Johann Most
La peste religiosa
La peor de todas las enfermedades mentales que embrutecen al hombre es la peste religiosa.
Como todo tiene su historia, esta epidemia no deja de tener la suya: solamente tiene de particular que es muy perniciosa, aparte de lo que tiene de bufa. El viejo Zeus y Júpiter tronante eran unos dioses muy decentes y, podemos añadir, esclarecidos si se les compara con la ridícula Trinidad del árbol genealógico del buen Dios, cuyos personajes no son menos crueles, brutales y ridículos que los primeros.
Por otra parte no queremos perder el tiempo con los dioses caducados, puesto que en la actualidad no causan perjuicio alguno, sino que sólo criticaremos a esos charlatanes fabricadores de la tempestad y del buen tiempo, en plena actividad actualmente, y a estos terroristas del infierno.
Los cristianos tienen una Trinidad, es decir, tres dioses; sus antecesores, los judíos, se contentaron con uno solo. Esto aparte, los dos pueblos constituyen una civilización muy divertida. El Antiguo y el Nuevo Testamento son para ellos la fuente de toda sabiduría, y por eso es preciso leer de buen o mal grado estas santas escrituras si se desea ponerlos en ridículo.
Examinemos simplemente la historia de estas divinidades y veremos, desde luego, que suministra materiales suficientes para caracterizar al conjunto. He aquí, pues, la cosa expuesta sucinta y brevemente.
Al principio, Dios creó el cielo y la tierra. Él se encontró desde luego en medio de la nada, lo cual debía de ser bastante triste para que el mismísimo Dios se aburriera de tal situación. Pero como que es una bagatela para un Dios esto de hacer los mundos de la nada, creó el cielo y la tierra como un charlatán sacude los huevos y las monedas en el interior de su manga. Más tarde se dedica a fabricar el sol, la luna y las estrellas. Ciertos herejes, a los cuales se conoce por astrónomos, han demostrado, hace ya muchísimo tiempo, que la tierra no es ni ha sido jamás el centro del universo; que no ha podido existir antes que el sol, alrededor del cual continuamente da vueltas. Estas gentes han demostrado que es una gran barbaridad esto de hablar de la creación del sol, de la luna y de las estrellas después de la tierra, como si ella, comparada con el sol, la luna y las estrellas, fuese alguna cosa especial y extraordinaria. Hace mucho tiempo que los niños que concurren a las escuelas saben que el sol es un astro, que la tierra es uno de sus satélites y que la luna, para así decirlo, no es más que un subsatélite; saben igualmente que la tierra, en comparación con el universo, está muy lejos de desempeñar un papel superior, antes por el contrario, no es más que un grano de polvo en el espacio. Pero ¿es tal vez que este Dios se dedica a la astronomía? Él hace esto y todavía más, y se burla de la ciencia y de la lógica. Es por esta razón por la que después de fabricar la tierra hizo la luz y, en seguida, el sol.
Un hotentote sabe perfectamente que sin el sol la luna no puede existir; pero Dios... por lo visto, no llega a concebir lo que sabe el hotentote.
Vayamos más al fondo de la cuestión. La creación andaba perfectamente; pero no había todavía vida en ella y, como el Creador deseaba divertirse, hizo al hombre. Solamente haciéndole, prescinde de uno de los aspectos particulares de su manera de proceder. En lugar de hacer esta creación por un simple mandato, se encuentra de sobra perplejo y, tomando un prosaico puñado de barro, modeló al hombre a su imagen y semejanza; luego sopló... y le dio un alma. Como que Dios es todopoderoso, bueno, justo, en una palabra, la complacencia y amabilidad en su esencia, vio en seguida que Adán (con ese nombre bautizó a su escultura de barro) si estaba solo se aburriría desmesuradamente y maldeciría su insoportable existencia; para evitarlo le fabricó entonces una joven, una encantadora Eva.
Seguramente la experiencia le habrá demostrado que lo de fabricar muñecos de barro era ya un trabajo muy impropio para un Dios; así pues, prescindió del barro y empleó otro método. Tal vez se dedicó a otros experimentos, pero debemos hacer constar que la Biblia no nos dice nada sobre este particular. La cuestión principal es que arrancó una costilla a Adán y la convirtió inmediatamente en una hermosa mujer; inmediatamente decimos, porque la velocidad en hacer las cosas no debe de ser un arte de brujería para un dios. Además, tampoco nos cuenta la Biblia si le causó dolor a Adán el que le arrancaran una costilla, ni si ésta fue sustituida posteriormente por otra, o si debió de contentarse con las que le quedaron después de la divina operación quirúrgica.
Las ciencias modernas han demostrado que tanto los animales como las plantas, formadas de un conjunto de simples células, han ido adquiriendo paulatinamente, durante el transcurso de millones de siglos, las formas que actualmente tienen.
Ellas han establecido, además, que el hombre no es más que el producto más perfecto de este larguísimo y continuo desenvolvimiento y que no solamente hace algunos millares de años que el hombre no hablaba todavía y se acercaba mucho al tipo animal, en la verdadera acepción de la palabra, sino que debe descender de los animales más inferiores de la escala zoológica, puesto que toda otra suposición es inadmisible. Partiendo de esta premisa, la historia natural nos hace considerar a Dios, cuando fabrica al hombre, como un charlatán ridículo; pero ¿para qué insistir en esto? Seguramente que esto que decimos no es del agrado de los corifeos de este Dios.
Que sus historias tengan o no un sello científico, no importa; es indispensable creer, si no sucede así, Dios os enviará a buscar por el diablo (su competidor), lo cual supongo que no debe de ser muy agradable, pues en el infierno reinan no solamente las lágrimas y los continuos rechinar de dientes, sino, lo que es peor todavía, quema el fuego eterno, un gusano insaciable os roe y la pez ardiente os envuelve en aquel antro.
Después un hombre sin cuerpo, es decir, un alma, será asada; su carne será tostada, sus dientes rechinarán todavía más, llorará sin ojos y respirará sin pulmones; los gusanos roerán sus huesos enterrados eternamente en la fosa y aspirará su nariz el olor sulfuroso... todo esto eternamente. ¡Maldita historia!
Fuera de esto, Dios, como dijo él mismo en su crónica, la Biblia, especie de autobiografía, es excesivamente caprichoso y ávido de venganza; en fin, un déspota de primer orden.
Apenas Adán y Eva fueron creados, ya fue ya preciso gobernar la raza humana; por esta causa, Dios emitió un código con esta prohibición categórica:
«No comeréis del fruto del árbol de la ciencia».
Desde entonces no ha existido ningún tirano, coronado o sin corona, que no haya lanzado, a su vez, esta prohibición a la faz de los pueblos.
Pero Adán y Eva desobedecieron esta orden y Dios los expulsó del paraíso, condenando a ellos y a sus descendientes para siempre a los más rudos trabajos. Además los derechos de Eva le fueron suprimidos y ella fue declarada sirvienta de Adán, a quien debía prestar obediencia.
La severidad de Dios hacia los hombres no sirvió de nada; al contrario, cuanto más aumentaba más le desobedecían. Se puede uno formar idea de la fuerza de su propaganda cuando se lee la historia de Caín y de Abel, hasta que Caín mató a su hermano. Caín se fue a un país extranjero y tomó mujer. El buen Dios no nos dice ni de dónde venía ni dónde estaba ese país, ni las mujeres que contenía, lo cual no debe asombrarnos si tenemos en cuenta que puede haberlo olvidado cuando estaba sobrecargado de trabajos de toda especie, o se dedicaba a arrancar costillas para hacer mujeres.
En fin, cuando la medida estuvo llena, Dios resolvió el exterminio de todo el género humano por medio del agua.
Solamente escogió una familia para hacer un último ensayo, y debemos hacer constar que anduvo con poco tino en la elección, a pesar de toda su sabiduría, puesto que Noé, el jefe de los supervivientes, se mostró prontamente como un gran calavera, divirtiéndose con sus hijos. ¡Qué podía salir de tal padre de familia!
El género humano se esparció de nuevo y produjo muchos «pobres pecadores». El buen Dios habría hecho bien haciendo estallar su divina cólera al ver que todos sus castigos ejemplares, como la destrucción de ciudades enteras, Sodoma y Gomorra, por el azufre y el fuego, no servían de escarmiento.
Entonces él ya había resuelto exterminar a toda esta canalla, cuando un acontecimiento de los más extraordinarios le hizo variar de intento; sin esto la humanidad ya habría desaparecido.
Un día se apareció cierto «Espíritu Santo» a una joven desposada. El escritor de la Biblia, es decir, Dios, dice que el Espíritu Santo es él mismo. Por consiguiente, en este momento se nos presenta Dios bajo dos formas diversas. Este Espíritu Santo tomó la forma de un pichón y se presentó a una mujer conocida con el nombre de María. En un momento de dulce transporte de gozo, el pichón «cubrió con su sombra» a la mujer y he aquí que ella puso en el mundo un hijo, sin que todo eso fuera en menoscabo de su virginidad. Hay que advertir que esta mujer era ya casada.
Dios, desde entonces, se llamó Dios padre, cuidándose muy bien de hacernos saber que él no tuvo más que un hijo, no solamente bajo la forma del Espíritu Santo, sino también por la parte del hijo. ¡Sublime consideración! El padre es su propio hijo, del mismo modo que el hijo es a la vez su padre, y los dos a la vez son el Espíritu Santo. Con este soberbio galimatías se forma la Santísima Trinidad.
¡Y mientras tanto, pobre cerebro humano, tente quieto, puesto que por el acto de pensar te podrías ganar inmensas penas! Nosotros sabemos por la Biblia que Dios padre había resuelto exterminar a todo el género humano, lo cual causó inmensa pena al Dios hijo. Entonces el hijo (que, como ya sabemos, es uno mismo con su padre), tomó todas las culpas sobre sí (el hijo, como ya sabemos, con el padre son una misma cosa), y para aplacar la cólera de su padre se hizo crucificar por aquellos mismos a los cuales quería salvar del exterminio proyectado por las iras paternas.
Este sacrificio del hijo (que es a la vez su padre) fue tan del agrado del padre, que publicó una amnistía general, la cual está todavía en vigor en los tiempos que corren.
Trataremos también del dogma de las recompensas y del castigo del hombre en el «otro mundo».
Hace ya muchísimo tiempo que está probado científicamente que no hay otra vida que la del cuerpo, y que el alma —lo que los charlatanes religiosos denominan alma— no es otra cosa que el órgano del pensamiento, el cerebro, el cual recibe las impresiones por los órganos de los sentidos y que, por lo tanto, el movimiento del cerebro debe cesar necesariamente con la muerte corporal. Pero los enemigos jurados del progreso y de la libertad humana prescinden de los resultados de los experimentos científicos, los que penetran asaz lentamente en el pueblo.
Es de este modo como predican la vida eterna del alma. ¡Infeliz de ella en el otro mundo si el cuerpo que la aprisionaba no ha seguido puntualmente en esta vida las leyes de Dios! Además, estos buenos sacerdotes nos lo aseguran; Dios, tan bondadoso, tan justo, tan magnánimo, se ocupa de los más mínimos pecadillos de cada uno y los registra en sus libros de actos (aquí, lo que admiro es el trabajo de comprobación y de contabilidad). Al lado de esto, ved el lado cómico de sus exigencias:
Mientras exige que los recién nacidos sean remojados con agua fría (bautizados) en honor suyo, con evidente peligro de que un resfriado los lleve a la tumba; mientras aprueba con gran placer que numerosas ovejas creyentes le canten sus letanías y que los más fanáticos de su partido le canten sin interrupción piadosísimos himnos solicitándole toda suerte de cosas, desde la más sencilla a la más imposible; mientras se mezcla con los guerreros sanguinarios haciéndose inciensar y adorar como «Dios de las batallas», se pone furioso cuando un católico come carne un viernes de cuaresma o no va regularmente a confesarse, y se irrita igualmente cuando un protestante es irreverente con los huesos de los santos, o con las imágenes y otras reliquias de la virgen casada que concibió a su hijo; o por si algún fiel deja de hacer su peregrinación anual con el espinazo doblado, las manos juntas y los ojos entornados hacia el cielo. Si un hombre muere «en pecado», el buen Dios le inflige una pena horrenda, al lado de la cual los azotes, todos los tormentos de las prisiones y destierros, todas las penas sentidas por los condenados a presidio y todos los suplicios inventados por los tiranos aparecen como un agradable entretenimiento. Este buen Dios supera en crueldad bestial a todo lo que pueda concebirse de más malvado sobre la tierra. Su cárcel se denomina infierno, su verdugo es el demonio y sus castigos duran eternamente.
Pero, por ligeras faltas, y a condición de que el delincuente muera católicamente, le concede el perdón de sus pecados mediante una condena más o menos larga en el «purgatorio», que se distingue del infierno como en Rusia se diferencia la cárcel del presidio.
El que está en cuarentena en dicho purgatorio no es transportado sino después de una residencia relativamente corta, disfrutando de una disciplina no muy despótica. Los supuestos «pecados mortales» no son castigados en el purgatorio; lo son en el infierno. Entre estos últimos es preciso incluir los blasfemos de palabras, en pensamiento y en escrito. Dios no tolera no sólo la libertad de prensa y de expresión, sino que impide y prescribe los pensamientos e ideas en ciernes que pudieran disgustarle.
Vencidos los déspotas de todos los países y de todos los tiempos, superados dichos tiranos por escogimiento y duración del castigo, este Dios, pues, es el monstruo más horroroso que uno pueda llegar a figurarse. Su conducta es aún más infame si se tiene en cuenta que en el mundo entero, toda la humanidad, tiene reguladas sus acciones por su divina providencia.
En consecuencia, él castiga las acciones de los hombres, de los cuales es el único inspirador. Los tiranos de la tierra de todos los tiempos, tanto pasados como presentes, son buenos y amables comparados con este monstruo. Pero si place a este Dios que alguien viva en su gracia, entonces le castiga antes y después de su muerte, puesto que el paraíso prometido es todavía más infernal que el infierno. No se tiene allá ninguna necesidad, antes al contrario, todos los deseos son satisfechos antes que la necesidad sea sentida.
Mas, como no puede haber ninguna satisfacción sin que haya deseo de algo, seguido del cumplimiento de éste, el cielo ha de ser bien monótono e insípido. Se está en el cielo eternamente ocupado en contemplar a Dios; se oyen siempre las mismas melodías tocadas con las mismas arpas; allí se canta continuamente el mismo cántico, que de tanto repetirse ha de hacer el efecto monótono del Mambrú se fue a la guerra. En fin, es la sosería y fastidio llegados al grado máximo. La estancia en una celda aislada, a nuestro modo de ver, sería preferible.
Nada de extraño hay en que los ricos y los poderosos se procuren el paraíso en la tierra y, burlándose del cielo digan, como el poeta Heine: Nosotros dejamos el paraíso a los ángeles y a los payasos.
Y, sin embargo, son justamente los ricos y los poderosos los que dan mayor brillo a la religión. Seguramente ésta forma parte de su oficio. Al mismo tiempo es una cuestión de vida o muerte para la clase explotadora, la burguesía, que el pueblo sea embrutecido por la religión; su poder aumenta o decrece según aumenta o disminuye la locura religiosa.
Cuanto más partidario de la religión es el hombre, más creyente es. Cuanto más cree, menos sabe. Cuanto menos sabe, es más bestia, y cuanto más bestia, más fácilmente se deja gobernar.
Esta lógica fue conocida por los tiranos de todos los tiempos y por eso hicieron alianza con el cura. Algunas divergencias ha habido entre estos enemigos de la libertad del género humano por recabar cada uno para sí la mayor suma del despotismo, pero no ha sido esto obstáculo para que vivieran unidos para embrutecer, oprimir y explotar el linaje humano.
Los curas saben perfectamente que su dominio sobre las conciencias se acabaría el día en que no le prestasen ayuda los tiranos y los ricos. Y los ricos y los poderosos no ignoran que su imperio desaparecería el día en que los curas no embruteciesen moral e intelectualmente a las multitudes. Todos los curas indistintamente, no importa la secta a que pertenezcan, han sembrado con feliz éxito en el seno de las masas la idea de que este mundo es un valle de lágrimas, le han infiltrado al mismo tiempo la idea de respetar y someterse a la autoridad, con la expectativa de una vida más feliz en el otro mundo.
Wendhorst, el jesuita por excelencia, dio a entender muy claramente, en el calor del debate parlamentario, lo que los fulleros y los charlatanes representan a este respecto. «Cuando la fe disminuye en el pueblo —dice— éste se da cuenta de que no puede soportar su miseria y se subleva». Esta frase fue clara y terminante, y debería hacer reflexionar mucho a los trabajadores. Pero ¡qué esperanza! ¡Hay tantos estúpidos, gracias a la ignorancia y al fanatismo, que oyen las cosas sin llegarlas jamás a comprender!
No es en vano que los curas, es decir, los sayones negros del despotismo, se vean obligados a emplear todo su poder para oponerse a la decadencia religiosa aunque, como se sabe ya, se ríen entre ellos y sus amigos de las necesidades y tonterías que van a predicar en pago de la buena remuneración que cobran.
Durante el curso de los siglos, estos relajadores de la inteligencia han gobernado a las masas por el terror, puesto que sin éste, hace muchísimo tiempo que la locura religiosa habría desaparecido. Los calabozos y las cadenas, el veneno y el puñal, el sable y la fuerza, el látigo y el asesinato, puestos en uso en nombre de su Dios y de su justicia, han sido los medios empleados para el sostenimiento de esta locura, lo cual será un negro borrón para la historia de la humanidad. ¡Cuántos millares de individuos han sido quemados en las hogueras de la Inquisición «en nombre de Dios» por haber osado poner en duda el contenido de la Biblia! ¡Cuántos millones de hombres se vieron obligados durante las guerras a matarse entre ellos, a devastar comarcas enteras, dejando luego como rastro la miseria y la peste, después de haber robado e incendiado, para sostener la religión! Los suplicios más refinados fueron inventados por los curas y sus secuaces para mantener el temor de Dios en los que no tenían temor de ninguna clase.
Llamamos criminal al que intenta destruir a un semejante. ¿Cómo llamaremos, pues, a los que atrofian el cerebro de los demás y cuando no se dejan embrutecer los destruyen por el hierro y el fuego, y con la crueldad refinada con que lo hacía la Inquisición?
Es bien cierto que estos malvados no pueden hoy día entregarse a sus innobles instintos de destrucción como otras veces, pero hoy todavía abundan los procesos por blasfemia. En cambio, ellos saben, mientras tanto, introducirse dentro del seno de las familias y embaucar a las mujeres y a los niños, y acaparar y abusar de la enseñanza que se da en las escuelas. Su hipocresía va más en aumento que en disminución. Ellos se apoderaron de la prensa cuando se dieron cuenta de que les era imposible destruir la imprenta.
Hay un antiguo proverbio que dice: «Donde un cura pone el pie, tarda diez años en crecer la hierba», lo cual significa que cuando un hombre se halla bajo el dominio de un cura, su cerebro ha perdido la facultad de pensar, los engranajes de su inteligencia son inservibles y las arañas tejen espesas telas. Entonces el hombre parece un carnero que es presa del vértigo. Estos desgraciados han perdido lo más hermoso de la vida, y lo que es peor todavía, estos infelices son los que forman la masa de los contrarios a la ciencia y la luz, a la revolución y la libertad. Se les encuentra siempre a punto, a causa de su obtusa bestialidad, de ayudar a los que quieren forjar nuevas cadenas para la humanidad y trabajar con los que ponen obstáculos para el progreso cada vez más creciente de la especie humana.
Cuando alguien intenta curar estas enfermedades, no sólo realiza una hermosa obra consigo mismo, sino que contribuye a curar un horroroso cáncer que corroe las entrañas del pueblo, y que ha de ser total y radicalmente destruido si queremos que brille el día en que el hombre sea libre, en vez de ser juguete de los dioses y de los diablos, como ha venido sucediendo hasta el presente.
Por consiguiente, arranquemos de los cerebros las ideas religiosas, y abominemos de los curas. Estos dicen que «el fin justifica los medios». ¡Bien, muy bien! Nuestro deber es desenmascararlos y presentarlos tales como son.
Nuestro objeto es librar a la humanidad de toda clase de esclavitud, es emanciparla del yugo, de la servidumbre y de la tiranía política y económica, y para lograr todo esto se ha de sacudir antes el yugo tenebroso de las supersticiones y las creencias religiosas. Todos los medios que tengamos al alcance debemos emplearlos para conseguir este gran fin, reconocido como justo por todos los amigos de la humanidad, y debe ser puesto en práctica en las ocasiones propicias.
Todo hombre emancipado de la religión comete una falta en sus deberes cuando no hace siempre todo lo que puede para destruir la religión. Todo hombre libre de la «fe» que descuida combatir a los cuervos (curas) es un traidor a su partido.
Propaguemos contra los corruptores y alumbremos a las ovejas que les siguen. No desdeñemos arma de ninguna clase en su contra. Desde la burla más acerba hasta la discusión científica, y si estas armas no producen todo su efecto, empleemos argumentos más decisivos.
Que no se dejen pasar sin poner de manifiesto todas las alusiones a Dios y a la religión que se hagan en las asambleas, en donde sean discutidos los intereses del pueblo. Del mismo modo que el principio de autoridad y su sanción armada, el Estado, no puede encontrar gracia entre los partidarios de la revolución social —lo que está fuera de nuestro campo es naturalmente reaccionario— del mismo modo que la religión, o lo que la representa, no tiene ni puede tener lugar entre nosotros.
Téngase bien en cuenta que todos aquellos que quieren meter su charlatanería religiosa entre las opiniones de los trabajadores, por más que se presenten bajo el aspecto de la mayor respetabilidad y hombría de bien, son peligrosos personajes. Todos los que predican la religión, cualquiera que sea su forma, no pueden ser más que bobos o pícaros. Estas dos clases de individuos no sirven absolutamente para nada para el progreso de nuestras ideas. Éstas, para su realización, precisan de hombres sinceros y convencidos.
La política oportunista en este caso, es no sólo perjuicio, sino un crimen. Si los trabajadores permiten a un cura mezclarse en sus asuntos, no sólo se verán engañados, sino también traicionados y vendidos.
Mientras tanto es lógico que el pueblo dirija sus principales esfuerzos a combatir el capitalismo que le ex y al Estado que le subyuga por la fuerza, pero es necesario también que no se olvide de la Iglesia. Hace falta que la religión sea destruida sistemáticamente, si se quiere que el pueblo venga a razón, puesto que sin esto no podría jamás conquistar su libertad.
Vamos a proponer algunas cuestiones para los que siendo tontos, mejor dicho, embrutecidos por la religión, tengan ganas de corregirse. Por ejemplo:
Si Dios quiere que se le conozca, que se le tema y que se le crea ¿por qué no se presenta?
Si es tan bueno y justo como dicen los curas ¿qué razón hay para temerle?
Si él lo sabe todo ¿qué necesidad hay de molestarle con nuestras plegarias y con nuestros asuntos particulares?
Si Dios está en todas partes ¿para qué fin se levantan las iglesias?
Si Dios es justo ¿para qué pensar en castigar a los hombres que él mismo ha creado cargados de debilidades?
Si los hombres sólo hacen el bien por una gracia particular de Dios ¿qué razón hay para que éste les recompense?
Si es todopoderoso ¿cómo permite que se blasfeme?
Si él es inconcebible e imponderable ¿por qué permite que nos ocupemos de él?
Si el conocimiento de Dios es necesario ¿por qué razón es un misterio?
Y así podríamos seguir hasta llenar extensos volúmenes. La verdad es que ante tales cuestiones el creyente de buena fe se queda sin saber qué contestar, y el hombre que piensa debe demostrarle que no existe necesidad de la divinidad. Un Dios fuera de la naturaleza no es de ninguna utilidad cuando se conocen las leyes y las relaciones armónicas y variadas de la naturaleza. Y su valor moral no es menos nulo que el material.
No existe ningún país gobernado por cualquier soberano donde su manera de proceder no acarree el desorden y la confusión en el espíritu de sus vasallos. Ellos quieren ser conocidos, estimados, honrados, y el todo contribuye a embrollar las ideas que se pueden formar a su respecto. Los individuos sometidos a la dependencia y a las leyes de la divinidad no tienen, respecto al carácter y a las leyes de su soberano, otras ideas que las que les suministran los charlatanes religiosos, y éstos, a su vez, han de confesar que no se pueden formar ninguna idea clara de su amo, puesto que su voluntad es impenetrable; sus miradas e ideas son inaccesibles; sus lacayos no han llegado jamás a ponerse de acuerdo respecto a las leyes que debían dar de su parte, y ellos las anuncian de una manera diferente dentro de varias comarcas de cada país. Lo cual da por resultado inmediato que se peleen continuamente y se acusen de embusteros.
Los edictos y las leyes que sensatamente promulgan no son más que un puro embrollamiento; son juegos de palabras que no pueden llegar a ser comprendidas por los individuos que deben hacer de ellas su educación y su bandera. Las leyes de este tirano invisible necesitan ser aclaradas y sucede siempre que los mismos que las explican no logran jamás ponerse de acuerdo; todo lo que saben explicar de este tirano invisible es un caos de contradicciones, de manera que no dicen una palabra que no sea o bien una calumnia o bien una mentira.
Se le llama infinitamente bueno y mientras tanto no hay nadie que maldiga sus decretos.
Se le llama infinitamente sabio y sucede que su administración está organizada al revés de los que dicen la razón y el buen sentido. Se glorifica su justicia, y los actos que más se le glorifican sólo son feroces venganzas. Se asegura que lo ve todo, y sin embargo, todo está en el más espantoso desorden. ¿Y por qué, viéndolo todo, permite confusión tanta entre sus lacayos y tantas infamias como a diario cometen? Además, lo hace todo por sí mismo y así ocurre que los acontecimientos se suceden todos perfectamente al contrario de los planes que se le atribuyen, lo cual dice muy poco a favor de su omnisciencia (facultad de verlo y de saberlo todo; de «omnia», que quiere decir todo y «sciencia», conocimiento positivo), y más aún de su facultad de ver lo que sucederá mañana. Y, finalmente, no se deja ofender en vano y se ve obligado a sufrir, sin enojo, las ofensas que a cada cual le viene en gana dirigirle.
Se admira su saber y la protección de sus obras, y sin embargo, sus obras son imperfectas y de corta duración. Y crea, destruye y corrige sin llegar jamás a estar satisfecho de sus obras, no buscando en sus empresas más que su propia gloria, sin aguardar el objeto de ser alabado en todo y por todo. Él trabaja para el bienestar y la felicidad de los mortales, y a la mayor parte nos hace falta lo más necesario. Los que él parece favorecer son, precisamente, los más descontentos de su suerte, y se les ve a menudo sublevarse contra un amo del cual admiran la grandeza, alaban la sabiduría, honran la bondad, temen la justicia y cuyos mandamientos santifican sin cumplirlos jamás.
Este reino es el mundo; este soberano es Dios; sus lacayos son los curas; los hombres son sus esclavos. ¡Hermoso país! El Dios de los cristianos, especialmente, es un Dios que, como ya lo hemos visto, hace las promesas sólo por el gusto de no cumplirlas; envía las pestes y las enfermedades a los hombres para curarlos; un Dios que creó a los hombres a su imagen y que no quiere responsabilidad del mal que él mismo creó; que vio que todas sus obras eran buenas, y luego se dio cuenta de que no valían nada; que sabía de antemano que Adán y Eva comerían del fruto prohibido y no supo evitarlo, por lo cual castigó luego al género humano, un Dios débil que se deja engañar por el diablo, y tan cruel que ningún tirano de la tierra puede comparársele. Tal es el Dios de la mitología judaico-cristiana.
El que crea a los hombres perfectos sin advertir a los que no lo son; el que creó al diablo, sin conseguir dominarlo, es un pastelero, que la religión califica de extraordinariamente sabio; por ella es omnipotente y soberanamente justo, y castiga a millones de inocentes por las faltas de uno solo; que exterminó por medio del diluvio a toda la raza humana, excepción hecha de unos cuantos que constituyeron otra raza peor todavía que la destruida, y que creó el cielo para los tontos de capirote y un infierno para que allí ardieran los sabios que no creen en él.
Es el que se creó él mismo por medio del Espíritu Santo; que se envió como mediador entre él mismo y los otros, quien despreciado y burlado por sus enemigos, se dejó clavar en la cruz como un malhechor cualquiera en la cúspide de una montaña; que se dejó enterrar y resucitó después de muerto y que bajó a los infiernos, y luego subió al cielo, donde está sentado a la derecha de sí mismo para juzgar a los vivos y a los muertos cuando ya no haya más vivos... En fin, el que ha hecho todo esto no es más que un charlatán divino. Es un espantoso tirano cuya horrorosa historia debe ser escrita en letras de sangre, pues ella es la religión y es terror. Lejos, pues, de nosotros, esta horripilante mitología. Abominemos de este Dios de una fe sangrienta y terrorista, inventado por los curas, los cuales, sin su cinismo y ambición no hubieran alcanzado nadar en la abundancia, y no predicarían por más tiempo la humildad de los que han sabido esconder su orgullo con la máscara de la hipocresía. Lejos de nosotros esta cruel trinidad compuesta de padre asesino, de hijo concebido y dado a luz contra natura y de Espíritu Santo sensual que se dedica a hacer concebir hijos a mujeres casadas. Lejos de nosotros todos estos fantoches deshonrosos, en nombre de los cuales se quiere rebajar a la humanidad al nivel de miserables esclavos y que nos quieren mandar, en toda la potencia del embuste, de las penas de esta tierra a las inefables delicias del cielo. Lejos de nosotros todos aquellos que con su demencia religiosa son un estorbo para el bienestar y la libertad... Dios no es otra cosa que un fantasma inventado por el charlatanismo de unos cuantos malvados refinados, los cuales han torturado y tiranizado a la humanidad hasta el presente.
Afortunadamente, este fantasma va desapareciendo a medida que es examinado por la razón a la luz de la ciencia, y las masas desengañadas, después de haberse emancipado de tales aberraciones, arrojan indignadas a la faz de los curas, esta estrofa del poeta: Seas maldito Dios a quien hemos rogado durante el frío del invierno y los tormentos del hambre; pues en vano te hemos esperado largo tiempo y nos has escarnecido, engañado y manteado.
Esperamos que el pueblo no se dejará burlar y mantear más, y que pronto llegará el día en el que los santos y los crucifijos serán convertidos en astillas para encender el fuego en las cocinas, los cálices y joyas convertidos en utensilios de utilidad general, las iglesias convertidas en salones de conciertos, teatros y locales para asambleas, y en el caso de que no pudieran servir para este objeto, en graneros o cuadras para caballos. Y esto sucederá forzosamente cuando el pueblo esté ya cansado de soportar tanta maldad e infamia. Esta manera de proceder, sencilla y eficaz será, naturalmente, la que producirá la revolución social y acabará, a la par que con los curas y sus mentiras, con los príncipes y burócratas y sus privilegios, y con los burgueses y su inicua explotación.
El día en que el pueblo consiga barrer a Dios y a sus lacayos, a los gobiernos y a sus sayones y a los burgueses y a sus perros, ese día será libre y podrá ocupar el puesto que le corresponde en la sociedad y en la naturaleza.