Errico Malatesta
Elecciones y Anarquismo
Escritos de Errico Malatesta
Anarquistas y socialistas frente a la lucha electoral
Los anarquistas contra el parlamento
Anarquistas y socialistas en las elecciones políticas
Los anarquistas y las elecciones
De una cuestión de táctica a una cuestión de principios
Sociedad autoritaria y sociedad anárquica
Pocas palabras para cerrar una polémica
Concepción integral de la anarquía
Colectivismo, comunismo, democracia socialista y anarquía
Declaración en pro del socialismo libertario
Presentación
La polémica, entre los libertarios italianos Errico Malatesta y Saverio Merlino, que a continuación publicamos, se desarrolló en 1897 y tuvo una enorme resonancia en territorio italiano e incluso en el seno del movimiento anarquista y socialista europeo.
La primera vez que leímos esta polémica, si la memoria no nos es infiel, fue en 1990. Quisimos publicarla en papel, en nuestra editorial Ediciones Antorcha, pero finalmente es hasta ahora, ¡casi quince años después!, que pudimos concretar este objetivo ya como edición virtual.
Nos hemos basado para su elaboración en el magnífico libro publicado en 2002 por la Fundación Anselmo Lorenzo, titulado Escritos de Errico Malatesta.
La riqueza, llamémosle pedagógica, de esta polémica es evidente. Tanto Merlino como Malatesta echan, como se dice comúnmente, mano de sus mejores argumentos para intentar vencer al oponente, logrando con ello que quien resulta a fin de cuentas vencedor, no es otro que el lector, que, independientemente de sus particulares puntos de vista, puede aprender muchísimo de los planteamientos expresados por los polemistas.
También, y no está de más el señalarlo, el tema de las elecciones y el parlamentarismo, de ninguna manera pueden considerarse como temas superados en el seno del movimiento libertario internacional. Las dos posturas, esto es, tanto la que plantea el absoluto rechazo a las elecciones y al parlamentarismo, como la que considera que ese rechazo a lo único que conduce es al enclaustramiento voluntario de un movimiento cuyos planteamientos merecen mejor suerte, siguen presentes, y dudamos que llegue el momento en que el tema se cierre al vencer una de los dos posturas con la victoria absoluta.
Ojala esta polémica proporcione a quien la lea elementos de comprensión a las alternativas libertarias.
Chantal López y Omar Cortés
Anarquistas y socialistas frente a la lucha electoral
Me preguntan desde varios lugares mi parecer acerca de si se debe o no tomar parte en las elecciones políticas.
En el número de hoy del Messaggero leo que también, en una reunión mantenida en Senigallia, se ha interpretado de una manera sui generis cuanto he dicho a propósito del tema en una conferencia pronunciada en Nápoles.
Es manifiesto que carece de importancia conocer lo que pienso: en cambio, importa muchísimo saber cuál de las dos opiniones —la favorable o la contraria a la participación en las elecciones— es la verdadera. Y esto es lo que yo querría discutir de una vez por todas y para todos.
Es de sobra sabido que los socialistas, en lucha con los republicanos y con los demócratas, han sostenido por muchos años —y muchos lo sostienen todavía— que las formas políticas no tienen ningún valor, que tanto vale la monarquía como la República y que las libertades sancionadas por los estatutos son una simulación, porque quien es pobre es esclavo.
La cuestión social —se ha dicho— consiste enteramente en la dependencia económica de los obreros con respecto a los patronos: socavemos ésta y la libertad vendrá por sí sola.
Esto es una gran verdad. Las libertades políticas existen, ¿pero quién las tiene? ¿Quién puede ejercerlas verdaderamente bajo el régimen actual? No puede ser políticamente libre el pueblo que económicamente es esclavo. Pero, si las libertades políticas y constitucionales tienen menos valor que el que generalmente se cree, no se sigue de ello que no sirvan para nada. Sirven mientras que el gobierno nos las arranca, tratando de retardar la emancipación de la clase obrera.
En consecuencia tienen un valor innegable.
Pero estas libertades no consisten simplemente en el derecho al voto y en el uso que se puede hacer de él.
Son también los derechos de reunión y asociación, la inviolabilidad personal y del domicilio, el derecho de no ser castigado o perseguido por simple sospecha (como sucede en los casos de la amonestación y del domicilio forzado), etc., etc.
Y estas libertades se defienden no sólo en el parlamento (el parlamento, dijo una vez Lemoine, se asemeja a cierto juego de niños, que hace mucho ruido sin ningún fruto), sino que se defienden sobre todo fuera del parlamento, luchando cada vez que el poder ejecutivo comete una arbitrariedad o una prepotencia contra una clase de ciudadanos o incluso contra un solo individuo (como sucede en otros países, donde incluso sin tener representantes en el parlamento, el pueblo sabe imponer el respeto a sus libertades).
Con esto no quiero decir que la lucha por la libertad —y hasta cierto punto también la lucha por el socialismo— no se pueda y deba hacer también durante las elecciones y en el parlamento.
Yo creo que nosotros, combatiendo a ultranza, como lo hemos hecho, el parlamentarismo, nos hemos pillado los dedos: porque hemos contribuido a crear esta horrible indiferencia de la población, no solamente por el sistema parlamentario, sino también por las libertades constitucionales, de modo que el gobierno ha podido impunemente violarlas sin que un solo grito de protesta se haya elevado de los hijos de aquellos que dieron la vida para conquistarlas.
El parlamentarismo no es el fénix de los sistemas políticos; al contrario. Pero por pésimo que sea, es siempre mejor que el absolutismo, al cual nos encaminamos a grandes pasos.
Por tanto, hoy por hoy, al partido socialista (en el cual incluyo también a los anarquistas no individualistas) le corresponde también la defensa de la libertad.
Esta lucha, según mi opinión, debe ser librada sobre todos los terrenos —comprendido el de las elecciones— pero no solamente sobre éste.
Los socialistas anárquicos no tienen necesidad de candidatos propios: no aspiran al poder y no sabrían qué hacer con él. Pero deben protestar contra la reacción gubernamental, tomando parte en la agitación electoral. Y está claro que entre un candidato crispino, rudiniano o zanardelliano —dispuesto a votar estados de sitio, leyes de excepción, elegibilidad de candidatos políticos, quizá masacres de multitudes hambrientas— y un socialista o republicano sincero, sería locura preferir al primero.
Sin embargo, deben decir claramente al pueblo que no se hacen ilusión (como les sucede a algunos socialistas) de poder abrir brecha en la ciudadela burguesa, y conquistarla, a golpes de papeleta.
Asimismo, sólo pueden y deben decir a los socialistas que el voto no es más que un episodio de la lucha por el socialismo, y no el más importante; la verdadera lucha debe ser llevada acabo en el pueblo y con el pueblo sobre los terrenos económico y político.
La emancipación de los trabajadores debe ser obra de los trabajadores mismos; no puede ser obra de los políticos.
He aquí mi opinión sobre la más grave razón de disidencia entre socialistas y anarquistas.
Desgraciadamente, éstos y aquellos se han hecho daño y —lo que es peor— se han insultado recíprocamente: y el recuerdo de tales cosas nubla su vista y les impide considerar el verdadero interés de la causa.
Algunos cabecillas legalistas son intolerantes y mezquinos (el periódico máximo del partido no ha tenido una palabra de protesta por mi arresto singularisimo en Florencia); los anarquistas son iracundos e implacables.
Con estas peleas el gobierno disfruta.
Merlino
Del Messaggero, del 9 de enero de 1897.
Los anarquistas contra el parlamento
Estoy informado de que los socialistas parlamentarios de Italia dicen que yo, de acuerdo con Merlino, encuentro útil que los socialistas anárquicos participen en las luchas electorales votando por el candidato más avanzado.
Dado que me hacen el honor de ocuparse de mi opinión, no se me estimará presuntuoso si me apresuro a poner en su conocimiento y en el de la población lo que verdaderamente pienso de la cuestión.
Por cierto, no critico a mi amigo Merlino que piense como quiera y lo diga sin reticencias. Hubiera preferido que antes de anunciar públicamente un cambio de táctica —que no tiene ningún valor si no es aceptado por los compañeros— discutiera más a fondo la cosa entre aquellos del partido al cual ha pertenecido hasta ahora y con el cual espero que querrá continuar combatiendo. Pero también esto, más que culpa de Merlino, lo es de la crisis prolongada que ha afligido a nuestro partido y del estado de reorganización todavía incipiente en el que nos encontramos.
Sin embargo, es necesario hacer constar que lo que Merlino ha dicho en relación al parlamentarismo y a las luchas electorales no es otra cosa que una opinión personal, que no puede prejuzgar la táctica que adoptará el partido socialista anárquico.
Por mi parte —a pesar de que me disguste disentir en asunto tan importante con un hombre de valor como Merlino y al que me ligan tantos vínculos de afecto— me siento obligado a declarar que, según mi parecer, la táctica preconizada por Merlino es nefasta y conduciría fatalmente a la renuncia de todo el programa socialista anárquico. Y creo poder afirmar que así lo piensan todos o casi todos los anarquistas.
Los anarquistas permanecen, como siempre, adversarios decididos del parlamentarismo y de la táctica parlamentaria.
Adversarios del parlamentarismo porque creen que el socialismo sólo debe y puede realizarse mediante la libre federación de las asociaciones de producción y de consumo, y que cualquier gobierno —el parlamento inclusive— no sólo es impotente para resolver la cuestión social y armonizar y satisfacer los intereses de todos, sino que constituye por sí mismo una clase privilegiada con ideas, pasiones e intereses contrarios a los del pueblo, a quien tiene forma de oprimir con las fuerzas del pueblo mismo. Adversarios de la lucha parlamentaria, porque creen que ésta, lejos de favorecer el desarrollo de la conciencia popular, tiende a deshabituar al pueblo del cuidado directo de sus propios intereses y es una escuela, para unos de servilismo, y para otros de intrigas y mentiras.
Estamos lejos de desconocer la importancia de las libertades políticas. Pero las libertades políticas no se obtienen sino cuando el pueblo se muestra decidido a conseguirlas; ni, una vez obtenidas, duran y tienen valor sino cuando los gobiernos sienten que el pueblo no soportaría la supresión de las mismas.
Acostumbrar al pueblo a delegar en otros la conquista y la defensa de sus derechos, es el modo más seguro de dejar vía libre al arbitrio de los gobernantes.
El parlamentarismo es mejor que el despotismo, es verdad; pero sólo cuando representa una concesión hecha por el déspota por miedo a lo peor.
Entre el parlamentarismo aceptado y elogiado y el despotismo sufrido por la fuerza, con el ánimo dispuesto a la rebelión, es mil veces mejor el despotismo.
Sé bien que Merlino da a las elecciones una importancia mínima y quiere, como nosotros, que la lucha verdadera se lleve adelante en el pueblo y con el pueblo. Sin embargo, los dos métodos de lucha son incompatibles, y quien acepta ambos, acaba fatalmente sacrificando al interés electoral toda otra consideración. La experiencia lo prueba, y la natural tendencia a vivir tranquilo lo explica.
Y Merlino demuestra comprender bien el peligro cuando dice que los socialistas anárquicos no tienen necesidad de presentar candidatos propios, dado que ellos no aspiran al poder y no saben qué hacer con él.
Pero, ¿es ésta una posición sostenible? Si en el parlamento se puede hacer el bien, ¿por qué habrán de hacerlo los demás y no nosotros, que creemos tener más razón que ellos?
Si no aspiramos al poder, ¿por qué ayudar a quienes aspiran a él?
Si no sabemos qué hacer con el poder. ¿Qué harían los demás, sino ejercerlo en contra del pueblo?
Que Merlino esté seguro de esto; si hoy le dijéramos a la gente que vote por alguien, aconsejaría rápidamente votar por mi, dado que creo (y en esto probablemente estoy equivocado, pero es una equivocación humana) valer tanto como cualquiera y me siento seguro de mi honestidad y firmeza.
Por cierto, con las precedentes consideraciones no he dicho todo lo que se podría decir, pero temo abusar demasiado de vuestro espacio. Me explicaré más ampliamente en un escrito adecuado; ni faltará, lo espero, un acto colectivo del partido que reafirme los principios antiparlamentarios y la táctica abstencionista de los socialistas anárquicos.
Esperando que consideréis que la presente es de utilidad para informar al público sobre la actitud que los diversos partidos observarán en las próximas elecciones y que por ello querréis publicarla, os agradezco anticipadamente.
Malatesta
Del Messaggero, del 7 de febrero de 1897.
Anarquistas y socialistas en las elecciones políticas
El amigo Malatesta, en nombre —parece— de todos o casi todos los anarquistas, ha creído poder reafirmar, en respuesta a mi carta del 9 de enero —y parece que se prepara a reafirmarlo también con otro escrito y con un acto colectivo del partido— los principios antiparlamentarios y la táctica abstencionista de los socialistas anárquicos.
Envidio a estos anárquicos. Yo también querría poder nutrir la antigua fe acostumbrada a los triunfos (verdaderamente, no se si a los triunfos, pero ciertamente a las batallas). Yo también querría haber conservado las ideas simples e íntegras de hace diez años. Entonces, también yo me ilusionaría y llamaría al estado de desintegración del partido anárquico un estado de reorganización incipiente. También yo podría decir que sé con seguridad de qué manera —y no de otra— actuará el socialismo. También yo repetiría que el gobierno, todo gobierno, no es sino la organización de la clase privilegiada que oprime al pueblo con las fuerzas del pueblo mismo y que éste, nombrando diputados, delega en ellos la conquista y la defensa de sus derechos. Y cuando hubiera dicho esto, me sentiría satisfecho y esperaría el día de la gran revolución, que debe cambiar la faz de la tierra (pero que tiene el inconveniente, según pienso yo gravísimo, de hacerse esperar demasiado).
Desgraciadamente, lo confieso, me he hecho más maduro, a pesar de que me resultaría cómodo, no quiero dejar de lado la experiencia de diez o quince años. Estoy convencido de que el partido anárquico ha equivocado el camino; estoy convencido de que los anarquistas, todos o casi todos, tienen mi misma convicción; sólo que no osan confesarlo y no tienen la fuerza de ánimo necesaria para separarse de su pasado.
La táctica abstencionista ha traído dos resultados:
-
Nos ha separado de la parte activa y militante del pueblo;
-
Nos ha debilitado frente al gobierno.
Es muy lindo decir que abstención no quiere decir inacción, sino participación en la agitación electoral con propaganda antiparlamentaria. Con esta lógica, que mi amigo invoca, los anarquistas abstencionistas debían terminar y han terminado por quedarse en casa; cuando no han votado por algún candidato de su corazón (como individuos se entiende, no como partido), sin hablar de aquellos que además han pasado el Rubicón y han ido a alinearse —por el mero deseo de hacer algo— con los socialistas legalistas.
El gobierno, luego, ha aprovechado nuestro aislamiento para sacudirnos por todos lados, legal o ilegalmente (el gobierno, como se ve, no tiene nuestros mismos escrúpulos).
Estamos maniatados hasta el punto de no poder hacer la menor propaganda. La policía puede, a su albedrío, encarcelarnos, hacernos condenar, confinarnos. ¿Qué resistencia oponemos nosotros? Ninguna.
Nuestra guerra ha sido de brazos cruzados. Si por lo menos fuéramos partidarios de la no resistencia al mal, tendríamos con qué consolarnos. Pero no, nosotros esperamos que madure la revolución. Entre tanto, hemos visto en estos días que quien ha podido llevar una palabra de apoyo a los huelguistas de Civitavecchia ha sido un diputado socialista. ¡Y continuamos diciendo que no sirve para nada la lucha parlamentaria!
Malatesta dice:
Si debemos votar por los socialistas o por los republicanos, tanto más valdría ir nosotros mismos al parlamento.
Para nosotros no se trata —como para los socialistas— de triunfar e ir a defender nuestro programa en pleno parlamento, en presencia de elementos cultos y célebres sino que se trata de conseguir cuantos más opositores sinceros y enérgicos al gobierno sea posible —trescientos Imbriani, por así decir— pero Imbriani que no se contenten con bombardear con interpelaciones a los ministros del parlamento, sino que lleven adelante una guerra seria y continua al gobierno del país, aprovechándose inclusive, hasta que les priven de ellas, de las prerrogativas parlamentarias.
Malatesta afirma que la lucha extraparlamentaria por la libertad no se puede librar cuando se adopta la lucha electoral. Yo pienso justamente lo contrario.
Lo que no puedo admitir de ninguna manera es que la táctica parlamentaría, lejos de favorecer el desarrollo de la conciencia popular, tienda a deshabituar al pueblo del cuidado directo de sus propios intereses.
Esto es doctrinarismo puro. La agitación electoral socialista arranca a las multitudes de su indiferencia hereditaria en los asuntos públicos: en Italia ha conquistado para nuestra causa regiones que ya se habían demostrado y son todavía refractarias a la propaganda anarquista.
El parlamentarismo tiene sus inconvenientes: ¿Pero qué cosa no los tiene?
¿Qué táctica, o agitación, o acción, podría aconsejar Malatesta que no presente inconvenientes iguales, si no mayores? Algunos de nuestros amigos se han puesto a organizar cooperativas: trabajo éste utilísimo también, pero no es nuestro trabajo.
Ni los socios de las cooperativas pueden ser todos socialistas y anarquistas, ni el gobierno toleraría cooperativas así formadas. Sin contar que no pocas cooperativas se convierten en empresas capitalistas y que algunas, incluso, nacen como tales.
¿Qué hacer entonces? ¿Organizar sociedades obreras de resistencia? Pero apenas éstas empiezan a ser numerosas y potentes (como las Uniones inglesas) surge un estado mayor de presidentes, vicepresidentes, secretarios y cajeros; en suma, un parlamentarismo peor que el otro.
El parlamentarismo no es un principio, es un medio: se equivocan los que hacen de él una panacea, pero se equivocan también los que lo miran con santo horror como si fuera la peste bubónica.
Y, por otra parte, no es verdad que el parlamentarismo esté destinado a desaparecer enteramente. Algo quedará de él incluso en la sociedad que anhelamos. Yo recuerdo un escrito que Malatesta envió a la conferencia de Chicago de 1893 donde sostenía que para algunas cosas el parecer de la mayoría deberá necesariamente prevalecer sobre el de la minoría.
Pero aparte de esto, incluso en caso de unanimidad, no todos aquellos que han deliberado se pondrán a ejecutar en masa el resultado de sus deliberaciones. A menos de no admitir este aforismo —que tengo razones para creer que Malatesta repudia tanto como yo— será necesario distribuir los encargos confiándolos a los más capaces.
Y he aquí que estos encargados formarán un gobierno o una administración... por favor, no hagamos sutilezas con las palabras. Un mínimo de gobierno o de administración lo habrá incluso en la sociedad menos organizada; sólo debemos estudiar las maneras de hacerlo inocuo, de impedir que una minoría se apropie del poder en contra de la mayoría, obtener que el pueblo ejercite una censura continua y efectiva sobre sus administradores o delegados.
Yo reconozco los inconvenientes del sistema parlamentario y deseo eliminarlos, pero no deseo volver al despotismo.
Reconozco pésimo el ordenamiento actual de la justicia, pero no vería con gusto el retorno a la ley de Lynch, ni al sistema de la venganza privada; como reconozco los errores del poder judicial, no querría poner mi libertad en manos del juez togado.
Reconozco la injusticia de las leyes, pero no querría volver al tiempo en que la voluntad del príncipe era ley.
Quiero, en suma, progresar como un buen positivista, que cree que la sociedad se perfecciona, no se refunde y remodela, ni se hace con una receta de principios abstractos. Estoy convencido de que los socialistas, todos —anarquistas, marxistas y republicanos— tienen poco más o menos las mismas aspiraciones, y querría verlos luchar juntos; y, francamente, querría ver algún resultado. Me resultaría lamentable morir con la expectativa en que vivo desde hace varios años.
Merlino
Del Messaggero, del 10 de febrero de 1897.
Los anarquistas y las elecciones
Una declaración mía en el Messaggero del 29 de enero a favor de la lucha política parlamentaria como medio y estímulo para una vasta y fecunda agitación popular ha dado lugar a una polémica que, de las columnas de ese diario, se ha desplazado hacia la prensa socialista y anarquista. No he respondido sino a uno de mis contradictores. Malatesta, amigo mío desde hace muchos años, con quien he acabado siempre, bien que difiriésemos temporalmente —y espero acabar también esta vez— por ponerme de acuerdo. A los demás les respondo ahora colectivamente, porque me urge decir todo mi pensamiento y cerrar, por mi parte, una polémica por demás ingrata.
Se afirma que la lucha política parlamentaria es contraria a los principios socialistas anárquicos.
La aserción es de aquellas que, expresadas por alguien, pasan de boca en boca y se repiten hasta convertirse en axiomáticas dentro de un círculo dado de personas, sin que nadie las haya analizado.
Entendámonos. Lo que es contrario a nuestros principios es participar en el gobierno como ministros, como funcionarios, como policías, como jueces, tal vez como legisladores... Sí también como legisladores, porque yo sostengo que el diputado o socialista u obrero o revolucionario no debe ser un legislador, sino un agitador. Pero no es contrario a nuestros principios que el pueblo ejercite una injerencia, por indirecta y de poco valor que esta sea, en la administración de la cosa pública. Podemos y debemos lamentarnos que esta injerencia hoy sea mínima; que la soberanía popular no se ejerza más que durante el cuarto de hora de las elecciones, que luego, al volver a casa los electores —el campesino al arado, el obrero a la fábrica —los elegidos sean árbitros de la cosa pública y dispongan a su guisa de los más graves intereses del país. Esto es lo malo, no la participación de una parte del pueblo en las elecciones a diputados y concejales.
Pero este mal no se remedia absteniéndose de votar, sino más bien induciendo al pueblo ante todo a ejercer con conciencia y vigor la poca autoridad que tiene, y luego reclamando más; habituándolo a luchar y prolongando la lucha más allá del breve periodo electoral.
La lucha política debe desarrollarse en el parlamento y fuera de él. Aquí está la diferencia entre mi modo de entender y el de los políticos y también el de algunos socialistas y el de muchos demócratas.
Para éstos, la lucha política consiste enteramente en mandar a la cámara el mayor número posible de diputados del propio partido.
Para mí, en cambio, la elección de los diputados hostiles al gobierno no es sino un modo de agitación popular, y el objetivo de los diputados nos es ya proponer leyes y charlar sobre órdenes del día presentados a la cámara; sino combatir a la mayoría parlamentaria y al gobierno, denunciar al país las arbitrariedades y las prepotencias y tomar parte en todas las agitaciones populares, dejándose incluso encarcelar con sus electores.
Sin embargo, los diputados democráticos de hoy no hacen nada de esto; hacen esperar inútilmente al pueblo con discursos e interpelaciones, pero evitan cuidadosamente promover o secundar agitaciones serias.
El gobierno disuelve asociaciones, prohíbe reuniones, pisotea las libertades populares. El honorable Cavallotti, a quien preguntaba qué pensaba hacer, respondía: hablaré en la Cámara.
Las aulas universitarias son invadidas por policías que maltratan a profesores y estudiantes. Paciencia: el honorable Cavallotti hablará en la Cámara.
Las flotas europeas bombardean a los insurgentes de Creta y la diplomacia sofoca el grito de libertad de los pueblos que gimen bajo la dominación turca. Consolémonos: Cavallotti hablará en la Cámara.
Francamente, ésta no es una conducta de demócrata, sino de uno que desconfía del pueblo y cree que las grandes y pequeñas cuestiones políticas se deben tratar en las alcobas ministeriales o en esa antecámara del ministerio que es el parlamento nacional.
Nosotros, en cambio, debemos querer que el pueblo haga valer su voluntad y sus intereses contra la voluntad y los intereses de la camarilla dominante, que luche —sobre el terreno político como sobre el económico— por la propia emancipación; y que mire al gobierno, no como a un patrón al que se deben obediencia y pleitesía, sino como a un servidor al que se manda y que se puede despedir cuando no cumpla su deber o cuando ya no haya necesidad de sus funciones.
Años atrás, los obreros de nuestras grandes ciudades se avergonzaban de inmiscuirse en política. Los conservadores insinuaban que era deber de los obreros ocuparse únicamente de los propios intereses económicos y permanecer extraños a toda agitación política; y a lo sumo les permitían aclamar a los reyes y a los ministros y votar, en las elecciones generales y municipales, por sus herméticos patronos.
Fue un progreso que los obreros empezaran a votar por los individuos de su clase, y muchos de ellos concibieron la ambición de ir al parlamento y a los consejos municipales y provinciales; y se logró un progreso mayor cuando, constituido el partido socialista, fueron a votar por una gran idea.
Todavía hoy, multitudes de obreros y campesinos permanecen ligados a los patronos, que los explotan económica y políticamente, como trabajadores y como electores. ¿Es quizá contrario a nuestros principios tratar de arrancar a estas multitudes de su servidumbre y arrojarlas en la lucha política, incluso cuando sea necesario comenzar por las elecciones?
Pero —se dirá— si no es contrario a nuestros principios que el pueblo, en lugar de dejar la elección de los diputados y de los concejales de la clase dominante, se presentara a ser elegido, es ciertamente contrario a nuestros principios aceptar el mandato, ir a la cámara o al ayuntamiento, votar las leyes, convalidar los actos del gobierno y participar en las expoliaciones del poder.
De acuerdo, pero yo repito, se puede ir al parlamento o al ayuntamiento no a gobernar, sino a combatir al gobierno; no a hacer leyes, sino a demostrar la injusticia de las leyes que existen; no a mancharnos, sino a gritar al ladrón. Se puede ir al parlamento como un obrero, delegado por sus compañeros, va a una reunión de patronos a discutir las condiciones de trabajo; o como un acusado o su defensor van al tribunal a decir sus razones o las de su cliente, incluso si no reconocen la autoridad de los jueces. En tanto esté vigente el actual sistema, el acusado se debe defender, el obrero se debe esforzar por obtener condiciones menos duras por parte de los patronos y el pueblo debe protegerse de la tiranía poniéndole dificultades al gobierno.
Por poco que valgan las elecciones, sirven para arrancar alguna concesión al gobierno o para imponerle un cierto respeto por la opinión pública. Y por poco que valga la presencia de los socialistas o de los revolucionarios en el parlamento, sirve a veces para impedir una grave injusticia. Y por poco que valgan las inmunidades parlamentarias, no se puede negar que muchas reuniones se efectúan gracias a la presencia de los diputados. ¡Oh! El gobierno restringiría con gusto al electorado, el número de los diputados y las inmunidades de que éstos gozan; y sería feliz si pudiera actuar sin la rémora de los diputados y de las elecciones.
Los mismos anarquistas abstencionistas reconocen que algún fruto se puede extraer de las elecciones; y aquí en Roma han deliberado acerca de proponer a Galleani para liberarlo del confinamiento. Óptima idea, también porque Galleani es un joven inteligente, sincero y enérgico, tres cualidades que no se encuentran reunidas en muchos hombres. Pero —digo yo— suponed que tenga éxito, ¿renunciará luego para volver al confinamiento —de donde vosotros deberéis sacarlo con una nueva elección— y así continuamente?
Y si no es contrario a los principios votar para liberar a un confinado político, ¿será contrario a ellos votar para impedir que el gobierno nos convierta en otros tantos confinados políticos?
El gobierno anuncia para el próximo período parlamentario la revisión de la ley sobre el domicilio, una restricción del electorado y continuar disolviendo asociaciones y prohibiendo reuniones; sus candidatos están dispuestos a aprobar todo esto, y tal vez nuevos estados de excepción y nuevas masacres de multitudes hambrientas.
¿Dejaremos hacer? ¿Permaneceremos como espectadores inermes de una lucha cuyas consecuencias recaen sobre nosotros? Por poco que nuestra obra sirva para impedir el éxito de candidatos ministeriales. ¿Renunciaremos nosotros? Y, renunciando, ¿no le haremos un favor al gobierno?
Pero algunos en verdad se complacen con la reacción. Porque las ideas progresan a pesar de las persecuciones, ellos se imaginan que progresan a causa de éstas. Hay quien repite lo que escribe Malatesta: el despotismo es preferible al híbrido sistema actual.
Supongamos que el gobierno les tome la palabra y dé un golpe de Estado: suprima el parlamento, elimine la libertad de prensa y reduzca a Italia a la situación política de Rusia. Díganme sinceramente, amigos míos: ¿La causa del socialismo ganaría algo con ello? ¿O la lucha por el constitucionalismo absorbería e impediría por muchos años la lucha por el socialismo, como justamente sucede en Rusia?
Me dirán: Éstas a las que os habéis referido, son las ventajas de la lucha electoral. A ellas se contraponen daños largamente mayores: la corrupción, las ambiciones, los compromisos con los partidos afines.
Podría responder que daños de este género se verifican en toda obra nuestra: son el tributo que se debe pagar a la imperfección de la naturaleza humana.
Si fundamos un diario, he aquí que surgen ambiciones, envidias, celos y tal vez (si el diario prospera) un interés económico en éste o en aquel redactor o administrador. ¿Renunciaremos nosotros, por este inconveniente, a propagar nuestras ideas por medio de la prensa?
Y no diré que la ambición puede ser útil, porque no todos los hombres que luchan por una idea son movidos a actuar por la pura convicción de la justicia de su causa. Muchos héroes de las revoluciones pasadas fueron empujados al sacrificio por el deseo de hacer hablar de sí, por celos, por los problemas financieros en que se veían envueltos; y podemos admitir que también hoy los hombres practican el bien por una variedad de motivos buenos, mediocres y malos.
En algunas localidades el partido socialista ha salido adelante porque algunos han advertido en él un medio de acceder a los ayuntamientos o al parlamento. Mejor que haya sido así y no que no surgiese en absoluto. Poco a poco se irá depurando; porque la fuerza del socialismo está en esto, que responde a los grandes intereses de la gran mayoría del pueblo; y cuando ello es así, las ambiciones y las vanidades individuales deben ceder y desaparecer.
Pero ¿es verdad entonces que las elecciones no son sino una escuela de corrupción? Los que van a votar por un candidato socialista u obrero o revolucionario, desafiando iras gubernamentales e iras patronales y poniendo algún dinero, no me parece que se corrompan; al contrario, se apasionan por la causa, y el mismo ardor que ponen en la lucha electoral, pueden ponerlo en otro género de lucha. No creo que los partidarios fervientes de la lucha electoral deban ser necesariamente tibios revolucionarios.
Pero la lucha electoral nos obliga a compromisos. También aquí podría responder que compromisos contraemos todos los días, ya sea trabajando para un patrón, ejerciendo una profesión, un comercio, notificando a la policía las reuniones públicas concertadas por nosotros, mandando al fiscal el primer ejemplar de nuestros diarios, recurriendo a abogados que nos defiendan ante los tribunales o entendiéndonos con otros partidos para organizar campañas conjuntas. Y si mañana, hecha la revolución, debiéramos poner en práctica el socialismo, digo y sostengo que estaríamos constreñidos a contraer compromisos, salvo que quisiéramos imponer nuestras ideas a los demás o someternos a las suyas.
Por otra parte, si nuestra participación en las elecciones no produjese otra ventaja que la de acercarnos a los partidos afines, haciéndonos reconocer lo que puede haber de justo en sus programas y lograr que los partidos afines se acerquen a nosotros, haciéndoles coincidir por lo menos en una parte de nuestras reivindicaciones y finalmente acercarnos a todo el pueblo e inducirnos a tener en cuenta las verdaderas necesidades, sentimientos y aspiraciones de éste, sólo por esto habría que aprobarlo.
En Alemania, en Francia, en Bélgica, el interés electoral ha empujado a los socialistas a consagrar una parte de sus fuerzas a la propaganda para ganar a los campesinos a la causa del socialismo. Bastaría este hecho para justificar la táctica electoral; porque, ¿quién no ve que sin el concurso de los campesinos una revolución socialista es imposible y que, en caso de estallar, terminaría en un desastre?
Yo no soy profeta, pero he predicho a mis amigos abstencionistas que (donde no presenten candidatos-protesta) no desarrollarán ni siquiera la propaganda abstencionista.
Las elecciones se realizarán, todos los partidos saldrán reforzados, y de vosotros, de vuestros principios y de los intereses que os importan, no se hablará. Seréis olvidados.
Lo repito, los hechos me darán la razón. La abstención tiene su lógica. Desde el momento en que las elecciones no sirven, lo mismo da quedarse en casa. Por otra parte, la gente está poco dispuesta a escuchar sermones; y durante la agitación electoral no se apasiona sino por aquellos principios que toman cuerpo o identidad; que se convierten, por así decir, en candidatos.
Por tanto, si queréis que se discuta de anarquía —les he dicho y repetido a mis amigos— debéis alinearos en pro o en contra de alguno. Con esta condición vuestra palabra será escuchada; vuestra opinión respetada, admitida o combatida, y de todas maneras discutida; vuestra amistad buscada y vuestra enemistad temida.
Pero los abstencionistas no entienden estas razones. Son doctrinarios y argumentan así:
El parlamentarismo es contrario a los principios anarquistas. Por tanto debemos combatirlo con la palabra, esperando que se presente la ocasión de destruirlo con los hechos.
Si nuestras fuerzas bastan o no para esta obra; si la ocasión se demora y entre tanto el pueblo languidece y se descorazona; si el pueblo sigue o no nuestra iniciativa; si nuestras ideas se pondrán en práctica hoy o de aquí a mil años; o si, por ventura, son demasiado simples y abstractas para ser aplicadas, todo esto no nos importa. Afirmemos las ideas: éstas encontrarán el medio de hacerse realidades.
El pueblo admirará nuestra coherencia y vendrá a nosotros. E incluso si no viniese, si nuestras ideas no debieran ser puestas en práctica ni ahora ni nunca, nosotros habríamos cumplido nuestro deber. Los términos medios nos debilitan, nos corrompen, nos dividen; sólo la verdad, expresada enteramente y sin ambajes, nos puede salvar.
Ante todo, este modo de razonar implica el convencimiento de que ellos solos —los anarquistas abstencionistas— están en lo cierto, que poseen toda la verdad y que no hay más que una manera de resolver la cuestión social: la propuesta por ellos.
En segundo término, el razonamiento está radicalmente equivocado. Las ideas no valen por si mismas, sino por la acción que ejercen sobre el destino de los hombres.
Una verdad que no puede convertirse en actos, no puede ser perfectamente verdadera; un partido que no logra ganar a las multitudes a su causa, ha equivocado el camino. La lucha debe tener un fin inmediato; cuando tantos millones de nuestros semejantes sufren diariamente, es insensato consumir las propias energías en luchas de partido y en enfrentamientos académicos.
El sistema parlamentario quizás no convenga a la sociedad futura; pero entretanto, la lucha electoral nos ofrece medios y oportunidades de propaganda y de agitación. También tiene inconvenientes, como todas las cosas de este mundo. Mucho depende del modo en que se lleva a cabo.
¿Qué dirán los anarquistas a quien argumentase así: la violencia es contraría a nuestros principios; por tanto, no debemos usar la fuerza ni siquiera para defender nuestra vida?
Responderían ciertamente que el uso de la fuerza nos es impuesto por las condiciones de la sociedad en que vivimos; así respondo yo a sus argumentos contra la lucha política parlamentaria.
¿Es cierto o no que el uso de los medios legales nos es impuesto en los tiempos ordinarios, como el de la violencia en las ocasiones extraordinarias?
Yo digo que sí.
No nos ilusionemos. Sobre cien personas, se pueden encontrar quizá diez capaces de afrontar la muerte en el campo de batalla o en una insurrección; pero difícilmente se encontrará una dispuesta a afrontar las pequeñas persecuciones de todos los días, a ir a la cárcel, a hacerse expulsar por el patrón, a ver a su mujer y a sus hijos pasar hambre.
Y a las poquísimas que resisten estas persecuciones, el gobierno las cuenta, las vigila, las reprime y las dispersa en un momento.
Un partido verdaderamente revolucionario debe ser comprendido por el pueblo, y esto no se puede conseguir sino mediante una acción que no esté expuesta a demasiados peligros en tiempos ordinarios. La lucha electoral responde efectivamente a esta condición; y no se puede negar que, por haberla adoptado, el partido socialista ha logrado reunir un gran número de obreros en sus filas.
Por el contrario, los anarquistas han visto las suyas debilitarse, justamente porque se han querido obstinar en su práctica abstencionista; y yo no dudo que, si continúan obstinándose, dejarán incluso de existir como partido; y no se hablará de ellos —como ya no se habla— sino cuando al gobierno le de la gana de perseguirlos para liberar su ansia de persecución.
Resumiendo, sin creer que la cuestión social pueda ser resuelta por medio de leyes y decretos, estoy por la lucha electoral y parlamentaria, porque no es contrario a los principios socialistas y anarquistas el que el pueblo haga valer su voluntad y sus intereses de todas las maneras posibles; porque es necesario sustraer a las clases trabajadoras de su dependencia hereditaria respecto de los propietarios y patronos, impedir que sean tratadas como rebaños en las elecciones y ejercitarlas en las vidas pública y política; porque las elecciones ofrecen oportunidad de propaganda, agitación y protesta contra las arbitrariedades y las prepotencias del gobierno, como los mismos abstencionistas reconocen son sus candidaturas-protesta; porque en el momento actual es casi la única afirmación que nos es consentida; el gobierno quiere privamos también de ésta, y seria insensato ceder; porque, en general, tenemos el deber de no perder las libertades que nuestros padres conquistaron combatiendo, sino que debemos defenderlas enérgicamente y acrecentarlas; porque, sin creer muy eficaz la obra de los diputados socialistas, obreros o revolucionarios en la cámara, es en cambio utilísima la acción que pueden y deben desplegar en pro de la causa fuera del parlamento; porque la experiencia ha demostrado que eran exagerados nuestros temores en cuanto a la influencia corruptora del ambiente parlamentario sobre los elegidos de nuestro partido; más bien, el evidente contraste entre los hombres desinteresados de carácter y que representan el socialismo y los representantes corrompidos y astutos de la burguesía, no puede sino conquistar para nuestra causa la simpatía de la parte sana de la población; porque, en fin, debemos participar en todas las luchas y agitaciones populares y desplegar nuestra acción en medio de la masa, no en los pequeños conciliábulos de partido.
Puedan estas razones convencer a mis amigos e inducirlos a salir de la reserva que se han impuesto, para prestar en cambio la contribución de sus fuerzas a la actual campaña electoral contra el gobierno y en la defensa de la libertad y la justicia. En cuanto a mí, repito que mi finalidad, al combatir la estéril táctica abstencionista, no ha sido la de satisfacer una ambición personal y acrecentar en uno el número de los diputados socialistas en el parlamento.
Merlino
De, Avanti!, del 9 de marzo de 1897.
Las candidaturas-protesta
Los compañeros de Roma presentan candidato a nuestro amigo Luigi Galleani, que se halla confinado y parece que en otros lugares se han presentado otras candidaturas-protesta. Es difícil y penoso para nosotros decir franca y claramente nuestra opinión. Cuando hombres que estimamos y amamos y que han hecho mucho y harán más todavía por nuestra causa, están presos o confinados y se propone un medio para hacerlos salir, ¿cómo se hace para decir, por malo que sea el medio: no, dejadlos donde están?
No obstante, nos esforzaremos y abriremos nuestro corazón. Si alguien nos encuentra demasiado intransigentes, que nos perdone en consideración al hecho de que también nosotros hemos estado en la cárcel y confinados; que estamos expuestos a volver siempre, y que podemos permitirnos ser severos con los demás porque tenemos conciencia de que sabríamos serlo con nosotros mismos. En cuanto a los amigos candidatos, ciertamente nos lo perdonarán, porque sabrán apreciar nuestros motivos: incluso con respecto a algunos de ellos, sabemos que están completamente de acuerdo con nosotros acerca del tema. La candidatura-protesta, especialmente cuando se está seguro de que el elegido no querrá de ninguna manera hacer de diputado, no es, por sí misma, contraria a nuestros principios y tampoco a nuestra táctica; pero es, no obstante, una puerta abierta al equívoco y a las transacciones. Es el primer caso en una pendiente resbaladiza en la que es difícil detenerse.
Si se quiere votar por un candidato-protesta, es necesario ser elector; por tanto, es necesario inscribirse, y quien no se inscribe es un negligente que no prepara los medios para alcanzar sus fines. Un paso todavía, un pequeño paso, y diremos también nosotros, imitando a los socialistas: no es un buen anarquista quien no se inscribe como elector. Y cuando se está inscrito y no se tiene a mano un candidato-protesta, es fuerte la tentación de ir a votar para favorecer a un amigo o para dar un disgusto a un adversario. Somos todos hombres y cuesta tan poco ir a poner una papeleta en una urna. La experiencia enseña.
Luego viene la cuestión de la conducta del elegido. ¿Escucháis a Merlino? Éste ya señala la contradicción al decir: cuando hayáis sacado a Galleani del confinamiento nombrándolo diputado. ¿Deberá dimitir para que lo manden de nuevo allí y vosotros os divirtáis sacándolo otra vez?
Estamos seguros que Galleani, si fuera elegido, no iria a Montecitorio o iría sólo un momento para escupir su desprecio en la cara a los diputados, pero esta vez, la razón está de parte de Merlino. Y además, ¿tendrían todos la fuerza de ánimo que conocemos en Galleani?
Las candidaturas-protesta nos han devuelto a algunos compañeros y nos alegramos de corazón. Pero no podemos ocultarnos que éstas han hecho a nuestro partido un daño grandísimo.
La candidatura de Cipriani, por ejemplo, consiguió liberar a Cipriani; pero fue la que insinuó el parlamentarismo en Romaña y rompió la unidad anarquista de aquella región.
Con esto no deseamos criticar a los compañeros de Roma. Al contrario, comprendemos y apreciamos sus generosos motivos. Sólo nos lamentamos de que nuestro partido esté en tan tristes condiciones de no poder hacer otra cosa en pro de nuestros proscritos que recurrir al medio débil y peligroso de las candidaturas de protesta.
Trabajemos, propaguemos, organicemos y podremos a continuación obtener, a favor de los nuestros, manifestaciones de la opinión pública mucho más significativas y eficaces que las elecciones.
Malatesta
De, L’Agitazione, del 4 de marzo de 1897.
Anarquía y parlamentarismo
Los parlamentaristas están de fiesta, según ellos, no hay más abstencionistas porque... Merlino se ha convertido al electoralismo. Creen que los anarquistas siguen ciegamente, como a menudo sucede entre ellos, a este o a aquel hombre; nosotros en cambio consideramos que Merlino se quedará sólo y deberá buscar sus colaboradores fuera del campo anarquista, porque los principios anarquistas se concilian mal con el trabajo sostenido por él. Consta entretanto que hasta ahora ningún anarquista, que yo sepa, ha suscrito las ideas de Merlino.
Merlino niega que la lucha política parlamentaria sea contraria a los principios socialistas-anárquicos.
Entendámonos bien.
Lo que es contrario a nuestros principios es el parlamentarismo, en todas sus formas y gradaciones. Consideramos que la lucha electoral y parlamentaria educa al parlamentarismo y termina por transformar en parlamentaristas a quienes la practican.
Merlino —que parece que todavía se considera anarquista y va haciendo continuas reservas sobre la abolición plena del parlamentarismo y sustenta la fe novísima de la posibilidad de un gobierno que sea servidor del pueblo y al que se pueda despedir cuando no cumpla con su deber o no se tenga más necesidad de su obra— debería ante todo explicarnos cómo sería su anarquía parlamentaria. Hasta ahora el socialismo anarquista, a fin de cuentas, no ha sido sino el socialismo antiparlamentario, ¿por qué, entonces, continuar llamándolo anarquista?
La abstención de los anarquistas no debe confrontarse con la de, por ejemplo, los republicanos. Para éstos, la abstención es una simple cuestión de táctica: se abstienen cuando creen inminente la revolución y no quieren distraer fuerzas de la preparación revolucionaria; votan cuando no tienen nada mejor que hacer y para ellos lo mejor es el trabajo minoritario, dado que rehuyen, por razones de clase, las agitaciones que pueden destruir el orden social. En realidad, están siempre en el buen camino: quieren un gobierno parlamentario y los electores que conquistan ahora les servirán para mandarlos un día a la constituyente.
Para nosotros, en cambio, la abstención está estrechamente ligada con las finalidades de nuestro partido. Cuando llegue la revolución nos negaremos a reconocer los nuevos gobiernos que traten de implantarse, no queremos darle a ninguno un mandato legislativo; por tanto, tenemos la necesidad de que el pueblo tenga repugnancia a las elecciones, se niegue a delegar en otros la organización del nuevo estado de cosas, y que, más bien, se encuentre en la necesidad de actuar por sí mismo.
Debemos hacer que los obreros se habitúen desde ahora —en la medida de lo posible, en las asociaciones de todo género— a regular por sí mismos sus propios asuntos y no sigan con su tendencia a delegarlos en otros.
Merlino por ahora dice, todavía, que las elecciones deben servir como medio de agitación, que los socialistas elegidos no deben ser legisladores y que la lucha importante se debe librar fuera del parlamento.
Pero escuchad un poco a sus amigos del Avanti! Ellos son lógicos. Ellos quieren ir al poder —para hacer el bien al pueblo, no lo dudamos— y por tanto tienen todo el interés en educar al pueblo para que elija diputados, mientras ellos aprenden a gobernar.
Pero ¿dónde quiere llegar Merlino? ¿Se quedará siempre entre el sí y el no, entre el me decido y no me decido?
Él, con su temperamento de hombre activo, se decidirá ciertamente —creemos, y lo lamentamos de verdad— se decidirá por deshacerse de toda reminiscencia anarquista y convertirse en un simple parlamentarista.
No faltan los síntomas que indican esa decisión definitiva.
En su primera carta al Messaggero la lucha parlamentaria era un simple episodio de escasa importancia. En la segunda, las asociaciones de resistencia, las cooperativas y el resto no tienen éxito y no se puede hacer otra cosa que ir al parlamento. En su primera carta, los anarquistas debían mandar a los demás al parlamento, pero no ir ellos; en el artículo del Avanti! ya se dice que los diputados pueden hacer tan buenas cosas que verdaderamente sería una traición el negarnos a hacerlas también nosotros. Y luego se habla de hacerse arrestar con el pueblo. ¿Cómo perder la magnífica ocasión de sacrificarse por el pueblo?
Merlino —estamos convencidos porque le conocemos— es sincero cuando dice que no quiere ir al parlamento. Pero la lógica de su posición será más fuerte que él, e irá al parlamento... si quieren mandarlo.
Toda la fuerza de la argumentación de Merlino consiste en un equívoco. Contrapone por una parte la lucha electoral y por otra la ciencia, la indiferencia y la aquiescencia supinas a las prepotencias del gobierno y de los patronos; y está claro que, en ese caso, la ventaja corresponde a la lucha electoral.
De esta manera, sería fácil demostrar que es bueno ir a misa y esperar bondades de la divina providencia, dado que el hombre que cree en la eficacia de la plegaria es superior al idiota que nada desea, nada espera y nada teme.
¿Se deduce de todo esto que deberíamos ponernos a predicar a la gente que se vaya a la iglesia y confíe en Dios?
La cuestión es otra. Se trata de buscar cuál es el camino que —mientras satisface las necesidades del momento— conduce más directamente a los destinos futuros de la humanidad; cuál es el modo más útil de emplear las fuerzas socialistas.
No es cierto que sin el parlamento falten los medios para hacer presión sobre el gobierno y poner freno a sus excesos. Al contrario. Cuando en Italia no había sufragio universal, había una libertad que hoy nos parecería grande; y la violencia gubernativa, mucho menor que la de Crispi y Di Rudini, provocaba una indignación y una reacción popular de las que hoy no tenemos ni idea. El mismo sufragio al que dan tanta importancia, ha sido obtenido naturalmente, cuando no había sufragio; y ahora que lo hay, amenazan con eliminarlo. ¡Efecto milagroso de su eficacia!
Merlino dice que Malatesta ha escrito que el despotismo es preferible al híbrido sistema actual. Si la memoria no me falla, Malatesta escribió que el parlamentarismo aceptado y elogiado es preferible al despotismo sufrido por la fuerza y con el ánimo dispuesto a la rebelión. Es una cosa bien distinta, y en esa diferencia está la razón de nuestra táctica. Si el gobierno redujese a Italia al estado político de Rusia, no deberíamos recomendar la lucha por el constitucionalismo, porque sabemos ya cuánto valen las constituciones y encontraríamos modos de luchar por nuestros ideales incluso sin las migajas de libertad que sirven más bien para ilusionar a las masas que para favorecer el progreso.
Los socialistas parlamentarios, en cambio, empeñando toda su actividad en torno a la lucha electoral, se condenan a un trabajo de Sísifo; y cada vez que el gobierno quiere minimizar las libertades políticas y garantías constitucionales, ellos deben dejar de lado el programa socialista y volver a ser constitucionalistas. Como prueba de ello, la Liga de la Libertad de los tiempos crispinos, en que Turati, Cavallotti y Di Rudini se habían convertido en correligionarios y hermanos.
Por otra parte el hecho es éste: si en el país hay conciencia y fuerza de resistencia, si hay partidos extraconstitucionales que amenazan al Estado, entonces el gobierno respeta el estatuto, extiende el sufragio, concede libertades (para abrir válvulas de seguridad a la creciente presión); y en el parlamento los diputados burgueses, para hacerse populares, truenan contra los ministros. Si en cambio el gobierno ve que los partidos populares fundan sus esperanzas sobre la acción parlamentaria y que la cosa que más molestias le da son los diputados socialistas, entonces rechaza el sufragio, cierra el parlamento, viola el estatuto; y si los diputados tienen agallas —cosa rara— de resistir más que por burla, van presos a pesar de la medallita y de la inmunidad.
Cuando Merlino dice que los abstencionistas son doctrinarios, y se complace en poner en boca de éstos una serie de razonamientos separados de toda realidad y que conducen al más completo quietismo, entonces Merlino es... menos que sincero.
Hay, es verdad, anarquistas que se cuidan poco de la viabilidad de sus ideas y limitan su objetivo a la defensa de nociones abstractas que consideran la verdad absoluta... alcanzables hoy, o dentro de mil años, no importa.
Pero Merlino sabe que esa tendencia no es mayoritaria ente los anarquistas, que en Italia apenas se encontraría la traza de esa posición, incluso en el exterior, en el fondo sólo está representada por unas cuantas personalidades.
Servirse de la existencia de una tal tendencia para atribuirla a todos los anarquistas y darse así el aire de tener razón, puede ser hábil estratagema polémica, pero no es digno de quien busca y quiere propagar la verdad.
Esa tendencia quietista, por el hecho de haber encontrado simpatías en algunos hombres de ingenio y de fama, ha sido ciertamente una de las causas que han detenido el desarrollo del movimiento anarquista. Merlino y nosotros (y muchos más), hemos combatido esta tendencia; y si él hubiese continuado por el camino anterior, aún nos tendría por compañeros. Pero Merlino, justamente cuando los anarquistas comienzan a salir de la crisis y a retomar un trabajo fecundo, reniega de todo lo que él mismo había dicho; y sin presentar una sola razón nueva que no hubiese sido dicha ya mil veces por los legalistas —y por él mismo refutada— querría que nosotros le siguiésemos.
Hoy, las críticas que puedo hacer acerca de los errores en que han caído los anarquistas, no tienen ya eficacia, porque no son más las observaciones de un compañero expresadas en bien de la causa común, sino los ataques de un adversario, que corren el riesgo de no ser tomados en cuenta por considerárselos sospechosos.
Malatesta
De, L’Agitazione, del 4 de marzo de 1897.
Mayorías y minorías
Me alegro de la próxima publicación del diario L´Agitazione, y os deseo de corazón el más completo éxito.
Vuestro diario aparece en un momento en que es grande la necesidad de él y espero que podrá ser un órgano serio de discusión y propaganda, así como un medio eficaz para reunir y consolidar las esparcidas filas de nuestro partido.
Podéis contar con mi colaboración para todo lo que mis fuerzas —sin embargo escasas— me permitan.
Por esta vez —tanto como para desbrozar el terreno de la futura colaboración— os escribiré algunos puntos que, si en cierto modo me competen personalmente, no dejan de tener importancia para la propaganda general.
Nuestro amigo Merlino —que, como sabéis, se pierde hoy en la inútil tentativa de querer conciliar la anarquía con el parlamentarismo— en una carta suya al Messaggero, queriendo sostener que el parlamentarismo no está destinado a desaparecer enteramente y que algo quedará de él, incluso en la sociedad que anhelamos, recuerda un escrito enviado por mí a la conferencia anarquista de Chicago de 1893, en que yo sostenía que para algunas cosas el parecer de la mayoría deberá necesariamente prevalecer sobre el de la minoría.
La cosa es cierta, y mis ideas no son hoy distintas de las expresadas en el escrito de que se trata. Pero Merlino, tomando una frase fuera de contexto parece sostener una tesis distinta de la que yo sostenía, deja en la sombra y en el equívoco lo que yo verdaderamente entendía.
Helo aquí: había en aquella época muchos anarquistas —y hay todavía algunos— que confundiendo la forma con la sustancia y cuidándose más de las palabras que de las cosas, habían elaborado una especie de ritual del verdadero anarquista que paralizaba su acción y los arrastraba a sostener cosas absurdas y grotescas.
Así éstos, partiendo del principio de que la mayoría no tiene el derecho a imponer su voluntad a la minoría, concluían que nada se debía hacer nunca si no era aprobado por la totalidad de los presentes. Confundiendo el voto político, que sirve para nombrar patronos, con el voto emitido para expresar de modo expeditivo la propia opinión, consideraban antianarquista toda clase de votación. Así, si se convocaban unas elecciones para protestar contra una violencia gubernativa o patronal, o para mostrar la simpatía popular por un suceso dado, la gente venia, escuchaba los discursos de los promotores, escuchaba los de los opositores, y luego se iba sin expresar su propia opinión, porque el único medio para expresarla era la votación sobre varios órdenes del día... y votar no era anarquista. Un circulo quería hacer un manifiesto: había diversas redacciones propuestas que dividían los pareceres de los socios; se discutía sin fin, pero no se lograba nunca saber la opinión predominante, porque estaba prohibido votar, y entonces, o el manifiesto no se publicaba o algunos publicaban por su cuenta lo que preferían; el circulo se dividía cuando no había en realidad ninguna disensión real y se trataba sólo de una cuestión de estilo. Una consecuencia de estos usos, que decían ser garantías de libertad, era que sólo algunos, con más facultades oratorias, hacían y deshacían, mientras aquellos que no sabían o no osaban hablar en público y que son siempre la gran mayoría, no contaban para nada. Mientras la otra consecuencia, más grave y verdaderamente mortal para el movimiento anarquista, era que los anarquistas no se creían ligados por solidaridad obrera, y en tiempo de huelga iban a trabajar, porque la huelga había sido votada por mayoría y contra su parecer. Y llegaban hasta no combatir a los esquiroles, autodenominados anarquistas, que pedían y recibían dinero de los patronos —podría citar nombres de ser necesario— para combatir una huelga en nombre de la anarquía.
Contra éstas y similares aberraciones estaba dirigido el escrito que mandé a Chicago.
Yo sostenía que no habría vida social posible si en verdad no se pudiera hacer nunca nada en conjunto sino cuando todos estuviesen de acuerdo. Que las ideas y las opiniones están en continua evolución y se diferencian por matizaciones insensibles, mientras las realizaciones prácticas cambian a saltos bruscos; y que, si llegase un día en que todos estuvieran perfectamente de acuerdo sobre las ventajas de una cosa dada, ello significaría que en la misma todo progreso posible estaba agotado. Así, por ejemplo, si se tratara de hacer una vía férrea, habría ciertamente mil opiniones distintas sobre el trazado de la línea, sobre el material, sobre el tipo de máquinas y de vagones, sobre el lugar de las estaciones, etc., y estas opiniones cambiarían de día en día; pero si se quiere hacer la vía férrea, hay que elegir entre las opiniones existentes, y no se puede modificar cada día el trazado, cambiar de lugar las estaciones y cambiar las máquinas. Y dado que se trata de elegir, es mejor que estén contentos los más que lo menos, con la salvedad, naturalmente, de dar a los menos toda la libertad y todos los medios posibles para propagar y experimentar sus ideas en intentar ser mayoría.
Por tanto, en todas aquellas cosas que no admiten varias soluciones simultáneas, o en las cuales las diferencias de opinión no son de tal importancia que valga la pena estar divididos y actuar cada fracción a su manera, o en que el deber de solidaridad impone la unión, es razonable, justo, necesario, que la minoría ceda a la mayoría.
Pero este ceder de la minoría debe ser efecto de la libre voluntad, determinada por la conciencia de la necesidad; no debe ser un principio, una ley, que se aplica en todos los casos, incluso cuando no hay realmente necesidad. Y en esto consiste la diferencia entre la anarquía y una forma de gobierno cualquiera. Toda la vida social está llena de estas necesidades en que uno debe ceder las propias preferencias para no ofender los derechos de los otros. Entro en un café, encuentro ocupado el lugar que me gusta y voy tranquilamente a sentarme a otro, donde quizás hay una corriente de aire que me molesta. Veo personas que hablan dando a entender que no quieren ser escuchadas y me mantengo a distancia, quizás a disgusto, para no incomodarlas. Pero esto lo hago porque me lo impone mi instinto de hombre social, mi hábito de vivir en medio de las gentes y mi interés por no hacerme tratar mal; si procediera de otra manera, aquellos a quienes incomodo me harían sentir pronto, de un modo o de otro, las consecuencias de ser grosero. No quiero que los legisladores vengan a prescribirme cuál es el modo en que debo comportarme en un café, ni creo que ellos lograran enseñarme aquella educación que yo hubiese sabido aprender de la sociedad en medio de la cual vivo.
¿Cómo hace Merlino para obtener de esto que un resto de parlamentarismo deberá haberlo incluso en la sociedad que anhelamos?
El parlamentarismo es una forma de gobierno en la cual los elegidos del pueblo, reunidos en cuerpo legislativo, promulgan, por mayoría de votos, las leyes que les place y las imponen al pueblo con todos los medios coercitivos de que disponen.
¿Es una muestra de esta aberración lo que Merlino querría conservar también en la anarquía? O bien, dado que en el parlamento se habla, se discute y se delibera —y esto se hará siempre en cualquier sociedad posible— ¿Merlino llama a esto un resto de parlamentarismo?
Pero realmente, eso sería jugar con las palabras, y Merlino está capacitado para emplear otros y mucho más serios procedimientos de discusión.
¿No se acuerda Merlino que cuando polemizábamos juntos contra los anarquistas enemigos de todo congreso —porque justamente consideran los congresos como una forma de parlamentarismo— sosteníamos que la esencia del parlamentarismo está en el hecho de que los parlamentos crean e imponen leyes, mientras un congreso anarquista no hace sino discutir y proponer resoluciones que no tienen valor ejecutivo sino después de la aprobación de los mandantes y sólo para aquellos que las aprueban?
¿O es que las palabras han cambiado de significado ahora que Merlino ha cambiado de ideas?
Malatesta
De, L´Agitazione, del 14 de marzo de 1897.
Sobre la línea del anarquismo
Osvaldo Gnocchi Viani, hablando en Lotta di classe acerca de la discusión entre Merlino y yo a propósito de la lucha electoral, dice que nosotros —Merlino y yo— nos hemos separado del estilo anárquico-individualista y hemos evolucionado hacia el método de organización y la acción política y, por tanto, concluye que ambos hemos sufrido una evolución del mismo género y que sólo diferimos porque uno ha avanzado más que el otro, y que yo no sé y no quiero llegar hasta allí (esto es, hasta aceptar la táctica electoral).
Todos estos despropósitos serían aceptables por alguien que ignorara completamente la historia del movimiento en Italia; pero en un Gnocchi Viani son excesivos y muestran hasta qué punto el tomar partido puede nublar el juicio (incluso en los hombres informados y, de ordinario, más serenos y ecuánimes).
¡Separados del tronco anarco-individualista! Pero, ¿cuándo Merlino y yo hemos sido individualistas? ¿Y qué es ese tronco anarco-individualista? En Italia, durante mucho tiempo, todos los anarquistas fueron socialistas; más bien, el socialismo nació anarquista, hace hoy casi treinta años. Gnocchi Viani debe recordarlo. El individualismo llamado anarquista vino mucho más tarde y siempre nos tuvo por adversarios, tanto a Merlino como a mí.
¡Evolución hacia el método de la organización y de la acción política! Pero, ¿quién de nosotros ha dejado alguna vez de reconocer y propugnar la suprema necesidad de la organización y de la lucha política? Acerca del primer punto, siempre hemos sostenido que la abolición del gobierno y del capitalismo sólo será posible cuando el pueblo, organizándose, se ponga en condiciones de hacer frente a las funciones sociales que realizan hoy, explotándolas en su provecho, los gobernantes y los capitalistas. Por tanto, no queriendo gobierno, tenemos una razón más que todos los demás para ser cálidos partidarios de la organización.
Y en cuanto al segundo punto, ¿quién ha puesto más énfasis que nosotros en sostener que a la lucha contra el capitalismo hay que unir la lucha contra el Estado, es decir, la lucha política?
Existe actualmente una escuela que por lucha política entiende la conquista de los poderes públicos mediante las elecciones; pero Gnocchi Viani no puede ignorar que la lógica impone otros métodos de combate a quien quiera abolir el gobierno y no ya ocuparlo.
Merlino y yo hemos estado de acuerdo en señalar los errores que, en nuestra opinión, se habían deslizado en las teorías anarquistas, así como los males que habían afligido a nuestro partido (en ese aspecto Merlino ha desarrollado, me complazco en reconocerlo, más actividad que yo). Pero cuando los males que lamentábamos son ya reconocidos por casi todos; cuando los errores comienzan a ser rechazados; cuando el partido empieza a organizarse en serio y se alientan esperanzas, Merlino cree encontrar la salvación en la táctica electoral —que ha causado tantas desdichas a la causa socialista— y nos deja. Tanto peor. Continuaremos lo mismo sin él.
Esto significa haber avanzado un poco más o un poco menos por el mismo camino, y luego, llegados a la bifurcación, habernos separado, siguiendo uno por un lado y otro por otro. ¿No le parece así también a Gnocchi Viani?
Malatesta
De, L’Agitazione, del 21 de marzo de 1897.
De una cuestión de táctica a una cuestión de principios
Nota de Malatesta: Bajo este título hemos recibido de Saverio Merlino el artículo siguiente, que publicamos con placer.
Merlino puede estar seguro de encontrar siempre en nosotros la serenidad y el amor sin límites por la verdad, que él desea. Por otra parte, convenimos con él en que a menudo los anarquistas nos hemos mostrado intolerantes y demasiado inclinados a la ira; pero no es necesario por ello, en el entusiasmo de los mea culpa, cargar con todos los errores y olvidar que el ejemplo y la provocación, a menudo han venido de los demás. Sin remontarnos a los tiempos de Bakunin y a las calumnias infames y mentiras desvergonzadas que todavía se cuentan a los jóvenes que no conocen nuestra historia, nos basta con recordar la manera en que los socialistas demócratas se han conducido en los últimos congresos internacionales respecto a los anarquistas, así como ciertos artículos aparecidos, no hace mucho, en la prensa socialista democrática de varios países.
De todas maneras, en lo posible, buscamos ser justos, a pesar de cuanto hagan y digan nuestros adversarios.
He aquí el artículo de Merlino:
Veamos si es posible continuar discutiendo serenamente, sin iras ni sospechas, tal como hemos comenzado. Sería una cosa casi nueva y de tan buen augurio, que debería alegrarme haber ofrecido a mis amigos la oportunidad de demostrar que el partido anarquista comienza a educarse en la observancia de los principios que profesa.
Y, antes que nada, ¿soy yo anarquista?
Respondo: si la abstención es dogma de fe anarquista, no. Pero yo no creo en el dogma. No creo que la defensa y el ejercicio de nuestros derechos, ni siquiera de los mínimos, sean contrarios a nuestros principios. No creo que ejerciendo el derecho al voto, que nos es concedido, renunciemos a otros mayores, que se nos niegan y que debemos reivindicar.
Creo que la agitación electoral nos ofrece modos y oportunidades de propaganda. a los cuales sería locura renunciar —especialmente en este momento en Italia, donde prácticamente nos está prohibida toda afirmación— y creo también que no se extrae todo el provecho posible cuando se sostiene la abstención. Esto lo hemos probado aquí en Roma en estos días, cuando por medio de la candidatura de Galleani hemos podido hacer manifestaciones, difundir manifiestos, ganarnos la simpatía de muchos que eran hostiles o indiferentes, como no habríamos podido hacerlo nunca si hubiéramos permanecido abstencionistas. Por otra parte, no creo en la conquista de los poderes públicos, sostengo que la lucha, tanto por la libertad como por la emancipación económica, debe ser librada principalmente fuera del parlamento. La obra de los diputados obreros, socialistas y revolucionarios la considero útil pero no por sí misma sino como apoyo a la lucha extraparlamentaria. Y si pensando así no me encuentro perfectamente de acuerdo ni con los anarquistas ni con los socialistas-democráticos, lo lamento sinceramente, pero, ¿puedo desdecirme?
En pro y en contra de la participación en las elecciones, me parece que se ha dicho poco más o menos todo cuanto se podía decir. Me complace que la disputa haya sido llevada por Malatesta a la esfera de los principios (y, también por esto, no me arrepiento de haberla suscitado).
Es innegable que en torno a nuestros principios —que son verdaderos, si se los interpreta rectamente— han pululado muchos errores y muchos sofismas.
Algunos de éstos dicen que los hombres deben hacer todo por sí, individualmente; que un hombre no debe hacerse nunca representar por otro; que las minorías no deben ceder ante las mayorías (siendo más probable que se engañen éstas y no aquellas); que en la sociedad futura los hombres se encontrarán milagrosamente de acuerdo o, de lo contrario, los disidentes se separarán y cada uno actuará a su guisa; y que toda otra conducta sería contraria a nuestros principios.
Querría repetir aquí, palabra por palabra, las muy justas y lúcidas consideraciones que formula Malatesta en el número 1 de L’Agitazione (y no por primera vez), contra ese modo de entender la anarquía. Concluye diciendo:
Por tanto, en todas aquellas cosas que no admiten varias soluciones contemporáneas, o en las cuales las diferencias de opinión no son de tal importancia que valga la pena estar divididos y actuar cada fracción a su manera, y cuando el deber de la solidaridad impone la unión, es razonable, justo, necesario que la minoría ceda a la mayoría.
Sin embargo, creo disentir con él en dos puntos: en primer lugar, Malatesta parece creer que las cosas en las cuales —por varias razones que expone— se hace necesario estar de acuerdo, son todas de poca monta. Esta impresión surge de los ejemplos que emplea. Voy a un café, encuentro ocupados los mejores lugares; debo resignarme a estar en una corriente de aire o irme. Veo personas hablar bajo: debo alejarme para no ser indiscreto, etc. Yo en cambio creo (y quizá Malatesta también, pero no lo dice) que entre las cuestiones en la que convendrá el acuerdo —y, si éste no es posible, habrá que buscar un compromiso— las hay de índole muy grave, y tales son justamente las cuestiones referentes a la organización general de la sociedad y a los grandes intereses públicos. En la sociedad puede haber alguien que considere justa la venganza, pero la mayoría de los hombres tiene derecho a considerarla injusta e impedirla. Puede haber una minoría que prefiera organizar los transportes por ferrocarril según un modelo cooperativista, colectivista, comunista o de cualquier otra manera; pero, al no poder adoptar más que un tipo de organización, es necesario que prevalezca el parecer de la mayoría. Puede haber, incluso, quien considere como una vejación determinado procedimiento adoptado para impedir la difusión de una enfermedad contagiosa, pero la sociedad tiene derecho a defenderse de las epidemias.
La segunda diferencia entre Malatesta y yo consiste en que yo creo poder profetizar que en la sociedad futura la minoría, siempre y en todos los casos, se rendirá voluntariamente al parecer de la mayoría. Malatesta, en cambio, dice: Pero este ceder de la minoría debe ser efecto de la libre voluntad, determinada por la conciencia de la necesidad.
¿Y si esa voluntad no existe? ¿Si esta conciencia de la necesidad no existe en la minoría? ¿Si más bien la minoría resistiendo está convencida de cumplir con su deber? Evidentemente, la mayoría —no queriendo sufrir la voluntad de la minoría— hará la ley, dará a su propia deliberación (como dice Malatesta a propósito de los congresos), un valor ejecutivo.
Malatesta dice más aún; y, a propósito de quién encuentra ocupado el lugar preferido de un café o de quien se debe alejar de una conversación confidencial, manifiesta, si procediera de otra manera, aquellos a quienes incomodo me harían pronto darme cuenta, de un modo u otro, de las consecuencias de mi grosería. ¡Coacción! Y se trata sólo de relaciones individuales con escasas consecuencias. ¡Figurémonos si se tratara de un grave asunto de interés público, como aquellos a que me he referido más arriba!
Está bien que la coacción deba ser mínima —y posiblemente más bien moral que física— que se deban respetar los derechos de las minorías e incluso admitir, en algunos casos, la separación de la minoría disidente. Pero, en suma, es sólo cuestión de más o menos; de modalidad y no de principios.
En los casos en que resulte útil y necesario —digo yo— no es contrario a los principios anarquistas ni el llegar a una votación ni el proceder a la ejecución de las deliberaciones tomadas; y cuando no puedan hacerlo los interesados directamente (por razones de número o de capacidad), tampoco es contrario a los principios anarquistas que —tomadas las debidas precauciones contra los posibles abusos— dichas funciones sean delegadas.
Por tanto, concluyo:
O se cree en la armonía providencial que reinará en la sociedad futura, y entonces está equivocado Malatesta y tienen razón los individualistas; o Malatesta tiene razón, no se tiene derecho a decir que toda representación todo acto mediante el cual el pueblo confíe a otros el cuidado de sus intereses, es contrario a nuestros principios.
Me parece difícil esquivar este dilema.
Merlino
De, L´Agitazione, del 28 de marzo de 1897.
Sociedad autoritaria y sociedad anárquica
Sin duda, Merlino dice muchas cosas justísimas que también decimos nosotros; pero al afirmar ideas generales sobre las necesidades de la vida social, pierde de vista —a nuestro parecer— la diferencia entre autoritarismo y anarquismo y las razones de dicha diferencia. De modo que todo su argumentar podría servir muy bien para sostener la necesidad de un gobierno y, por tanto, la imposibilidad de la anarquía.
Establezcamos rápidamente cuáles son los puntos en los que estamos de acuerdo, de manera que, ni Merlino ni otro a quien plazca polemizar con nosotros, pierda el tiempo en combatimos a causa de ideas que no sustentamos, y sólo logre así desperdiciar sus energías en cerrar puertas que están abiertas.
Nosotros pensamos que en muchos casos la minoría —incluso cuando está convencida de tener razón— debe ceder a la mayoría, porque de otra manera no habría vida social posible, y fuera de la sociedad es imposible toda vida humana. Sabemos muy bien que los casos en que no se puede alcanzar la unanimidad y que es necesario que la minoría ceda, no son los casos de menor importancia, sino que son, especialmente, los de importancia vital para la economía de la colectividad.
No creemos en el derecho divino de las mayorías, pero tampoco creemos que las minorías representen, siempre, la razón y el progreso. Galileo tenía razón contra todos sus contemporáneos; pero hay todavía quienes sostienen que la Tierra es plana y que el sol gira a su alrededor, y nadie dirá que tienen razón porque se han convertido en minoría. Por otra parte, si es verdad que los revolucionarios son siempre una minoría, también están siempre en minoría los explotadores y los esbirros.
Así estamos de acuerdo con Merlino en admitir que es imposible que cada hombre haga todo por sí mismo, y que, incluso si fuera posible, sería sumamente desventajoso para todos. Por tanto, admitimos la división del trabajo social, la delegación de las funciones y la representación de las opiniones y de los intereses propios confiada a otros.
Y sobre todo rechazamos como falsa y perniciosa toda idea de armonía providencial y de orden natural en la sociedad, porque creemos que la sociedad humana y el hombre social mismo son el producto de una larga y fatigosa lucha contra la naturaleza, y que si el hombre cesara de ejercitar su voluntad consciente y se abandonara a la naturaleza recaería pronto en la animalidad y en la lucha brutal.
Pero —y aquí está la razón por la que somos anarquistas— queremos que las minorías cedan voluntariamente cuando así lo requiera la necesidad y el sentimiento de solidaridad. Queremos que la división del trabajo social no divida a los hombres en clases y haga a unos directores y jefes, exceptuados de todo trabajo ingrato, y condene a los otros a ser las bestias de carga de toda la sociedad. Queremos que delegando a otros una función, esto es encargando a otros de un trabajo dado, los hombres no renuncien a la propia soberanía y que, donde sea necesario un representante, éste sea el portavoz de sus mandantes o el ejecutor de sus voluntades, y no ya quien hace la ley y la hace aceptar por la fuerza, y creemos que toda organización social no fundada sobre la libre y consciente voluntad de sus miembros conduce a la opresión y a la explotación de la masa por parte de una pequeña minoría.
Toda sociedad autoritaria se mantiene por coacción. La sociedad anarquista debe estar fundada sobre el acuerdo mutuo: en ella es necesario que los hombres sientan vivamente y acepten espontáneamente los deberes de la vida social y se esfuercen por organizar los intereses discordantes y por eliminar todo motivo de lucha intestina; o al menos que, si se producen conflictos, éstos no sean nunca de tal importancia como para provocar la constitución de un poder moderador, que con el pretexto de garantizar la justicia a todos, reduzca a todos a la servidumbre.
Pero ¿si la minoría no quiere ceder? Dice Merlino, ¿si la mayoría quiere abusar de la fuerza? Preguntamos nosotros.
Es claro que en un caso como en el otro no hay anarquía posible.
Por ejemplo nosotros no queremos policía. Esto supone naturalmente que pensamos que nuestras mujeres, nuestros hijos y nosotros mismos podemos andar por las calles sin que nadie nos moleste, o al menos que si alguno quisiera abusar de su fuerza superior con nosotros, encontraremos en los vecinos y en los paseantes una protección más válida que en un cuerpo de policía pagado para ello.
Pero ¿si en cambio bandas de malhechores van por las calles insultando y apaleando a los más débiles y la población asiste indiferente a tal espectáculo? Entonces naturalmente los débiles y aquellos que aman la propia tranquilidad invocarían la institución de la policía y ésta no dejaría de constituirse. Se podría quizá sostener que, dadas esas circunstancias, la policía sería el menor de los males; pero no se podría decir, ciertamente, que se vive en anarquía. La verdad sería que cuando hay tantos prepotentes de un lado y tantos bellacos del otro, la anarquía no es posible.
Más bien es que el anarquista debe sentir fuertemente el respeto de la libertad y del bienestar de los otros, y debe hacer de este respeto el objetivo preciso de su propaganda.
Pero, se objetará, los hombres hoy son demasiado egoístas, demasiado malos para respetar los derechos ajenos y ceder voluntariamente a las necesidades sociales.
En verdad, nosotros siempre hemos encontrado en los hombres, incluso en los más corrompidos, una tal necesidad de ser estimados y amados y, en circunstancias dadas, tanta capacidad de sacrificio y tanta consideración por las necesidades de los otros como para esperar que, una vez destruidas con la propiedad individual las causas permanentes de los más grandes antagonismos, no será difícil obtener la libre cooperación de cada uno al bienestar de todos.
Sea como sea, los anarquistas no somos toda la humanidad y no podemos ciertamente hacer solos toda la tarea para la realización de nuestros ideales intentando eliminar la lucha y la coacción en la vida social.
Y después de esto ¿tiene razón Merlino al sostener que el parlamentarismo no puede desaparecer completamente y que deberá quedar algo incluso en la sociedad que nosotros anhelamos?
Creemos al llamar parlamentarismo o proyecto de parlamentarismo a ese intercambio de servicios y a esa distribución de las funciones sociales sin las cuales la sociedad no podría existir, es alterar sin razón el significado aceptado de las palabras y no puede sino oscurecer y confundir la discusión.
El parlamentarismo es una forma de gobierno; y un gobierno significa poder legislativo, poder ejecutivo y poder judicial; significa violencia, coacción, imposición por la fuerza de la voluntad de los gobernantes a los gobernados.
Un ejemplo esclarecerá nuestro concepto.
Los varios Estados de Europa y del mundo están en relación entre ellos, se hacen representar los unos ante los otros, organizan servicios internacionales, convocan congresos, hacen la paz o la guerra, sin que haya un gobierno internacional, un poder legislativo que haga las leyes a todos los Estados y un poder ejecutivo que se imponga a todos.
Hoy las relaciones entre los diversos Estados están todavía en gran parte fundadas sobre la violencia y sobre la sospecha. A las supervivencias atávicas de las rivalidades históricas, de los odios de raza y religión y del espíritu de conquista, se agrega la competencia económica, y cada día los grandes Estados hacen la violencia a los pequeños.
Pero ¿quién osaría sostener que para remediar este estado de cosas sería necesario que cada Estado nombrase representantes, los cuales, reunidos, establecieran entre ellos, por mayoría de votos, los principios de derecho internacional y las sanciones penales contra los transgresores y que poco a poco legislaran sobre todas las cuestiones entre Estado y Estado y tuvieran a su disposición una fuerza para hacer respetar sus decisiones?
Esto sería el parlamentarismo extendido a las relaciones internacionales; y lejos de armonizar los intereses de los diversos Estados y destruir las causas de los conflictos, tendería a consolidar el predominio de los más fuertes y crearía una nueva clase de explotadores y de opresores internacionales. Algo de este género existe ya en germen en el concepto de las grandes potencias y vemos sus efectos liberticidas.
Y todavía dos palabras sobre el concepto de abstencionismo electoral.
Merlino sigue hablando de la actividad propagandística que se puede desplegar por medio de las elecciones; pero no piensa en lo que se podría hacer si, rechazando la lucha electoral, se llevase esa actividad sobre otro campo más consonante con nuestros principios y nuestros fines.
Merlino no cree en la conquista de los poderes públicos; pero nosotros no querríamos esa conquista, ni para nosotros ni para los demás, ni aún si la creyésemos posible. Somos adversarios del principio de gobierno y no creemos que quien fuera al gobierno se apresuraría luego a renunciar al poder conquistado. Los pueblos que quieren la libertad demuelen las Bastillas; los tiranos en cambio, piden entrar y fortificarse, con la excusa de defender al pueblo contra los enemigos. Por tanto nosotros no queremos que el pueblo se acostumbre a mandar al poder a sus amigos, o pretendidos tales, y a esperar la emancipación de su ascensión al poder.
La abstención para nosotros es una cuestión de táctica; pero es tan importante que, cuando se renuncia a ella, se acaba por renunciar también a los principios. Y esto por la natural conexión de los medios con el fin.
Merlino se lamenta de no estar completamente de acuerdo ni con nosotros ni con los socialistas democráticos; pero dice que no se puede desdecir. No le pedimos ciertamente que se desdiga, contra sus convicciones y contra su conciencia. Pero nos permitimos hacerle una observación.
Una táctica, por buena que sea, no vale sino cuando es captada por aquellos que deberían practicarla. Ahora, con razón o sin ella, nosotros y todos los anarquistas no queremos saber nada de la táctica propuesta por Merlino. ¿No es mejor que él esté con nosotros, con quienes tienen ideales comunes y medios principales de lucha también comunes, mejor que gastar sus fuerzas en una tentativa que permanecerá estéril, estamos seguros, a menos que él renuncie a la anarquía y busque sus partidarios entre los adversarios nuestros y suyos?
Malatesta
De, L’Agitazione, del 28 de marzo de 1897.
Pocas palabras para cerrar una polémica
Me parece que nos estamos acercando.
En una sociedad organizada según los principios del socialismo anárquico, las minorías deberán, en las cosas de grave interés común indivisible, ceder al parecer, o digamos mejor, al querer de las mayorías; pero las mayorías no deberán abusar de su poder dañando los derechos de las minorías. Sin un compromiso de este género, la convivencia no sería posible.
Hasta aquí estamos de acuerdo.
Pero ¿si una minoría no quiere doblegarse al parecer de la mayoría en una de estas cuestiones? Vosotros decís que en este caso no se podrá ya estar en anarquía. Por tanto la voluntad de una pequeña minoría, incluso de un solo hombre, podrá hacer que la anarquía —como vosotros la entendéis— no se aplique en absoluto. Un puñado de matones o de reaccionarios o de excéntricos o de neuróticos, incluso un solo individuo podrá impedir que funcione el sistema anárquico, solamente con decir que no; negándose a ceder voluntariamente a la mayoría. Y como algún ruin siempre lo habrá en cualquier sociedad, la consecuencia de vuestro razonamiento es que la anarquía es algo muy grande y bello, pero no existirá jamás.
Yo en cambio tomo la anarquía con un sentido menos absoluto. No pongo la intransigencia que ponéis vosotros. La idea anarquista para mi comenzará a practicarse mucho antes de que los hombres alcancen el estado de perfección por el cual, compenetrados de las ventajas de la asociación, cederán voluntariamente los unos a los otros. Ella nos debe sugerir desde ahora modos de proveer a los intereses comunes y de resolver los conflictos que puedan nacer, sin autoridad, sin centralización, sin un poder constituido en medio de la sociedad, capaz de imponer la voluntad propia y los propios intereses a la multitud de sujetos.
Esta es la única anarquía viable incluso a corto plazo; sólo de ella vale la pena ocuparse.
Tomemos los ejemplos adoptados por vosotros; decís: en una sociedad anarquista no puede haber policía. Pero para que no haya policía, es necesario que los hombres se respeten mutuamente, que un hombre de bien pueda caminar por las calles sin miedo a ser atracado o al menos, con la seguridad de ser defendido por los vecinos y viandantes si es agredido por uno más fuerte que él. Si los débiles temieran ser atacados en la vía pública, pedirían policía para que los protegiese y la anarquía desaparecería.
Exponéis el dilema: o ninguna forma de defensa social o colectiva contra el delito —salvo la defensa fortuita de la muchedumbre— o bien la policía, el gobierno, el orden de cosas actual.
Yo en cambio creo que entre el sistema actual y el que presupone el cese del delito hay lugar para formas intermedias —para una defensa social que no sea la función de un gobierno, pero que se ejercite, en cada localidad, bajo los ojos y el control de los ciudadanos como cualquier servicio público de higiene, transporte, etc.— y por tanto no pueda degenerar en opresión y dominación.
Preparar estas formas, y hacerlas prevalecer sobre la forma autoritaria actual u otras similares, es justamente la tarea de los socialistas anárquicos. Pero esta tarea no la ejecutarán si dicen: la anarquía no es posible cuando la sociedad tiene la necesidad de luchar contra el delito.
Entre las relaciones entre los pueblos vosotros decís: los Estados hoy hacen la paz y la guerra, observan ciertas normas de justicia en sus relaciones (derecho de gentes, etc.). Sin un gobierno, un parlamento, una policía internacional. ¿Cómo nos os dais cuenta de que el gobierno de los gobiernos existe, y es de aquella potencia de donde consiguen el mayor número de cañones y el mayor número de hombres para cargarlos y defenderlos? ¿Cómo no os dais cuenta de que las relaciones actuales entre pueblos son embrionarias, los tratados de comercio, las convenciones postales, sanitarias, monetarias, y el así llamado derecho de gentes, son las primeras líneas de un organización de los intereses internacionales que se irá desarrollando cuando los Estados actuales hayan cesado de existir?
Nosotros debemos trabajar para que esta organización sea hecha en forma federativa y libertaria; no negar la necesidad y la utilidad. A mi me parece que vosotros permanecéis a medio camino entre el individualismo y el socialismo.
Dejadme ahora volver a la cuestión de principios a la de la táctica.
En el articulo de fondo del número 3 vosotros os ocupáis de las recientes elecciones y decís: Nos alegramos mucho del triunfo de los socialistas, porque, si bien excepcional, demuestra siempre que la idea del socialismo avanza, que crece el número de aquellos que se rebelan a las órdenes del patrón, del cura y del carabinero y que esta Italia no es ya realmente aquella tierra de muertos que parecía ser en estos últimos años.
Preciosa confesión que en realidad me ha maravillado. Vosotros abstencionistas, que predicáis que un pueblo que vota abdica su soberanía en la minoría, ahora en cambio veis nada menos en el voto reciente de los electores italianos una rebelión a las órdenes del patrón, del cura y de la autoridad, una afirmación tan importante de los derechos y de las aspiraciones del pueblo, que exclamáis jubilosos que por estas elecciones ha quedado probado no ser Italia esa tierra de muertos que era estos últimos años.
¿Os parece poco esta demostración?
Poned si queréis en la cuenta del parlamentarismo los compromisos, el difuminar de los programas, la corrupción, etc. Estos males no podrán jamás hacer contrapeso a la inmensa ventaja de haber sentido batir el alma de un pueblo que, como vosotros decís, parecía muerto y resignado a la quietud de la tumba.
Ahora, si a vosotros está permitido decir después de las elecciones que éstas han logrado una espléndida afirmación del socialismo, no se me puede negar el decir antes de las elecciones que era necesario votar. Si no obstaculiza a los principios anarquistas que vosotros os congratuléis del triunfo de los socialistas, no debe tampoco obstar el que yo declare que lo deseaba. Vuestras congratulaciones no habrían llegado si alguno no hubiese trabajado para el triunfo del socialismo en las elecciones. Y yo no me equivoco si me obstino en sostener que los anarquistas pueden hacer bastante más que mirar y congratularse del triunfo de los demás.
Al gobierno no le basta para continuar existiendo la fuerza material de las bayonetas: necesita también una fuerza moral que intenta conseguir en las elecciones una apariencia de consentimiento popular. Y la adquisición de esta fuerza moral nosotros debemos intentar quitársela, porque reducido a la sola fuerza material, nosotros podremos combatirlo con éxito en la primera ocasión.
Una última palabra. Vosotros decís que todos los anarquistas son abstencionistas. ¡Cómo os engañáis! Los abstencionistas más encarnizados votan ahora por los republicanos, luego por los socialistas, más tarde por amigos personales, sin hablar de los Azzaretti, ¡que no son pocos! Lo que se gana con la táctica abstencionista es participar en las elecciones, no en nombre de nuestros principios sino bajo falso nombre o a beneficio de otros partidos.
Merlino
De, L’Agitazione, del 19 de abril de 1897.
Concepción integral de la anarquía
Merlino está aprendiendo un modo curioso de discutir. Elige una frase aislada, la estira, la retuerce y logra, dado que no tiene en cuenta el contexto, hacerse decir lo que él quiere. Además, no contesta nunca a tus preguntas y a tus refutaciones, sino que se agarra a un ejemplo tuyo o a un argumento incidental y discute éste sin recordar más la cuestión principal, de modo que el objeto de la polémica a cada réplica se convierte en otro.
De hecho, ¿quién podría adivinar que nosotros estábamos discutiendo si el parlamentarismo es compatible o no con la anarquía?
Continuando así podríamos discutir un siglo, pero no lograremos saber ni siquiera si estamos de acuerdo o no.
De todas maneras sigamos a Merlino en su terreno.
¿Por qué dice Merlino que nos estamos acercando?
¿Porque nosotros admitimos la necesidad de la cooperación y del acuerdo entre los miembros de la sociedad y nos plegamos a las condiciones fuera de las cuales cooperación y acuerdo no son posibles? Pero esto es socialismo, y Merlino sabe que nosotros siempre hemos sido socialistas y por ello siempre muy cercanos.
La cuestión ahora es si el socialismo debe ser anárquico o autoritario, vale decir si el acuerdo debe ser voluntario o impuesto.
¿Pero si la gente no quiere ponerse de acuerdo? Entonces habrá tiranía o guerra civil, pero no anarquía. Por la fuerza la anarquía no se hace; la fuerza puede y debe servir para abatir los obstáculos materiales, para poner al pueblo en condiciones de elegir libremente cómo quiere vivir, pero más no se puede hacer.
¿Pero si un puñado de matones o neuróticos o incluso un solo individuo se obstina en decir no, entonces no es posible la anarquía?
¡Diablos! No falsifiquemos. Estos individuos son libres de decir no, pero no podrán impedir a los otros actuar, y más bien deberán adaptarse lo mejor que puedan. Y si luego los matones o los neuróticos fueran tantos como para poder perturbar seriamente la sociedad e impedirle funcionar pacíficamente, entonces... sin embargo, no estaríamos todavía en la anarquía.
Nosotros no hacemos de la anarquía un edén ideal, que por ser demasiado bello, se deba postergar para las calendas griegas.
Los hombres son demasiado imperfectos, demasiado habituados a rivalizar y a odiarse ente sí, demasiado embrutecidos por los sufrimientos, demasiado corrompidos por la autoridad, para que un cambio de sistema social pueda, de un día para otro, transformarlos a todos en seres idealmente buenos e inteligentes. Pero cualquiera que sea la extensión de los efectos que se puedan esperar del cambio, el sistema es necesario cambiarlo y para cambiarlo es necesario que se realicen las condiciones indispensables de dicho cambio.
Nosotros creemos que la anarquía es posible, porque creemos que las condiciones necesarias para su existencia están ya en los instintos sociales de los hombres modernos, a pesar de la continua acción disolvente, antisocial, del gobierno y de la propiedad. Y creemos que como remedio contra las malas tendencias de algunos y contra los intereses creados de otros no es un gobierno cualquiera, que al estar compuesto de hombres no puede sino hacer inclinar la balanza de la parte de los intereses y de los gustos de quien está en el gobierno, sino la libertad, que, cuando tiene por base la igualdad de condiciones, es la gran armonizadora de las relaciones humanas.
Nosotros no esperamos para ser aplicada la anarquía que el delito, o la posibilidad del delito, haya desaparecido de los fenómenos sociales; pero no queremos la policía, porque creemos que ésta, mientras que es impotente para prevenir el delito, o reparar las consecuencias, es luego por sí misma fuente de mil males para la sociedad; y si para defenderse hubiera necesidad de armarse, queremos estar armados todos y no constituir en medio de nosotros un cuerpo de pretorianos. Nosotros nos acordamos demasiado de la fábula del caballo que se hizo poner el bocado y montar la grupa al hombre para mejor cazar al ciervo; y Merlino sabe bien qué mentira es el control de los ciudadanos, cuando los controlados son aquellos que tienen en mano la fuerza.
Merlino es también inexacto cuando se sirve de nuestro ejemplo del concierto europeo. Nosotros no hemos dicho que en las relaciones actuales entre los Estados haya igualdad y justicia, ni hemos negado la necesidad de una organización federativa y libertaria de los intereses internacionales. Hemos dicho solamente que la prepotencia y la injusticia que prevalecen hoy entre los Estados, no las remediaría un gobierno y un parlamento internacional. Grecia sufre hoy la oposición de las grandes potencias y resiste; si ella tuviera un representante en un parlamento internacional y se hubiera empeñado en respetar las resoluciones de la mayoría de dicho parlamento, sufriría una igual o mayor prepotencia y no tendría ya el derecho de resistirse.
Y luego, ¿qué pretende Merlino cuando dice que nosotros estamos a medio camino entre el individualismo y el socialismo?
El individualismo, o es la teoría de la lucha: cada uno para sí y mueran los débiles, o bien es aquella doctrina que sostiene que pensando cada uno en sí mismo y haciendo a su modo sin preocuparse de los demás resulta, por ley natural, la armonía y la felicidad de todos.
En un sentido o en el otro nosotros estamos en las antípodas de los individualistas, tanto cuanto puede estarlo Merlino. La diferenciación entre nosotros se refiere a la autoridad y a la libertad y, francamente, a nosotros no nos parece que él esté o, mejor, haya retornado, a medio camino entre el autoritarismo y el anarquismo.
Y ahora la cuestión de la táctica.
Merlino se maravilla de que nosotros nos hayamos alegrado del triunfo de los socialistas. La maravilla nos parece extraña realmente.
Nosotros nos alegramos cuando los socialistas democráticos triunfan sobre los burgueses, como nos alegraríamos de un triunfo de los republicanos sobre los monárquicos, y hasta de uno de los monárquicos liberales sobre los clericales.
Si hubiésemos podido convertir al anarquismo a aquellos que han votado por los socialistas y obtener que éstos no hubieran tenido ni siquiera un voto, nos habríamos alegrado aún más. Pero en el caso concreto, si los más de cien mil electores que han votado por los socialistas no lo hubieran hecho, no es porque hubieran sido anarquistas, sino porque hubieran sido o conservadores de varios grados o bien que se abstenían por indiferencia o votaban por quien pagaba o amenazaba más. ¿Merlino se maravilla de que nosotros prefiramos saberlos socialistas, o medio socialistas?
El bien y el mal son cosas relativas; y un partido, por reaccionario que sea, puede representar el progreso frente a uno más reaccionario todavía.
Nosotros nos alegramos siempre que vemos un clerical volverse liberal, un monárquico hacerse republicano, un indiferente convertirse en algo; pero de ahí no deriva que debamos hacernos monárquicos, liberales o republicanos nosotros, que creemos estar mucho más adelante.
Por ejemplo, visto el estado presente de las provincias meridionales, habría sido un óptimo síntoma si hubieran triunfado aunque sólo fuera los cavallottianos; y nosotros nos habríamos alegrado, como creemos que se habrían alegrado también los socialistas democráticos. Pero no por esto socialistas y anarquistas habrían debido defender a los cavallottianos en el sur. Al contrario, los socialistas meten sus candidaturas en todas partes, incluso si esto disminuye la capacidad de éxito del candidato menos reaccionario, y nosotros predicamos en todas partes la abstención consciente, sin preocuparnos si ésta puede favorecer a un candidato o a otro. Para nosotros no es el candidato el que importa, porque no creemos en la utilidad de tener buenos diputados; lo que importa es la manifestación del estado de ánimo de la población; y entre los curiosos estados de ánimo en que puede encontrarse un elector, el mejor es el que le hace comprender la inutilidad y los daños de ser diputado en el parlamento y lo empuja a trabajar por la que desea, asociándose directamente con todos aquellos que tienen sus mismos deseos.
En fin, ¿por qué Merlino ha querido cerrar su carta con insinuaciones que, vistas las relaciones en que en este momento se encuentra él con los anarquistas, son por lo menos de mal gusto? Merlino se dice siempre anarquista y se esfuerza por hacernos concebir la anarquía como la entiende él y por hacernos aceptar la táctica suya; y está en su derecho. Pero, ¿por qué adopta un tono que se puede quizás emplear con el adversario que no nos importa ofender, pero que no conviene con los compañeros que se quiere convencer y atraer?
Hace ya tiempo, respondiendo en el Messaggero a Malatesta que había hablado de la incipiente reorganización del partido anarquista, Merlino se burlaba, cuando él sabía que los anarquistas se reorganizaban realmente, y habían ya obtenido resultados, modestos sí, pero bien reales. Ahora cita a los anarquistas que se dicen abstencionistas y votan y nos echa a la cara a Azzaretti, que nosotros mismos hemos denunciado en estas columnas.
Y bien, si hay abstencionistas que votan —y de hecho, sabemos que los hay— esto quiere decir o que no tienen conciencia completa de las opiniones que profesan, o bien que no encuentran en medio de los anarquistas la fuerza suficiente para resistir a las influencias de fuera, y el remedio no es renunciar todos al programa, o aumentar las causas de confusión y de debilidad, sino acrecentar la conciencia de los individuos y reforzar la organización del partido.
Y si además hay también matones que se venden, no hay sino que descubrirlos y echarlos.
Malatesta
De, L´Agitazione, del 19 de abril de 1897.
Incopatibilidad
Merlino nos escribe de nuevo y se lamenta del tono poco amistoso de nuestro artículo. Pero al hacerlo toma un tono tal que impide que nosotros, que realmente queremos permanecer tranquilos, publiquemos íntegramente su respuesta. Nos esforzamos, por otra parte, en contrarrestar, con sus mismas palabras, todos sus argumentos.
Merlino está ofendido porque decimos que él había hecho insinuaciones. Insinuaciones no siempre significan mentiras; y nosotros por otra parte advertíamos que sabíamos lo que Merlino decía. Pero lamentábamos que él viniese con acusaciones generales e impersonales a turbar la serenidad de la discusión.
Ahora Merlino nos viene a hablar de gente que ha trabajado para Zuccari entre los anarquistas, de uno que ha tomado cien liras de un candidato monárquico y de otras porquerías. Nosotros conocemos demasiado a Merlino para poder pensar que miente; pero ¿qué significa introducir la sospecha entre nosotros, cuando luego no menciona los nombres y no nos pone en condiciones de poder distinguir los buenos compañeros de los falsos, los convencidos de los vacilantes?
Que Merlino nos mande hechos y nombres; que nos autorice a publicarlos bajo su responsabilidad y le estaremos agradecidísimos. Queremos ante todo ser un partido de gente limpia.
Pero lo que es realmente extraño es que Merlino encuentra que este fango electoral, que arroja sus salpicaduras en medio de nosotros, es la consecuencia de la táctica... abstencionista. A nosotros nos parecen en cambio una razón más para hacer del abstencionismo electoral un punto importante de nuestro programa y por ello somos hostiles también a las candidaturas-protesta. Y pasemos a otra cosa.
Merlino dice que él no sabía, cuando escribió al Messaggero, que los anarquistas se reorganizaban. Y le creemos; pero nos preguntamos entonces si Merlino, antes de mostrar al público su nueva táctica, no habría hecho bien en ponerse un poco más en contacto con sus viejos compañeros. Merlino agrega que en la reorganización no cree tampoco ahora, esto es asunto suyo. A todos los compañeros les toca darle, con los hechos, una elocuente respuesta.
Y ahora a los argumentos, Merlino escribe:
La defensa social (escribís vosotros) debe estar al cuidado de toda la sociedad; y si para defenderse hubiera necesidad de armarse, queremos estar todos armados. Razonando así, la administración de la riqueza pública debe estar al cuidado de toda la sociedad; y si para administrarla fuera necesario hacer proyectos, compilar estadísticas, estudiar ciencias técnicas, bien, esas cosas queremos hacerlas todos. La educación y la instrucción de los niños debe estar al cuidado de toda la sociedad. ¿Quién no sabe lo peligroso que es confiar a pocos individuos la educación de las nuevas generaciones? Por tanto, hagámonos todos profesores. Y de esta manera, se niega el principio de la división del trabajo, se llega al concepto kropotkiniano de que el pueblo en masa distribuirá las casas, los víveres, el trabajo, hará todo.
Si le dijéramos a Merlino que, para refutarnos, nos asigna ideas que él debería saber que no son las nuestras, se ofendería, y nosotros no queremos ofenderle.
Admitimos, ciertamente, la división del trabajo y apreciamos sus ventajas; pero conocemos también los daños y los peligros. La división del trabajo ha sido una de las causas de la sujeción de las masas al dominio de las castas privilegiadas. Y con el principio de la división del trabajo se puede tentar la justificación de todas las monstruosidades sociales: división entre el trabajo intelectual y el trabajo manual, división entre el trabajo de dirección y el de ejecución, división entre el trabajo de producción y el de defensa de los productores... que luego se resumen y se concretan en la división entre el trabajo de consumir y el de producir, entre el trabajo de apalear y el de hacerse apalear. Menenio Agripa conocía ya este argumento.
Nosotros creemos que es carácter esencial, no sólo del anarquismo, sino del socialismo en general, el querer que ciertas funciones deban pertenecer indistintamente a todos los miembros de la sociedad, a pesar de las ventajas técnicas que podría haber en confiarlos a una clase especial. Por tanto, que se divida el trabajo hasta el límite de lo posible para aumentar la producción y facilitar el funcionamiento de la vida social, pero estén a salvo ante todo el desarrollo integral y la igual libertad de todos los individuos.
Entre las funciones que, según nosotros, no se pueden confiar sin grandes inconvenientes a una clase especial de individuos, están aquellas en que podría haber necesidad de emplear la fuerza física contra un ser humano.
Así, por ejemplo, podría, no lo negamos, haber una ventaja técnica en tener un cuerpo de especialistas encargados de diagnosticar la locura peligrosa y llevar a los locos al manicomio; pero ¿qué queréis? Nosotros tenemos miedo a que los señores doctores y enfermeros juzguen locos a todos aquellos que no piensan como ellos. Lombroso enseñó que nos encerraría a todos. ¡Incluido Merlino! Para la policía propiamente dicha, peor que peor, adiestrad a un hombre a cazar hombres y tendréis, técnicamente hablando, un buen agente de policía; pero al mismo tiempo habréis apagado en él todo sentimiento de simpatía humana, habréis apagado al hombre y no encontraréis más que al esbirro.
Y no nos extendemos sobre este tema porque, polemizando con Merlino, no pensábamos discutir sobre los mejores modos de satisfacer las necesidades de la sociedad, sino sobre la cuestión específica de las elecciones y del parlamentarismo. Los varios problemas que se pueden presentar en la vida social pueden ser resueltos, bien o mal, de diversas maneras. La cuestión que tratábamos era más bien el modo de resolverlos: autoridad o libertad, delegación de poder o delegación del trabajo, gobierno parlamentario o anarquía, y sobre esta cuestión nos parece que con Merlino, a pesar de su ruidosa protesta, hay acuerdo.
Merlino continúa:
La divergencia entre nosotros está en el modo de entender la anarquía.
Vosotros decís: la anarquía será cuando los hombres sepan vivir de acuerdo. ¿Cuándo? Yo digo: la anarquía será cuando los intereses colectivos de la sociedad estén organizados, no ya absolutamente sin coacción; sino, aunque sea con el mínimo de coacción moral, económica o física que es inevitable, sin aquel poder constituido en medio de la sociedad, armado de leyes y de bayonetas y árbitro de los bienes y de la vida de los ciudadanos que se llama gobierno.
Vale decir que Merlino, no creyendo posible la anarquía completa —la organización sin coacción— querría acercarnos la más posible. Y está bien, nosotros ya hemos dicho que no siendo nosotros la humanidad, no podemos —y justamente porque somos anarquistas, no pretendemos— hacer solos toda la historia humana.
La humanidad camina según la resultante de las mil fuerzas que en varios sentidos la solicitan. Nosotros no somos sino una de estas fuerzas. La cuestión a discutir es si, posibilitando nuestro programa, obtendremos un resultado más ventajoso, vale decir más rápido y más cercano a nuestro ideal, que combatiendo por la actuación del programa pleno y entero.
Nosotros creemos que no.
En fin, Merlino vuelve sobre la cuestión de la táctica, pero no hace sino repetir lo ya dicho muchas veces. Nosotros no querríamos repetirnos, por tanto cerramos aquí la polémica.
Ahora los compañeros y todos aquellos que se han interesado en la discusión ya han oído lo suficiente para hacerse una opinión propia.
Malatesta
De, L’Agitazione, del 25 de abril de 1897.
No confundamos
Leemos en algunos periódicos anarquistas del exterior, juicios sobre la evolución de Merlino, que nosotros consideramos erróneos por lo que se refiere a la cosa e injustos por lo que se refiere a la persona.
Merlino ha hecho una activísima propaganda para una más amplia participación de los anarquistas en el movimiento obrero y en la vida popular, y contra las tendencias individualistas que en determinado momento se insinuaron como predominantes en nuestro campo; y con esta propaganda se ha atraído, de cierto lado, muchas antipatías y muchos odios que ha afrontado con coraje.
Ahora que aconseja la participación en la lucha electoral y acepta, hasta cierto punto, también el parlamentarismo, aquellos que estaban en desacuerdo con él aprovechan para decir que su evolución era una cosa esperada y que la participación en el movimiento obrero y en la lucha práctica no era y no podía ser sino el primer paso hacia la táctica parlamentaria.
Nosotros no tenemos necesidad de repetir lo que pensamos del parlamentarismo y de todo lo que a él se refiere, y cuánto deploramos que Merlino se haya ido por ese camino.
Pero no por esto dejaremos que se presente bajo una falsa luz la influencia benéfica que Merlino ha tenido sobre el movimiento anarquista; y que, al explicar su evolución, se tome por causa lo que ha sido efecto y viceversa.
No es cierto que Merlino haya buscado poner al movimiento anarquista en un camino práctico porque quería llegar a la táctica parlamentaria. En cambio él ha aceptado, con más o menos reservas, esta táctica porque los anarquistas, con su exclusivismo, se habían reducido a la inacción y a la impotencia.
Merlino, de quien nadie que lo conozca querrá poner en duda su profunda sinceridad y su enorme buena voluntad, ha cometido, según nosotros, un error grandísimo comprometiendo los resultados de su propaganda antecedente con la tentativa de hacer aceptar la lucha electoral. Pero no hay necesidad de esconder el error colectivo que ha hecho que hombres de valor, viéndose perdidos en las abstracciones y no logrando, tan pronto como habrían querido, llevarnos al mundo de la realidad, han buscado en otra parte el camino de la acción fecunda ... y se han equivocado de camino.
Sepamos ser un partido vivo, sepamos ejercer una acción eficaz sobre el movimiento social, y entonces no tendremos que temer otras defecciones que aquellas —bienvenidas— de los débiles y los traidores, y podremos esperar que aquellos que nos han abandonado con la esperanza sincera de poder ser más útiles a la causa, volverán a combatir a nuestro lado.
Malatesta
De, L´Agitazione, del 18 de junio de 1897.
Colectivismo, comunismo, democracia socialista y anarquía
Con este título y con el subtítulo tentativa de conciliación, Saverio Merlino ha publicado en la Revue Socialiste de París, un artículo que la dirección de aquella revista llama una contribución a la síntesis de las doctrinas socialistas.
Contribución a dicha síntesis quizá lo sea, ya que todo estudio de las diversas doctrinas aclara el tema, tiende a eliminar las disensiones que no tienen razón de ser y puede llevar a la conciliación si llega a establecer que no existen diferencias sustanciales. Pero el fin práctico que Merlino se proponía, el de demostrar que las doctrinas de los socialistas democráticos y de los socialistas anárquicos, lejos de ser inconciliables, se corrigen y se completan recíprocamente, ciertamente ha fallado, dado que él confunde doctrinas y partidos de una manera que maravilla realmente en un hombre de mente tan lúcida y tan bien informado como es Merlino.
El artículo se divide en dos partes. En la primera, Merlino habla de la diferencia entre comunismo y colectivismo, tomando estas palabras en el sentido, digamos clásico, que éstas tenían para todos en tiempo de la Internacional: vale decir, comunismo, como el sistema en que todo, instrumentos y productos del trabajo están a disposición de todos, sin calcular la contribución de cada uno a la obra colectiva, conforme la fórmula de cada uno según sus posibilidades, y a cada uno según sus necesidades; colectivismo como el sistema en que, establecida la igualdad de condiciones, garantizado a todos el uso de las materias primas y de los instrumentos de su trabajo, cada uno es patrón del producto de su trabajo. Él sostiene que tanto el comunismo como el colectivismo, si se los interpreta de una manera ajustada, absoluta, son uno y otro imposibles o no satisfactorios, y hace muchas observaciones justas, que también hemos hecho nosotros en este diario o en otros. Y concluye que con la adopción contemporánea de un sistema y el otro —haciendo distinción entre relaciones sociales necesarias y fundamentales y relaciones voluntarias y variables entre los individuos— se puede llegar a una buena organización social que no sofoque la energía del individuo quitándole toda iniciativa y toda libertad de acción, y al mismo tiempo asegure el funcionamiento armónico de las actividades individuales o, en otros términos, que concilie la libertad individual con la necesaria solidaridad social.
La cuestión es muy interesante y puede ser, y ha sido, objeto de útil discusión; pero no tiene nada que ver con las diferencias que dividen a demócratas y anarquistas. Puede haber, y ha habido y hay, anarquistas colectivistas y anarquistas comunistas, a la par que demócratas colectivistas y demócratas comunistas.
En los últimos años los socialistas democráticos, llamándose insistentemente colectivistas, han logrado casi identificar el colectivismo con la democracia socialista; pero en este sentido el colectivismo más que un sistema de distribución de los productos del trabajo es el sistema de la organización socialista por obra del Estado y no es más el colectivismo de que discute Merlino en parangón con el comunismo.
Para los anarquistas, la síntesis y la conciliación entre colectivismo y comunismo se puede decir ya como un hecho cumplido, dado que nadie más interpreta aquellos sistemas de manera estrecha y absoluta; y lo prueba el hecho de que, al menos como partido militante, ellos se denominan generalmente con el apelativo compresivo de socialistas anárquicos, dejando a las discusiones teóricas de hoy y a los experimentos prácticos de mañana la elección entre los varios modos de organización del trabajo y de distribución de los productos.
En la segunda parte de su artículo, Merlino habla de la necesidad de una organización permanente de los intereses colectivos, y de las formas que asumirá tal organización; y llega a una conciliación verbal, que en realidad deja la cuestión en el punto de partida.
Él habla de los grandes intereses sociales, que exceden el interés y la vida misma del individuo y a los que debe proveer la colectividad; busca cuál es la forma política que puede dar una más sincera expresión de la voluntad colectiva y evitar mejor todo peligro de opresión, y concluye:
Ni gobierno centralizado ni administración directa. La organización política de la sociedad socialista debe consistir en el reconocimiento de los derechos y libertades intangibles del individuo (derecho al uso de los instrumentos colectivos de trabajo, derecho de asociación, de instrucción, libertad de pensamiento, de palabra, de elección de trabajo, etc.) y en la organización de los intereses colectivos por delegación a administradores capaces, revocables y responsables, que obren bajo el mandato directo del pueblo, le sometan sus actos más importantes (referéndum) y permanezcan separados e independientes uno de otro a fin de que no haya coalición para el ejercicio de una autoridad similar a la autoridad gubernativa actual. La esencia de la democracia está en la ausencia de una tal coalición y en la búsqueda de las formas de administración que dejen lo menos posible al arbitrio de los administradores. En este sentido no hay diferencia sustancial entre democracia y anarquía. Gobierno del pueblo —nada de oligarquía— significa en su sustancia no gobierno. El gobierno de todos en general (democracia) equivale al gobierno de ninguno en particular (anarquía).
Otra vez Merlino se sale de la cuestión.
El modo de organizar o administrar los intereses colectivos es una cuestión importantísima y demasiado descuidada, como justamente observa Merlino, por los socialistas de todas las escuelas. Pero si se pretende parangonar las soluciones de los demócratas con las de los anarquistas, en vista a una posible conciliación, es necesario remontarse a la diferencia sustancial que divide las dos escuelas, y no ya detenerse a discutir sobre el valor relativo de los varios sistemas representativos, del referéndum, del derecho de iniciativa, del gobierno directo, del centralismo, del federalismo, etc. Y la diferencia sustancial es ésta: autoridad o libertad; coacción o consentimiento, obligatoriedad o (perdónense los neologismos) voluntariedad. Es necesario entenderse sobre esta cuestión fundamental del supremo principio regulador de las relaciones interhumanas. o al menos, discutir, entre demócratas y anarquistas; dado que, si no hay entendimiento sobre ella, no puede haber entendimiento sobre cuestiones especiales de organización, e incluso cuando se llegase a un acuerdo de palabra como aquél al que ha llegado Merlino, se descubriría pronto que el acuerdo se ha hecho usando las mismas palabras con diferente sentido.
Descendamos a la práctica. Supuesto que mañana el pueblo fuera dueño de sí (no se alarme el fisco, ya que se trata de simples suposiciones) ¿deberá tomar un poder constituyente que decretará una nueva constitución, que hará la ley, que organizará la nueva sociedad? ¿O bien la nueva organización social deberá surgir, de abajo hacia arriba, por obra de todos los hombres de buena voluntad, sin que a ninguno le sea dado el derecho de mandar o imponer? En otros términos, para servirnos de la frase consagrada ¿es necesario conquistar o bien abolir los poderes públicos?
Se puede ser partidario de uno u otro método, se puede incluso buscar algo intermedio, como parece que desearía Merlino, pero no se puede, cuando se intenta llegar a una conciliación entre demócratas y anarquistas, callar lo que constituye la diferencia fundamental.
Y por hoy basta. Volveremos sobre las doctrinas y sobre las tendencias de Merlino cuando nos ocupemos, en uno de los próximos números, de su reciente libro: Pro y contra el socialismo.
Malatesta
De, L’Agitazione, del 6 de agosto de 1897.
Por la conciliación
Quizá me equivoco, pero me parece que vosotros os esforzáis, involuntariamente, en exagerar vuestro disentimiento de socialistas demócratas, por miedo a que, cesando el disentimiento, cese también para vosotros toda razón de existir como partido distinto.
Ahora, que exista o no el partido anarquista, o cualquier otro partido, a mí me parece que debe interesarnos sólo débilmente.
Lo que podemos y debemos desear es que la parte de verdadero que haya en nuestras doctrinas, se abra camino entre las multitudes y primeramente entre aquéllos que están más cercanos a nosotros, los socialistas militantes. Si mañana los socialistas democráticos aceptasen la parte justa de nuestras ideas, podríamos resignarnos a morir como partido. Habríamos cumplido nuestra misión.
Después de todo, los partidos no están destinados a durar eternamente; más bien tienen una vida breve y precaria, sirven para afirmar y divulgar ciertas ideas y generalmente desaparecen o se transforman antes que aquéllas se hagan realidad.
En nuestro caso, antes que tener un partido que tira del socialismo por una parte y otro que tira por otra, haciéndolo pedazos, exagerando ambos y combatiéndose a veces injustamente, yo preferiría un solo partido que permaneciera en la verdad. No me preocupa lo que vosotros decís. Si mañana los socialistas democráticos, yendo al poder, quisieran imponer y tiranizar, deberíais combatirlos. De esta manera habríais prevenido e impedido. A mi, en suma, no me va que regulemos nuestro modo de pensar y nuestra propaganda en oposición a aquello que piensan o dicen —o dirán y harán— los socialistas democráticos; me parecería hacer como aquellos dos individuos que caminando del brazo uno cojease de una pierna y el otro creyera, para equilibrarlo, estar en el deber de cojear de la otra. Dejemos estos juegos de equilibrio y vayamos derecho a nuestra meta.
Por tanto, examinemos la cuestión de la conciliación entre colectivismo, comunismo, democracia socialista y anarquismo, con voluntad de conseguir acuerdos.
Vosotros decís que la síntesis y la conciliación entre comunismo y colectivismo, para los anarquistas, se puede considerar como un hecho consumado, es tan cierto como que ellos se llaman hoy, en gran parte, anarquistas socialistas. Por tanto, estamos de acuerdo.
Yo, sin embargo, os hago notar que muchos anarquistas se llaman hoy socialistas y no comunistas ni colectivistas, no porque estén convencidos como estoy convencido yo, que comunismo y colectivismo no pueden existir por sí mismos, sino que deben complementarse recíprocamente, sino más bien porque o están en la duda o porque, siendo comunistas y colectivistas in pectore, no creen la cuestión tan importante como para deber hacer de ella un motivo de pelea. Para ellos es una cuestión de tolerancia recíproca: yo en cambio parto de la crítica del colectivismo y del comunismo para llegar a un tercer sistema, o sistema mixto. Vosotros veis la diferencia.
De todas maneras vosotros reconocéis que la discusión que yo he hecho a propósito en el artículo de la Revue Socialiste es interesante y útil. Pero he aquí que la preocupación de confundirnos con los socialistas democráticos os asalta y vosotros agregáis: pero (la cuestión) no tiene nada que ver con las diferencias que dividen a demócratas y anarquistas. ¡Como si yo en mi artículo me hubiese propuesto tratar solamente estas divergencias!
Pero el colectivismo de los socialistas democráticos —decís vosotros— más que un sistema de distribución de productos del trabajo, es el sistema de la organización socialista por el Estado. Es una afirmación, convendréis conmigo, un poco cruda, y que equipara a socialistas democráticos con los socialistas de Estado. Los socialistas democráticos rechazan y combaten el socialismo de Estado y es necesario tenerlos en cuenta por lo menos en buena intención.
El colectivismo para ellos no es el sistema del Estado gran capitalista y también gran único proletario; sino que es el sistema en que la sociedad (en su gran capacidad colectiva) administra el patrimonio público de los medios de producción y organiza el plan general de producción distribuyendo los productos en razón del trabajo de cada uno. Que este sistema pueda llevar, contra la voluntad de sus sostenedores, a una especie de socialismo de Estado, es otra cuestión: depende de la modalidad del sistema, del modo en que funcione esta sociedad en su capacidad colectiva, de cómo estará organizada.
¿Estará organizada como Estado? ¿Será una simple federación de asociaciones? ¿Cuáles serán las atribuciones y cuál será la composición de la administración colectiva?
Aquí está la cuestión, pero una administración general de los intereses colectivos e indivisibles —vosotros habéis convenido en ello en otra ocasión— debe haberla. Los socialistas democráticos tienen la equivocación —para mí— de acreditar la sospecha de que ellos quieren nada más ni nada menos que un gran Estado, como cuando demuestran su alegría por cada nueva adquisición o empresa que hace el Estado.
Cuando una red de ferrocarril, por ejemplo, pasa de una sociedad privada al Estado, ellos aplauden; porque dicen que del Estado a la colectividad socialista es pequeña la distancia. Ahora esto puede ser, como yo creo, un error, pero es muy distinto decir que el Estado debe organizar definitivamente la producción y aplicar el socialismo.
Estamos siempre en lo mismo. Vosotros os esforzáis (involuntariamente siempre) por hacer aparecer a los socialistas democráticos tan reaccionarios como podéis, para aumentar la distancia entre ellos y vosotros y poder decir que ellos están en vuestras antípodas, o al menos deberían estarlo. Esta posición se ve incluso más claramente en la refutación que hacéis de la segunda parte de mi artículo.
Yo sostenía —y aquí verdaderamente se trataba de conciliar el socialismo democrático y el anarquista— que en suma la libertad no puede nunca ser ilimitada y que una organización de los intereses colectivos es necesaria y que en esta organización va inserta siempre una cierta coacción; que es necesario hacer de esta manera que la coacción sea mínima y que la organización sea lo más libertaria y descentralizada posible, y que los socialistas democráticos en esto están de acuerdo con nosotros; más bien no hay una verdadera oposición de ideas entre ellos y nosotros, pero debemos estudiar juntos los modos prácticos de conciliar los intereses generales e indivisibles de la colectividad con la libertad del individuo. El referéndum, el mandato público y la revocabilidad de los administradores, etc., pueden ser un modo de tener sujetos a los administradores por los administrados, impidiendo la formación de un poder gobernante: estudiemos, por tanto, estas modalidades y actuemos, por así decir, la anarquía por medio de la democracia.
Tampoco esta vez vosotros negáis que la cuestión de la modalidad de la organización de los intereses colectivos es importantísima y merece ser profundizada; pero de pronto revive en vosotros el viejo Adán —el anarquista que busca a toda costa el socialismo para combatirlo— y decís que es necesario remontarse a la diferencia sustancial que divide a las dos escuelas... y ésta es: autoridad o libertad, coacción o consentimiento, obligatoriedad o voluntariedad.
Ahora, yo vuelvo a lo que dije otra vez: en ciertas cosas de interés común e indivisible la obligatoriedad es inevitable. Voluntariedad, libertad, consenso son principios incompletos, que no nos pueden dar por sí solos, ni ahora ni por muchos siglos por venir, toda la organización social. Por otra parte no es exacto que los socialistas democráticos sean factores de autoridad, de coacción, de obligatoriedad en toda línea que no reconozcan el gran valor del principio de la libertad. No es por tanto verdadero que vosotros representáis un principio y los socialistas democráticos el principio opuesto: vosotros toda la libertad, ellos toda la autoridad. La cuestión cuantitativa o más bien de los modos de aplicación; y he aquí por qué yo querría sacaros de las celestes esferas de principios abstractos e induciros a discutir las modalidades de la organización social, seguro como estoy de que en este terreno todos los socialistas tácticamente se entenderían. Pero vosotros sois recalcitrantes, porque, como he dicho desde el principio, consideráis que vuestra misión es combatir la futura tiranía socialista, en vez de prevenirla.
Vosotros decís: suponiendo que el pueblo mañana tenga la superioridad sobre el gobierno, los socialistas democráticos querrán hacerle nombrar un poder constituyente que hará la ley y organizará las cosas a su guisa. Nosotros, socialistas anárquicos, deberemos, pudiendo impedir todo esto y hacer surgir la nueva organización social de abajo hacia arriba por obra de todos los hombres de buena voluntad.
Pero también para el periodo revolucionario es necesaria una organización lo más libertaria posible, a base de voluntad popular, pero no obstante capaz de dar cuerpo y vida al conjunto informe de voluntades, de intereses y deseos que se agitarán sobre todo en tal momento. Un poder constituyente despótico no sólo provocaría discordias y reacciones, sino que tampoco lograría organizar la vasta y complicada economía social. Pero tanto menos lo lograría el pueblo en masa, agrupado casualmente en los clubs y por las calles.
¿Será posible que no se logre prescindir, por ambas partes, de las exageraciones?
Merlino
De, L’Agitazione, del 19 de agosto de 1897.
Imposibilidad de un acuerdo
Hemos publicado la respuesta que Merlino nos ha mandado a la crítica que hicimos de un artículo suyo publicado en la Revue Socialiste, para que los lectores se puedan formar su propia opinión más facilmente.
Replicaré lo más brevemente posible, para no comenzar una nueva y larga polémica, ni para dar base a argumentos sobre los cuales deberemos volver continuamente, porque son la materia de nuestra propaganda, sino simplemente para poner en su lugar cosas que Merlino, según nosotros, ha movido.
Avancemos una observación.
Nosotros no sabemos bien si Merlino continúa o no llamándose anarquista. Lo cierto es, y nos duele, que si él se dice anarquista, no entiende ya el anarquismo como lo entienden los anarquistas, entre quienes él militaba hasta no hace mucho tiempo. Y por ello el nosotros y el nuestro, que Merlino emplea todavía, es acogido con reserva.
Habíamos creído que Merlino habría logrado formar un tercer partido, intermedio entre los marxistas y nosotros —algo como los alemanistas franceses— y nos habríamos alegrado, dado que ello habría dado una organización propia a aquellos elementos que están a disgusto en el partido socialista italiano y habría señalado un paso adelante en la evolución del socialismo en Italia, mientras por otra parte aquellos anarquistas que hubieron podido adherir al nuevo partido no habrían sido, en general, sino individuos ya a punto de abandonarnos y que habríamos perdido de todas maneras. Pero comenzamos a temer, por síntomas múltiples y variados, que también ésta era una ilusión. Merlino, cuando haya perdido toda esperanza de convertir a los anarquistas y de hacerles aceptar, con atenuaciones que según nosotros no tienen ningún valor práctico, las ideas y el método de los socialistas democráticos, pasará sin más a las filas de estos últimos. Y entonces quizá, sufriendo la sugestión del nuevo ambiente, dirá que los anarquistas... no existen.
¡Ojalá me equivoque!
Y ahora respondemos a Merlino, intentando seguir su texto, párrafo por párrafo.
Merlino dice que nosotros nos esforzamos por exagerar nuestro disentimiento con los socialistas democráticos.
La acusación seria mucho más justa si fuese al revés. Son los socialistas democráticos quienes continuamente —y deshonestamente— se esfuerzan por desnaturalizar nuestras ideas para luego poder decir que no somos socialistas y negar el parentesco intelectual y moral que los une a nosotros. Todavía el otro día el Avanti! negaba toda relación entre anarquismo y socialismo y decía de nosotros lo que hubiera podido decir de un partido de pequeños burgueses que se rebelase violentamente contra el aumento de los impuestos y la competencia de los grandes capitalistas: ¡De modo que uno podría tomar por anarquistas a los patronos carniceros y panaderos de Nápoles y Palermo cuando protestan y resisten contra las tasas municipales! Y el Avanti! es todavía uno de los órganos menos intolerantes del partido socialista democrático.
Queremos ser un partido separado, no por el placer de distinguirnos de los demás, sino porque realmente tenemos ideas y métodos diferentes de los otros partidos existentes. Y rechazamos absolutamente la suposición de que nosotros exageramos en un sentido para equilibrar las exageraciones opuestas de los otros. Sostenemos lo que sostenemos porque creemos que es la verdad y no por otra razón. Si nos diéramos cuenta de que en nuestro programa hay una parte de error, nos apresuraríamos a desembarazarnos de ella; y cuando también los otros modificaran sus ideas para encontrarse con nosotros, entonces... nosotros y los otros constituiríamos naturalmente un solo partido. Hoy por hoy, las ideas son diferentes, y es justo y necesario que haya partidos diferentes.
Nosotros no queremos solamente resistir a la posible tiranía de los socialistas en el poder, nosotros queremos hacer que el pueblo se niegue a nombrar o a reconocer nuevos gobernantes y piense por sí mismo en organizarse local y federalmente, sin tener en cuenta las leyes y los decretos de un nuevo gobierno y resistiendo con la fuerza contra quien quisiera imponerse por la fuerza. Y si, por falta de fuerza suficiente, no pudiésemos alcanzar pronto esta nuestra finalidad, entonces, en espera de hacernos más fuertes, ejercitaríamos aquella acción moderadora o activadora según los casos, que ejercitan los partidos de oposición cuando no se dejan corromper y absorber. El consejo de Merlino de entrar en el partido socialista democrático para poder prevenir la tiranía de los socialistas en el poder equivale al de convertirse, por ejemplo, en monárquicos o republicanos para evitar que la monarquía o la República sean demasiado reaccionarias. Este último consejo sería justificado, si se le diera a quien esté dispuesto a acomodarse con la monarquía o la República, como estaría justificado el de Merlino si nosotros aceptásemos el principio de un gobierno socialista y nos llamásemos anarquistas sólo con la finalidad de prevenir que ese gobierno fuese demasiado autoritario. Pero ese no es el caso.
Dice Merlino que muchos anarquistas se llaman hoy genéricamente socialistas y no ya comunistas o colectivistas, no porque quieran un sistema mixto como lo desea Merlino, sino porque, o están inciertos o no dan importancia a la cuestión, o no quieren hacer de ella una razón de división, es cierto. Nosotros mismos somos propiamente comunistas, con la sola condición (sobreentendida, porque sin ella no podría haber anarquía) de que el comunismo sea voluntario y organizado en modo que admita la posibilidad de vivir según otros sistemas. Pero como el colectivismo de los colectivistas anarquistas es también (necesariamente, o no sería anarquista) sometido a la misma condición, la diferencia se reduce a una cuestión de organización práctica que debe ser resuelta mediante acuerdos, y no puede dar lugar a la constitución de dos partidos separados y adversos. Sin embargo esto, como decíamos, no tiene nada que ver con las diferencias entre socialistas anarquistas y democráticos, que son las que aquí nos interesan.
El colectivismo de los socialistas democráticos, a diferencia del colectivismo de la Internacional, no prejuzga la cuestión del modo de distribución de los productos, dado que hay muchos socialistas democráticos que se llaman colectivistas y quieren que dicha distribución sea hecha en razón de las necesidades.
Merlino dice que nosotros confundimos a los socialistas democráticos con los socialistas de Estado, y nosotros en efecto creemos que son tales, aunque no los confundimos por cierto con aquellos burgueses que se llaman también socialistas de Estado y quieren hacer solamente un poco de socialismo con fines fiscales o con el objetivo de alejar o conjurar el peligro del socialismo verdadero. Los socialistas democráticos combaten ese falso socialismo; y si, para evitar equívocos, rechazan (y no todos) el nombre de socialistas de Estado, esto no incluye que ellos quieren que la nueva sociedad esté organizada y dirigida por el Estado, vale decir por el gobierno.
Merlino tiene un modo curioso de conciliar las opiniones. Expresa aquello que deberíamos pensar nosotros y lo que deberían pensar los socialistas democráticos, y llega fácilmente al acuerdo, dado que en realidad dice lo que piensa él según se coloque en diferentes puntos de vista, y no ya lo que pensamos nosotros o los socialistas democráticos.
Así él dice que los socialistas democráticos tienen la equivocación de hacer creer que ellos quieren ni más ni menos que un gran Estado etc. Pero ¿es solamente una sospecha? Nos gustaría oírselo decir a los socialistas democráticos auténticos.
Y así en adelante, dice que nosotros no representamos el principio de libertad, porque él (Merlino) cree que voluntariedad, libertad, consenso, son principios incompletos que no nos pueden dar por sí solos, ni ahora ni por muchos siglos a venir, toda la organización social. Hasta donde dice que nos equivocamos, está bien; pero decir que no pensamos de esa manera, que no representamos las ideas que defendemos, porque él las cree equivocadas, es una lógica singular. El hecho sí es que nosotros creemos justamente que toda la organización puede y debe —ahora, no dentro de muchos siglos— surgir de la libertad, y que más bien la diferencia entre nosotros y los socialistas democráticos permanece entera, hasta que Merlino no nos persuada de que estamos equivocados y nos haga abandonar el programa anarquista. Por ahora la diferencia disminuye sólo entre Merlino y los socialistas democráticos, a medida que aumente entre Merlino y nosotros.
Es necesario que los intereses colectivos indivisibles sean administrados colectivamente: estamos de acuerdo. La cuestión está en el modo en que esta administración puede ser conducida sin lesionar el derecho de igualdad de cada uno y sin servir de pretexto y de ocasión para constituir un poder que imponga a todos la propia voluntad. Para los socialistas democráticos es la ley, hecha por los diputados elegidos mediante sufragio universal, la que debe proveer a la necesaria administración de los intereses colectivos; para nosotros es el libre pacto entre los interesados o, en su caso, la libre aquiescencia a las iniciativas que los hechos muestran útiles a todos. Nosotros no sólo no lo queremos, sino que no creemos posible un método de reconstrucción social intermedio, que no sería otro que la acción dictatorial de un gobierno fuerte.
Pero Merlino nos invita a descender de las empíreas esferas de los principios abstractos y a discutir las modalidades de la organización social. Nosotros no pedimos nada mejor y por ello queríamos comenzar por convenir cuál debe ser prácticamente el punto de partida de la nueva organización: ¿La elección de una constituyente o la negación de todo poder constituyente delegado? ¿La conquista de los poderes públicos o su abolición?
Los socialistas democráticos miran a un futuro parlamento, o a una futura dictadura, que haya abolido las leyes existentes y haga otras nuevas; y por ello son lógicos cuando habitúan a la gente a considerar el voto como un medio omnipotente de emancipación. Nosotros en cambio queremos la abolición de los parlamentos y de toda otra clase de poder legislativo, y por ello queremos, para los fines actuales y para los futuros, que el pueblo se niegue a nombrar y reconocer legisladores. Si Merlino nos convence habrá hecho un trabajo de Hércules... pero nosotros creemos que pierde el tiempo.
El acuerdo con los socialistas democráticos, y también con los simples republicanos, lo querríamos también nosotros, pero no en el sentido de cada uno a una parte de sus ideas y fundir los varios programas en un programa intermedio. Querríamos el acuerdo en aquellas cosas en que los varios partidos pueden actuar juntos sin renunciar a sus ideas particulares, como serían, en el caso concreto, la organización económica, la resistencia popular contra el gobierno.
Sobre este terreno Merlino ya ha prestado servicios y, si renunciase a la extravagancia de convertirse al parlamentarismo (dado que en el fondo, es siempre ésta la cuestión) podría prestarlos mucho más grandes.
Malatesta
De, L’Agitazione, del 19 de agosto de 1897.
Declaración en pro del socialismo libertario[1]
Dado que me preguntáis (y no por primera vez) si me considero anarquista, me siento en el deber de declarar que yo prefiero llamarme socialista libertario.
Se entiende que no puedo impedir que muchos anarquistas me consideren de los suyos, porque no estoy inscrito en el partido socialista democrático y no podría suscribir enteramente su programa y algunos socialistas me consideran casi de los suyos, o al menos me ven con buenos ojos, porque no estoy enteramente de acuerdo con los anarquistas. Y trabajo por la causa a mi manera, contento de contribuir de alguna forma a rebatir en todos el espíritu sectario.
No tengo la ambición de fundar ningún nuevo partido: los que hay son incluso demasiados, y les cuesta mantenerse en pie, circundados como están por la apatía general.
Espero haber satisfecho vuestra justa curiosidad y os estrecho la mano.
Merlino
De, L’Agitazione, del 26 de agosto de 1897.
El peligro
Notemos el hecho, que es sintomático: en el país y en la prensa la corriente antiparlamentaria crece. Se va abriendo camino la idea de que sin el parlamento se estaría mejor.
Pero se va abriendo camino —incluso esto es notorio— entre la parte más reaccionaria del país y de la prensa. Incluso en las comisarías del reino se habla mal del sistema parlamentario. ¡Y se comprende! Si no hubiese parlamento la policía no debería rendir cuentas de sus gestas sino al ministro del Interior. Y entonces... ¡mano libre!
Que estén, por tanto, nuestros amigos en guardia contra el peligro que aparece. En un país vecino más fácil a las mudanzas políticas, a estas horas quizás habríamos tenido un golpe de mano imperialista o napoleónico. En Italia no se ha abolido ni se abolirá el parlamento, ni se lo degrada oficialmente de momento; pero se lo desautoriza poco a poco, lo cual es lo mismo. La gente primero lo aborrece, después lo mira con indiferencia y termina por volverle la espalda.
Clericales, borbónicos y otros partidarios de los regímenes ultramontanos de una parte, anarquistas y otros socialistas de la otra, ayudan a la demolición, creyendo combatir al gobierno, y no se dan cuenta de que lo hacen omnipotente.
Aquellos que no me conocen pensarán que, como todos los convertidos, yo quiero hacer demostración de celo, defendiendo la causa del parlamentarismo. Alguno sospechará incluso que yo quiero granjearme la simpatía de este o de aquel partido y conseguir un puesto de diputado.
Que lo crean. Yo no sólo he hecho votos de permanecer en mi puesto de militante, sino que no me hago ilusiones y estoy lejos de desconocer los vicios del sistema parlamentario: vicios por otra parte que, quien observe, son el reflejo de la sociedad en que vivimos y se revelan incluso en las sociedades obreras y en las organizaciones de cualquier género.
Sin embargo, del parlamentarismo se tiene razón en decir todo el mal posible; pero no se puede negar que es mejor que el gobierno absoluto.
En un gobierno parlamentario a veces la población tiene razón y alguna concesión, de cuando en cuando, obtiene; aunque no fuera más que eso, se tiene la satisfacción de hacer patentes ciertas torpezas y prepotencias del poder público y pedir que se corrijan.
Hace unos días uno de los más notorios y cultos anarquistas italianos me decía a propósito de la violencia de Siena, sobre la discusión referente a la posesión de impresos subversivos a puerta cerrada, haz una interpelación en el parlamento. Yo le hice observar la incoherencia de su deseo con su profesión de fe antiparlamentaria y él me respondió confesándome que ya no era absolutamente contrario al parlamentarismo.
De los confinados me llegan todos los días cartas de compañeros que denuncian los abusos de que son víctimas y estarían felicísimos si al menos sus lamentos tuvieran un eco en el parlamento.
En suma, me parece que, a menos de negar la evidencia, no se puede negar que el parlamento, si puede ser y es a menudo empleado por el gobierno contra el pueblo, puede ser utilizado por el pueblo contra el gobierno.
Combatirlo a priori, con los mismos lugares comunes: que no sirve para nada, que está corrompido, que hace la voluntad del gobierno, me parece un error inmenso y una grave imprudencia.
Pedir que sea abolido pura y simplemente es además una locura y significa hacer el juego a la reacción.
El gobierno se vale justamente del descrédito en que ha caído el parlamento y de la propaganda que nosotros hacemos contra él, para imponérsenos.
Crispi no habría tratado con tanta desenvoltura al parlamento si no hubiese tenido detrás de sí una parte notable del pueblo, que casi lo incitaba a la dictadura.
La dictadura de Crispi trajo a Italia Abba Carima y las leyes de excepción de 1894.
El parlamento es, de todas maneras, por malo que sea, un freno para el gobierno. Las mayores injusticias gubernamentales se cometen sin dar cuenta a nadie.
Habría que pedir que el parlamento no estuviera cerrado nunca, o que por lo menos fuese facultad de un cierto número de diputados convocarlo directamente de urgencia, que se renovase más a menudo, que los electores pudiesen licenciar al diputado traidor, que sobre ciertas cuestiones fueran llamados a deliberar directamente, etc., etc.
En suma, es necesario corregir los vicios del sistema pero no privarse de sus ventajas.
El sistema parlamentario es malo porque es poco parlamentario, poco representativo, porque en él sobrevive todavía demasiado del viejo régimen. El diputado es un déspota frente a sus electores; el gobierno es un déspota hacia los diputados. Hay que invertir las tornas, devolver al pueblo las libertades que le han sido sustraídas recientemente y agregar otras. Hay que perfeccionar el sistema, no destruirlo.
Y prestemos especial atención en este cuarto de hora a no dejarnos aturdir por los gritos que se levantan contra el parlamentarismo de la parte más conservadora y más reaccionaria del país.
Yo he sido anti-parlamentario cuando la gente de bien estaba embelesada con el sistema parlamentario. Hoy que ésta muestra quererlo abandonar para volver atrás, yo me siento impulsado a defenderlo.
Merlino
De, L ‘Italia del Popolo, del 3 — 4 de noviembre de 1897.
El espectro de la reacción
Merlino quiere enmendar los errores pasados, surgiendo hoy en defensa del parlamentarismo.
Esta vez nos agita delante el espectro de la reacción.
Los clericales, los borbónicos partidarios del golpe de Estado, dice, combaten las instituciones parlamentarias para retornar al absolutismo: por tanto, unámonos para defender aquellas instituciones que, por malas que sean, son siempre mejores que los gobiernos absolutos.
El argumento no es nuevo. Por miedo a Crispi, Cavallotti y los demás democráticos de su ralea apoyaron a Di Rudini, y no está bien claro si no lo apoyan todavía; por miedo a los clericales tantos liberales han defendido a Crispi...
¿Por qué no podemos defender a la monarquía saboyana, que los curas quieren abatir o por lo menos expulsar de Roma? De la monarquía —diremos, parafraseando a Merlino— se tiene razón en decir todo el mal posible; pero lo cierto es que ella es mejor que el gobierno de los curas.
Con esta lógica se puede llegar lejos: dado que no hay institución reaccionaria, nociva, absurda, que no encuentre quien la combata a fin de sustituirla por otra peor. Más bien sería necesario que no hubiese ni anarquistas, ni socialistas, ni republicanos (salvo en los países donde existe la República) y nos convirtiésemos todos en conservadores... para salvarnos del peligro de volver atrás. O bien, seria necesario que los republicanos defendieran la monarquía constitucional por temor de ver volver a los austriacos y al Papa-rey; que los socialistas defendieran a la burguesía para garantizarse contra una vuelta al medievo; que los anarquistas hicieran la apología del gobierno parlamentario por miedo al absolutismo.
¡Oh! ¡Qué bicoca para los que detentan el poder político y económico!
Pero estamos demasiado habituados a estas insidias para quedar presos en ellas.
Cuando surgió la Internacional, vale decir que cuando el socialismo comenzó a convertirse en partido popular y militante, los liberales y los republicanos gritaron que hacía el juego a los intereses del imperio, de Bismarck o de otras monarquías; cuando en Inglaterra los obreros comenzaron a constituirse en partido independiente, los liberales dijeron que estaban pagados por los conservadores, y así siempre, cuando una idea más avanzada ha venido a estropear los huevos en el canasto a aquellos que estaban en el poder. Hoy todavía, cuando los socialistas legalistas votan por uno de ellos y los anarquistas predican la abstención electoral, los democráticos y los republicanos suelen decir que se favorece indirectamente al candidato del gobierno: lo que puede realmente ser a veces el efecto inmediato de la intransigencia electoral de los unos y del abstencionismo de los otros, pero no es razón suficiente para renunciar a la propaganda de las propias ideas y al porvenir del propio partido.
Los reaccionarios se aprovechan de la corrupción, de la impotencia parlamentaria para levantar la bandera del clericalismo y del absolutismo; es verdad.
¿Pero querría por esto Merlino que nos pusiéramos a intentar esta tan imposible tarea cuanto contraria a nuestras convicciones y a nuestros intereses de partido, de salvar al parlamento del desprecio y del odio popular?
Entonces sí que el pueblo, viendo que el parlamento no tiene otros enemigos que los reaccionarios, se arrojaría enteramente en sus brazos. Si Boulanger en Francia pudo convertirse en un peligro serio, fue porque los anarquistas eran pocos, y la masa de los socialistas, siendo parlamentaristas, participaban del descrédito en que el parlamentarismo ha caído justamente.
Nuestra misión en cambio es la de mostrar al pueblo que, dado que el gobierno parlamentario, tan maléfico como es, es sin embargo la menos mala de las formas posibles de gobierno, el remedio no está entonces en cambiar de gobierno sino en abolir el gobierno.
Por otra parte, el mejor medio de salvarse del peligro del retorno al pasado es el de convertir al futuro cada vez más amenazador para los conservadores y para los reaccionarios.
Si en Italia no hubiese republicanos, socialistas y anarquistas, un golpe de Estado habría ya desbandado a este conjunto de diputados, por poca que sea la incomodidad que procuren a los ministros; y los clericales serían mucho más audaces si la existencia de los partidos avanzados no les hiciese temer que una oleada popular echaría por los aires, con las demás cosas, a toda la jauría vaticanista. No existirían monarquías constitucionales si los reyes no tuvieran miedo de la República; en Francia no habría República si la Comuna de París no hubiese dado que pensar a los partidarios de la restauración; y si en Italia alguna vez se hace una República, será cuando la amenaza creciente del socialismo y del anarquismo induzca a la burguesía a intentar ese último medio para ilusionar y frenar al pueblo.
Pero todo lo dicho es quizás inútil para Merlino. El peligro reaccionario es para él simplemente una ocasión y un pretexto para defender el parlamentarismo, no como un mal menor, sino como una institución necesaria a la sociedad.
Concluye en efecto que el sistema parlamentario es malo porque es poco parlamentario... y que es necesario perfeccionar el sistema, no destruirlo.
Esto nos llevaría a hacer la crítica del sistema parlamentario en sí y a demostrar que los malos efectos que produce no dependen de abusos y errores accidentales, sino de la naturaleza del sistema. Pero Merlino se contenta con afirmar sin aducir razones, y a nosotros el espacio no nos consiente esta vez volver sobre la cuestión que ya hemos tratado muchas veces.
Merlino, más allá del referido peligro, tiene otro argumento en favor del parlamentarismo, y este es ad homines, esto es, dirigido especialmente a los anarquistas como individuos.
Los compañeros confinados, dice él, denuncian a otros los abusos de que son víctimas y estarían muy felices si sus lamentos encontrasen al menos un eco en el parlamento; y le parece que ésta sea una incoherencia con su profesión de fe antiparlamentaria.
Y bien, esto, cuando sucede, podría a la sumo demostrar que los hombres cuando sufren o son solicitados por una necesidad o una pasión, están sujetos a anteponer el interés inmediato a la ventaja general de la causa, y a cometer incoherencias. Y de este género de incoherencias Merlino encontrará cuantas quiera en nosotros, en él mismo y en todos aquellos que tienen aspiraciones e ideales en contradicción con el ambiente en que están constreñidos a vivir. Nosotros no creemos en la justicia de los jueces y combatimos el ordenamiento judicial en su principio y en sus formas; sin embargo cuando nos encarcelan nos defendemos, apelamos y nos valemos de todos los artilugios de procedimiento que nos permitan salir. No admitimos las leyes, y mandamos nuestros diarios al registro y a menudo estudiamos la frase para huir a las armas del fisco. No admitimos el salario y trabajamos por un salario. No admitimos la propiedad privada y estamos contentos cuando tenemos algo; no admitimos la competencia comercial y debatimos el precio de las cosas que compramos o vendemos... y podemos continuar hasta el infinito.
¿Pero es cierto que esta contradicción entre el ideal y el hecho es efecto de incoherencia y debilidad de carácter?
Merlino no creerá, esperemos (¡qué diablos, hace tan poco que nos ha dejado!) que somos revolucionarios místicos, a la manera de aquellos sectarios rusos que, convencidos de que el sello es la firma del diablo, como en Rusia no se puede vivir y moverse sin tener en el bolsillo el pasaporte con el correspondiente sello, antes de tocar el diabólico documento, se refugian en las selvas y se condenan voluntariamente a una esclavitud peor que aquella que les impondría el gobierno.
Toda institución, por mala que sea, contiene en sí un cierto lado bueno, un cierto correctivo, que limita sus malos efectos; y nosotros nos volveríamos la vida imposible y serviríamos los intereses de nuestros enemigos si, constreñidos a sufrir todo el mal de las instituciones, no intentáramos aprovechar el poco bien relativo que se puede obtener de ellas. Pero no por esto podemos considerarnos empeñados en defender aquellas instituciones y dejar de hacer todo la posible para desacreditarlas y abatirlas.
La sociedad, por ejemplo, con su mala organización crea los malhechores y el gobierno nos impide llevar armas o proceder de otra manera a nuestra defensa. Por tanto, si somos atacados de noche y no nos podemos defender, naturalmente estaremos contentos si aparecen dos carabineros para liberarnos y no les diremos, como la mujer de Sganarello, que estamos contentos de ser agredidos. Pero no por esto nos haremos amigos de los carabineros y haremos prácticas para entrar en ese grupo.
Las autoridades municipales han monopolizado los servicios públicos y con la excusa de estos servicios nos oprimen con los impuestos. No podemos pagar los impuestos y luego estar indiferentes a lo que hace el municipio, esperando el día en que el pueblo pueda cuidar por sí mismo de sus intereses; y por esto gritamos e intentamos provocar la indignación popular cuando el municipio por estúpida imprudencia y sórdida avaricia deja inundar Ancona y tiene una biblioteca en tales condiciones que no sirve a nadie.
Así sucede con el parlamento. Se ha arrogado el derecho de hacer las leyes y nosotros, que de las leyes somos las víctimas, debemos por fuerza contar con él si queremos que estas leyes, en tanto haya leyes, sean lo menos opresivas que sea posible.
Pero como no creemos en la buena voluntad de los diputados y como aspiramos a la abolición tanto del parlamento, como de todo otro gobierno, no nos proponemos nombrar buenos diputados, sino presionar sobre aquéllos que hay, sean cuales sean, agitando al pueblo y metiéndoles miedo. Y cuando falte una eficaz agitación popular, haremos todavía presión sobre cada diputado para que eche en cara al gobierno sus abusos, pero lo haremos porque, o ellos se prestarán a nuestros deseos o no se prestarán y se verá su mala voluntad.
Que se tranquilice Merlino, si tanto le aflige nuestra incoherencia. Nosotros nos alegarmos si algún diputado echa en cara a los ministros su infamia; pero no dejamos por ello de considerar al parlamento responsable de lo que hace el gobierno, dado que si él quisiera el ministerio debería obedecer; ni cesamos de tener a ningún diputado en la mala estima que merece quien aprovecha la ignorancia y el borreguismo de los electores para hacerse delegar un poder que no puede resultar sino en daño del pueblo.
Malatesta
De, L´Agitazione, del 11 de noviembre de 1897.
Entre dos fuegos
A un artículo mío, El peligro, inserto en L´ Italia del Popolo del 5 de noviembre, ha respondido por una parte Luigi Minuti (L´ Italia del Popolo, 11 de noviembre) y por otro lado mi amigo Malatesta (L’Agitazione de Ancona, número 35).
No puedo resistir a la tentación de dar a conocer al lector el enfrentamiento, que es muy instructivo, de estas dos respuestas.
El hecho puesto de relieve por mi en el artículo, El peligro, es que la cruzada contra el parlamentarismo, que en un tiempo hacían los anarquistas y a veces también los socialistas, hoy la hacen los Seghele, los Cesana y otras personas respetabilísimas, pero que como remedio a los males del parlamentarismo proponen mutilarlo, volver atrás.
No querría, decía yo, que la gente mordiera el anzuelo y que, perdida toda confianza en el sistema parlamentario, se reconciliase con el despotismo. Un Boulanger no es posible en Italia. En el golpe de Estado no creo. Pero de hecho el gobierno, habiendo arrojado el descrédito sobre el parlamento, hace lo que le da la gana; y el país casi le aplaude, como aplaudió (como todos recuerdan) a Crispi.
Ese es un hecho que Malatesta reconoce como verdadero y que Minuti no desmiente.
Ante este hecho el republicano intransigente dice: Puede ser que la gente se vuelva republicana.
El anarquista abstencionista dice: Puede ser que se vuelvan todos anarquistas.
Y ambos se frotan las manos de contento. ¿Y si la gente se hiciera partidaria del gobierno absoluto? ¿O si se hiciera cada día más indiferente a la propia libertad (je m ‘en foutise, dicen los franceses con una palabra intraducible) o incapaces de ejercitarla? Esa es la cuestión.
Mis contradictores deberían examinar el hecho subrayado por mí y demostrar que la propaganda reaccionaria que se hace contra el sistema parlamentario no constituye un peligro, porque el pueblo está dispuesto a implantar la República o la anarquía.
Minuti razona así: El pueblo está disgustado del sistema parlamentario. Hagamos la República.
Bravo, ¿cómo hacerla si el pueblo no se preocupa ni siquiera de la poca libertad que podría tener en la monarquía?
Es justamente el caso de recordar el dicho de María Antonieta: falta el pan, distribuid brioches.
¿Pero no sabe Minuti que con un poco de energía este pueblo podría obtener en la monarquía al menos nueve décimas de las libertades que le prometería —y que no sabe si luego le daría— la República? ¿Que un pueblo resuelto, activo, experto en la agitación pública, impondría hoy al gobierno la abolición completa del confinamiento, el respeto a los derechos de reunión y de asociación, el derecho de huelga y muchas otras cosas?
El parlamento no es que no pueda funcionar bien en el sistema actual; más bien yo creo que no puede ni siquiera funcionar bien en una República capitalista, en la que hubiera pobres y ricos.
Pero el principio de la soberanía del pueblo, del derecho del pueblo a tener una voluntad y a hacerla valer, se puede y debe afirmar desde ahora, de todas las maneras, sin esperar la proclamación de la República.
Errico Malatesta hace un razonamiento análogo al de Minuti. El pueblo se muestra indiferente al gobierno parlamentario, no hace uso de los derechos que tiene y que podría hacer valer contra el gobierno. Por lo tanto, propugnamos la abolición del gobierno. Estas son, textualmente, sus palabras:
Los reaccionarios aprovechan la corrupción y la impotencia parlamentaria para levantar la bandera del clericalismo y del absolutismo: es verdad. ¿Pero querría por esto Merlino que nos pusiéramos a intentar esta obra tan imposible cuanto contraria a nuestras convicciones y a nuestros intereses de partido, de salvar el parlamento del desprecio y del odio popular? Entonces sí que el pueblo, viendo que el parlamento no tiene otros enemigos que los reaccionarios, se arrojaría enteramente en sus brazos. Si Boulanger en Francia pudo convertirse en un peligro serio, fue porque los anarquistas eran pocos, y la masa de los socialistas, siendo parlamentaristas, participaban del descrédito en que el parlamentarismo ha caído justamente.
La verdad es que muchos anarquistas pasaron a militar en las filas de los boulangeristas, justamente porque fueron desviados por la propaganda contra el sistema parlamentario, propaganda puramente negativa.
Abolir el parlamento, abolir el gobierno, ¿y luego? Y luego cada uno hará lo que quiera y se vivirá en el mejor de los mundos posibles.
Nuestra misión (la de los anarquistas) es la de mostrar al pueblo que, dado que el gobierno parlamentario, tan maléfico como es, es sin embargo la menos mala de las formas de gobierno, el remedio no está en cambiar el gobierno, sino en abolir el gobierno.
Esto lo decís vosotros, pero el pueblo cree que el gobierno de uno solo es mejor que el de pocos y no concibe en absoluto (de esto podéis estar seguros) un estado de cosas sin gobierno.
El pueblo no está convencido de que el sistema parlamentario sea la menos mala de las formas de gobierno y si no hubiera otro argumento para hacerle dudar de lo que vosotros decís, estaría la propaganda republicana, la cual le sugiere, según Minuti, un concepto de gobierno donde el parlamento tenga su razón de ser en el sufragio universal, y su explicación en una asamblea legítima, representante de la soberanía popular.
Un hombre o un partido puede atrincherarse detrás de una frase: abolición del gobierno. Pero el pueblo quiere saber cómo hará para vivir, para entenderse en las cosas de interés común. Abolido el municipio (que es un pequeño gobierno), ¿quién pensará en las calles, en la iluminación, en el cuidado de un río como el Tíber y en tantas otras cosas de interés común?
¿Pensarán todos? ¿Cada uno a su modo? ¿O no pensará ninguno? ¿O se encargarán algunos de ocuparse de estos servicios públicos en bien de todos? ¿Serán estos encargados los árbitros de actuar según su parecer o estarán sometidos a la voluntad de la población? ¿La población tendrá una voluntad única o pueden surgir entre ésta pareceres diferentes? ¿Y en este caso se deberá elegir entre uno u otro? ¿Cómo? ¿Se reunirá el pueblo en masa a deliberar sobre cada cuestión presente? ¿O bien se reunirán solamente los representantes o delegados de los varios grupos?
Malatesta no es un anarquista individualista o amorfista. Admite la necesidad de la representación y del voto mayoritario en algunas cosas de interés común indivisible. ¿Qué es esto sino el sistema parlamentario corregido y mejorado, no ya abolido?
Yo tengo una duda: que toda esta guerra que se hace al parlamentarismo, está hecha de palabras. En este caso sería lícita, si no fuese peligrosa. Comencemos por decirle al pueblo que aparezca, que se sirva de los derechos que tiene (como por otra parte hace L ‘Agitazione, a excepción, no sé por qué, del derecho electoral), que pida otros, que luche, que comience... para terminar donde y como mejor pueda.
Merlino
De, Avanti!, del 24 de noviembre de 1897.
Todavía el parlamento
Saverio Merlino ha replicado en Avanti! al artículo que publicó L’Agitazione número 35 en respuesta a la defensa que él hizo del parlamentarismo en L´ltalia del Popolo. El artículo de L’Agitazione no estaba firmado, pero Merlino, adivinando bien, me lo atribuyó, y esto me induce a responderle en mi nombre, aunque sobre esta cuestión estamos todos de acuerdo, no sólo nosotros los de la redacción, sino todos aquellos anarquistas que se van constituyendo en partido organizado y esperan poder mostrar con los hechos cómo se puede sustituir una fecunda y educadora acción popular a la acción parlamentaria que, según nuestro parecer, habitúa al pueblo a esperar de lo alto la propia emancipación y lo prepara así para la esclavitud.
Merlino, recordando que admito la existencia del peligro clerical y reaccionario, dice que yo respondo que puede darse que la gente se vuelva anarquista. En absoluto: yo digo que el remedio contra el peligro está en suscitar en el pueblo el sentimiento de la rebelión y de la resistencia, en inspirarle la conciencia de sus derechos y de su fuerza, en habituarlo a hacer por sí mismo, a pretender, a conquistar con su fuerza cuanta más libertad, cuanto más bienestar sea posible, y no ya en rehacer una virginidad al sistema parlamentario, que luego recorrería la misma parábola de decadencia que ya ha recorrido una vez.
Y por ello es necesario trabajar para que la gente se vuelva anarquista o al menos que el número y la potencia de acción de los anarquistas aumenten y los sentimientos y las ideas de la población se acerquen lo más posible a los sentimientos y a las ideas de los anarquistas.
Y todavía: Merlino dice que el pueblo no está convencido de que es necesario abolir el gobierno ¿quién pretende lo contrario? Si el pueblo estuviese convencido, la anarquía sería un hecho. Pero nosotros que estamos convencidos, tenemos el interés y el deber de convencer también a los demás.
El pueblo no está convencido, por ejemplo, de que el catolicismo es un amasijo de supersticiones, que los curas y los burgueses lo sostienen porque es un óptimo instrumento de dominación; y el pueblo no está convencido de que se puede prescindir de los patronos; pero no por esto Merlino nos aconsejaría ponernos a predicar, más bien que la destrucción, la reforma del catolicismo y del capitalismo.
Aparte de este error de interpretación, con el cual se me hace dar como un hecho lo que digo que se debe hacer, Merlino no responde a los argumentos de mi artículo y yo no puedo sino remitir a los lectores a ese artículo.
Y en cambio él insiste sobre la necesidad de una forma de gobierno y de parlamento, para que la sociedad pueda vivir y funcionar. Abolido el municipio, que es un pequeño gobierno, dice él, ¿quién pensará en las calles, en la iluminación, en el cuidado de los ríos y en tantas otras obras de interés común? ¿Pensarán todos? ¿Cada uno a su modo? ¿O no pensará ninguno? ¿O se encargarán algunos de ocuparse de estos servicios públicos por el bien de todos? ¿Serán estos encargados árbitros de obrar a su modo o estarán sometidos a la voluntad de la población? ¿La población tendrá una voluntad única o pueden surgir entre ésta pareceres distintos? ¿En este caso se deberá elegir entre uno u otro? ¿Cómo? ¿Se reunirá el pueblo en masa para deliberar sobre cada cuestión que se presente? ¿O bien se reunirán solamente los representantes o delegados de varios grupos?
Justamente: yo creo que los encargados de los servicios públicos serán las asociaciones de aquellos que trabajan en cada servicio; que estas asociaciones deberán cuidar al mismo tiempo del bienestar de sus miembros y de la comodidad de la población, y que estarán imposibilitadas de prevaricar por el control de la opinión pública, por los lazos de dependencia recíproca con las demás asociaciones y por el derecho de todos a entrar en las asociaciones y usar de los medios de producción que éstas operan. Creo que no habrá división fija entre quien dirige y quien ejecuta, y que la dirección del trabajo dependerá de derecho y de hecho de los trabajadores, los cuales para cada trabajo se organizarán y se dividirán las funciones del modo que estimen mejor. Creo que donde es necesario delegar individuos para una función dada, se les dará un mandato determinado, limitado, sujeto siempre al control y a la aprobación de la población, y sobre todo que no se empleará nunca la fuerza para obligar a la gente y para cumplir su mandato contra la voluntad de una fracción cualquiera de la población: el derecho de emplear la violencia, cuando se presentase la dura necesidad, deberá quedar siempre íntegro para todo el pueblo y no ser nunca delegado. Creo que cuando sobre una cosa a realizar se tienen opiniones diferentes y si no es posible o no es conveniente, se hará como quiere la mayoría, salvo todas las garantías posibles a favor de la minoría, garantías que se darían en serio, porque, no teniendo la mayoría ni el derecho ni la fuerza de constreñir a la minoría a la obediencia, tendrá que ganarse su aquiescencia por medio de condescendencias y pruebas de buena voluntad...
Y luego creo, más bien estoy seguro, que yo no tengo ni la capacidad ni la misión de hacer de profeta. Yo quiero combatir para que el pueblo se ponga en condiciones de hacer lo que quiere; y tengo confianza en que éste, incluso haciendo mil despropósitos y debiendo a menudo volver sobre sus pasos y experimentando contemporánea y sucesivamente mil formas distintas, preferirá siempre aquellas soluciones que la experiencia le muestre más fáciles y más ventajosas.
Merlino duda de que en el fondo se trate de una cuestión de palabras. Él se habría acercado más a la verdad (quizá se lo he advertido otras veces) si hubiera dicho que es una cuestión de método.
Cuáles serán las formas sociales del porvenir nadie puede precisarlo, y fácilmente nos pondremos de acuerdo sobre los conceptos generales que deberán guiar a una sociedad de seres libres e iguales... después que ésta sea constituida. La cuestión es el modo como se puede llegar a constituirla. Los autoritarios quieren imponer desde lo alto, por medio de leyes, lo que ellos consideren bueno. Los anarquistas, en cambio, quieren con la propaganda destruir el principio de autoridad en las conciencias y con la revolución destruir toda fuerza organizada que pueda constreñir a los hombres a actuar contrariamente a su voluntad.
A propósito, ¿querrá Merlino responder a una pregunta a la que ningún socialista democrático ha querido darme una respuesta explícita? Yo querría saber si, en su opinión, el gobierno o parlamento que él cree necesario para la vida social deberá tener a su disposición una fuerza armada.
En caso negativo, entonces realmente la diferencia entre nosotros seria poca, ya que yo soportaría de buen grado un gobierno... que no pudiera obligarme a nada.
Merlino no sabe comprender por qué L´Agitazione, que llama al pueblo a servirse de los derechos que tiene, hace una excepción con el derecho electoral. Nosotros le hemos explicado las razones varias veces.
El derecho electoral es el derecho de renuncia a los propios derechos y por tanto es contrario a nuestra finalidad; queremos que el pueblo se habitúe a combatir y a vencer directamente, con las propias fuerzas.
Se ha dicho que el derecho electoral es el derecho a elegir el propio patrón. En realidad no es ni siquiera esto: es el derecho de competir por una parte mínima en la lista de una partecita del propio patrón y luego creerse soberano.
Nosotros que queremos que el pueblo sea soberano de verdad, tenemos el máximo interés en impedir que éste tome en serio una soberanía de mentirijillas y se conforme.
Malatesta
De, L´Agitazione, del 2 de diciembre de 1897.
Uso y abuso de la fuerza
Me desagrada usurpar vuestro espacio, pero debo contestar a la pregunta que me dirige E. Malatesta.
A propósito, ¿querrá Merlino responder a una pregunta, a la que ningún socialista democrático ha querido darme una respuesta explícita? Yo querría saber si, en su opinión, ese gobierno o parlamento que él cree necesario para la vida social, deberá tener a su disposición una fuerza armada.
Responderé como me respondió una vez Malatesta.
Si la gente es suficientemente razonable, no será necesario usar la fuerza, de lo contrario, se recurrirá a ella. Entiéndase bien que el uso de la fuerza deberá estar reservado a los casos extremos y no deberá estar al arbitrio de un gobierno o de un parlamento el emplearla contra los ciudadanos, como son hoy el ejército o la policía, sino solamente los ciudadanos mismos podrán ser llamados en casos extraordinarios, como ya se usa en Inglaterra y en los Estados Unidos. En suma, es necesario regular el uso de la fuerza, limitar los casos, arrancarlo al arbitrio de una administración o autoridad central cualquiera, pero no se puede excluir a priori la necesidad de que la colectividad emplee la fuerza contra el individuo o contra la minoría, en los casos en que haya verdaderamente conflicto de voluntad y de intereses y la separación no sea posible y no se consiga un compromiso: Esto es, de palabra se puede prometer Arcadia, Eldorado y la paz perpetua, ¿pero se mantendría luego la promesa?
He aquí cómo le contesto a Malatesta, y a mi vez le hago una pregunta:
¿Los individuos usarán alguna vez la fuerza contra otros? ¿Si otro me da una bofetada, debo reaccionar o presentarle la otra mejilla?
Su respuesta, la preveo, es que debo reaccionar. ¿Y si soy débil? ¿Vendrá la gente a defenderme? ¿Cómo hará la gente, acudiendo durante una pelea, para saber de parte de quién está la razón, para ponerse de su lado? Posiblemente habrá quien tome partido por uno y quien por otro de los contendientes. Por tanto el pueblo debe estar enteramente en armas a cada disputa que se encienda entre dos individuos; y se dividirá en facciones, justamente como en los tiempos de Cerchiy de Donati, de Blancos y de Negros.
Yo he dicho, y repito, que este modo de entender la anarquía puede haber pasado en algún momento por la mente de alguno, pero no es sostenible; y cuanto antes lo corrijamos, mejor.
Malatesta dice que no hace de profeta. Así dicen también los socialistas democráticos, cuando se trata de demostrarles los inconvenientes del colectivismo. Por tanto demolamos y no nos cuidemos de nada más. ¿Pero se puede demoler sin saber qué se debe demoler realmente, y por qué? ¿Se puede adelantar a ciegas? No, tanto es verdad, que Malatesta tiene sus ideas. El sabe o cree que serán encargadas de los servicios públicos las asociaciones de aquellos que trabajan en cada servicio; que deberán cuidar al mismo tiempo del bienestar de sus miembros y de la comodidad de la población.
¿Deberán, porque lo decíais vosotros? Pero vosotros que a menudo notáis, y justamente, que la administración colectivista estaría inclinada a abusar de su autoridad y no podría permanecer democrática, vosotros debéis también saber que una asociación encargada de un servicio público miraría primero por su propio interés y la comodidad de sus miembros, y luego, si acaso, al de la población. Vuestras asociaciones se convertirían en otros tantos cuerpos burocráticos. ¿Cómo podéis creer vosotros que serían nada menos que imposibilitadas de prevaricar por el control de la opinión pública? ¿Cómo se ejercitaría ese control? ¿Qué formas asumiría? ¿Quizá la de una insurrección popular contra cada administración que no obedeciera a la voluntad de la población? Pongamos que la asociación ferroviaria se negase a hacer correr un expreso entre Roma y Ancona: ¿Sería puesta en su lugar por el pueblo en rebelión? ¿Y si la opinión pública estuviera dividida? ¿Si todas las localidades recorridas por el tren pidieran su detención? ¿Si la asociación fomentase voluntariamente la discordia?
Habría, agrega Malatesta, los lazos de dependencia recíproca entre las asociaciones. ¿Qué lazos? ¿De qué especie? ¿Pactos, obligaciones, deliberaciones colectivas, comités federales, congresos? Lo que equivaldría a un parlamento.
Y por último estaría el derecho de todos a entrar en las asociaciones y usar de los medios de producción que éstas emplean.
Esto además impediría a las asociaciones funcionar una sola hora. Imaginemos un astillero, donde se está fabricando una nave, invadido por gente que quiere meter las manos por todos lados y sustituyendo a aquellos que trabajan, para mañana, quizá, marcharse y dejarlo desierto.
Figurémonos una farmacia en que se presentan a trabajar los diletantes farmacéuticos, y así en todo lo demás.
A mí me parece que debemos entendernos sobre los elementos del socialismo antes de discutir sobre métodos.
Merlino
De, L´Agitazione, del 16 de diciembre de 1897.
Anarquía... ¿contra qué?
Yo sé que Merlino, ejemplo raro entre los polemistas y los hombres de partido, no intenta en las discusiones colocar en situación difícil al adversario con artificios retóricos, sino que se esfuerza por llevar luz sobre la materia en cuestión; sé que él propone siembre buscar la verdad y propagar lo que ha llegado a creer verdadero, y por ello me ha maravillado mucho el último articulo que nos ha enviado, en el cual, mientras se propone responder a una pregunta hecha por mi en la esperanza real de saber mejor cuáles son sus ideas, él gira en torno a la cuestión, intenta impresionar al lector con una cierta apariencia de espíritu práctico y ... me deja más perplejo que antes.
Yo preguntaba si, según él, aquel gobierno cualquiera, o parlamento, que él cree necesario para el buen funcionamiento de la sociedad, deberá tener a su disposición una fuerza armada.
Y Merlino me responde que el uso de la fuerza deberá ser reservado a los casos extremos y no deberá ser dejado al arbitrio de un gobierno o de un parlamento el emplearla contra los ciudadanos recalcitrantes a una orden dada.
Yo no entiendo nada. Si el gobierno no tiene el derecho de obligar a los ciudadanos a obedecer las leyes, entonces no es más un gobierno, en el sentido común de la palabra y nosotros no tendríamos ya que pedir su abolición: nos bastaría con hacer lo que nos parezca cuando aquello que él quiere no nos conviene.
No debe haber una fuerza armada permanente, dice Merlino, pero los ciudadanos mismos podrán ser llamados en casos extraordinarios, como ya se usa en Inglaterra y en los Estados Unidos. ¿Pero llamados por quién? ¿Por el gobierno? ¿Estarán obligados a presentarse a la llamada? En Inglaterra y en los Estados Unidos hay una policía; y las milicias que el gobierno llama en casos extraordinarios sirven, salvo que no se rebelen, a las finalidades del gobierno. entre las cuales la primera es la de frenar y a ser necesario, masacrar al pueblo. ¿Éste es el régimen político que anhela Merlino?
Pero el uso de la fuerza es regulado y sustraído del arbitrio de una administración central cualquiera, dice Merlino. Que se trate por tanto de un estatuto que deberá fijar los derechos respectivos del ciudadano y los del gobierno y que será respetado... como siempre lo han sido los estatutos.
Nosotros queremos que todos los ciudadanos tengan igual derecho a ser armados y de tomar las armas cuando se presente la necesidad, sin que nadie pueda obligarlos a marchar o a no marchar. Queremos que la defensa social, interés de todos, sea confiada a todos, sin que ninguno haga el oficio de defensor del orden público y viva de él.
Pero, dice Merlino, si soy atacado por uno más fuerte que yo, ¿cómo me defenderé? ¿Acudirá la gente a ayudarme? Y si acude, ¿cómo hará para juzgar de qué parte está la razón? Y como probablemente se producirán opiniones diversas, entonces, ¿por cada disputa habrá una guerra civil?
¿Los carabineros, respondo yo, están siempre presentes para defender a quien es atacado? ¿Es seguro que éstos no se ponen nunca de parte del que está equivocado? ¿El juicio de los magistrados ofrece quizás más garantías de justicia que el de la muchedumbre? ¿Y la tiranía es por tanto preferible a la guerra civil? Merlino razona como hacen los conservadores. Él pone ante todo los inconvenientes, todos los conflictos posibles de la vida social y se sirve de ellos para calificar de imposibles y absurdos nuestros ideales, olvidando sin embargo, decimos, cómo se reparan estos inconvenientes y estos conflictos en su sistema.
Merlino teme la guerra civil. ¿Pero qué es un régimen autoritario sino un estado de guerra en que una de las partes ha sido vencida y se encuentra sujeta? Merlino nos dirá que él es libertario y no ya autoritario; pero si alguno, individuo o colectividad, minoría o mayoría, puede imponer a los otros la propia voluntad, la libertad es una mentira, o no existe sino para quien dispone de la fuerza.
Yo no he dicho nunca que la anarquía, especialmente en los primeros tiempos, será Arcadia o Eldorado. Habrá por supuesto problemas y dificultades inherentes a la imperfección y al desacuerdo de los hombres; pero si hay probabilidad de que los males sean menores que en cualquier régimen autoritario, esto me basta para ser anarquista.
El bienestar y la libertad de todos, la abolición de la tiranía y de la esclavitud no se pueden obtener sino cuando los hombres se esfuercen por armonizar sus intereses y se plieguen voluntariamente a las necesidades sociales.
Y yo creo que, abolida la propiedad individual y el gobierno, está destruida la posibilidad de explotar y oprimir a los demás bajo la égida de las leyes y de la fuerza social, los hombres tendrán interés, y por tanto voluntad, de resolver los posibles conflictos pacíficamente, sin recurrir a la fuerza. Si esto no ocurriese, evidentemente la anarquía sería imposible; pero serían también imposibles la paz y la libertad.
Merlino no está persuadido cuando digo que contra la voluntad de los hombres la anarquía no se hace. ¿Pero sabe él concebir un régimen que se rija sin y contra la voluntad de los hombres, o al menos de aquellos de entre los hombres que piensan y quieren? ¿Y conoce él un régimen que valga más de lo que valen los hombres que lo aceptan?
Todo depende de la voluntad de los hombres. Busquemos por tanto educarlos para querer la libertad y la justicia para todos, y expulsar de su espíritu el prejuicio de la necesidad del gendarme.
Yo dije que no soy profeta, y Merlino encuentra que yo respondo como hacen los socialistas democráticos cuando se trata de demostrarle los inconvenientes del colectivismo.
El caso no es igual.
Los socialistas democráticos quieren que el pueblo los mande al poder, a hacer las leyes, a organizar la nueva sociedad, y más bien deberían decirnos qué uso harían de ese poder y a qué leyes nos someterían.
Nosotros los anarquistas, en cambio, queremos que el pueblo conquiste la libertad y... haga lo que quiera.
Tener desde ahora ideas y proyectos prácticos es necesario, dado que la vida social no admite interrupción y el pueblo deberá, el día mismo en que se haya desembarazado del gobierno y de los patronos, proveer las necesidades de la vida. Pero estas ideas podrán ser diferentes en los distintos países y en las variadas ramas de la producción y si incluso fueran erradas, el mal no sería grande, en tanto que, no habiendo un poder conservador que obligue a perseverar en los errores, ni una clase constituida que aproveche de estos errores, se podrá siempre cambiar y mejorar todo lo que no pase la prueba. La anarquía es, en un cierto sentido, el sistema experimental aplicado al arte de vivir civilmente.
Y luego, yo no soy sino un individuo, y yo y todos los anarquistas actuales no somos sino una fracción del pueblo, y por tanto podremos decir a los demás aquello que querríamos, pero nunca lo que será, deberá ser necesariamente modificado mediante el concurso de otras tantas voluntades que hoy no sabemos cuáles serán.
Por otra parte, incluso no teniendo ninguna inclinación por el arte profético, yo expresé alguna de mis ideas sobre la futura organización social, y Merlino las ha refutado... más bien puerilmente.
Yo dije, por ejemplo, que los servicios públicos serán realizados por las asociaciones de los trabajadores de los diversos ramos y que estas asociaciones se cuidarán al mismo tiempo del bienestar de sus miembros y de la comodidad de la población. Y Merlino dice que estas asociaciones, a semejanza de los cuerpos gubernativos, cuidarían primero de la comodidad de sus propios miembros y luego, si acaso, de la de la población. Puede darse muy bien, pero como cada trabajador por una parte es miembro de una asociación de producción y por otra es parte de la población, es probable que se diera cuenta pronto de que en el juego de tirar cada uno en su provecho pierden todos y por ello pensaría que vale más ponerse de acuerdo y trabajar todos de buena gana por el bien general. Totalmente diferente es en cambio la posición del gobernante, el cual impone a otros las reglas de trabajo y puede acomodar todo en su provecho y en el de sus amigos.
Yo dije que la opinión pública impediría a las asociaciones prevaricar; y Merlino me pregunta si habrá una insurrección popular contra toda administración que no obedezca la voluntad del pueblo. Y sin embargo no hace muchos días que Merlino ha escrito, y tiene razón, que si el pueblo quisiera podría, incluso en el régimen actual, no obstante las riquezas y los soldados de que disponen las clases dominantes, impedir muchísimos abusos e imponer el respeto de muchas libertades. La tesis que sostiene Merlino debe ser realmente muy mala, ya que se ve obligado a recurrir a las bromas de los reaccionarios.
Yo hablaba de los lazos de dependencia recíproca entre las asociaciones y Merlino no entiende de qué lazos hablo. ¿Pero no está claro que el panadero, por ejemplo, tiene necesidad del molinero que le provee la harina, del campesino que le provee de grano, del albañil que le hace la casa, del sastre que le viste y así hasta el infinito? ¿No está claro que todos tienen interés y necesidad de ponerse de acuerdo con todos? ¿Pero cómo se establecerán estos acuerdos? Pregunta Merlino. ¿Mediante pactos, obligaciones, comités federales, congresos? Con estos o con otros medios, pero no ciertamente, si los trabajadores pretenden ser libres, mediante parlamentos que hagan la ley y la impongan a todos con la fuerza.
Yo reclamaba, en fin, como garantía contra la formación de monopolios en perjuicio de la población, el derecho de todos a entrar en las asociaciones y a usar de los medios de producción empleados por éstas. Y Merlino responde imaginando un astillero invadido por gente que quiere meter mano por todas partes o una farmacia donde los diletantes vayan a mezclar y confundir todo. ¿No parece escuchar a un reaccionario que, queriendo combatir la propuesta de abrir un jardín al público, dijera que toda la población querría entrar al mismo tiempo en el jardín y moriría pisoteada y sofocada? En la práctica, sin embargo, resulta que cuando se abre un jardín público el derecho para todos de ir a pasear basta para impedir el monopolio, pero no produce en absoluto una muchedumbre que destruiría el placer de pasear. Mi concepto era claro, yo hablaba del derecho que debe tener la gente de proveer por si a un trabajo dado, cuando aquellos que lo hacen quisieran servirse de él como medio para explotar y oprimir a los demás; y no ya el derecho de los desocupados a ir a molestar a quien trabaja.
Pero, en suma, mis ideas pueden estar equivocadas y, como he dicho, no seria un gran mal, porque yo no quiero imponerlas a nadie. Merlino en cambio, que se lamenta de que nosotros no queremos ser profetas y no definimos suficientemente nuestras ideas sobre el porvenir, debería decirnos qué es lo que él quiere.
No cree en la administración de los socialistas democráticos ni en las asociaciones de los anarquistas, y tampoco quiere demoler el presente sin preocuparse del porvenir. ¿Qué quiere él entonces?
Criticar las ideas ajenas es una óptima cosa, pero no basta. Nosotros sabemos que todos los sistemas tienen sus lados débiles: el nuestro como el de los demás. Pero para renunciar al nuestro seria necesario que se nos propusiese uno que tenga menos inconvenientes.
Todo es relativo. Nosotros somos anarquistas porque la anarquía, en el sentido que le damos a la palabra, nos parece la mejor solución al problema social. Si Merlino conoce algo mejor, que nos lo enseñe pronto.
Malatesta
De, L’agitazione, del 23 de diciembre de 1897.
Contraste personal
Creía que, aunque sólo fuera por la amistad que nos liga, Malatesta y yo habríamos podido polemizar sin llamarnos matón y sinvergüenza uno al otro. Pero me he equivocado. La polémica apasiona y un hombre apasionado no logra, aunque sea el mismo Catón, mantenerse justo y ecuánime. Malatesta además es hombre de partido, está inmerso desde la juventud en las luchas políticas, defiende su pasado, cree quizá que esté en juego en la polémica entre nosotros empeñada su posición de jefe moral del partido anarquista italiano y por lo tanto no consigue, menos que los demás, discutir serenamente.
El sistema elegido por él para combatirme es el siguiente:
Me lanza numerosas cortesías: yo soy un hombre que busco la verdad, que rehuyo las trampas, que no recurro a artificios retóricos para poner en dificultad al adversario, etc., etc. Pero luego se maravilla de que yo dé vueltas en torno a la cuestión, que intente impresionar al lector con una cierta apariencia de espíritu práctico, y me llama reaccionario sin ambages. Merlino razona como hacen los conservadores. Se ve constreñido a recurrir a las bromas de los reaccionarios. Parece escuchar a un reaccionario, etc., etc.
Estas invectivas se comprende bien a qué sirven. Un proverbio dice: llama perro a uno y podrás dispararle. Malatesta no lo hace a posta, pero siente que si logra hacerme considerar reaccionario por los lectores de su diario, quita todo crédito a mis argumentos y que incluso si yo tengo razón y él está equivocado, todos le darán la razón a él. Él por tanto me califica a cada paso de reaccionario. A fuerza de oírselo, el lector se acostumbra a la idea de que me he vuelto un defensor encarnizado del actual orden de cosas y termina por creerlo firmemente y por apasionarse contra mí de tal guisa que ya no puede apreciar serenamente mis argumentos.
Yo podría valerme, contra Malatesta, del mismo método: podría, si quisiese, valiéndome de ciertas recientes declaraciones suyas acerca de la necesidad de luchar por el mejoramiento actualmente posible, darme el gusto de pintarlo a los ojos de sus amigos como un reaccionario, o al menos como un revolucionario que se encamina a convertirse en reaccionario.
Prefiero cerrar la polémica remitiendo al lector que tenga la curiosidad de conocer cuál es la solución, no colectivista-autoritaria ni anárquico-amorfista, que yo propongo al problema social, a un volumen que será publicado dentro de unos días por Treves (nota de la redacción: se trata de La utopía colectivista).
En cuanto a Malatesta, le advierto que la primera vez que él, pensando por su cuenta, disienta de sus amigos, éstos lo tratarán, si ya algunos no lo tratan, como él me trata a mí; y él no podrá lamentarse de ellos, porque habrán sido educados en su escuela.
Merlino
De, L’agitazione, del 29 de diciembre de 1897.
Clarificaciones sobre la polémica
Me duele que Merlino se haya ofendido con mi respuesta; pero no me parece haber sobrepasado los límites permitidos en una polémica cortés entre personas que se estiman. Noté la similitud existente entre algunos de sus argumentos y aquéllos adoptados ordinariamente por los conservadores y los reaccionarios, así como él había dicho que yo respondía como hacen los socialistas democráticos. ¿Es ofensivo esto? Para mi no hay ninguna ofensa cuando no se duda de la sinceridad del contradictor.
De todas maneras, ya que Merlino quiere cerrarla, yo no insistiré; y esperaré su nuevo volumen para juzgar la solución que él propone al problema social.
De una sola cosa quisiera estuviera seguro Merlino, y es que si él o cualquier otro me convenciese de que estoy equivocado, yo lo confesaría rápidamente, a pesar de mi pasado y de mi presente.
Malatesta
De, L´Agitazione, del 30 de diciembre de 1897.
Conclusión
Por una deferencia personal, que alguno ha querido reprocharnos y de la que no nos arrepentimos, y por el honesto deseo de hacer oír a nuestros lectores las dos campanas y ponerlos en condición de poder juzgar con pleno conocimiento, abrimos a Merlino nuestras columnas.
El prefirió declararse ofendido por la crítica de Malatesta y cortar la polémica... para ir luego a atacar, incidentalmente, en nota a un artículo suyo publicado en la revista de Colajanni (Revista Popolare).
Está en su derecho. Él puede atacarnos y criticarnos cuando y donde le parezca; pero no debería creerse con el derecho a falsear nuestras ideas, que él conoce, ya que no hace todavía mucho tiempo que junto con nosotros las profesaba y defendía.
En la nota a que hacemos alusión él dice: Sólo algún anarquista amorfista puede decir con Malatesta: Nosotros los anarquistas queremos que el pueblo conquiste la libertad y haga la que quiera.
Dejemos estar, porque no importa a la cuestión, si se trata de algunos, o de muchos o de todos los anarquistas. ¿Pero por qué Merlino nos llama amorfistas?
Históricamente, esta palabra ha sido empleada o para indicar un modo especial de concebir las relaciones entre hombres y mujeres, o más comúnmente, para distinguir a los partidarios de ciertas concepciones individualistas de la vida social, que estuvieron de moda en los años pasados entre anarquistas y que a nosotros nos parecieron, de acuerdo entonces con Merlino, aberraciones. Y en aquel sentido el apelativo de amorfistas, en boca de Merlino y dirigido a nosotros, no es sino un insulto gratuito.
Etimológicamente, amorfista quiere decir que no admite formas. ¿Qué autoriza a Merlino para pensar que nosotros hemos perdido la razón al punto de creer posible la existencia de una sociedad que no tenga forma?
¡Amorfistas, porque creemos que las formas que asuma la vida social sean el resultado de la voluntad popular, de la voluntad de todos los interesados! ¿Pero entonces Merlino quiere que alguien las imponga al pueblo contra o sin la voluntad del pueblo mismo? ¿Y que las conserve con la fuerza incluso cuando hayan cesado de responder a las necesidades y a la voluntad de los interesados?
Discutamos desde ahora de los variados problemas que pueden presentarse en la vida social y de las varias soluciones posibles; hagamos proyectos sobre el modo de administrar los intereses generales e indivisibles del consorcio humano; preparemos en las asociaciones y federaciones obreras los elementos de la reorganización futura; todo esto es útil, es indispensable, para que el pueblo tenga una voluntad clara y pueda ponerla en práctica. Pero insistamos en que la reorganización social se haga de abajo hacia arriba, con el concurso activo de todos los interesados, sin que nadie, individuo o grupo, minoría o mayoría, déspota o representante, pueda imponer con la fuerza a la gente la que la gente no quiere aceptar.
Merlino nos presenta una especie de esquema de constitución política.
Hay que distinguir dice, los asuntos más importantes y de los cuales todos más o menos entienden, y hacerlos decidir directamente por el pueblo en los clubs o asociaciones, cuyos delegados se reunirían, como en las convenciones americanas, únicamente para concretar la solución definitiva en conformidad con los mandatos recibidos. Para asuntos menos importantes y para aquellos que requieren conocimientos especiales, constituir administraciones especiales —sin lazos jerárquicos entre ellas— sujetas al mandato popular. Antes que nada el pueblo debe concurrir al nombramiento de los administradores públicos; luego éstos deben ofrecer garantías de capacidad, además de haber reglas de administración que impidan las arbitrariedades y los favoritismos; los administradores deben permanecer iguales a todos los demás ciudadanos y recibir en compensación por su trabajo un tratamiento aproximadamente igual al que los ciudadanos todos obtienen de su trabajo; en fin, los interesados deben poderse oponer a los actos injustos de los administradores públicos y llamar a estos últimos a rendir cuenta públicamente de su gestión. Es necesario, sobre la base de la igualdad de las condiciones económicas, elevar un sistema de administración pública emanante directamente del pueblo y no sujeto a ningún centro de gobierno.
¿Pero cómo se debe llegar a esta y a cualquier otra manera de administración de los intereses colectivos? He aquí para nosotros la cuestión importante.
¿Debe la nueva constitución social ser formulada brotando de una constituyente nacional o internacional e impuesta a todos? ¿O debe ser el resultado gradual, siempre modificable, de la vida misma de una sociedad de individuos económica y políticamente iguales y libres?
¿Debe el pueblo, después de abatido el gobierno, nombrar otro, el cual luego debe, según la utopía de los socialistas democráticos, eliminarse a sí mismo; o debe destruir completamente el mecanismo autoritario del Estado y formar un régimen libre por medio de la libertad?
Esto Merlino no la dice y éste es el punto de división entre socialistas democráticos y socialistas anárquicos.
En su conferencia del domingo en Roma, Merlino habría, según el resumen del Avanti!, combatido a los anarquistas libertarlos absolutos (¡de nuevo apelativos de sabor equívoco!), porque con su sistema los prepotentes tendrían modo de aplastar a los más débiles y a los más dóciles...
Por tanto Merlino, para ponerles un freno a los prepotentes querría... ¡Mandarlos al poder! ¿O cree él que al poder irían los más débiles y los más dóciles?
¡Oh, santa ingenuidad!
Malatesta
De, L´Agitazione, del 13 enero 1898.
[1] En el original el título aparece como Declaración de separación del anarquismo, sin embargo, de ninguna manera podemos considerar que Merlino, en este escrito, este manifestando abiertamente ninguna separación del anarquismo, sino simplemente se autodefine como socialista libertario. Aclaración de Chantal López y Omar Cortés.