Fernando Antonio Nogueira Pessoa
El banquero anarquista
Terminábamos de cenar. Frente a mí, como ausente, fumaba mi amigo el banquero, gran comerciante y acaparador insaciable. La conversación, que había ido languideciendo, yacía muerta entre nosotros.
Intenté reanimarla al azar, recurriendo a una idea que acababa de pasar por mi mente. Me volví hacia él, sonriendo:
— Por cierto: el otro día me dijeron que hace años fuiste anarquista...
— Pues sí, lo fui. Y lo soy. No he cambiado al respecto. Soy anarquista.
— ¡Vamos! ¡Tú, anarquista! ¿En qué...? A menos que des al término un sentido distinto...
— ¿... del corriente? No. No lo doy. La empleo en el sentido vulgar.
— ¿Quieres decir, entonces, que eres anarquista exactamente en el mismo sentido en que lo son esos tipos de las organizaciones obreras?
¿Que entre tú y los de la bomba y los sindicatos no hay ninguna diferencia?
— Diferencia, lo que se dice diferencia, sí la hay... Evidentemente, hay diferencia. Pero no la que tú crees. De lo que dudas, tal vez, es de que mis teorías sociales sean iguales a las suyas...
— ¡Ah, entiendo! En la teoría eres anarquista; en la práctica...
— En la práctica soy tan anarquista como en teoría. Y en la práctica lo soy más, mucho más, que los tipos que has citado. Toda mi vida lo demuestra.
— ¿Eh?
— ¡Que toda mi vida lo demuestra, hijo! Tú nunca has prestado una atención lúcida a esas cosas. Y te parece que he dicho una burrada, o que ando jugando contigo.
— Mira, no entiendo nada. A no ser..., a no ser que juzgues tu vida como algo disolvente, antisocial, y que por darle el mismo sentido al anarquismo...
— He dicho que no. He dicho que no doy al término anarquismo un sentido diferente del vulgar.
— Bien... Sigo sin entender. Escucha: ¿quieres decir que no hay diferencia entre tu teoría, verdaderamente anarquista, y la práctica de vida? De tu vida de ahora... ¿Quieres hacerme creer que llevas una vida exactamente igual a la de los anarquistas corrientes?
— No, no; no es eso. Quiero decir que entre mi teoría y la práctica de mi vida no hay divergencia alguna; que entre una y otra hay identidad total. Si bien es cierto que no llevo una vida como la de esos tipos de los sindicatos y las bombas, pero no es menos cierto que sus vidas están al margen del anarquismo, al margen de los ideales que profesan.
No la mía. En cuanto a mí sí, en cuanto a mí: banquero, gran comerciante y acaparador, si así lo quieres, en cuanto a mí, la teoría y la práctica del anarquismo forman un conjunto armónico. Me has comparado a los idiotas de los sindicatos y las bombas para señalar que yo soy diferente. Y lo soy, pero la diferencia es ésta: ellos (sí, ellos: no yo) son anarquistas únicamente en teoría, mientras que yo lo soy en la teoría y en la práctica. Ellos son anarquistas y estúpidos; yo, anarquista e inteligente. Así es, amigo: el verdadero anarquista soy yo. Los de los sindicatos y las bombas (también anduve en eso, y lo abandoné justamente gracias a mi verdadero anarquismo) son la basura del anarquismo, los hembras de la gran doctrina libertaria.
— ¡Asombroso! ¡Ni al diablo se le ocurre! Pero entonces, ¿cómo concilias tu vida entendámonos: tu vida bancaria y comercial con la teoría anarquista? ¿Cómo la concilias, tú, que dices entender por teoría anarquista exactamente lo que los anarquistas corrientes entienden? Y aseguras, encima, que te diferencias de ellos por ser más anarquista, ¿verdad?
— Precisamente.
— No entiendo nada.
— ¿Tienes ganas de entender? Todas las ganas de entender.
Retiró de su boca el cigarro puro, ya apagado; volvió a encenderlo, lentamente; contempló cómo se extinguía el fósforo; lo depositó con suavidad en el cenicero; después, irguiendo la cabeza, que por un momento había inclinado, continuó:
— Escucha: nací del pueblo, nací en la clase obrera urbana. Como puedes suponer, ni la condición ni las circunstancias heredadas eran buenas. Pero ocurrió que poseía una inteligencia naturalmente lúcida y una voluntad bastante poderosa, dones naturales que el nacimiento humilde no me podía privar.
»Fui obrero, trabajé, viví con estrecheces; en suma, era como la mayoría de la gente del medio. No digo que, en términos absolutos, pasara hambre, aunque le anduve cerca. Por lo demás, de haberla pasado no hubiera alterado lo que vino después; o mejor, lo que te voy a contar que vino después: mi vida de entonces y mi vida de ahora.
»Abreviando: como todos, fui un obrero corriente; trabajaba porque tenía que trabajar, aunque lo menos posible. Eso sí, era inteligente. Y cuando podía, leía cosas y las discutía; y, ya que no carecía de criterio, engendré una gran insatisfacción, una gran rebeldía contra mi destino y las condiciones sociales que lo hacían posible. Ya he dicho que, en verdad buena, mi suerte podría haber sido peor; pero en aquel tiempo me consideraba una persona a la que el Destino le hacía todas las injusticias juntas, y que para hacérselas disponía de las convenciones sociales. Esto ocurría allá por mis veinte años veintiuno, como máximo, que es cuando me hice anarquista.
Por un momento hizo silencio. Se volvió hacia mí, inclinándose un poco más, y prosiguió:
— Siempre he sido más bien lúcido. Sentía rebeldía, y quería entender mi rebeldía.
Convencido y consciente, me hice anarquista: el mismo anarquista convencido y consciente que soy ahora.
— ¿Y tu teoría de hoy es igual a la de entonces?
— Igual. Teoría anarquista, verdadera teoría anarquista hay una sola. Sigo la que he seguido desde que soy anarquista. Verás... Te estaba diciendo que, lúcido como era por naturaleza, me hice anarquista consciente.
Y bien, ¿qué es un anarquista? Un hombre rebelado contra la injusticia de que nazcamos socialmente desiguales en el fondo es sólo eso. De ahí resulta, como se ve, la rebelión contra las convenciones sociales que posibilitan tal desigualdad. Te estoy mostrando ahora el camino psicológico, es decir, cómo se vuelve uno anarquista; ya veremos luego la parte teórica del asunto. Por el momento, intenta comprender bien cuál podía ser la rebeldía de un tipo inteligente en mis circunstancias. Pues, ¿qué es lo que ve en el mundo que le rodea? Al que nace hijo de millonario, protegido desde la cuna frente a los infortunios no pocos que el dinero puede evitar o atenuar; al que nace miserable, siendo una boca más en una familia donde ya sobran las bocas. Al que nace conde o marqués, gozando de la consideración de todos, haga lo que haga; al que, como yo, nace obligado a andar más derecho que el hilo de la plomada si quiere lo traten al menos como a una persona. Unos nacen en condiciones tales que pueden estudiar, viajar, instruirse: convertirse (cabe decirlo así) en más inteligentes que otros que, por un don de la Naturaleza, lo son en mayor grado. Y así sucesivamente, y así en todo...
»Las injusticias de la Naturaleza, pasen; no las podemos evitar. Pero las de la sociedad y sus convenciones, ¿por que no hemos de evitarlas? Admito no tengo, ciertamente, otro remedio que un hombre sea superior a mí por todo lo que la Naturaleza le haya concedido: talento, fuerza, energía. Pero no admito que sea un superior mío por cualidades postizas, que no poseía al salir del vientre de la madre, llegadas por casualidad una vez fuera de ella: riqueza, posición social, facilidades para vivir, etc. De la rebeldía suscitada por dichas consideraciones nació mi anarquismo de entonces el anarquismo que, ya lo he dicho, mantengo inalterable hoy.
Calló de nuevo un momento, como si pensase cómo continuar. Aspiró el humo, y lo espiró lentamente hacia el lado opuesto al mío. Se volvió, y ya estaba a punto de proseguir cuando lo interrumpí:
— Una pregunta, por curiosidad: ¿Por que te hiciste precisamente anarquista? ¿Por qué no socialista, o cualquier otra cosa que, aun siendo de vanguardia, fuera menos radical? Algo que resultara compatible con tu rebeldía. Ya que deduzco de lo dicho que por anarquismo entiendes (lo cual, como definición, está bien) la rebelión contra todas las convenciones y fórmulas sociales, así como el esfuerzo por su abolición total... Así es.
— ¿Por qué escogiste esta forma extrema y no te decidiste por cualquiera de las otras... de las intermedias?
— Voy a decírtelo. Medité sobre ellas. Desde luego, tenía conocimiento de todas por los folletos que leía. Si escogí el anarquismo teoría extrema, como muy bien dices fue debido a unas razones que expondré en dos palabras.
Por un instante fijó la mirada en algo inexistente. Después se volvió hacia mí:
— El verdadero mal, el único mal, son las convenciones y las ficciones sociales superpuestas a las realidades naturales; desde la familia al dinero, desde la religión al Estado: todo. Se nace hombre o mujer quiero decir: se nace para ser, ya adulto, hombre o mujer; en buena justicia natural uno no nace ni para ser marido ni para ser rico o pobre, como tampoco nace para católico o protestante, portugués o inglés. Uno es todas esas cosas en virtud de las ficciones sociales. Y las ficciones sociales son malas. Pero, ¿por qué? Porque son ficciones, porque no son naturales. Tan malo es el dinero como el Estado, la organización de la familia como las religiones. Y si en vez de éstas hubiera otras convenciones, serían igualmente nefastas, pues también serían ficciones, también se sobrepondrían y entorpecerían las realidades naturales. Porque cualquier sistema que no sea el anarquista puro, que es el que plantea la abolición de todas las ficciones y la de cada una de ellas por completo, es igualmente una ficción. Emplear todo nuestro deseo, todo nuestro esfuerzo, toda nuestra inteligencia, para implantar, o contribuir a implantar, una ficción social en lugar de otra, es un absurdo, cuando no, incluso, un crimen, porque es producir una perturbación social con el fin manifiesto de dejarlo todo como está. Dado que las ficciones sociales nos parecen injustas por el hecho de aplastar o sojuzgar cuanto es natural en el hombre, ¿para qué dedicar nuestro esfuerzo a sustituir unas ficciones por otras, si podemos dedicarlo a la supresión de todas?
»Esto, creo yo, es terminante. Vamos a suponer que no lo es; supongamos que se nos objeta que será muy verdadero, pero que el sistema anarquista no resulta factible en la práctica. Examinemos esta parte del problema.
»¿Por qué no ha de ser factible el sistema anarquista? Partimos del principio, como todos los hombres de ideas avanzadas, de que no sólo el actual sistema es injusto, sino de que es ventajoso puesto que la justicia existe sustituirlo por otro más justo. De no pensar así no seríamos hombres avanzados: seríamos burgueses. Ahora bien, el criterio de justicia, ¿de dónde proviene? De aquello que es natural y verdadero en oposición a las ficciones sociales y a la mentira de las convenciones. Y, desde luego, es natural lo totalmente natural; no la mitad, o la cuarta u octava parte. Bien. Una de dos: o lo natural es factible socialmente, o no lo es. En otras palabras: o la sociedad puede ser natural o la sociedad es esencialmente ficción y no puede ser natural de ninguna manera. Si la sociedad puede ser natural, entonces resulta posible la sociedad anarquista, o libre; y tiene que ser posible, porque es la sociedad completamente natural. Pero si la sociedad no puede ser natural, si (por cualquier razón que no importa) la sociedad ha de ser necesariamente ficción, entonces del mal, el menor: hagámosla, dentro de su inevitable ficción, lo más natural posible para que sea, por eso mismo, lo más justa posible. Y, ¿cuál es la ficción más natural? Ninguna lo es en sí misma, ya que es ficción; pero para nuestro caso lo será aquella que nos parezca más natural, que sintamos como más natural. ¿Cuál nos parece más natural o sentimos como más natural? Aquella a la que nos encontramos habituados. (Entiéndeme: natural es lo que pertenece al instinto; y lo que se parece en todo al instinto sin pertenecer a él, es el hábito. Fumar no es natural, no es una necesidad del instinto; pero una vez habituados, fumar pasar a ser natural, pasa a ser una necesidad del instinto.) Ahora bien, ¿cuál es la ficción social hecha ya hábito en nosotros? El sistema actual: el sistema burgués. En buena lógica, por lo tanto, o nos parece posible la sociedad natural, y seremos defensores del anarquismo, o no nos parece posible, y seremos defensores del régimen de la burguesía. No hay una hipótesis intermedia. ¿Comprendes?
— Es concluyente.
— Pues todavía no lo es del todo. Aún queda otra objeción del mismo género que hay que eliminar... Podemos acordar con que el sistema anarquista es realizable, pero podemos dudar de que lo sea de golpe y porrazo; como que se puede pasar de la sociedad burguesa a la sociedad libre sin uno o más estados o regímenes intermedios. Quien haga tal objeción acepta el anarquismo como bueno y realizable, aunque intuye que deberá haber algún estado de transición entre la sociedad burguesa y la anarquista.
»Bien. Supongamos que es así. Ese estado intermedio, ¿qué es? El fin propuesto es la sociedad anarquista, o libre; su estado intermedio ha de ser, en consecuencia, un estado de preparación de la humanidad para la sociedad libre. Preparación material o simplemente mental; o una serie de realizaciones materiales y sociales que vayan adaptando la humanidad a la sociedad libre, o la simple propaganda creciente e influyente que de manera gradual la vaya preparando, por la vía mental, para desearla o aceptarla.
»Veamos el primer caso, la adaptación gradual y material de la humanidad a la sociedad libre. Esto, más que imposible, es absurdo: no es posible adaptación material sino a lo que ya hay. Ninguno de nosotros podría adaptarse materialmente al medio social del siglo veintitrés, aunque supiera cómo será ese siglo; no puede hacerlo porque el siglo veintitrés y su medio social no existen todavía materialmente. Se llega así a la conclusión de que en el paso de la sociedad burguesa a la sociedad libre lo único que puede haber de adaptación, evolución o transición, es mental; una gradual adaptación de los espíritus a la idea de sociedad libre... Con todo, en el campo de la adaptación material, nos queda otra hipótesis todavía...
— ¡Vaya con tanta hipótesis!
— Escucha, que el hombre lúcido debe examinar todas las objeciones posibles y refutarlas antes de que pueda afirmarse seguro de la doctrina aceptada. Por lo demás, con esta hipótesis respondo a una pregunta que me has hecho.
— Adelante.
— En el campo de la adaptación material, decía, nos queda otra hipótesis. Es la de la dictadura revolucionaria.
— ¿Dictadura qué?
— Te he explicado que no cabe adaptación material a algo que, materialmente, no existe todavía. Pero si mediante un movimiento repentino se hace la revolución social, desde ese momento queda implantada no la sociedad libre (pues la humanidad aún no podría estar preparada para ella) sino la dictadura de aquellos que quieren implantar la sociedad libre. Sin embargo, materialmente ya existe algo, aunque sólo esbozado o embrionario, de la sociedad libre; ya existe algo material a lo que la humanidad puede adaptarse. Se trata del argumento con que los brutos que defienden la dictadura de proletariado la defenderían en el caso de que fueran capaces de argumentar o pensar. El argumento, claro, no es suyo, es mío. Lo pongo como objeción a mí mismo... Y, como voy a demostrar, es falso.
»Mientras existe; y sea cual fuere el objetivo que persigue o la idea que lo rige, un régimen revolucionario sólo es, materialmente, una cosa: un régimen revolucionario. Y en verdad, régimen revolucionario quiere decir dictadura de guerra o, con palabras más verdaderas, régimen militar despótico, dado que el estado de guerra es impuesto a la sociedad por una de sus partes: la parte que ha asumido revolucionariamente el poder. ¿El resultado? Que los que se adaptan a dicho régimen en tanto a lo que el régimen es materialmente, inmediatamente, se adaptan a un régimen militar despótico. La idea que había guiado a los revolucionarios, el objetivo que perseguían, ha desaparecido por completo de la realidad social, ocupada exclusivamente por el fenómeno de lucha. De modo que lo que produce una dictadura revolucionaria y cuanto más dure la dictadura más completamente lo producirá es una sociedad en lucha de tipo dictatorial; vale decir, un despotismo militar. No puede ser de otro modo. Siempre ha sido así. No sé mucha Historia, pero la que sé coincide, y no podía dejar de coincidir, con eso. ¿Qué trajeron las agitaciones políticas de Roma? El Imperio Romano y su despotismo militar. ¿Qué trajo la Revolución Francesa? Napoleón y su despotismo militar. Y verás lo que trae la Revolución Rusa... Algo que retrasará por decenas de años la realización de la sociedad libre... Por otra parte, ¿qué podíamos esperar de un pueblo de analfabetos y de místicos?
»En fin, esto ya va más allá de lo hablado... ¿Comprendiste mi argumento?
— Perfectamente.
— Entonces comprendes que llegara a la siguiente conclusión: fin, la sociedad anarquista, la sociedad libre; medio, el pasaje sin transición de la sociedad burguesa a la sociedad libre. El pasaje sería preparado y hecho posible mediante una propaganda intensa, completa, absorbente, que predispusiera a todos los espíritus y debilitase todas las resistencias. Quede claro que por propaganda no concibo la bella palabra, escrita o hablada, sino todo: la acción indirecta o la directa en cuanto predisponga para la sociedad libre y debilite la resistencia a ella. Y así, no habiendo apenas ninguna resistencia que vencer, la revolución social, cuando llegara, sería rápida, fácil; no tendría que establecer ninguna dictadura revolucionaria porque no habría contra quien aplicarla. Si las cosas no pueden ser así, es que el anarquismo es irrealizable; y si el anarquismo es irrealizable, sólo resulta defendible y justa, como he probado, la sociedad burguesa.
»Aquí tienes por qué y cómo me hice anarquista, y por qué y cómo rechacé, por falsas y antinaturales, otras doctrinas sociales menos audaces.
»Y punto... Continuemos ahora con mi historia.
Hizo estallar un fósforo y pausadamente encendió el puro. Se fue concentrando, y al poco tiempo proseguía:
— Otros chicos sostenían las mismas opiniones que yo. Casi todos obreros, aunque alguno que otro no lo fuera; todos pobres, y, que yo recuerde, no muy estúpidos. Teníamos muchas ganas de instruirnos, de saber cosas, y al tiempo el deseo de propagar, de esparcir nuestras ideas. Queríamos para nosotros y para los demás para la humanidad toda una sociedad nueva, liberada de los prejuicios que hacen artificialmente desiguales a los hombres imponiéndoles inferioridades, padecimientos, estrecheces, que la Naturaleza no les ha impuesto. En cuanto a mí, todo lo que leía confirmaba estas opiniones. Casi todo lo leí en libros libertarios baratos, y ya no eran pocos los que había en ese tiempo. También asistí a conferencias y mítines de los propagandistas del momento. Cada libro, cada discurso, me convencían más acerca de la verdad y justicia de mis ideas. Lo que entonces pensaba lo repito, amigo es lo que pienso hoy; la única diferencia está en que entonces sólo lo pensaba, y hoy lo pienso y lo practico.
— Digamos que sí. Hasta el momento todo va bien. Resulta muy adecuado que te hicieras anarquista por eso, y veo claramente que lo eras. No son necesarias más pruebas. Lo que quisiera saber es cómo surgió de ahí el banquero..., cómo surgió sin contradicción...; es decir: supongo que, más o menos...
— No. No supones nada. Ya sé a lo que ibas... Apoyándote en los argumentos que acabas de oír crees que juzgué impracticable el anarquismo y, en consecuencia, como dije también, sólo defendible y justa la sociedad burguesa. ¿Es eso?
— Sí. Supongo que, más o menos...
— Pero, ¿cómo puedes suponerlo, si desde un principio he sostenido y repetido que soy anarquista; que no sólo lo fui, sino que sigo siéndolo? De haberme hecho banquero y comerciante por la razón que crees, no sería anarquista: sería burgués.
— Es verdad. Pero, ¿cómo diablos...? Vamos, dime.
— He señalado que yo era (lo he sido siempre) bastante lúcido, además de hombre de acción.
Son cualidades naturales; no me las pusieron en la cuna (si es que tuve cuna), sino que llegué con ellas a la cuna. Bien. Por mi propia condición de anarquista se me hacía insoportable ser apenas un anarquista pasivo, ser anarquista sólo para ir a escuchar discursos y comentárselos a los amigos. ¡Necesitaba hacer cosas! ¡Necesitaba luchar y trabajar por los oprimidos, las víctimas de las convenciones sociales! Decidí arrimar el hombro a la tarea como pudiera. Me puse a pensar en la manera de ser útil a la causa libertaria. Empecé a trazar un plan de acción.
»El anarquista, ¿qué quiere? La libertad para sí mismo y para los demás: libertad para la humanidad entera. Quiere liberarse de la influencia o la presión de las ficciones sociales; quiere ser libre tal como lo era al venir al mundo, que es lo justo; y quiere esa libertad para él y para todos. No todos son iguales ante la Naturaleza: unos nacen altos y otros bajos; unos fuertes y otros débiles; unos más inteligentes que otros. Pero a partir de ahí todos pueden ser iguales; el único impedimento son las ficciones sociales. Las ficciones sociales, he aquí lo que debíamos destruir.
»He aquí lo que debíamos destruir... No ignoré una cosa: debíamos destruirlas en aras de la libertad, y teniendo siempre presente la creación de la sociedad libre. Porque eso de destruir las ficciones sociales tanto puede redundar en la creación de libertad, o preparar su camino, como en establecer otras ficciones sociales, igualmente malas por tratarse también de ficciones. En esto teníamos que andar con cuidado. Teníamos que descubrir un procedimiento de acción, cualquiera fuese su no violencia o su violencia (puesto que frente a las injusticias sociales todo resulta legítimo), que contribuyese a destruir las ficciones sociales sin que, al mismo tiempo, se dificultara la creación de la libertad futura; teníamos que crear, como fuese, de inmediato, algo de la libertad futura.
»Claro que la libertad que debíamos tratar cuidadosamente de no obstaculizar es la libertad futura; pero también la libertad presente de los oprimidos por las ficciones sociales, Tampoco se trataba de que procurásemos no obstaculizar la libertad de los poderosos, de los bien situados, de cuantos representan a las ficciones sociales y gozan de sus ventajas. Esa no es la libertad; es libertad para tiranizar, o sea, lo opuesto a la libertad. A esa libertad, por el contrario, debíamos dificultarla y combatirla. Parece claro.
— Clarísimo. Sigue.
— El anarquista, ¿para quién quiere la libertad? Para todos. ¿Cuál es la forma de obtener la libertad para todos? Destruyendo por completo todas las ficciones sociales. ¿Cómo se puede destruir por completo todas las ficciones sociales? La explicación la adelanté cuando, debido a una pregunta, cuestioné los otros sistemas avanzados y expuse el cómo y el por qué de mi anarquismo. ¿Recuerdas mi conclusión?
— La recuerdo.
— ...Una revolución social repentina, brusca, aplastante, que hiciera pasar a la sociedad, de un salto, desde un régimen burgués a una sociedad libre. Revolución social preparada por un trabajo intenso y constante, mediante la acción directa e indirecta que predispusiera todos los espíritus para la llegada de la sociedad libre, que disminuyese toda resistencia de la burguesía a un estado comatoso. Inútil repetir las razones inevitablemente conducentes a esta conclusión desde dentro del anarquismo. Ya las he expuesto y las has entendido.
— Sí.
— Esta revolución debería ser preferentemente mundial, simultánea en todas partes, o en las partes más importantes del mundo; de no ser así debería irradiar rápidamente de unas partes a otras y, en todo caso, ser en cada parte, es decir, en cada nación, fulminante y completa.
»Bien. Yo, ¿qué podía hacer para este objetivo? Solo no podía hacer la revolución mundial, ni siquiera la revolución completa en la parte del mundo que habitaba. Pero podía ir trabajando con todas mis fuerzas para preparar esa revolución. He explicado cómo: combatiendo las ficciones sociales por todos los medios a mi alcance; no dificultando jamás, en la lucha o la propaganda de la sociedad libre, la libertad futura y la libertad presente de los oprimidos; creando desde ahora, en lo posible, algo de esa libertad.
Aspiró humo; hizo una breve pausa; reanudó:
— Fue aquí, amigo, donde puse mi lucidez en acción. Trabajar para el futuro, está bien, pensé; trabajar para que los demás gocen de la libertad, es bueno y justo. Pero, a todo esto, ¿y yo? ¿No era nadie? De haber sido cristiano hubiera trabajado alegremente por el futuro de los otros, ya que así obtendría una recompensa en el cielo; aunque también es cierto que, de haber sido cristiano, no hubiera sido anarquista, dado que para el cristiano las desigualdades de esta breve vida carecen de importancia: constituyen sólo una prueba que será retribuida en la vida eterna. Y yo, que no era ni soy cristiano, me preguntaba: en esta historia, ¿por quién me voy yo a sacrificar? O mejor: ¿por qué me voy a sacrificar yo?
»Atravesé momentos de incredulidad, que como comprenderás estaban justificados... Soy materialista, pensaba; no tengo más vida que ésta; ¿para qué desazonarme con desigualdades sociales, propagandas y otras historias, cuando puedo gozar y divertirme mucho más si no me preocupo de todo eso? Para quien no posee más que esta vida y no cree en la vida eterna, ni admite otra ley que la de la Naturaleza, y se opone al Estado porque no es natural, al matrimonio porque no es natural, al dinero porque no es natural, a todas las ficciones sociales porque no son naturales, ¿por qué regla de tres simple va a defender el altruismo y el sacrificio por los demás, por la humanidad, si tampoco altruismo y sacrificio son naturales? Porque la misma lógica que me demuestra que un hombre no nace para casarse o para ser portugués, ni para ser rico o pobre, me demuestra que tampoco nace para ser solidario, que sólo nace para ser él mismo, y por tanto lo contrario de un altruista y un solidario, y por tanto exclusivamente egoísta.
»Debatí conmigo mismo la cuestión. Fíjate tú, me decía, que nacemos pertenecientes a la especie humana, que tenemos el deber de ser solidarios con todos los hombres. Pero la idea del deber, ¿sería natural? ¿De dónde procedía la idea del deber? Si la idea del deber obligaba a sacrificar mi bienestar, mi comodidad, mi instinto de conservación y otros instintos naturales míos, ¿en qué divergía la acción de esta idea de la acción de cualquiera de las ficciones sociales que produce en nosotros un efecto idéntico?
»La idea del deber, de la solidaridad humana, sólo cabía considerarla natural si conllevaba una compensación egoísta, ya que entonces, aun contrariando en principio el egoísmo natural, no lo contrariaba, a fin de cuentas, ya que proporcionaba cierta compensación. Sacrificar un placer, sacrificarlo pura y simplemente, no es natural; pero sacrificar un placer por otro placer ya está dentro de la Naturaleza; significa, y eso está bien, elegir una cosa natural entre dos cosas naturales que no pueden obtenerse juntas. En cuanto a mí, ¿qué compensación egoísta, o natural, podía proporcionarme la entrega a la causa de la sociedad libre y la futura felicidad humana? Únicamente la conciencia del deber cumplido, del esfuerzo hecho por lograr un fin bueno; y ninguno de los dos constituye una compensación egoísta, un placer en sí, sino un placer – de serlo nacido de una ficción, como en el caso del placer de ser inmensamente rico o de haber nacido gozando de buena posición social.
»Te confieso, amigo, que llegué a momentos de incredulidad... Me sentía desleal, traidor a la doctrina... Pero me sobrepuse a todo eso. La idea de justicia la tenía aquí, dentro de mí, pensé. La sentía natural. Sentía la existencia de un deber superior a la exclusiva preocupación por mi destino. Seguí adelante en mis propósitos.
— Pues no me parece que tal decisión revelara gran lucidez de tu parte... No habías resuelto la dificultad. Seguiste adelante por un impulso absolutamente sentimental.
— Sin duda. Pero lo que te estoy contando ahora es la historia de cómo me hice anarquista y continúo siéndolo. Prosigo. Voy presentando lealmente las dudas y dificultades que tuve, y cómo las vencí. Concedo que entonces le gané de mano al escollo lógico, no con el raciocinio sino con el sentimiento. Pero verás que más tarde, al llegar a la plena comprensión de la doctrina anarquista, ese escollo, hasta aquel momento lógicamente sin respuesta, halló completa, absoluta solución.
— Curioso.
— Sí... Permíteme que continúe con mi historia. Atravesé ese escollo y lo resolví, aunque mal, como te he dicho. Inmediatamente después, y en la línea de mis pensamientos, surgió otra dificultad que también me embrolló bastante.
»Bien estaba digamos que podía pasar la disposición al sacrificio sin ninguna recompensa estrictamente personal, es decir, verdaderamente natural. Pero supongamos que la sociedad futura no iba a desembocar en lo esperado, que la sociedad libre era inalcanzable; en tal caso, ¿a qué diablos me estaba yo sacrificando? Podía tolerar eso de sacrificarse por una idea sin obtener recompensa personal, pero sacrificarse sin tener, al menos, la certeza de que aquello por lo que trabajaba llegaría a existir algún día, trabajar sin que mi esfuerzo resultara provechoso para la idea, eso ya resultaba más duro... Anticipo que resolví la nueva dificultad mediante el mismo procedimiento sentimental de antes, pero te advierto también que, de igual modo que la otra vez, logré resolverla lógica, automáticamente, al alcanzar el estado de anarquismo plenamente consciente... Ya verás... En cuanto al momento al que me refiero, salí del apuro con alguna que otra frase huera: Cumplo mi deber para con el futuro; que el futuro cumpla el suyo para conmigo, y cosas por el estilo.
»Expuse mi condición, o mejor, conclusiones, a los camaradas, y todos concordaron conmigo; todos concordaron en que era preciso seguir adelante y hacerlo todo por la sociedad libre. Hay que admitir que algunos, los más inteligentes, se desanimaron un poco con mi exposición; y no por desacuerdo, sino porque nunca habían percibido las cosas tan claras, ni tampoco las aristas que hay en ellas... Pero al fin todos asintieron. ¡Trabajaríamos por la gran revolución social, por la sociedad libre, nos justificara o no el futuro! Formamos un grupo de gente segura y emprendimos la propaganda en grande en grande, por supuesto, dentro de los límites de lo que cabía hacer. Durante bastante tiempo estuvimos laborando por el ideal anarquista en medio de dificultades, líos y hasta persecuciones, a veces.
Llegado aquí, el banquero hizo una pausa algo más prolongada. No encendió el puro, de nuevo apagado. De pronto sonrió levemente, y con aire de quien ha llegado al punto importante de la cuestión me miró con mayor insistencia mientras proseguía, clarificando más la voz y acentuando más las palabras:
— Fue entonces cuando surgió algo nuevo. Entonces es un modo de expresarme. Quiero decir: al cabo de unos meses de propaganda empecé a observar una nueva complicación, la más seria de todas, la complicación de veras seria...
»Recuerdas, ¿no es así?, lo que por riguroso razonamiento había dejado asentado que debía constituir el procedimiento de acción de los anarquistas... Un procedimiento (o procedimientos) que contribuyese a la destrucción de las ficciones sociales sin que entorpeciera, al mismo tiempo, la creación de la libertad futura; por tanto, sin entorpecer en nada la escasa libertad de los actualmente oprimidos por las ficciones sociales. Un procedimiento que además fuera generando, en lo posible, algo de la futura libertad...
»Una vez atendido este criterio, jamás dejé de tenerlo presente... Pero, mientras actuaba en la labor de propaganda de que te he hablado, descubrí algo. En el grupo de los propagandistas no muchos: unos cuarenta, si mal no recuerdo sucedía lo siguiente: se creaba tiranía.
— ¿Tiranía? Tiranía, ¿cómo? — Así: ejercían mando unos sobre otros, dirigiéndolos a su voluntad. Unos se imponían a otros, y los arrastraban, mediante picardías y artimañas, hacia donde ellos querían. No digo que lo hicieran en cosas graves; pero el hecho es que sucedía a diario, y no sólo en asuntos relativos a la propaganda, sino al margen, en las cosas comunes del vivir. Unos marchaban insensiblemente hacia la jefatura; otros, también insensiblemente, hacia la subordinación. Unos eran jefes por imposición, otros por habilidad. Podía verse en el hecho más simple. Por ejemplo: dos de nuestros muchachos caminaban juntos calle abajo; al final, uno tenía que dirigirse a la derecha y otro a la izquierda, pues a cada cual le convenía ir por su lado. Pero el que debí marcharse por la izquierda le decía al acompañante: Ven por aquí, a lo que el que debía desviarse a la derecha contestaba, con razón: No puedo, tengo que ir por allá. Y por fin, contra su voluntad y conveniencia, seguía al amigo por el camino de la izquierda. La primera vez cedía a la persuasión, la siguiente a la simple insistencia, más tarde a cualquier motivo...; es decir, nunca a la razón lógica. Tanto en la imposición como en la subordinación siempre había algo, digamos, espontáneo, instintivo... E igual que en este ejemplo tan simple sucedía en los casos de menor o de mayor importancia... ¿Te das cuenta?
— Me doy cuenta. Pero, ¿qué tiene de raro? Es lo más natural...
— Ya iremos a ello. Lo que pido que tomes en cuenta es que el hecho responde exactamente a lo opuesto de la doctrina anarquista. Fíjate bien: esto ocurría en un grupo reducido, carente de influencia e importancia, un grupo que no tenía en sus manos la solución de ninguna cuestión de peso ni la decisión sobre asunto alguno de relevancia. Date cuenta que sucedía en un grupo de gente unida específicamente para hacer todo lo posible por la anarquía, es decir, para combatir las ficciones sociales, y para crear las bases de la libertad futura. ¿Te fijas bien en estos dos puntos?
— Sí.
— Ahora fíjate bien en lo que eso significa. Un reducido grupo formado por gente sincera (te aseguro que era sincera), unido, establecido expresamente para trabajar por la causa de la libertad, pasados pocos meses había conseguido una sola cosa positiva y concreta: la creación de tiranía en su interior. Y observa qué tiranía. No era la derivada de la acción de las ficciones sociales, la cual, si bien lamentable, podía resultar hasta cierto punto comprensible; aunque menos comprensible entre quienes combatíamos esas ficciones que entre otras personas. Pero, en fin, vivimos en medio de una sociedad basada en las ficciones y no somos del todo culpables cuando no podemos sustraernos a su acción. Sin embargo, no se trataba de eso. Quienes ejercían mando sobre los demás y los conducían hacia donde querían no lo hacían por la fuerza del dinero, de la posición social o de cualquier autoridad de naturaleza ficticia que se atribuyeran; lo hacían por una acción de cierta especie situada fuera de las ficciones sociales. Más aún: una tiranía ejercida entre sí por personas cuyo objetivo sincero no era otro que el de destruir tiranía y crear libertad.
»Traslada ahora el caso a un grupo mucho mayor, mucho más influyente, dedicado a problemas importantes y decisiones de carácter fundamental. Considera a ese grupo encaminando sus esfuerzos, como los encaminaba el nuestro, hacia la formación de una sociedad libre. Y ahora dime si a través de tal acumulación de tiranías entrelazadas puede vislumbrarse alguna sociedad futura parecida a una sociedad libre o a una humanidad digna de sí misma.
— Efectivamente, es muy curioso.
— Curioso, ¿verdad? Pues hay aspectos secundarios muy curiosos también... Por ejemplo: la tiranía del auxilio.
— ¿De qué?
— Del auxilio. Entre nosotros había algunos que en vez de mandar, de imponerse, colaboraban en lo que podían. Esto parece lo contrario de lo otro, ¿no? ¡Pues es lo mismo! Era la misma tiranía, renovada. Era el mismo modo de ir contra los principios anarquistas.
— ¡No me digas! ¿Por qué en contra?
— Auxiliar a alguien, amigo mío, es considerarlo incapaz; y si no lo es, es suponerlo o convertirlo en tal. En el primer caso se trata de desprecio, y en el segundo de tiranía. De todas maneras, o bien se cercena la libertad ajena, o bien se parte del principio, cuando menos inconscientemente, de que ese sujeto es despreciable e indigno o incapaz de libertad.
»Volvamos a lo nuestro... Es evidente que este aspecto de la cuestión era gravísimo. Podíamos aceptar trabajar por la sociedad futura sin esperar su agradecimiento, o incluso con el riesgo de que nunca llegásemos a lograrla. Vaya y pase. Pero era inaceptable que al trabajar por un futuro de libertad, como hecho positivo no engendráramos más que tiranía; y no sólo tiranía, sino tiranía nueva, ejercida por nosotros, los oprimidos, unos sobre otros. No podía ser.
»Me puse a meditar. Había un error, alguna desviación. Nuestros propósitos eran buenos; las doctrinas parecían verdaderas; ¿acaso estarían equivocados los procedimientos? ¿Pero dónde diablos estaba, entonces, el error? Casi me volví loco pensando en ello. Un día, de pronto, que es como siempre ocurren estas cosas, encontré la solución. Aquel día, el día en que descubrí, por así decirlo, la técnica del anarquismo, fue el gran día de mis teorías anarquistas.
Me miró, sin mirarme, por un instante. Y después siguió en el mismo tono:
— Pensé: he aquí una tiranía nueva, una tiranía que no procede de las ficciones sociales. Entonces, ¿de dónde proviene? ¿Derivará de cualidades naturales? Si así fuese, ¡adiós sociedad libre! Si esta sociedad en la que están operando únicamente las cualidades naturales del hombre aquellas que nacen con él, que dependen exclusivamente de la Naturaleza y sobre las cuales no dispone de poder alguno, si esta sociedad en la que están operando tan sólo dichas cualidades es un montón de tiranías, ¿quién va a mover un dedo para contribuir a establecerlas? Tiranía por tiranía, que siga la que hay; al menos estamos habituados a ella, y fatalmente la sentimos en menor medida que una tiranía nueva, que poseería el terrible carácter de todas las cosas tiránicas que nos vienen directamente de la Naturaleza frente a las cuales no cabe rebelión posible, como no cabe la revolución contra la muerte, o contra la condición de bajos si lo que deseamos es ser altos. Por otra parte, ya demostré antes que, si por alguna razón no resultaba posible la sociedad anarquista, debía seguir existiendo la sociedad burguesa, por ser más natural que cualquier otra salvo la sociedad anarquista.
»Pero, en realidad, la nueva tiranía nacida entre nosotros, ¿era consecuencia de cualidades naturales? Y las cualidades naturales, ¿qué son? Son el grado de inteligencia, imaginación, voluntad, etc., con el que viene al mundo cada cual; esto en lo relativo al campo mental, por supuesto, porque las cualidades naturales físicas no vienen al caso. Ahora bien; un tipo que ejerce mando sobre los demás por motivos no provenientes de las ficciones sociales, manda necesariamente por su superioridad en cuanto a una u otra de las cualidades naturales. Domina mediante el ejercicio de sus cualidades naturales, y queda una cosa por ver: el empleo de las cualidades naturales, ¿es legítimo? Vale decir: ¿es natural?
»Veamos. ¿Cuándo se emplean naturalmente nuestras cualidades naturales? Cuando sirven a los fines naturales de nuestra personalidad. Y dominar a alguien, ¿es un fin natural de nuestra personalidad? Puede serlo; hay un caso en que puede serlo: cuando, respecto a nosotros, ese alguien se halla en situación de enemigo. Para el anarquista, quien se halla en situación de enemigo es, desde luego, cualquiera de los representantes de las ficciones sociales y de su tiranía; nadie más, porque los otros hombres son hombres como él, camaradas naturales suyos. Como verás, el caso de tiranía surgida entre nosotros no era éste; la tiranía surgida en el grupo se ejercía sobre hombres como nosotros, camaradas naturales, y, lo que es más, sobre hombres doblemente camaradas, ya que lo eran también por comulgar en el mismo ideal. Conclusión: nuestra tiranía no derivaba de las ficciones sociales ni tampoco procedía de las cualidades naturales; venía de una aplicación errada, de una perversión, de las cualidades naturales. Y la perversión, ¿de dónde provenía?
»Una de dos: o dimanaba por ser el hombre naturalmente malo, y por tanto de que todas las cualidades naturales fueran naturalmente perversas, o de una perversión resultante de la prolongada permanencia de la humanidad en la atmósfera de las ficciones sociales, creadoras todas ellas de tiranía y propensas, en consecuencia, a convertir en instintivamente tiránico el uso más natural de las cualidades más naturales. De estas hipótesis, ¿cuál podía ser la verdadera? Era imposible determinarlo de un modo satisfactorio, es decir, rigurosamente lógico o científico. Mediante el raciocinio no podemos entrar en el problema, que es de orden histórico o científico y depende del conocimiento de hechos. Tampoco la ciencia nos ayuda; por mucho que retrocedamos en la Historia, siempre encontramos al hombre viviendo bajo algún sistema de tiranía social, y por tanto en un estado que impide averiguar cómo sería en circunstancias pura y enteramente naturales. Ante la imposibilidad de determinarlo con certeza, debemos inclinarnos hacia el lado de la probabilidad mayor, y la probabilidad mayor nos la depara la segunda hipótesis. Es más natural suponer que la prolongadísima persistencia de la humanidad dentro de las ficciones sociales generadoras de tiranía ha hecho que cada hombre nazca ya con sus cualidades naturales pervertidas, en el sentido de ejercer espontáneamente la tiranía incluso de parte de quienes no quisieran tiranizar, que aceptar que las cualidades naturales pueden ser naturalmente perversas, lo cual representa, de algún modo, una contradicción. Por eso, quien piensa se decide, como yo me decidí con seguridad casi absoluta, por la segunda hipótesis.
»Tenemos, así, algo evidente. Por bien intencionado y preocupado por combatir solamente las ficciones sociales y trabajar por la libertad, en el actual estado social no es posible que un grupo de hombres se dedique a la tarea en común sin crear entre sí, espontáneamente, tiranía, sin crear entre sí tiranía nueva, suplementaria de la tiranía de las ficciones sociales, sin destruir en la práctica todo cuanto quieren en teoría, sin dificultar involuntariamente el fin mismo que quisieran promover. ¿Qué hacer? Muy simple... Trabajar todos para el mismo fin, pero separados.
— ¿Separados?
— Sí. ¿No has seguido mi argumento?
— Lo he seguido.
— ¿Y no te parece lógica, no te parece fatal, esa conclusión?
— Lo parece, lo parece... Pero no acabo de ver...
— Iré esclareciendo. Dije: trabajar todos para el mismo fin, aunque separados. Al trabajar todos para el mismo fin anarquista, cada uno contribuye con su esfuerzo para la abolición de las ficciones sociales, que es hacia donde lo dirige, y para crear la sociedad libre del futuro. Y trabajando separados no podemos generar tiranía nueva de ninguna manera, pues no ejercemos ninguna acción sobre los otros y, por consiguiente, ni aun dominándolos podemos empequeñecer su libertad, ni auxiliándolos borrarla.
»Trabajando de esta manera, por separado, pero para el mismo fin anarquista, tenemos dos ventajas: el esfuerzo conjunto y la no creación de tiranía nueva. Continuamos unidos, por estarlo moralmente y trabajar de igual modo para el mismo fin; continuamos siendo anarquistas porque cada cual trabaja por la sociedad libre; pero dejamos de ser voluntarios p involuntarios traidores a nuestra causa, dejamos incluso de poder serlo porque nos colocamos, gracias al trabajo anarquista aislado, al margen de la influencia deletérea de las ficciones sociales en su reflejo hereditario sobre las cualidades otorgadas por la Naturaleza.
»Claro está que esta táctica se aplica a lo que he llamado período preparatorio de la revolución social. Abatidas las defensas burguesas y la sociedad entera reducida al estado de aceptación de las doctrinas anarquistas, pendiente ya tan sólo la revolución social, para asestar el golpe final no puede mantenerse la acción aislada. Pero para entonces habrá llegado virtualmente la sociedad libre, y las cosas serán de otro modo. La táctica a que me refiero sólo afecta a la acción anarquista en plena sociedad burguesa, como en el caso del grupo al que pertenecía.
»Teníamos con esto ¡al fin! el verdadero procedimiento de acción anarquista. Reunidos nada valíamos que importara, y encima nos tiranizábamos, obstaculizándonos unos a otros y dificultando nuestras teorías. Separados tampoco lograríamos mucho, pero al menos no opondríamos dificultades a la libertad, no crearíamos tiranía nueva; lo que fuésemos a conseguir, aunque resultara poco, lo alcanzaríamos sin desventaja ni pérdida. Y se agrega que trabajando separados aprenderíamos a confiar más en nosotros mismos, a no arrimarnos los unos a los otros, a hacernos más libres desde ahora, a preparar el futuro con nuestro ejemplo tanto en nuestra persona como en la de los demás.
»Radiante con el descubrimiento, fui a exponérselo en seguida a los camaradas... Es de las pocas veces en mi vida en que he sido necio. Imagínate: estaba tan ufano del descubrimiento que esperaba contar con su acuerdo...
— No estuvieron de acuerdo, por supuesto.
— Lo objetaron, amigo, lo objetaron todos. Unos más, otros menos, ¡todos protestaban! ¡Que no era eso! ¡Que eso no podía ser! Pero nadie decía qué es lo que era o qué es lo que debía ser... Argumenté y argumenté, y en respuesta no obtuve más que frases, basura, cosas como esas que responden los ministros en las cámaras cuando no tienen una respuesta... Entonces vi con qué clase de brutos y cobardes andaba yo metido. Se desenmascararon. Aquello era un manojo de indeseables nacidos para la esclavitud. Querían ser anarquistas a costa de los demás. Querían conseguir la libertad, pero siempre y cuando se la proporcionaran otros, siempre y cuando se la diesen como un título otorgado por el rey. ¡Qué grandes lacayos, casi todos!
— ¿Y te enojaste?
— ¿Qué si me enojé...? ¡Enfurecí! ¡Me subí a la parra! A lo bestia.
Casi me pegué con dos o tres. Y por fin me marché. Quedé aislado. No puedes imaginar el asco que me producía semejante rebaño de borregos. Estuve a punto de perder mis creencias anarquistas; estuve a punto a desinteresarme de todo aquello. Pero pasaron unos días y me recobré. Pensé que el ideal anarquista estaba por encima de aversiones o incompatibilidades. ¿No querían ser anarquistas? ¡Lo sería yo! ¿Querían jugar a los libertarios? ¡Yo no jugaría ese juego! ¿Sus fuerzas sólo les permitían luchar arrimados los unos a los otros, creando entre ellos un nuevo simulacro de esa tiranía que, según declaraban, querían combatir? Pues que lo hicieran, los idiotas, si no servían para otra cosa. Yo no sería burgués por tan poco.
»El verdadero anarquismo establece que cada uno tiene que crear libertad y combatir las ficciones sociales con sus propias fuerzas. Pues yo, con mis propias fuerzas, iba a crear libertad y combatir las ficciones sociales. ¿Nadie quería acompañarme en el verdadero camino de la anarquía? Avanzaría yo solo con mis recursos, con mi fe, perdido incluso el apoyo logístico de quienes habían sido camaradas contra las ficciones sociales en su totalidad. No digo que se tratara de un gesto hermoso y heroico. Fue, sencillamente, un gesto natural. Cada cual tenía que hacer el camino por separado, y yo no necesitaba a nadie para proseguir. Me bastaba el ideal. Apoyándome en estos principios y dadas tales circunstancias, decidí combatir las ficciones sociales por mí mismo.
Suspendió momentáneamente el discurso, que se había vuelto cálido y fluido. Cuando lo recomenzó su voz era ya más sosegada:
— Estoy en estado de guerra, pensé, con las ficciones sociales. Muy bien. ¿Qué puedo hacer contra las ficciones sociales? Trabajar en solitario, con el fin de no crear ninguna forma de tiranía. ¿Cómo colaborar, solitario, en la preparación de la revolución social, en la preparación de la humanidad para la sociedad libre? Optando por uno de los dos procedimientos existentes, en el caso, claro está, de que no me fuera posible servirme de ambos. Uno era la acción indirecta, o sea, la propaganda, y el otro la acción directa de cualquier tipo.
»Primero pensé en la acción indirecta, en la propaganda. Yo solo, ¿qué propaganda podía hacer? Además de las conversaciones que siempre se pueden tener con éste o con aquél al azar, aprovechando todas las oportunidades, lo que quería saber era si la acción indirecta constituía una vía por la que pudiera encaminar enérgicamente mi actividad anarquista; encaminarla de manera que produjese resultados sensibles. En seguida noté que no podía ser. No soy orador ni escritor. Quiero decir: soy capaz de hablar en público si es necesario, como soy capaz de escribir un artículo para el periódico; pero lo que quería averiguar era si mi índole apuntaba a que, especializándome en la acción indirecta mediante cualquiera de esas actividades, o de ambas a la vez, podría obtener resultados más positivos para el ideal anarquista que especializando mis esfuerzos en el otro sentido. Ahora bien, la acción resulta siempre más efectiva que la propaganda, salvo si ésta es realizada por un individuo cuyas dotes lo sitúen esencialmente como propagandista: un gran orador, capaz de electrizar y arrastrar multitudes, o un gran escritor, capaz de fascinar y convencer con el libro. No me considero muy vanidoso, pero de serlo no llego hasta el punto de envanecerme de aquellas cualidades de las que carezco. Repito que nunca me he creído orador o escritor. Por eso abandoné la idea de la acción indirecta como forma de encauzar mi actividad anarquista. Por exclusión estaba obligado a optar por la acción directa, o esfuerzo aplicado a la práctica de la vida, a la vida real. No mediante la inteligencia, sino por la acción. Así lo haría.
»Debía aplicar a la vida práctica el procedimiento fundamental de la acción anarquista, claro para mí: luchar contra las ficciones sociales sin generar nueva tiranía; creando desde ahora, en lo posible, algo de la libertad futura. Pero una cosa así, ¿cómo diablos llevarla a la práctica?
»En la práctica, ¿qué cosa es combatir? Combatir, en la práctica, es la guerra; una guerra, al menos. ¿Cómo se hace la guerra a las ficciones sociales? Ante todo, ¿cómo se hace una guerra? Y en cualquier guerra, ¿cómo se vence al enemigo? De dos maneras: o matándolo, es decir, destruyéndolo, o aprisionándolo, es decir, sometiéndolo, reduciéndolo a la inactividad. Destruir las ficciones sociales no estaba en mi mano; destruir las ficciones sociales sólo podía lograrlo la revolución social. Hasta la llegada de la revolución, las ficciones sociales podrían conmocionarse, tambalear, mantenerse pendientes de un hilo, pero sólo la destruiría la llegada de la sociedad libre y el hundimiento, de hecha, de la sociedad burguesa. En este aspecto, lo máximo que yo podía hacer era destruir en el sentido físico de matar alguno que otro miembro de las clases representativas de la burguesía; estudié el caso y vi que se trataba de una tontería. Supón que mataba a uno, dos o una decena de representantes de la tiranía de las ficciones sociales. ¿Con qué resultado? ¿Iban a quedar más debilitadas las ficciones sociales? No. Las ficciones sociales no son lo mismo que una situación política, la cual, a veces, depende de un reducido número de hombres, e inclusive un solo hombre. Lo malo de las ficciones sociales son las ficciones sociales en su conjunto, no los individuos que las representan por el simple hecho de representarlas... Por lo demás, un atentado de tipo social produce siempre reacción; no sólo todo queda igual, sino que la mayoría de las veces empeora. Encima, supón que me atraparan después del atentado, como es natural que ocurriese; ya atrapado, me liquidarían de una u otra manera. Admitamos que, por mi parte, hubiese liquidado a una docena de capitalistas. Esto, al fin y al cabo, ¿a qué hubiera conducido? Al liquidarme aunque sin matarme: por encarcelamiento o deportación la causa anarquista perdería un elemento de combate; pero los doce capitalistas enterrados no representaban doce elementos perdidos por la sociedad burguesa; porque los componentes de la sociedad burguesa no son elementos de combate, sino puramente pasivos: el combate se da con el conjunto de las ficciones sociales en que se fundamenta dicha sociedad, no en los miembros de la burguesía. Y las ficciones sociales no son personas a las que podamos pegarles un tiro... ¿Entiendes? Mi caso no era el del soldado de un ejército que mata a doce soldados del ejército enemigo; estaba en el caso del soldado que mata a doce civiles del país enemigo. Lo cual es matar estúpidamente, pues no se elimina a ningún combatiente... Por lo tanto no podía pensar en destruir las ficciones sociales ni en el todo ni en alguna de sus partes. Sólo me quedaba el sojuzgarlas; vencerlas sojuzgándolas, reduciéndolas a la inactividad.
De pronto apuntó hacia mí el índice de su mano derecha:
— ¡Es lo que hice!
Replegó el dedo de inmediato, y continuó:
— Intenté ver cuál era la primera, la más importante, de las ficciones sociales. A ninguna como ésa cabría sojuzgar, reduciéndola a la inactividad. La ficción social más importante, en nuestra época por lo menos, es el dinero. ¿Cómo sojuzgar el dinero? O, con mayor precisión: ¿cómo sojuzgar la fuerza y tiranía del dinero? Liberándome de su influencia, de su fuerza, que es superior a su influencia, reduciéndolo a la inactividad en lo que a mí respecta. En lo que a mí respecta, ¿entiendes?, por ser yo quien lo combatía; reducirlo a la inactividad por lo que respecta a todos no habría sido sojuzgarlo, sino destruirlo, ya que supondría haber suprimido la ficción dinero; y he probado antes que cualquier ficción social no puede ser destruida más que por la revolución social, al arrastrarla, junto a todas las demás, en el hundimiento de la sociedad burguesa.
»¿Cómo podía superar en mí la fuerza del dinero? El procedimiento más sencillo hubiera sido alejarme de la esfera de su influencia, apartarme de la civilización: irme al campo a comer raíces, beber agua de los manantiales, andar desnudo y vivir como un animal. Pero todo eso, aunque lograse vencer la dificultad de hacerlo, no hubiera sido combatir una ficción social: no era siquiera combatir, sino huir. Cierto es que quien rehuye el combate no es derrotado en el campo de batalla; pierde sin haberse batido. El procedimiento debía ser otro; tenía que ser un procedimiento de combate y no de fuga. ¿Cómo sojuzgar al dinero luchando con él? ¿Cómo sustraerme a su influencia y tiranía sin eludir el encuentro? Procedimiento no había más que uno: adquirirlo, adquirirlo en cantidad suficiente para no sentir su influencia; y en cuanta mayor cantidad lo adquiriese, tanto más libre me hallaría de sentirla. Fue al ver así las cosas, al verlas claramente con toda la intensidad de mi convicción anarquista y toda la lógica de un hombre inteligente, cuando entré en la fase actual la comercial y bancaria, amigo mío de mi anarquismo.
Se repuso un momento de la virulencia, nuevamente creciente, de su entusiasmo por lo que iba narrando. Después continuó, aún con cierto calor, su exposición:
— ¿Recuerdas aquellas dos dificultades lógicas que habían surgido en los comienzos de mi trayectoria de anarquista consciente? ¿Recuerdas que afirmé haberlas resuelto entonces por medio del sentimiento y no de la lógica? Tú mismo observaste, con acierto, que no las había resuelto por medio de la lógica.
— Recuerdo.
— ¿Y recuerdas que después te dije que las había resuelto del todo, es decir, por lógica, al encontrar, por fin, el verdadero procedimiento anarquista?
— Sí, sí, recuerdo.
— Pues verás cómo quedaron resueltas... Las dificultades eran éstas: no es natural trabajar por algo, sea lo que sea, sin una compensación natural, es decir, egoísta; y no es natural entregar nuestro esfuerzo para el logro de un fin sin la compensación de saber que dicho fin se alcanzará. Esas eran las dos dificultades. Ahora bien, fíjate en cómo han quedado resueltas según el procedimiento de trabajo anarquista que, con mi razonamiento, llegué a descubrir como el único verdadero. De tal procedimiento ha resultado mi riqueza: tengo la compensación egoísta, en consecuencia. El procedimiento persigue el logro de la libertad: consigo libertad al hacerme superior a la fuerza del dinero, liberándome de esa fuerza. En verdad, sólo obtengo libertad para mí; pero, repito, he probado que la libertad para todos llegará con la destrucción de las ficciones sociales, por la revolución social; y solo, por mi cuenta, no puedo hacer la revolución social. El punto concreto es éste: persigo la libertad, consigo libertad la libertad que puedo, claro, porque no puedo conseguir la que no puedo... Fíjate: aparte del razonamiento que determina que mi procedimiento anarquista es el único verdadero, el hecho de que resuelva automáticamente las dificultades lógicas que cabe oponer a todo procedimiento de acción anarquista redunda en una prueba más de que se trata del único verdadero.
»Es el procedimiento que he seguido. Cargué sobre mis espaldas la empresa de sojuzgar a la ficción dinero, y la llevé a cabo enriqueciéndome. Lo logré. A costa de cierto tiempo, porque la lucha ha sido grande; pero lo logré. Me abstengo de contarte mi vida comercial y bancaria. En determinados aspectos resultaría interesante; pero nos saldríamos del tema. Trabajé, luché, gané dinero; he ganado, en fin, mucho dinero. Sin reparar en los medios confieso, amigo, que sin reparar en los medios y sirviéndome de todo: el acaparamiento, el sofisma financiero, la competencia desleal. ¿Y por qué no? Yo, que combatía las ficciones sociales, inmorales y antinaturales por excelencia, ¿iba a preocuparme por los medios? Yo, que trabajaba por la libertad, ¿iba a preocuparme por las armas con que luchaba contra la tiranía? El anarquista estúpido que pone bombas y pega tiros sabe muy bien que mata, a pesar de que entre sus doctrinas no está incluida la pena de muerte. Ataca una inmoralidad con un crimen: cree que la destrucción de esa inmoralidad vale un crimen. Es estúpido en cuanto procedimiento, porque, como he probado, es equivocado, y resulta contraproducente como procedimiento anarquista; ahora bien, por lo que respecta a la moral del procedimiento, es inteligente. Y dado que mi procedimiento era el verdadero, he venido utilizando legítimamente, como anarquista, todos los medios para enriquecer. Y hoy ya he realizado mi limitado sueño de anarquista práctico y lúcido. Soy libre. Hago lo que quiero; dentro, claro, de lo que resulta posible hacer. Mi lema, como anarquista, era la libertad; pues tengo libertad, la libertad que, por el momento, cabe tener en nuestra sociedad imperfecta. Quise combatir las ficciones sociales; las he combatido y, lo que es más, las he vencido.
— ¡Alto, alto! Será como tú dices, pero hay algo que no percibes. La condición para tu procedimiento de acción no fue crear libertad solamente sino además no crear tiranía. Y has creado tiranía. Como acaparador, como banquero, como financiero sin escrúpulos perdóname, pero tú lo has dicho creas tiranía. Tanta tiranía como cualquier otro representante de esas ficciones sociales contra las que dices luchar.
— No, querido, te equivocas. No he creado tiranía. La tiranía que puede resultar de mi acción contra las ficciones sociales es una tiranía que no surge conmigo y que, por tanto, no he creado; está en las ficciones sociales, yo no la he añadido a ellas. Es la tiranía propia de las ficciones sociales; y no podía, ni me lo propuse, destruir las ficciones sociales. Voy a repetirlo por centésima vez: sólo la revolución social podrá destruir las ficciones sociales; antes de que llegue la revolución, una acción anarquista perfecta, como la mía, no alcanzará más que a sojuzgar esas ficciones, y a sojuzgarlas únicamente respecto del anarquista que pone dicho procedimiento en práctica, puesto que el procedimiento no admitiría más honda sujeción de las ficciones. No se trata de no crear tiranía; se trata de no crear tiranía nueva, de no generar tiranía donde estaba ausente. Trabajando en conjunto e influenciándose unos a otros como te ya te expliqué, los anarquistas crean tiranía entre sí, fuera y aparte de las ficciones sociales; y semejante tiranía es una tiranía nueva. Esa es la que yo no he creado; incluso no podría crearla, dadas las condiciones mismas de mi procedimiento. No, amigo; yo sólo he creado libertad. He liberado a uno; me he liberado a mí. Porque mi procedimiento, que como he probado es el único verdaderamente anarquista, no permite liberar a nadie más. He liberado lo que podía liberar.
— Bueno, de acuerdo. Pero date cuenta de que con este argumento uno casi se ve llevado hasta el punto de creer que ningún representante de las ficciones sociales ejerce tiranía... Y no la ejerce. La tiranía es de las ficciones, no de los hombres que las encarnan. Esos hombres son, por así decirlo, medios utilizados por las ficciones para tiranizar, del mismo modo que la navaja es el medio empleado por el asesino; y, ciertamente, tú no pensarás que aboliendo las navajas desaparecerían los asesinos... Mira... Destruye a todos los capitalistas del mundo, pero sin destruir el capital... Al día siguiente, el capital, ya en manos de otros, seguirá ejerciendo su tiranía por medio de esos otros... En cambio, deja a los capitalistas y destruye el capital...
¿Cuántos capitalistas quedarán? ¿Es que no lo ves?
— Sí, tienes razón.
— Escucha: de lo máximo, máximo, máximo de que puedes acusarme es de incrementar un poco, muy poco la tiranía de las ficciones sociales. Y el argumento es absurdo, porque, insisto, la tiranía que yo no debía crear, y no he creado, es otra tiranía. Sin embargo, queda un punto débil: según este razonamiento podrías acusar a un general que combate por su país de ser el causante del número de bajas de su propio ejército, del sacrificio hecho por hombres de su país para vencer.
Ahora: quien va a la guerra, mata o muere. Hay que conseguir lo principal; lo demás...
— Bien, bien... Pero fíjate en otra cosa. El verdadero anarquista no quiere la libertad únicamente para sí; la quiere para todos. Según parece, la quiere para la humanidad entera.
— Sin duda. Pero ya te expliqué que, de acuerdo con el procedimiento descubierto por mí como el único de acción anarquista, cada cual tiene que liberarse a sí mismo. Yo me he liberado; he cumplido mi deber para conmigo y al mismo tiempo para con la libertad. ¿Por qué los otros, mis camaradas, no han hecho lo mismo? Yo no se lo he impedido; y el crimen habría sido éste: habérselo impedido. Y no lo hice, siquiera, escondiéndoles el verdadero procedimiento anarquista: una vez descubierto, se lo expliqué claramente a todos. El procedimiento, en sí, me impedía hacer más. ¿Y qué más podía hacer? ¿Obligarlos a seguir el camino? Aun pudiendo no lo hubiera hecho, porque les habría arrebatado la libertad, y eso iba contra mis principios anarquistas. ¿Ayudarlos? Por la misma razón tampoco hubiera podido. Nunca ayudo, ni he ayudado, a nadie; porque cercena la libertad ajena, ayudar también va contra mis principios. Lo que tú me criticas es que lo mío no abarque más que a una sola persona. Pero ¿por qué me criticas el haber cumplido con el deber de liberar hasta donde podía llegar a cumplirlo? ¿No sería mejor que los criticaras a ellos por no haber cumplido con el suyo?
— Digamos que sí... Pero esos hombres no han hecho lo que tú porque, naturalmente, no son tan inteligentes, o no tienen tanta fuerza de voluntad, o... Ah, amigo: éstas son ya las desigualdades naturales, no las sociales... Y el anarquismo no tiene nada que ver con eso. El grado de inteligencia o voluntad de un individuo es cosa suya, y de la Naturaleza; incluso las mismas ficciones sociales no entran ni salen en esta cuestión. Como dije, hay cualidades naturales que, según presumo, han sido pervertidas por la prolongada permanencia de la humanidad en las ficciones sociales; pero la perversión no está en el grado de la cualidad, dada en términos absolutos por la Naturaleza, sino en la aplicación de la cualidad. Pues bien: una cuestión de estupidez o de falta de voluntad nada tiene que ver exclusivamente con su grado. Por eso te digo que se trata aquí, ya en términos absolutos, de desigualdades naturales sobre las que nadie posee poder alguno, ni existe cambio social que las modifique porque no se puede hacer de mí un hombre alto, y de ti uno bajo...
»A menos... A menos que en el caso de esos tipos, la perversión hereditaria de las cualidades naturales haya ido tan lejos que llegue al fondo mismo del temperamento..., que haga que un fulano nazca para esclavo, que nazca naturalmente esclavo, y por tanto incapaz de cualquier esfuerzo en el sentido de su liberación. Pero en tal caso..., en tal caso..., ¿qué tienen que ver los que son así con la sociedad libre o con la libertad? Cuando un hombre nace para esclavo, la libertad, por contraria a su naturaleza, para él resulta tiranía.
Hubo una breve pausa. La interrumpí con una carcajada.
— En realidad, eres anarquista dije. En todo caso, da risa, después de haberte oído, comparar lo que eres con lo que son los anarquistas que andan por ahí...
— Amigo mío, lo he dicho, lo he probado, lo repito... No hay otra diferencia: ellos sólo son anarquistas teóricos, y yo soy teórico y práctico; ellos son anarquistas místicos, y yo científico; ellos son anarquistas acobardados y yo lucho y libero... En una palabra: ellos son seudoanarquistas, mientras yo soy anarquista.
Y nos levantamos de la mesa.