Errico Malatesta
Mussolini al poder
En la culminación de una larga serie de crímenes, el fascismo se ha establecido finalmente en el gobierno.
Y Mussolini, el Duce, sólo por distinguirse, ha comenzado por tratar a los miembros del parlamento como un patrón insolente trataría a siervos estúpidos y holgazanes.
El parlamento, que había de ser "el paladín de la libertad", ha dado su medida.
Esto nos deja perfectamente indiferentes. Entre un matón que amenaza e insulta, porque así se siente seguro, y una banda de cobardes que parece deleitarse en su degradación, no tenemos que escoger. Constatamos solamente —y no sin vergüenza— qué tipo de personas es la que domina y del yugo de quién no podemos escapar.
¿Pero cuál es el significado, cuál el alcance, cuál el resultado probable de este nuevo modo de arribar al poder en nombre y al servicio del rey, violando la constitución que el rey había jurado respetar y defender?
Aparte de las poses de querer parecer napoleónico y que no son más que poses de operetta, cuando no son actuaciones de jefe bandolero, creemos que en el fondo nada habrá cambiado, excepto, por un tiempo, mayor presión de la policía contra los subversivos y contra los trabajadores. Una nueva edición de Crispi y Pelloux, ¡siempre es la vieja historia del bandido que se vuelve policía!
La burguesía, amenazada por la marea proletaria, incapaz de resolver los problemas urgentes de la guerra, impotente de defenderse con el método tradicional de la represión legal, se veía perdida y habría recibido con alegría a cualquier militar que fuese declarado dictador y que hubiese ahogado en sangre cualquier intento de reconquista. Pero en esos momentos, en la inmediata posguerra, la cosa era demasiado peligrosa, y podía precipitar la revolución en vez de abatirla. En cualquier caso, el general salvador no salió, o no resultó de la parodia. En vez salió de los aventureros que, habiendo hallado en los partidos subversivos campo suficiente para sus ambiciones y sus deseos, pensaron especular con el miedo de la burguesía ofreciéndoles, como compensación adecuada, el socorro de la fuerza irregular que, asegurada la impunidad, podía abandonarse a todo exceso contra los trabajadores sin comprometer directamente la responsabilidad de los presuntos beneficiarios de la violencia cometida. Y la burguesía acepta, rápido, pagan su concurso: el gobierno oficial, o al menos algunos de los agentes del gobierno, piensan en darles armas, en ayudarles en un ataque cuando estaban a punto de perder, en garantizar su impunidad y en desarmar a previamente a los que debían ser atacados. Los trabajadores no supieron oponer la violencia a la violencia porque habían sido educados para creer en la ley, y porque, aún cuando todas las ilusiones se habían vuelto imposibles y los incendios y asesinatos se multiplicaron ante la mirada benévola de las autoridades, los hombres en quienes confiaban habían predicado la paciencia, la calma, la belleza y la sabiduría de hacerse golpear “heroicamente” sin resistir —y por lo tanto fueron vencidos y ofendidos sus bienes, sus personas, su dignidad, sus afectos más sagrados. Tal vez, cuando todas las instituciones obreras sean destruidas, las organizaciones disueltas, los hombres más odiados y considerados más peligrosos asesinados o encarcelados o reducidos a la impotencia, la burguesía y el gobierno pretenda poner fin a la nueva guardia pretoriana que ahora aspira a convertirse en amos de quienes antes habían servido. Pero ya es demasiado tarde. Los fascistas ahora son los más fuertes y quieren que se les pague por sus servicios.
Y la burguesía pagará, por supuesto, buscará pagar apoyada sobre los hombros del proletariado.
En conclusión, miseria aumentada, opresión aumentada.
En cuanto a nosotros, sólo tenemos que continuar nuestra batalla, siempre llenos de fe, llenos de entusiasmo. Sabemos que nuestro camino está sembrado de tribulaciones, pero lo escogimos consciente y voluntariamente, y no tenemos ninguna razón para abandonarlo. Así que sabemos que todos quienes tienen un sentido de dignidad y compasión humana y quieren dedicarse a la lucha por el bien de todos, deben estar preparados para todas las desilusiones, todo el dolor, todos los sacrificios.
Ya que nunca faltan los que se dejan deslumbrar por las apariencias de la fuerza y siempre tienen algún tipo de admiración secreta por el vencedor, también hay subversivos que dicen que “los fascistas nos han enseñado cómo hacer una revolución”.
No, los fascistas no nos enseñaron nada.
Hicieron la revolución, si revolución le quieren llamar, con permiso de sus superiores y al servicio de sus superiores.
Traicionar a los amigos, renegar todos los días de las ideas profesadas ayer, si así conviene a la propia ventaja ponerse al servicio del patrón, asegurar el consentimiento de las autoridades políticas y judiciales, desarmar con la policía a los oponentes para luego atacarlos en diez contra uno, prepararse militarmente sin necesidad de ocultarse, incluso recibiendo armas del gobierno, además de vehículos y objetos de cuartel, y luego ser llamado por el rey y ponerse bajo la protección de dios... son todas cosas que no podríamos y no querríamos hacer. Y son todas cosas que habíamos dicho que ocurrirían el día en que la burguesía se sintiera seriamente amenazada.
En vez, el ascenso del fascismo debe ser una lección para los socialistas legalistas, quienes creían, y ¡ay! aún creen que podemos derrocar a la burguesía por los votos de la mitad más uno de los votantes, y no quisieron creernos cuando les dijimos que si alguna vez alcanzaran una mayoría en el parlamento y quisieran —sólo por hacer suposiciones absurdas— implementar el socialismo mediante el parlamento, ¡les patearían el trasero!