Errico Malatesta
La cuestión económica
El descubrimiento más grande de este siglo fue hecho por la Internacional cuando proclamó que la cuestión económica es fundamental en la Sociología, y que otros asuntos —el político, el religioso, etc.—, son meramente sus reflejos, incluso quizás las sombras que proyecta.
Por cierto, en el pasado, careciendo de esta clave, todos los problemas políticos (en el más amplio sentido, abarcando todo lo relacionado con la existencia de la sociedad) eran insolubles, de hecho, insondables.
En Grecia, por ejemplo, para entregar el mayor bienestar al pueblo, buscaron el mejor gobierno, o “el gobierno de la mayoría”. Pero al final, resultó que el gobierno es siempre gobierno de los pocos y tampoco de los mejores sino de los canallas — ya fuese monarquista, aristocrático, o democrático, era aún despótico o, para usar un término moderno, el negocio de los que tienen.
Roma se acercó más a la verdad, cuando buscó el fénix del bienestar social en la igualdad de circunstancia para todos los ciudadanos del Estado. Las leyes agrarias que se proclamaron veintisiete siglos atrás en el Campidoglio, más las guerras social y de esclavos demuestran que había un vago indicio de la verdad: que las circunstancias económicas son la verdadera vara de medición del estatus civil y político de una persona o de una clase. Pero tener un indicio es una cosa y comprender y anunciarlo es otra; siendo lo primero un tenue destello y lo segundo una luz. La vaguedad de la idea se reflejó en la vaguedad del conjunto de demandas que se denominaron “Cristiandad primitiva”; y los débiles rayos de sol pronto fueron absorbidos por la oscuridad de la Edad Media.
Ahí también, las luchas por el poder político ardieron: la cuestión económica reapareció tímidamente en las Comunas, pero cayó en nimias luchas internas y no fue bandera de extendidas agitaciones sociales. Democracias, aristocracias, tiranías — aquí nuevamente tenemos los términos diseñados para resolver el enigma. Y siglos más de experiencia, justo hasta nuestros días, hasta la revolución francesa, hasta 1860, hasta casi hoy, han dado a luz el principio de que: todos los gobiernos establecidos, fundados como lo están sobre desigualdades de circunstancias, son despóticos y monopolizan la riqueza nacional; que la cuestión política no puede ser resuelta, ni tampoco cualquier otro asunto de interés para la sociedad, a menos que haya una resolución de la cuestión económica.
Esta verdad es el gran avance en el siglo presente y el compendio, la quintesencia del socialismo teórico y práctico, la clave para la resolución de todos los problemas que desafían a nuestros cerebros y atormentan a nuestros corazones; ha emergido desde tres fuentes simultáneamente: desde las dolorosas experiencias de los trabajadores de las formas más libres de gobierno; desde el estudio de las relaciones entre el Capital y el Trabajo, lo que quiere decir, la Economía; y finalmente desde el nuevo acercamiento positivo de las Ciencias Sociales. Por lo tanto representa la bisagra de la Ciencia y la historia moderna; ha traído una revolución de ideas de largo alcance; y prepara el terreno a una no menos grandiosa en la esfera de los hechos.
Acostumbrémonos a expresar todos los problemas sociales que puedan aflorar como la cuestión económica y a reducirlos a esta fórmula:
La desigualdad económica es la fuente de todas las desigualdades morales, intelectuales, políticas, etc.
En otras palabras, intentemos hablar con precisión, pues, como dice Condorcet, la ciencia es un lenguaje bien hecho, y hemos de estar en la ruta correcta.
Ofrecemos unos cuantos ejemplos:
La Emancipación de la Mujer
La emancipación de la mujer es un tema que ha sido debatido una y otra vez hasta el cansancio, seriamente y por reír, con diversos grados de éxito, aunque sin resultado, ni siquiera uno teórico. Algunos argumentan que la mujer nace inferior al hombre, como el esclavo al amo; otros quieren verla volverse su igual. La fisiología, la historia, la antropología, etc., han sido invocadas por uno y por todos, y nada ha salido de todo ello.
Si, en vez, se hubiese dicho que, “El asunto es completamente económico. Con el feudalismo acabado, ya no habiendo más dote y herencia; con el retiro a un convento ya no siendo más una opción; con la propiedad tan en peligro que para sobrevivir todos deben depender de sus propios recursos —es decir, de su trabajo, si es un trabajador, o de su industria, si es un capitalista— ¿con qué derecho se le dirá a una mujer: tienes prohibido el trabajo y la industria, tienes prohibida la vida y eres una ofrenda-sacrificio de fuego para un antiguo prejuicio, o más bien para una ley que gobierna la asignación de funciones dentro de la familia que vale más para otros tiempos, otras instituciones, otras circunstancias?” Si hubiese sido puesto de ese modo, y si la conclusión extraída de ello fuese que la mujer hoy ha de salir a trabajar, escogiendo, como lo hace cualquier hombre, el trabajo para el cual tuviese mayor aptitud, ¿no se habría llegado a una solución genuina para el problema? ¿No daría en el clavo esa solución? ¿Acaso el problema de las mujeres no conduce de nuevo al problema de los hombres, es decir, a la cuestión del trabajo —que debiese incumbirnos a todos y debiese ser compartida por todos— vale decir, a la cuestión económica?
Remarquemos, sin embargo, que hoy la cuestión económica puede ser resuelta solo teóricamente; el trabajo de todos y para todos es aún una aspiración de la Ciencia y la Humanidad; en la práctica tenemos la competencia, es decir, la guerra civil entre trabajadores, hombre versus mujer, adulto versus niño, y capitalista versus todos. La carne de una persona es el veneno de otra; tu muerte es mi vida. De ahí la resistencia a la emancipación económica de las mujeres; de ahí la actual imposibilidad de una emancipación como tal. La emancipación de la mujer, como la del hombre, puede solamente ocurrir en un nuevo orden social.
Asuntos Religiosos
Llegamos ahora a un asunto igualmente importante: la cuestión religiosa. Contrario a lo que podría parecer, esta también es una cuestión económica, y es precisamente por no haber sido examinada desde ese ángulo que los apóstoles del librepensamiento han fracasado hasta ahora. Sus teorías no han tenido efectos entre las masas, y a pesar de las riñas entre el Estado y la Iglesia —las que podrían y debían haber tornado a su favor— y el consentimiento general de las Ciencias modernas en favor del librepensamiento, no han logrado arrebatar una sola alma al Satán en el Vaticano, ni le han arrancado siquiera una yarda de terreno al dominio del Papa y los cardenales. La cuestión religiosa es, como hemos señalado, económica. De hecho, una religión tiene dos partes que la componen: teoría y organización. Las verdades filosóficas y morales que conforman la teoría de una religión no están para el debate; pueden ser la verdad o pueden bien ser errores, pero ya que la verdad, como todo asunto humano, está siempre mejorándose a sí misma, aquello que es verdadero en un momento del tiempo, o aquello que se adecua al pensamiento y expresión de un tiempo dado, ya no se adecua en otro distinto. La Iglesia Romana misma ha tenido que adoptar un lenguaje distinto entre un siglo y otro y, guste o no, una encíclica hoy se escribe distinto a una Bula de la primera o segunda eras cristianas. De modo que no es la teoría lo que conforma a la Iglesia, sino la organización.
La organización de la Iglesia, y de toda iglesia de toda época, es un calce perfecto para aquella de los Gobiernos. Tenemos la misma jerarquía, el mismo orden descendente de-arriba-a-abajo —en la cima, el poder, la riqueza, los enormes estipendios; abajo, degradación, obediencia pasiva, vidas de escasez y estipendios escasos. La diferencia entre Iglesia y Estado yace solamente en el modo en que extraen del pueblo lo necesario para alimentar y sostener su jerarquía. Ambos lo extraen del pueblo, uno por medio de una coerción menor que el otro; uno por medio de la superstición, el otro por el uso de la fuerza. En otras palabras, Gobierno e Iglesia, es decir las clases gobernantes y dominantes, han adoptado el siguiente fundamento: El pueblo, se han dicho a sí mismos, puede ser despojado de sus posesiones de dos maneras; ya sea por medio de amenazas o por medio de la persuasión, o más bien, por medio de la amenaza de castigos terrenos o el terror de castigos trasmundanos. Estos dos medios no pueden ser utilizados por el mismo poder al mismo tiempo. Así que la Iglesia le dijo al Estado: dividámonos la tarea; tú puedes disfrutar del dominio de la fuerza, dejándome a mí el dominio del fraude, más seguro, más tranquilo; en cuanto a ti, O pueblo, dadle al César lo que es del César, y a Cristo lo que es de Cristo, y nunca vacilen en dar. Aparte, la Iglesia siempre le ha dicho al Estado: He de sostener sin falta tus derechos por medio de mi prédica y mis excomunicaciones, mis encíclicas, en resumen, mi arsenal moral; y, si hay necesidad, tú pondrás a mis enemigos —Albigensianos, Arnaldos de Brescia, Giordano Brunos, y tales— en la hoguera. La nuestra es una asociación formidable.
Han dicho esto y lo han cumplido. La Iglesia ha usurpado la mitad del mundo, la otra mitad ha sido tomada por el Estado. Una anécdota relatada por Washington Irving en su biografía de George Washington se viene a la mente: Irving habla de ciertas tribus nativas americanas divididas entre los ingleses (quienes se describían como sus “padres”) y los franceses (quienes se denominaron a sí mismos sus “hermanos”). Un día estos pobres nativos enviaron un mensaje a los representantes de los dos poderes que decía algo como: Está todo bien con que sean padres y hermanos; pero en el momento en que uno de ustedes intente tomar la mitad de nuestra tierra, ¿qué nos queda a nosotros que estamos condenados a vivir rodeados de “padres” y “hermanos”? Que es donde el Pueblo está hoy en cuanto a la Iglesia y el Estado. Claro, una vez que la Iglesia y el Estado hubieron tomado todo, terminaron por reñir entre ellos por quién tendría la parte del león. La Iglesia argumentó que el Estado estaba en deuda con ella por la obediencia de la población, y esto era cierto. El Estado argumentó que la Iglesia le debía a él por su tolerancia y por sus favores armados ocasionales, y esto era muy cierto. Aquí nuevamente el nudo que ata a Iglesia y Estado no puede ser desenmarañado, involucró diezmos, patrocinios, gorras de cardenal, etc. hasta que ambos cayeron en cuenta de que, tal como el estómago y los miembros, se necesitaban el uno al otro, así que se arreglaron, de modo de seguir con sus viejos trucos a expensas del pueblo.