Errico Malatesta
Cuestiones de táctica
La situación política y social actual de Europa y del mundo, incierta, agitada, inestable, abre el pecho a todas las esperanzas y a todos los temores, haciendo sentir más que nunca la urgente necesidad de disponerse a hacer frente a acontecimientos, que se hallan más o menos próximos, pero que, inevitablemente, se producirán. A esta situación de malestar, preñada de ansias transformadoras, de sed de libertad, debemos ver de nuevo reanimarse la discusión, por otra parte siempre de actualidad, sobre la forma más conveniente de adaptar nuestras aspiraciones ideales a la realidad contingente de los diversos países y pasar de la propaganda teórica a la realización práctica.
Y naturalmente, en un movimiento como el nuestro, que no admite ni reconoce la autoridad de ningún texto ni de ningún hombre, que es por esencia refractario a toda imposición, dimane de donde fuere, estando basado sobre el libre examen y crítica, todas las opiniones enunciadas y tácticas adoptadas han de diferenciarse forzosamente.
Así vemos cómo hay quien consagra toda su actividad a la propaganda y perfeccionamiento del ideal, dedicándose febrilmente a esa labor sin fijarse en observar si es comprendido y seguido por los que le rodean y, contando con el estado actual de la mentalidad popular y los recursos materiales existentes, analizar si dicho ideal es o no aplicable. Ellos limitan, más o menos explícitamente y en grados variables de individuo a individuo, el trabajo de los anarquistas, hoy la demolición de las instituciones opresivas y represivas, mañana la vigilancia activa contra la instauración de nuevos gobiernos y privilegios, despreocupándose de todo lo demás, que es a pesar de todo el grave, el ineluctable y apremiante problema de la reorganización social sobre bases libertarias. Con bastante ingenuidad éstos piensan que, cuanto atañe a los problemas de la reconstrucción, se arreglará por sí solo, espontáneamente, sin una preparación previa, y sin un plan de antemano establecido, o en virtud de una supuesta ley natural, gracias a la cual, tan pronto como la violencia estatal y el privilegio capitalista eliminados, todos los hombres se volverían automáticamente buenos e inteligentes, y la abundancia, la paz, la armonía reinarían inmediatamente sobre la tierra.
Hay otros que, por el contrario, animados en particular por el deseo de ser, o parecer prácticos, preocupados por las dificultades que la situación revolucionaria creará y que debe preverse, conscientes de la imprescindible necesidad de conquistar la adhesión del pueblo, o cuando menos vencer las prevenciones hostiles que hacia nuestras ideas siente la mayor parte de la población, por ignorar la “realidad” de sus verdaderas concepciones, quisieran formular un programa, un plan completo de reorganización social, que responda a todas las dificultades y satisfaga al mismo tiempo a los que, según una expresión tomada del inglés, se ha dado a llamar el “hombre de la calle”, es decir, al hombre cualquiera, al indiferente, al que, sin ideas determinadas ni un criterio firme y propio, juzga cada caso que la vida social le ofrece, influido por las pasiones e inspiraciones del momento.
Yo, por mi parte creo que, unos como otros, todos tienen algo de razón y que, sin esa desdichada tendencia a la exageración y al exclusivismo, las dos opiniones podrían compenetrarse y completarse mutuamente, a fin de que nuestro comportamiento se adecuara más a las exigencias y necesidades de la situación, alcanzando así el máximum de eficacia práctica, continuando siendo consecuentes y rigurosamente fieles al programa de libertad y justicia integral que los anarquistas proclamamos.
El no prestar la debida atención a los problemas palpitantes de la reconstrucción o pretender establecer por adelantado planes completos y uniformes significa dos errores, dos excesos que, por vías diferentes, acarrearían nuestra derrota en tanto que anarquistas y el triunfo de los regímenes autoritarios antiguos o nuevos. La verdad se encuentra en el justo medio.
Es absurdo creer que, derribados los gobiernos y los capitalistas expropiados, “las cosas se arreglarán por sí solas”, sin que intervenga la acción de los hombres poseedores de una idea preconcebida y clara de lo que al instante debe hacerse y que pongan manos a la obra para llevar a cabo con prontitud sus propósitos. Esto podríaquizá suceder —es de desear que así fuera— si tuviéramos tiempo de esperar que los hombres, todo el mundo, encontrara el medio, a fuerza de reiteradas experiencias, de satisfacer lo mejor posible sus propias necesidades y gustos de los demás. Pero la vida social, como la de los individuos, no admite interrupciones, exige continuidad. Al día inmediato de la revolución, el mismo día de la insurrección si cabe, hay que proveer de alimentos y cubrir inmediatamente, a ser posible, todas las necesidades urgentes sentidas por la población. Para realizar esto con éxito, débese asegurar la continuación de la producción necesaria (pan, etc.), el funcionamiento de los principales servicios públicos (agua, transporte, electricidad, etc.) y el cambio ininterrumpido entre la ciudad y el campo.
Más tarde los grandes obstáculos desaparecerán; organizado el trabajo directamente por los que verdaderamente trabajan, se tornará agradable y atractivo, la abundancia de la producción hará inútil todo cálculo mezquino sobre lo relativo a los productos consumidos, y todos y cada uno podrán realmente “coger del montón” lo que necesiten sin limitaciones; las monstruosas aglomeraciones de las ciudades se disolverán, la población se repartirá racionalmente por sobre todo el terreno habitable, y cada localidad, cada agrupación, conservará y aumentará en beneficio de todas las comodidades suministradas por las grandes empresas industriales y sin dejar de continuar unidos a toda la humanidad por el sentimiento de simpatía y de solidaridad humanas, podrán en general bastarse y no sufrir las oprimentes y dolorosas complicaciones de la vida económica actual. Pero estas bellas cosas y mil otras que podríamos manifestar e imaginar, pertenecen a todavía al futuro, mientras que lo que urge es pensar cómo vivir hoy, aportar soluciones a la situación que la historia nos ha legado y que la revolución, es decir, un acto de fuerza, no logrará cambiar radicalmente en un momento por efecto de un toque de varita mágica. Y puesto que, bien o mal, la humanidad tiene que vivir, si no supiéramos o no pudiéramos hacer lo que en tales circunstancias precisa realizar, surgirán otros que lo harían con fines y resultados completamente opuestos a los perseguidos por nosotros.
Hay que tener en cuenta a ese factor importantísimo que representa el “hombre de la calle”, que es por otra parte quien compone en todos los países la inmensa mayoría de la población y sin cuyo concurso no puede haber emancipación posible; pero no debemos contar demasiado con su inteligencia y capacidad de iniciativa.
El hombre ordinario, el “hombre de la calle” guarda en sí muy buenas cualidades con posibilidades inmensas, dándonos la segura esperanza de que podrá un día formarse la humanidad ideal tan por nosotros anhelada; pero entretanto hemos de señalar y combatir un grave defecto que explica en gran parte el origen y persistencia de las tiranías; a ese ser no le gusta reflexionar, no medita y en sus forcejeos por quebrar las cadenas que le oprimen, en sus esfuerzos por la conquista de la total emancipación, sigue con preferencia al que le ahorra el trabajo de pensar, al que se lo da todo “masticado” y toma en su lugar la responsabilidad que solo él habría de asumir cuando se trata de la defensa de sus propios derechos, de organizar, dirigir y... mandar. Con tal que no se le moleste demasiado en sus costumbres y en su género de vida, ve con agrado que los demás piensen por él y le digan lo que ha de hacer, aunque sutilmente lo reduzcan al deber de trabajar y obedecer.
Esta debilidad, esa tendencia poltrona adoptada por la inmensa generalidad de las gentes, de esperar y seguir las órdenes dadas por quien ocupa su cabeza, es la causa del fracaso de muchas revoluciones y continúa siendo el peligro inminente de las próximas conmociones sociales.
Si la multitud no reacciona a tiempo y obra prontamente en el sentido que el buen desarrollo de la revolución aconseja, será necesario que los hombres de buena voluntad, capaces de iniciativa y de decisión, intenten en ese caso aportar el material indispensable para compensar en lo posible esa falta. Y es en ese aspecto, es decir, en el modo de dar solución a las necesidades inmediatas, que hemos de distinguirnos claramente de todos los partidos autoritarios.
Los defensores de la autoridad entienden que para resolver la cuestión, debe constituirse un gobierno e imponer por la fuerza un programa. No quiero negar que al expresarse así pueda haber en ellos buena fe, ni de que crean sinceramente que obrando de esa forma harán el bien de todos, pero sí diré, y de eso tenemos la íntima convicción, la certeza absoluta todos los anarquistas que, en realidad, obstaculizando la libre acción popular, se conseguirá solamente crear una nueva clase privilegiada, interesada en sostener al nuevo gobierno, y reemplazar, a fin de cuentas, una tiranía por otra.
Los anarquistas han de esforzarse indudablemente por hacer lo menos penoso posible el paso del estado de esclavitud al de la libertad, facilitando al pueblo el mayor número de ideas prácticas e inmediatamente aplicables, pero a la vez deben guardarse muy mucho de alentar esa inercia intelectual ya más arriba y la propensión a que sean unos cuantos quienes obren y piensen, limitándose los demás a obedecer.
La revolución para ser verdaderamente emancipadora, habrá de desenvolverse libremente de mil distintas formas, correspondiendo a otras tantas diversas condiciones morales y materiales de los hombres de hoy, por la libre iniciativa de todos y de cada uno. Nuestra misión principal ha de ser la de sugerir, la de llevar al ánimo de todos, la necesidad de poner en práctica cuantos modos de vida mejor armonizan con nuestros ideales, procurando interpretar siempre el sentir general e introducir las reformas que puedan ser asimilables y que, voluntariamente, los demás acepten, pero sobre todo deberemos esforzarnos por suscitar en las masas el espíritu de iniciativa y el hábito a que sean los mismos individuos quienes se resuelvan sus problemas.
Habremos de tener especial cuidado en evitar hasta las apariencias de mando, de dominio, que puedan despertar susceptibilidades, y por la palabra y el ejemplo obrar en compañero entre compañeros, teniendo siempre en cuenta —y esta es una de las mejores virtudes del militante— que al forzar demasiado las cosas y pretender que triunfen nuestros planes, corremos el riesgo de cortar las alas a la revolución y de asumir, más o menos inconscientemente, la función gubernamental, que tanto condenamos en los de enfrente.
Es indudable que, como gobierno, habríamos de obrar forzosamente como todos los demás. Caeríamos en los mismos defectos. Y me atrevo a decir que quizá seríamos más peligrosos para la libertad que nuestros antecesores, porque fuertemente convencidos de la razón que nos asiste y del bien que hacemos, haríamos uso como verdaderos fanáticos de los medios más extremos, juzgando como contrarrevolucionarios y enemigos del bien general a cuantos no pensaran y obraran de forma idéntica a nosotros.
Si a pesar de nuestros esfuerzos, lo que los demás hicieran no estuviera de acuerdo con lo que nosotros pensamos y estimamos, poca importancia tendría al cabo si la libertad de cada uno y de todos fuera respetada.
Lo que más importa, y esto es lo fundamental, es que todos obren como lo entiendan por conveniente, ya que la historia y la experiencia de la vida diaria nos enseña que las únicas conquistas sólidas y duraderas son las conseguidas por el pueblo gracias a sus propios esfuerzos; no existen otras reformas definitivas que las reclamadas e impuestas por la conciencia popular.