Título: Los anarquistas y los socialistas
Subtítulo: Afinidades y contrastes
Autor/a: Errico Malatesta
Fecha: 1926
Fuente: Publicado originalmente en La Protesta, suplemento semanal Nº 149

Anarquistas y socialistas somos igualmente enemigos de la sociedad burguesa. Unos y otros queremos abolir el capitalismo, abolir la explotación del hombre sobre el hombre; queremos que las riquezas naturales y el trabajo humano sirvan para satisfacer las necesidades de todos y no ya para dar un beneficio a los usurpadores de los medios de producción, Socialistas y anarquistas quieren que los hombres cesen de vivir a costa del dolor ajeno, de ser lobos que se devoran uno a otro, y que la sociedad entre los hombres sirva para asegurar a todos el mayor bienestar posible, el mayor desenvolvimiento material, moral e intelectual.

Nosotros, anarquistas y socialistas, queremos, pues, substancialmente, lo mismo y, aun cuando parezcamos adversarios y enemigos, somos naturalmente hermanos.

Pero diferimos, se dice, sobre el medio para demoler y el modo de reconstruir.

Perfectamente; pero no hay que hacer equívocos sobre los medios que preconizamos y sobre el modo como entendemos realizar la transformación social y llegar a la realización de nuestro ideal.

Nosotros, los anarquistas, estamos todos o casi todos convencidos de que la sociedad burguesa basada en la violencia no caerá as bajo los golpes de violencia de los proletarios, y por tanto tendemos a una preparación moral y material que pueda conducir a una insurrección victoriosa.

Mal se trata de hacer creer que nosotros quisiéramos provocar huelgas, escaramuzas, conflictos violentos a cada momento. "Nosotros queremos vencer", y por eso no tenemos ningún interés en consumir nuestras fuerzas y las del proletariado sin ton ni son. A pesar de las mentiras de las hojas policiales, es sabido por todos que en todos los episodios sangrientos de los últimos tiempos no hubo nunca un verdadero y propio conflicto, sino simple agresión no provocada, a menudo asesinato premeditado de parte de las fuerzas públicas.

Nuestra predica, dando esperanzas y fe en un movimiento general resolutivo, tiene a evitar los hechos particulares derrochadores de fuerzas y a iniciar una preparación metódica que pueda asegurar victoria.

Pero eso no quiere decir que debemos refrenar, cuando se producen, las explosiones de la ira popular. La historia es movida por factores más poderosos que nosotros, y no podemos pretender que espere nuestra conveniencia. Aun continuando nuestra preparación, entendeos obrar siempre que se presente la ocasión y extraer de toda agitación espontanea el máximo de resultado posible para los fines de la insurrección libertadora. Y como estamos también convencidos de que el parlamento y todos los órganos estatales no pueden servir como instrumentos de liberación y que todas las reformas hechas en el régimen burgués tienden a conservar y a reforzar el régimen mismo, somos decididamente contrarios a toda participación en las luchas electorales y a toda colaboración con la clase dominante; queremos profundizar el abismo que separa al proletariado del patronato y agudizar cada vez más la guerra de clase.

En todo esto estamos claramente en contraste con los socialistas reformistas, pero podríamos hallarnos perfectamente de acuerdo con los socialistas llamados maximalistas. Y en efecto hubo un periodo en que parecía asegurada una cordial cooperación entre nosotros y los llamados maximalistas; y si las relaciones se han ido enfriando después ha sido porque en nosotros va disminuyendo la fe en su real voluntad revolucionaria. A pesar del absurdo de querer hacerse enviar al parlamento cuando no se podía hacer nada, creemos en sus buenas intenciones manifestadas en el "Avanti!" y en los comicios electorales. Pero después… vino lo que vino, nosotros, en la duda, nos hemos preguntado si todo aquel fuego revolucionario era efecto de transitoria excitación o simple engaño electoral.

De cualquier modo, si los dirigentes socialistas quieren obrar, saben que nosotros no queremos atrás. Mientras tanto nos dirigimos directamente a los jóvenes y a las masas socialistas, que quieren de veras la revolución.

Pasemos ahora a la cuestión de lo que nos proponemos hacer después de la insurrección victoriosa.

Esta es la cuestión esencial, puesto que es nuestro modo de reconstruir lo que constituye propiamente el anarquismo y que nos distingue de los socialistas. La insurrección, los medios para destruir son cosas contingentes, y en rigor se podría ser anarquistas también siendo pacifistas, como se puede ser socialistas siendo insurreccionista.

Se ha dicho que los anarquistas son antiestatales y es justo; pero ¿qué es el Estado? Estado es palabra sujeta a cien interpretaciones, y nosotros preferimos adoptar palabras claras que no den lugar a equívocos.

A pesar de que la cosa pueda parecer nueva a quien no haya penetrado el concepto fundamental del anarquismo, la verdad es que los socialistas son violentos, mientras que nosotros somos contrarios a toda violencia, salvo cuando nos es impuesta, por razón de defensa, por la violencia ajena. Hoy estamos por la violencia, porque es el medio necesario para abatir la violencia burguesa; estaremos mañana por la violencia si se nos quiere imponer violentamente un modo de vida que no nos conviniese. Pero nuestro ideal, la anarquía, es una sociedad fundada en el libre acuerdo de las libres voluntades de los individuos. Estamos contra la autoridad, porque la autoridad es violencia, en la práctica, de los pocos contra muchos; pero seríamos enemigos de la autoridad igualmente aunque fuese, según la utopía democrática, la violencia de la mayoría contra la minoría.

Los socialistas son dictatoriales o parlamentarios.

La dictadura, titúlese dictadura del proletariado si se quiere, es el gobierno absoluto de un partido o más bien de los jefes de un partido que imponen a todos su programa especial, cuando no sus especiales intereses. Se anuncia siempre provisoria, pero, como todo poder, tiende a perpetuarse y a engrandecer las propias atribuciones, y acaban, bien provocando la rebelión o consolidando un régimen de opresión.

Nosotros, los anarquistas, no podemos dejar de ser adversarios de toda dictadura, cualquiera que sea. Los socialistas, que preparan los ánimos para soportar la dictadura, piensan al menos en asegurarse que vayan al poder los dictadores que ellos desean, pues, si el pueblo está dispuesto a obedecer, hay siempre peligro en que obedezca a los más hábiles, es decir a los más malvados.


Queda el parlamento, la democracia.

La longitud limitada de un artículo no nos consiente ahora rehacer la crítica al parlamentarismo y demostrar cómo este no podrá nunca interpretar las necesidades y las aspiraciones de los electores y acaba necesariamente creando una clase de politicantes con intereses propios distintos de los del pueblo y a menudo contrarios a él.

Nosotros, aun en la mejor y en la más utópica hipótesis de que los cuerpos elegidos consigan representar la voluntad de la mayoría, no podremos nunca reconocer en la mayoría el derecho a imponer la propia voluntad a la minoría por medio de la ley, es decir, por medio de la fuerza bruta.

Pero ¿quiere decir esto que no queremos organización, coordinación, división y delegación de funciones?

De ningún modo. Comprendemos toda la complejidad de la vida civilizada y no queremos renunciar a ninguna de las ventajas de las civilización; pero queremos que todo, incluso las necesarias restricciones de libertad, sea el resultado del libre acuerdo, en que la voluntad de cada uno de es violentada por la fuerza ajena, sino que es templada por el interés de todos tienen en ponerse de acuerdo, no solamente por los hechos naturales independientes de la voluntad humana.

La idea de la libre voluntad parece asustar a los socialistas. Pero en todo lo que depende de los hombres ¿No es siempre la voluntad la que decide? ¿Y por qué entonces la voluntad de los unos más bien que la de los otros? ¿Y La fuerza bruta? ¿La que lograse asegurarse un cuerpo de polizontes bastante fuerte?

Nosotros creemos que se podrá lograr el acuerdo y llegar al mejor modo de convivencia social solo si nadie puede imponer su voluntad con la fuerza, y cada cual deberá por tanto buscar, por la necesidad de las cosas y no solo por impulso fraterno el modo de conciliar los deseos propios con los de los demás. Un maestro de escuela, se me ocurre el ejemplo, que tenga el derecho a apalear a su discípulo y se hace obedecer con la disciplina, se ahorra todo esfuerzo mental para comprender el alma de los niños a él confiados y educa salvajes; en cambio, un maestro que no puede ni quiere pegar trata de hacerse amar y lo consigue.

Somos comunistas; pero no queremos el comunismo impuesto por los esbirros. Ese comunismo no solo violaría la libertad que nos es cara, no solo no lograría producir efectos benéficos porque le faltaría el cordial concurso de las masas y debería contar solo con la acción estéril y perniciosa de los burócratas, sino que conduciría seguramente a la rebelión, la cual, siendo anticomunista por las circunstancias, correría el riesgo de acabar en una restauración burguesa.

Esta diferencia de programa entre nosotros y los socialistas ¿nos convertirá en enemigos al día siguiente de la revolución, e inducirá a los anarquistas, que probablemente estarán en minoría, a preparar una nueva insurrección violenta contra los socialistas?

No, ciertamente.

La anarquía, lo hemos repetido a menudo, no se hace por la fuerza y no podríamos querer imponer a los otros nuestras concepciones, sin cesar de ser anarquistas. Pero nosotros los anarquistas, quisiéramos vivir anárquicamente cuando las circunstancias exteriores y la capacidad nuestra nos lo permitan.

Si los socialistas nos dejan libertad de propaganda, de organización, de experimentación; si no quieren obligarnos por la fuerza a obedecer sus leyes cuando supiésemos vivir ignorándolas, entonces no habrá ninguna razón de conflicto violento.

Una vez conquistada la libertad y asegurando el derecho a disponer de los medios de producción, contamos, para el triunfo de la anarquía, solo con la superioridad de nuestras ideas. Y en tanto podremos concurrir todos, cada cual con los métodos suyos, al bien común.

Pero si en cambio los gobernantes socialistas quisieran, con la fuerza de los polizontes, someter a los recalcitrantes a su dominación, entonces... sobrevendrá la lucha.