Gabriel Kuhn
Revolución es más que una palabra: 23 tesis sobre el anarquismo
Prólogo
Desde el cambio de milenio, el anarquismo ha experimentado un fuerte repunte. Fue anunciado como el “movimiento revolucionario del siglo veintiuno” en un artículo muy difundido de David Graeber y Andrej Grubačić en 2004 y, en Translating Anarchy, un reciente libro sobre el movimiento Occupy Wall Street basado en entrevistas con muchos de sus organizadores, su autor Mark Bray defiende que las ideas anarquistas fueron la fuerza ideológica detrás del mismo. Los proyectos anarquistas (revistas, ferias, organizaciones) también han crecido significativamente durante los últimos veinte años. Todo esto son buenas noticias.
Simultáneamente, el neoliberalismo goza de un dominio absoluto, la distancia entre ricos y pobres se ensancha cada día, las guerras continúan propagando devastación, la vigilancia ha sobrepasado niveles orwellianos y nada parece poder parar la destrucción ecológica del mundo tal como lo conocemos. Si el orden reinante es amenazado de algún modo significativo, los agentes son fundamentalistas religiosos, neofascistas o, en el mejor caso, movimientos izquierdistas que giran en torno a partidos populistas y líderes carismáticos. Incluso si los anarquistas quieren reivindicar elementos anarquistas en revueltas desde la plaza de Tahrir en el Cairo a las calles de Ferguson en Missouri, es discutible si autoproclamados anarquistas jugaron realmente algún papel significativo en estos acontecimientos. En pocas palabras, a pesar del mencionado repunte, el anarquismo parece tan excluido como siempre de la perspectiva general del mundo. Teniendo esto en cuenta, parece tan buen momento como cualquier otro para reflexionar sobre su lugar en el escenario político y examinar sus fortalezas y debilidades.
El contenido de este texto es presentado de un modo conciso y directo, lo que hace inevitables las generalizaciones, que están basadas en experiencias de Europa Occidental y del Norte. Los lectores deberán decidir hasta qué punto estas experiencias se corresponden con las suyas y su relevancia en los ambientes de los que forman parte.
¿Qué es el anarquismo?
En tiempos posmodernos se ha generalizado renunciar a las definiciones, presuntas prisiones de nuestros pensamientos. Eso es escurrir el bulto. Es evidente que las definiciones no son más que herramientas para la comunicación. No pueden pretender capturar la esencia de un fenómeno dado. Una definición práctica se basa en criterios concretos: el origen de un término y su etimología, su uso y cambio de sentido con el tiempo y su coherencia terminológica dentro del sistema de lenguaje que estemos usando. Así debe entenderse la propuesta de definición del anarquismo que se plantea a continuación.
Anarquismo es, en primer lugar, el intento de establecer una sociedad igualitaria que permita el desarrollo más libre posible de sus miembros individuales. El igualitarismo es la condición previa necesaria para que este desarrollo en libertad esté al alcance todos y no solo de unos pocos elegidos. La única limitación es permitir el libre desarrollo de los demás. Aunque no se pueden aquí trazar límites claros (¿dónde termina la libertad de uno y comienza la del otro?), eso no significa que no puedan negociarse.
Hasta aquí, esta definición no se aleja demasiado de la idea marxista de comunismo. La diferencia radica en su segunda parte, a saber, en la creencia de que el establecimiento de una sociedad igualitaria que permita el libre desarrollo individual depende de actores políticos que pongan en práctica de inmediato los valores esenciales de esa sociedad buscada en sus formas de organizarse, vivir y luchar. Actualmente, a esto a menudo se le llama política prefigurativa. Implica que ninguna dictadura del proletariado, ningún líder benevolente ni ninguna vanguardia bienintencionada pueden allanar el camino hacia la sociedad deseada; lo tiene que hacer la gente por sí misma. Además, la gente necesita desarrollar las estructuras necesarias para defender y preservar dicha sociedad. Autogestión, apoyo mutuo, organización horizontal y lucha contra todas las formas de opresión son los principios fundamentales del anarquismo.
El origen del anarquismo como movimiento político así definido se remonta a la cuestión social en la Europa de mediados del siglo XIX. Los anarquistas formaban parte de la Asociación Internacional de Trabajadores, más conocida como la Primera Internacional, junto con las fuerzas políticas que luego se convertirían en socialdemócratas, por un lado, y leninistas, por el otro.[1] Consideramos que este origen es importante y vemos el anarquismo como parte de la tradición de la izquierda. Nos oponemos a designar el anarquismo como filosofía, ética, principio o modo de vida en vez de como movimiento político. Una actitud existencial es una cosa; organizarse para el cambio político es otra. Sin una organización adecuada, el anarquismo se reduce fácilmente a una noble idea, reflejando más religiosidad o hipsterismo que ambición política. Al mismo tiempo, el anarquismo no es solo lucha de clases antiautoritaria. Es mucho más amplio, incluyendo actividades que van desde la creación de centros sociales a la deconstrucción de las normas de género, pasando por la concepción de formas alternativas de transporte.
La dimensión prefigurativa del anarquismo siempre ha incluido cuestiones que no encajaban en una definición estrecha de izquierda: preocupaciones dietéticas, sexuales y espirituales, así como asuntos de ética personal.
El anarquismo y la izquierda: socialdemocracia y leninismo
Como movimiento político que forma históricamente parte de la izquierda, es importante la relación del anarquismo tanto con la socialdemocracia como con el leninismo. Debemos recordar que el fin último, una sociedad sin clases ni estado que garantice el libre desarrollo de todos, era originalmente el mismo para las tres ramas. En ocasiones, estas tres corrientes son descritas como izquierda (socialdemocracia), izquierda radical (leninismo) y ultra izquierda (anarquismo). Pensamos que esta es una representación equívoca. Más bien se trata de un triángulo donde cada tendencia está igualmente alejada de las demás. Mientras el anarquismo y el leninismo comparten una postura revolucionaria y el leninismo y la socialdemocracia raíces marxistas, anarquismo y socialdemocracia comparten el rechazo a la dictadura del proletariado. El anarquismo está tan cerca de la socialdemocracia como del leninismo y viceversa.
Las mayores críticas al anarquismo desde las ideologías marxistas (socialdemócratas o leninistas) son: a) el anarquismo es ingenuo, ya que tiene una visión idealizada de la naturaleza humana y las relaciones sociales; b) el anarquismo es temerario, porque carece de conocimiento sobre cómo llevar a cabo el cambio político y, por tanto, alienta acciones imprudentes que, en el peor caso, favorecen que las fuerzas reaccionarias se impongan; c) el anarquismo es pequeño-burgués ya que está tan preocupado con la libertad individual que se despreocupa de la justicia social.
Parte de esta crítica es válida, pero solo en relación a ciertas tendencias dentro del anarquismo. En general, la visión anarquista de la naturaleza humana es, de hecho, mucho más sutil que la de las otras corrientes de la izquierda (por ejemplo, en relación con la psicología del poder). Algunas acciones anarquistas pueden haber sido imprudentes como impulsoras del cambio político, pero la mayoría han sido medidas y sopesadas cuidadosamente. Y aun habiendo habido tendencias individualistas, estas nunca definieron el movimiento en su totalidad. Quizás lo más importante es que el anarquismo tiene, a pesar de sus supuestos o verdaderos defectos, una serie de ventajas sobre sus primos de la izquierda:
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El anarquismo aporta una crítica más fuerte a la naturaleza de la autoridad. A pesar de lo que se quiera decir de la supuesta simpleza de la teoría anarquista, en Dios y el estado, escrita en 1871, Mikhail Bakunin resumió en dos páginas el destino de lo que más tarde se convertiría en la Unión Soviética. Predijo que un partido revolucionario que asumiese el poder formaría una nueva élite gobernante, impediría la liberación del pueblo y, de hecho, propiciaría su propia caída. A día de hoy, destacados marxistas, como John Holloway, Slavoj Žižek y Alain Badiou, hablan de la necesidad de un comunismo sin estado ni partido como si eso fuera un invento novedoso. Los anarquistas lo han estado diciendo todo el tiempo.
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Los anarquistas siempre han prestado una gran atención a los aspectos culturales del poder mientras que los marxistas se han centrado, a fin de cuentas, en las relaciones económicas, con la base económica determinando la superestructura cultural. Aunque se dijese de boquilla que esta relación era dinámica y dialéctica, ello raramente condujo a los marxistas a prestar tanta atención a las luchas culturales como los anarquistas.
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Los anarquistas no solo han prestado atención a los aspectos culturales del poder, sino también a la multiplicidad de la opresión. Solo algunos tipos de anarquismo han compartido la inclinación marxista a relegar a un segundo plano las luchas supuestamente no obreras. Los anarquistas, por ejemplo, han formulado críticas más duras al patriarcado o al nacionalismo. En tiempos en que términos como opresión múltiple o interseccionalidad están de moda, el anarquismo puede reclamar legítimamente un papel precursor.
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Mientras que (como sus homólogos marxistas) la mayoría de los anarquistas clásicos creían en el progreso científico como una necesidad para el avance hacia una sociedad liberada, el anarquismo no se caracteriza ni por una visión determinista de la historia ni por un racionalismo eurocéntrico. Las concepción elitista de los científicos como una pseudo clase dirigente fue pronto criticada, mientras que los puntos de vista utópicos eran tenidos en alta estima, en vez de despreciarse como alucinaciones recreativas. Ante un materialismo histórico más endeble que nunca, todo ello habla a favor del anarquismo.
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Al menos algunos destacados anarquistas, como Leo Tolstoy y Gustav Landauer, creyeron necesaria una revolución espiritual, no para abandonarse a la palabrería, sino para subrayar la necesidad de cambiar el alma humana para cambiar el mundo. Una dimensión espiritual hace a la política radical más rica, no más pobre.
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El escepticismo de los anarquistas hacia el materialismo histórico les ha granjeado la acusación marxista de ser voluntaristas, es decir, de creer que los procesos revolucionarios dependen de que la gente quiera apoyarlos. Los marxistas consideran esto superficial, insistiendo en que las relaciones materiales determinan la conciencia individual y, por tanto, la capacidad individual para la acción política. Son los anarquistas los que están en lo correcto en esto. El cambio social proviene de gente deseando el cambio social.
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En el trabajo de algunos anarquistas de finales del siglo XX (por ejemplo, de Murray Bookchin, Paul Feyerabend y, con todos sus problemas, de los calificados como anarcoprimitivistas) la creencia en la tecnología ha sido puesta en cuestión de un modo sin parangón en la teoría marxista. En una época en la que el papel de la tecnología en las crisis sociales y ecológicas que estamos afrontando se vuelve cada vez más evidente, es imposible no reconocer este mérito a los anarquistas.
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El anarquista es el crítico permanente. Con un fuerte escepticismo ante ideologías totalitarias y cultos a la personalidad, los anarquistas siempre han estado dispuestos a señalar los errores de los movimientos políticos. Pese a conllevar sus propios problemas (desde ser un cascarrabias a, en ocasiones, entorpecer la organización colectiva), esto es esencial para prevenir que las relaciones de poder se vuelvan anquilosadas y dogmáticas.
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La política prefigurativa anarquista proporciona una fuerte ventaja práctica que permite cambios en la cotidianidad que pocas otras ideologías políticas has sido capaces de generar.
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La atención del anarquismo hacia la diversidad engendra una gran riqueza de formas de intervención política. En términos de creatividad e innovación, el anarquismo aventaja sin duda a la izquierda marxista.
Anarquismo y revolución
La mayor debilidad del anarquismo es su falta de un concepto viable de revolución como redistribución radical del poder y la riqueza. Esto es especialmente llamativo considerando las proclamas revolucionarias del anarquismo. Distanciarse de “reformistas”, “progresistas” o “moderados” es parte integral de la identidad anarquista. Ninguna sociedad anarquista de una escala significativa se ha establecido fuera del contexto de la guerra. Ninguna de ellas ha durado más de un par de años. Habitualmente, los anarquistas echan la culpa de esto a la crueldad de los lacayos de los capitalistas y a la naturaleza traicionera de los marxistas. Hay algo de cierto en ambas acusaciones, pero no son explicación suficiente de los pobres resultados revolucionarios del anarquismo. Un factor importante es que los anarquistas, por buenos y honorables motivos, se han negado a sí mismos adoptar un rol que la mayoría de las revoluciones requieren. Las a menudo citadas palabras de Friedrich Engels son ciertas: “¿Han visto alguna vez estos caballeros una revolución? Una revolución es ciertamente la cosa más autoritaria que hay; es el acto por el cual una parte de la población impone su voluntad sobre otra parte por medio de rifles, bayonetas y cañones, medios autoritarios donde los haya”. Los anarquistas no tienen una respuesta satisfactoria a este dilema. Se han hecho intentos, pero ninguno muy convincente. Los más significativos pueden resumirse así:
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La estrategia de deserción, que obtuvo su base teórica más sólida en las teorías sobre asentamientos de Gustav Landauer. Landauer propuso construir una sociedad anarquista a través de comunas rurales y cooperativas autónomas más que a través de la confrontación con el estado. Es una bonita idea, pero las comunas radicales han ido y venido durante los últimos 150 años sin haber amenazado significativamente al poder del capital y el estado. En cuanto molestan, son destruidas o integradas en el mercado capitalista; la comercialización de la cultura alternativa durante las últimas décadas no ha sido más que un claro ejemplo de todo esto.
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El enfoque reformista radical, en el que se habla de una revolución por etapas o de una revolución más como proceso que como ruptura. Lo que se esconde tras esta fórmula es normalmente poco más que el típico enfoque reformista aliñado de retórica radical. No nos debería preocupar mucho.
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El enfoque insurreccionalista, que transfiere la noción de revolución desde el cambio estructural a un momento maravilloso de empoderamiento. No hay nada malo en las insurrecciones. Revelan contradicciones sociales, dan la vuelta temporalmente a las relaciones de poder y son inspiradoras, entre otras cosas. No cambian, sin embargo, las estructuras básicas de poder y, si bien contribuyen a la creación de un vacío de poder, este puede de hecho ser ocupado por reaccionarios si las contraestructuras radicales no están listas para tomarlo. Pese a que las insurrecciones pueden ser importantes elementos de una revolución, confundirlas con la revolución misma es como confundir una tangana con el juego del fútbol.
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El enfoque colapsista, que considera estéril cualquier intento de corregir el orden existente, ya que solo eventos catastróficos pueden y van a traer su fin. Según esta lógica, el activismo anarquista consiste en prepararse para la catástrofe estando listo para reemplazar las estructuras de poder en descomposición (la civilización) por pequeñas comunidades anarquistas independientes. El problema principal de este escenario es la ausencia de cualquier mecanismo aparte de la ley del más fuerte que nos permita manejarnos en el conflicto social que inevitablemente implica. En otras palabras, el colapsismo tiende a caer en el darwinismo social. E incluso si no lo hace, partir de un colapso no es fundamento de una acción política sólida. Es muy atrevido, por ser suave, defender dejar de intentar corregir el sistema porque este vaya pronto a caer igualmente. ¿Y qué, si no? Hacer del derrotismo virtud no es de ninguna ayuda.
El hecho de que el anarquismo no tenga una teoría viable de la revolución ni lo desacredita ni sugiere que sea irrelevante. De hecho, la influencia histórica del anarquismo excede con creces las estimaciones de la mayoría de los propios anarquistas. El anarquismo siempre ha sido un importante motor de cambio social. Jornada laboral de ocho horas, libertad de expresión, antimilitarismo, derecho al aborto, liberación LGBTQ, pedagogía antiautoritaria, veganismo,... hubo una vez en que todas estas luchas fueron en gran parte encabezadas por anarquistas. Sin embargo, ninguna de ellas acabó siendo revolucionaria. Muy al contrario, en su mayor parte han sido integradas al desarrollo del estado nación. Los anarquistas tienen que ser honestos. O bien admiten ser reformistas con un toque radical (nada malo si se hace explícito), o bien se esfuerzan por desarrollar de verdad una perspectiva revolucionaria. El postureo radical y el rechazo de la política reformista/progre/moderada son vergonzosos si tu propia política no es más revolucionaria que la de las ONGs, grupos religiosos y demás organizaciones de beneficencia.
Los problemas del anarquismo hoy
El problema de la revolución ha obsesionado al anarquismo desde el principio. Otros problemas han ido y venido, dependiendo de las circunstancias históricas y el estado del movimiento. Estos son los principales que podemos identificar hoy:
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Un desafortunado sentido de superioridad moral que a menudo ensombrece el trabajo político. Parece que el problema subyacente es que hay dos motivaciones cuando la gente decide involucrarse en círculos anarquistas: una es querer cambiar el mundo, la otra querer ser mejor que la persona promedio. Lo segundo conduce fácilmente a la automarginación, ya que todo sentimiento de superioridad moral se apoya en ser parte de unos pocos elegidos y no de la masa. Cuando esto predomina, tu identidad toma ventaja sobre tus acciones y señalar las limitaciones personales de los demás sobre el cambio político. Irónicamente, los principales blancos de la crítica son habitualmente gente dentro de las propias filas antes que de entre las del enemigo, siguiendo la penosa lógica de que “si no puedes alcanzar a los que deseas golpear, golpeas a los que tienes al alcance”. La combinación de juzgar a los de fuera y competir con los de dentro por el puesto de mandamás moral es incompatible con ningún movimiento que aspire a la integridad revolucionaria.
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El movimiento anarquista es, en términos generales, una subcultura. Los subculturas son estupendas. Proporcionan un refugio a la gente (a veces, uno que les salva la vida), ayudan a preservar el conocimiento activista, permiten la experimentación, etc... pero disidencia no es igual a revolución. Por tanto, cuando la política se reduce a subcultura, la retórica revolucionaria se vuelve vacía y alienante. Odio esto y que le den a lo otro, pero, ¿con qué propósito?
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El ambiente de muchos círculos anarquistas va de antipático a abiertamente grosero. En ocasiones, nuestro supuesto microcosmos del mundo liberado está entre los lugares menos atractivos imaginables: oscuro, sucio y habitado por tipos que confunden la rebelión con la hostilidad. Portarte como un imbécil no te hace más radical, solo te hace un imbécil. Desgraciadamente, la agresividad también caracteriza los debates internos. Los hilos de algunos foros online anarquistas están entre las formas más seguras de desinteresar a la gente por el anarquismo para siempre. La gestión radical de conflictos se caracteriza por la franqueza y la autocrítica, no por el haterismo anónimo.
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A pesar de abrazar teóricamente individualidad y diversidad, muchas escenas anarquistas son increíblemente uniformes. Cualquier cafetería de una calle céntrica reúne una variedad más amplia de gente que la mayoría de los locales anarquistas. Hay razones históricas para ello, pero, básicamente, la cultura anarquista (el lenguaje, las pintas, los códigos sociales) es extremadamente homogénea. ¿Cómo de anarquistas son entornos en los cuales la gente se siente incómoda por lo que come, lleva puesto o escucha?
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Hay una barrera clave en los círculos anarquistas entre los activistas que se oponen a la injusticia y aquellos que la experimentan. Es necesario que todos trabajen juntos para cambiar las cosas de manera eficaz, pero las diferentes motivaciones no pueden obviarse. Mientras que la gente que sigue una vocación misionera tiende a ser más bien ideológica, la gente afectada por la injusticia es normalmente más pragmática. Si no se admite esta diferencia, los dos grupos tienden a distanciarse. En el peor caso, solo quedarán los ideólogos, entretenidos con debates abstractos sobre la identidad personal o el lenguaje aceptable, tomando la supuesta primera fila de la política radical mientras se pierde cualquier conexión con el trabajo político de base. La política radical pasa a convertirse principalmente en un ejercicio intelectual que habla muy poco de la calidad de sus protagonistas como compañeros dedicados y fiables.
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Los conceptos de espacio libre y espacio seguro a menudo se confunden. Los espacios seguros, es decir, espacios donde la gente pueda contar con encontrar cuidado y apoyo, son necesarios en el mundo en el que vivimos, pero son espacios que satisfacen un objetivo preciso. No son los espacios libres que buscamos construir, es decir, espacios en los cuales la gente pueda decir lo que piensa, entablar una discusión y resolver con regularidad los problemas que surjan en el proceso. Lo que da seguridad a largo plazo en la capacidad colectiva de acordar límites. La seguridad absoluta es imposible, además. Vulnerabilidades, incomprensiones y enfados son parte de la vida social y no van a desaparecer tampoco en la más anarquista de las sociedades.
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La idea de que a todos se les debería dejar hacer de todo se confunde con que la idea de que todos pueden hacer de todo. Las habilidades o conocimientos de los activistas u organizadores más experimentados son a menudo menospreciados, lo que lleva a volver a tropezar con los mismos obstáculos y a reinventar la rueda una y otra vez.
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Existe una falta de visión de futuro y de orientación estratégica casi totales en el movimiento anarquista. Además, las estructuras organizativas están en crisis. Espontaneidad, el modelo del grupo de afinidad y un entendimiento romántico de la multiplicidad se han hecho hegemónicas. Todas estas nociones están llenas de fallos. Las únicas comunidades que permiten a largo plazo consisten en un puñado de amigos, base insuficiente para la organización necesaria para un cambio social profundo. La principal respuesta a esto por parte del movimiento anarquista, el plataformismo, subestima la importancia de la responsabilidad individual, lo que lleva a una confusión entre formalidad y eficacia (volveremos a esto en el capítulo final).
¿Qué hay que hacer?
La subcultura anarquista está muy extendida. Disfruta de una sólida infraestructura y de un flujo constante de nuevos miembros (no obstante un alto nivel de reemplazo). Puede fácilmente mantenerse a sí misma, proporciona un refugio identitario para gente que rechaza la cultura “convencional” o “burguesa” y tiene todas las ventajas que las subculturas aportan (véase más arriba). El anarquismo produce además ideas influyentes, formas de interacción social estimulantes y una animada cultura de protesta. Todo ello da lugar a un apasionante vivero político y confirma la relevancia del anarquismo en el día a día. Por tanto, si la carencia de un enfoque revolucionario no nos importa, no hay mucho de lo que preocuparse. La subcultura no está amenazada por los problemas enumerados previamente. Pero si creemos que renunciar al punto de vista revolucionario es un sacrificio excesivo (y si no queremos abandonar a los compañeros anarquistas con un compromiso fuerte con la revolución al marxismo ortodoxo), tenemos que hacer posible el desarrollo de esta perspectiva revolucionaria. Estas son algunas sugerencias para ello:
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Los anarquistas tienen que ser claros sobre lo que quieren y honestos sobre lo que pueden hacer.
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El deseo de cambiar la sociedad debe ser más importante que promover la superioridad moral de tu identidad radical.
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Los anarquistas tienen que hablar de maneras que la gente que no es parte de la escena de iniciados pueda entender. El lenguaje siempre fluye y las expresiones problemáticas deben ser puestas en cuestión, pero las discusiones anarquistas tienen que ser interesantes, no alienantes.
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Necesitamos visiones de futuro. Al contrario de lo que se ha vuelto un mantra para muchos anarquistas, las visiones de futuro no son proyectos cerrados que intentan dictar el comportamiento de la gente. Las visiones de futuro anarquistas simplemente esbozan ideas concretas sobre lo que los anarquistas quieren. Sin formular estas mismas ideas, a nadie fuera de los círculos anarquistas le va a importar un comino lo que los anarquistas tengan que decir. Prefigurar el porvenir no es siempre suficiente. A veces es hora de figurárselo.
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La estrategia ha sido malentendida como un rígido plan maestro del activista. Desarrollar una estrategia significa simplemente tener una propuesta sobre cómo conseguir lo que quieres conseguir. Si renuncias a esto, renuncias al trabajo revolucionario.
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No existe contradicción entre construir estructuras autónomas e intervenir en el orden dominante. Este falso conflicto es innecesario y dañino. Igual sucede con el supuesto conflicto entre praxis personal (estilo de vida) y organización colectiva. La una fortalece a la otra.
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Necesitamos una transformación de valores. Mientras que deseemos las cosas que se producen, no seremos capaces de reducir el sistema político y económico a un nivel que sea sostenible tanto ecológica como socialmente.
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Una crítica de la tecnología debe ser parte de cualquier movimiento revolucionario. La tecnología hace a la gente dependiente de sistemas sobre los que no tiene control y requiere una organización social de una complejidad imposible de alcanzar a un nivel próximo. Tenemos que rechazar la energía nuclear y otras supuestas bendiciones que tienen a la tierra y a la humanidad como rehenes, cuestionar al progreso como medio indispensable para hacer del mundo un mejor lugar, escrudiñar al racionalismo y a la ciencia y orientarnos a comunidades de pequeña escala.
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Si le preguntas a los anarquistas por qué se centran más en ciertas luchas que en otras, la respuesta más habitual es que “todas las luchas son importantes”, lo que en realidad no responde a la pregunta. El asunto no es si todas las luchas son importantes (por supuesto todas lo son), si no por qué priorizamos unas sobre otras. Sí, factores subjetivos juegan un papel: tú te centras en las luchas que te afectan más o en las que te sientes más competente. Sin embargo, si nos reclamamos revolucionarios, tenemos también que identificar las luchas que sean más prometedoras para la revolución. La urgencia moral no necesariamente se correlaciona con el potencial revolucionario. La mayoría de las luchas no son revolucionarias en sí mismas, tienen que volverse revolucionarias a través de conexiones concretas con la política revolucionaria.
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La aceptación de la diversidad siempre ha sido uno de las fuerzas del anarquismo, pero no debe convertirse en una excusa para negar el análisis. Cualquier sinsentido puede justificarse por la necesidad de diversidad, como si fuese esta un cheque en blanco para hacer lo que quieras. Por ejemplo, no todas las tácticas son igualmente útiles en todo momento; tienen que elegirse en relación a nuestras posibilidades y a la situación específica que nos ocupe. ¿Qué queremos? ¿Quién está involucrado? ¿Qué puede realmente hacerse? ¿De qué medios disponemos? La diversidad está bien cuando defiende la apertura, la flexibilidad y la variedad de opiniones, pero si se celebra como una virtud en sí misma, la política radical se vuelve shopping neoliberal: coges cualquier capricho que te haga tilín.
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La discusión abierta es esencial tanto para un medio intelectual fructífero como para los procesos de liberación. Cuando la gente dice o hace cosas que otros consideran problemáticas, estas deben ser abordadas y discutidas, en vez de regañar, disciplinar o silenciar.
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Las etiquetas son tabú para muchos anarquistas. “No es importante como te definas, sino lo que haces”. Al pie de la letra esto suena convincente. Sin embargo, una etiqueta no es más que una palabra, las palabras son herramientas para la comunicación y en la comunicación dependemos de etiquetas. Ponerle una etiqueta a los contenidos de nuestra política permite a otros (propios y extraños) hacerse una idea de qué estamos defendiendo. Así es como construimos comunidad y solidaridad. Nunca habría habido una “amenaza comunista” si no hubiera habido una palabra para ello. Es importante para un movimiento social de gente afín tener un nombre común.
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Necesitamos construir organizaciones que sean de naturaleza anarquista, pero que puedan jugar un papel crucial en movimientos sociales amplios y en organizaciones populares (sindicatos, grupos de consumo, sindicatos de inquilinos, asociaciones deportivas, etc.). Las organizaciones anarquistas tienen que proporcionar una red para el debate, la acción colectiva y el apoyo mutuo. Pese a que esto requiere un cierto grado de formalidad, esta no debe confundirse con eficiencia. La eficiencia siempre depende de las cualidades individuales de los miembros de la organización, es decir, de su responsabilidad, fiabilidad y rendición de cuentas. Por esto el plataformismo no es la solución a la crisis organizativa del anarquismo. Es necesario algo más versátil.
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La importancia de las cualidades individuales debe ser tomada en serio. Si rechazamos estructuras verticales para asegurarnos de que las cosas se hacen, debemos comprometernos a hacerlas nosotros mismos. La realidad anarquista está lejos de esto. Muchos anarquistas solo hacen cosas cuando “se sienten inspirados”; muchos tienen todo tipo de opiniones sobre lo que los demás deberían hacer sin haber hecho nada ellos mismos; muchos son poco fiables e irresponsables, siempre dispuestos a denunciar a los que les llaman la atención como autoritarios; muchos usan las asambleas para el parloteo egocéntrico en vez de para tomar decisiones clave. Si estas actitudes prevalecen, no hay la menor esperanza de que el anarquismo se convierta en un movimiento revolucionario.
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Se necesita una nueva síntesis en el anarquismo. Gente con diferentes focos de interés (el lugar de trabajo, el patriarcado, el militarismo, etc.) tienen que trabajar juntos, unirse alrededor de una serie de principios compartidos y compartir una estrategia común en la que las diferentes tácticas se coordinen del modo más beneficioso. Las proclamas de representación exclusiva del anarquismo dañan a todo el mundo, incluido el propio grupo que las emite.
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Los anarquistas tienen que entender los límites de la política anarquista. Dependiendo de los objetivos de una lucha en particular, un enfoque socialdemócrata o leninista puede ser más adecuado. Defender el estado de bienestar es una lucha reformista y si los anarquistas consideran que esta merece la pena, pueden ser más efectivos como tropas extraparlamentarias de apoyo a los esfuerzos socialdemócratas. Asimismo, los campesinos indios pueden considerar que una prolongada guerra popular (y, por tanto, leninismo en su variedad maoísta) es la respuesta más prometedora a la represión estatal que ellos confrontan; si los anarquistas quieren ayudar a estos campesinos, tendrán que hacer concesiones ideológicas. El sectarismo dentro de la izquierda debe desaparecer y para ello los anarquistas deben hacer su parte.
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Muchos anarquistas asocian los cuadros políticos exclusivamente con el leninismo, lo que es poco acertado. Esencialmente, un cuadro no es más que un organizador a tiempo completo y hay una gran diferencia entre un organizador a tiempo completo y un activista de fin de semana. Los cuadros no merecen ningún privilegio, pero sus experiencias y dedicación deben ser reconocidas; no por ellos, sino por el interés del movimiento. Los cuadros necesitan prepararse para situaciones revolucionarias y su falta ha sido uno de las mayores debilidades históricas del anarquismo.
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Evitar obstinadamente discusiones sobre liderazgo daña al movimiento anarquista. Siempre hay líderes en los grupos sociales, tanto si usas el nombre o no. Solo cuando esto es reconocido, pueden mantenerse a raya los aspectos autoritarios y explotadores del liderazgo. En caso contrario, operarán de los modos opacos e irresponsables característicos de muchos grupos anarquistas.
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Debemos tener en cuenta los orígenes del anarquismo. El anarquismo no tiene el monopolio del pensamiento antiautoritario que, de varias formas y maneras, puede encontrarse a través de las culturas y las épocas. El anarquismo como movimiento político así definido es el producto de las condiciones sociopolíticas de la Europa del siglo XIX, lo que tiene implicaciones culturales que caracterizan al movimiento hasta el día de hoy y evitan que se expanda del modo que a la mayoría de los anarquistas les gustaría. La solución no es reclamar que todas las corrientes antiautoritarias son anarquistas en esencia (lo que, en el peor de los casos, es una forma de cooptación colonial; si la gente elige no usar el término anarquista, tendrán sus motivos). Más bien, la cuestión para los anarquistas es demostrar ser colaboradores valiosos en la lucha global por la liberación.
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La así llamada política de alianzas (ally politics) puede servir como principio rector para anarquistas involucrados en luchas sociales emprendidas por otros, pero el concepto debe ser correctamente entendido. Decir que sí sin pensar a todo lo que otro te pide es autosacrificio y no tiene nada que ver con el radicalismo. Además, ningún individuo o grupo representa a ninguna comunidad, así que nunca podemos entregar nuestra responsabilidad de tomar decisiones propias por referirla a la autoridad de otra persona. Tenemos que ser responsables de nuestras decisiones. Puede ser obligatorio aceptar el liderazgo de otros en una lucha, pero siempre necesitamos involucrarnos con ellos para llevarla colectivamente a cabo.
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Necesitamos discusiones serias sobre las posibilidades e imposibilidades de la lucha armada; no una romantización infantil de los disturbios y el crimen, sino una investigación sobre cómo se distribuye y mantiene el poder y sobre cómo puede ser desafiado por la militancia, lo que, en la mayoría de los casos de conflicto social acentuado, será necesario. Es más, si somos serios sobre la revolución, no podemos hacer del ejército y la policía el enemigo perpetuo. Casi todas las revoluciones dependieron de atraer a partes del ejército y la policía a sus filas, y las posibilidades militares de los grupos guerrilleros están disminuyendo drásticamente en tiempos de guerra de alta tecnología. Esta es una realidad con la que tenemos que lidiar, sin importar lo desagradable que sea.
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Tenemos que reconsiderar la compensación económica. La cultura del hazlo tú mismo es genial para preservar la independencia, animar a la creatividad y alimentar el ingenio. Sin embargo, una vez cruzada la frontera de la autoexplotación, son casi exclusivamente tipos de clase media (mayoritariamente hombres, mayoritariamente blancos) los que permanecen.
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Dedicarse a la revolución por la revolución no tiene sentido. La única justificación de la revolución es que hace la vida de la gente mejor. Esto debe reflejarse en todo lo que los revolucionarios hagan.
[1] Hemos pretendido evitar las notas al pie en este texto, pero encontramos inevitable una rápida explicación de cómo usamos los términos socialdemocracia, leninismo y marxismo. Mientras que el anarquismo se separó muy al principio de las corrientes marxistas dentro de la izquierda (se suele considerar la expulsión de Mikhail Bakunin y James Guillaume del Congreso de la Primera Internacional de la Haya de 1872 como un momento crucial), la separación entre los reformistas socialdemócratas y los revolucionarios leninistas solo llegó tras la Revolución Rusa de 1917. Por entonces, ambas corrientes todavía eran consideradas marxistas y comprometidas en la creación de una sociedad socialista. En el movimiento socialdemócrata esta orientación ideológica se desvaneció rápidamente entre realidades parlamentarias y allá por los años 30 había desaparecido básicamente de los principios de todos los partidos socialdemócratas. Los partidos autodenominados socialdemócratas de hoy han perdido el contacto con su historia y persiguen políticas neoliberales con un tufillo de keynesianismo. No nos referimos a estos partidos cuando hablamos de socialdemocracia en este texto, sino a una tradición política de verdadero marxismo dentro del ámbito del parlamentarismo. Algunos, si bien pocos, partidos de izquierda continúan hoy esta tradición.