Johann Most
El monstruo social
Un documento sobre el comunismo y el anarquismo
Una daga en una mano, una antorcha en la otra, y todos los bolsillos repletos de dinamita: esa es la imagen del anarquista tal como la han delineado sus enemigos. Lo ven simplemente como una mezcla de estúpido y criminal, cuyo propósito es subvertir el orden universal, y cuyo único medio para ello es aniquilar a quien se le oponga.
Esa imagen es una horrible caricatura, pero no debe extrañarnos su generalizada aceptación, pues desde hace años todos los documentos antianarquistas se han empeñado en hacerla circular. Incluso en ciertos órganos de prensa obrera se puede encontrar al anarquista representado simplemente como un hombre violento, sin ninguna aspiración noble; allí se hallan las versiones más absurdas acerca de los principios anarquistas.
En cuanto a la violencia, que la gente considera como característica específica del anarquista, no se puede y no se debe negar que la mayoría de los anarquistas están convencidos de que el desarrollo del orden social actual no puede ser reencausado adecuadamente sólo por medios pacíficos. Pero esto es una cuestión de táctica que nada tiene que ver con los principios.
El anarquismo en sí mismo significa un nuevo orden social, y cualquiera que conozca la vida humana en toda su extensión y tenga el coraje de despreciar toda solución superficial, toda transacción y toda complicidad con el statu quo, y que se atreva a sacar las conclusiones necesarias de la evolución recorrida, debe arribar al gran principio sobre el cual se edificará ese nuevo orden. Nuestro principio es el siguiente: evitar todo dominio del hombre sobre sus semejantes, para establecer la plena libertad y tornar vetustos al Estado, al gobierno, a las leyes y a toda forma de coacción existentes. Anarquismo significa, antes que nada y sobre todo, independencia de cualquier gobierno.
Pero ¿es eso realmente deseable? Es obvio que quienes gobiernan responderán que no. Pero ¿qué responderán los que deben obedecerles? Hace ya casi cincuenta años que Marx demostró que todas las luchas políticas de la historia fueron luchas entre clases. La clase dominante siempre se esforzó por conservar el gobierno (arquía), porque con el gobierno se alimentaba; en tanto que la clase dominada siempre se esforzó por destruir al gobierno (anarquía), porque con el gobierno se la mataba de hambre.
Las etiquetas variaban de caso en caso, pero los principios enfrentados eran siempre los mismos: la anarquía contra la arquía. Si esto es así, entonces, ¿por qué la idea del anarquismo sigue siendo tan incomprendida y por qué no se ha realizado ya hace tiempo? Algún día esta pregunta tendrá una respuesta apropiada.
Pero por el momento basta con recordarle al lector que las ideas pueden salirse del camino sin perderse. Miremos desde arriba esa larga serie de luchas. Sus resultados son evidentes. El reclamo popular de libertad es hoy más fuerte y claro que nunca antes, y las condiciones a largo plazo para alcanzar la meta son actualmente más favorables. Parece que estamos más cerca del anarquismo en este momento de lo que nadie pudo soñarlo un siglo atrás. Es evidente que a lo largo de toda la historia se da una evolución que va destruyendo toda forma de esclavitud, de coacción y de gobierno (arquía); una evolución por la cual se va realizando la libertad completa e ilimitada de todos y para todos (anarquía). Porque el anarquismo no es una idea fantasiosa ni una utopía.
No, de ninguna manera. La anarquía es un hito natural y necesario del mismo progreso civilizatorio. Es la meta hacia la cual apuntan lógicamente todas las aspiraciones humanas. Y por supuesto, cuando un determinado estadio del desarrollo social se define de ese modo, es decir, a la vez como deseable y como resultado lógico y necesario de la evolución, entonces cuestionar su posibilidad, como hacen ciertos filósofos políticos más débiles que cautos, se transforma en un fútil planteo.
De aquí también se infiere que el anarquismo no puede ser un movimiento retrógrado, como cuando se insinúa con malicia que los anarquistas marchan en sentido opuesto al de las huestes de la libertad; y también se infiere que es evidentemente absurda la repetida cantinela de la supuesta oposición entre socialistas y anarquistas.
La palabra socialismo, en su más amplio sentido, comprende cualquier doctrina o tendencia aplicada a la sociedad humana. En un sentido más específico, la palabra se refiere a cierto sistema específico y claramente definido de orden social.
Pero aún en este último sentido existen muchos tipos de socialistas, porque hoy día casi todo el mundo parlotea sobre las reformas sociales. Incluso, hasta hay socialistas monárquicos, aristocráticos, cristianos, etc. Guillermo I predicó recurrentemente la reforma social, según él la entendía.[1] A veces, Bismarck se autodenomina socialista.[2] El pastor Stoecker también propuso numerosas e indescifrables ideas sobre el asunto.[3] Todo este amasijo es ciertamente bastante heterogéneo. Y por ello, los socialistas más serios ya hace tiempo que advirtieron la necesidad de remarcar alguna característica que especifique sus intenciones. Estos se autodenominaron comunistas, señalando así su intención de hacer común la tierra y todo lo que se encuentre en ella. No se dejaron arrastrar por aspiraciones religiosas ni especulaciones fantásticas, sino por la sobria observación de la situación actual de la sociedad, que reclama y exige, necesaria y absolutamente, una transformación en esa dirección.
La burguesía, clase hoy dominante, ha reformulado completamente todo el mecanismo de la producción y del intercambio.
El capitalista desplazó primero al maestro mecánico independiente. Luego, a su turno, los capitalistas se vieron desplazados por las sociedades anónimas. Pero ni siquiera las sociedades anónimas pudieron resistir el avance de los monopolios, los trusts, los cárteles, etc. Y hoy en día ya podemos hablar de corporaciones globales en lugar de simples ramas de la industria.
La meta manifiesta de ese movimiento —ya alcanzada en grado considerable— fue producir la mayor cantidad de bienes posibles con el mínimo esfuerzo humano posible.
Pero en su avance también dejaba otra experiencia. La masa del pueblo pasó de la carencia a la pobreza, de la pobreza a la miseria, y ahora se hace evidente que, si lo dejamos avanzar más, la raza humana, totalmente degrada moralmente, terminará muriendo de inanición en medio de un mundo de abundancia.
Como este estado de cosas es lisa y llanamente una locura, resulta perentorio reorganizar profundamente el orden social, estableciendo un sistema completamente nuevo.
Pero ya no es posible volver a la pequeña industria de los tiempos pasados. Las ventajas de la producción en serie y de la división del trabajo son demasiado evidentes como para ignorarlas.
En consecuencia, no hay otra salida que el comunismo, esto es, hacer común la propiedad de todos los bienes de producción e intercambio.
En esto coinciden todos los que se sienten insatisfechos con el orden vigente y anhelan otro en que todos los hombres puedan ser libres, iguales y felices. Por lo tanto, quienes digan que los anarquistas difieren de esta postura, simplemente mienten maliciosa o estúpidamente.
Los anarquistas son socialistas porque desean una reforma social radical; y son comunistas porque están convencidos de que esa reforma sólo puede lograrse sobre la base de la propiedad comunitaria. Pero aún hay algo más. Los anarquistas también tienen una característica que es exclusiva de ellos; y el socialismo y el comunismo no llegarán jamás a concretarse en tanto no se impregnen con ese espíritu del anarquismo y adopten su sello.
Es muy importante para el anarquismo conservar su sello característico, que está inscripto en su propio nombre, pues existen hoy muchos comunistas que piensan al orden futuro como un Estado (“Estado del futuro”, “Estado del Pueblo”, etc.), es decir, como una monstruosa máquina gubernamental fundada en las leyes más oprobiosas (como si la sociedad comunista debiera estar conformada por una inmensa masa de imbéciles bajo el cuidado de un reducido número de mandarines).
Los socialistas y los comunistas coherentes, por supuesto, no tienen nada que ver con tal idea. Saben bien que el Estado ha sido siempre, y sigue siendo, un mero instrumento de represión empleado siempre por la clase dominante para proteger sus privilegios y someter a la masa del pueblo. Pero como en un país libre ya no habría privilegios que proteger ni oprimidos que intimidar, ¿qué sentido podría tener en él semejante instrumento represivo?
El establecimiento del comunismo es inconcebible sin la abolición de la presente esclavitud. ¿Habrá que establecer acaso algún otro tipo de esclavitud? Si ya no habrá más esclavitud de ningún tipo, entonces, cualquier clase de gobierno será inútil, pues un gobierno que no gobierne a nadie es como un puñal sin hoja, es decir, un sinsentido. Así, si para establecer verdaderamente la libertad y la igualdad el comunismo debe prescindir de cualquier tipo de gobierno, entonces ya estamos ante el anarquismo.
Cuando ya no haya Estado ni gobierno, tampoco habrá leyes. Quienes hablan de “leyes” de la sociedad comunista quizás estén pensando simplemente en aquellas reglas generales de conducta noble y sensible que cualquier hombre bueno puede cumplir fácilmente. Pero en tal caso están empleando una palabra incorrecta. Una ley es una norma respaldada en una maquinaria de obediencia compulsiva: detrás de la ley se yergue el tribunal, el comisario, la policía, el verdugo, etc. ¿Y quién puede desear todo eso? Nadie, suponemos.
En el plano moral, el Estado, el gobierno y las leyes son las principales causas de vicio y de crimen. Pero cuando desaparezcan esas causas también desaparecerán sus efectos.
En el plano de la Industria, el Estado, el gobierno y las leyes son los principales obstáculos para la eficiencia y la abundancia, pues la experiencia directa de lo útil y lo necesario enseña mejor qué y cómo producir que cualquier burocracia instalada en las cumbres de la ceguera.
Entonces, si pensáramos que incluso en la sociedad comunista las acciones del hombre quedarían sujetas a la coacción, habría que renunciar al comunismo, y con ello, a toda esperanza respecto de la humanidad.
Sin embargo y afortunadamente, sería un error pensar así. La humanidad no es igual hoy de lo que será mañana. De modo que no hay necesidad de caer en ensoñaciones para hablar de las futuras generaciones.
Es la sobriedad de la experiencia la que tiene algo que decir al respecto. Siempre que ocurre un acontecimiento grandioso y magnífico, todos los involucrados en él, de cerca o de lejos, experimentan algún tipo de cambio personal: en ciertos casos puede ser un cambio ligero; en otros, una completa transformación. Con poder irresistible, algo cambia en todos ellos, borrando antiguos rasgos y apareciendo otros nuevos.
Ahora bien, si se quita del hombre el yugo de la esclavitud que pesa sobre su espalda y se lo ubica en una esfera de plena libertad, se verá cómo naturalmente ella lo lleva a comportarse como hermano de sus semejantes. Porque el hombre no es malo por naturaleza. Ha llegado a ser lo que es actualmente sólo porque es parte de una sociedad en la que cada quien se ocupa de sí mismo sin velar por los demás.[4]
Desde que se instituyó la propiedad privada surgió la envidia, la avaricia, la rapiña, el orgullo insolente, la voluntad de engañar, la perversidad de la opresión, en fin, todos los vicios más comunes y viles;[5] y esos vicios también desaparecerán cuando caiga aquella misma institución y se deje lugar para el amor fraternal, un fuerte sentido de responsabilidad común orientado al bien general.
Pero ese tipo humano nunca podrá surgir dentro del estrecho marco de un Estado; y cuando los comunistas retroceden ante el anarquismo, es porque los asusta la palabra, no el principio. Es sólo un fantasma lo que los asusta.
Tampoco hay razón alguna para que los otros comunistas se mantengan separados de los anarquistas en cuanto a sus tácticas.
Toda persona que se oponga radicalmente al actual orden social, y que trabaje para reformarlo sobre la base de la comunidad de bienes, debe ser un revolucionario de corazón.
La diferencia entre los anarquistas y aquellos compañeros que puedan sentirse algo más moderados, radica simplemente en que estos últimos practican un tipo de política oportunista.
¿Pero de qué sirve esa política oportunista? No es que los anarquistas busquen sangre, ni que sean asesinos o incendiarios perversos. Pero llevan adelante una agitación revolucionaria porque saben que nunca el poder de una clase privilegiada ha podido quebrarse por medios pacíficos, y están convencidos que la burguesía tampoco podrá ser desplazada sino por la fuerza.
Por lo tanto, los anarquistas consideran absolutamente necesario que la masa del pueblo no olvide ni por un instante la gran contienda que deberá producirse antes de que sus ideas puedan verse realizadas; y por eso, para acelerar el proceso revolucionario, emplean todos los medios a su alcance (la palabra, la prensa, la escritura).
Si se toma el asunto seriamente ¿quién puede acusarlos por esto?
Queda sentado de una vez por todas, entonces, que el bien futuro de la humanidad depende del comunismo; que el auténtico sistema del comunismo significa anarquismo, pues excluye lógicamente cualquier relación entre amos y siervos; y que la revolución social es el camino que conduce a la meta.
Entendemos perfectamente por qué nos odian de corazón los capitalistas, los políticos de pacotilla, la prensa y los charlatanes del púlpito, filisteos y decrépitos oscurantistas. Más de una vez hemos tenido la oportunidad de mostrarles a todos estos sacerdotes sociales, políticos y celestiales lo bien que comprendemos sus sentimientos.
Pero no podemos entender los ataques que nos dirigen ciertos agitadores obreros, ataques que algunas veces encierran una increíble malicia, muchas veces un pétreo fanatismo y casi siempre una lamentable falta de juicio. Toda vez que hemos pretendido exponer nuestros puntos de vista sobre el moderno comunismo anarquista, hemos sido criticados simultáneamente en dos sentidos opuestos.
Por un lado se nos dice que vamos demasiado lejos, que pasamos por alto las formas necesarias de transición para la evolución social, que sustituimos subrepticiamente el socialismo por el anarquismo. Y cuando intentamos explicar que el anarquismo no es otra cosa que un orden social sin gobierno, tal como debería ser para todo socialista coherente en su lucha por la libertad y la igualdad, no se nos escucha y se nos insiste con la anterior afirmación de que el socialismo y el anarquismo se excluyen recíprocamente.
Por otro lado, se nos dice, y esto muy recientemente, que nuestras tendencias son completamente retrógradas y que perseguimos la fata Morgana[6] de un ya superado individualismo de pequeña industria, etc.
¿Pero cómo sería posible para nosotros o cualquiera perseguir a la vez el ideal antediluviano de la pequeña industria y no obstante hacer propaganda de ciertas ideas tan avanzadas sobre el futuro? ¡Nos gustaría que realmente algún “científico” resolviese este enigma parecido al del Conde de Oerindur![7]
La verdad del caso es esta: nuestros adversarios simplemente mienten cuando dicen a sus seguidores que nuestras ideas corresponden a las de la ya anacrónica pequeña industria; y mienten todavía más cuando refuerzan su argumento citando el ejemplo de Benjamin Tucker.[8]
El señor Tucker es un discípulo de la escuela de Manchester que ha llegado demasiado tarde al mercado. Al colocarse por fuera del moderno y masivo movimiento clasista, muestra su desconocimiento acerca de las leyes que rigen el desarrollo social de nuestro tiempo.[9]
Ignora las tendencias de nuestra vida industrial tanto como sus logros técnicos; y cuando habla de anarquismo, no se representa en realidad algún tipo de orden social comprensible, sino que esboza simplemente las líneas de una fantasía surgida de su cerebro.
En Europa no es nadie, y en América sólo lo es dentro de algunos círculos literarios que, sin comprensión real del asunto, anhelan reformar el mundo movidos sólo por buenos sentimientos y un ideal sin anclaje.
Recurrir a su nombre para refutarnos es simplemente una chicana; pero las chicanas no son armas legítimas en una discusión seria.
En ocasiones también se cita contra nosotros a Kropotkin,[10] considerándolo como “el verdadero anarquista”, y siempre dando por supuesto que él, como Tucker, rechaza el comunismo.
Pero eso es una gran equivocación. Kropotkin es precisamente el más decidido comunista que jamás haya existido. Se debe a él que los anarquistas de países como Francia, España y Bélgica ostenten enfáticamente su posición comunista cada vez que pueden.
Para él como para nosotros, el comunismo es lo principal, y el anarquismo, su toque final. Hace unos diez años, en el congreso anarquista de la Federación del Jura, reunido en Saint Imier, Kropotkin llegó a proponer que, en virtud del prejuicio gubernamental, sería conveniente sacrificar el nombre de “anarquistas” y reemplazarlo por el de “comunistas libres”. Su propuesta no tuvo curso, pero muestra no obstante que Kropotkin es ante todo un comunista. De hecho dista tanto de oponerse al anarquismo comunista que más bien puede ser considerado el padre de esta tendencia.
En todas las objeciones anteriores no hay más que malicia o ignorancia. Pero a menudo los ataques de nuestros adversarios expresan otro aspecto no menos dañino para la causa: las disputas personales. Estas disputas, que no tienen otra razón que la rivalidad personal y las cuestiones de estrategia partidaria, no pueden justificarse, pero al menos hallarían una excusa natural si se las confinara a Europa, que es la tierra en que surgieron.
Pero es completamente absurdo importarlas a América y continuarlas aquí. ¿Qué interés pueden tener los americanos en estas futilidades?
Uno podría pensar que el inmigrante socialista quiere romper con su pasado al cruzar el océano; y que al llegar al menos trataría de adaptarse a las exigencias de la propaganda americana.
¡Pero no! Parece compelido a trasplantar las raíces de la tierra de sus padres. Y conscientemente retoma aquí cada hilo de lo que abandonó allá.
En el contexto americano copia con minuciosa precisión todas las tendencias de la socialdemocracia de Alemania, sin siquiera mosquearse por el hecho de que se halla en otro ambiente. Pero eso ya es basura, cuando no algo peor.
Al no ver que casi no existen diferencias de principio entre los diversos grupos del movimiento, y que ni siquiera las divergencias tácticas son totalmente irremediables, él obstaculiza la acción y crea divisiones sin excusa ni justificación.
Y después de muchos fracasos por actuar de ese modo, él se vuelve hacia nosotros y, curiosamente, nos reprocha que nuestro método “no es americano”.
Ocurre que para nosotros, ningún país del mundo está hoy en mejores condiciones que América para la agitación.
En los países monárquicos de Europa, el pueblo todavía se entusiasma demasiado con lo que llama Estado del Pueblo (o sea, la República), y fantasea con que su establecimiento resolverá los problemas sociales que le oprimen.
Ese entusiasmo habrá de agotarse en algún momento, y esa fantasía se esfumará rápidamente, dando lugar a una agitación anarquista realmente eficaz; pero dicha oportunidad difícilmente se presente antes de que la fantasía haya sido ensayada en la práctica.
En Francia, el trabajador ya vio en 1848 lo que puede esperar del Estado del Pueblo; y la experiencia no fue grata. En 1871 ya había aprendido algo, y trató de establecer la Comuna independiente en oposición al Estado. Pero el plan fue insuficiente y el intento fracasó.
Desde entonces, el gobierno “republicano” viene apagando en el pecho del trabajador toda chispa de fe en un Estado del Pueblo. Y aún Francia no ha concluido este experimento.
En cambio, en América, el Estado en que todo se hace “por el pueblo y para el pueblo” existe desde hace más de un siglo: ¿y quién no ve hoy la terrible enseñanza histórica que este gran experimento brinda a todo futuro hombre de Estado?
Dejar todo al cuidado del gobierno potencia la corrupción, el egoísmo y la intriga; ello sólo significa sumisión y nada más: triste herencia represiva transmitida a través de generaciones. Los corazones nobles y las cabezas bien pensantes hace ya tiempo que se han apartado con asco de la máquina gubernativa, a la que odian como a una plaga.
Ahora bien, ¿quién puede suponer que tales hombres no están ya suficientemente preparados, de una u otra manera, quizás inconscientemente, para las ideas del anarquismo?
¡Claro que lo están! Hace tiempo que ellos han renunciado a la frívola y supersticiosa fe en la bondad, el poder, la sabiduría y la justicia del Estado; y ahora sólo les resta elegir entre un pesimismo antihumanitario o el anarquismo.
Esta es la verdadera razón del odio terrible que el partido conservador o reaccionario profesa aquí contra los anarquistas, odio que en Chicago llegó a cometer uno de los más grandes crímenes políticos de la historia.
Esta clase de observaciones son las que nos han dictado nuestro método de agitación, observaciones que nuestros adversarios internos, nuestros hermanos, deberían examinar antes de condenarlas como antiamericanas.
Si así lo hicieran, probablemente se nos unirían inmediatamente en nuestra lucha contra la Iglesia, el Estado y la bolsa, “santísima trinidad” que hay que destronar si en verdad se quiere abrir el paso a la libertad, a la igualdad y a la fraternidad.
La objeción favorita de los socialistas no anarquistas contra el anarquismo se refiere a la doctrina de los “contratos libres”.
Cuando los anarquistas proclaman con insistencia que todos los miembros de una sociedad libre sólo pueden entablar relaciones recíprocas sobre la base de acuerdos libres, los socialistas no anarquistas sonríen con escepticismo y defienden la coacción social.
Su argumento sostiene que un sistema de coacción general igual para todos no podría perjudicar a ningún individuo en particular.[11] Pero este argumento es inútil y carece de sentido.
Las personas no son todas iguales, ni sienten las mismas cosas de la misma manera. Y aún si fuera así, en vez de proponer tal orden social restrictivo de la misma libertad, lo que ellos deberían defender es cuando menos la forma más atenuada de coacción. Su constante reclamo por el sufragio universal tampoco brinda salida alguna. O bien todo el pueblo es lo bastante sagaz como para saber lo que es correcto en cada caso, y entonces cualquier gobierno político es completamente superfluo; o bien todo el pueblo no es lo bastante sagaz para evitar la formación de una hábil casta de demagogos, con lo que volvemos a la vieja historia de siempre.
Pero para hacerse una idea clara de cómo funcionarían los contratos libres que propone el anarquismo no es necesario elevarse a las regiones desconocidas de la divagación.
Ya existe, por ejemplo, la unión postal mundial. Cada organización postal particular entra a esa organización general por medio de un simple acuerdo respecto de los servicios que prestará y recibirá.
No se prevé ningún tribunal internacional con poder para citar y obligar a ninguna parte que haya quebrado el acuerdo; cuando ocurren irregularidades o desinteligencias, sólo existen audiencias de mediación.
Sin embargo, el acuerdo nunca se ha roto, por la simple razón de que la parte que lo hiciera se perjudicaría a sí misma.
Y esa institución, modelo a imitar en las más diversas áreas de la vida humana por toda organización libre, no es para nada la única. Incluso quienes no se mueven por lo general según un fino sentido del bien común forman organizaciones como los trusts, los pools, etc.
En la mayoría de los países, las organizaciones de este tipo son ilegales, por lo que no existe ley alguna que pueda obligar a los miembros que las integran a cumplir con el contrato. Y sin embargo, rara vez se rompe ese contrato, por la misma razón ya apuntada en el caso anterior: por interés propio de las partes.
Además, hay otros cientos y cientos de organizaciones que hoy funcionan con gran éxito y muy armoniosamente, sin otra coacción que el sentimiento moral individual de sus integrantes: coros, sociedades de artesanos, clubes deportivos, asociaciones con fines políticos, o literarios, o científicos, o artísticos, etc. Y en todos estos casos hay que advertir que siempre que el gobierno intervino en la obra de estas asociaciones, ello nunca significó una ayuda sino más bien un obstáculo.
Y si el contrato libre ya ha conquistado tantos espacios en una sociedad tan poblada de egoístas como la presente, ¿cuántas más cosas podría realizar en una orden social como el que pretendemos, basado en el comunismo y sin la propiedad privada alimentando el germen del egoísmo? En ese sentido, en una sociedad integrada por hombres libres e iguales en el auténtico significado de las palabras, ya no existiría otro medio de relacionarse y organizarse que los contratos libres. Dentro de un orden justo de libertad e igualdad, todo tipo de leyes coactivas estaría absolutamente excluido.
A veces oímos el elegante argumento de que en la esfera económica esa misma libertad muestra sus resultados negativos, pues el gobierno nunca interfiere directamente en los negocios de la producción y el intercambio.
Pero ese argumento se basa en una descripción algo peculiar, pues contiene una pata de palo que nos propones amputar.
En efecto, cuando en la sociedad actual el libre juego de la economía genera grandes problemas sociales que deben enfrentarse con imperiosa urgencia, la verdadera causa de esa peligrosa situación no radica en la aplicación del principio de la libertad, sino en la institución de la propiedad privada, respaldada por el mismo gobierno.
Es esa institución la que hace de los pobres esclavos de los ricos; y es el poder del Estado lo que asegura ese cautiverio.
El problema allí nunca es la libertad económica, sino la propiedad privada respaldada siempre en el poder del Estado: la primera, debería ser abolida, y el segundo, debería ser destruido.
No puede haber desacuerdo respecto de las leyes y legisladores en el futuro orden social. El asunto se esclarece cuando se advierte que cada generación considera inevitablemente como erradas, por no decir algo peor, a las leyes de su antecesora. En efecto la historia de la legislación es la historia de las mayores extravagancias concebibles.
¿Acaso no nos parecen hoy aberraciones dementes las leyes que en otros tiempos castigaban con bárbara crueldad la magia, la herejía y otras cosas por estilo, cosas que hoy resultan completamente indiferentes? ¿Y no nos parece hoy una locura total recurrir al potro, a la asfixia u otras técnicas de tortura para demostrar la culpabilidad o la inocencia de un hombre?
Y entonces, ¿podemos estar seguros de que una generación venidera tendrá una mirada indulgente hacia nuestras leyes, con sus horcas y verdugos, sus celdas y sus grilletes? ¡No! Buckle[12] tenía razón cuando decía que las mejores leyes son simplemente las que derogan leyes anteriores.
Queda aún otro punto por aclarar en la disputa con nuestros adversarios. Se trata de determinar si las organizaciones acordadas libremente en la sociedad comunista estarán centralizadas o conformarán federaciones.
De acuerdo a la experiencia, nosotros pensamos que la centralización siempre, tarde o temprano, termina concentrando mucho poder en pocas manos, lo que lleva nuevamente, por un lado, a la formación de un sistema de dominación, y por otro lado, a la pérdida de libertad. Y creemos que cuando el problema social haya sido resuelto por medio del comunismo mundial, la idea de centralización será vista por todos como una monstruosidad. Imagínese un comité central general de panaderos con sede en Washington prescribiendo a los panaderos de Pekín y de Melbourne el tipo y las características de los panes que deben producir. Eso sería una esclavitud peor que cualquier otra que pudiera haber elucubrado un mandarín. No, todas las relaciones se regirán por sí mismas según la práctica y la experiencia, tal como lo reclama el principio anarquista del no-gobierno.
Y aquí podemos detenernos, habiendo llegado aún más lejos de nuestra disputa con los otros grupos tradicionales del partido del trabajo ubicados a nuestra derecha. Hemos considerado una por una las diversas cuestiones de principio y de táctica que nos diferencian, incluso tocando el lamentable aspecto personal que el debate ha asumido ocasionalmente.
Punto por punto, hemos demostrado la verdadera relación entre anarquismo y comunismo, entre Estado y contrato libre, entre centralización y federación, corrigiendo lo que una crítica maliciosa e incoherente ha confundido. Por supuesto, nuestro propósito no ha sido trazar mayores divisiones entre nosotros y nuestros adversarios; por el contrario, esperamos haber tendido un puente entre ellos y nosotros. No esperamos una armonía inmediata y completa con ellos, pero nos parece que con suficiente buena voluntad de ambas partes sería posible cerrar filas y reunir a todos los diferentes grupos. La importancia de esta unión para lograr el objetivo final de nuestras luchas debe resultar evidente para todos.
En ese sentido, es lamentable que todos los sectores exijan la adhesión a cierto estrecho programa como requisito de admisión. La doctrina no es la vida. Hay algo por encima de todo dogma, y es una pena que el mundo no lo haya notado antes. Acaso las palabras, incluso las bellas palabras, han causado más discordia en la vida humana que cualquier otra cosa. Sin embargo, en cuanto a nuestra anterior distinción entre centralización y federación, no nos parece imposible hallar algunas fórmulas simples que puedan abarcar a todos de manera general dejando incluso a cada organización sectorial los detalles de decisión.
Ahí está como ejemplo la Proclama de Pittsburgh, declaración de principios de los anarcocomunistas de América.[13] Al final de la misma se puede hallar un resumen de sus contenidos generales. Los dos primeros párrafos contienen, al menos aproximadamente, todo lo que tienen en común todos los comunistas. Dicen así:
Primero: Destruir la existente dominación de clase por cualquier medio, es decir, por medio de una enérgica acción revolucionaria internacional sin tregua.
Segundo: Establecer una sociedad libre basada en la cooperativización de los medios de producción.
Algo así podría emplearse como consigna general de batalla que convoque a todos los socialistas y anarquistas. La solución de las demás cuestiones podría dejarse a quienes después del triunfo deban dedicar sus fuerzas al desarrollo de una comunidad libre, una comunidad en que todas las formas de esclavitud quedarán definitivamente abolidas.
[1] Wilhelm Friedrich Ludwig (1797-1888), rey de Prusia en 1861 y emperador (Kaiser) de Alemania en 1871.
[2] Otto Eduard Leopold von Bismarck Schonhausen (1815-1898), político y militar prusiano, Canciller del Kaiser Guillermo I y artífice del Estado alemán (o Segundo Reich) en 1871. Se caracterizó por sus persecuciones contra el socialismo.
[3] Adolf Stoecker (1835-1909), sacerdote alemán luterano y político antisemita que promovió la formación de un partido obrero socialcristiano. Su fuerte antisemitismo puede considerarse un antecedente del nazismo del siglo XX.
[4] Vemos acá una tesis de antropología filosófica de clara procedencia roussoniana. Cf. Rousseau, J. J., El Contrato Social.
[5] Vemos acá otra tesis de raíces roussonianas: la institución de la propiedad privada como origen de todos los males sociales. Cf. Rousseau, J. J., Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres.
[6] Fata Morgana (hada Morgana) es una expresión que se emplea para aludir a la sugestión de una ilusión o espejismo. En las zagas artúricas el hada Morgana era una hechicera de formas cambiantes, hermanastra del Rey Arturo.
[7] El Conde de Oerindur es un personaje de ficción de una intrincada tragedia en cuatro actos de Adolf Müllner (1774-1829) titulada Die Schuld (La culpa).
[8] Benjamin Tucker (1854-1939) ha sido tal vez el más importante teórico del anarquismo individualista en los EE.UU. Se advierten en su pensamiento una pareja influencia de Pierre J. Proudhon y de Max Stirner. Sus contribuciones teóricas fueron realizadas totalmente a través de artículos periodísticos publicados en Liberty. Esos artículos fueron reunidos por él mismo en un volumen titulado Instead of a book, by a man too busy to write one. A philosophical exposition of philosophical anarchism (En lugar de un libro, por un hombre demasiado ocupado como para escribir uno. Una exposición filosófica del anarquismo filosófico). La edición más citada es la segunda, New York, 1897. No tengo noticias de que este interesantísimo libro haya sido traducido nunca al castellano, aunque sí existe la traducción de dos de sus artículos en una compilación de textos de diversos pensadores titulada Liberalismo de avanzada, Proyección, Buenos Aires, 1973.
[9] A principios de 1886, Most y Tucker sostuvieron una dura polémica acerca de la propaganda por los hechos, polémica donde no faltaron los insultos y las acusaciones recíprocas de todo tipo.
[10] Piotr Kropotkin (1842-1921) es sin duda, junto a P. Proudhon, M. Bakunin y E. Malatesta, uno de los máximos teóricos del anarquismo. Y como correctamente dice Most, Kropotkin no sólo defendía el comunismo, sino que es el fundador de la vertiente comunista del anarquismo. Hacer un racconto de su vida y su pensamiento excedería las posibilidades que ofrece una simple nota a pie de página, pero podemos mencionar algunas de sus obras más importantes: La morale anarchiste (1891); La conquéte du pain (1892); Fields, Factories and Workshops (1899); Mutual Aid (1901). Todas estas obras, y muchas más, se encuentran en versión castellana de numerosas ediciones y traducciones.
[11] Acá Most atribuye una tesis roussoniana a los socialistas no anarquistas defensores de un Estado popular.
[12] Henry Thomas Buckle (1821-1862), historiador, ensayista y ajedrecista inglés, precursor de la sociología y autor de una influyente aunque inconclusa Historia de la Civilización en Inglaterra.
[13] Esta proclama está incluida en esta misma selección de textos de Johann Most.