Jacques Ellul
La ideología del trabajo
Antes de cualquier investigación o reflexión sobre el trabajo en nuestra sociedad, es necesario ser conscientes de que todo en ella está dominado por la ideología del trabajo. En la casi totalidad de las sociedades tradicionales, el trabajo no es considerado como un bien ni como la actividad principal. El valor eminente del trabajo aparece en el mundo occidental en el siglo XVII, en Inglaterra, en Holanda y, después, en Francia, y se desarrolla en estos tres países conforme al crecimiento económico. ¿Cómo se explica la evolución mental y moral que consiste en pasar del trabajo como pena, castigo o necesidad inevitable, al trabajo como valor y bien? Se debe constatar que esta reinterpretación que termina en la ideología del trabajo se produce en el encuentro de cuatro hechos que van a modificar la sociedad occidental. En primer lugar, el trabajo se vuelve cada vez más duro, con el desarrollo industrial, y aparentemente más inhumano. Las condiciones de trabajo empeoran considerablemente con el paso del artesanado e incluso de la manufactura (que era ya dura pero no inhumana) a la fábrica. Esta produce un tipo de trabajo nuevo, despiadado. Y como, con la necesidad de la acumulación del capital, el salario es inferior al valor producido, el trabajo se vuelve más absorbente: envuelve toda la vida del hombre. El obrero se encuentra al mismo tiempo obligado a hacer trabajar a su mujer y a sus hijos para poder sobrevivir. El trabajo es, entonces, al mismo tiempo más inhumano de lo que lo fue para los esclavos y más totalitario, no dejando lugar para ninguna otra actividad en la vida, sin juego, sin independencia, sin vida en familia. Aparece, a ojos de los obreros, como una suerte de fatalidad, de destino. Fue entonces indispensable compensar tal situación inhumana con algún tipo de ideología (que, por otro lado, aparece en este caso correspondiendo exactamente a la perspectiva de la ideología de Marx) que haría del trabajo una virtud, un bien, una adquisición, un ascenso o elevación. En el caso de que el trabajo todavía fuese interpretado como una maldición, la situación habría sido radicalmente intolerable para el obrero.
No obstante, esta difusión del «Trabajo-Bien» toma gran importancia en especial porque la sociedad de entonces abandonó sus valores tradicionales, lo que conforma el segundo factor. Por un lado, las clases dirigentes dejan de creer profundamente en el cristianismo, y, por otro, los obreros, que son campesinos desterrados, se encuentran perdidos en la ciudad y ya sin ningún vínculo con sus antiguas creencias, la escala de valores tradicionales. Este hecho vuelve necesaria la rápida creación de una ideología de substitución, una red de valores a los cuales integrarse. Para los burgueses, el valor será el fundamento de su fuerza, de su encumbramiento. El Trabajo (y secundariamente el Dinero). Para los obreros, acabamos de ver que es necesario proporcionarles una explicación de lo que es la explotación, o la valorización, o la justificación de su situación, y al mismo tiempo el suministro de una escala de valores susceptible de sustituir a la antigua. Así, la ideología del trabajo se produce y crece en el vacío dejado por las demás creencias y valores.
Pero existe un tercer factor: es admitido como valor, lo que se ha convertido en la necesidad de crecimiento del sistema económico, esto es visto como primordial. La economía toma su lugar fundamental en el pensamiento apenas en los siglos XVII y XVIII. La actividad económica es creadora de valor (económico). Se convierte en el pensamiento de las elites, pero no solamente de la burguesía, sino del centro del desarrollo, de toda la civilización. Desde entonces, cómo no atribuirle un lugar esencial en la vida moral. No obstante, el factor determinante de esta actividad económica, la más bella del hombre, es el trabajo. Todo se basa en un trabajo duro. No habiendo sido aún formulado claramente en el siglo XVIII, muchos ya entendían que el trabajo producía el valor económico. El pasaje de este valor al otro (moral o espiritual) ocurre rápidamente. Era imprescindible que esta actividad tan esencial materialmente fuera igualmente justificada moral y psicológicamente. Creador de valor económico: se emplea la misma palabra para expresar que es creador del valor moral y social.
Un último factor viene a asegurar esta supremacía. La ideología del trabajo aparece cuando hay una separación más grande y decisiva entre el que manda y el que obedece en el interior de un mismo proceso de producción, entre el que explota y el que es explotado, correspondiendo a categorías radicales diferentes de trabajo. En el sistema tradicional, tenemos el que no trabaja y el que trabaja. Hay una diferencia entre el trabajador intelectual y el trabajador manual. Pero no hay oposición radical entre las tareas de organización o hasta de mando y las de ejecución: al trabajador manual se le dejaba más iniciativa. En el siglo XVIII, el que organiza el trabajo y el que explota es también un trabajador (y ya no un no trabajador, como lo era el señor) y todos están dentro del circuito del trabajo, pero con la oposición total entre el ejecutante explotado y el dirigente explotador. Existen categorías totalmente diferentes del trabajo en el dominio económico. Estos son, creo, los cuatro factores que conducen a la elaboración (espontánea, no maquiavélica) de la ideología del trabajo, que juega el rol de todas las ideologías: por una parte la de disimular la situación real trasladándola a un campo ideal, atrayendo toda la atención hacia el ideal, el ennoblecido, el virtuoso y honrado, por la otra, la de justificar esta misma situación tiñéndola de los colores del bien y del sentido. Esta ideología del trabajo ha penetrado por doquier, y domina todavía y en gran parte nuestras mentalidades.
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¿Cuáles son, pues, los principales componentes de esta ideología? Primero está la idea central, que se convierte en una evidencia: que el hombre está hecho para el trabajo. No hay otra posibilidad para vivir. La vida no puede ser llenada más que por el trabajo. Recuerdo una lápida cuya única inscripción, bajo el nombre del difunto, era «el trabajo fue su vida». No había nada más que decir sobre toda la vida de un hombre. Y al mismo tiempo, en la primera mitad del siglo XIX, aparecía la idea de que el hombre se diferenciaba de los animales, se convertía realmente en hombre, porque desde sus orígenes había trabajado. El trabajo había hecho al hombre. La distancia entre el primate y el humano fue establecida por el trabajo. Y, de forma significativa, mientras que en siglo XVIII se le llamaba generalmente al hombre prehistórico «homo sapiens», a principios del siglo XIX el que va a prevalecer será el «homo faber»: el hombre que hace o fabrica útiles de trabajo (yo sé que, por supuesto, eso estaba relacionado con descubrimientos efectivos de útiles prehistóricos, pero ese cambio de énfasis es esclarecedor). Al igual que en los orígenes del hombre está el trabajo, es este el único que puede dar un sentido a la vida. Esta no tiene sentido en sí: el hombre se lo aporta, por sus obras y la realización de su persona en el trabajo, que en sí mismo no necesita ser justificado, legitimado: el trabajo tiene su sentido en sí mismo, comporta su recompensa, a la vez por la satisfacción moral del «deber cumplido», y por los beneficios materiales que cada quien extrae de su trabajo. Porta en sí su recompensa, y además una recompensa complementaria (dinero, reputación, justificación). Labor improbus omnia vincit.[1] Esta divisa se convierte en la más importante del siglo XIX. Porque el trabajo es el padre de todas las virtudes, como la ociosidad es la madre de todos los vicios. Los textos de Voltaire, uno de los creadores de la ideología del trabajo, son, en efecto, esclarecedores sobre el tema: «El trabajo aleja de nosotros tres grandes males: el aburrimiento, el vicio y la necesidad», o también: «Fuercen a los hombres a trabajar y los transformaran en gente honesta». Y no es extraño que sea justamente Voltaire el que pone en primer orden el valor del trabajo, ya que este se convierte en valor justificador. Se pueden cometer muchas faltas de todo tipo, pero si se es un firme trabajador se es perdonado. Un paso más y llegamos a la afirmación, nada moderna, de que «El trabajo es la libertad». Esta fórmula se refleja hoy por un tono trágico, porque nos recuerda la formula en la entrada de los campos de concentración nazis: «Arbeit macht frei».[2] Pero en el siglo XIX era explicado solemnemente que, en efecto, solo el trabajador es libre, por oposición al nómada que depende de las circunstancias, y al mendigo que depende de la buena voluntad de los demás. El trabajador, él, cada cual lo sabe, no depende de nadie. ¡Solo de su trabajo! De esta forma, la esclavitud del trabajo es transformada en garantía de Libertad.
Y de esta moral encontramos dos aplicaciones más modernas: la Occidental vio en su capacidad de trabajar la justificación y, al mismo tiempo, la explicación de su superioridad con respecto a todos los pueblos del mundo. Los africanos eran perezosos. Era un deber moral enseñarles a trabajar, y era una legitimación de la conquista. No se podía aceptar la perspectiva de que dejasen de trabajar cuando tenían lo suficiente para comer dos o tres días. Los conflictos entre patrones occidentales y obreros árabes y africanos entre 1900 y 1940 fueron innumerables por este motivo. Pero, extraordinariamente, esta valorización del hombre por el trabajo fue adoptada por movimientos feministas. El hombre mantuvo a la mujer en la inferioridad, porque solo él efectuaba el trabajo socialmente reconocido. La mujer solo es reconocida hoy si trabaja: teniendo en cuenta que el mantenimiento del hogar y criar a los hijos no es trabajo, ya que no es trabajo productivo y no reporta dinero. Por ejemplo G. Halimi dice que «La gran injusticia es que la mujer ha sido excluida de la vida profesional por el hombre». Es esta exclusión la que impide a la mujer poder acceder a la humanidad completa. Esto hace que también se la considere como el último pueblo colonizado. Dicho de otra forma, el trabajo, en la sociedad industrial, es la fuente del valor, que se vuelve en el origen de toda realidad, se encuentra transformado, gracias a la ideología, en una superrealidad, invertida en un sentido último a partir del cual toda vida toma su sentido. De esta forma el trabajo es identificado con toda la moral y toma el lugar de todos los demás valores. El trabajo es el portador del futuro. Ya sea que se trate de un futuro individual o colectivo, este se funda en la efectividad, la generalidad del trabajo. Y en la escuela se le enseña al niño, primero y antes que nada, el valor sagrado del trabajo. Es la base (con la patria) de la enseñanza primaria de 1860 a 1940, aproximadamente. Esta ideología va a penetrar por completo a generaciones.
Esto conduce a dos consecuencias muy manifiestas, entre otras. Primero somos una sociedad que ha puesto progresivamente a todos a trabajar. El rentista, como antes el noble o el monje, ambos ociosos, se convierten en personajes innobles a fines del siglo XIX. Solamente el trabajador es digno del nombre de hombre. Y en la escuela los niños son puestos a trabajar como nunca habían trabajado en ninguna otra civilización (no hablo del atroz trabajo industrial o minero de los niños del siglo XIX, que fue fortuito y vinculado ya no al valor del trabajo sino al sistema capitalista). Y la otra consecuencia actualmente significativa: no somos capaces de ver lo que sería la vida de un hombre que no trabajase. El desempleado, aunque reciba una indemnización suficiente, queda desequilibrado y como deshonrado por la ausencia de actividad social retribuida. Un tiempo libre demasiado prolongado es perturbador, acompañado de mala conciencia. Y todavía se debe pensar en los numerosos «dramas de la jubilación». El jubilado se siente fundamentalmente frustrado. Ya no es productivo, su vida carece de legitimación: no sirve para nada. Es una sensación generalizada que proviene únicamente del hecho de que la ideología convenció al hombre de que el único uso normal de la vida era el trabajo.
Esta ideología del trabajo es de particular interés en la medida en que se trata de un ejemplo perfecto de la idea (que no se debe generalizar) de que la ideología dominante es la ideología de la clase dominante. O que esta impone su propia ideología a la clase dominada. Y es, en efecto, la ideología del trabajo junto con la expansión de la industria, una creación integral de la burguesía. Esta reemplaza toda moral por la moral del trabajo. Pero esto no es para engañar a los obreros, tampoco para hacerlos trabajar más. Porque la burguesía también cree en ello. Es ella quien, por sí misma, pone al trabajo por encima de todo. Las primeras generaciones burguesas (los capitanes de industria, por ejemplo) están conformadas de hombres obsesionados por el trabajo, trabajaban más que todos. No se elabora tal moral para contradecir a los demás, sino como justificación de lo que uno mismo hacía. La burguesía no creía más en los valores religiosos de lo que creía en las morales tradicionales: esta remplaza el todo por la ideología que legitima a la vez lo que ella hace, su estilo de vida, así como el sistema en sí mismo que, ella, la burguesía, organiza e instala. Pero claro, ya dijimos que como toda ideología, esta sirve también para disimular, esconder la condición del proletariado (si trabaja, ¡no es por obligación u subyugación, sino por virtud!). No obstante, es cautivador el constatar que esta ideología producto de la burguesía se convierte en la ideología profundamente arraigada y esencial de la clase obrera y de sus pensadores. Como la mayoría de los socialistas, Marx cae en la trampa de esta ideología. Aquel tan lúcido para con la crítica del pensamiento burgués, entra de lleno en la ideología del trabajo. Los textos abundan: «La historia no es más que la creación del hombre por el trabajo humano. El trabajo ha creado al propio hombre» (Engels).
Y aquí tenemos bellos textos del mismo Marx:
En tu uso de mi producto, directamente gozaré de la conciencia de haber satisfecho una necesidad humana y objetivado la esencia del hombre, de haber sido para ti el medio plazo entre tú y el género humano, de ser pues conocido y sentido por ti como un complemento de tu propio ser y una parte necesaria de ti mismo. De saberme confirmado tanto en tu pensamiento como en tu amor, de haber creado, en la manifestación individual de mi vida, la manifestación de tu vida, de haber pues confirmado y realizado directamente en mi trabajo... la esencia humana, mi esencia social.[3]
Es precisamente en la elaboración del mundo de los objetos mediante su trabajo en donde el hombre se afirma realmente como un ser genérico. Esta producción es su vida activa. Mediante ella, la naturaleza aparece como su obra y su realidad. Es por eso que el objeto del trabajo es la objetivación de la vida genérica del hombre, pues este se desdobla no solo intelectualmente, como idealmente en la conciencia, sino activa y realmente, y se contempla a sí mismo en un mundo creado por él por medio de su trabajo.[4]
Y uno de los despiadados ataques de Marx contra el capitalismo trata justamente sobre este punto: «el capitalismo ha degradado el trabajo humano, hace de él un envilecimiento, una alienación». El trabajo en ese mundo no es ya el trabajo. (¡Pero olvidaba que fue precisamente ese mundo quien había fabricado la noble imagen del trabajo!). «El capitalismo debe ser condenado, entre otras cosas, para que el trabajo pueda encontrar su nobleza y valor». Por otro lado, Marx atacaba simultáneamente sobre este punto a los anarquistas, los únicos en dudar de la ideología del trabajo. En fin: «Por esencia, el trabajo es la manifestación de la personalidad del hombre. El objeto producido expresa la individualidad del hombre, su extensión objetiva y tangible. Es el medio directo de subsistencia, y la confirmación de su existencia individual». De esta forma Marx interpreta todo gracias al trabajo, y su célebre demostración de que solo el trabajo es creador de valor se basa en esta ideología burguesa (de hecho, fueron economistas burgueses quienes, antes de Marx, habían hecho del trabajo el origen del valor). Pero no serán solo los pensadores socialistas quienes entrarán en esta perspectiva, sino los mismos obreros, y los sindicatos también. Durante todo el final del siglo XIX, se asiste a una progresión de la palabra «Trabajadores». Solo los trabajadores están justificados y tienen derecho a ser enaltecidos, en oposición a los ociosos y a los rentistas que son viles por naturaleza. Y todavía, por trabajador se comprende solamente al trabajador manual. Alrededor de 1900, tendrán lugar duros debates en los sindicatos para saber si se les puede dar a los funcionarios, intelectuales y empleados, el noble título de trabajador. Igualmente en los sindicatos, entre 1880-1914, se repite sin fin que el trabajo ennoblece el hombre, que un buen sindicalista debe ser un mejor obrero que los otros; se propaga el ideal del trabajo bien hecho etc... Y, finalmente, todavía en los sindicatos, se exige, antes que cualquier otra cosa, justicia en la repartición de los productos del trabajo, o la atribución del poder para los trabajadores. Así, podemos decir, de forma muy general, que los sindicatos y los socialistas contribuyeron a la difusión y fortalecimiento de esta ideología del trabajo ¡lo cual, por cierto, es perfectamente comprensible!
[1] El trabajo agotador todo lo vence (Virgilio, Geórgicas).
[2] El trabajo libera (inscripción en las puertas de los campos de Auschwitz, Sachsenhausen, Dachau y Theresienstadt).
[3] Karl Marx, Manuscritos de 1844.
[4] Ibíd.