se ven obligados a subvenir a su existencia material que preside a su Moral y que domina, en última instancia, sus usos y costumbres, así como sus concepciones de la Justicia y del Derecho que de ello se derivan.

Por tanto, si los pueblos modernos logran cambiar de manera fundamental, por medio de una Revolución Social, la estructura económica de la sociedad humana, si logran abolir la propiedad privada y substituirla por la propiedad en común al menos bajo sus formas predominantes: tierras, casas, medios de producción y de comunicaciones, etc., etc.; ese cambio económico tendrá necesariamente como consecuencia un cambio correspondiente en el Derecho público y en la Justicia.

Habremos de defender, en un porvenir comunista, los principios de la propiedad común de igual manera que la sociedad actual defiende la propiedad privada.

En sociedad comunista libertaria, una infracción de la regla general de la propiedad en común, o la explotación de un hombre en servicio particular de otro hombre, pueden constituir un delito social con la misma razón que actualmente el robo o los casos de esclavitud mantenidos por un lado y por otro.

Estaremos obligados a defender, en una sociedad comunista, los principios de la propiedad en común y de la abolición del salariado, porque, sin esta defensa, el nuevo orden social no podría continuar existiendo.

Del mismo modo que una religión nacida de una organización económica y étnica determinada, puede reaccionar sobre esa organización, como el Efecto reacciona sobre la Causa, de igual manera el Derecho y la Justicia una vez creados y desarrollados en una forma precisa, reaccionan sobre los usos y costumbres y sobre la organización económica de la sociedad cuya expresión constituyen.

Las reglas del Derecho en sus formas de evolución modernas, se dividen en reglas de orden negativo, esto es, represivo o defensivo, y en reglas de orden positivo, es decir, preventivo o reformador.

El progreso de la civilización está a la vista, desde luego, para tranquilizarnos sobre ese punto: que los actos represivos por parte de la comunidad serán cada vez menos severos y crueles en una sociedad comunista libertaria, al menos cuando haya pasado el período agitado de los comienzos.

En la Europa occidental, las masas han evolucionado hasta el punto de que ya no tolerarán, después de una revolución social, la prisión celular de la sociedad capitalista, ni los trabajos forzados, ni las crueldades cometidas contra los revolucionarios en la Rusia soviética, donde reina el capitalismo de Estado.

Una combinación de individuos reunidos en casta, en clase social o en partido político, puede poseer la potencia material y económica que le permita imponer su voluntad, por la fuerza, al resto de la sociedad. Que esta fuerza sea bautizada con el nombre de Justicia capitalista o Dictadura del proletariado, ello no cambia en modo alguno la realidad: la opresión de las grandes masas por una minoría de la población.

Esta minoría puede lograr entonces la modificación del equilibrio social en el sentido de que Justicia será llamado en lo sucesivo todo lo que se halla en el interés de la minoría dominante de la población, e injusticia todo lo que se opone a los intereses de esa minoría.

La mayoría de la población puede reaccionar, en semejantes casos, contra la dominación ejercida por la minoría y tratar de restablecer un estado de equilibrio social mejor adaptado al respeto de los derechos de todos. Sus tentativas con ese propósito se llaman una revolución.

La Historia de la Humanidad está llena de ejemplos semejantes de la existencia de un doble Derecho: un Derecho para los vencedores y un Derecho para los vencidos; privilegios sinnúmero para la casta, la clase o el partido político dominante, o para el pueblo vencedor en su totalidad, y pesadas cargas que soportar para las masas dominadas.

El progreso de la Humanidad no puede existir más que con esfuerzos continuados hechos para uniformar el Derecho y para obtener la Justicia igual para todos.

Mas seamos justos: admitamos que lográramos, en sociedad comunista, transformar las cárceles en hospitales, conforme a las exigencias de una civilización fuertemente evolucionada hacia el progreso. Continuará siendo cierto, a pesar de todo, que los criminales que sean allí tratados, no tendrán derecho a salir de allí sino bajo severas condiciones, del propio modo que ahora los locos no salen de sus asilos más que excepcionalmente y bajo una estricta vigilancia.

En la Edad Media, era costumbre tratar a los alienados como se trata aún en nuestros días a los criminales, es decir, encerrarlos en jaulas o en celdas sin ocuparse de su porvenir ni de su curación.

Los criminales de nacimiento, herederos de los defectos físicos y psíquicos de sus antepasados, son en suma enfermos, lo mismo que los locos; y el castigo tiene tan poco influjo sobre unos como sobre otros. La Moral moderna reclama, por tanto, el tratamiento de los criminales por criminologuistas y por psicólogos especializados, y no exclusivamente por carceleros más o menos despiadados.

Mas todo eso no impide que la comunidad deba defender siempre a los individuos sanos de cuerpo y de espíritu, tanto contra los criminales como contra los locos. Y llegamos a la conclusión de que, si una sociedad comunista libertaria lograse reformar por completo, en el porvenir, todo el sistema de encarcelamiento existente en nuestros días, y tratase, mejor de lo que lo hace la clase capitalista dominante actual, de salvar para la Humanidad a todos los individuos utilizables, esa sociedad del porvenir se verá obligada, no obstante, a poner tanto a los criminales como a los locos en estado de no causar daños a los demás hombres y mujeres.

El mejoramiento y la humanización del sistema penitenciario actual es tan posible, en sociedad comunista libertaría, como el perfeccionamiento de la policía.

El mayor progreso, tanto en una de esas direcciones como en la otra, será obtenido probablemente con el ensanchamiento de las medidas preventivas y con la restricción de las medidas represivas.

La reforma completa de la enseñanza y de la educación, que deberán responder mejor a la vida que en la actualidad; una vigilancia severa ejercida sobre los niños abandonados, que la comuna del porvenir deberá adoptar como pupilos suyos; los progresos de la ciencia médica y de la higiene, todas esas reformas y esos progresos serán aptos, en su conjunto, para disminuir intensamente el número de los criminales y —esperémoslo así— también de los locos.

El maestro-educador y el médico velarán por la salud de los cuerpos y de los espíritus, y mejor asegurada la vida material de las grandes masas de la población hará lo demás.

Si el sistema penitenciario de nuestro tiempo tiene necesidad de ser suavizado y si la policía tiene que ser civilizada y modernizada, lo mismo ocurre con las instituciones jurídicas.

En una sociedad comunista libertaria debe crearse un nuevo sistema judicial, un sistema basado principalmente en el principio de los jurados.

A pesar de todos sus defectos actuales, los jurados representan con mayor fidelidad que los jueces de carrera, la opinión pública y la nueva moral, ambas en constante evolución.

El porvenir comunista libertario corresponderá a los jurados criminales para todos los crímenes y delitos serios o graves. Corresponderá a jurados especiales el arbitrar los conflictos ordinarios entre ciudadanos y en el seno de las familias, los casos de divorcio, de infracción a los derechos de los menores, etc.

El Derecho internacional será igualmente desarrollado y ampliado en una sociedad comunista, a fin de que los conflictos entre los pueblos puedan ser resueltos constantemente por medio del arbitraje y sin recurrir a la guerra, sin la dominación de las grandes naciones sobre las pequeñas.

En efecto, la sociedad comunista será más internacionalista de lo que lo ha sido nunca en parte alguna la sociedad burguesa y capitalista, en la cual los intereses particulares de las clases dominantes han impreso toda la vida social de un carácter estrechamente nacionalista y poco humanitario en el amplio sentido de la palabra.

Capítulo VI: Las artes y las ciencias. Los deberes del comunismo libertario a su respecto

El Hombre no posee solo en la Naturaleza ni el amor instintivo de lo bello ni el deseo del Saber.

Uno de los méritos de Darwin consiste en haber hecho resaltar con mucha precisión, en su libro sobre la Descendencia del Hombre (capítulo III), que numerosos animales, particularmente los pájaros, poseen en alto grado el sentimiento de la Belleza.

Pero el hombre civilizado, el hombre cultivado de los tiempos modernos tiene, en todos los dominios en que se trata de ampliar sus conocimientos, lo mismo que en las Artes, enormes ventajas sobre los animales superiores. El desarrollo incesante de sus sentimientos le es facilitado singularmente.

Los orígenes de las artes y de las ciencias —Darwin lo ha adivinado bien— se hallan en la fuerte potencia de la imaginación del Hombre, en su admiración de lo que es nuevo para él, en su curiosidad y en su infatigable espíritu de imitación; en una palabra, en los sentimientos más profundos del alma humana.

En el más alto grado de interés para la vida humana se halla el progreso que ha realizado la civilización, en el transcurso de los siglos, en todos los dominios de las ciencias y del Arte.

Pero el mantenimiento y la aceleración de ese progreso exigen enormes sacrificios, y la Humanidad y la Sociedad comunista del porvenir deberán tenerlos en cuenta.

El aprendizaje de que tiene necesidad un animal para preparar su albergue no iguala en modo alguno al que necesita el hombre para la construcción de las casas y de los monumentos. Las innumerables variaciones en la Arquitectura humana en el curso de los siglos son las consecuencias de admirables esfuerzos realizados por seres superiores a todos los demás en la Naturaleza. La misma verdad se aplica a cualquier otro arte humano y a cualquier ciencia.

En todos los dominios, siempre y en todas partes, por medio del roce constante de los espíritus y mediante una larga educación del hombre, desde su primera juventud hasta la edad madura, es como se desarrollan lentamente los sentimientos estéticos y la afición por las indagaciones científicas.

Aíslese completamente a un niño que presente los más altos dones naturales y, una vez llegado a la edad madura, será atolondrado, corto de entendimiento y torpe como el semi-civilizado. Los niños de corta edad se embrutecen de un modo terriblemente rápido en el aislamiento, y si se descuida o se abandona su educación.

En los diversos dominios de las artes y de las ciencias, se comprueba mejor que en otro sitio que todo individuo es en suma el producto de su medio y de su época, y que el individuo más privilegiado por dones naturales debe también la mayor parte a aquellos sobre cuyos hombros puede elevarse para desplegar su talento y su genio.

Por todas estas razones, la Sociedad comunista del porvenir tendrá el derecho de pretender, lo mismo que las sociedades precedentes, que los talentos y los genios surgidos en sus medios son sus propias criaturas y que tiene derechos sobre ellos. Pero también tendrá deberes para con ellos y deberá tratarles mejor de lo que lo han hecho las generaciones anteriores.

Los verdaderos artistas, los verdaderos sabios son de ordinario indolentes y gran número de ellos son muy poco prácticos. Tan solo la vida les mueve al trabajo, y el estado de entusiasmo, de embriaguez o de distracción a que pueden llegar con tanta frecuencia y que se cuentan para ellos entre los momentos más sublimes de su existencia, es poco apto para enseñarles a mirar por sus intereses materiales. Preciso es, por tanto, que la Sociedad, que la Comunidad mire por ellos muy particularmente.

El verdadero artista y el verdadero sabio crean sus trabajos lo mismo que crece la planta o como canta el pájaro, por la naturaleza de su ser, de sus aptitudes y de su potencia.

Talento y genio se imponen al Hombre de la misma manera que el desarrollo moral del alma. Le hacen el servidor e incluso el esclavo de sus cualidades, de sus capacidades para crear y para realizar ensueños estéticos o invenciones técnicas y científicas.

El Talento y el Genio son con frecuencia amos duros y difíciles de contentar, verdaderos torturadores.

Las civilizaciones anteriores, hasta nuestros días inclusive, han dejado con mucha frecuencia a los verdaderos talentos y genios en Arte o en Ciencia, vivir en la mayor miseria, apropiándose después de su muerte sus preciosas obras.

O bien se les condenaba a vivir en la servidumbre de un magnate de la autoridad secular o eclesiástica; al servicio de un convento, de un obispo, de un papa, de un duque o de un rey cualquiera. Y se les condenaba a hacer, en sus obras, el elogio del que les sustentaba y del cual tenían que ser los cortesanos y los lisonjeadores.

La sociedad capitalista actual es particularmente dura para los que trabajan el Arte o las ciencias movidos tan solo por el afán de su entusiasmo y de sus dones naturales. Los industriales, comerciantes y financieros, apenas poseen el gusto y la delicadeza de espíritu de la antigua aristocracia. Todo lo miran demasiado exclusivamente desde el punto de vista del dinero y de su propio interés material, para ser mecenas de gran envergadura.

En nuestra época, en la que se encuentran fondos en abundancia para organizar combates de boxeo, falta el dinero para la construcción y la conservación de los laboratorios.

La sociedad comunista habrá de cambiar, por tanto, de manera absoluta la situación en que se encuentran actualmente artistas y sabios.

Deberá exigir, ante todo, tanto a unos como a otros, sinceridad y la ruptura con todos los fines interesados que no conduzcan a la Belleza ni a la Verdad.

Pues la Historia es severa: los artistas y los sabios que han sobrevivido más tiempo a su época y que han continuado interesándonos hasta nuestros días son los que sabían dar a la Humanidad el fondo de su alma. En las ciencias, son los que han sabido servir a la verdad a pesar del odio de los clérigos, del despotismo de los reyes o de la incomprensión de sus contemporáneos.

Los comunistas libertarios pagan a todos esos genios el tributo de su admiración y de su gratitud por todo lo que han hecho y sufrido en beneficio de la Civilización y del progreso de las Ideas.

Pero ese tributo póstumo y esa admiración tardía para las grandes figuras del pasado, no bastan. Los comunistas libertarios se hallan convencidos de que el porvenir tiene que ser cambiado, de que la vida social tendrá que ser profundamente modificada, de suerte que los artistas y los sabios de todas las categorías hallen en lo sucesivo más fácil la existencia de lo que lo ha sido para sus colegas del pasado.

En primer lugar: todos los talentos y los genios ocultos en lo profundo de las poblaciones, deben de tener ocasión de manifestarse y de desplegar la plenitud de sus dones naturales.

El hombre que siente en sí talentos especiales para el Arte o para la Ciencia, pero que se halla condenado a un trabajo largo y asiduo de todos los días a fin de ganar el pan cotidiano para si y para los suyos, experimenta la amargura de una vida perdida, y su existencia es para la sociedad una verdadera pérdida.

El talento y el genio tienen necesidad de exteriorizarse, y si no encuentran la posibilidad de ello, si las dotes naturales permanecen embrionarias en el alma humana, el sufrimiento moral es incurable.

Los comunistas libertarios defienden por todas estas razones el principio del sostenimiento pecuniario de las Artes y de las Ciencias por los municipios, los departamentos o provincias y las naciones.

Establecerán ante todo la enseñanza gratuita en todos los grados, enseñanza especial para las Artes y Oficios y las diversas ramas de la Ciencia. Velarán además para que se concedan becas de estudios, incluyendo la manutención del alumno, a todos los que se distingan de un modo sensible por sus dones naturales.

Toda obra de Arte o de Ciencia digna de interés debe ser sostenida de la misma manera por la iniciativa comunal, provincial o nacional.

Los comunistas libertarios se hallan convencidos de la importancia esencial que las Artes y las Ciencias han tenido bajo las diversas formas de civilización del pasado, y que tendrán, en más alto grado aun, en el porvenir.

Desde el momento en que las religiones pierden más y más verdadero influjo sobre el comportamiento de los hombres en todos los países modernos, solo quedan las artes y las ciencias para trazar a las gentes de distintas profesiones y de distintos caracteres y gustos el camino a seguir en la vida de todos los días; para depurar y elevar sus sentimientos y sus aspiraciones; para inculcarles un ideal digno de una sociedad nueva.

El duro trabajo diario no puede satisfacer tan solo los gustos y las aspiraciones de los hombres, en sociedad comunista menos aún que en sociedad capitalista. Realizado el trabajo diario, el sencillo espíritu ha de poder hallar en el cinema, en el Canto, en el Juego o en el Deporte, el goce necesario a la vida, del propio modo que las personas más refinadas lo hallan en los Conciertos sinfónicos, en las galerías de cuadros, en el Teatro o en la Ópera o también en la lectura.

Los jóvenes que tengan sed del Saber les complacerá siempre enfrascarse en el estudio de un artículo de revista o de un libro instructivo.

La sociedad comunista libertaria deberá tener en cuenta todos los gustos y todas las tendencias.

Capítulo VII. ¿Existirá un gobierno en una sociedad comunista libertaria?

Al plantear, en su época, la cuestión de saber cuál es el mejor gobierno, Juan Jacobo Rousseau hizo ya observar que se hace así una cuestión tan insoluble como indeterminada,- o si se quiere, tiene tantas buenas soluciones como combinaciones posibles hay en las posiciones absolutas y relativas de los pueblos.

En efecto, la dirección general y superior —el gobierno de una nación o lo que se llama en la sociedad moderna el Estado— se establece por una larga evolución, y continúa desarrollándose constantemente.

Cada pueblo tiene el Gobierno que se merece, es un dicho conocido. Un anarquista individualista me decía un día, cuando yo me llamaba sindicalista: Los presidentes y los secretarios de vuestros sindicatos, podéis llamarlos revolucionarios o reformistas, serán vuestros futuros amos. No existe diferencia entre ellos y los altos funcionarios del Estado.

Y yo hube de responder: Si han de ser vuestros futuros amos, será porque lo merecéis, porque no sabréis sujetarlos.

De igual modo, estamos convencidos por cierto de que el Estado, en la Rusia soviética, es más despótico y más anti-democrático que el Estado en Inglaterra, en Francia, en Holanda o en Suiza; pero, tomando en consideración el carácter del pueblo ruso, estamos tan ciertos de que el Gobierno de los Soviets no ha podido obrar de manera distinta a como lo ha hecho.

Si un Gobierno se muestra demasiado retrógrado en presencia de las condiciones económicas y sociales del país, será arrastrado por los acontecimientos y derribado o bien forzado a seguir la evolución general; si, en cambio, se muestra accidentalmente muy avanzado, bien a consecuencia de una revolución reciente o ya debido a reformas legislativas muy evolucionadas para responder a la situación general de un país, sigue inevitablemente una reacción sobre la revolución o también las reformas prematuras quedan como letra muerta y no se aplican o se aplican muy poco.

Los comunistas libertarios deberán tener en cuenta esta ley general de la evolución del Estado; pues si solo se preocupan de la teoría y no de las posibilidades de su aplicación práctica, su obra será estéril.

Hay camaradas entre los anarquistas que reclaman la abolición pura y simple del Estado.

Si ellos comprenden, bajo el término de Estado, el conjunto de los aparatos de administración y de coerción que representan los intereses de las clases dirigentes y sobre el cual basa hoy todo Gobierno su poder en los países modernos, esos camaradas tienen, desde luego, razón. El Estado actual que se dice ser el representante de la colectividad, mientras que es solamente el representante de una casta, debe desaparecer. Debe evolucionar como la Humanidad en general y ser reorganizado de manera fundamental para que llegue a ser más humano, más civilizado y para representar realmente a la colectividad.

Pero si hay camaradas individualistas que niegan la necesidad para las diversas colectividades sociales de ejercer derechos en tanto sea colectividad, si condenan toda representación de una colectividad, esos camaradas no tienen razón y difunden teorías perniciosas.

Pues no procuran darse cuenta de todas las dificultades, que se presentan en la vida real, cuando cuarenta millones de habitantes deben entenderse para vivir en conjunto en un territorio como el de Francia o el de Inglaterra, o cuando cuatro millones de ciudadanos de Nueva York o siete millones de londinenses, se encuentran reunidos en una sola aglomeración urbana.

Cuanto más densa es una población, más estrictamente deben mantenerse, en su medio y frente a los individuos y sus libertades, los derechos y los deberes de la colectividad.

La sociedad comunista libertaria tendrá, desde luego, su Gobierno, como cualquier otra sociedad.

Lo esencial consiste solamente en saber qué forma tendrá ese Gobierno.

Recordemos siempre, a este propósito, que las diversas formas de Gobierno no tienen importancia sino tanto como respondan a las condiciones económicas, étnicas y psicológicas de una población en una época determinada.

Hoy en día, en los países más avanzados, las tendencias hacia la soberanía de los pueblos, hacia la democratización del Estado y de la civilización, dominan a todas las demás tendencias.

Incluso la Dictadura que persiste actualmente en ciertos países, más atrasados, de Europa; —en Italia, en Hungría, en Rusia, en los Balcanes, en Turquía, en Polonia—, debe de ser comprendida como una medida transitoria de fortuna, destinada a empujar rápidamente a los pueblos en cuestión por la senda de la evolución general de las civilizaciones europeas.

Solamente poco a poco, en el transcurso de los siglos y a través de las formas más diversas de Gobierno de una casta, de una aristocracia (representada esta también por un rey o por un emperador), y luego, a través de la Monarquía absoluta y de la Monarquía constitucional, fue como desde fines del siglo XVIII en la América del Norte y desde mediados del siglo XIX en Europa, se ha diseñado un movimiento irresistible hacia la democratización del Gobierno y de la vida social.

La vida democrática y su acción sobre la marcha general de los negocios públicos se ha acentuado mucho en estos últimos decenios gracias a las diversas organizaciones obreras y campesinas: sindicatos obreros, cooperativas, uniones de mujeres, secciones locales de partidos políticos y de ligas de todas clases, etc.

La evolución de la civilización en su conjunto hace prever un porvenir en que el Gobierno esté basado en el Trabajo, con una libertad siempre creciente para las grandes masas de la población laboriosa, del propio modo que la dirección de la sociedad actual está basada sobre los privilegios que proporciona la posesión de Dinero o como la sociedad medioeval lo estaba sobre los Derechos adquiridos de nacimiento por la nobleza y por las familias patricias.

En otro tiempo, el Estado servía los intereses de una aristocracia o de una clase dominante, y las grandes masas de los individuos estaban sometidas a él. En el porvenir, el Estado solo existirá para servir los intereses de esas masas y habrá cambiado por completo de carácter. De un mecanismo de opresión organizada, se convertirá poco a poco en un organismo de negocios, encargado de ejecutar la voluntad colectiva de una nación y de administrar sus intereses. Dirigido en otro tiempo de arriba a abajo, será dirigido en el porvenir y, cada vez de abajo arriba.

La democratización del Estado y la realización de una verdadera soberanía de los pueblos modificará también Justicia y Jurisprudencia, Policía, Enseñanza y Educación de la juventud y toda la vida social.

Los camaradas anarquistas a quienes no agradasen estas perspectivas, solo tienen una solución que proponernos: la institución de una dictadura de camarilla. Pero las experiencias hechas en Rusia, como en Italia y en otros países, nos prueban que el remedio sería peor que la enfermedad, peor que las desventajas de la soberanía popular.

La democratización acentuada de la vida social y de los Gobiernos, hará posible, en el porvenir, la fundación de una Federación económica y política de Estados europeos y creará una verdadera Sociedad de las Naciones.

El capitalismo moderno ha hecho que a las guerras religiosas y de sucesión sucedieran las guerras comerciales, cuya finalidad ha sido la posesión y explotación, por financieros e industriales, nacional e internacionalmente organizados, de plantaciones de algodón, de azúcar y de caucho, o de yacimientos de petróleo, de carbón, etc.

Sin poder decir que todas las guerras serán excluidas definitivamente entre las numerosas naciones y pueblos del mundo, puede afirmarse, sin embargo, que las guerras, no pudiendo servir ya a los intereses egoístas de financieros e industriales particulares, se habrá eliminado, por esto, un factor importante de discordia entre los hombres.

Las masas laboriosas: obreros y obreras, campesinos, pescadores y marinos, no tienen el mismo interés en lanzarse por miles y millones sobre los trabajadores de otro país, que tienen los financieros industriales y grandes comerciantes en ver a los pueblos combatir entre sí para que ellos puedan realizar beneficios industriales y comerciales.

El porvenir bajo un orden comunista libertario que será local, nacional e internacionalmente organizado, es rico en promesas de paz y de bienestar social. La divisa de los déspotas iluminados del siglo XVIII: Todo para el pueblo, pero nada por el pueblo, ha fracasado, y es este mismo fracaso el que ha modificado por completo su sentido hasta el punto que la divisa actualmente en vigor sea esta: Todo para el pueblo y por el pueblo.

Ciertamente, las masas laboriosas sienten también todo el peso de los obstáculos que se alzan ante la realización de una verdadera soberanía del pueblo y de un Estado verdaderamente democrático. Ellas no disponen de ciertas ventajas que representa la concentración de todo poder político en una sola mano: la Dictadura puede obrar de una manera más rápida.

Las masas deben recurrir, en toda ocasión, a los buenos cuidados de representantes que, con mucha frecuencia, piensan más en sus propios intereses que en el bienestar de sus mandatarios. Y sin embargo, estos representantes son los únicos que pueden medir toda la amplitud de una situación y abarcar con un mismo golpe de vista todos los peligros políticos y sociales, todas las dificultades eventuales.

No obstante, la potencia de los pueblos reside siempre en la fuerza primordial y fundamental que radica en los movimientos de las masas, fuerza que surge de lo profundo de la vida social y que, con una potencia irresistible, impele hacia el progreso.

Los pueblos modernos aprenderán sucesivamente a reemplazar a los individuos que los engañan por otros y sabrán elegir, respetar y honrar cada vez mejor a los individuos de mérito. Y llegarán así a tener a su frente a los más nobles espíritus de su época, hombres mucho más dignos que el primer rey o emperador llegado o que cualquier hijo de millonario o de hombre político heredero de la autoridad paterna.

Los comunistas libertarios insisten sobre la necesidad de una descentralización tan pronunciada como sea posible del futuro Estado frente a las tendencias de centralización que atestiguan con demasía los Gobiernos de los Estados actuales.

La descentralización de los poderes debe de ser completa, allí donde la naturaleza de las relaciones mutuas lo exija, por la libre federación de las agrupaciones, asociaciones, comunas, regiones o Estados interesados.

Los comunistas libertarios basan sus preferencias por los principios de la descentralización; de la libre federación y de la autonomía, sobre los motivos siguientes de orden económico, psicológico y moral:

Los derechos a la independencia y a la libertad del movimiento autónomo se hallan fundados, como el derecho a la libertad individual, sobre la Naturaleza y la Razón que exigen que las organizaciones e instituciones sociales, lo mismo que los individuos, puedan dirigir por sí mismas sus propios asuntos durante tanto tiempo como no graviten sobre la libertad de los demás.

Los hombres y las agrupaciones de hombres conocen generalmente mejor que otros sus intereses propios y se muestran más activos en atenderlos con toda independencia que si tienen que obedecer a las órdenes de algún Poder central (lo cual no excluye, claro está, directivas y sugestiones destinadas a coordinar los esfuerzos locales con miras a un resultado más racional).

La libertad individual, la Autonomía y la libre Federación crean espíritus fuertes y favorecen las iniciativas; mientras que una centralización extremada y la dominación del Poder central interviniendo en todas partes, hacen serviles los espíritus y ahogan las iniciativas personales, locales y regionales: las masas se habitúan pronto a que otros piensen por ellas tal... como los pastores por los carneros.

Libertad, Autonomía y libre Federación estimulan a los hombres a los sacrificios individuales y colectivos; en cambio, la Centralización de los poderes hace a los hombres indiferentes y no despierta el entusiasmo más que en los grandes negociantes y en los arribistas del Poder central.

Incluso los funcionarios de Estado más conscientes no pueden interesarse toda su vida por asuntos que no son directamente los suyos.

La Autonomía, la libre Federación y la Descentralización de los poderes impulsan a los hombres a entenderse y a unirse para satisfacer sus múltiples necesidades. Mientras que la Centralización rompe los vínculos directos entre los hombres, disuelve las ricas variaciones de la vida social y tiende a uniformar las masas excesivamente.

Autonomía, libre Federación y Descentralización enlazan las responsabilidades de numerosas competencias, cada una en su dominio propio. La Centralización de los poderes, en cambio, abruma siempre a un corto número de personas —competentes o no en todos los dominios— con responsabilidades excesivas.

Autonomía, libre Federación y Descentralización de los poderes favorecen la buena armonía entre los hombres de todos los medios, entre el campo y las grandes ciudades. Pero la Centralización excesiva de los poderes, tal como la conoce nuestro siglo, subleva al campo contra las ciudades, a las pequeñas comunas contra las grandes aglomeraciones, a los pueblos pequeños y a las colonias contra las naciones más poderosas.

De ese modo, la aplicación de los principios de la libre asociación favorece la Paz social y mundial; mientras que la Centralización extremada de los poderes incita a la guerra civil y a las guerras de conquista, a las feroces resistencias a toda intervención de vecinos que no dejarán de ser tiranos si logran implantarse.

Por todas estas razones; es preciso que los asuntos locales y regionales que interesan directamente a las provincias de Valencia o de Cataluña, de Bretaña o de la Alsacia, del cantón de Vaux, de Sajonia o del Lancashire, sean arreglados localmente y no resueltos en las altas esferas, en Madrid, París, Berna, Berlín o en Londres. La Georgia (Cáucaso) debe de ser gobernada libremente desde Tiflis, por georgianos libremente elegidos, y no desde Moscú por rusos conquistadores.

Así es cómo la Ética moderna comprende las dificultades sociales y morales a resolver, cuando se basa en los derechos naturales; y así es cómo las comprenden los hombres escogidos de nuestros días, en la vida práctica.

Los principios generales desarrollados en estas páginas son suficientes para delimitar obligaciones y derechos de las agrupaciones sociales, y la inspección que deben sufrir por parte del Poder central.

Las empresas colectivas pueden servirnos de ejemplos.

La construcción y la explotación de una red de tranvías urbanos, de una fábrica de gas, de una conducción de agua local, de un matadero, de una piscina o de un jardín público, son empresas comunales. En ellas debe prevalecer la autonomía del Municipio, y el Poder central no tiene derecho a inmiscuirse en ello, salvo en caso de abuso y cuando sea lesionado el interés general o también para dar sugestiones o para facilitar el trabajo coordinando los esfuerzos de las diversas comunas (compras por mayor, standardización de los suministros, etc.).

Un camino de hierro local, un canal o un camino vecinal que una a dos comunas, una central eléctrica que suministre fluido a una región entera y, en general, todos los establecimientos e instituciones de interés regional, deben ser explotados, razonablemente, en nombre de toda la población de las diversas comunas servidas. Aquí es la autonomía regional la que se impone.

Una red nacional de caminos de hierro, un conjunto de gran comunicación que interese a más de una sola región, o también un museo excepcionalmente rico, son empresas e instituciones destinadas a servir a una nación entera y deben ser construidas y explotadas bajo la dirección de las autoridades competentes nacionales.

Consideremos, por último, una línea de ferrocarriles internacional, una empresa de navegación o de aviación de interés continental o intercontinental, un faro en una costa cualquiera destinado a todos los navegantes o un cable telegráfico transoceánico, que sirvan al comercio de todos los países. Todas estas instituciones, aun cuando puedan ser creadas y dirigidas directamente por un determinado país, deben quedar sometidas, sin embargo, a una inspección y a una reglamentación internacionales.

Convenios internacionales deben administrar y dirigir también, en todos los países, los servicios de Correos, Telégrafos y Teléfonos; la emigración de los hombres de diversas razas hacia los países en que puede tenerse necesidad de ellos, y las condiciones de trabajo de los obreros extranjeros que residan en los diversos países; el problema de los pasaportes y visados; las medidas de cuarentena aplicadas a los buques en caso de enfermedades contagiosas, y después, otros diversos problemas cuyo número aumenta constantemente debido a la amplitud de las comunicaciones mundiales.

El comercio libre e internacional, exento de todos los derechos de aduana, se impondrá como una necesidad urgente desde el momento en que las naciones acuerden no continuar estrangulándose mutuamente con regímenes rígidos de pretendida protección nacional.

Los problemas internacionales afectan cada uno a millones de individuos. Pero, por esta misma razón y debido a su naturaleza, deben hallar su solución por encima de la cabeza de los individuos, y prescindiendo de los intereses demasiado exclusivamente locales, provinciales o también nacionales, por medio de un arbitraje internacional en caso de conflictos de intereses.

Reflexionando detenidamente sobre el conjunto de los problemas sociales que se presentan o se plantean, se advierte que será más fácil el resolver las cuestiones en litigio de naturaleza nacional e internacional que el respetar siempre escrupulosamente, allí donde la naturaleza de las cosas y la Razón humana lo exijan, la libertad individual y la autonomía regional y nacional.

Cuanto más avancemos por el camino de la soberanía de los pueblos, con más energía exigirán todas las razas humanas, todos los hombres y todas las mujeres, su parte del festín de la vida, y las reglamentaciones generales de los problemas en litigio amenazarán más con ahogar la libertad individual y la autonomía local y regional.

En los centros de comunicaciones y en las carreteras, en las arterias nacionales, los peatones se hallan hoy amenazados a cada momento de ser aplastados por la vida turbulenta que les rodea. ¡Desdichados los débiles!

De manera análoga se verán amenazadas nuestras cualidades personales y nuestras libertades adquiridas, cuando todas las costumbres, todos los derechos y todos los privilegios se nivelen poco a poco en costumbres internacionales y en derecho único y uniforme.

Los comunistas libertarios y toda la élite de los hombres modernos, tendrán la ardua tarea de velar por las libertades individuales para que estas no se hundan en la lucha general hacia la felicidad.

El nivelamiento de las costumbres ha de poder servir, en fin de cuentas, para el despertar de una libertad relativa, pero general, y de un bienestar quizá modesto durante largo tiempo aun, pero universal y generalizado.

Los individuos fuertes y generosos, todos aquellos que no aspiran a la dominación, pero que no quieren tampoco ser dominados por otros, aceptarán la igualdad de los derechos y de los deberes y la igualdad de las probabilidades de una vida feliz. No obstante, no dejarán menoscabar, por eso, su propia personalidad.

¿Bajo que formas políticas deberemos realizar el orden social en sociedad comunista libertaria?

Sin pretender negar que el régimen parlamentario y el sufragio universal ofrecen cierto progreso histórico, los consideramos, en su forma actual, como instituciones transitorias en la evolución secular de los pueblos.

Su impotencia relativa, de la cual existen quejas en todos los países modernos, se explica principalmente por dos razones:

En primer lugar: el Parlamento es el instrumento de dominación de la burguesía, la cual, fuerte en los negocios industriales, comerciales y financieros, entiende muy poco en la política y en la diplomacia, de suerte que sus mandatarios en el Parlamento han sido constantemente burlados y tratados de mal modo por los técnicos del Poder central y de la Administración. Teniendo la burguesía que tener en cuenta cada vez más las reivindicaciones de las masas proletarias y de sus representantes, el Parlamento se encuentra así paralizado y sus trabajos resultan estériles.

En segundo lugar: el Parlamento tiene que ocuparse muy exclusivamente de reglamentaciones legales. Es por excelencia el poder legislativo y no se ocupa sino excepcionalmente de la vida material e intelectual, de la vida productiva de las masas. No ve la vida real y sus necesidades más que a través de los textos jurídicos, de las jurisprudencias y de los precedentes administrativos.

Esta objeción se aplica mucho menos a los consejos municipales o departamentales, los cuales tienen mucho más profundo arraigo en la vida económica e intelectual de los pueblos. Por esto estimamos que la vida social del porvenir estará basada esencialmente en la organización económica y política de la comuna y de la región.

De igual modo, el Parlamento deberá transformarse necesariamente de un colegio de políticos profesionales, afiliados a cualquier partido o camarilla, partidarios ciegos de cualquier doctrina dogmática, en un organismo de técnicos competentes en las diversas direcciones de la vida social.

El Senado, la Primera Cámara, hállase en nuestros días muy particularmente sujeta al menosprecio de los pueblos. Si los políticos de carrera son el azote de la Cámara de los diputados, el Senado es la representación en todos los países de los antiguos prejuicios y tradiciones, de la vejez y de la impotencia.

En los siglos pasados, cuando la vida no evolucionaba sino muy lentamente, la experiencia de los hombres y de las mujeres de edad avanzada podía considerarse, mucho más que hoy, como factor útil a la buena marcha de los negocios públicos. En nuestros días, los ancianos retardan. La vida se ha hecho por demás intensa, los nuevos descubrimientos e invenciones se suceden con demasiada presteza, las masas se hallan muy galvanizadas, el individualismo y la dignidad personal de cada hombre y de cada mujer están por demás desarrollados para que los pueblos modernos no logren, en un lapso de tiempo relativamente corto, derribar todas las barreras de clase y de casta y desembarazarse de todos los prejuicios, de todas las tradiciones que solo tienen a su favor la antigüedad de su existencia. Rehusamos más y más el mantener un mal hábito social, o una superstición ridícula, por la única razón de que nuestros antepasados hayan practicado el mismo hábito y cultivado la misma superstición.

La orientación que la Democracia americana ha dado, desde fines del siglo XVIII, a los países de Europa y al mundo entero, ha sido completada, en estos últimos años, por el ejemplo de la Gran revolución rusa. Dos instituciones de esta revolución parecen predestinadas particularmente a seguir y a tener una repercusión enorme: la de los Soviets y la de los delegados obreros de talleres y de fábricas.

Después del golpe de Estado de noviembre de 1917, el Gobierno dictatorial-bolchevista de Lenin y de Stalin abolió la segunda de estas instituciones y redujo la primera al carácter de una caricatura política. Y no obstante, la gran idea de los soviets como base de una Asamblea nacional compuesta por los productores organizados, desde directores de fábricas, ingenieros y arquitectos hasta los más simples obreros y obreras de fábrica, hasta los campesinos y domésticas, parece tener un porvenir en todos los países modernos, allí donde el comunismo libertario tiene probabilidades de salir victorioso.

Los trabajadores llegarán a ello desarrollando en todas las industrias la segunda de ambas instituciones antes citadas, es decir, organizando, en cada taller o fábrica, en cada sección de un gran establecimiento industrial, un cuerpo de técnicos capaces de dirigir en conjunto los establecimientos. Así es como se crearán órganos distintos de técnicos en cada dirección de la vida económica e intelectual: industrias, comercios, obras públicas, agricultura, ciencias y artes, justicia, higiene, sanidad, administración pública y enseñanza.

Un Senado de los consumidores, elegido por todos los hombres y mujeres, adultos originarios del país o extranjeros establecidos, constituiría el coronamiento de un vasto organismo construido de abajo a arriba, y haría contrapeso a los productores organizados en la Asamblea nacional.

Si las masas populares quieren realizar, en el porvenir, su voluntad colectiva y obrar en la dirección de sus intereses, les será menester adoptar siempre una forma de existencia más fija, más rígida que la de una multitud reunida accidentalmente o de lo que se llama comúnmente el público, cuya cohesión es simplemente espiritual y de las más variables y más susceptibles de influjo. Su unión deberá adquirir la forma de lo que se llama la agrupación, la organización. Sobre la creación de un número ilimitado de agrupaciones u organizaciones de productores y de consumidores deberá fundarse la sociedad comunista libertaria.

Las masas, lanzándose a la calle, son capaces de hacer obra negativa, de echar abajo instituciones de dominación y de explotación anticuadas; pero no podrían hacer obra positiva, crear espontáneamente cosas nuevas, reconstituir la vida social sobre nuevas bases, sustituir las instituciones condenadas por otras mejor adaptadas a las necesidades de las poblaciones modernas. Para construir nuevas instituciones sociales, no les basta a las masas populares con hallarse animadas de deseos colectivos ni incluso unánimes. Las masas deben de diferenciarse, de especializarse, cada individuo en su papel. Y, para la ejecución de sus proyectos eventuales, deberán masas poner técnicos, especialistas responsables y debidamente autorizados, al frente de sus agrupaciones.

Los comunistas libertarios deberán contar, en fin, con un problema espinoso y delicado desde el punto de vista de la civilización general.

Las organizaciones de trabajadores intelectuales y manuales y sobre las cuales descansará la sociedad del porvenir en todos los países modernos, ¿dejarán en pos de sí masas de proletarios harapientos que, confundidos quizá con trabajadores de color, de civilización inferior, constituirán por todas partes una especie de Quinto Estado? ¿Harán, como en otro tiempo la burguesía —el Tercer Estado—, que se elevó sobre los hombros de los trabajadores, revolucionarios, pero no organizados, para rechazar a sus aliados después de la victoria? El Cuarto Estado que se halla ahora en vías de conquistar un puesto en la sociedad moderna, ¿será tan egoísta y tan cruel para con los más miserables y los más atrasados de los hombres como lo fue para ellos el Tercer Estado?

O bien, ¿asistiremos a la creación de una forma de comunismo libertario en que el cuidado de los enfermizos, de los lisiados, de los enfermos, de los ancianos, de los hombres y mujeres de civilización inferior, constituirá uno de los primeros deberes de la colectividad de los potentes, de los sanos y de los fuertes?

En una sociedad basada sobre la potencia del Trabajo, en la cual los trabajos más pesados podrán ser ejecutados por la Juventud alistada en una especie de Servicio social, desde el momento en que los ejércitos no exijan ya las mejores fuerzas de la Humanidad para el servicio militar; en una sociedad en que el maquinismo será llevado a un sumo desarrollo, donde el ingeniero, el químico y el trabajador manual se tenderán la mano para arrancar a la Naturaleza todos los tesoros con el mínimum de esfuerzos; en una palabra, en una sociedad moderna bien organizada, los trabajadores organizados pueden y deben mostrar más generosidad y más nobleza como no las han tenido, antes que ellos, la aristocracia de nacimiento, el clero y la burguesía.

Este problema es tanto más angustiador cuanto que los pueblos modernos se hallan rodeados aún, en todos los continentes, de razas humanas de civilización inferior, cuya educación será larga y penosa, y que, no obstante, no podremos continuar explotando con la misma ausencia de escrúpulos que ha demostrado a su respecto la burguesía industrial y comercial.

En la época de la caída del Imperio romano no fueron los bárbaros, sino más bien la élite de los países de civilización superior, la que tuvo que trazar los principios conductores para la creación de un mundo nuevo. De la propia manera, en los contactos cada vez más frecuentes e íntimos entre el mundo oriental o africano y la Europa occidental o América, no serán las tribus negras o los pueblos musulmanes apenas despertados de su letargo secular, los que habrán de levantar los planos de una nueva civilización mundial. Esta tarea incumbirá a los trabajadores intelectuales y manuales de los países más civilizados y más evolucionados. Pero estos deberán trabajar, sin excepción, por el bienestar de todos.