Constantino Cavalleri
El anarquismo en la sociedad postindustrial
Insurreccionalismo, informalidad. Proyectualidad anárquica al principio del 2000
El movimiento anárquico en la perspectiva histórica
El movimiento anárquico en su especifidad
El anarquismo y la cuestión del poder
La constitución de los sindicatos
El federalismo como principio de la organización histórica mayoritaria del movimiento
Crítica de la asamblea deliberante
La indeterminación como perspectiva
La proyectualidad insurreccionalista
La organización insurreccional informal
La actualidad del anarquismo insurreccionalista
Guasila, agosto 1999.
Enfocando el anarquismo
Podemos ocuparnos del anarquismo desde al menos dos perspectivas:
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Desde el punto de vista de la doctrina política;
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Desde el punto de vista de la historia del movimiento en su acepción de movimiento de ideas y de prácticas revolucionarias en el ámbito de la lucha de las clases subalternas para la liberación de toda forma de servidumbre.
Si vamos a ocuparnos de la primera perspectiva, se llega sin duda a pillar el fundamento que hace del anarquismo un corpus teórico-ideológico coherente en su especificidad, sea en el plan filosófico que en aquello más propiamente político. Sin embargo, tal perspectiva deslumbra gruesos límites, sobre todo para aquellos que están en ayunas de cosas anárquicas, ya es posible deslizar durante la explicación y sobre todo durante el debate consecuente, en la pura abstracción ideológica, acabando por perder el enfoque de lo que rinde el anarquismo algo distinto de lo que es fijado por siempre.
Comprender el anarquismo, desde luego, suele decir coger los elementos que, más allá del aspecto doctrinario, están radicados en los individuos vivos, entonces en continua tensión existencial.
Uno de los elementos base del anarquismo es el reconocimiento al individuo, a cada individuo, de la centralidad que le pertenece en todos los ámbitos del universo humano.
Cada persona, cada singular persona es el único ente real capaz de gozar y sufrir, de creer y negar, de consentir y disentir, de querer y no querer. Las otras entidades a las que se recurre en cuanto conjunto de individuos, en política como también en sociología, en antropología como en la historia, son unos simples conceptos que se reducen a unas abstracciones en caso que no tengan en cuenta a los individuos concretos.
El concepto de pueblo, por como lo entiende el anarquismo, expresa el agregado de individuos reales, de sus condiciones materiales y espirituales, de las relaciones de distinta naturaleza que se dan entre ellos.
De aquí que, hablar de un pueblo significa referirse a las condiciones y a las relaciones propias de los individuos que constituyen un pueblo dado. Solo de tal referencia es posible aprender las estratificaciones sociales o bien la composición de clase de una dada población.
Se descubre así la existencia de condiciones de vida y de relaciones que son específicas de una parte de tal pueblo, pero no de otras componentes suyas, y que la diversidad de condiciones o de relaciones a menudo es causa de conflictos entre diferentes reagrupamientos del cuerpo social.
De la misma manera, afirmar que la nación sarda es explotada y colonizada, no puede significar de ningún modo que todos los individuos sardos son explotados y colonizados.
La “nación” no es más que un concepto, útil para indicar la generalidad de individuos que condividen algunos elementos del vivir social y de lo vivido histórico; pero es evidente que en plan de la existencia concreta, subsisten sustanciales diferencias entre individuos e individuos, según las condiciones de cada uno. A consecuencia es necesario, para salir de la abstracción, o para quedarse fuera, distinguir las diversas condiciones de vida de las personas, y reagrupar estas en subgrupos de la misma nación, sobre la base de similitud del propio vivido; lo que sin duda nos permite mejor poder individuar los sujetos reales que padecen la explotación y la colonización, y aquellos que no solamente no padecen ni una ni la otra, sino que son coautores a vario título de la condición opresiva determinada en el seno de la nación sarda.
Por el anarquismo, en definitiva, reivindicar perteneciente al individuo la centralidad del universo, significa meterse en la lucha revolucionaria de las masas desheredadas y oprimidas teniendo en cuenta tal asunto fundamental, que no es y no podrá nunca ser solo fin, sino un método, una ética.
Así que combatir por la absoluta libertad de cada individuo suele decir organizarse sobre la base de tal libertad, luchar sobre la base de tal libertad, activar métodos organizativos, relaciones con las cosas y los individuos, luchas que garanticen desde ya la libertad del individuo.
El concepto de libertad, pero, es tan inflacionado que está en la boca de todos, en tal modo que ha tomado todo significado hasta no querer decir absolutamente nada.
Es necesario aclararlo, en la acepción que este tiene por el anarquismo.
Por el anarquismo la libertad coincide con la autodeterminación de los individuos.
Somos libres en el momento en que cada uno encuentra en si mismo las motivaciones, las tensiones, las razones, los estímulos y la fuerza indispensable para su propio actuar, llenando así de contenidos autóctonos el propio recorrido existencial.
Solamente individuos autodeterminados pueden constituir comunidades autodeterminadas.
Pero está claro que si la autodeterminación falta a un solo individuo, no es posible hablar de sociedad o comunidad autodeterminada.
El ser humano es social: el individuo no elige formar parte de una sociedad, de una comunidad, él nace en la sociedad.
Si las condiciones y las relaciones subyacentes al cuerpo social están fundadas sobre la autodeterminación, toda persona desde el nacimiento se inserta en un ambiente que recrea autodeterminación, sea en los momentos materiales de la existencia, sea en aquellos espirituales.
Sin embargo, cualquier cuerpo social —y las ciencias antropológicas, hoy mayormente desvinculadas de asuntos etnocéntricos y histórico-finales lo prueban cada vez más—, propiamente como tal, no es más que una red de relaciones interindividuales que garantizan a la comunidad y a los individuos su mismo perpetuarse en el tiempo.
Entonces, allá donde existe separación, división social, diferencias de niveles en las condiciones de la existencia de los individuos y de las clases sociales, las relaciones y las confrontaciones que interaccionan en el social son aptas a reproducir y garantizar la separación misma.
Contrariamente, allá donde el cuerpo social no está dividido, las confrontaciones y las relaciones que atraviesan la sociedad reproducen la indivisión, la sustancial unidad del cuerpo social.
La libertad así concebida es más bien distinta y distante respecto a cada otra interpretación ética, social, filosófica y política.
La aspiración, la tensión anárquica no anhela, no puede absolutamente anhelar la igualdad de los individuos porque el anarquismo tiene su razón de ser como negación de toda forma de homologación.
La igualdad en todo caso es reconocida en la acepción específica de similitud de las condiciones materiales de existencia por todos los individuos, en cuanto base de cada persona para el libre desarrollo y articulación existencial del propio específico e irrepetible ser.
El rechazo de la homologación y la lucha en contra de la misma son reflejados en el anarquismo; este nunca podrá ser un bloque monolítico válido por todos, al revés se puede afirmar —sin argumentos que los desmientan— que hay tantos anarquismos como cuantos son los individuos que lo hacen propio.
Resulta que el anarquismo es un complejo de posicionamientos políticos basados en la centralidad del individuo. Y como el espacio político es el momento que concierne el manifestarse del poder en la sociedad, el anarquismo negando validez del poder centralizado que sobredetermina los individuos es posicionamiento político con el objetivo de destrucción del poder en todos sus aspectos concretos.
Por lo que me concierne, yo propondré en esta sede mi anarquismo, tratando de evidenciar lo que es común en todos los anarquistas, y lo que por contrario diferencia mi particular perspectiva a la de los demás.
El movimiento anárquico en la perspectiva histórica
El anarquismo nace, se desarrolla y toma una específica fisionomía —sea como movimiento real de la lucha de clase, sea como hábeas doctrinario— en el seno de aquel crisol de ideas, tensiones y movimientos de lucha que fue el socialismo, a partir de la segunda mitad del XVIII siglo.
El socialismo se contraponía de cierto modo al liberalismo (y al liberismo, versión económica del liberalismo político).
El liberalismo era expresión de los intereses de la burguesía capitalista, en la coyuntura histórica donde se constituían y reforzaban los Estados modernos desde la disolución de la sociedad feudal en Europa.
Muy sintéticamente el liberismo expresaba las exigencias de plena libertad del capital, a pesar de los inauditos sufrimientos que imponía a millones de individuos arrastrados del campo por el traspaso desde el feudalismo y a los que venían negados aquellos derechos que antes tenían en el sistema feudal.
El liberalismo pretendía, sobre el plano político, la neutralidad del Estado, por lo tanto la garantía de la libertad del capital y de su defensa de los ataques de los desheredados-proletarizados.
El socialismo anteponía a los intereses de una clase el interés general de la sociedad, entonces atribuía al Estado, en cuanto organismo que concentraba y representaba el pueblo-nación, funciones de regulación de los conflictos sociales y de intervención a favor de las clases excluidas del beneficio de la riqueza nacional.
Sea el liberalismo que el socialismo compartieron (y comparten todavía, aun en los nuevos trajes que cada uno lleva) algunos asuntos que son fundamentales en la concepción de la existencia capitalista-occidental:
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El historicismo (en todas sus diversas tendencias);
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La idea del progreso.
Si se interpretan las vicisitudes temporales de la humanidad como secuencia de etapas entrelazadas entre ellas, aun con sus altos y bajos, hasta representar una continuidad indisoluble donde cada etapa marca de alguna forma una mejora respecto a la anterior, y prospecta las siguiente mejora que inevitablemente marcará la sucesiva etapa, se debe deducir que el capitalismo, de momento, aunque genere en las específicas coyunturas de su natural explicarse momentos de sufrimientos y agudas contradicciones, no se puede poner en discusión en su esencia: es parte que no puede eliminarse del recorrido histórico de la humanidad, una etapa suya fundamental.
La concepción histórico-final la hallamos, poned bien la atención, sea en Hegel sea, luego, revocada, en Marx.
El anarquismo, aunque si manifiesta momentos de crítica original sea del historicismo que del progresivismo, en su mayor parte queda igualmente enredado en eso. Del socialismo entonces comparte algunos asuntos generales y unas concepciones, propios del horizonte cultural de la época.
El movimiento anárquico en su especifidad
Alrededor de la mitad del ‘800, el anarquismo adquiere una precisa fisionomía suya que lo distinguirá de todas las otras corrientes del socialismo y del recién nacido marxismo.
El proceso de adquisición de su especifidad se articula en el curso de algún decenio, sea dentro del ámbito de la “competición” entre los diversos posicionamientos del socialismo, sea en el ámbito de la concreta lucha de clase, que por parte de los proletarios empieza por asumir formas organizativas antes esporádicas y locales, en fin internacionales (en el 1864, si no me equivoco, se constituye la Asociación Internacional de los Trabajadores —en francés A. I. T.— mejor conocida como Primera Internacional).
Un paréntesis teorético, que abrirá perspectivas operativas a amplia escala solamente en el comienzo del ‘900, pero que hasta entonces limita su influencia a pocos revolucionarios (Bakunin, entre todos) se da, entre el 1840 y el 1850, por el posicionamiento de Max Stirner, filósofo alemán de la izquierda hegeliana, pues profundo conocedor del socialismo elaborado por Feuerbach, Marx, etc.
El libro de Stirner, El Único y su propiedad (el único que haya escrito, siendo sus otros trabajos artículos para publicaciones o revistas), es una radical y precisa crítica al fundamento mismo donde se articulan los posicionamientos materialistas del socialismo.
Lo que Stirner evidencia es la total pérdida del único, suele decir del individuo concreto, de la real subjetividad humana, específica e irrepetible, en los meandros de lo absolutamente ajeno a cada persona.
Cuando los socialistas hablan de humanidad, de pueblo, de clase, y entonces de los intereses de los unos y de los otros, cambiaban los términos reales de la problemática de la liberación: cada individuo desaparece para sustanciar causas ajenas y enemigas de los mismos.
La misma coalición de individuos de condiciones similares que luchan por la reafirmación de su propia libertad, acaban por ser una causa ajena a cada uno de ellos si no se ponen en marcha, en la unión, y no se reconocen las peculiaridades de cada uno que son, al menos en parte, disímiles de aquellas de cada otro, entonces sustancialmente únicas.
Según Stirner existe siempre la posibilidad de encontrar alguien con el cual unirse, sin por eso, pero, abrazar una sola bandera. Pillando en la obra de Feuerbach (que procedía a la “verdadera humanización” del hombre a través de la superación de la alienación en Dios, y por lo tanto en la edificación de la humanidad) el nuevo proceso alienante —que extraña a sí mismos a los individuos y que representa la base de las tendencias socialistas y comunistas— Stirner entreve en eso la aspiración a la homologación de los individuos.
El posicionamiento stirneriano ha probablemente influido en el desarrollo del pensamiento de Bakunin, que lo ha insertado, despojado de sus elementos hegelianos exteriores, en una síntesis anárquica global atenta a no perder de vista la centralidad del individuo.
Pero será solo a partir del final del siglo XIX y desde los comienzos del XX que la obra de Stirner, siendo de nuevo ampliamente en circulación, retomará la importancia que le corresponde en el movimiento anárquico, privada de las travesuras que mientras tanto habían hecho sus detractores.
La particular atención que el anarquismo pone en el individuo, entonces en el específico posicionamiento acerca del poder, marcará el camino que llevará el movimiento a una propia clara distinción respecto a las otras corrientes del socialismo y del marxismo.
El enfrentamiento más evidente y determinante se dará en el seno de la Primera Internacional.
La Asociación Internacional de los Trabajadores se constituye en Londres, en el ámbito de los movimientos obreros europeos, de aquí que el momento organizador y el plan de las luchas que se organizan a nivel internacional no pueden sino que reflejar, en su genericidad, todas las variantes del mismo socialismo.
Cada grupo, cada traducción de los Estatutos de la A. I. T., entendía a su manera tal genericidad, aunque, en verdad, sustancialmente, los Estatutos mismos subrayaban el reconocimiento de la diversidad.
De todos modos, el enfrentamiento se da porque:
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Mientras que por los anarquistas la organización no podía sino que reflejar las exigencias y las tensiones de diversos grupos adherentes —por lo cual sus órganos, decimos institucionales, no podían tener funciones directivas ni tampoco sustituirse a la asamblea general de los delegados y de los inscriptos— los marxistas, coalizados sobre todo con los componentes de la socialdemocracia alemana, sostenían lo contrario;
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Mientras que para los anarquistas la A. I. T. tenía pleno sentido solo por cuanto concernía a las luchas económicas del proletariado, para la otra parte debía al revés ocuparse también de las batallas más propiamente político-electorales.
Las divergencias, una vez afloradas, no eran conciliables, así que mientras Marx con un golpe de mano trasladó desde Londres a New York el Consejo General de la A. I. T. con el fin de desviarlo de la influencia de los bakuninistas, los anarquistas reunidos en una primera Conferencia en Rimini en el 1871, y luego en otros sitios, prosiguieron los intentos establecidos en los estatutos originarios de la Asociación y quisieron tenerla en vida como Internacional Antiautoritaria, para distinguirla de aquella que, en breve tiempo, morirá en los Estados Unidos e identificada como Autoritaria.
El anarquismo y la cuestión del poder
Si la libertad de cada uno y de todos coincide con la autodeterminación de cada uno de los individuos, está claro que cada poder de imperio, de mando que se sitúa fuera de los individuos es, por el anarquismo, algo que hay que destruir. El poder así entendido puede explicarse en los miles de ámbitos de lo social: económico, ideológico, religioso, etc., pero acaba siempre por concentrarse en una única realidad.
El mantenimiento del poder centralizado se debe en parte a la brutal imposición y a los varios modos de convencer que son propios de aquellos que lo gestionan, por otro lado se debe a la delegación voluntaria de los mismos dominados, es decir, a la renuncia de la propia autodeterminación por parte de aquellos que sufren el poder.
La servidumbre voluntaria, conjuntamente con la fuerza brutal y la persuasión operada por el dominio son los dos momentos fundadores e indispensables para la existencia del poder centralizado en cada sociedad.
El proceso de liberación, por consecuencia, no puede sino que manifestarse contemporáneamente sobre dos niveles: aquel del enfrentamiento con las instituciones y aquel más propiamente subjetivo de la lucha interior de los individuos para liberarse de los elementos que lo sobredeterminan.
Es de esta perspectiva que el anarquismo encara la lucha contra el poder, para destruirlo.
El Estado es la máxima expresión del poder que se sobrepone a los individuos, en cualquier forma que se presenta históricamente. Su mecanismo de funcionamiento, según su forma específica, privilegian estratégicamente a veces el consenso a veces su fuerza bruta, sin renunciar en modo definitivo ni de uno ni del otro.
Es en el Estado que los diversos momentos del dominio (económico, ideológico, religioso, educativo, militar, etc), variamente entrelazados, se soportan el uno al otro en una simbiosis única.
La participación a sus mecanismos, institutos e instituciones, por parte de los subalternizados, en lugar de mellarlo en su esencia, al revés lo refuerza, ya que la oposición interna lo racionaliza, lo corrige, lo hace significativamente más adecuado a ser aceptado por los dominados.
De aquí el antielectoralismo anárquico, el rechazo total de la competición política como momento de reivindicación del individuo a sí mismo, y de negación de la delegación y del instituto de la representación.
La coalición (y más adelante trataremos de la forma de tal coalición) de los trabajadores y de todos los subalternizados se rinde necesaria sea para contrastar a la organización y a la prepotencia del poder político-económico —y conquistar de tal manera aquellas mejores parciales que vuelven las condiciones de la existencia de las masas proletarias más dignitosas—, sea en fin para encarar la lucha que para la destrucción de cada poder sobredeterminante.
La coalición así entendida afina las conciencias, prepara materialmente y psicológicamente a los explotados y subalternizados para encarar el dominio, evidencia el aumento de la fuerza que determina.
Es entonces la lucha para las mejoras reales de las condiciones de vida —no ciertamente aquella político-electoralista que renueva la sobredeterminación— el caballo de batalla de los anarquistas, que se enfrentaron, en el seno de la Primera Internacional de los Trabajadores, con la componente Autoritaria.
La constitución de los sindicatos
Aclarado el porqué del rechazo anárquico a la participación política, se pilla también el porqué los anarquistas crearon sindicatos de clase.
Pero para comprender mejor aquellas que identificaré como carencias y contradicciones que el sindicalismo conlleva, es necesario tener en cuenta que el mismo movimiento anárquico no queda del todo ajeno a las condiciones generales de la sociedad en la segunda mitad del siglo XIX, estrechamente conectadas a la así llamada segunda revolución industrial (debida sustancialmente a la explotación de la fuerza motriz no humana —vapor, petróleo, energía eléctrica— y a su aplicación en el ciclo productivo industrial).
La ideología del progreso indefinido, reforzada por los descubrimientos, aplicaciones y explotación a vasta escala de fundamentales conquistas científicas y técnicas; el contemporáneo afirmarse de la teoría evolucionista; el nacimiento y el desarrollo de las nuevas disciplinas como la sociología, y la psicología en su rama experimental; acaban por monopolizar la concepción de la existencia humana.
El injerto del marxismo a tal concepción —en lo específico el análisis de Marx y de su metodología, que aunque revocando en términos materialistas el idealismo de Hegel se pone de todo modo en continuidad con tal concepción— subraya la progresividad de la historia humana.
Este es el cuadro muy general del momento histórico en que los anarquistas dan vida a los primeros sindicatos, empezando a menudo desde organizaciones obreras basadas, pero, sobre el asistencialismo y el corporativismo, no sobre la concepción de la lucha de clase.
El sindicato representa, por el anarquismo, por un lado la organización autónoma de las clases trabajadoras para la mejora parcial de sus propias condiciones de vida —no solo en el interior de la fábrica—, y por otro lado el momento propedéutico de la revolución social.
La organización sindical, de naturaleza especificadamente económica, se contrapone a la organización de las otras corrientes del “socialismo”, que al revés dan vida a los partidos políticos así como llegan hasta nosotros.
Si para los anarquistas la lucha económica une a los trabajadores, aquella política los divide.
De aquí la elaboración del sindicato como autoorganización proletaria sobre la base de los intereses materiales, comunes en todos los explotados.
El sindicato representa también, en esta óptica, una estructura organizadora de masa, no una organización específica anárquica (quedando esta entendida como una componente política del proletariado).
Como tal une los intereses inmediatos de la clase trabajadora, en la perspectiva de la liberación revolucionaria de los estorbos del capitalismo y del Estado.
Puesto como indiscutible el progreso, el capitalismo industrial es concebido como la etapa histórica del recorrido temporal de la humanidad, que liberando al máximo las fuerzas y las capacidades productivas de la especie, abre la perspectiva para los hombres de la sociedad ideal, del paraíso en tierra anhelado por los humildes.
Se trata simplemente para algunos de apresurar los tiempos de su llegada (y son las componenentes revolucionarias), para otros de llegar a eso de forma gradual utilizando los mismos instrumentos que la sociedad capitalista y el Estado ofrecen (y son los reformistas).
Desde ninguna parte, de alguna componente de las clases proletarias son sustancialmente discutidos la ideología del progreso, el historicismo, el finalismo que conllevan.
Las mismas doctrinas económicas se refuerzan frente a la segunda revolución industrial, que aparece como resolutoria de las problemáticas sublevadas por Malthus acerca de la disparidad creciente entre el aumento geométrico de la población y aquel restringido de la producción de los bienes.
El libre desarrollo de las fuerzas productivas en un régimen capitalista, como ordena la ideología del progreso, encuentra en la aplicación de las nuevas fuerzas motrices en la industria el adecuado aumento geométrico de la producción de bienes necesarios para el creciente aumento de la población.
El anarquismo, que bien hace fundadas críticas a las concepciones cientificistas, finales y mecanicistas, pillando en pleno las degeneraciones en campo marxista respecto a la originalidad del pensamiento de Marx, no llega a sistematizar de modo coherentemente a-progresivista y a-historicista el pensamiento anárquico y su actuación práctica en el plan de la organización y de la lucha.
El sindicalismo seguirá siendo siempre, para el grueso del movimiento anárquico, la estructura organizativa de masa que —aún no suficiente en sí para garantizar el buen funcionamiento de la sociedad liberada del futuro y por lo tanto necesitado de las particulares atenciones por obra de la organización específica anárquica que lo acompaña paso a paso— representa una especie de sustrato, de falsilla sobre la cual se articulará cada ámbito de la organización social a escala planetaria.
El economicismo de fondo, así como la continuidad entre el presente y el futuro liberado, continúan siendo aquella que para Marx es la estructura de la sociedad sobre la cual se articula, dialécticamente, cada ámbito de la existencia humana, refiriéndose a aquella en última instancia.
Sustancialmente el capitalismo, el industrialismo no son discutidos en sí, como uno de los eventos históricamente limitados y circunscriptos al itinerario temporal de una dada parte de la humanidad; sino que son vistos como etapas necesarias y superables de la historia humana en su conjunto, que se encamina así hacia el sol del porvenir.
Se trata de socializar los frutos del progreso, de socializar —porque todos participan a su formación— el provecho, que en el régimen capitalista lo expropian a los productores.
En la actual etapa del progreso humano de hecho, a la socialización e la producción no le corresponde la socialización del fruto de la producción misma: la contradicción de fondo se halla en la privatización de los medios de producción, acaparados por la burguesía capitalista, y en la socialización del trabajo.
Socializando los medios de producción, etapa ineliminable del progreso mismo, la contradicción de fondo se encara y se resuelve en la síntesis socialista, o mejor comunista, entonces en la anarquía (verdadero modo extraño de entender dialécticamente el social, esta tríada perenne que acaba por desaparecer del todo en el paraíso terrestre, anhelado como el fin de la historia —dialéctica— y el comienzo de la verdadera “humanidad”, es decir, del hombre humanizado que a este punto se pone afuera de la misma dialéctica triádica que no se sabe bien como acabe).
En ese modo, para los trabajadores sindicalizados es la misma fábrica de hoy que representa la base material de la —y de continuidad con la— sociedad futura. Las huelgas, las ocupaciones de las fábricas a las que se hacen producir aun en condiciones de autogestión obrera son la demostración práctica de la continuidad del modo de producción capitalista en la sociedad liberada del mañana, donde tal modo de producción encontrará superada a la contradicción de la privatización de una parte del fruto colectivo del trabajo.
La crítica anárquica a la presunta autosuficiencia del sindicalismo, aflorada con claridad extrema en el congreso de Ámsterdam en el comienzo del XX siglo, no llega a incidir la concepción de fondo propia de la civilización occidental la cual, no discutida de forma radical, acabará por imponerse en cada rincón del planeta con las consecuencias que todos conocemos.
El federalismo como principio de la organización histórica mayoritaria del movimiento
Dada la centralidad de la plena libertad del individuo y la necesidad de la organización, sea en el plan social, sea en aquel de la lucha contra la autoridad, la organización misma por los anarquistas no puede asfixiar la libertad.
Se trata de individuar un principio que, en su práctica aplicación, reconozca plenamente la una y la otra y que sea aplicable sea a la organización específica anárquica, sea a aquella sindical de masa.
Considerado el privilegio que toma el momento material de la existencia humana, es decir, aquello económico-productivo, la gran mayoría de los anarquistas han encontrado en el principio federalista lo que buscaban, y lo han aplicado a partir del modelo económico, extendiéndolo luego a todos los campos de la vida social.
Sustancialmente tal principio se funda en la estipulación de un pacto (foedus) entre contrayentes que voluntariamente y libremente lo contraen y lo aceptan.
Pues, aparentemente, en la estipulación de pactos voluntarios hay salvaguarda de la integridad del individuo en lo que concierte su autodeterminación; y la misma organización que se crea —fundada sobre el principio federalista— queda en la plena posesión de los contrayentes, pero extendiendo la fuerza de los mismos.
La mayoría de los anarquistas aplican el principio federalista sea en las propias organizaciones específicas que en los sindicatos.
El individuo estipula unos pactos con otros individuos y se constituye así una primera federación, un grupo federado; diversos grupos estipulan a su vez un pacto federal, y crean un segundo nivel federativo y así siguiendo, hasta a las federaciones de federaciones que acabarán —del individuo al municipio, del municipio a la región, de la región a la nación, y de esta a las federaciones internacionales— por representar una verdadera y propia telaraña de pactos que de forma ecuánime envuelven cada rincón del planeta (antes Proudhon, luego Bakunin).
El principio federalista responde a dos específicas exigencias advertidas por los anarquistas mayoritarios:
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Establecer, en el plano organizativo, la continuidad, aun en el traspaso revolucionario, de la actual sociedad a la futura sociedad liberada, haciéndose cargo de su funcionamiento al menos en los momentos esenciales (materiales) de la existencia individual y colectiva (en el sindicato se afina la capacidad autogestionaria de los directos productores, los cuales en período insurreccional y postinsurreccional garantizarán la producción);
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Crear estructuras formales que estén en directa competición con las organizaciones de las otras corrientes y tendencias del proletariado; la lógica es aquella, por un lado, de hacer prosélitos para engrosar las filas del anarquismo y, por otro, de llegar a radicarse de cualquier modo en las masas proletarias, para que en período insurreccional la influencia anárquica sea determinante y participe así de modo consistente a la construcción de la nueva sociedad.
Aun no creyendo en la posibilidad de una revolución toda anárquica, o preponderantemente anárquica, prevale en cierto modo el temor cuantitativo, exacerbado probablemente sea por la firme represión que reducía a los anarquistas en todos los Estados, que por la competencia de los adversarios que, en la metodología reformista insinuada también en los sindicatos y en la apariencia de la cientificidad (en armonía con las concepciones difusas), o por la demagogia populista, esterilizaban los movimientos de clase, o si no los encauzaban hacia posiciones de pacífica convivencia social y estatalistas.
En todos los casos las organizaciones federales, específica y sindical, en su influencia recíproca (transvaso de hombres e ideas de una a otra parte) se adaptan perfectamente a las condiciones generales y concepciones de la época a caballo de los siglos XIX y XX.
El fin inmediato de las organizaciones que se crean es la preparación de las condiciones para la revolución proletaria.
Eso significa propagandar en el seno de las masas proletarias el anarquismo, participar a las luchas proletarias que surgen espontáneas y promover otras sobre la base de las exigencias inmediatas para que en tales luchas se afinen las conciencias y aflore una nueva sensibilidad y fuerza que encuentre por fin salida y plena realización en el mañana liberado.
De aquí, una especia de programación en la intervención social, que es concebida como conquista gradual y penetración en el seno de las masas, analfabetas, brutalizadas por la miseria y la explotación, a menudo merced —por la ignorancia en que las tenían— de los demagogos y de los curas, así como del mismo directo explotador.
De tal programación está excluido, callado, denigrado, envilecido cada acto de revuelta individual y colectiva que según el anarquismo federado genera solo represión, aleja las masas del anarquismo, daña la operatividad y la imagen de las organizaciones específicas.
Desaparecen así de la historia misma del anarquismo enteras épocas profundamente marcadas, en el ámbito de la lucha de clase, por la radicalidad de las posiciones y acciones que directamente se enfrentan con el esperanzismo de salón de los programadores, con las metodologías paralizantes de las organizaciones específicas, con las pretensiones de unos cuantos que quieren imponer sus lecturas “objetivas” y planificaciones sociales, y postergan día a día el ataque concreto a las estructuras y a los hombres del poder.
El ojo dejado perennemente abierto hacia la gestión de la sociedad del mañana y unas presuntas condiciones objetivas óptimas para el traspaso, hacen perder de vista, o decaer por ser secundarias, que las razones de la lucha, del enfrentamiento, son perennes e inmediatas, porque perennes e inmediatas son las condiciones determinadas por el poder concentrado si no se opone a esto una metodología adecuada que represente hay desde ahora, por lo menos, un válido dique a su prepotencia.
Pero es el mismo principio federalista que, según mi opinión, presenta gruesos límites y determina formalismos y metodologías de espera que acaban por paralizar no solo y no tanto al movimiento específico anárquico, sino a las luchas proletarias mismas en las cuales ostenta cierta ascendencia.
El límite del federalismo
El pacto federal mantiene su positividad solo cuando el acuerdo concierne un contenido y un fin específico por lograr.
En el momento en que contempla en la generalidad, contenidos y fines, es inevitable la degeneración en institución formalizada en sus mecanismos, y entonces el decaimiento en máquina que reabsorbe energías y tiempo, paralizando la actividad de los contrayentes en tentativos de compromisos para mantener en vida la estructura federal misma.
La existencia humana no es un conjunto de relaciones, tensiones, deseos, momentos materiales y espirituales dados para siempre. Y no todos los ámbitos de la existencia son reducibles a contenidos y fines que son objeto de estipulación de contratos y pactos.
En base a algunas exigencias específicas, intereses específicos, los individuos pueden libremente unirse para reforzar su propia energía, lograr el fin común economizando tiempo y fuerzas; y en tal caso el pacto federal garantiza todavía la autodeterminación de los sujetos.
Pero en el momento en que se va más allá, la misma organización federal deja de ser instrumento útil por todos los asociados para ser fin a si misma, sobreponiéndose a los federados.
Es el caso sea de los sindicatos —aunque sean anarcosindicalistas o revolucionarios— sea de la organización anárquica específica.
Hemos visto como, dada la centralidad del momento económico-productivo en la concepción historicista-progresivista propia del siglo XIX y llegada hasta a nosotros, el sindicato representa la continuidad entre el presente y el futuro.
Está claro que si entre los trabajadores, ponemos caso de una dada industria o de un dado sector, nos federamos en perspectiva por ejemplo de cada renovación contractual, y solo por este hecho, los momentos que caracterizan el operar de una federación se desarrollarán todos en el interior del interés común: las discusiones se darán en base a las peticiones que hay que formular al patronato en los términos del salario, de tiempos de trabajo, de salubridad en la fábrica, de medidas preventivas y así siguiendo, como también de las luchas por desarrollar, y de los métodos a utilizar para imponer al patronato la aceptación de las peticiones.
Los momentos de discusión son, en definitiva, estrechamente conexos con el contenido del pacto y el logro específico fin común.
Si, en vez, la organización federal está constituida sobre la base genérica de intereses generales (la salvaguarda de la clase trabajadora; preparar las condiciones para la revolución social; etc.), los momentos que la caracterizan se hacen más complejos y, sobretodo, las discusiones serán dirigidas inevitablemente a las concepciones generales de cada individuo y de los grupos, por lo cual se harán indispensables atenuaciones y síntesis, hasta lograr un acuerdo que contente a todos pero descontenta cada cual por el hecho de que cada uno, en vista del mantenimiento de la organización y de la unidad de la misma, renuncia a algo propio que representa exactamente la especificidad del propio ser.
La organización toma así posesión de la especificidad de cada sujeto y pretende un itinerario propio.
Eso pasa porque quien se organiza ve el presente como si fuera una etapa necesaria para el futuro, y procede a las luchas y métodos de lucha que median las necesidades del hoy con un futuro ya predeterminado (o al menos concebido como tal).
De aquí, el progresivo degenerar de las estructuras sindicales a instituciones de poder, sometidas a los intereses y concepciones de un partido, o bien del capital-Estado en su conjunto.
Las organizaciones federales actúan en perspectiva, es decir, en función de la continuidad entre el hoy y el futuro, hipotecando así el mañana a las mismas exigencias del hoy: el mantenimiento del poder social.
El anarcosindicalismo español es aquello que, habiendo logrado el ápice de las posibilidades inherentes a la organización federal operante a partir de los intereses generales, evidenció, en la tragedia del 1936-39, los límites mayores y todas las contradicciones de tal perspectiva.
La C. N. T. (Confederación Nacional del Trabajo, la estructura anarcosindicalista española mayormente representativa del proletariado sindicado), aun en las condiciones revolucionarias emergidas de la sublevación del proletariado contra el golpe de Estado militar que luego será guiado por Francisco Franco —condiciones que la misma C. N. T. contribuyó en determinar—, teniendo entre los otros fines también aquel de construir el futuro, o momentos de la sociedad liberada, tuvo que dar la propia contribución a la reconstrucción del poder estatal que se disolvió en el momento insurreccional generalizado.
Valoraciones de tipo político, juntamente a la consideración de la estructura sindical como momento determinante en la construcción del futuro, lógicamente impusieron negociaciones con las centrales sindicales y de partido, y entonces la participación de diversos anarquistas, en calidad de ministros, al gobierno autónomo de Catalunya antes, a aquel central de Madrid a continuación.
El resultado fue indudablemente válido en lo que concierne a las colectivizaciones de las industrias y de los campos, en el curso de un breve período, pero absolutamente negativo en el medio y largo período en cuanto reconstruido el poder centralizado con la indispensable contribución de los anarquistas, aquellas positivas realizaciones luego tuvieron que hacer las cuentas sea en el frente de la lucha antifranquista, sea en aquello abierto en las retravías por las fuerzas estatalistas que se habían restablecido.
Lo dicho por el sindicato vale, y con mayor razón, por la organización específica anárquica basada sobre el principio federalista.
Antes de todo, propiamente por la peculiaridad del anarquismo, que no siendo un bloque monolítico se adecua a las peculiaridades individuales, se hace necesaria para la organización federal un primer esfuerzo con el intento de atenuar todas las diferencias bien existentes y sustanciales entre los diferentes anarquismos de los asociados.
De tal manera el anarquismo mismo acaba reducido en una síntesis que todos comparten solo por ser bastante genérica.
En segundo lugar, el momento central de la federación, es decir la asamblea general de los federados, llega a ser necesariamente espacio deliberante-decisivo donde se establecen Estatutos y Considerandos, una concepción del anarquismo adaptada a la existencia misma de la federación, fines que tienen que lograr en el breve, en el medio y en el largo período basados sobre lecturas, todavía sintetizadas, de los mismos ámbitos de lo social y de la sociedad en general, desde donde se deducen las operatividades y las intervenciones que se van a poner en marcha.
Una máquina de este tipo (aparte las consideraciones que siguen), si tenía muy poca capacidad de incidencia social en la época industrial, cuando la tecnología informaba de si misma al cuerpo colectivo con un ritmo temporal casi a medida humana, no tiene ninguna capacidad en el presente histórico dominado por los ritmos que dicta una tecnología que refleja exclusive los tiempos de si misma.
El operar de la federación anárquica es en función de las concepciones generales del anarquismo sintetizado hasta los momentos comunes a todos, y de la lectura de los hechos sociales que en lo específico o en lo general sirven de lugar de intervención en los cuales el operar de la federación se pone como una cuña.
Por lo cual, modificándose lo social en sus momentos particulares o en general, se hace necesario reanudar nuevamente por medio de comisiones de estudio, congresos específicos y generales, asambleas deliberativas que establecen nuevamente la objetividad y la subjetividad y así siguiendo.
Ya en esto se evidencia cómo la formalización de una estructura organizativa revolucionaria requiere, si es basada sobre el principio federalista, un gasto de energías considerable que, obviamente, son sustraídas —de alguna manera— de la lucha real de clase.
Se llega al absurdo en la sociedad informatizada, ya que el ritmo de las innovaciones y aplicaciones tecnológicas ya ha levado al paroxismo, las mutaciones introducidas en un específico sector se reflejan en el inmediato en todos los otros provocando adaptaciones en todos los ámbitos del social.
El otro momento de debilidad de la organización federal de síntesis es su momento central: la asamblea.
Ese es el lugar, por antonomasia, en el cual el anarquismo prueba a si mismo la propia validez, no tanto sobre el plan de los contenidos ideales, sino sobre aquellos organizativos y metodológicos.
Crítica de la asamblea deliberante
Contrariamente de lo que creen tantos, la asamblea decisiva-deliberante es un instituto autoritario, que está por encima del individuo.
El hecho, entre los más curiosos de la historia, es que una consistente parte de anarquistas creyó que eso correspondiese plenamente a los intereses del anarquismo, y cosa más curiosa aún es que hoy en día una buena parte de anarquistas federados, siendo la asamblea deliberante el lugar central del instituto de la democracia directa, acaban por hacer coincidir el anarquismo en ella.
La asamblea, el lugar de encuentro, discusión, debate, socialización, es indudablemente importante ya que condensa y refuerza, conjuntamente a la sociabilidad, la riqueza específica de cada individuo que, confrontándose con los demás, evalúa mejor sus propias concepciones.
¿No es, quizás, la existencia misma una continua confrontación y enfrentamiento con el otro de sí?
Y el individuo mismo, en cuanto es un ente, ¿no se reconoce en su propia especificidad e irrepetitividad, propio en el contraste con el otro de sí?
Pues, el momento asamblear es, en su pequeñez, un aspecto de la vida misma.
Pero en el momento en que esa realidad decae por ser un lugar deliberante, se le escapa al individuo y se formaliza acabando por ser espacio autoritario que lo asfixia.
El porqué es sencillo.
Si se debe deliberar, es decir, tomar decisiones acerca de algo, entonces habrá que decidir, de dar a tal cosa contenidos y contornos precisos.
Considerada la peculiaridad del anarquismo no es fácil: los mismos particulares en apariencia secundarios para unos, tienen para otros la máxima importancia.
Resulta consecuentemente que: o se procede otra vez por síntesis, renunciando a los particulares —pero eso no siempre es posible—, o de lo contrario habrá que elegir entre propuestas diferentes, que a menudo no admiten compromisos.
Las distintas posiciones se alían por facciones, y las distintas facciones recurren a todas las posibilidades del arte político, de la demagogia, de la capacidad de los individuos de gestionar y manipular a la asamblea: arte oratorio, histrionismo, persuasión engañosa, resistencia, embrollos, facultades de realización inmediata que no se manifiestan de la misma manera en todos los individuos ni tampoco en los mismos tiempos.
El voto ratifica la autoridad que emerge del contraste a fin de decidir comúnmente.
Los individuos, todos los individuos, más allá de que la propia posición sea aquella adoptada o no, salen patentemente derrotados, machacados por un mecanismo formalizado por astucia, gesticulaciones, praxis consolidada, competitividad miserable. La asamblea deliberante ha impuesto su propio poder, alcanzando a todos indistintamente.
A mí personalmente me ocurrió presenciar a las asambleas deliberantes anárquicas y, hasta una vez, a uno de los congresos generales de la Internacional de las Federaciones Anárquicas (I. F. A.) y os puedo asegurar que vi de todo, en aquellas sedes, para nada diferentes de lo que ocurre en cada partido político, si no fuera por el hecho que estos últimos tienen intereses de poder por defender, los anarquistas ¡No!
Entonces, ¿a qué viene el ahínco, los subterfugios, las trampas dialécticas, los ardides psicológicos, el trabajo detrás de los bastidores en contra de las posiciones que contrastan la propia?
Honestamente, a mí todo eso me pareció un psiquiátrico.
Sin embargo, todo está perfectamente en regla respecto a la formalidad de los mecanismos.
En el espacio formal del funcionamiento de la asamblea federativa, todo viene respetado por parte de todos: mesa de la presidencia congresal, pasaje de consigna, nómina comisiones, atribución de encargos, inscripciones para hablar, propuestas que tienen que ser votadas, votaciones, cuenta de las manos levantadas, aprobaciones y disensos, y así siguiendo; todo transcripto puntillosamente, registrado para futura memoria.
Un carácter tímido; una sensibilidad como la mía que necesita tiempo para realizar la que está pensando; una personalidad no incline a los panegíricos del politiqueismo y no propensa a la demagogia del arte persuasorio, aun exponiendo propuestas objetivamente más válidas de las otras, estas quedan aplastadas, asfixiadas, anuladas por el mecanismo asamblear.
Pero hay otro aspecto, igualmente importante, que evidencia cuánta confusión hay en el anarquismo organizado de manera federal y que tiene como momento central de su funcionamiento la asamblea deliberante: tal aspecto es el instituto democrático, esencialmente basado en la votación de la propuesta y es de por sí una enorme contradicción para el anarquismo, sea en los términos metodológicos sea en aquellos más propiamente gnoseológicos.
El contenido de las propuestas (sea por lo que concierne el análisis sea por lo que concierne la operatividad revolucionaria) se constituye sobre la base de las sensibilidades específicas, de las concepciones del anarquismo y de la existencia en general, propia de los sujetos que las elaboran.
Tiene por lo tanto un valor en sí, más allá de que otros lo compartan o no.
El hecho de someter a una votación tal contenido es algo que mella de todos modos aquel valor en sí reduciéndolo a objeto de mera contabilidad numérica, como si logrando la mayoría de los votos, o también la unanimidad, se encuentre por lo tanto una comprobación objetiva de la propia validez; y, por lo contrario, en caso de minoría de los votos, la comprobación democrática negaría la validez de la misma.
¿Que las razones de la lucha de clase, de la insurgencia individual y colectiva contra el poder sobredeterminante estén en una simple cuestión numérica?
El hecho de que se conteste a tal pregunta con la afirmación por la cual las propuestas están sometidas a los votos no para evaluar el contenido en sí, sino para evaluar ante todo la adherencia a los principios mismos de la Federación y en segundo lugar para evaluar si reflejan las concepciones de todos los adherentes a la organización, no hace más que empeorar las cosas.
De un lado porque quien proyecta las propuestas se impone límites en el análisis, en la crítica y en la operatividad misma, ya que las elabora en función de la aprobación de los demás; del otro lado porque, una vez más, están excluidos de las propositividades todos aquellos que, por miles de motivos, no tienen capacidad de análisis ni de síntesis para proponer y exponer de forma sistematizada.
En fin, el último obstáculo, o sea, una de las consideraciones conclusivas que se alegan para sostener su validez.
El instituto de la democracia directa, se afirma, tiene una validez suya no en el hecho de la unanimidad que se busca en la asamblea, sino por ser indicativo de las distintas tensiones que animan al anarquismo federado; hasta que aquellos que no comparten las decisiones tomadas por la mayoría, no por eso están excluidos —como contrariamente ocurre, a menudo, en el seno de los partidos autoritarios— de la federación.
Siguen formando parte de ella, operando en sus elecciones, con tal que estas estén dentro del marco de los principios y de las condiciones convenidas por el estatuto.
Desde mi opinión, esa es la cuestión más seria, así seria que, en sí vislumbra la inutilidad y quizás lo perjudicial de la organización federal de síntesis y del instituto democrático: ¿en pro de qué, a este punto, gastar tiempo y energías enormes para el mantenimiento de una máquina formalizada en momentos no indispensables?
La indeterminación como perspectiva
Nuestra mentalidad, la occidental con sus debidas excepciones, tiende a conformar el universo a medida de la mente humana o, lo que es lo mismo, a conformar la mente humana a medida del universo y de los acontecimientos.
Al fin y al cabo, conocer no significa otra cosa que entender el enlazamiento causal de los eventos.
Organizamos así nuestra experiencia y el universo que nos rodea según una secuencia ininterrumpida de causas y efectos, que reducimos a perfecto mecanismo que se puede medir, y correspondiente a presuntas leyes fundamentales.
El mundo así concebido nos garantiza, por lo menos, una cierta seguridad existencial: conocimiento es dominio, en cuanto previsión, entonces exclusión de las incertidumbres.
Esta misma mentalidad operó en el ámbito de aquella parte del movimiento anarquista que dio vida a la organización federal de síntesis.
Situada la revolución social como certeza consecutiva del capitalismo, se trata de determinar los éxitos en base a dos presuposiciones:
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Convencer a los explotados de la belleza de la anarquía, sustrayendo lo más posible de ellos de las fuerzas y movimientos adversos;
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Engrosar las filas del anarquismo con el fin de tener una fuerza determinante en el momento insurreccional.
A la contradicción fundamental del capitalismo —socialización del proceso productivo-privatización del fruto del trabajo— se le debe acompañar la toma de conciencia proletaria que embraga el proceso revolucionario.
Un mecanismo perfecto que refleja la ley de causa y efecto.
Lo imprevisible, lo incierto, desaparecen de la historia.
En el fondo se vislumbra, en el anarquismo así concebido, el sustrato determinista propio de una época y típico de una mentalidad “científica”.
Pero si abrimos la interpretación del universo y entonces de la misma existencia humana a perspectivas distintas nos damos cuenta que nuestras certezas son solo presuntas.
En realidad ni los acontecimientos físicos, ni el recorrido existencial de los individuos pueden reducirse a mecanismos y formalismos determinísticamente concebidos.
La indeterminación, la informalidad, la espontaneidad son momentos por cierto no marginales en la vida y en el universo, y yo no tengo ninguna intención de dar fuerza a esta perspectiva sosteniéndola con algunas corrientes científicas contemporáneas.
Simplemente afirmo que tales corrientes redescubren al universo como abanico de posibilidades abiertas hacia cada acontecimiento y hacia las interconexiones recíprocas.
De esta perspectiva resulta posible comprender que entre la explotación y la rebelión a eso no hay una relación de causa y efecto.
La insurgencia misma de los individuos, a menudo es una tensión existencial que contrasta vínculos y obstáculos existentes, o si bien que se pueden simplemente entrever.
No solo, sino que la adquisición de la conciencia de la explotación y de los mecanismos de diversa naturaleza a través de los cuales se manifiesta, no necesariamente determina rebelión; y en caso la determinara, además, no es cierto que la rebelión se manifieste según nuestros tópicos y expectativas.
A pesar de nuestras presuntas certezas, queda la indeterminación y la informalidad de lo vivido.
Se trata, simplemente, de tenerlo en cuenta para que de esas volvemos a pensar la organización y los métodos lucha, como también las perspectivas que de tal manera se abren.
El final de todo vanguardismo
Los anarquistas no han entendido el mundo más que los otros (y viceversa).
El anarquismo, además de ser una doctrina política es, sobre todo, una concepción del mundo y por tanto una ética, una confrontación específica, concreta, del comportamiento del individuo.
Esta ética debería informar a cada anarquista que, haciéndola propia, la adecua a su particular sensibilidad, tensión y característica personal única.
El anarquismo así entendido no se pone razones, o justificaciones en algún lugar que queda fuera de sí mismo, sea aún la anarquía en su acepción de sociedad anárquica par lograr-construir.
La insurgencia del individuo contra todo lo que lo oprime se justifica por sí.
Sin embargo, excluido cada historicismo, determinismo, finalismo, mecanicismo, cientifismo y así siguiendo, está claro que la rebelión en sí, aunque halle en sí misma cada justificación, no es suficiente como para destruir de manera definitiva las formas históricas del poder centralizado, sobredeterminante a los individuos y las clases subalternas.
De aquí la necesidad de abrir un abanico de posibilidades reales, materiales y espirituales por una liberación definitiva.
Contrariamente a las otras posiciones políticas, la tensión del anarquismo hacia la destrucción total de los poderes constituidos no se confía exclusivamente en la objetividad del sistema y de los mecanismos que la sostienen, sino también en la autodeterminación individual.
En efecto, el proceso revolucionario, en su acepción de mutación radical de un estado de cosas a otro, aun cuando no esté basado en el contemporáneo movimiento de reconquista individual del propio poder autodeterminado, conduce de modo rectilíneo hacia nuevas formas de opresión y de poder centralizado.
Nadie puede negar eso, aunque si cada cual responsabiliza —según su propia ideología— a los traicionamientos o a los revisionismos, o también a aquellas presuntas “objetividades” que acaban así por ser al mismo tiempo promotoras de la revolución social y sus enterradoras.
Abrir un abanico de posibilidades concretas hacia la destrucción del poder significa vincular la tensión de la insurgencia individual a todos aquellos momentos que en lo social mismo, más allá del operar anárquico, toman valor de expresiones de la autodeterminación o de ruptura con el orden impuesto.
Tal vínculo, pero, excluye cada instrumentalización, cada vanguardismo.
Los anarquistas no tienen nada que enseñar en el plan de la revuelta contra el orden constituido.
Así que el vínculo que se da entre la tensión anárquica y las fuerzas sociales rebeldes se materializa como estímulo a la radicalidad de la lucha y de la rebelión, acentuando unos elementos de la autodeterminación y prospectando otros.
Si desaparece la certeza de la revolución social, su posibilidad no queda excluida.
Pero, una vez desaparecida la certeza, se disuelven, porque están estrechamente conexas a ella, todas las series de consideraciones organizativas y metodológicas del bagaje de las federaciones anárquicas.
Carece de sentido la competencia con los adversarios y por tanto la propaganda con el fin de ganar al anarquismo más proletarios de los que hacen las otras fuerzas.
No tiene más sentido organizarse hoy en función de la construcción del futuro libre; sería hipotecar el mañana a las exigencias del hoy.
No tiene más sentido que los anarquistas se tomen tareas históricas, asuman funciones en pos de la revolución social liberadora.
Los anarquistas, al igual que cualquier otro movimiento, son solo uno de los infinitos centros que componen el universo.
El insurreccionalismo
Aunque como sola posibilidad, el proceso revolucionario tiene que catalizarse en una ruptura con el existente.
Tal ruptura es la insurrección generalizada que destruye al poder constituido en sus elementos sustanciales: instituciones varias, socialización de los grandes medios de producción, etc.
En nuestra perspectiva, el momento insurreccional llega a ser central, y eso debido a diversos motivos:
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Por su esencia destructora, y no también constructora;
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Por la ausencia total, en su ápice, de motivos mediadores o de tendencias moderadoras;
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Por el desencadenamiento de los individuos de las ataduras materiales, morales, psicológicas impuestas por el sistema de servidumbre;
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Por la ausencia total, en su ápice, de motivos mediadores o de tendencias moderadoras;
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Por el desencadenamiento de los individuos de las ataduras materiales, morales, psicológicas impuestas por el sistema de servidumbre;
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Por la imposibilidad de su instrumentalización, en lo inmediato, por parte de las fuerzas de poder.
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Por lo tanto es en la inmediatez del evento insurreccional que es posible, para los anarquistas, destruir y estimular a destruir todos los ámbitos del poder centralizado.
Cualquier evaluación acerca de la continuidad, entre lo social viejo y aquello por construir se ha demostrado catastrófica por la revolución social misma.
Pero, el momento regocijado de la destrucción, es muy breve y en tal espacio de tiempo es indispensable golpear.
Una vez acabado el momento, las fuerzas de poder que han escapado de la destrucción, tendrán miles de ocasiones y motivos para proponerse de nuevo como indispensables en la construcción de lo nuevo, haciendo hincapié en el cansancio y en las necesidades materiales de los insurgentes.
No será, todavía, en la competencia directa con tales fuerzas que el anarquismo tendrá posibilidad de radicarse en los individuos, sino en el hecho de haber conseguido destruir a las condiciones materiales, institucionalzadas y formalizadas del poder antecedente —ejército, tribunales, ayuntamientos, parlamentos, archivos, armamentos y hombres— y en el proseguimiento a ultranza de la lucha radical contra todo lo que en cuanto viejo o nuevo quiere sobredeterminar a los individuos.
Según el recto razonamiento, el anarquismo en cuanto negación del poder centralizado, es momento esencialmente destructivo, no también constructivo.
En el evento insurreccional generalizado se concreta a grande escala el anarquismo en su indivisibilidad de ética y doctrina.
Es tal evento que acaba por ser señalado respecto a los otros.
Ahora, la insurrección generalizada es posibilidad no directamente conexa a la pura actividad propagandística, aunque no hay que excluir un eventual beneficio que aporta la propaganda anárquica en el social subalternizado.
La posibilidad más concreta reside en las exigencias de los explotados, en las necesidades que el sistema de explotación y de opresión deja insatisfechas en amplias masas de proletarios.
Hay siempre la posibilidad que de una protesta surgida aun por motivos aparentemente fútiles, o de orden reformista, explosione el momento insurreccional, aún más si se pone en marcha una metodología de lucha que sea preludio de la autodeterminación: autogestión de la lucha misma, ataque sin exclusión de golpes a la parte contraria, rechazo de mediaciones y de mediadores, determinación en el logro del intento.
El insurreccionalismo anárquico es, más precisamente, la intervención en las luchas emergentes del social, según la metodología que defiende a la insurrección generalizada y que se materializa en el inmediato como praxis de la acción directa, de la conflictividad permanente, de la autogestión de las luchas mismas, sin poner vínculos a las específicas tensiones y sensibilidades de los individuos y grupos, estimulando así la multiplicidad de formas de la intervención.
Lo que caracteriza al insurreccionalismo anárquico es el método puesto en marcha, no el contenido de cada lucha.
El método se justifica por sí, por lo cual excluye cada valoración de tipo cuantitativo: no se actúa en función del aumento del número de los anarquistas, sino de los estímulos que el método llega a difundir en lo social o en las luchas específicas. ¿Qué importancia puede tener definirse anarquistas o no en el momento en que la práctica de la acción directa, del enfrentamiento con el poder constituido, de la negación de la sobredeterminación avanza?
La proyectualidad insurreccionalista
En mi opinión, los anarquistas se distinguen de los demás revolucionarios y de los demás proletarios, no por la radicalidad de su intervención, no porque son más “humanistas” y sensibles de los demás, no porque defiende una sociedad idílica, o otros centralismos y amenidades parecidas.
Se distinguen mucho mas sencillamente por el método no llega a manifestar todas las posibilidades si no se logren coger, en su secuencia, al menos los más importantes aspectos de nuestro actuar.
Pero el método no llega a manifestar todas las posibilidades si no se logran coger, en su secuencia, al menos los más importantes aspectos de nuestro actuar.
El método produce el máximo de su potencialidad si se acompaña y sostiene por una proyectualidad, en otras palabras si se actúa en perspectiva.
Es en el actuar proyectual que cada acción, cada intervención, enlazándose las unas con las otras en la perspectiva de fondo —en nuestro caso, la posibilidad de la insurrección generalizada— adquieren un sentido y una razón global, resultando así más contundentes en el enfrentamiento contra el poder constituido.
La organización insurreccional informal
Debería resultar evidente a estas alturas que la organización, desde nuestra perspectiva, no es un fin sino un simple medio, un instrumento que, sustentado por una metodología precisa, permita a los individuos de reforzarse sin acabar súcubos de la misma organización, que empiece de la autodeterminación y reproduzca autodeterminación.
La organización expresa las relaciones entre los hombres y entre ellos y las cosas, y los acontecimientos.
Tales relaciones pueden fijarse en unos momentos establecidos, que constituyen verdaderas y propias instituciones formales dentro de las cuales se estructuran.
Es ese el caso de la organización formal que se concreta en estructura burocrático-vertical, o bien —como ya vimos en el caso de las organizaciones anárquicas de síntesis— en estructura federal que, si bien privada de institutos burocrático-jerárquicos, se mueve en base a momento formalizados (comisiones, asamblea deliberante, votos, etc.).
Sea en un caso que en el otro la vitalidad y la riqueza obtenidas par el contraste, la diversidad, la especificidad de los sujetos son negadas o acaban esterilizadas por vía de las síntesis necesarias y del mismo formalismo impuesto por la organización.
Pero la organización es posible también de una manera totalmente diferente, sin forzar —más bien dando a ellos la justa funcionalidad— en mecanismo e institutos formales la especificidad de los individuos y la articulada variedad de formas de la existencia.
Esa es la manera de relacionarse con los hombres y con las cosas en la informalidad misma, por lo tanto en el fluir mismo de las relaciones, tensiones, peculiaridades, exigencias, afectos, necesidad de la lucha y de la supervivencia propia y de los demás.
La vida misma fluye gracias a la informalidad, es decir, por medio de aquellos momentos que el poder constituido no logra asfixiar, formalizándolos en el interior de su propio orden.
Y es todavía en tal informalidad que emergen las mirídadas de actos de rebelión que discuten el orden del Estado-capital.
De la indeterminación y multivariedad del universo, pillado desde el aspecto de su informalidad, no surgen revolucionarios que programan el momento constructivo de la revolución social, encausándola dentro de los límites y recorridos de su propia mente; más bien emergen individuos insurgentes en contra de las presentes condiciones por parte del poder y al mismo tiempo en contra de cada hipótesis e intento de construir otras nuevas, dejando así al indeterminado futuro cada momento constructivo.
Esa es la organización informal anárquica que preludia a una organización —igualmente informal— de las luchas que se ponen en marcha o de aquellas en que participamos.
La Unión de los Anarquistas Sardos (U. A. S.) es un lugar en que la informalidad de las relaciones es cultivada mediante la práctica insurreccionalista.
No es un lugar en que se cultivan ideologías o momentos de asamblea deliberante.
Más bien se socializan análisis, proyectos de lucha, momentos de lucha; cada cual da y coge de ese lugar, da por sí solo o sobre la base de las afinidades e intereses hallados con otros —que pueden ser todos o solamente una parte de los que componen a la U. A. S.—, lo que más le pertenece.
Quien lo considere oportuno hace también propaganda sencilla, pero lo que caracteriza a la U. A. S. es que no se actúa para hacer proselitismo, más bien para extender en lo social —particularmente en las luchas específicas— el método insurrecional en la informalidad de las relaciones.
Con ese espíritu estuvimos presentes en algunas de las luchas y situaciones más significativas de la última década; por ejemplo contra la primera operación político-colonial denominada “Forza Paris”.
Con tal espíritu nos adentramos en la lucha en contra de los parques, tecnológicos o naturalistas que sean, porque por medio de los unos y de los otros, solo aparente sin conexión, el capital-Estado, que ya se ha reestructurado pasando del industrialismo al postindustrialismo, se pone en marcha para dominar nuestra tierra reduciéndola a centro de investigación y a imagen de la realidad virtual que reproduce lucro y sistema.
El desorden de la revuelta
Entonces informalidad en las relaciones, informalidad en la participación en las luchas, informalidad, en su acepción de indeterminación, en la acción insurreccionalista y en el mismo momento insurreccional.
También el actuar proyectual no reniega de la informalidad, más bien se da a partir de ella y en ella se resuelve.
La organización misma es totalmente otra cosa que una estructura: es más bien un lugar de socialización y de sintonía de las luchas y de las tensiones, no de unificación de las mismas.
De igual manera las luchas emergentes del social, los actos de revuelta individual o colectiva, lejos de ser instrumentalizados por fines de cualquier revolución que descansa en las mentes de los organizadores sociales, tienen relevancia en sí ya que compenetran las tensiones que empujan a la insurrección generalizada.
Como ya vimos, la perspectiva anárquica insurreccional e informal pone en primer plano a la insurrección generalizada, no pretende, más bien lo niega decididamente, tener roles constructivos.
El momento predominante de la perspectiva es la autodeterminación por la autodeterminación, entonces esencialmente destructivo-negativo.
Pero no creo exista alguna posibilidad, por el individuo, aun siendo anarquista insurreccionalista, de destruir el poder que lo oprime.
Esta posibilidad se abre solo mediante la sintonización con cuanto emerge de destructivo y de negativo de lo social mismo, no para instrumentalizarlo cada cual por sus fines, dañando a los fines de los demás, sino para acuñarse y extender las contradicciones, el desorden, la revuelta.
Cuanto más esos actos se manifiestan descompuestos y desordenados, sin ningún centro, más bien haciendo referencia a miles de centros, cada uno autodeterminado, entonces mucho más serán irreductibles a una formalización e irrecuperables por parte de los obstaculizadores del desorden social.
El poder, en realidad, aun en el aparente desorden que crea, puede afirmarse y perpetuarse solo en una cualquier forma de orden. Los revolucionarios, también los anarquistas, que quieren cubrir el papel de construir el futuro, y no solo de destruir el presente, han inevitablemente recompuesto el orden social ahogando así al desorden de la insurrección generalizada, entregando de tal manera el cuerpo social entero en las manos de los nuevos poderes que, en aquel orden recompuesto han encontrado la ocasión donde lanzar nuevas formas de explotación y de opresión.
Es por eso que nosotros reivindicamos y actuamos en función de la revuelta descompuesta, difundida por todos lados, sin cabeza ni cola: mejor dicho somos por el desorden social perenne, condición indispensable para crear la imposibilidad de que se manifieste el poder centralizado.
La actualidad del anarquismo insurreccionalista
Yo creo que la organización anárquica de síntesis, en todo caso, haya tenido una gran importancia en el pasado.
La sociedad industrial, esencialmente basada en la concentración productiva, a menudo hasta la verticalización del ciclo entero de producción de las mercancías, que determinaba la presencia en espacios limitados de miles y miles de trabajadores, tenía como consecuencia aun la constitución de una manera de entender en común y evidenciaba a los mismos explotados como si fueran ellos mismos los productores de la riqueza social que, al contrario, el capitalismo privatiza a beneficio exclusivo de la burguesía.
Los mismos bienes producidos eran de utilidad común y lo habrían sido también en el hipotético futuro liberado.
La revolución social, actuando la expropiación de los grandes medios de producción, habría llevado no solo a la socialización de la producción, sino de los bienes producidos, de utilidad social en cuanto ligados a la satisfacción de las necesidades reales.
Lo que representó el grueso límite de la organización anárquica de síntesis fue el haber pretendido la exclusiva, de haber siempre demonizado a las tendencias anárquicas minoritarias que, en el plan de la organización y de la metodología, practican intervenciones distintas, que esquivan las contradicciones y los límites del federalismo, de la democracia directa y del anarquismo de síntesis.
Ni siquiera se puede negar que las organizaciones de síntesis sean, a su manera, insurreccionalistas.
En efecto, el anarquismo, rechazando cualquier sistema de democracia representativa, necesariamente tiene que poner en el proceso revolucionario, y en la insurrección generalizada como quiera que se entiende, el momento de ruptura con el presente histórico.
Pero la insurrección generalizada está metida en un futuro.
Y sus condiciones objetivas y subjetivas hay que construirlas poco a poco, contando con la fuerza numérica de la organización anarcosindicalista, las condiciones materiales del momento y cualquier otro accidente imaginado por mentes, y estructuras mentales encerradas en el círculo de la continuidad histórica y de otras valuaciones.
En nuestra contemporaneidad, la reestructuración del capitalismo debida a la utilización sistemática de las nuevas tecnologías en cada ámbito del social, de la producción de las mercancías a su consumo, de la comunicación al control esparcido en el territorio, del civil al militar, ha sustancialmente modificado el mundo.
La realidad está compuesta por momentos, estímulos, tensiones verdaderas que son ahogadas y mezcladas en los momentos virtuales.
La realidad virtual, de las necesidades inducidas, de la producción de mercancías virtuales y del consumo virtual ya se ha impuesto.
La fábrica tradicional desapareció o está por desaparecer definitivamente, para dejar el lugar a una miríada de pequeños y pequeñísimos centros productivos altamente informatizados, con posibilidad de conversiones productivas impensables a su tiempo.
Los intereses del proletariado, quebrantados en miles de pedazos, se pierden en los meandros de la realidad virtual.
El asenso generalizado encuentra en la democracia el mecanismo que lo reproduce: ¡hemos llegado a las consultaciones populares videoteledirigidas para establecer cuál mercancía virtual satisface mejor a las necesidades virtuales de consumidores virtualizados!
La misma democracia ya es una de las realidades virtuales, como todas las otras.
Y yo encuentro aún más carentes de sentido a las consideraciones puntualmente sostenidas en unos periódicos anárquicos durante cada elección política, en que se remacha que el alto porcentaje de las abstenciones y de las papeletas electorales nulas o anuladas confirmaría... la pérdida de confianza en la política y en la democracia representativa.
La verdad, al contrario, es que la supervivencia del capital-Estado tecnológico, solo pulverizado en el territorio, es posible solamente a través del asenso generalizado.
Mientras la fábrica tradicional se podía defender bien de una cualquiera fuerza militar, por estar localizada en un lugar bien preciso, la informatización de la producción ha determinado el desplazamiento de una miríada de pequeños talleres en cada rincón del planeta; la telemática, sin más, permite que sea posible la producción desde las propias viviendas, solo alcanza un personal computer.
Ahora, es evidente que un sistema de ese tipo nunca podrá ser defendido si no en la transformación en policías del sistema de las mismas personas que viven en el territorio: ningún dispositivo represivo sería capaz de garantizar la incolumidad de tal sistema pulverizado.
¿Qué importancia puede tener, pues, el hecho que las urnas vengan abandonadas si, contemporáneamente, no se ataca al capital-Estado postindustrial?
Sin embargo, ni siquiera se puede afirmar que el asenso al actual estado de las cosas sea total.
Los excluidos por el sistema, los marginados, los insubordinados, en suma los hinchamientos son el fruto natural de la sociedad dividida en privilegiados por un lado y subalternos por el otro.
La rebelión es un hecho también natural, que por cierto no descubren los anarquistas, ni los demás revolucionarios.
Pero esa rebelión no es inmediatamente reconductible a los viejos programas revolucionarios que miran a la destrucción del presente y a construir contemporáneamente el futuro liberado.
La rebelión actual es descompuesta, desordenada, fin a sí misma.
Por los rebeldes sociales, la insurgencia es un rechazo total de las ideologías, de cualquier tipo, por ser consideradas, en buena parte con razón, los pilares portantes del sistema que los oprime.
Su rebelión es la que estalla en manera destructiva, contra todo y contra todos. No es comprensible en ningún esquema preconcebido.
El origen de la rebelión puede ser una reivindicación específica, la contestación de un acto considerado ofensivo, en suma, cualquier momento particular que por miles de motivos asume en una específica situación una función detonante.
No se trata por lo tanto de cuestiones generales o generalizables, sino de motivaciones específicas.
Ese hecho es de la máxima importancia en el orden de nuestro razonamiento.
En efecto, cada tentativa de inducción del hecho específico que origina a la lucha, en condiciones y consideraciones de naturaleza político-social inmediatamente se realiza como instrumentalización por fines ajenos a la lucha misma; y es así propio en la realidad de hecho.
Pero son siempre esas luchas las que abren la posibilidad de una intervención específica que encuentre en el método insurreccionalista, es decir, en la acción directa y en la autogestión de la lucha misma, los momentos esenciales de ruptura con la praxis de la mediación y aceptación pasiva de los mecanismos propios de la delegación.
Provistos de ese método y de la proyectualidad necesaria para ofrecer a la lucha perspectivas de enlaces con otras luchas y de entendimiento más amplio de la especificidad que refleja, quedan abiertas largas posibilidades de un desemboque insurreccional.
En esta perspectiva, el anarquismo no es una doctrina, sino una concreta manera de ponerse enfrente al existente, de luchar contra este, por su definitiva y total destrucción.
Postindustrialismo, estado, luchas de liberación nacional
El Estado moderno surgió de las exigencias de las burguesías locales, en rabiosa lucha entre ellas, durante el período de acumulación originaria del capital, de su arraigo y desarrollo en territorios circunscriptos.
Pues, protección y garantía del capital de la competencia extranjera, de los ataques de las masas proletarizadas y de la resistencia cultural y material de los pueblos y etnias históricas hostiles a la penetración y al dominio capitalista-estatal.
Etnocidio y genocidio han acompañado al Estado moderno desde sus orígenes hasta los umbrales del tercer milenio.
No es una casualidad que el Estado se individua históricamente como enemigo, no solo de las masas proletarias, sino también de las fuerzas sociales y políticas de los pueblos oprimidos.
La aplicación de las nuevas tecnologías también a los procesos productivos de las mercancías (y en la sociedad tecnológica cualquier cosa, material y espiritual, real o ficticia, es mercancía), juntamente a la sabia utilización de los media en la creación de realidades virtuales y en la manipulación de las conciencias, han modificado radicalmente el estado de las cosas.
La pulverización de la industria en el territorio requiere el máximo asenso por parte de quien habita en dicho territorio: un Estado no aceptado, a menudo directamente enfrentado y objeto de ataques continuos por parte de las poblaciones, es un poder político incapaz de garantizar la estabilidad y los intereses del capitalismo postindustrial.
Por eso, en muchas situaciones —vieja Europa, América Latina, ex-imperio bolchevique, oriente Medio y oriente Extremo— asistimos no solo al nacimiento de nuevos Estados, sino también a la transformación de Estados dictatoriales en regímenes democráticos, y de aquellos tradicionalmente centralistas (como el italiano, el español, el francés, etc.) en regímenes democráticos en amplia descentralización administrativa con reales tendencias hacia nuevas formas de poder estatal federalista.
En el mismo tiempo, la mundialización del mercado permite e induce el desmantelamiento de la industria tradicional ubicada en las áreas todavía no pacificadas. El fin es convertir estas últimas, homologándolas a los mismos procesos productivo postindustriales, en gigantescas realidades virtuales ecológico-turísticas y, como tales, metas de masas de culturizados que consumando ese virtualismo llevan a cabo el proceso de desculturación que el Estado y el capital industrial no habían llegado a hacer.
El desmantelamiento industrial en las Asturias y en muchos lugares del País Vasco, el cierre de las minas en la Cerdeña, etc., hasta la contemporánea imposición de parques naturales y áreas protegidas, acaso, adquieren mayor comprensibilidad si son valuados para esta perspectiva.
Al capital-Estado actual interesa la ganancia, no las tonterías ecologistas, que bien sabiamente las utiliza para hacer una verdadera y propia industria capaz de transformar una realidad virtual en una ganancia real.
Se aclaran así también aquellas posiciones interclasistas propias de la burguesía compradora y del capital local de las áreas geohumanas culturalmente optimidas.
En efecto, no se puede jugar más al enredo de la liberación nacional en el inmediato y aplazar la cuestión social al mañana.
La independencia estatal, en el postindustrialismo, significa hacer inmediatamente los intereses del capital-Estado de las multinacionales, y no se necesita mucho para entender que la independencia real, la autodeterminación de los individuos y de los pueblos no puede existir si está bajo el yugo material del capital autóctono variamente confundido con aquel extranjero.
Hoy más que nunca la lucha por la autodeterminación tiene que ser a la vez lucha contra el capital y lucha contra el Estado, aún y sobre todo contra el local que ya se vislumbra en las administraciones periféricas y en aquellas regionales, con todos los aspectos de la autoctonía.
Lucha que hay que manifestarse con nuevas formas de organización, adecuadas al ataque real a la sociedad tecnológica: no estructuras político-militares verticales e interclasistas, porque continuarían a producir martirio de individuos y racionalización del capital-Estado.
No más ejércitos de liberación nacional que, con el pretexto de la autodeterminación futura, en realidad construyen el Estado local más adecuado a la sociedad del dominio post-industrial, y por lo tanto fautores de nuevas vejaciones y de la homologación a la mercancía.
No más lucha contra el solo Estado históricamente opresor de las específicas situaciones geohumanas, sino lucha contra todos los Estados en cuanto representan un interés único y un enemigo único que hay que golpear.
Hoy más que ayer, los ejércitos revolucionarios no tienen ninguna razón de ser:
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El enemigo está desplazado en el territorio, para golpearlo alcanzan pequeños instrumentos, un poquito de voluntad y mucha creatividad.
Pero resulta evidente que golpear al enemigo así individuado solo en un punto, solo en un territorio, aunque si lo daña en alguna manera, no lo pone en crisis del todo. Para ponerlo seriamente en discusión hay que tomarlo en su real extensión y ramificación, que bien superan los confines de los pueblos y de los Estados, dándole el asalto en manera sintonizada, cada cual según sus propios instrumentos, métodos y sensibilidades.
La propuesta de una Internacional Antiautoritaria Insurreccionalista: La solidaridad revolucionaria como complicidad en la lucha
La perspectiva internacional nos permite de individuar no solo la presencia de las multinacionales en nuestros territorios, sino aun la presencia del capital autóctono en territorios ajenos, en aquellas alianzas de intereses que son las multinacionales.
Descubrimos así que el pecorino sardo [queso de leche ovejuna], por ejemplo, puede desembarcar en Canadá y en los EE.UU. porque se traduce en una mercancía de la multinacional Barilla.
A su vez esta, multinacional está constituida por capitales de otras multinacionales que operan en cada ámbito del planeta.
Y descubrimos, además, que también los ahorros de los más míseros proletarios sardos, entregados en las cajas del Banco di Sardegna, variamente entrelazados con capitales de otros bancos y multinacionales, acaban por ser una de las realidades que oprimen pueblos, etnias y proletariado de cada rincón del planeta.
Con estos descubrimientos, estamos en condición de entender cuánto inicuas y miserables sean las formas de “protesta y solidaridad” que cada vez a menudo se expresan en desfiles inocuos por las calles de las ciudades; “en pro” de las fuerzas revolucionarias y de los pueblos combatientes.
Gritar en la plaza contra las multinacionales y el Estado que en México, por ejemplo, continúan tranquilamente a exterminar a los pueblos del Chiapas llega a ser una forma folklorística que alimenta el régimen democrático de la soc8iedad postindustrial, porque este se fortalece por la estéril forma de disenso presunto en las plazas y en los territorios en que realmente domina por otros lados.
Para salir de la folklorística e inútil protesta de los desfiles en orden compuesto, se necesita de aquel esfuerzo analítico que, solo, nos permite de encontrar en nuestro territorio a las materializaciones, en términos de presencia del capital, instituciones, sedes, hombres, etc., del real enemigo que opera en el Chiapas, pero aun más tranquilamente en nuestro hogar.
El capital-Estado así individuado puede y tiene que ser golpeado, en Chiapas y en otros lugares, de ser posible en manera sintonizada.
Paralizar a las ganancias del capital-Estado es la real solidaridad revolucionaria que, de esa manera, no es más dádiva de sentimentalismos y pietismos, sino complicidad en la lucha por la autodeterminación de los individuos y de los pueblos.
Es en esa óptica que, juntamente a compañeros de otros lucgares, lanzamos la propuesta de una Internacional Antiautoritaria Insurreccionalista (I. A. I.), desde el 1992.
Propuesta que no pasó inobservada, según parece, visto que guardianes diligentes del capital-Estado —por cierto no dotados para entender a las nuevas formas radicales de manifestarse de la rebelión social y de la insurgencia afuera de los conductos de las organizaciones tradicionales políticas y armadas— desde el principio han demonizado en toda otra cosa de la que es en realidad:
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Partido armado, organización estructurada en manera vertical, una especie de sopa en que rehierven todas las porquerías que sesos subyugados al servicio del amo viejo y nuevo vuelven a encontrar en su propia casa y de la cual pretenden el monopolio.
Pero, la Internacional Antiautoritaria Insurreccionalista no es una estructura, ni una máquina, ni siquiera un mecanismo que se reproduce a sí mismo.
Ni tampoco es una entidad formalizada, sino simplemente una ocasión, un espacio, una posibilidad de socialización de las tensiones y de los proyectos de individuos y grupos de individuos que, desde ya se están enfrentando realmente contra la sociedad del capital-Estado informatizado.
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Según la metodología insurreccionalista, la informalidad en las relaciones, el repudio de cada ideología que, en la abstracción y en los purismos de tipo religioso, desvían energías hacia el enfrentamiento contra el enemigo de siempre, pero con los vestidos nuevos de la informática.
También en este caso, en la perspectiva de la lucha de liberación nacional y de la solidaridad material, el anarquismo insurreccionalista y la informalidad organizativa tienen muchas cosas que decir.
Gracias por la atención y la paciencia.