Mijaíl Bakunin
Consideraciones filosóficas
El sistema del mundo
No es este el lugar para entrar en especulaciones filosóficas sobre la naturaleza del ser. Pero como me veo forzado a emplear a menudo la palabra naturaleza, creo deber decir aquí lo que entiendo por ella. Podría decir que la naturaleza es la suma de todas las cosas realmente existentes. Pero eso me daría una idea completamente muerta de la naturaleza, que se presenta a nosotros, al contrario, toda movimiento y toda vida. Por lo demás, ¿qué es la suma de las cosas? Las cosas que son hoy no serán mañana; mañana se habrán no perdido, sino enteramente transformado. Me acercaré, pues, mucho más a la verdad diciendo que la naturaleza es la suma de las transformaciones reales de las cosas que se producen y que se producirán incesantemente en su seno; y para dar una idea un poco más determinada de lo que pueda ser esa suma o esa totalidad, que llamo la naturaleza, enunciaré, y creo poderla establecer como un axioma, la proposición siguiente:
Todo lo que es, los seres que constituyen el conjunto indefinido del universo, todas las cosas existentes en el mundo, cualesquiera que sea por otra parte su naturaleza particular, tanto desde el punto de vista de la calidad como de la cantidad, las más diferentes y las más semejantes, grandes o pequeñas, cercanas o inmensamente alejadas, ejercen necesaria e inconscientemente, sea por vía inmediata y directa, sea por transmisión indirecta, una acción y una reacción perpetuas; y toda esa cantidad infinita de acciones y de reacciones particulares, al combinarse en un movimiento general y único, produce y constituye lo que llamamos vida, solidaridad y causalidad universal, la naturaleza.
Llamad a eso dios, lo absoluto, si os divierte, qué me importa, siempre que no déis a esa palabra, dios, otro sentido que el que acabo de precisar: el de la combinación universal, natural, necesaria y real, pero de ningún modo predeterminada ni preconcebida, ni provista, de esa infinidad de acciones y de reacciones particulares que todos las cosas realmente existentes ejercen incesantemente unas sobre otras. Definida así la solidaridad universal, la naturaleza, considerada en el sentido del universo sin límites, se impone como una necesidad racional a nuestro espíritu; pero no podremos abarcarla nunca de una manera real, ni siquiera por la imaginación, y menos reconocerla. Porque no podemos reconocer más que esa parte infinitamente pequeña del universo que nos es manifestada por nuestros sentidos; en cuanto al resto, lo suponemos, sin poder constatar realmente su existencia.
Claro está que la solidaridad universal, explicada de ese modo, no puede tener el carácter de una causa absoluta y primera; no es, al contrario, más que una resultante,[1] producida y reproducida siempre por la acción simultánea de una infinidad de causas particulares, cuyo conjunto constituye precisamente la causalidad universal, la unidad compuesta, siempre reproducida por el conjunto indefinido de las transformaciones incesantes de todas las cosas que existen y, al mismo tiempo, creadora de todas las cosas; cada punto obrando sobre el todo (he ahí el universo producido), y el todo obrando sobre cada parte (he ahí el universo productor o creador).
Habiéndolo explicado así, puedo decir ahora, sin temor a dar lugar a ningún malentendido, que la causalidad universal, la naturaleza, crea los mundos. Es ella la que ha determinado la configuración mecánica, física, química, geológica y geográfica de nuestra Tierra, y que, después de haber cubierto su superficie con todos los esplendores de la vida vegetal y animal, continúa creando aún, en el mundo humano, la sociedad con todos sus desenvolvimientos pasados, presentes y futuros.
Cuando el hombre comienza a observar con una atención perseverante y seguida esa parte de la naturaleza que le rodea y que encuentra en sí mismo, acaba por apercibirse que todas las cosas son gobernadas por leyes que le son inherentes y que constituyen propiamente su naturaleza particular; que cada cosa tiene un modo de transformación y de acción particular; que en esa transformación y esa acción hay una sucesión de fenómenos y de hechos que se repiten constantemente, en las mismas circunstancias dadas, y que, bajo la influencia de circunstancias determinadas, nuevas, se modifican de una manera igualmente regular y determinada. Esa reproducción constante de los mismos hechos por los mismos procedimientos constituye propiamente la legislación de la naturaleza: el orden en la infinita diversidad de los fenómenos y de los hechos.
La suma de todas las leyes, conocidas y desconocidas, que obran en el universo, constituye la ley única y suprema. Esas leyes se dividen y se subdividen en leyes generales y en leyes particulares y especiales. Las leyes matemáticas, mecánicas, físicas y químicas, por ejemplo, son leyes generales que se manifiestan en todo lo que es, en todas las cosas que tienen una real existencia, leyes que, en una palabra, son inherentes a la materia, es decir al ser real y únicamente universal, el verdadero substratum de todas las cosas existentes. Añadiré también que la materia no existe nunca y en ninguna parte como substratum, que nadie ha podido percibirla bajo esa forma unitaria y abstracta; que no existe y no puede existir más que bajo una forma mucho más concreta, como materia más o menos diversificada y determinada.
Las leyes del equilibrio, de la combinación y de la acción mutua de las fuerzas o del movimiento mecánico; las leyes de la pesadez, del calor, de la vibración de los cuerpos, de la luz, de la electricidad, tanto como las de la composición y de la descomposición química de los cuerpos, son absolutamente inherentes a todas las cosas que existen, sin exceptuar de ningún modo las diferentes manifestaciones del sentimiento, de la voluntad y del espíritu; pues estas tres cosas, que constituyen propiamente el mundo ideal del hombre, no son más que funcionamientos completamente materiales de la materia organizada y viva, en el cuerpo del animal en general y sobre todo del animal humano en particular.[2] Por consiguiente, todas esas leyes son leyes generales, a las cuales están sometidos todos los órdenes conocidos y desconocidos de existencia real en el mundo.
Pero hay leyes particulares que no son propias más que a ciertos órdenes particulares de fenómenos, de hechos y de cosas, y que forman entre sí sistemas o grupos aparte: tales son, por ejemplo, el sistema de las leyes geológicas; el de las leyes de la organización animal; en fin, el de las leyes que presiden el desenvolvimiento social e ideal del animal más perfecto de la Tierra, el hombre. No se puede decir que las leyes que pertenecen a uno de esos sistemas sean absolutamente extrañas a las que componen los otros sistemas. En la naturaleza, todo se encadena mucho más íntimamente de lo que se piensa en general, y de lo que quizás quisieran los pedantes de la ciencia, en interés de una mayor precisión en su trabajo de clasificación. Pero, sin embargo, se puede decir que tal sistema de leyes pertenece mucho más a tal orden de cosas y de hechos que a otro, y que si, en la sucesión en que las he presentado, las leyes que dominan en el sistema procedente continúan manifestando su acción en los fenómenos y las cosas que pertenecen a todos los sistemas que siguen, no existe acción retrógrada de las leyes de los sistemas siguientes sobre las cosas y los hechos de los sistemas precedentes. Así, la ley del progreso, que constituye el carácter esencial del desenvolvimiento social de la especie humana, no se manifiesta de ningún modo en la vida exclusivamente animal, y aun menos en la vida exclusivamente vegetal; mientras que todas las leyes del mundo vegetal y del mundo animal se encuentran, sin duda, modificadas por nuevas circunstancias, en el mundo humano.
En fin; en el seno mismo de esas grandes categorías de cosas, de fenómenos y de hechos, así como de las leyes que le son particularmente inherentes, hay aún divisiones y subdivisiones que nos muestran esas mismas leyes particularizándose y especializándose más y más, acompañando, por decir así, la especialización más y más determinada, —y que se vuelve más restringida a medida que se determina más—, de los seres mismos.
El hombre no tiene, para constatar todas esas leyes generales, particulares y especiales, otro medio que la observación atenta y exacta de los fenómenos y de los hechos que se suceden tanto fuera de él como en él mismo. Distingue en ellos lo que es accidental y variable de lo que se reproduce siempre y en todas partes de una manera invariable. El procedimiento invariable por el cual se reproduce constantemente un fenómeno natural, sea exterior, sea interior; la sucesión invariable de los hechos que lo constituyen, son precisamente lo que llamamos la ley de ese fenómeno. Esa constancia y esa repetición no son, sin embargo, absolutas. Dejan un vasto campo a lo que llamamos impropiamente las anomalías y las excepciones —manera de hablar muy poco justa, porque los hechos a los cuales se refiere prueban solamente que esas reglas generales, reconocidas por nosotros como leyes naturales, no siendo más que abstracciones deducidas por nuestro espíritu del desenvolvimiento real de las cosas, no están en estado de abarcar, de agotar, de explicar toda la infinita riqueza de ese desenvolvimiento.
Esa multitud de leyes tan diversas, y que nuestra ciencia separa en categorías diferentes, ¿forman un solo sistema orgánico y universal, un sistema en el cual se encadenan lo mismo que los seres de quienes manifiestan las transformaciones y los desenvolvimientos? Es muy probable. Pero lo que es más que probable, lo que es cierto, es que no podremos llegar nunca, no sólo a comprender, sino sólo a abarcar ese sistema único y real del universo, sistema infinitamente extenso por una parte e infinitamente especializado por otra; de suerte que al estudiarlo nos detendremos ante dos infinitudes: lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño.
Los detalles son inagotables. No le será dado nunca al hombre conocer más que una parte infinitamente pequeña de ellos. Nuestro cielo estrellado, con su multitud de soles, no forma más que un punto imperceptible en la inmensidad del espacio, y aunque lo abarquemos con la mirada, no sabemos casi nada de él. Por fuerza, pues, debemos contentarnos con conocer un poco nuestro sistema solar, del cual tenemos que presumir la perfecta armonía con todo el resto del universo, porque si no existiese esa armonía, o bien debería establecerse o bien nuestro mundo solar perecería. Conocemos ya muy bien este último desde el punto de vista mecánico, y comenzamos a conocerlo ya un poco desde el punto de vista físico, químico, hasta geológico. Nuestra ciencia irá difícilmente mucho más allá. Si queremos un conocimiento más concreto, debemos atenemos a nuestro globo terrestre. Sabemos que ha nacido en el tiempo y presumimos que —no sé en qué número indefinido de siglos o de millones de siglos— será condenado a perecer, como nace y perece, o más bien se transforma, todo lo que es.
Cómo nuestro globo terrestre, primero materia ardiente y gaseosa, se ha condensado, se ha enfriado; por qué inmensa serie de evoluciones geológicas ha debido pasar, antes de poder producir en su superficie toda esa infinita riqueza de la vida orgánica, vegetal y animal, desde la simple célula hasta el hombre; cómo se ha manifestado y continúa desarrollándose en nuestro mundo histórico y social; cuál es el fin hacia donde marchamos, impulsados por esa ley suprema y fatal de transformación incesante que en la sociedad animal se llama progreso: he ahí las únicas cuestiones que nos son accesibles, las únicas que pueden y que deben ser realmente abarcadas, estudiadas y resueltas por el hombre. No formando más que un punto imperceptible en la cuestión ilimitada e indefinible del universo, esas cuestiones humanas y terrestres ofrecen sin embargo a nuestro espíritu un mundo realmente infinito, no en el sentido divino, es decir, abstracto de esa palabra, no como el ser supremo creado por la abstracción religiosa; infinito, al contrario, por la riqueza de sus detalles, que ninguna observación, ninguna ciencia sabrán apreciar jamás.
Para conocer ese mundo, nuestro mundo infinito, la sola abstracción no bastaría. Abandonada a sí misma, nos volvería a llevar infaliblemente al ser supremo, a dios, a la nada, como lo ha hecho ya en la historia, según lo explicaré pronto. Es preciso —aun continuando en la aplicación de esa facultad de abstracción, sin la cual no podríamos elevamos nunca de un orden de cosas inferior a un orden de cosas superior ni, por consiguiente, comprender la jerarquía natural de los seres—, es preciso que nuestro espíritu se sumerja al mismo tiempo, con respeto y con amor, en el estudio minucioso de los detalles y de lo infinitamente pequeño, sin lo cual no podríamos concebir jamás la realidad viviente de los seres. No es, pues, uniendo esas dos facultades, esos dos actos del espíritu en apariencia tan contrarios: la abstracción y el análisis escrupuloso, atento y paciente de los detalles, como podremos elevarnos a la concepción real de nuestro mundo. Es evidente que si nuestro sentimiento y nuestra imaginación pueden darnos una imagen, una representación más o menos falsa de este mundo, sólo la ciencia podrá darnos una idea clara y precisa.
¿Cuál es, pues, esa curiosidad imperiosa que impulsa al hombre a reconocer el mundo que le rodea, a perseguir con una infatigable pasión los secretos de esa naturaleza de que él mismo es, sobre esta Tierra, la última y la más perfecta creación? Esta curiosidad, ¿es un simple lujo, un agradable pasatiempo, o bien una de las principales necesidades inherentes a su ser? No vacilo en decir que de todas las necesidades que constituyen la naturaleza del hombre, esa es la más humana, y que el hombre no se distingue efectivamente de los animales de las demás especies más que por esa necesidad inextinguible de saber, que no se hace real y completamente hombre más que por el despertar y por la satisfacción progresiva de esa inmensa necesidad de saber. Para realizarse en la plenitud de su ser, el hombre debe reconocerse, y no se reconoce jamás de una manera completa y real más que en tanto que haya reconocido la naturaleza que le rodea y de la cual es el producto. Por tanto, a menos de renunciar a su humanidad, el hombre debe saber, debe pensar con su pensamiento todo el mundo real, y sin esperanza de llegar nunca al fondo, debe profundizar más y más la coordinación y las leyes, porque su humanidad no existe más que a ese precio. Le es preciso reconocer todas las regiones inferiores, anteriores y contemporáneas a él mismo, todas las evoluciones mecánicas, físicas, químicas, geológicas, vegetales y animales, es decir, todas las causas y todas las condiciones de su propio nacimiento, de su propia existencia y de su desenvolvimiento, a fin de que pueda comprender su propia naturaleza y su misión sobre la Tierra, su patria y su teatro único; a fin de que en este mundo de la ciega fatalidad, pueda inaugurar su mundo humano, el mundo de la libertad.
Tal es la tarea del hombre: es inagotable, es infinita y suficiente para satisfacer los espíritus y los corazones más orgullosos y más ambiciosos. Ser efímero e imperceptible, perdido en medio del océano sin orillas de la transformación universal, con una eternidad ignorada tras sí, y una eternidad inmensa ante él, el hombre que piensa, el hombre activo, el hombre consciente de su humano destino, queda en calma y altivo en el sentimiento de su libertad, que conquista emancipándose por sí mismo mediante el trabajo, mediante la ciencia, y emancipando, rebelando a su alrededor, en caso de necesidad, a todos los hombres, sus semejantes, sus hermanos. Si le preguntáis después de eso su íntimo pensamiento, su última palabra sobre la unidad real del universo, os dirá que es la eterna transformación, un movimiento infinitamente detallado, diversificado, y a causa de eso mismo, ordenado en sí, pero sin comienzo, ni límite ni fin. Es, pues, lo contrario absoluto de la providencia: la negación de dios.
Se comprende que en el universo así entendido, no pueda hablarse ni de ideas anteriores ni de leyes preconcebidas y preordenadas. Las ideas, incluso la de dios, no existen en esta Tierra más que en tanto que han sido producidas por el cerebro. Se ve, pues, que vienen mucho más tarde que los hechos naturales, mucho más tarde que las leyes que gobiernan esos hechos. Son justas cuando son conformes a esas leyes, falsas cuando le son contrarias. En cuanto a las leyes de la naturaleza, no se manifiestan bajo esa forma ideal o abstracta de ley, más que por la inteligencia humana, cuando, reproducidas por el cerebro, en base a observaciones más o menos exactas de las cosas, de los fenómenos y de la sucesión de los hechos, toman esa forma de ideas humanas casi espontáneas. Anteriormente al nacimiento del pensamiento humano, no son reconocidas como leyes, por nadie, y no existen más que en el estado de procesos reales de la naturaleza, procesos que, como acabo de decirlo más arriba, están siempre determinados por un concurso indefinido de condiciones particulares, de influencias y de causas que se repiten regularmente. Esa palabra naturaleza, excluye, por consiguiente, toda idea mística o metafísica de substancia, de causa final o de creación providencialmente combinada y dirigida.
Pero puesto que existe un orden en la naturaleza, debe haber habido necesariamente un ordenador, se dirá. De ningún modo. Un ordenador, aunque fuese un dios, no habría podido sino obstaculizar por su arbitrariedad personal el orden natural y el desenvolvimiento lógico de las cosas; y sabemos bien que la propiedad principal de los dioses de todas las religiones, es ser precisamente superiores, es decir, contrarios a toda lógica natural, y no reconocer más que una sola lógica: la del absurdo y la de la iniquidad. Porque, ¿qué es la lógica, sino el desenvolvimiento natural de las cosas, o bien el proceso natural por el cual muchas causas determinantes, inherentes a esas cosas, producen hechos nuevos?[3] Por consiguiente, me será permitido enunciar este axioma tan simple y al mismo tiempo tan decisivo:
Todo lo que es natural es lógico, y todo lo que es lógico o bien se encuentra ya realizado, o bien deberá realizarse en el mundo natural, inclusive el mundo social.[4]
Pero si las leyes del mundo natural y del mundo social[5] no han sido creadas ni ordenadas por nadie, ¿por qué y cómo existen ? ¿Qué es lo que les da ese carácter invariable? He aquí una cuestión que no está en mi poder el resolverla y a la cual, que yo sepa, nadie encontró todavía ni encontrará jamás respuesta. Me engaño: los teólogos y los metafísicos han tratado de responder a ella por la suposición de una causa primera suprema, de una divinidad creadora de los mundos, o al menos, como dicen los metafísicos panteístas, por la de un alma divina o de un pensamiento absoluto encarcelado en el universo y manifestándose por el movimiento y la vida de todos los seres que nacen y que mueren en su seno. Ninguna de esas suposiciones soporta la menor crítica. Me ha sido fácil probar que la de un dios creador de las leyes naturales y sociales contenía en sí la negación completa de esas leyes, hacía su existencia misma, es decir, su realización y su eficacia, imposible; que un dios ordenador de ese mundo debía producir en él necesariamente la anarquía,[6] el caos; que, por consiguiente, de dos cosas una, o bien dios, o bien las leyes de la naturaleza no existen; y como sabemos de una manera segura, por la experiencia de cada día y por la ciencia, que no es otra cosa que la experiencia sistematizada de los siglos, que esas leyes existen, debemos concluir que dios no existe.
Profundizando el sentido de estas palabras: leyes naturales, volveremos, pues, a encontrar que excluyen de una manera absoluta la idea y la posibilidad misma de un creador, de un ordenador y de un legislador, porque la idea de un legislador excluye a su vez, de una manera también absoluta, la inherencia de las leyes en las cosas, y desde el momento que una ley no es inherente a las cosas que gobierna, es necesariamente, en relación a esas cosas, una ley arbitraria, es decir, fundada no en su propia naturaleza, sino en el pensamiento y en la voluntad del legislador. Por consiguiente, todas las leyes que emanan de un legislador, sea humano, sea divino, sea individual, sea colectivo, y aunque fuese nombrado por el sufragio universal, son leyes despóticas, necesariamente extrañas y hostiles a los hombres y a las cosas que deben dirigir: no son leyes, sino decretos a los que se obedece, no por necesidad interior y por tendencia natural, sino porque se está obligado a ello por una fuerza exterior, divina o humana; decretos arbitrarios a los que la hipocresía social, más bien inconsciente que conscientemente, da arbitrariamente el nombre de ley.
Una ley no es realmente una ley natural más que cuando es absolutamente inherente a las cosas que la manifiestan a nuestro espíritu; más que cuando constituye su propiedad, su propia naturaleza más o menos determinada, y no la naturaleza universal y abstracta de no sé qué substancia divina o de un pensamiento absoluto; substancia y pensamiento necesariamente extra-mundiales, sobrenaturales e ilógicos, porque, si no lo fueran, se aniquilarían en la realidad y en la lógica natural de las cosas. Las leyes naturales son los procesos naturales y reales, más o menos particulares, por los cuales existen todas las cosas, y desde el punto de vista teórico son la única explicación posible de las cosas. Por tanto, el que quiera comprenderlas debe renunciar de una vez por todas al dios personal de los teólogos y a la divinidad impersonal de los metafísicos.
Pero del hecho que podamos negar con una plena exactitud la existencia de un divino legislador, no se deduce que podamos darnos cuenta del modo cómo se establecieron las leyes naturales y sociales en el mundo. Existen, son inseparables del mundo real, de ese conjunto de cosas y de hechos de que nosotros mismos somos los productos, los efectos, salvo el caso de devenir a nuestra vez causas —relativas— de seres, de cosas y de hechos nuevos. He ahí todo lo que sabemos y, pienso, todo lo que podemos saber. Por otra parte, ¿cómo podríamos encontrar la causa primera, puesto que no existe? ya que lo que hemos llamado la causalidad universal no es más que una resultante de todas las causas particulares que obran en el universo. Preguntar por qué existen las leyes naturales, ¿no equivaldría a preguntar por qué existe el universo —fuera del cual nada existe—, por qué existe el ser? Esto es absurdo.
El hombre, inteligencia, voluntad
Obedeciendo a las leyes de la naturaleza, he dicho, el hombre no es esclavo, puesto que no obedece más que a las leyes inherentes a su propia naturaleza, a las condiciones mismas por las cuales existe y que constituyen todo su ser: al obedecerlas se obedece a sí mismo.
Y, sin embargo, existe en el seno de esa misma naturaleza una esclavitud de que el hombre debe libertarse bajo pena de renunciar a su humanidad: es la del mundo exterior que le rodea y que se llama habitualmente la naturaleza exterior. Es el conjunto de las cosas, de los fenómenos y de los seres vivos que le obsesionan, le envuelven constantemente por todas partes, sin los cuales y fuera de los cuales, es verdad, no podría vivir un solo instante, pero que, sin embargo, parecen conjurados contra él, de suerte que a cada instante de su vida está forzado a defender contra ellos su existencia. El hombre no puede existir sin ese mundo exterior, porque no puede vivir más que en sí y no puede alimentarse más que a expensas suyas; y al mismo tiempo, debe salvaguardarse contra él, porque ese mundo parece querer devorarlo siempre a su vez.
Considerado desde este punto de vista, el mundo natural nos presenta el cuadro criminal y sangriento de una lucha encarnizada y perpetua, de la lucha por la vida. No es sólo el hombre el que combate: todos los animales, todos los seres vivos, ¡qué digo!, todas las cosas que existen y que llevan en sí, como él, pero de una manera mucho menos aparente, el germen de su propia destrucción, y por decirlo así, su propio enemigo, —esa misma fatalidad natural que los produce, los conserva y los destruyen a la vez—, luchan contra él, pues toda categoría de cosas, toda especie vegetal y animal, no viven más que en detrimento de las demás, una devora a la otra, de suerte que, como lo he dicho en otra parte, el mundo natural puede ser considerado como una sangrienta hecatombe, como una tragedia lúgubre creada por el hambre. Es teatro constante de una lucha sin cuartel. No tenemos que preguntarnos por qué es así, y no somos de ningún modo responsables de ello. Encontramos ese orden de cosas establecido cuando llegamos a la vida. Es nuestro punto de partida natural, y no tenemos que hacer otra cosa que constatar el hecho y que convencernos que desde que el mundo existe siempre ha sucedido así y que, según todas las probabilidades, no sucederá nunca de otro modo en el mundo animal. La armonía se establece en él por la lucha: por el triunfo de unos, por la derrota y por la muerte de los otros, por el sufrimiento de todos... No digamos, con los cristianos, que esta Tierra es un valle de dolores; hay placeres también, de otro modo los seres vivos no tendrían tanto apego a la vida. Pero debemos convenir que la naturaleza no es de ninguna manera la tierra madre de que se habla, y que, para vivir, para conservarse en su seno, tienen necesidad de una singular energía. Porque en el mundo natural los fuertes viven y los débiles sucumben, y los primeros no viven más que porque los otros sucumben. Tal es la ley suprema del mundo animal. ¿Es posible que esa ley fatal sea la del mundo humano y social?
¡Ay! La vida, tanto individual como social, del hombre no es primeramente otra cosa que la continuación más inmediata de la vida animal. No es otra cosa que esa misma vida animal, pero solamente que es complicada con un elemento nuevo: la facultad de pensar y de hablar.
El hombre no es el único animal inteligente sobre la Tierra. Lejos de eso; la psicología comparada nos demuestra que no existe animal absolutamente desprovisto de inteligencia, y que cuanto más una especie se acerca al hombre por su organización y sobre todo por el desenvolvimiento de su cerebro, más se desarrolla su inteligencia y se eleva también. Pero sólo en el hombre llega a lo que se llama propiamente la facultad de pensar, es decir, de comparar, de separar y de combinar entre sí las representaciones de los objetos exteriores e interiores que nos son dados por nuestros sentidos, de formarlos en grupos; después de comparar y combinar entre sí esos grupos, que no son seres reales ya, sino nociones abstractas, formadas y clasificadas por el trabajo de nuestro espíritu y que, retenidas por nuestra memoria, otra facultad del cerebro, se convierten en el punto de partida o en la base de esas conclusiones que llamamos ideas.[7] Todas esas funciones de nuestro cerebro habrían sido imposibles si el hombre no estuviera dotado de otra facultad complementaria e inseparable de la de pensar: de la facultad de incorporar y de fijar, por decirlo así, hasta en sus variaciones y sus modificaciones más finas y más complicadas, todas esas operaciones del espíritu, todos esos actos materiales del cerebro, por signos exteriores: si el hombre, en una palabra, no estuviese dotado de la facultad de hablar. Todos los demás animales tienen también un lenguaje, ¿quién lo duda?, pero lo mismo que su inteligencia no se eleva jamás por sobre las representaciones materiales, a lo sumo, por encima de una comparación y combinación de esas representaciones entre sí, lo mismo su lenguaje, desprovisto de organización e incapaz de desenvolvimiento, no expresa más que reacciones o nociones materiales, nunca ideas. Puedo, pues, decir, sin temor a ser refutado, que de todos los animales de esta Tierra, sólo el hombre piensa y habla.
Sólo él está dotado de esa potencia de abstracción que —sin duda, fortificada y desarrollada en la especie humana por el trabajo de los siglos, elevándolo sucesivamente en sí misma, es decir, en su pensamiento y solamente por la acción abstractiva de su pensamiento, por sobre todos los objetos que le rodean y aun por encima de sí mismo en tanto que individuo y especie— le permite concebir la idea de la totalidad de los seres, del universo y del infinito absoluto: idea completamente abstracta, vacía de todo contenido y, como tal, idéntica a la nada, sin duda, pero que, sin embargo, se ha mostrado omnipotente en el desenvolvimiento histórico del hombre, porque habiendo sido una de las causas principales de todas sus conquistas y al mismo tiempo de todas sus divagaciones, de sus desgracias y de sus crímenes posteriores, le arrancó a las supuestas beatitudes del paraíso animal para arrojarlo en los triunfos y en los tormentos infinitos de un desenvolvimiento sin límites.
Gracias a esa potencia de abstracción, el hombre, elevándose por sobre la presión inmediata que los objetos exteriores ejercen sobre el individuo, puede compararlos unos con otros y observar sus relaciones mutuas: he ahí el comienzo del análisis y de la ciencia experimental. Gracias a esa misma facultad, el hombre se desdobla, por decirlo así, y, separándose de él mismo en sí, se eleva en cierto modo sobre sus propios movimientos interiores, sobre las sensaciones que experimenta, los instintos, los apetitos, los deseos que se despiertan en él, tanto como sobre las tendencias afectivas que siente; lo que le da la posibilidad de compararlos entre sí, lo mismo que compara los objetos y los movimientos exteriores, y de tomar partido por unos contra los otros, según el ideal de justicia y de bien, o según la pasión dominante, que la influencia de la sociedad y de las circunstancias particulares han desarrollado y fortificado en él. Ese poder de tomar partido en favor de uno o de varios motores que obran en él en un sentido determinado, contra otros motores igualmente interiores y determinados, se llama voluntad.
Así explicados y comprendidos, el espíritu del hombre y su voluntad no se presentan como potencias absolutamente autónomas, independientes del mundo material y capaces, —creando uno los pensamientos, la otra los actos espontáneos—, de romper el encadenamiento fatal de los efectos y de las causas que constituye la solidaridad universal de los mundos. Uno y otra aparecen, al contrario, como fuerzas cuya independencia es excesivamente relativa, porque, lo mismo que la fuerza muscular del hombre, esas fuerzas o esas capacidades nerviosas se forman en cada individuo por un concurso de circunstancias, de influencias y de acciones exteriores, materiales y sociales, absolutamente independiente de su pensamiento y de su voluntad. Y lo mismo que debemos rechazar la posibilidad de lo que los metafísicos llaman ideas espontáneas, debemos rechazar también los actos espontáneos de la voluntad, el libre arbitrio y la responsabilidad moral del hombre, en el sentido teológico, metafísico y jurídico de la palabra.
No siendo todo hombre, en su nacimiento y durante toda la duración de su desenvolvimiento, de su vida, más que la resultante de una cantidad innumerable de acciones, de circunstancias y de condiciones innumerables, materiales y sociales, que continúan produciéndolo en tanto que vive, ¿de dónde habría de proceder en él, anillo pasajero y apenas perceptible del encadenamiento universal de todos los seres pasados, presentes y futuros, el poder de romper por un acto voluntario esa eterna y omnipotente solidaridad, el único ser universal y absoluto que existe realmente, pero que ninguna imaginación humana podría abarcar? Reconozcamos, pues, una vez por todas, que frente a esa universal naturaleza, nuestra madre, que nos forma, nos educa, nos alimenta, nos envuelve, nos penetra hasta la médula de los huesos y hasta las más íntimas profundidades de nuestro ser intelectual y moral, y que acaba siempre por sofocarnos en su abrazo maternal, no hay para ellos ni independencia ni rebeldía posible.
Es verdad que por el conocimiento y por la aplicación reflexiva de las leyes de la naturaleza, el hombre se emancipa gradualmente, pero no de ese yugo universal que comparten con él todos los seres vivos y todas las cosas que existen, que se producen y que desaparecen en el mundo; se libera solamente de la presión brutal que ejerce sobre él su mundo exterior, material y social, inclusive todas las cosas y todos los hombres que le rodean. Domina las cosas por la ciencia y por el trabajo; en cuanto al yugo arbitrario de los hombres, lo sacude por las revoluciones. Tal es, pues, el único sentido racional de la palabra libertad: es la dominación de las cosas exteriores, fundada en la observancia respetuosa de las leyes de la naturaleza; es la independencia frente a pretensiones y a actos despóticos de los hombres; es la ciencia, el trabajo, la revuelta política, es, en fin, la organización, a la vez reflexiva y libre, del medio social, conforme a las leyes naturales inherentes a toda humana sociedad. La primera y la última condición de esa libertad son siempre, pues, la sumisión más absoluta a la omnipotencia de la naturaleza, nuestra madre, y la observación, la aplicación más rigurosa de sus leyes.
Nadie habla del libre arbitrio de los animales. Todos están de acuerdo en eso, que los animales, en cada instante de su vida y en cada uno de sus actos, son determinados por causas independientes de su pensamiento y de su voluntad; que siguen fatalmente el impulso que reciben tanto del mundo exterior como de su propia naturaleza interior; que no tienen ninguna posibilidad, en una palabra, de interrumpir por sus ideas y por los actos espontáneos de su voluntad la corriente universal de la vida, y que, por consiguiente, no existe para ellos ninguna responsabilidad ni jurídica ni moral.[8] Y sin embargo, todos los, animales están incontestablemente dotados de inteligencia y de voluntad. Entre esas facultades animales y las facultades correspondientes del hombre, no hay más que una diferencia cuantitativa, una diferencia de grado. ¿Por qué, pues, declaramos al hombre absolutamente responsable y al animal absolutamente irresponsable?
Pienso que el error no consiste en esa idea de responsabilidad, que existe de una manera muy real no sólo para el hombre, sino para todos los animales también, sin exceptuar ninguno, aunque en diferentes grados para cada uno; consiste en el sentido absoluto que nuestra vanidad humana, sostenida por una aberración teológica o metafísica, da a la responsabilidad humana. Todo el error está, pues, en esta palabra: absoluto. El hombre no es absolutamente responsable y el animal no es absolutamente irresponsable. La responsabilidad del uno como la del otro es relativa al grado de reflexión de que es capaz.
Podemos aceptar como un axioma general que lo que no existe en el mundo animal, al menos en estado de germen, no existe y no se producirá nunca en el mundo humano, pues la humanidad no es más que el último desenvolvimiento de la animalidad sobre la Tierra. Por tanto, si no hubiese responsabilidad animal, no podría haber ninguna responsabilidad humana, ya que el hombre está por lo demás sometido a la absoluta omnipotencia de la naturaleza, lo mismo que el animal más imperfecto de esta Tierra, de suerte que desde el punto de vista absoluto, los animales y el hombre son igualmente irresponsables.
Pero la responsabilidad relativa existe ciertamente en todos los grados de la vida animal; imperceptible en las especies inferiores, está ya muy pronunciada en los animales dotados de una organización superior. Los animales educan a sus crías, desarrollan a su modo la inteligencia, es decir, la comprensión o el conocimiento de las cosas, y la voluntad, es decir, la facultad, la fuerza interior que nos permite contener nuestros movimientos instintivos; hasta castigan con una ternura paternal la desobediencia de sus pequeños. Por tanto hay en los animales mismos un comienzo de responsabilidad moral.
La voluntad, lo mismo que la inteligencia, no es, pues, una chispa mística, inmortal y divina, caída milagrosamente del cielo a la Tierra, para animar los trozos de carne, los cadáveres. Es el producto de la carne organizada y viviente, el producto del organismo animal. La más perfecta organización es la del hombre, y por consiguiente es en el hombre donde se encuentran la voluntad y la inteligencia relativamente más perfecta, y sobre todo las más capaces de perfeccionamiento y de progreso.
La voluntad, lo mismo que la inteligencia, es una facultad nerviosa del organismo animal, y tiene por órgano especial principalmente el cerebro; lo mismo que la fuerza física o propiamente animal es una facultad muscular de ese mismo organismo y, aunque esparcida por todo el cuerpo, tiene por órganos especialmente activos los pies y los brazos. El funcionamiento nervioso que constituye propiamente la inteligencia y la voluntad y que es materialmente diferente, tanto por su organización especial como por su objeto, del funcionamiento muscular del organismo animal es, sin embargo, tan material como este último. Fuerza muscular o física y fuerza nerviosa, o fuerza de la inteligencia y fuerza de la voluntad, tienen esto de común, que, primeramente, cada una de ellas depende ante todo de la organización del animal, organización que lleva al nacer y que es por consiguiente el producto de una multitud de circunstancias y de causas que no sólo le son exteriores, sino anteriores; y que, en segundo lugar, todas son capaces de ser desarrolladas por la gimnasia y por la educación, lo que nos las presenta una vez más como productos de influencias y de acciones exteriores.
Es claro que no siendo, tanto desde el punto de vista de su naturaleza como del de su intensidad, más que producto de causas por completo independientes de ellas, todas esas fuerzas no tienen más que una independencia relativa, en medio de esa causalidad universal que constituya y que abarca los mundos. ¿Qué es la fuerza muscular? Es una potencia material de una intensidad cualquiera, formada en el animal por un concurso de influencias o de causas anteriores, y que le permite en un momento dado oponer a la presión de las fuerzas externas una resistencia cualquiera, no absoluta, sino relativa.
Lo mismo pasa con esa fuerza moral que llamamos fuerza de la voluntad. Todas las especies de animales están dotadas de ella en grados diferentes y esa diferencia es determinada ante todo por la naturaleza particular de su organismo. Entre todos los animales de esta Tierra, la especie humana está dotada de ella en un grado superior. Pero en esa especie misma todos los individuos no aportan al nacer una igual disposición volitiva, pues la más o menos grande capacidad de querer está previamente determinada en cada uno por la salud y el desenvolvimiento normal de su cuerpo y sobre todo por la más o menos feliz conformación de su cerebro. He aquí, pues, desde el principio, una diferencia de que el hombre no es de ningún modo responsable. ¿Soy culpable de que la naturaleza me haya dotado de una capacidad inferior de querer? Los teólogos y los metafísicos más rabiosos no se atreverán a decir que lo que ellos llaman almas, es decir, el conjunto de las facultades afectivas, inteligentes y volitivas que cada cual aporta al nacer, sean iguales.
Es verdad que la facultad de querer, lo mismo que todas las demás facultades del hombre, pueden ser desarrolladas por la educación, por una gimnasia apropiada. Esa gimnasia habitúa poco a poco a los niños a no manifestar inmediatamente las menores de sus impresiones, o a contener más o menos los movimientos reactivos de sus músculos, cuando son irritados por las sensaciones exteriores e internas que le transmiten los nervios; más tarde, cuando un cierto grado de reflexión, desarrollada por una educación que le es igualmente propia, se ha formado en el niño, esa misma gimnasia, al tomar a su vez un carácter más y más consciente, al llamar en su ayuda la inteligencia naciente del niño y al fundarse en un cierto grado de fuerza volitiva que se ha desarrollado en él, lo habitúa a reprimir la expresión inmediata de sus sentimientos y deseos, y a someter, en fin, todos los movimientos voluntarios de su cuerpo, lo mismo que los de lo que se llama su alma, su pensamiento mismo, sus palabras y sus actos a un fin dominante, bueno o malo.
La voluntad del hombre así desarrollada, ejercida, no es evidentemente tampoco más que el producto de influencias exteriores y que se ejercen sobre ella, que la determinan y la forman, independientemente de sus propias resoluciones. Un hombre, ¿puede ser hecho responsable de la educación buena o mala, suficiente o insuficiente que se le ha dado?
Es verdad que cuando, en el adolescente o en el joven, el hábito de pensar o de querer ha llegado, gracias a esa educación que recibe del exterior, a un determinado grado de desenvolvimiento, hasta el punto de constituir en cierto modo una fuerza interior, identificada en lo sucesivo con su ser, puede continuar su instrucción y hasta su educación moral él mismo, por una gimnasia por decirlo así espontánea de su pensamiento y también de su voluntad, lo mismo que de su fuerza muscular; espontánea en este sentido, que no estará ya únicamente dirigida y determinada por voluntades y actos exteriores, sino también por esa fuerza interior de pensar y de querer que, después de haberse formado y consolidado en él por la acción pasada de esas causas exteriores, se convierte a su vez en un motor más o menos activo y poderoso, en un productor en cierto modo independiente de las cosas, de las ideas, de las voluntades, de los actos que le rodean inmediatamente.
El hombre puede transformarse así, en un cierto grado, en su propio educador, en su propio instructor y como en el creador de sí mismo. Pero se ve que no adquiere por eso más que una independencia muy relativa y que no le substrae de ningún modo a la dependencia fatal, o si se quiere a la solidaridad absoluta, por la cual, como ser existente y vivo, está irrevocablemente encadenado al mundo natural y social del cual es el producto y en el cual, como todo lo que existe, después de haber sido efecto, y continuando siéndolo siempre, se convierte a su vez en una causa relativa de productos relativos nuevos.
Más tarde tendré ocasión de mostrar que el hombre más desarrollado desde el punto de vista de la inteligencia y de la voluntad se encuentra aún, con relación a todos sus sentimientos, a sus ideas y a sus voluntades, en una dependencia casi absoluta ante el mundo natural y social que le rodea, y que a cada momento de su existencia determina las condiciones de su vida. Pero en el punto mismo a que hemos llegado es evidente que no hay lugar a la responsabilidad humana tal como los teólogos, los metafísicos y los juristas la conciben.
Hemos visto que el hombre no es de ningún modo responsable ni del grado de las capacidades intelectuales que ha aportado al nacer, ni del género de educación buena o mala que esas facultades han recibido antes de la edad de su virilidad o al menos de su pubertad. Pero henos aquí llegados a un punto en que el hombre, consciente de sí mismo, y armado de facultades intelectuales y morales ya aguerridas, gracias a la educación que ha recibido del exterior, se hace en cierto modo el productor de sí mismo, puede evidentemente desarrollar, extender y fortificar en sí su inteligencia y su voluntad. El que, hallando esa posibilidad en sí, no la aprovecha, ¿no es culpable?
¿Y cómo lo sería? Es evidente que en el momento en que debe y puede tomar esa resolución de trabajar sobre sí, no ha comenzado aún ese trabajo espontáneo, interior, que hará de él en cierto modo el creador de sí y el producto de su propia acción sobre sí mismo; en ese momento no es todavía más que el producto de la acción ajena o de las influencias exteriores que lo han llevado hasta allí; por tanto, la resolución que tome dependerá, no de la fuerza de pensamiento y de voluntad que se habrá dado a sí mismo, puesto que su propio trabajo no ha comenzado aún, sino de la que le haya sido dada tanto por su naturaleza como por la acción, independientemente de su resolución propia; y la resolución buena o mala que tome no será aún más que el efecto o el producto inmediato de esa educación y de esa naturaleza de que no es de ningún modo responsable; de donde resulta que esa resolución no puede, de ninguna manera, implicar la responsabilidad del individuo que la toma.[9]
Es evidente que la idea de responsabilidad humana, idea por completo relativa, es inaplicable al hombre tomado aisladamente y considerado como individuo natural, al margen del desenvolvimiento colectivo de la sociedad. Considerado como tal en presencia de esa causalidad universal en cuyo seno todo lo que existe es al mismo tiempo efecto y causa, productor y producto, todo hombre se nos aparece en cada instante de su vida como un ser absolutamente determinado, incapaz de romper o de interrumpir solamente la corriente universal de la vida, y por consiguiente puesto al margen de toda responsabilidad jurídica. Con toda esa conciencia de sí mismo que produce en él el milagro de una pretendida espontaneidad, a pesar de esa inteligencia y de esa voluntad que son las condiciones indispensables del establecimiento de su libertad frente al mundo exterior, inclusive los hombres que le rodean, el hombre, lo mismo que los animales de la Tierra, no por eso está menos sometido de una manera absoluta a la universal fatalidad que reina en la naturaleza.
La potencia de pensar y la potencia de querer, he dicho, son potencias en absoluto formales que no implican necesariamente y siempre la una, la verdad, y la otra el bien. La historia nos muestra el ejemplo de muchos pensadores muy poderosos que han desatinado. De ese número han sido y lo son todavía hoy todos los teólogos, metafísicos, juristas, espiritualistas, economistas e idealistas de toda suerte, pasados y presentes. Siempre que un pensador, por poderoso que sea, razone sobre bases falsas, llegará necesariamente a conclusiones falsas, y esas conclusiones serán tanto más monstruosas cuanto más vigor haya dedicado a desarrollarlas.
¿Qué es la verdad? Es la justa apreciación de las cosas y de los hechos, de su desenvolvimiento o de la lógica natural que se manifiesta en ellos. Es la conformidad tan severa como posible del movimiento del pensamiento con el del mundo real, que es el único objeto del pensamiento. Por tanto, siempre que el hombre razone sobre las cosas y sobre los hechos sin preocuparse de sus relaciones reales y de las condiciones reales de su desenvolvimiento y de su existencia; o bien cuando construya sus especulaciones teóricas sobre cosas que no han existido jamás, sobre hechos que no pudieron suceder nunca y que no tienen sino una existencia imaginaria, ficticia, en la ignorancia y en la estupidez histórica de las generaciones pasadas, quedará derrotado necesariamente, por poderoso pensador que sea.
Lo mismo sucede con la voluntad. La experiencia nos demuestra que el poder de la voluntad está bien lejos de ser siempre el poder del bien: los más grandes criminales, los malhechores en el más alto grado, están dotados algunas veces de la potencia más grande de voluntad; y, por otra parte, vemos bastante a menudo, ¡ay!, hombres excelentes, buenos, justos, llenos de sentimientos benevolentes, que están privados de esa facultad. Lo que demuestra que la facultad de querer es una potencia formal que no implica por sí ni el bien ni el mal. ¿Qué es el bien? ¿Qué es el mal?
Desde el punto de vista a que hemos llegado, al continuar considerando al hombre, fuera de la sociedad, como un animal tan natural, pero más perfectamente organizado que los animales de las otras especies, y capaz de dominarlas gracias a la incontestable superioridad de su inteligencia y de su voluntad, la definición más general y al mismo tiempo más difundida del bien y del mal me parece ésta:
Todo lo que es conforme a las necesidades del hombre y a las condiciones de su desenvolvimiento y de su plena existencia para el hombre, —pero para el hombre únicamente, no para el animal a quien devora[10]— es el bien. Todo lo que le es contrario, es el mal.
Habiéndose demostrado que la voluntad animal, incluso la del hombre, es una potencia formal, capaz, como lo veremos más tarde, por el conocimiento que el hombre adquiere de las leyes de la naturaleza, y sólo sometiendo a ellas estrictamente sus actos, de modificar, hasta un cierto punto, tanto las relaciones del hombre con las cosas que le rodean, como las de esas cosas entre sí, pero no de producirlas, ni de crear el fondo mismo de la vida animal; habiéndose demostrado que la potencia, por completo relativa, de la voluntad, una vez que es puesta en presencia de la única potencia absoluta que existe, la de la causalidad universal, aparece de inmediato como la absoluta impotencia, o como una causa relativa de efectos relativos nuevos, determinada y producida por esa misma causalidad; es evidente que no es en ella, que no es en la voluntad animal, sino en esa solidaridad universal y fatal de las cosas y de los seres donde debemos buscar el motor poderoso que crea el mundo animal y humano.
Ese motor, no lo llamamos ni inteligencia ni voluntad; porque realmente no tiene y no puede tener ninguna conciencia de sí mismo, ni ninguna determinación, ni resolución propia, no siendo siquiera un ser indivisible, substancia y único, como se lo representan los metafísicos, sino un mero producto y, como he dicho, la resultante eternamente reproducida de todas las transformaciones de los seres y de las cosas en el universo. En una palabra, no es una idea, sino un hecho universal, más allá del cual nos es imposible concebir nada; y este hecho no es de ningún modo un ser inmutable, sino, al contrario, es el movimiento perpetuo, que se manifiesta, que se forma por una infinidad de acciones y de reacciones relativas: mecánicas, físicas, químicas, geológicas, vegetales, animales y humanamente sociales. Como resultante siempre de esa combinación de movimientos relativos sin número, ese motor universal es tan omnipotente como inconsciente, fatal y ciego.
Crea los mundos, al mismo tiempo que es siempre su producto. En cada reino de nuestra naturaleza terrestre, se manifiesta por leyes o maneras de desenvolvimiento particulares. Es así como en el mundo inorgánico, en la formación geológica de nuestro globo, se presenta como la acción: y la reacción incesante de leyes mecánicas, físicas y químicas, que parecen reducirse a una ley fundamental: la de la gravedad y del movimiento, o bien la de la de la atracción material de que todas las demás leyes no se presentan entonces más que como manifestaciones o transformaciones diferentes. Esas leyes, como lo observé más arriba, son generales en el sentido que abrazan todos los fenómenos que se producen en la Tierra, regulando también las relaciones y los desenvolvimientos de la vida orgánica, vegetal, animal y social, como los del conjunto inorgánico de las cosas.
En el mundo orgánico ese mismo motor universal se manifiesta por una ley nueva, fundada en el conjunto de esas leyes generales, y que no es sin duda más que una transformación nueva, transformación cuyo secreto nos escapa hasta aquí, pero que es una ley particular en este sentido, que no se manifiesta más que en los seres vivos: plantas y animales, incluso el hombre. Es la ley de la nutrición, que consiste, para servirme de las propias expresiones de Augusto Comte: 1. En la absorción interior de los materiales nutritivos sacados del sistema ambiente, y su asimilación gradual; 2. En la exhalación al exterior de las moléculas, después extrañas, que se desasimilan necesariamente a medida que esa nutrición se realiza.[11]
Esa ley es particular en este sentido, he dicho, que no se aplica a las cosas del mundo inorgánico, sino que es general y fundamental para todos los seres vivos. Es la cuestión del alimento, la gran cuestión de la economía social, que constituye la base real de todos los desenvolvimientos posteriores de la humanidad.[12]
En el mundo propiamente animal, el mismo motor universal reproduce esa ley genérica de la nutrición, que es propia a todo lo que es orgánico en esta Tierra, bajo una forma particular y nueva, combinándola con propiedades que distinguen a todos los animales de todas las plantas: las de la sensibilidad y la irritabilidad, facultades evidentemente materiales, pero de las cuales las facultades llamadas ideales, la del sentimiento llamado moral para distinguirlo de la sensación física, tanto como la de la inteligencia y de la voluntad, no son evidentemente más alta expresión o la última transformación. Esas dos propiedades, la sensibilidad y la irritabilidad, no se encuentran más que en los animales; no se las encuentra en las plantas: combinadas con la ley de la nutrición, que es común a unas y a otras, y que es la ley fundamental de todo organismo, constituyen por esa combinación la ley particular genérica de todo el mundo animal. Para esclarecer este asunto, citaré aún algunas palabras de Augusto Comte:
No hay que perder nunca de vista la doble alianza íntima de la vida animal con la vida orgánica (vegetal), que le proporciona constantemente una base preliminar indispensable, y que, al mismo tiempo, le constituye un fin general no menos necesario. No se tiene necesidad de insistir hoy sobre el primer punto, que ha sido puesto en plena evidencia por sanos análisis fisiológicos; es cosa bien reconocida ahora que para alimentarse y para sentir, el animal debe primero vivir, en la más simple acepción de esta palabra, es decir, vegetar; y que ninguna suspensión completa de esta vida vegetal podría, en ningún caso, ser concebida, sin implicar necesariamente, la cesación simultánea de la vida animal. En cuanto al segundo aspecto, hasta aquí mucho menos esclarecido, cada uno puede reconocer fácilmente, sea por los fenómenos de irritabilidad o por los de la sensibilidad, que son esencialmente dirigidos, en un grado cualquiera de la escala animal, por las necesidades generales de la vida orgánica, de la cual perfeccionan el modo fundamental, sea procurándole mejores materiales, sea previniendo o desviando las influencias desfavorables: las funciones intelectuales y morales no tienen ordinariamente otro oficio primitivo. Sin un tal destino general, la irritación degeneraría necesariamente en una agitación desordenada y la sensibilidad en una vaga contemplación: por eso, o la una o la otra, destruiría pronto el organismo por un ejercicio inmoderado, o se atrofiarían espontáneamente, por falta de estímulo adecuado. Sólo en la especie humana, y llegada a un alto grado de civilización, es posible concebir una especie de inversión de ese orden fundamental, representándose al contrario la vida vegetativa como esencialmente subordinada a la vida animal, de la cual sólo está destinada a permitir el desenvolvimiento, lo que constituye, me parece, la más noble noción que se pueda formar de la humanidad propiamente dicha, distinta de la animalidad: pero más aún, una transformación semejante no es posible, bajo pena de caer en un misticismo muy peligroso, más que en tanto que, por una feliz abstracción fundamental, se transporta a la especie entera, o al menos a la sociedad, el fin primitivo (el de la nutrición y el de la conservación de sí mismo) que para los animales está limitado al individuo, o a lo sumo se extiende accidentalmente a la familia.[13]
Y en una nota que sigue inmediatamente a este pasaje, Augusto Comte añade:
Un filósofo de la escuela metafísico-teológica ha pretendido en nuestros días caracterizar al hombre mediante esta fórmula retumbante: Una inteligencia servida por órganos... La definición inversa sería evidentemente mucho más verdadera, sobre todo para el hombre primitivo, no perfeccionado por un Estado social muy desarrollado... A cualquier grado que pueda llegar la civilización, no será sino en un pequeño número de hombres de élite en los que la inteligencia podrá adquirir, en el conjunto del organismo, una preponderancia bastante pronunciada para convertirse realmente en el fin esencial de toda existencia humana, en lugar de ser solamente empleada a título de simple instrumento, como medio fundamental para procurar una más perfecta satisfacción de las principales necesidades orgánicas: lo que, abstracción hecha de toda vana declamación, caracteriza ciertamente el caso más ordinario.[14]
A esta consideración se agrega otra que es muy importante. Las diferentes funciones que llamamos facultades animales no son de una naturaleza tal que sea facultativo para el animal ejercerlas o no ejercerlas; todas esas facultades son propiedades esenciales, necesidades inherentes a la organización animal. Las diferentes especies, familias y clases de animales se distinguen unas de otras sea por la ausencia total de algunas facultades, sea por el desenvolvimiento preponderante de una o de varias facultades en detrimento de todas las demás. En el seno mismo de cada especie, familia y clase animales, todos los individuos no están igualmente dotados. El ejemplar perfecto es aquel en el cual todos los órganos característicos del orden a que el individuo pertenece se encuentran armónicamente desarrollados. La ausencia o la debilidad de uno de esos órganos constituye un defecto, y, cuando es un órgano esencial, el individuo es un monstruo. Monstruosidad o perfección, cualidades o defectos, todo eso es dado al individuo por la naturaleza, aporta todo eso al nacer. Pero desde el momento que una facultad existe, debe ejercitarse, y en tanto que el animal no ha llegado a la edad de su decrecimiento natural tiende necesariamente a desarrollarse y a fortificarse por ese ejercicio repetido que crea el hábito, base de todo desenvolvimiento animal; y cuanto más se desenvuelve y se ejercita, más se transforma en el animal en una fuerza irresistible a la que debe obedecer.
Sucede algunas veces que la enfermedad, o circunstancias exteriores más poderosas que esa tendencia fatal del individuo, impiden el ejercicio y el desenvolvimiento de una o de varias de sus facultades. Entonces los órganos correspondientes se atrofian, y todo el organismo se ve afectado por el sufrimiento, más o menos, según la importancia de esas facultades y de sus órganos correspondientes. El individuo puede morir a causa de ello, pero en tanto que vive, en tanto que le quedan aún facultades, debe ejercitarlas bajo pena de muerte. Por tanto, no es el amo de todo, es al contrario, su agente involuntario, su esclavo. Es el motor universal o bien la combinación de las causas determinantes y productoras del individuo, incluso sus facultades, lo que obra en él y por él. Es esa misma causalidad universal, inconsciente, fatal y ciega, es ese conjunto de leyes mecánicas, física, químicas, orgánicas, animales y sociales, lo que impulsa a todos los animales, incluso el hombre, a la acción, y lo que es el verdadero, el único creador del mundo animal y humano. Apareciendo en todos los seres orgánicos y vivos como un conjunto de facultades o de propiedades de las cuales unas son inherentes a todos, y otras sólo propias a especies, a familias o a clases particulares, constituye en efecto la ley fundamental de la vida e imprime a cada animal, comprendido el hombre, esa tendencia fatal a realizar por sí mismo todas las condiciones vitales de su propia especie, es decir, a satisfacer todas sus necesidades. Como organismo vivo, dotado de esa doble propiedad de la sensibilidad y de la irritabilidad, y, como tal, experimentando ya el sufrimiento, ya el placer, todo animal, incluso el hombre, es forzado, por su propia naturaleza, a comer y a beber ante todo y a ponerse en movimiento, tanto para buscar su alimento como para obedecer a una necesidad superior de sus músculos; está forzado a conservarse, a abrigarse, a defenderse contra todo lo que le amenaza en su alimento, en su salud, en todas las condiciones de su vida; obligado a amar, a reproducirse obligado a reflexionar, en la medida de sus capacidades intelectuales, en las condiciones de su conservación y de su existencia; obligado a querer todas esas condiciones para sí; y dirigido por una especie de previsión, fundada en la experiencia, y de la cual ningún animal está absolutamente desprovisto, obligado a trabajar, en la medida de su inteligencia y de su fuerza muscular, a fin de asegurárselas para un mañana más o menos lejano.
Fatal e irresistible, en todos los animales, sin exceptuar al hombre más civilizado, esa tendencia imperiosa y fundamental de la vida constituye la base misma de todas las pasiones animales y humanas: instintiva, se diría casi mecánica en las organizaciones más inferiores; más inteligente en las especies superiores, no llega a una plena concepción de sí más que en el hombre; porque, dotado en un grado superior de la facultad tan preciosa de combinar, de agrupar y de expresar íntegramente sus pensamientos: único capaz de hacer abstracción, en su pensamiento, del mundo exterior y hasta de su propio mundo interior, sólo el hombre es capaz de elevarse hasta la universalidad de las cosas y de los seres; y desde lo alto de esa abstracción, considerándose él mismo como un objeto de su propio pensamiento, puede comparar, criticar, ordenar y subordinar sus propias necesidades, sin poder naturalmente salir nunca de las condiciones vitales de su propia existencia; lo que le permite, en esos límites sin duda muy restringidos, y sin que pueda cambiar nada en la corriente universal y fatal de los efectos y de las causas, determinar de una manera abstractamente reflexiva sus propios actos, y le da, ante la naturaleza, una falsa apariencia de espontaneidad y de independencia absolutas. Ilustrado por la ciencia y dirigido por la voluntad abstractamente reflexiva del hombre, el trabajo animal, o bien esa actividad fatalmente impuesta a todos los seres vivos, como una condición esencial de su vida, —actividad que tiende a modificar el mundo exterior según las necesidades de cada uno y que se manifiesta en el hombre con la misma fatalidad que en el último animal de esta Tierra—, se transforma, no obstante, por la conciencia del hombre, en un trabajo sabio y libre.
Animalidad, humanidad
¿Cuáles son las necesidades del hombre y cuáles son las condiciones de su existencia?
Al examinar de más cerca esta cuestión, encontraremos que, a pesar de la distancia infinita que parece separar el mundo humano del mundo animal, en el fondo, los puntos cardinales de la existencia humana más refinada y de la existencia animal menos desarrollada, son idénticos: nacer, desenvolverse y crecer, trabajar para comer, mantener su existencia individual en el medio social de la especie, amar, reproducirse, después morir. A estos puntos se añade solamente para el hombre uno nuevo: es el de pensar y conocerse, facultad y necesidad que se encuentran sin duda en un grado inferior, aunque ya muy sensible, en los animales que por su organización se acercan más al hombre, pero que sólo llegan en el hombre a un poder de tal modo imperativo y perseverantemente dominante que transforman, a la larga, toda su vida. Como lo ha observado bien uno de los más atrevidos y simpáticos pensadores de nuestros días, Ludwig Feuerbach, el hombre hace todo lo que los animales hacen, sólo que él está llamado a hacerlo —y gracias a esa facultad tan extensa de pensar, gracias a ese poder de abstracción que le distingue de los animales de todas las demás especies, está forzado a hacerlo— más y más humanamente. Esa es toda la diferencia, pero es enorme. Contiene en germen toda nuestra civilización, con todas las maravillas de la industria, de la ciencia y de las artes; con todos sus desenvolvimientos religiosos, filosóficos, estéticos, políticos, económicos y sociales —en una palabra, todo el mundo de la historia.
Todo lo que vive, he dicho, impulsado por una fatalidad que le es inherente y que se manifiesta en cada ser como un conjunto de facultades o de propiedades, tiende a realizarse en esa plenitud de su ser. El hombre, ser pensante al mismo tiempo que vivo, para realizarse en esa plenitud debe conocerse. Esa es la causa del inmenso retardo que encontrarnos en su desenvolvimiento y lo que hace que, para llegar al estado actual de la civilización en los países más avanzados, estado aun tan poco conforme al ideal hacia el que tendemos hoy, le haya sido necesario no sé cuántas decenas o centenas de siglos. Se dirá que en esa investigación de sí mismo, a través de todas sus peregrinaciones y transformaciones históricas, ha debido agotar primeramente todas las brutalidades, todas las iniquidades y todas las desgracias posibles, para realizar sólo ese poco de razón y de justicia que reina hoy en el mundo.
Impulsado siempre por esa misma fatalidad que constituye la ley fundamental de la vida, el hombre crea su mundo humano, su mundo histórico, conquistando paso a paso, sobre el mundo exterior y sobre su propia bestialidad, su libertad y su humana dignidad. Las conquistas por la ciencia y por el trabajo.
Todos los animales están forzados a trabajar para vivir; todos, sin prestar atención a ello y sin tener la menor conciencia participan en la medida de sus necesidades, de su inteligencia y de su fuerza, en la obra tan lenta de la transformación de la superficie de nuestro globo en un lugar favorable para la vida animal. Pero ese trabajo no se convierte en un trabajo propiamente humano más que cuando comienza a servir para la satisfacción, no sólo de las necesidades fijas y fatalmente circunscritas de la vida animal, sino aun de las del ser social, que piensa y habla, que tiende a conquistar y a realizar plenamente su libertad.
El cumplimiento de esa labor inmensa y que la naturaleza particular del hombre le impone como una necesidad inherente a su ser —el hombre es forzado a conquistar su libertad—, el cumplimiento de esa tarea no es sólo una obra intelectual y moral; es, ante todo, en el orden del tiempo y desde el punto de vista de nuestro desenvolvimiento racional, una obra de emancipación racional. El hombre no se hace realmente hombre, no conquista la posibilidad de su emancipación interior más que en tanto que ha logrado romper las cadenas de esclavo que la naturaleza exterior hace pesar sobre todos los seres vivos. Esas cadenas, comenzando por las más groseras y las más aparentes, son las privaciones de toda especie, la acción incesante de las estaciones y de los climas, el hambre, el frío, el calor, la humedad, la sequía y tantas otras influencias materiales que obran directamente sobre la vida animal y que mantienen el ser vivo en una dependencia casi absoluta ante el mundo exterior; los peligros permanentes que, bajo la forma de fenómenos naturales de toda especie, le amenazan y le oprimen por todas partes, tanto más cuanto que, siendo él mismo un ser natural y nada más que un producto de esa misma naturaleza que le comprime, lo envuelve, lo penetra, lleva, por decirlo así, el enemigo en sí mismo y no tiene ningún medio de escapar a él. De ahí nace ese temor perpetuo que siente y que constituye el fondo de toda existencia animal, temor que, como lo demostraré más adelante, constituye la base primera de toda religión. De ahí resulta también para el animal la necesidad de luchar durante toda su vida contra los peligros que le amenazan desde el exterior; de sostener su propia existencia, como individuo, y su existencia social, como especie, en detrimento de todo lo que le rodea: cosas, seres orgánicos y vivos. De ahí la necesidad del trabajo para los animales de toda especie.
Toda la animalidad trabaja y no vive más que si trabaja. El hombre, ser vivo, no está sustraído a esa necesidad, que es la ley suprema de la vida. Para mantener su existencia, para desarrollarse en la plenitud de su ser, debe trabajar. Existe, sin embargo, entre el trabajo del hombre y el de los animales de todas las otras especies una diferencia enorme: el trabajo de los animales es rutinario, porque su inteligencia es rutinaria; el del hombre, al contrario, es esencialmente progresivo, porque su inteligencia es en el más alto grado progresiva.
Nada prueba mejor la inferioridad decisiva de todas las otras especies animales con relación a la del hombre, que ese hecho incontestable e incontado, que los métodos tanto como los productos del trabajo colectivo o individual de todos los otros animales, métodos y productos a menudo de tal manera ingeniosos que se les creería dirigidos y confeccionados por una inteligencia científicamente desarrollada, no varían y no se perfeccionan casi nada. Las hormigas, las abejas, los castores y otros animales que viven en República, hacen hoy, precisamente, lo que han hecho hace tres mil años, lo que prueba que no hay progreso. Son tan sabios y tan torpes en este momento como hace treinta o cuarenta siglos. Se constata un movimiento progresivo en el mundo animal. Pero son las especies mismas, las familias y las clases las que se transforman lentamente, impulsadas por la lucha por la vida, esa ley suprema del mundo animal, en consecuencia de la cual las organizaciones más inteligentes y más enérgicas reemplazan sucesivamente a las organizaciones inferiores, incapaces de sostener a la larga esa lucha contra ellas. Desde este punto de vista, pero solamente desde este punto de vista, hay incontestablemente en el mundo animal, movimiento y progreso. Pero en el seno mismo de las especies, de las familias y de las clases de animales, no hay ninguno o casi ninguno.
El trabajo del hombre, considerado tanto desde el punto de vista de los métodos como del de los productos, es tan perfectible y progresivo como su espíritu. Por la combinación de su actividad cerebral o nerviosa con su actividad muscular, de su inteligencia científicamente desarrollada con su fuerza física; por la aplicación de su pensamiento progresivo a su trabajo que, de exclusivamente animal, instintivo, casi maquinal y ciego que era al principio, se hace más y más inteligente, el hombre crea su mundo humano. Para darse una idea de la inmensa carrera que ha recorrido y de los progresos enormes de su industria, que se compare solamente la choza del salvaje con esos palacios lujosos de París que los salvajes prusianos se creen providencialmente destinados a destruir; y las pobres armas de las poblaciones primitivas, con esos terribles instrumentos de destrucción que parecen haberse convertido en la palabra de la civilización germánica.
Lo que todas las otras especies de animales, tomadas en conjunto, no han podido hacer, lo hizo el hombre solo. Ha transformado realmente una gran parte de la superficie del globo; ha hecho de él un lugar favorable a la existencia, a la civilización humana. Ha dominado y vencido a la naturaleza. Ha transformado ese enemigo, ese déspota al principio tan terrible, en un servidor útil, o al menos, en un aliado tan poderoso como fiel.
Sería preciso darse cuenta del verdadero sentido de estas expresiones: vencer la naturaleza, dominar la naturaleza. Se corre el riesgo de caer en un malentendido muy molesto y tanto más fácil cuanto que los teólogos, los metafísicos y los idealistas de todas las especies no dejan nunca de servirse de ellas para demostrar la superioridad del hombre-espíritu sobre la naturaleza-materia. Pretenden que existe un espíritu fuera de la materia, y subordinan naturalmente la materia al espíritu. No contentos con esa subordinación, hacen proceder la materia del espíritu, presentando éste último como creador de la primera. Hemos puesto las cosas en su lugar respecto de esa insensatez, de que no tenemos por qué ocuparnos más aquí. No conocemos y no reconocemos otro espíritu que el espíritu animal considerado en su más alta expresión como espíritu humano. Y sabemos que ese espíritu no es un ser aparte fuera del mundo material, sino que no es otra cosa que el propio funcionamiento de esa materia organizada y viva, de la materia animalizada y especialmente del cerebro.
Para dominar la naturaleza, en el sentido de los metafísicos, el espíritu debería, en efecto, existir por completo al margen de la materia. Pero ningún idealista ha sabido todavía responder a esta cuestión: No teniendo la materia límite ni en su longitud, ni en su amplitud, ni en su profundidad, y al suponer que el espíritu reside fuera de esa materia, que ocupa en todos los sentidos posibles toda la infinitud de la especie, ¿cuál puede ser, pues, el puesto del espíritu? O bien debe ocupar el mismo puesto que la materia, estar exactamente difundido por todas partes como ella, con ella, ser inseparable de la materia, o bien no puede existir. Pero si el espíritu puro es inseparable de la materia, entonces está perdido en la materia y no existe más que como materia; lo que equivaldría a decir que sólo existe la materia. O bien habría que suponer que aun siendo inseparable de la materia, queda fuera de ella. ¿Pero, dónde, si la materia ocupa todo el espacio? Si el espíritu está fuera de la materia, debe ser limitado por ella. Pero, ¿cómo lo inmaterial podría ser, sea limitado, sea contenido por lo material, lo infinito por lo finito? Si el espíritu es absolutamente extraño a la materia, e independiente de ella, ¿no es evidente que no debe, que no puede ejercer sobre ella la menor acción, tener sobre ella ningún poder? —porque sólo lo que es material puede obrar sobre las cosas materiales.
Se ve bien que de cualquier manera que se plantee esta cuestión, se llega necesariamente a un absurdo monstruoso. Obstinándose en hacer vivir juntas dos cosas tan incompatibles como el espíritu puro y la materia, se llega a la negación de uno y de otra, a la nada. Para que la existencia de la materia sea posible, es preciso que sea, —ella que es el ser por excelencia, el ser único, en una palabra todo lo que es— es preciso, digo, que sea la base única de toda cosa existente, el fundamento del espíritu. Y para que el espíritu pueda tener una consistencia real, es preciso que proceda de la materia, que sea una manifestación de ella, su funcionamiento, su producto. El espíritu puro, como lo demostraré más tarde, no es otra cosa que la abstracción absoluta, la nada.
Pero desde el momento que el espíritu es el producto de la materia, ¿cómo puede modificar la materia? Puesto que el espíritu humano no es otra cosa que el funcionamiento del organismo humano y que ese organismo es el producto por completo material de ese conjunto indefinido de causas y de efectos, de esa causalidad universal que llamamos la naturaleza ¿dónde adquiere el poder necesario para transformar la naturaleza? Entendámonos bien: el hombre no puede detener ni cambiar esa corriente universal de los efectos y de las causas; es incapaz de modificar ninguna ley de la naturaleza, puesto que no existe y que no obra, sea consciente, sea inconscientemente, más que en virtud de esas leyes. He ahí un huracán que sopla y que rompe todo a su paso, impulsado por una fuerza que le parece inherente. Si hubiese podido tener conciencia de sí mismo, habría podido decir: Soy yo el que, por mi acción y mi voluntad espontánea, rompe lo que ha creado la naturaleza; y estaría equivocado. Es una causa de destrucción, sin duda, pero una causa relativa, efecto de una cantidad de otras causas; no es más que un fenómeno fatalmente determinado por la causalidad universal, por ese conjunto de acciones y de reacciones continuas que constituye la naturaleza. Lo mismo pasa con los actos que pueden ser realizados por todos los seres organizados, animados e inteligentes. Desde el instante en que nacen no son al principio más que productos; pero apenas nacidos, aun continuando siendo productos y nuevamente productos hasta su muerte, por esa misma naturaleza que les ha creado, se convierten a su vez en causas relativamente activas, unos con conciencia y sentimiento de lo que hacen, otros inconscientemente, como todas las plantas. Pero hagan lo que quieran, unos y otros no son más que las causas relativas, activas en su seno mismo y según las leyes de la naturaleza, nunca contra ellas. Cada uno obra según sus facultades o las propiedades y las leyes que le son pasajeramente inherentes, que constituyen todo su ser, pero que no están irrevocablemente asociadas a su existencia; eso prueba que cuando muere, esas facultades, esas propiedades, esas leyes no mueren; le sobreviven, adheridas a seres nuevos y que no tienen por otra parte ninguna existencia fuera de esa contemporaneidad y de esa sucesión de seres reales, de suerte que no constituyen ningún ser inmaterial o aparte, pues están eternamente adheridas a las transformaciones de la materia inorgánica, orgánica y animal, o más bien no son otra cosa que transformaciones regulares del ser único, de la materia, de la cual cada ser, aún el más inteligente y el más voluntario en apariencia, el más libre, en cada momento de su vida, piense lo que piense, emprenda lo que emprenda, haga lo que haga, no es nada más que un representante, un funcionario, un órgano involuntario y fatalmente determinado por la corriente universal de los efectos y de las causas.
La acción de los hombres sobre la naturaleza, tan fatalmente determinada por las leyes naturales como lo es toda otra acción en el mundo, es la continuación, muy indirecta sin duda, de la acción mecánica, física y química de todos los seres inorgánicos, compuestos y elementales; la continuación más directa de la acción de las plantas sobre su medio natural, y la continuación inmediata de la acción más y más desarrollada y consciente de sí, de todas las especies animales. No es en efecto otra cosa que la acción animal, pero dirigida por una inteligencia progresiva, por la ciencia; pues esa inteligencia progresiva y esa ciencia no son por otra parte más que una transformación nueva de la materia en el hombre; de donde resulta que, cuando el hombre obra sobre la naturaleza, es la naturaleza la que reacciona sobre sí. Se ve por tanto que ninguna rebelión del hombre contra la naturaleza es posible.
El hombre no puede luchar nunca contra la naturaleza; por tanto, no puede ni vencerla ni dominarla; aun cuando he dicho que emprende y realiza actos que son en apariencia los más contrarios a la naturaleza, obedece aún a leyes de la naturaleza. Nada puede sustraerle a ella, es su esclavo absoluto. Pero ese esclavo no es uno, porque toda esclavitud supone dos seres que existen uno fuera del otro, y de los cuales uno está sometido al otro. El hombre no está fuera de la naturaleza, pues no es nada más que naturaleza; por tanto, no puede ser esclavo.
¿Cuál es, pues, la significación de esas palabras: combatir, dominar la naturaleza? Hay en eso un eterno malentendido que se explica por el doble sentido que se asocia ordinariamente a esa palabra naturaleza. Una vez se la considera como el conjunto universal de las cosas y de los seres, lo mismo que de las leyes naturales; contra la naturaleza entendida así, he dicho, no hay lucha posible; puesto que abarca y contiene todo, es la omnipotencia absoluta, el ser único. Otra vez se entiende por esa palabra naturaleza el conjunto más o menos restringido de los fenómenos, de las cosas y de los seres que rodean al hombre, en una palabra, su mundo exterior. Contra esa naturaleza exterior, la lucha no sólo es posible, es fatalmente necesaria, fatalmente impuesta por la naturaleza universal a todo lo que vive, a todo lo que existe; porque todo ser que existe y que vive, como lo he dicho ya, lleva en sí esta doble ley natural: 1. No poder vivir fuera de su medio natural o de su mundo exterior; 2. No poder mantenerse en él más que al existir, más que al vivir en su detrimento, más que al luchar constantemente contra él. Es, pues, ese mundo o esa naturaleza exterior lo que el hombre, armado de las facultades y de las propiedades de que la naturaleza universal le ha dotado, puede y debe vencer, puede y debe dominar; nacido en la dependencia, primero casi absoluta, de esa naturaleza exterior, debe someterla a su vez y conquistar sobre ella su propia libertad y su humanidad.
Anteriormente a toda civilización y a toda historia, en una época exclusivamente lejana y durante un período de tiempo que ha podido durar no se sabe cuántos millares de años, el hombre no fue al principio más que una bestia salvaje entre otras tantas bestias salvajes, un gorila quizás, o un pariente muy próximo del gorila. Animal carnívoro o más bien omnívoro, era, sin duda, más voraz, más feroz, más cruel que sus primos de otras especies. Hizo una guerra de destrucción como ellos, y trabajó como ellos. Tal fue su estado de inocencia, preconizado por todas las religiones posibles, el estado ideal tan alabado por J. J. Rousseau. ¿Qué es lo que lo arrancó a ese paraíso animal? Su inteligencia progresiva que se aplicaba natural, necesaria y sucesivamente a su trabajo animal. Pero ¿en qué consiste el progreso de la inteligencia humana? Desde el punto de vista formal, consiste sobre todo en el mayor hábito de pensar que se adquiere por el ejercicio del pensamiento, y en la conciencia más precisa y más clara de su propia actividad. Pero todo lo que es formal no adquiere una realidad cualquiera más que en relación con su objeto: ¿y cuál es el objeto de esa actividad formal que llamamos pensamiento? Es el mundo real. La inteligencia humana no se desarrolla, no progresa más que por el conocimiento de las cosas y de los hechos reales; por la observación reflexiva y por la constatación más y más exacta y detallada de las relaciones que existen entre ellos, y de la sucesión regular de los fenómenos naturales, de los diferentes órdenes de su desenvolvimiento, o, en una palabra, de todas las leyes que le son propias. Una vez que el hombre ha adquirido el conocimiento de esas leyes, a las cuales están sometidas todas las existencias reales, incluso la suya, aprende primero a prever ciertos fenómenos, lo que le permite prevenirlos o garantizarse contra aquellas de sus consecuencias que podrían ser molestas o perjudiciales para él. Además, ese conocimiento de las leyes que presiden el desenvolvimiento de los fenómenos naturales, aplicado a su trabajo muscular y al principio puramente instintivo o animal, le permite a la larga sacar partido de esos mismos fenómenos naturales y de todas las cosas cuyo conjunto constituye el mundo exterior y que le eran al principio hostiles, pero que, gracias a ese latrocinio científico, acaban por contribuir poderosamente a la realización de sus fines.
Para dar un ejemplo muy simple, el viento, que al principio le aplasta bajo la caída de los árboles desarraigados por su fuerza o que derriba su choza silvestre, es obligado más tarde a moler su trigo. Es así como uno de los elementos más destructores, el fuego, organizado convenientemente, ha proporcionado al hombre un benéfico calor, y un alimento menos salvaje, más humano. Se ha observado que los monos más inteligentes, una vez que ha sido encendido el fuego, acuden a calentarse, pero que ninguno ha sabido encenderlo, ni mantenerlo siquiera echando sobre él nueva leña. Es indudable también que pasaron muchos siglos antes de que el hombre salvaje, y tan poco inteligente como los monos, haya aprendido ese arte hoy tan rudimentario, tan trivial y al mismo tiempo tan precioso de atizar y de manipular el fuego para su propio uso. Tampoco las mitologías antiguas dejaron de divinizar al hombre o más bien a los hombres que primero supieron sacar partido del fuego. Y en general debemos suponer que las artes más sencillas, y que constituyen en este momento las bases de la economía doméstica de las poblaciones menos civilizadas, han costado esfuerzos inmensos de invención a las primeras generaciones humanas. Eso explica la lentitud desesperante del desenvolvimiento humano durante los primeros siglos, comparado al rápido desenvolvimiento de nuestros días.
Tal es, pues, la manera como el hombre ha transformado y continúa transformando, venciendo y dominando su medio, la naturaleza exterior. ¿Es por una rebelión contra las leyes de esa naturaleza universal que, abarcando todo lo que es, constituye también su propia naturaleza? Al contrario, es por el conocimiento y por la observación más respetuosa y más escrupulosa de esas leyes como logra, no sólo emanciparse sucesivamente del yugo de la naturaleza exterior, sino también someter ésta, al menos en parte, a su vez.
Pero el hombre no se contenta con esa acción sobre la naturaleza propiamente exterior. En tanto que inteligencia, capaz de hacer abstracción de su propio cuerpo y de toda su persona, y de considerarla como un objeto exterior, el hombre, siempre impulsado por una necesidad inherente a su ser, aplica el mismo procedimiento, el mismo método para modificar, para corregir, para perfeccionar su propia naturaleza. Es un yugo natural interior que el hombre debe sacudir igualmente. Ese yugo se presenta a él lo mismo bajo la forma de sus imperfecciones y debilidades o aún bajo la forma de sus enfermedades individuales, tanto corporales como intelectuales y morales; después, bajo la forma más general de su brutalidad o de su animalidad, puesta frente a su humanidad, pues esta última se realiza en él progresivamente, por el desenvolvimiento colectivo de su ambiente social.
Para combatir esa esclavitud interior, el hombre no tiene igualmente otro medio que la ciencia de las leyes naturales que presiden su desenvolvimiento individual y su desenvolvimiento colectivo, y que la aplicación de esa ciencia, tanto a su educación individual (por la higiene, por la gimnasia de su cuerpo, de sus afectos, de su espíritu y de su voluntad, y por una instrucción racional) como a la transformación sucesiva del orden social. Porque no solamente él mismo, considerado como individuo, sino su medio social, esa sociedad humana de que es el producto inmediato, no es a su vez nada más que un producto de la universal y omnipotente naturaleza, con el mismo título que lo son los hormigueros, las colmenas, las República de los castores y todas las otras especies de asociaciones animales; y lo mismo que esas asociaciones se han formado incontestablemente y viven hoy conforme a las leyes naturales que les son propias, lo mismo la sociedad humana en todas las fases de su desenvolvimiento histórico, obedece, sin que lo sospeche la mayoría de las veces, a leyes que son tan naturales como las leyes que dirigen las asociaciones animales, pero de las cuales, al menos una parte, le es exclusivamente inherente. El hombre, por toda su naturaleza tanto interior como exterior, no es otra cosa que un animal que, gracias a la organización comparativamente más perfecta de su cerebro, está únicamente dotado de una mayor dosis de inteligencia y de poder afectivo que los animales de las otras especies. La base del hombre, considerado como individuo, es por consiguiente completamente animal y por tanto la de la sociedad humana no podría ser tampoco más que animal. Sólo que como la inteligencia del hombre-individuo es progresiva, la organización de esa sociedad debe serio también. El progreso es precisamente la ley natural fundamental y exclusivamente inherente a la humana sociedad.
Al reaccionar sobre sí y sobre el medio social de que es, como acabo de decirlo, el producto inmediato, el hombre, no lo olvidemos nunca, no hace otra cosa que obedecer todavía a esas leyes naturales que son propias y que obran en él con una implacable e irresistible fatalidad. Ultimo producto de la naturaleza sobre la Tierra, el hombre continúa, por decirlo así, por su desenvolvimiento individual y social, la obra, la creación, el movimiento y la vida. Sus pensamientos y sus actos más inteligentes y más abstractos y, como tales, los más lejanos de lo que se llama comúnmente la naturaleza, no son nada más que creaciones o manifestaciones nuevas. Frente a esa naturaleza universal, el hombre no puede tener ninguna relación exterior ni de esclavitud ni de lucha, porque lleva en sí esa naturaleza y no es nada fuera de ella. Pero al estudiar sus leyes, al identificarse en cierto modo con ellas, al transformarlas por un procedimiento psicológico, propio a su cerebro, en ideas y en convicciones humanas, se emancipa del triple yugo que le imponen primero la naturaleza exterior, después su propia naturaleza individual interior, y, en fin, la sociedad de que es producto.
Después de todo lo que acaba de decirse, me parece evidente que ninguna rebelión contra lo que llamo causalidad o naturaleza universal, es posible para el hombre; la naturaleza lo envuelve, lo penetra, está tanto fuera de él como en él mismo, constituye todo su ser. Al rebelarse contra ella se rebela contra sí mismo. Es evidente que es imposible para el hombre concebir sólo la veleidad y la necesidad de una rebelión semejante, puesto que, no existiendo fuera de la naturaleza universal y llevándola en sí, hallándose a cada instante de su vida en plena identidad con ella, no puede considerarse ni sentirse ante ella como un esclavo. Al contrario, es estudiando y apropiándose, por decirlo así, con el pensamiento, de las leyes naturales de esa naturaleza —leyes que se manifiestan igualmente, en todo lo que constituye su mundo exterior, y en su propio desenvolvimiento individual: corporal, intelectual y moral—, como él llega a sacudir sucesivamente el yugo de la naturaleza exterior, el de sus propias imperfecciones naturales, y, como lo veremos más tarde, el de una organización social autoritariamente constituida.
Pero entonces, ¿cómo ha podido surgir en el espíritu del hombre ese pensamiento histórico de la separación del espíritu y de la materia? ¿Cómo ha podido concebir la tentativa impotente, ridícula, pero igualmente histórica, de una revuelta contra la naturaleza? Ese pensamiento y esa tentativa son contemporáneas de la creación histórica de la idea de dios; han sido su consecuencia necesaria. El hombre no ha entendido al principio por la palabra naturaleza más que lo que nosotros llamamos la naturaleza exterior, incluso su propio cuerpo; y lo que llamamos la naturaleza universal, él lo llamó dios; desde entonces las leyes de la naturaleza se han vuelto, no leyes inherentes, sino manifestaciones de la voluntad divina, de los mandamientos de dios, impuestos desde arriba a la naturaleza y al hombre. Después de eso, el hombre, tomando partido por ese dios creado por él mismo contra la naturaleza y contra sí, se ha declarado en rebelión contra la naturaleza y ha fundado su propia esclavitud política y social.
Tal fue la obra histórica de todos los dogmas y cultos cristianos.
La religión
Ninguna gran transformación política y social se ha hecho en el mundo sin que haya sido acompañada y a menudo precedida por un movimiento análogo en las ideas religiosas y filosóficas que dirigen la conciencia, tanto de los individuos como de la sociedad... Desafiamos a quien quiera que sea a salir de ese círculo.[15]
Por otra parte, la historia, ¿no nos demuestra que los sacerdotes de todas las religiones, exceptuados los de los cultos perseguidos, han sido siempre los aliados de la tiranía? Y estos últimos, aun al combatir y al maldecir los poderes que le son contrarios, ¿no disciplinan sus propios creyentes en vista de una tiranía nueva? La esclavitud intelectual, de cualquier naturaleza que sea, tendrá siempre por corolario la esclavitud política y social. Hoy el cristianismo bajo todas sus formas diferentes, y con él esa metafísica doctrinaria, deísta o panteísta, que no es otra cosa que una teología mal ataviada, constituyen en conjunto el obstáculo más formidable a la emancipación de la sociedad; y la prueba es que todos los gobernantes, todos los hombres de Estado, todos los hombres que se consideran, sea oficialmente, sea oficiosamente, como pastores del pueblo, y cuya inmensa mayoría no es hoy, sin duda, ni cristiana, ni siquiera deísta, sino incrédula, que no cree, como Bismarck, como el conde de Cavour, como Muravief el ahorcador, y Napoleón III el caído, ni en dios ni en el diablo, protegen sin embargo, con un visible interés todas las religiones, siempre que esas religiones enseñen, como por lo demás lo hacen todas, la resignación, la paciencia, la sumisión.
Ese interés unánime de los gobernantes de todos los países en el mantenimiento del culto religioso, prueba cuan necesario es, en interés de los pueblos, que sea combatido y derribado...[16]
Al lado de la cuestión a la vez negativa y positiva de la emancipación y de la organización del trabajo sobre bases de igualdad económica; al lado de la cuestión exclusivamente negativa de la abolición del poder político y de la liquidación del Estado, de la destrucción de las ideas y de los cultos religiosos, es una de las más urgentes, porque, en tanto que las ideas religiosas no sean radicalmente extirpadas de la imaginación de los pueblos, la completa emancipación popular será imposible.
Para el hombre cuya inteligencia se ha elevado a la altura actual de la ciencia, la unidad del universo o del ser real, es en lo sucesivo un hecho realizado. Pero es imposible negar que ese hecho que, para nosotros, es de una tal evidencia que no podemos ni siquiera comprender que sea posible desconocerlo, se encuentra en flagrante contradicción con la conciencia universal de la humanidad que hecha abstracción de la diferencia de las formas bajo las cuales se ha manifestado en la historia, se ha pronunciado siempre unánimemente por la existencia de dos mundos distintos: el mundo espiritual y el mundo material, el mundo divino y el mundo real. Desde los fetichistas que adoran, en el medio que les rodea, la acción de una potencia sobrenatural encarnada en algún objeto material, hasta los metafísicos más sutiles y más trascendentes, la inmensa mayoría de los hombres, todos los pueblos, han creído y creen aún en la existencia de una divinidad extra mundial cualquiera...[17]
Me parece, pues, urgente resolver por completo la siguiente cuestión:
Formando el hombre con la naturaleza universal un solo todo, y no siendo más que el producto material de un concurso indefinido de causas materiales, ¿cómo la idea de esa dualidad, la suposición de la existencia de dos mundos opuestos, uno de ellos espiritual, el otro material, ha podido nacer, establecerse y arraigar tan profundamente en la conciencia humana?
La acción y la reacción incesantes del todo sobre cada punto, y de cada punto sobre el todo, constituyen, he dicho, la ley general, suprema, y la realidad misma de ese ser único que llamamos el universo y que es siempre, a la vez, productor y producto. Eternamente activo, omnipotente, fuente y resultante eterna de todo lo que es, de todo lo que nace, obra, reacciona, después muere en su seno esa universal solidaridad, esa causalidad mutua, ese proceso eterno de transformaciones reales, tan universales como infinitamente detalladas, y que se producen en el espacio infinito, la naturaleza, ha formado, entre una cantidad infinita de otros mundos, nuestra Tierra, con toda la escala de sus seres, desde los más simples elementos químicos, desde las primeras formaciones de la materia con todas sus propiedades mecánicas y físicas, hasta el hombre. Los reproduce siempre, los desarrolla, los nutre, los conserva; después, cuando llega su término, y a menudo antes de que llegue, los destruye, o más bien, los transforma en seres nuevos. Es, por tanto, la omnipotencia contra la cual no hay independencia ni autonomía posibles, el ser supremo que abarca y penetra con su acción irresistible toda la existencia de los seres; y entre los seres vivos, no hay uno solo que no lleve en sí, sin duda más o menos desarrollado, el sentimiento o la sensación de esa influencia suprema y de esa dependencia absoluta. Y bien: esa sensación y ese sentimiento constituyen el fondo mismo de toda religión.
La religión, como se ve, así como todas las otras cosas humanas, tiene su primera fuente en la vida animal. Es imposible decir que ningún animal, exceptuando el hombre, tenga una religión determinada, porque la religión más grosera supone siempre un grado de reflexión al que ningún animal, fuera del hombre, se elevó aún. Pero es imposible también negar que en la existencia de todos los animales, sin exceptuar uno, se encuentran todos los elementos, por decirlo así, materiales e instintivos, constitutivos de la religión, menos, sin duda, su parte puramente ideal, la que debe destruirla tarde o temprano, el pensamiento. En efecto, ¿cuál es la esencia real de toda religión? Es precisamente ese sentimiento de absoluta dependencia del individuo, pasajero ante la eterna y omnipotente naturaleza.
Nos es difícil observar ese sentimiento y analizar todas sus manifestaciones en los animales de especies inferiores; sin embargo, podemos decir que el instinto de conservación que se encuentra hasta en la organización relativamente más pobre, sin duda en un grado menor que en las organizaciones relativamente superiores, no es nada más que una prudente costumbre que se forma en cada animal, bajo la influencia de ese sentimiento, que no es otro que el primer fundamento del sentimiento religioso. En los animales dotados de una organización más compleja y que se acercan más al hombre, se manifiesta de una manera mucho más sensible para nosotros: en el miedo instintivo y pánico, por ejemplo, que se apodera de ellos a la aproximación de alguna gran catástrofe natural, tal como un temblor de tierra, un incendio de bosque o una fuerte tempestad, o bien a la aproximación de algún feroz animal carnicero, de un prusiano de los bosques. Y en general, se puede decir que el miedo es uno de los sentimientos predominantes en la vida animal. Todos los animales que viven en libertad son feroces, lo que prueba que viven en un miedo instintivo incesante, que tienen siempre el sentimiento del peligro; es decir, el de una influencia omnipotente, que los persigue, los penetra y los envuelve siempre y en todas partes. Ese temor, el temor de dios, dirían los teólogos, es el comienzo de la prudencia; es decir, de la religión. Pero en los animales no llega a una religión, porque les falta esa potencia de reflexión que fija el sentimiento y determina el objeto, y que transforma ese sentimiento en una noción abstracta, capaz de traducirse en palabras. Se ha tenido, pues, razón al decir que el hombre es religioso por naturaleza: es como todos los animales; pero él sólo en esta Tierra tiene la conciencia de su religión.
La religión, se ha dicho, es el primer despertar de la razón. Sí, pero bajo la forma de la sinrazón. La religión, he dicho hace un momento, comienza por el temor. Y en efecto, el hombre, al despertar a los primeros resplandores de ese sol interior que se llama la conciencia de sí mismo, y al salir lentamente, paso a paso, de la somnolencia magnética de esa existencia por completo instintiva que llevaba cuando se encontraba aún en el estado de pura inocencia, es decir, en el estado animal; habiendo nacido, como todo animal, en el temor a ese mundo exterior que le produce y le destruye, el hombre ha debido tener necesariamente por primer objeto de su naciente reflexión, ese temor mismo. Se puede, también, presumir que en el hombre primitivo, al despertar de su inteligencia, ese terror instintivo debía ser más fuerte que en los otros animales, primeramente porque nace mucho menos armado que los otros y su infancia dura más tiempo, y luego porque esa misma reflexión, apenas florecida y no llegada aún a un grado suficiente de madurez y de fuerza para reconocer y para utilizar los objetos exteriores, ha debido, sin embargo, arrancar al hombre a la unión, a la armonía instintiva en que, como primo del gorila, antes que se hubiese despertado su pensamiento, ha debido encontrarse con todo el resto de la naturaleza. La primera reflexión lo aislaba en cierto modo, en medio de ese mundo exterior que, haciéndosele extraño, ha debido aparecerle a través del prisma de su imaginación infantil, excitada y agrandada por el efecto mismo de esa reflexión naciente, como una sombría y misteriosa potencia, infinitamente más hostil y más amenazadora que lo es en realidad.
No es excesivamente difícil, sino imposible, darnos cuenta exacta de las primeras sensaciones e imaginaciones religiosas del hombre salvaje. En sus detalles debieron ser, sin duda, tan diversas como han sido las distintas tribus primitivas que las experimentaron y concibieron, o como fueron los climas, la naturaleza de los lugares y las otras circunstancias determinantes, en medio de las cuales se han desarrollado. Pero como después de todo, eran sensaciones e imaginaciones humanas, han debido, a pesar de esa gran diversidad de detalles, resumirse en algunos simples puntos idénticos, de un carácter general y que no es muy difícil fijar. Cualquiera que sea la procedencia de los diversos grupos humanos, cualquiera que sea la causa de las diferencias analíticas que existen entre las razas humanas, que los hombres no hayan tenido por antepasado más que un solo Adán-gorila, o primo de gorila o, lo que es más probable, que hayan salido de varios antepasados que habrá formado la naturaleza independientemente unos de otros, sobre diferentes puntos del globo y en épocas diferentes, lo cierto es que la facultad que constituye y que crea propiamente la humanidad en los hombres: la reflexión, la potencia de abstracción, la razón; es decir, la facultad de combinar las ideas, permanece siempre y en todas partes la misma, al igual que las leyes que determinan las manifestaciones diferentes, de suerte que ningún desenvolvimiento humano podría hacerse contrariamente a esas leyes. Eso nos da el derecho a pensar que las fases principales, observadas en el primer desenvolvimiento religioso de un solo pueblo, han debido reproducirse en el de todas las otras poblaciones primitivas de la Tierra.
A juzgar por las relaciones unánimes de los viajeros, que desde el siglo pasado han visitado las islas de Oceanía, y las de aquéllos que, en nuestros días, han penetrado en el interior de África, el fetichismo debe ser la primera religión, la de todos los pueblos salvajes que se han alejado poco del estado natural. Pero el fetichismo no es otra cosa que la religión del miedo. Es la primera expresión humana de esa sensación de dependencia absoluta, mezclada con terror instintivo que encontramos en el fondo de toda vida animal y que, como lo hice observar ya, constituye el lazo religioso de los individuos que pertenecen a las especies más inferiores, con la omnipotencia de la naturaleza. ¿Quién no conoce la influencia que ejercen y la impresión que producen sobre todos los seres visos los grandes fenómenos de la naturaleza, tales como la salida y la puesta del sol, el claro de luna, la vuelta de las estaciones, la sucesión del frío y del calor, o bien las catástrofes naturales, o también las relaciones tan variadas y mutuamente destructivas de las especies animales entre sí y con las diferentes especies vegetales? Todo eso constituye, para cada animal, un conjunto de condiciones de existencia, un carácter, una naturaleza, y yo estaría casi tentado a decir un culto particular, porque en los animales, en todos los seres vivos, encontraréis una especie de adoración de la naturaleza, mezcla de temor y de alegría, esperanza y de inquietud —la alegría de vivir y el temor de cesar de vivir— que, en tanto que sentimiento, se parece mucho a la religión humana. La invocación y la oración misma no faltan. Considerad al perro domesticado, implorando una caricia, una mirada de su amo: ¿no es la imagen del hombre de rodillas ante su dios?¿No proyecta ese perro, con su imaginación y con un comienzo de reflexión que la experiencia ha desarrollado en él, la omnipotencia natural que le obsesiona, en su amo, lo mismo que el creyente la proyecta en su dios? ¿Cuál es, pues, la diferencia entre el sentimiento del perro y el del hombre? No es siquiera la reflexión: es el grado de reflexión, o más bien: es la capacidad de fijarla y de concebirla como un pensamiento abstracto, de generalizarla al nombrarla, pues la palabra humana tiene esto de particular, que, incapaz de nombrar las cosas reales, las que obran inmediatamente sobre nuestros sentidos, no expresan más que la noción o la generalidad abstracta; y como la palabra y el pensamiento son dos formas distintas, pero inseparables, de un solo y mismo acto de la humana reflexión, esta última, al fijar el objeto del terror y de la adoración animales o del primer culto del hombre, lo generaliza, lo transforma, por decirlo así, en un ser abstracto, tratando de designarlo con un nombre. El objeto realmente adorado por tal o cuál individuo es siempre este: esa piedra, ese trozo de madera, ese trapo. Es así como comienza con el primer despertar del pensamiento, manifestado por la palabra, el mundo exclusivamente humano, el mundo de las abstracciones.
Esta facultad de abstracción, fuente de todos nuestros conocimientos y de todas nuestras ideas, es, sin duda, la única causa de todas las emancipaciones humanas. Pero el primer despertar de esa facultad en el hombre no produce inmediatamente su libertad.
Cuando comienza a formarse, destacándose lentamente de la instintividad animal, se manifiesta primero, no bajo la forma de una reflexión razonada, que tiene conciencia y conocimiento de su actividad propia, sino en forma de una reflexión imaginativa, inconsciente de lo que hace y que a causa de eso mismo toma siempre sus propios productos por seres reales, a los cuales atribuye ingenuamente una existencia independiente, anterior a todo conocimiento humano, y no se atribuye otro mérito que el de haberlos descubierto fuera de sí. Por ese procedimiento, la reflexión imaginativa del hombre puebla su mundo exterior de fantasmas que le parecen más peligrosos, más poderosos, más terribles que los seres reales que le rodean; no liberta al hombre de la esclavitud natural que le obsesiona, más que para volverlo a colocar de inmediato bajo el peso de una esclavitud mil veces más dura y más espantosa todavía: la de la religión.
Es la reflexión imaginativa del hombre la que transforma el culto natural, cuyos elementos hemos encontrado en los animales, en un culto humano, bajo la forma elemental del fetichismo. Hemos visto a los animales que adoran instintivamente los grandes fenómenos de la naturaleza, que ejercen realmente en su existencia una acción inmediata y potente; pero no hemos oído nunca hablar de animales que adoren un inofensivo trozo de madera, un trapo, un hueso o una piedra, mientras que encontramos ese culto en la religión primitiva de los salvajes y hasta en el catolicismo. ¿Cómo explica esa anomalía —en apariencia al menos— tan extraña y que, bajo la relación del buen sentido y del sentimiento de la realidad de las cosas, nos presenta al hombre muy inferior a los más modestos animales?
Este absurdo es el producto de la reflexión imaginativa del salvaje. No sólo siente, como los otros animales, la omnipotencia de la naturaleza: hace de ella el objeto de su constante reflexión, la fija, trata de localizarla y, al mismo tiempo, la generaliza, dándolo un nombre cualquiera; hace de ella el centro, a cuyo alrededor se agrupan todas sus imaginaciones infantiles. Incapaz aún de abarcar con su propio pensamiento el universo, ni siquiera el globo terrestre, ni siquiera el ambiente tan restringido, en cuyo seno nació y vive, busca por todas partes, preguntándose: ¿dónde reside, esa omnipotencia, cuyo sentimiento, luego reflexivo y fijado, le obsesiona?, y por un juego, por una aberración de su fantasía ignorante, que nos sería difícil explicar hoy, la asocia a ese trozo de madera, a ese trapo, a esa piedra. Este es el puro fetichismo, la más religiosa, es decir, la más absurda de las religiones.
Después, y a menudo, con el fetichismo viene el culto de los brujos. Es un culto, si no mucho más racional, al menos más natural, y que nos sorprenderá menos que el fetichismo. Estamos más habituados a él, pues todavía hoy, en el seno mismo de esta civilización de que nos mostramos tan orgullosos, estamos rodeados de brujos: los espiritistas, los médiums, los clarividentes con su magnetismo, los sacerdotes de la Iglesia católica, griega y romana, que pretenden tener el poder de forzar al buen dios, con ayuda de algunas fórmulas misteriosas, a bajar sobre el agua, hasta transformarse en pan y en vino, todos estos forzadores de la divinidad sometida a sus encantos ¿no son otros tantos brujos? Es verdad que la divinidad adorada e invocada por nuestros brujos modernos, enriquecida por varios millares de años de extravagancia humana, es mucho más complicada que el dios de la brujería primitiva, pues ésta, ante todo, no tiene por objeto más que la representación, sin duda, ya fija, pero muy poco determinada aún, de la omnipotencia material, sin ningún otro atributo, intelectual o moral. La situación del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, es aún desconocida. No se sabe lo que la omnipotencia ama, lo que detesta, lo que no quiere: no es ni buena ni mala, no es nada más que la omnipotencia. Sin embargo, el carácter divino comienza ya a dibujarse: es egoísta, vanidoso, gusta de los cumplimientos, de las genuflexiones, de la humillación y la inmolación de los hombres, su adoración y sus sacrificios, y persigue y castiga cruelmente a los que no quieren someterse: a los rebeldes, a los orgullosos, a los impíos. Ese es, como se sabe, el fondo principal de la naturaleza divina en todos los dioses antiguos y presentes, creados por la humana sinrazón. ¿Hubo jamás en el mundo un ser más atrozmente envidioso, vanidoso, egoísta, vindicativo, sanguinario que el Jehová de los judíos, más tarde el dios-padre de los cristianos?
En el culto de la brujería primitiva, dios o esa omnipotencia indeterminada desde el punto de vista intelectual y moral, aparece primeramente como inseparable de la persona del brujo; él mismo es dios, como el fetiche. Pero a la larga el rol de hombre sobrenatural, de hombre-dios, para un hombre real, sobre todo para un salvaje que, no teniendo ningún medio de abrigarse contra la curiosidad indiscreta de sus creyentes, permanece desde la mañana a la noche sometido a sus investigaciones, se hace imposible. El buen sentido, el espíritu práctico de un pueblo salvaje, que se desarrollan lentamente, es verdad, pero que se desarrollan por la experiencia de la vida, y a pesar de todas las divagaciones religiosas, acaban por demostrarle la imposibilidad práctica de que un hombre, accesible a todas las debilidades y enfermedades humanas, sea un dios. El brujo permanece, pues, para sus creyentes salvajes, un ser sobrenatural, pero sólo por instantes, cuando está poseído.[18] Pero ¿poseído por quién? Por la omnipotencia, por dios. Por consiguiente, la divinidad, se encuentra ordinariamente fuera del brujo. ¿Dónde buscarla? El fetiche, el dios-cosa, ha sido superado; el brujo, el hombre-dios, también. Todas esas transformaciones, en los tiempos primitivos, han llenado, sin duda, los siglos. El salvaje, ya avanzado, un poco desarrollado y rico con la tradición de varios siglos, busca entonces la divinidad muy lejos de él, pero siempre en los seres realmente existentes: en el bosque, en el campo, en un río, y más tarde en el sol, en la luna, en el cielo. El pensamiento religioso comienza a abarcar ya el universo.
El hombre no ha podido llegar a ese punto, he dicho, más que después de una larga serie de siglos. Su facultad abstractiva, su razón, se ha fortificado ya y desarrollado por el conocimiento práctico de las cosas y por la observación de las relaciones o de su causalidad mutua, mientras que la aparición regular de tales fenómenos le dio la primera noción de algunas leyes naturales. Comienza a inquietarse por el conjunto de los hechos y de sus causas. Al mismo tiempo comienza también a conocerse él mismo, y gracias siempre a esa potencia de abstracción, que le permite considerarse como objeto, separa su ser exterior y viviente de su ser pensante, su exterior de su interior, su cuerpo de su alma; y como no tiene la menor idea de las ciencias naturales y como ignora hasta el nombre de esas ciencias, por lo demás completamente modernas, que se llaman la fisiología y la antropología, es deslumbrado por ese descubrimiento de su propio espíritu en sí mismo, y se imagina naturalmente, necesariamente, que su alma, ese producto de su cuerpo, es, al contrario, el principio y la causa del cuerpo. Pero una vez que ha hecho esa distinción de lo interior y de lo exterior, de lo espiritual y de lo material en sí mismo, lo proyecta necesariamente en su dios: comienza a buscar el alma invisible de ese visible universo. Es así como ha debido nacer el panteísmo religioso de los hindúes.
Debemos detenernos sobre este punto, porque es aquí donde comienza propiamente la religión en la plena acepción de esta palabra, y con ella la teología y la metafísica también. Hasta allí la imaginación religiosa del hombre, obsesionada por la representación fija de una omnipotencia indeterminada e inencontrable, había procedido, naturalmente, al buscarla, por la vía de la investigación experimental, primero en los objetos más próximos, en los fetiches, después en los brujos, más tarde en los grandes fenómenos de la naturaleza, por fin, en los astros, pero asociándola siempre a algún objeto real y visible, por lejano que esté. Ahora se eleva hasta la idea de un dios-universo, una abstracción. Hasta entonces todos sus dioses habían sido seres particulares, pero no menos realmente existentes. Ahora tiene, por primera vez, una divinidad universal: el ser de los seres, substancia creadora de todos los seres restringidos y particulares, el alma universal, el gran todo. He ahí, pues, el verdadero dios que comienza, y con él la verdadera religión.
Filosofía, ciencia
Debemos examinar ahora el procedimiento por el cual ha llegado el hombre a ese resultado, a fin de reconocer, por su origen histórico, la verdadera naturaleza de la divinidad. Y ante todo, la primera cuestión que se presenta es ésta: el gran todo de la religión panteísta, ¿no es absolutamente el mismo ser único que hemos llamado la naturaleza universal?
Sí y no. Sí, porque ambos sistemas, el de la religión panteísta y el sistema científico y positivista abarcan el mismo universo. No, porque lo abarcan de una manera diferente.
¿Cuál es el método científico? Es el método realista por excelencia. Va de los detalles al conjunto y de la constatación, del estudio de los hechos, a su comprensión, a las ideas, pues sus ideas no son más que la fiel exposición de las relaciones de coordinación, de sucesión y de acción o de causalidad mutua que realmente existen entre las cosas y los fenómenos reales; su lógica, nada más que la lógica de las cosas. Como en el desenvolvimiento histórico del espíritu humano, la ciencia positiva llega siempre después de la teología y después de la metafísica, el hombre llega a la ciencia ya preparado y considerablemente corrompido por una especie de educación abstracta. Aporta, pues, muchas ideas abstractas, elaboradas tanto por la teología como por la metafísica, y que para la primera han sido objeto de fe ciega, para la segunda objeto de especulaciones trascendentes y de juego de palabras más o menos ingeniosos, de explicaciones y de demostraciones que no explican y que no demuestran absolutamente nada, porque se hacen fuera de toda experimentación real, y porque la metafísica no tiene otra garantía para la existencia misma de los objetos sobre los cuales razona, que las seguridades o el mandamiento imperativo de la teología.
El hombre, en otro tiempo teólogo y metafísico, pero cansado de la teología y de la metafísica, a causa de la esterilidad de sus resultados en teoría y a causa de sus consecuencias tan funestas en la práctica, lleva, naturalmente, todas esas ideas a la ciencia, pero las lleva, no como principios ciertos y que deben, como tales, servirle de punto de partida: las lleva como cuestiones que la ciencia debe resolver. No ha llegado a la ciencia más que porque ha comenzado precisamente él mismo a ponerlas en tela de juicio. Y duda de ellas, porque una larga experiencia de la teología y de la metafísica que han creado esas ideas le ha demostrado que ni una ni otra ofrecen garantía alguna seria para la realidad de sus creaciones. Lo que él duda y lo que rechaza ante todo, no son tanto esas creaciones, esas ideas, como los métodos, las vías y medios por los cuales la teología y la metafísica las han creado. Rechaza el sistema de las revelaciones y la creencia en el absurdo porque es absurdo (Credo quia absurdum, Tertuliano) de los teólogos, y no quiere dejarse imponer nada por el despotismo de los teólogos, de los sacerdotes y por las hogueras de la Inquisición. Rechaza la metafísica, precisamente y sobre todo porque, habiendo aceptado sin crítica alguna o con una crítica ilusoria, en exceso complaciente y fácil, los creaciones, las ideas fundamentales de la teología: las del universo, de dios y del alma o de un espíritu separado de la materia, ha construido sobre esos datos sus sistemas, y porque, tomando lo absurdo por punto de partida, necesariamente y siempre concluyó en el absurdo. Por tanto, lo que el hombre busca, ante todo, al salir de la teología y de la metafísica, es un método verdaderamente científico, un método que le dé, ante todo, una completa certidumbre de la realidad de las cosas sobre las cuales razona.
Pero el hombre no tiene otro medio para asegurarse de la realidad cierta de una cosa, de un fenómeno o de un hecho, que el de haberlos realmente encontrado, constatado, reconocido en su integridad propia, sin ninguna mezcla de fantasías, de supuestos y de adjudicaciones del espíritu humano. La experiencia se convierte, pues, en la base de la ciencia. No se trata aquí de la experiencia de un solo hombre. Ningún hombre, por inteligente, por curioso que sea, por felizmente dotado que esté, desde todos los puntos de vista, puede haberlo visto todo, encontrado todo, experimentado todo por sí propio. Si la ciencia de cada uno debiera limitarse a sus propias experiencias personales, habría tantas ciencias como hombres y toda ciencia moriría con cada hombre. No habría ciencia.
La ciencia tiene, pues, por base la experiencia colectiva, no sólo de todos los hombres contemporáneos, sino también de todas las generaciones pasadas. Pero no admite ningún testimonio sin crítica. Antes de aceptar el testimonio, sea de un contemporáneo, sea de un hombre que no existe ya, por poco que me atenga a no equivocarme, debo inquirir, primeramente, sobre el carácter y la naturaleza, tanto como sobre el estado de espíritu de ese hombre, de su método. Debo asegurarme, ante todo, que ese hombre es o era un hombre honesto, que detesta la mentira, que busca la verdad con buena fe, con celo; que no era ni fantástico, ni poeta, ni metafísico, ni teólogo, ni jurista, ni lo que se llama político, y como tal, interesado en las mentiras políticas, y que era considerado como hombre honesto y que buscaba la verdad, por la gran mayoría de sus contemporáneos. Hay hombres, por ejemplo, que son muy inteligentes, muy instruidos, libres de todo prejuicio y de toda preocupación fantástica, que han tenido, en una palabra, espíritu realista, pero que, demasiado perezosos para tomarse el trabajo de constatar la existencia y la naturaleza real de los hechos, los que suponen, los inventan. Es así como se hace la estadística en Rusia. El testimonio de estos hombres, naturalmente, no vale nada. Hay otros, muy inteligentes también y demasiado honestos para mentir y para asegurar cosas de que no están seguros, pero cuyo espíritu se encuentra bajo el yugo, sea de la metafísica, sea de la religión, sea de una preocupación idealista cualquiera. El testimonio de esos hombres, al menos en tanto que concierne a los objetos que tocan de cerca a su monomanía, debe ser igualmente rechazado, porque tienen la desgracia de tomar siempre vejigas por linternas. Pero si un hombre, a una gran inteligencia realista, desarrollada y debidamente preparada por la ciencia, une la ventaja de ser al mismo tiempo un investigador escrupuloso y celoso de la realidad de las cosas, su testimonio se vuelve precioso.
Y no obstante, tampoco debo aceptarlo sin crítica. ¿En qué consiste esa crítica? En la comparación de las cosas que él me afirma con los resultados de mi propia experiencia personal. Si su testimonio se armoniza con ella, si no tengo razón alguna para rechazarla, la acepto, como una nueva confirmación de lo que he reconocido yo mismo; pero si le es contrario, ¿debo rechazarla sin inquirir quién de nosotros tiene razón, él o yo? De ningún modo. Sé por experiencia que mi conocimiento de las cosas puede ser defectuoso. Comparo, pues, sus resultados con los míos, y los someto a una observación y a experiencias nuevas. En caso de necesidad, apelo al arbitraje y a las experiencias de un tercero y de muchos observadores, cuyo carácter científico serio me inspire confianza, y llego, no sin esfuerzo algunas veces, por la modificación de sus resultados o de los míos, a una convicción común. Pero ¿en qué consiste la experiencia de cada uno? En el testimonio de los sentidos, dirigidos por la inteligencia. No acepto, por mi cuenta, nada que no haya encontrado materialmente, visto, oído y, en caso de necesidad, palpado con mis dedos. Ese es, para mí, personalmente, el único medio que me permite asegurarme de la realidad de una cosa. Y no tengo confianza más que en el testimonio de aquellos que proceden absolutamente del mismo modo.
De todo eso resulta que la ciencia, desde el principio, está fundada sobre la coordinación de una masa de experiencias personales contemporáneas y pasadas, sometidas constantemente a una severa crítica mutua. No puede imaginarse uno base más democrática que esa. Es la base constitutiva y primera, y todo conocimiento humano que en última instancia no repose sobre ella, debe ser excluido como desprovisto de toda certidumbre y de todo valor científico. La ciencia no puede, sin embargo, detenerse en esa base, que no le da más que una cantidad innumerable de hechos de la naturaleza más diferente, y debidamente constatados por innumerables cantidades de observaciones o de experiencias personales. La ciencia propia no comienza más que con la comprensión de las cosas, de los fenómenos y de los hechos. Comprender una cosa, cuya realidad ha sido primero debidamente constatada, lo que olvidan hacer siempre los teólogos y los metafísicos, es descubrir, reconocer y constatar, de esa manera empírica, que ha servido a uno para asegurarse al principio de su existencia real, todas sus propiedades; es decir, todas sus relaciones, tanto inmediatas como indirectas, con otras cosas existentes, lo que equivale a determinar los diferentes modos de su acción real sobre todo lo que queda fuera de ella. Comprender un fenómeno o un hecho es descubrir y constatar las fases sucesivas de su desenvolvimiento real, es reconocer su ley natural.
Estas constataciones de propiedades y esos descubrimientos de leyes naturales tienen igualmente por fuente única, primero las observaciones y las experiencias hechas realmente por tal o cual persona, o por muchas personas a la vez. Pero por considerable que sea su número, y aunque fuesen todos sabios renombrados, la ciencia no acepta su testimonio más que a condición esencial de que al mismo tiempo que anuncian los resultados de sus investigaciones, den también un informe en extremo detallado y exacto del método de que se han servido, así como de las observaciones y de las experiencias que han hecho para llegar a ellos; de ese modo, todos los hombres que se interesan en la ciencia, pueden renovar por su propia cuenta, siguiendo el mismo método, esas mismas observaciones y esas mismas experiencias; sólo cuando los nuevos resultados han sido contraloreados así y obtenidos por muchos observadores y experimentadores nuevos, son considerados generalmente como conquistados de una manera definitiva para la ciencia. Y todavía acontece que experiencias y observaciones nuevas, hechas según un método y desde un punto de vista diferente, destruyen o modifican profundamente esos primeros resultados. Nada es tan antipático para la ciencia como la fe, y la crítica no ha dicho nunca su última palabra. Ella sola, representante del gran principio de la rebeldía en la ciencia, es la guardiana severa e incorruptible de la verdad.
Es así como, sucesivamente, por el trabajo de los siglos se establece poco a poco en la ciencia un sistema de verdades o de leyes naturales universalmente reconocidas. Una vez establecido ese sistema y acompañado siempre de la exposición más detallada de los métodos, de las observaciones y de las experiencias, así como de la historia de las investigaciones y de los desenvolvimientos, con ayuda de los cuales ha sido establecido, de manera que pueda siempre ser sometido a un control nuevo y a una nueva crítica, se convierte después en la segunda base de la ciencia. Sirve de punto de partida para las investigaciones nuevas que necesariamente lo desarrollan y lo enriquecen con nuevos métodos.
El mundo, a pesar de la infinita diversidad de los seres que lo componen, es uno. El espíritu humano que, habiéndolo tomado por objeto, se esfuerza por reconocerlo y comprenderlo, es uno o idéntico también, a pesar de la innumerable cantidad de seres humanos diversos, presentes y pasados, por los cuales es representado. Esta identidad es probada por este hecho incontestable, que siempre que un hombre piensa, cualesquiera, por lo demás, que sean su ambiente, su naturaleza, su raza, su posición social y el grado de su desenvolvimiento intelectual y moral, y aun cuando divaga y fantasea, su pensamiento se desenvuelve siempre según las mismas leyes; y es eso, precisamente, lo que, en la inmensa diversidad de las edades, de los climas, de las razas, de las naciones, de las posiciones sociales y de las naturalezas individuales, constituye la gran unidad del género humano. Por consiguiente, la ciencia, que no es otra cosa que el conocimiento y la comprensión del mundo por el espíritu humano, debe ser una también.
Es incontestablemente una. Pero, inmensa como el mundo, supera las facultades intelectuales de un solo hombre, aunque fuese el más inteligente de todos. Ninguno es capaz de abarcarla a la vez en su universalidad y en sus detalles igual, aunque diferentemente, infinitos. El que quiera atenerse a la sola generalidad, descuidando los detalles, volvería a caer por eso mismo en la metafísica y en la teología, porque la generalidad científica se distingue precisamente de las generalidades metafísicas y teológicas por esto, que se establece, no como esas dos últimas, por la abstracción que se hace de todos los detalles, sino al contrario y únicamente por la coordinación de los detalles. La gran unidad científica es concreta: es la unidad en la infinita diversidad; la unidad teológica y metafísica es abstracta: es la unidad en el vacío. Para abarcar la unidad científica en toda su realidad infinita, sería preciso poder conocer en detalle todos los seres cuyas relaciones naturales directas e indirectas, constituyen el universo, lo que sobrepasa evidentemente las facultades de un hombre, de una generación, de la humanidad entera.
Al querer abarcar la universalidad de la ciencia el hombre se detiene, aplastado por lo infinitamente grande. Pero al entrar en los detalles de la ciencia encuentra otro límite: lo infinitamente pequeño. Por lo demás, no puede reconocer realmente más que aquello cuya existencia real le es testimoniada por sus sentidos, y sus sentidos no pueden alcanzar más que una parte infinitamente pequeña del universo infinito: el globo terrestre, el sistema solar, a lo sumo esa parte del firmamento que se ve desde la Tierra. Todo eso no constituye en la infinidad del espacio más que un punto imperceptible.
El teólogo y el metafísico se prevaldrían también de esa ignorancia forzada y necesariamente eterna del hombre para recomendar sus divagaciones o sus sueños. Pero la ciencia desdeña ese trivial consuelo, detesta esas ilusiones tan ridículas como peligros. Cuando se ve forzada a detener sus investigaciones, por falta de medios para prolongarlas, prefiere decir: No sé, a presentar como verdades, hipótesis cuya verificación es imposible. La ciencia ha hecho más que eso: ha llegado a demostrar, con una certidumbre que no deja nada que desear, la absurdidez y la nulidad de todas las concepciones teológicas y metafísicas; pero no las ha destruido para reemplazarlas por absurdos nuevos. Llegada a su término, dirá honestamente: No sé, pero no deducirá nunca nada de lo que no sepa.
La ciencia universal es, pues, un ideal que el hombre no podrá realizar nunca. Estará siempre forzado a contentarse con la ciencia de su mundo, extendiendo a lo sumo este último hasta las estrellas que puede ver, y aun sabrá sólo muy pocas cosas de él. La ciencia real no abarca más que el sistema solar, sobre todo nuestro globo y sobre todo lo que se produce y acontece en el globo. Pero en esos límites mismos, la ciencia es todavía demasiado inmensa para que pueda ser dominada por un solo hombre, o por una generación, tanto más cuanto que, como lo observé más arriba, los detalles de ese mundo se pierden en lo infinitamente pequeño y su diversidad no tiene límites asignables.
Esa imposibilidad de abarcar de un solo vistazo el conjunto inmenso y los detalles infinitos del mundo visible, ha dado lugar a la división de la ciencia una e indivisible, o de la ciencia general, en muchas ciencias particulares; separación tanto más natural y necesaria, cuanto que corresponde a los órdenes diversos que existen realmente en este mundo, así como a los puntos de vista diferentes desde los cuales el espíritu humano está, por decirlo así, obligado a encararlos: matemática, mecánica, astronomía, física, química, geología, biología y sociología, incluso la historia del desenvolvimiento de la especie humana, tales son las principales divisiones que se han establecido, por decirlo así, por sí mismas, en la ciencia. Cada una de esas ciencias particulares, por su desenvolvimiento histórico, ha formado y lleva consigo un método de investigación y de constatación de cosas y de hechos, de deducciones y de conclusiones que le son, si no siempre exclusivamente, al menos particularmente propias. Pero todos esos métodos diferentes tienen una sola y misma base primera, reduciéndose en última instancia a una constatación personal y real de las cosas y de los hechos por los sentidos, y todas, en los límites de las facultades, tienen el mismo fin: la edificación de la ciencia universal, la comprensión de la unidad, de la universalidad real de los mundos, la reedificación científica del gran todo, del universo.
Este objetivo, como acabo de enunciarlo, ¿no se encuentra en contradicción flagrante con la imposibilidad evidente para el hombre de poder realizarlo alguna vez? Sí, sin duda, y sin embargo, el hombre no puede renunciar a él y no renunciará nunca. Augusto Comte y sus discípulos podrán predicarnos la moderación y la resignación, el hombre no se moderará ni se resignará nunca. Esta contradicción está en la naturaleza del hombre, y sobre todo en la naturaleza de nuestro espíritu: armado con esa formidable potencia de abstracción, no reconoce y no reconocerá nunca ningún límite a su curiosidad imperiosa y apasionada, ávida de saberlo y de abarcarlo todo. Basta decirle: Tú no irás más allá, para que, con todo el poder de esa curiosidad irritada por el obstáculo, tienda a lanzarse al más allá. Bajo este aspecto, el buen dios de la Biblia se ha mostrado mucho más clarividente que Augusto Comte y los positivistas, sus discípulos: habiendo querido sin duda que el hombre comiese del fruto prohibido, le prohibió comerlo. Esa falta de moderación, esa desobediencia, esa revuelta del espíritu humano contra todo límite impuesto, sea en nombre del buen dios, sea en nombre de la ciencia, constituyen su honor, el secreto de su poder y de su libertad. Es al buscar lo imposible como el hombre ha realizado siempre y reconocido lo posible, y los que están prudentemente limitados a lo que les parece posible no han avanzado nunca un solo paso. Por lo demás, en presencia de la inmensa carrera recorrida por el espíritu humano durante los tres mil años poco más o menos conocidos por la historia, ¿quién se atreverá a decir, lo que dentro de tres, cinco, o diez mil años será posible e imposible?
Esa tendencia hacia lo eternamente desconocido es de tal modo irresistible en el hombre, es tan profundamente inherente a nuestro espíritu, que, si le cerráis la vía científica, se abrirá, para satisfacerla, una vía nueva, la vía mística. ¿Y es preciso dar otra prueba que el ejemplo del ilustre fundador de la filosofía positiva, Augusto Comte mismo, que dio fin a su gran carrera filosófica, como se sabe, por la elaboración de un sistema positivo muy místico? Sé muy bien que algunos de sus discípulos atribuyen esta última creación de ese espíritu eminente, que se puede considerar después o más bien con Hegel, como el mayor filósofo de nuestro siglo, a una aberración enojosa causada por grandes desgracias y sobre todo por la sorda e implacable persecución de los sabios patentados y académicos, enemigos naturales de toda nueva iniciativa y de todo gran descubrimiento científico.[19] Pero al dejar al margen esas causas accidentales a las cuales ¡ay! no se han sustraído lo más grandes genios, se puede probar que el sistema de filosofía positiva de Augusto Comte abre la puerta al misticismo.
La filosofía positiva no se presentó aún francamente como atea. Sé muy bien que el ateísmo está en todo su sistema; que ese sistema, el de la ciencia real, reposando esencialmente sobre la inmanencia de las leyes naturales, excluye la posibilidad de la existencia de dios, como la existencia de dios excluiría la posibilidad de esa ciencia. Pero ninguno de los representantes reconocidos de la filosofía positiva, comenzando por su fundador Augusto Comte, ha querido nunca decirlo abiertamente. ¿Lo saben ellos mismos, o bien estarían inseguros sobre este punto? Me parece muy difícil admitir su ignorancia sobre un punto de una importancia tan decisiva para toda la posición de la ciencia en el mundo; tanto más cuanto que en cada línea que escriben se siente transpirar la negación de dios, el ateísmo. Pienso, pues, que sería más justo acusar a su buena fe o, para hablar más cortésmente, atribuir su silencio a su instinto a la vez político y conservador. Por una parte, no quieren ponerse a malas con los gobiernos ni con el idealismo hipócrita de las clases gobernantes, que, con mucha razón, consideran el ateísmo y el materialismo como poderosos instrumentos revolucionarios de destrucción, muy peligrosos para el orden actual de cosas. No es quizás más que gracias a ese silencio prudente y a esa posición equívoca tomada por la filosofía positiva que ha podido introducirse en Inglaterra, país en que la hipocresía religiosa continúa siendo todavía una potencia social, y donde el ateísmo es considerado aún como un crimen de esa sociedad.[20] Se sabe que en ese país de la libertad política el despotismo social es inmenso. En la primera mitad de este siglo, el gran poeta Shelley, el amigo de Byron, ¿no ha sido obligado a emigrar y no ha sido privado de su hijo, sólo por ese crimen de ateísmo? ¿Es preciso, pues, asombrarse de que hombres eminentes como Buckle, Stuart Mill y Herbert Spencer, hayan aprovechado con alegría la posibilidad que les dejaba la filosofía positiva para reconciliar la libertad de sus investigaciones científicas con el canto religioso, despóticamente impuesto por la opinión inglesa al que quiere formar parte de la sociedad?
Los positivistas franceses soportan, es verdad, con mucha menos resignación y paciencia ese yugo que se han impuesto y no están de ningún modo orgullosos de haberse comprometido así por sus hermanos, los positivistas ingleses. Tampoco dejan de protestar de tanto en tanto, y de una manera bastante enérgica, contra la alianza que estos últimos les proponen concluir en nombre de la ciencia positiva, con inocentes aspiraciones religiosas, no dogmáticas, sino indeterminadas y muy vagas, como lo son ordinariamente hoy todas las aspiraciones teóricas de las clases privilegiadas, fatigadas y gastadas por el disfrute demasiado prolongado de sus privilegios. Los positivistas franceses protestan enérgicamente contra toda transacción con el espíritu teológico, transacción que rechazan como una deshonra. Pero si consideran como un insulto la suposición de que puedan transigir con él, ¿por qué continúan provocando esa suposición con sus reticencias? Les sería muy fácil acabar con todos los equívocos proclamándose abiertamente lo que son en realidad, materialistas, ateos. Hasta el presente, han desdeñado hacerlo y, como si temiesen diseñar, de una manera demasiado precisa y demasiado clara, su posición verdadera, han preferido siempre explicar su pensamiento con circunloquios mucho más científicos quizás, pero mucho menos claros que esas simples palabras. Y bien, es esa claridad misma la que les espanta y la que no quieren a ningún precio. Y eso por una doble razón.
Ciertamente, nadie pondrá en duda ni el valor moral ni la buena fe individual de los espíritus eminentes que representan hoy el positivismo en Francia. Pero el positivismo no es sólo una teoría profesada libremente; es al mismo tiempo una secta a la vez política y sacerdotal. Por poco que se lea con atención el Cours de Philosophie positive de Augusto Comte, y sobre todo, el fin del tercer volumen y los tres primeros, de los cuales el señor Littré, en su prefacio, recomienda la lectura a los obreros,[21] se encontrará que la preocupación política principal del ilustre fundador del positivismo filosófico era la creación de un nuevo sacerdocio, no religioso, esta vez, sino científico, llamado en lo sucesivo, según él, a gobernar el mundo. La inmensa mayoría de los hombres, en pretensión de Augusto Comte, es incapaz de gobernarse por sí. Casi todos, dice, son impropios para el trabajo intelectual, no porque son ignorantes y sus preocupaciones cotidianas les han impedido adquirir el hábito de pensar, sino porque la naturaleza los ha creado así: en la mayoría de los individuos, la región posterior del cerebro, que corresponde, según el sistema de Gall, a los instintos más universales, pero también más groseros de la vida animal, está mucho menos desarrollada que la región frontal, que contiene los órganos puramente intelectuales. De donde resulta, primero, que la vil multitud no esta llamada a gozar de la libertad, pues esa libertad llevaría necesariamente a una deplorable anarquía espiritual, y segundo, experimenta siempre, muy felizmente para la sociedad, la necesidad instintiva de ser mandada. Muy felizmente también, se encuentran siempre algunos hombres que han recibido de la naturaleza la misión de mandar a esa masa y de someterla a una disciplina saludable, tanto espiritual como temporal. En otro tiempo, antes de la necesaria pero deplorable revolución que atormenta a la sociedad humana desde hace tres siglos, ese oficio de alto comando había pertenecido al sacerdocio clerical, a la iglesia de los sacerdotes, por la cual Augusto Comte profesa una veneración cuya franqueza al menos me parece excesivamente honorable. Mañana, después de esa misma revolución, pertenecerá al sacerdocio científico, a la academia de los sabios, que establecerán una nueva disciplina, un poder muy fuerte, para el mayor bien de la humanidad.
Tal es el credo político y social que Augusto Comte ha legado a sus discípulos. De él resulta la necesidad de prepararse para llenar dignamente una misión tan alta. Como hombres que se saben llamados a gobernar tarde o temprano, tienen el instinto de conservación y el respeto hacia todos los gobiernos constituidos, lo cual les es tanto más fácil cuanto que, fatalistas a su modo, consideran todos los gobiernos, aun los más malos, como transiciones no sólo necesarias, sino saludables también, en el desenvolvimiento histórico de la humanidad.[22] Los positivistas, como se ve, son hombres comme il faut, y no rompe-vidrios. Detestan las revoluciones y a los revolucionarios. No quieren destruir nada y, seguros de que llegará su hora, esperan pacientemente que las cosas y los hombres que les son contrarios se destruyan a sí mismos. En espera de eso, hacen una perseverante propaganda a mezza voce, atrayendo las naturalezas más o menos doctrinarias y antirrevolucionarias que encuentran en la juventud estudiosa de la Escuela politécnica y de la Escuela de medicina, no desdeñando tampoco bajar a veces hasta los talleres de la industria para sembrar allí el odio de las opiniones vagas, metafísicas y revolucionarias, y la fe naturalmente más o menos ciega, en el sistema político y social preconizado por la filosofía positiva. Pero se guardarán bien de promover contra ellos los instintos conservadores de las clases gobernantes y de despertar al mismo tiempo las pasiones subversivas de las masas por una propaganda demasiado franca de su ateísmo y de su materialismo. Lo dicen bien en todos sus escritos, pero de manera que no puedan ser escuchados más que por el pequeño número de sus elegidos.
No siendo ni positivista, ni candidato a un gobierno cualquiera, sino un franco revolucionario socialista, no tengo necesidad de detenerme ante consideraciones semejantes. Romperé, pues, los vidrios y trataré de poner los puntos sobre las íes.
Los positivistas no han negado nunca directamente la posibilidad de la existencia de dios; no han dicho nunca con los materialistas, de quienes rechazan la peligrosa y revolucionaria solidaridad: No hay dios, y su existencia es absolutamente imposible, porque es incompatible, desde el punto de vista moral, con la inmanencia, o para hablar más claramente aún, con la existencia misma de la justicia y, desde el punto de vista material, con la inmanencia o la existencia de las leyes naturales o de un orden cualquiera en el mundo; incompatible, pues, con la existencia misma del mundo.
Esta verdad tan evidente, tan sencilla, y que yo creo haber desarrollado suficientemente en el curso de este escrito, constituye el punto de partida del materialismo científico. Ante todo no es más que una verdad negativa. No afirma nada aún, no es más que la negación necesaria, definitiva y poderosa de ese funesto fantasma histórico que la imaginación de los primeros hombres ha creado y que desde hace cuatro o cinco mil años pesa sobre la ciencia, sobre la libertad, sobre la humanidad, sobre la vida. Armados con esa negación irresistible e irrefutable, los materialistas están asegurados contra la vuelta de todos los fantasmas divinos, antiguos y nuevos, y ningún filósofo inglés irá a proponerles una alianza con un incognoscible religioso (palabras de Herbert Spencer) cualquiera.
Los positivistas franceses ¿están convencidos de esta verdad negativa, sí o no? Sin duda lo están, y todos tan enérgicamente como los materialistas mismos. Si no lo estuvieran, habrían debido renunciar a la posibilidad misma de la ciencia, porque saben mejor que nadie que entre lo natural y lo sobrenatural no hay transacción posible, y que esa inmanencia de las fuerzas y de las leyes, sobre la cual fundan todo su sistema, contiene directamente la negación de dios. ¿Por qué, pues, en ninguno de sus escritos se encuentra la franca y simple expresión de esa verdad, de modo que cada cual pueda saber a qué atenerse con ellos? ¡Ah! es que son conservadores políticos y prudentes, filósofos que se preparan a tomar el gobierno de la vil e ignorante multitud en sus manos. He aquí cómo expresan esa misma verdad:
Dios no se encuentra en el dominio de la ciencia; siendo dios, según la definición de los teólogos y de los metafísicos, lo absoluto, y no teniendo la ciencia por objeto más que lo que es relativo, no tiene nada que hacer con dios, que no puede ser para ella más que una hipótesis inverificable.
Laplace decía la misma cosa con más franqueza de expresión: sistema de los mundos, no he tenido necesidad de esa hipótesis. No añaden que la admisión de esa hipótesis implicaría necesariamente la negación, la anulación de la ciencia y del mundo. No, se contentan con decir que la ciencia es impotente para verificarla y que por consiguiente no pueden aceptarla como una verdad científica.
Notad que los teólogos —no los metafísicos, sino los verdaderos teólogos—, dicen absolutamente lo mismo: Siendo dios el ser infinito, omnipotente, absoluto, eterno-, el espíritu humano, la ciencia del hombre es incapaz de elevarse hasta él. De ahí resulta la necesidad de una revelación especial determinada por la gracia divina; y esa verdad revelada y que, como tal, es impenetrable por el análisis del espíritu profano, se convierte en la base de la ciencia teológica.
Una hipótesis no es hipótesis precisamente más que porque no ha sido verificada aún. Pero la ciencia distingue dos especies de hipótesis: aquellas cuya verificación parece posible, probable, y aquellas cuya verificación es del todo imposible. La hipótesis divina, con todas sus modificaciones diferentes: Dios creador, dios alma del mundo o lo que se llama la inmanencia divina, causa primera y causa final, esencia íntima de todas las cosas, alma inmortal, voluntad espontánea, etc., todo eso cae necesariamente en esta última categoría. Todo eso, teniendo un carácter absoluto, es absolutamente inverificable desde el punto de vista de la ciencia, que no puede reconocer más que la realidad de las cosas determinadas y finitas y que, sin pretender profundizar la esencia íntima, debe limitarse a estudiar sus relaciones exteriores y sus leyes.
Pero todo lo que es inverificable desde el punto de vista científico ¿es por eso mismo necesariamente nulo desde el punto de vista de la realidad? De ningún modo, y he aquí una prueba: El universo no se limita a nuestro sistema solar, que no es más que un punto imperceptible en el espacio infinito y que sabemos, que vemos rodeado de otros sistemas solares. Pero nuestro firmamento mismo, con todos sus millones de sistemas, no es a su vez nada más que un punto imperceptible en la infinitud del espacio, y es muy probable que esté rodeado de miles de millones y de millones de millones de otros sistemas solares. En una palabra, la naturaleza de nuestro espíritu nos obliga a imaginar el espacio infinito y lleno de una infinidad de mundos desconocidos. He ahí una hipótesis que se presenta imperiosamente al espíritu humano, hoy, y que permanecerá sin embargo eternamente inverificable para nosotros. Ahora nos imaginamos, estamos igualmente obligados a pensar que toda esa inmensidad infinita de mundos eternamente desconocidos es gobernada por las mismas leyes naturales, y que en ellos dos por dos hacen cuatro, como entre nosotros, si la teología no interviene. Esa es otra hipótesis que la ciencia no podrá verificar nunca. En fin, la más simple ley de la analogía nos obliga, por decirlo así, a pensar que muchos de esos mundos, si no todos, están poblados por seres organizados e inteligentes, que viven y piensan conforme a la misma lógica real que se manifiesta en nuestra vida y en nuestro pensamiento. He ahí una tercera hipótesis, menos apremiante sin duda que las dos primeras, pero que, con excepción de aquellos a quienes la teología ha llenado de egoísmo y de vanidad terrestre, se presenta necesariamente al espíritu de cada uno. Es tan inverificable como las otras dos ¿Dirán los positivistas que todas esas hipótesis son nulas y sus objetos están privados de toda realidad?
A eso el señor Littré, el eminente jefe actual y universalmente reconocido del positivismo en Francia, responde con palabras tan elocuentes y tan bellas que no puedo resistir al placer de citarlas:
Yo también he tratado de trazar bajo el nombre de inmensidad el carácter filosófico de lo que el señor Spencer llama lo incognoscible; lo que está más allá del saber positivo, sea materialmente, el fondo del espacio sin límites, sea intelectualmente, el encadenamiento de las causas sin término, es inaccesible al espíritu humano. Pero inaccesible no equivale a inexistente. La inmensidad tanto material como intelectual se asocia por un lazo estrecho a nuestros conocimientos, y se convierte por esa alianza en una idea positiva y del mismo orden; quiero decir que, al tocarla y abordarla, esa inmensidad aparece bajo su doble carácter, la realidad y la inaccesibilidad. Es un océano el que bate nuestra playa y para el cual no tenemos ni barca ni vela, pero cuya clara visión es tan saludable como grandiosa.[23]
Debemos sin duda estar contentos por esta bella explicación, porque la entendemos en nuestro sentido, que será ciertamente también el del ilustre jefe del positivismo. Pero lo que hay de desgraciado es que los teólogos se alegrarán igualmente, hasta el punto que, para probar su reconocimiento al ilustre académico por esa magnífica declaración en favor de su propio principio, serán capaces de ofrecerle gratis esa vela y ese barco que le faltan según su opinión, y de lo cual están seguros de tener la posesión exclusiva, para hacer una exploración real, un viaje de descubrimiento sobre ese océano desconocido, advirtiéndole siempre que, desde el momento que haya abandonado los límites del mundo visible, le será preciso cambiar de método, pues el método científico, como por lo demás él mismo lo sabe muy bien, no es aplicable a las cosas eternas y divinas.
Y en efecto, ¿cómo podrían estar los teólogos descontentos de la declaración del señor Littré? Declara que la inmensidad es inaccesible al espíritu humano; no han dicho los teólogos nunca otra cosa. Después añade que su inaccesibilidad no excluye de ningún modo su realidad. Y eso es todo lo que desean. La inmensidad, dios, es un ser real, y es inaccesible para la ciencia, lo que no significa de ningún modo que sea inaccesible para la fe. Desde el momento que es simultáneamente la inmensidad y un ser real, es decir, la omnipotencia, puede muy bien encontrar un medio, si quiere, para hacerse conocer al hombre, al margen y a las barbas mismas de la ciencia; y ese medio es conocido; ha sido siempre llamado, en la historia, la revelación inmediata. Diréis que eso es un medio poco científico. Sin duda, y es por eso que es bueno; diréis que es absurdo; nada mejor: es por eso mismo que es divino.
Credo quia absurdum.
Me habíais reasegurado completamente —dirá el teólogo— al afirmarme, al confesarme, aun desde vuestro punto de vista científico, lo que mi fe me ha hecho entrever siempre y presentir: la existencia real de dios. Una vez cierto de ese hecho, no tengo necesidad de vuestra ciencia. Dios, al existir, la reduce a la nada. Ha tenido una razón de ser en tanto que lo ha desconocido, que lo ha negado. Desde el momento que reconoce su existencia, debe posternarse con nosotros y anularse a sí misma ante él.
Sin embargo, existen en la declaración del señor Littré algunas palabras que, debidamente comprendidas, podrían aguar la fiesta de los teólogos y de los metafísicos: La inmensidad, tanto material como intelectual —dice-se asocia por un lazo estrecho a nuestros conocimientos, y se convierte, por esa alianza, en una idea positiva del mismo orden. Estas últimas palabras, o bien no significan nada, o bien significan esto:
La región inmensa, infinita, que comienza más allá de nuestro mundo visible, es para nosotros inaccesible, no porque sean de una naturaleza diferente o porque esté sometida a leyes contrarias a las que gobiernan nuestro mundo natural y social,[24] sino únicamente porque los fenómenos y las cosas que llenan esos mundos desconocidos, y que constituyen la realidad, están fuera del alcance de nuestros sentidos. No nos es posible comprender cosas de las cuales no podemos determinar, constatar la real existencia. Tal es el único carácter de esa inaccesibilidad. Pero sin poder concebir la menor idea de las formas y de las condiciones de existencia de las cosas y de los seres que llenan esos mundos, sabemos completamente bien que no puede haber lugar en ellos para un animal que se llama lo absoluto; aunque no fuese más que por esa simple razón, que estando excluido de nuestro mundo visible, por imperceptible que sea el punto formado por este último en la inmensidad de los espacios, sería un absoluto limitado, es decir, un no absoluto, a menos que no exista de la misma manera que entre nosotros: que no sea en ellos, lo mismo que aquí, un ser perfectamente invisible e imperceptible. Pero entonces nos corresponde, al menos, un trozo, y por ese trozo podemos juzgar el resto. Después de haberlo buscado bien, después de haberlo considerado atentamente y estudiado en su procedencia histórica, hemos llegado a esta convicción, que el absoluto es un ser absolutamente nulo, un puro fantasma, creado por la imaginación infantil de los hombres primitivos e iluminado por los teólogos y los metafísicos; nada más que un milagro del espíritu humano, que se buscaba a sí mismo, a través de su desenvolvimiento histórico. Nulo es lo absoluto en la Tierra, nulo debe ser también en la inmensidad de los espacios. En una palabra, lo absoluto, dios, no existe y no puede existir.
Pero desde el momento que el fantasma divino desaparece y que no puede interponerse entre nosotros, y esas regiones desconocidas de la inmensidad, por desconocidas que nos sean y que nos serán eternamente, esas regiones no nos ofrecen ya nada de extraño, porque sin conocer la forma de las cosas, de los seres y de los fenómenos que se producen en la inmensidad, sabemos que no pueden ser nada más que productos materiales de causas materiales, y que si hay inteligencia, esa inteligencia, como entre nosotros, será siempre, y en todas partes, un efecto; jamás la causa primera. Tal es el único sentido que se puede asociar, según mi opinión, a la afirmación del señor Littré, de que la inmensidad, por su alianza con nuestro mundo conocido, se convierte en una idea positiva y del mismo orden.
Sin embargo, en esa misma declaración se encuentra una expresión que me parece desgraciada y que podría alegrar a los teólogos y a los metafísicos: Lo que está más allá del saber —dice-sea materialmente, el fondo del espacio sin límites, sea intelectualmente, el encadenamiento de las causas sin término, es inaccesible. ¿Por qué ese encadenamiento de las causas sin término parece más inmaterial al señor Littré que el fondo del espacio sin límites? Todas las causas agentes en los mundos conocidos y desconocidos, en las regiones infinitas del espacio, lo mismo que en nuestro globo terrestre, son materiales,[25] ¿por qué, pues, parece decir el señor Littré y pensar que su encadenamiento no lo es? O tomando la cuestión al revés, no siendo lo intelectual otra cosa para nosotros que la reproducción ideal de nuestro cerebro del orden objetivo y real, o bien de la sucesión material de fenómenos materiales, ¿por qué la idea del fondo del espacio sin límites no sería tan intelectual como la del encadenamiento de las causas sin término?
Esto nos lleva a otra persuasión, que los positivistas oponen habitualmente a la demasiado impaciente necesidad de saber, tanto de los metafísicos como de los materialistas. Quiero hablar de esas cuestiones, de la causa primera y de las causas finales, así como de la esencia íntima de las cosas, que son otras tantas maneras diferentes de plantear una misma cuestión de la existencia o de la no existencia de dios.
Los metafísicos, se sabe, están siempre en la investigación de la causa primera, es decir, de un dios creador del mundo. Los materialistas dicen que esa causa no ha existido nunca. Los positivistas, siempre fieles a su sistema de reticencias y de afirmaciones equívocas, se contentan con decir que la causa primera no puede ser un objeto de la ciencia, que es una hipótesis que la ciencia no puede verificar. ¿Quién tiene razón, los materialistas o los positivistas? Sin duda, los primeros.
¿Qué hace la filosofía positiva al negarse a pronunciarse sobre esta cuestión de la causa primera? Nada. La excluye solamente del dominio científico, declarándola científicamente inverificable, lo que quiere decir, en simple lenguaje humano, que esa causa primera existe quizás, pero que el espíritu humano es incapaz de concebirla. Los metafísicos estarán, sin duda, descontentos de esta declaración porque, difiriendo en eso de los teólogos, se imaginan haberla reconocido con ayuda de las especulaciones transcendentales del pensamiento puro. Pero los teólogos estarán muy contentos, porque han proclamado siempre que el pensamiento puro no puede nada sin la ayuda de dios, y que para reconocer la causa primera, el acto de la divina creación, es preciso haber recibido la gracia divina.
Es así como los positivistas abren la puerta a los teólogos y pueden seguir siendo sus amigos en la vida pública, no obstante hacer ateísmo científico en sus libros. Obran como conservadores políticos y prudentes.
Los materialistas son revolucionarios. Niegan a dios, niegan la causa primera. No se contentan con negarla, prueban su absurdo y su imposibilidad.
¿Qué es la causa primera? Es una causa de naturaleza absolutamente diferente de la de esa cantidad innumerable de causas reales, relativas, materiales, cuya acción mutua constituye la realidad misma del universo. Rompe, al menos en el pasado, ese encadenamiento eterno de las causas, sin comienzo y sin fin, de lo cual el mismo señor Littré habla como de una cosa segura, lo que debería obligarle, me parece, a decir también que la causa primera, que sería necesariamente una negación, es un absurdo. Pero no lo dice. Dice muchas cosas excelentes, pero no quiere decir estas simples palabras, que habrían hecho imposible todo malentendido: La causa primera no ha existido nunca, no ha podido existir. La causa primera es una causa que ella misma no tiene causa o que es causa de sí misma. Es lo absoluto que crea el universo, el puro espíritu que crea la materia: un absurdo.
No repetiré los argumentos por los cuales creo haber demostrado suficientemente que la suposición de un dios creador implica la negación de la ordenación y la existencia misma del universo. Pero para probar que no calumnio a los positivistas, voy a citar las propias palabras del señor Littré. He aquí lo que dice en su Preface d’un disciple(Cours de Philosophie positive, de Augusto Comte, 2a. edición, tomo I):
El mundo está constituido por la materia y por las fuerzas de la materia: la materia, cuyo origen y esencia nos son inaccesibles; las fuerzas, que son inmanentes a la materia. Más allá de esos dos términos, materia y fuerza, la ciencia positiva no conoce nada(pág. IX).
He ahí una declaración bien francamente materialista, ¿no es cierto? Y bien, se encuentran allí algunas palabras que parecen reabrir la puerta al más fogoso espiritualismo, no científico, sino religioso.
¿Qué significan estas palabras, por ejemplo: el origen y la esencia de la materia nos son inaccesibles. ¿Admitís, pues, la posibilidad de que lo que llamáis la materia haya podido tener un origen, es decir, un comienzo en el tiempo, o al menos en la idea, como lo dicen místicamente los panteístas, que haya podido ser producida por algo o alguien: que no era otra materia? ¿Admitís la posibilidad de un dios?
Para los materialistas, la materia, o más bien el conjunto universal de las cosas pasadas, presentes y del porvenir,[26] no tiene origen ni en el tiempo, ni en una idea panteísta, ni en otro género cualquiera de absoluto. El universo, es decir, el conjunto de todas estas cosas, con todas sus propiedades que, siéndoles inherentes y formando propiamente su esencia, determinan las leyes de su movimiento y de su desenvolvimiento, y son sucesivamente los efectos y las causas de esa cantidad infinita de acciones y de reacciones parciales, cuya totalidad constituye la acción, la solidaridad y la causalidad universales; ese universo, esa eterna y universal transformación siempre reproducida por esa infinidad de transformaciones parciales que se producen en su seno, ese ser absoluto y único, no puede tener ni comienzo ni fin. Todas las cosas actualmente existentes, incluso los mundos conocidos y desconocidos, con todo lo que ha podido desarrollarse en su seno, son los productos de la acción mutua y solidaria de una cantidad infinita de otras cosas, de las cuales una parte, infinitamente numerosas, sin duda, no existe bajo sus formas primitivas, pues sus elementos se han combinado en cosas nuevas, pero que, durante todo el tiempo de su existencia, han sido producidas y mantenidas de la misma manera que lo son hoy las cosas presentes, que lo serán mañana las cosas del porvenir.
Para no caer de nuevo en la abstracción metafísica, es preciso darse bien cuenta de lo que se entiende por esa palabra causa, o fuerzas agentes y producentes. Es preciso comprender que las causas no tienen existencia ideal, separada, que no son nada fuera de las cosas reales, que no son nada más que cosas. Las cosas no obedecen a leyes generales, como se complacen en decir los positivistas, cuyo gubernamentalismo doctrinario busca un apoyo natural en esta falsa expresión. Las cosas, consideradas en su conjunto, no obedecen a esas leyes, porque fuera de ellas no hay nadie ni nada que pueda dictarlas e imponerlas. Fuera de ellas, esas leyes no existen ni como abstracción ni como idea, porque todas las ideas no son más que la constatación y la explicación de un hecho existente, y es preciso, para que se tenga idea de una ley cualquiera, que haya existido el hecho primero. Por lo demás, sabemos que todas las ideas, incluso las de las leyes naturales, no se producen y no existen como ideas, en esta Tierra, más que en el cerebro humano.
Por tanto, si las leyes, como las causas, como las fuerzas naturales, no tienen ninguna existencia fuera de las cosas, deben, por poco que existan —y sabemos por experiencia que existen— deben, digo existir en el conjunto de las cosas, constituir su propia naturaleza; no en cada cosa aisladamente tomada, sino en su conjunto universal, que abarca todas las cosas pasadas, presentes y futuras. Pero hemos visto que ese conjunto, que llamamos el universo o la causalidad universal, no es otra cosa que la resultante eternamente reproducida de una infinidad de acciones y de reacciones naturalmente ejercidas por la cantidad infinita de las cosas que nacen, que existen y que luego desaparecen en su seno. El universo, no siendo más que una resultante incesantemente reproducida de nuevo, no puede ser considerado como un dictador, ni como un legislador. No es él mismo nada fuera de las cosas que viven y que mueren en su seno, no es más que por ellas, gracias a ellas. No puede imponerles leyes. De donde resulta que cada cosa lleva su ley, es decir, el mundo de su desenvolvimiento, de su existencia y de su acción parcial en sí misma. La ley, la acción parcial, esa forma activa de una cosa que constituye una causa de cosas nuevas —tres expresiones diferentes para significar la misma idea— todo eso es determinado por lo que llamamos las propiedades o la propia esencia de esa cosa, todo eso constituye propiamente la naturaleza.
Nada más irracional, más antipositivista, más metafísico, ¿qué digo?, más místico y más teológico que decir, por ejemplo, frases como ésta: El origen y la esencia de la materia nos son inaccesibles (pág. IX), o más bien: El físico, sabiamente convencido, en lo sucesivo, de que la intimidad de las cosas le está cerrada (pág. XXV). Era bueno, o más bien era excusable de parte de los físicos especialistas, que, para deshacerse de todos los hastíos que podían causarles las objeciones por momentos muy apremiantes de los metafísicos y de los teólogos, les respondían evasivamente y tenían en cierto modo el derecho de hacerlo, porque todas las cuestiones de alta filosofía les interesaban en realidad muy poco, y les impedían solamente llenar su misión tan útil, que consistía en el estudio exclusivo de los fenómenos reales y de los hechos. Pero de parte de un filósofo positivista que se atribuye la misión de fundar todo el sistema de la ciencia humana sobre bases inquebrantables, y de determinar una vez por todas sus límites infranqueables; de parte de un enemigo tan declarado de todas las teorías metafísicas, una respuesta semejante, una declaración impregnada en el más alto grado de espíritu metafísico, es imperdonable.
No quiero hablar de esa substancia inaccesible de la materia, porque la materia misma, tomada en esa generalidad abstracta, es un fantasma creado por el espíritu humano, como tantos otros fantasmas, por ejemplo el del espíritu universal, que no es ni más ni menos real, ni más ni menos racional que la materia universal. Si por materia en general el señor Littré entiende la totalidad de las cosas existentes, entonces le diré que la substancia de esa materia está precisamente compuesta de todas esas cosas o, si quiere descomponerlas, en cuerpos simples, conocidos y desconocidos, le diré que la substancia de la materia está compuesta del conjunto total de esos elementos químicos primitivos y de todas sus combinaciones posibles. Pero no conocemos, probablemente, más que la menor parte de los cuerpos simples que constituyen la materia o el conjunto material de nuestro planeta; es probable también que muchos elementos que consideramos como cuerpos simples se descompongan en nuevos elementos que nos son desconocidos todavía. En fin, ignoraremos siempre una infinidad de otros elementos simples, que, probablemente, constituyen el conjunto material de esa infinidad de mundos, para nosotros eternamente desconocidos y que llenan la inmensidad del espacio. He ahí el límite natural ante el cual se detienen las investigaciones de la ciencia humana. No es un límite metafísico, ni teológico, sino real, y, como digo, por completo natural, y que nada tiene de indigno ni de absurdo para nuestro espíritu. No podemos conocer más que lo que cae al menos bajo uno de nuestros sentidos, más que lo que podemos experimentar materialmente, y cuya existencia real constatamos. Dadnos a lo menos la cosa más insignificante caída de esos mundos invisibles y a fuerza de paciencia reconstruiremos esos mundos, al menos en parte, como Cuvier, con ayuda de algunas dispersas osamentas de animales antidiluvianos, encontradas en la Tierra, ha reconstruido su organismo entero; como con ayuda de los jeroglíficos encontrados en los monumentos egipcios y asirios, se han reconstruido las lenguas que parecían perdidas para siempre. He visto también en Boston y en Estocolmo dos individuos ciegos natos, sordos y mudos, sin otro sentido que el tacto, el olfato y el gusto, llevados, por un prodigio de paciencia maravillosa, a comprender, con ayuda del primero de esos sentidos, lo que se les decía por signos trazados en la palma de la mano, y a expresar por escrito sus pensamientos sobre una cantidad de cosas que no se podrían comprender sin tener una inteligencia ya bastante desarrollada. Pero comprender lo que ninguno de nuestros sentidos puede percibir, y lo que, en efecto, no existe para nosotros como ser real, he ahí lo que es realmente imposible, y contra lo cual sería tan ridículo como inútil rebelarse.
Y entonces ¿se puede decir de una manera tan absoluta que esos mundos no existen de ningún modo para nosotros? Sin hablar de la obsesión continua que esa inmensidad de mundos desconocidos ejerce en nuestro espíritu, acción reconocida y elocuentemente expresada por el señor Littré mismo, y que ciertamente constituye una relación real, puesto que el espíritu del hombre, en tanto que producto, manifestación o función del cuerpo humano, es un ser real, ¿podemos admitir que nuestro universo visible, esos millares de estrellas que brillan en nuestro firmamento, queda fuera de toda solidaridad y de toda relación de acción mutua con el inmenso universo infinito y para nosotros invisible? En este caso deberíamos considerar nuestro universo como restringido, como conteniendo su causa en sí mismo, como lo absoluto, pero absoluto y limitado al mismo tiempo es una contradicción, un absurdo demasiado evidente para que podamos detenernos en ello un instante. Es evidente que nuestro universo visible, por inmenso que pueda parecernos, no es más que un conjunto material, de cuerpo muy restringido, al lado de una cantidad infinita de otros universos semejantes; que es, por consiguiente, un ser determinado, finito, relativo, y que, como tal, se encuentra en relación necesaria de acción y de reacción con todos esos universos invisibles: que, producto de esa solidaridad o de esa causalidad infinitamente universal, lleva en sí, bajo la forma de sus propias leyes naturales y de las propiedades que le son particularmente inherentes, toda su influencia, su carácter, su naturaleza, toda su esencia. De suerte que, al reconocer la naturaleza de nuestro universo visible, estudiamos implícitamente, indirectamente, la del universo infinito, y sabemos que en esa inmensidad invisible hay, sin que jamás lo conozcamos, pero que ninguno de esos mundos, ninguna de esas cosas puede presentar nada que sea contrario a lo que llamamos leyes de nuestro universo. Bajo este aspecto, debe existir en toda la inmensidad una similitud y hasta una identidad absoluta de la naturaleza, porque, de otro modo, nuestro mundo no podría existir. No puede existir más que en conformidad incesante con la inmensidad que comprende todos los universos desconocidos.
Pero se dirá: ¿nosotros no conocemos tampoco y no podremos conocer nunca nuestro universo visible? Y en efecto, es muy poco probable que la ciencia humana llegue nunca a un conocimiento algo satisfactorio de los fenómenos que pasan en una de esas innumerables estrellas, de las cuales la más próxima está casi doscientas setenta y cinco mil veces más alejada de la Tierra que nuestro sol. Todo lo que la observación científica ha podido constatar hasta aquí es que todas esas estrellas son otros tantos soles de sistemas planetarios diferentes, y que esos soles, incluso el nuestro, ejercen entre sí una acción mutua, cuya determinación algo precisa, permanecerá todavía probablemente muy largo tiempo, sino siempre, al margen del poder científico del hombre. He aquí lo que dice Augusto Comte al respecto:
Los espíritus filosóficos a los cuales el estudio profundo de la astronomía es extraño, y los astrónomos mismos, no han distinguido suficientemente hasta aquí, en el conjunto de nuestras investigaciones celestes, el punto de vista que puedo llamar solar, el que merece verdaderamente el nombre de universal. Esta distinción me parece, sin embargo, indispensable para separar claramente la parte de la ciencia que implica una entera perfección, de la que por su naturaleza, sin ser, sin duda, puramente conjetural, parece que tiene que quedar siempre en el estadio de la infancia, al menos comparativamente a la primera. La consideración del sistema solar de que constituimos parte nos ofrece evidentemente un asunto de estudio bien circunscripto, susceptible de una exploración completa, y que debería conducirnos a los conocimientos más satisfactorios. Al contrario, el pensamiento de lo que llamamos el universo es por sí mismo necesariamente indefinido, de suerte que, por extensos que se quiera suponer en el porvenir nuestros conocimientos reales en este género, no podríamos nunca elevarnos a la verdadera concepción del conjunto de los astros.[27] La diferencia es extremadamente notable hoy, puesto que, al lado de la alta perfección adquirida en los dos últimos siglos por la astronomía solar, no poseemos aún, en astronomía sideral, el primero y el más simple elemento de toda investigación positiva, la determinación de los intervalos estelares. Sin duda, tenemos razón al presumir que esas distancias no tardarían en ser evaluadas, al menos entre ciertos límites, en lo que respecta a varias estrellas, y que, por consecuencia, conoceremos, por esos mismos astros, otros diversos elementos importantes, que la teoría está dispuesta a deducir de ese primer dato fundamental, lo mismo que sus masas, etc. Pero la importante distinción establecida más arriba no será afectada de ningún modo. Cuando consigamos, un día, estudiar completamente los movimientos relativos de algunas estrellas múltiples, esa acción, que será, por lo demás, muy preciosa, sobre todo si pudiese concernir al grupo de que constituye parte nuestro sol, probablemente, no nos dejaría, es evidente, menos alejados de un verdadero conocimiento del universo, que debe escaparnos inevitablemente siempre.
Existe en todas las clases de nuestras investigaciones, y bajo todas las grandes relaciones, una armonía constante y necesaria entre la extensión de nuestras verdaderas necesidades intelectuales y el alcance efectivo, actual o futuro, de nuestros conocimientos reales.[28] Esta armonía, que tendría cuidado de señalar en todos los fenómenos, no es, como los filósofos vulgares han intentado creer, el resultado y el indicio de una causa final.[29] Se deriva simplemente de esta necesidad evidente: sólo tenemos necesidad de conocer lo que puede obrar sobre nosotros de una manera más o menos directa[30]; y por otra parte, por el hecho mismo de que una tal influencia existe, se convierte para nosotros, tarde o temprano, en un medio seguro de conocimiento.[31] Esta relación se verifica de una manera notable en el caso presente. El estudio más perfecto posible de las leyes del sistema solar de que constituimos parte, es para nosotros de un interés capital, y también hemos llegado a darle una precisión admirable. Al contrario, si la noción exacta del universo nos está necesariamente prohibida, es evidente que nos ofrece, exceptuada nuestra insaciable curiosidad, verdadera importancia.[32] La aplicación cotidiana de la astronomía muestra que los fenómenos interiores de cada sistema solar, los únicos que pueden afectar a sus habitantes, son esencialmente independientes de los fenómenos más generales relativos a la acción mutua de los soles, próximamente como nuestros fenómenos meteorológicos frente a los fenómenos planetarios.[33] Nuestros cuadros de los acontecimientos celestes, hechos desde hace mucho tiempo, al no considerar en el universo ningún otro mundo que el nuestro, armonizan hasta aquí rigurosamente con las observaciones directas, con algunas minuciosas precisiones que les aportamos hoy. Esta independencia, tan manifiesta, se encuentra, por otra parte, plenamente explicada por la inmensa desproporción que sabemos ciertamente que existe entre las distancias mutuas de los soles y los pequeños intervalos de nuestros planetas.[34] Si siguiendo una gran verosimilitud, los planetas provistos de atmósfera, como Mercurio, Venus, Júpiter, etc., están efectivamente habitados, podemos considerar sus habitantes como una especie de conciudadanos, puesto que de esa especie de patria común debe resultar necesariamente una cierta comunidad de pensamientos y aun de intereses,[35] mientras que los habitantes de los otros sistemas solares nos deben ser enteramente extranjeros.[36] Es preciso, pues, separar más hondamente de lo que se tiene hábito de hacer, el punto de vista solar y el punto de vista universal, la idea del mundo (que comprende exclusivamente el primero) y la del universo; el primero es el más elevado, al cual podemos realmente llegar, y es por eso el único que interesa realmente. Así, sin renunciar enteramente a la esperanza de obtener algunos conocimientos siderales, es preciso considerar la astronomía positiva como consistente esencialmente en el estudio geométrico y mecánico del pequeño número de cuerpos celestes que componen el mundo de que formamos parte.[37]
Pero si la ciencia positiva, es decir, la ciencia seria y única digna de este nombre, fundada sobre la observación de los hechos reales y no sobre la imaginación de hechos ilusorios, debe renunciar al conocimiento real o un poco satisfactorio del universo, desde el punto de vista astronómico, con más razón debe renunciar a ello bajo el punto de vista físico, químico y orgánico: Nuestro arte de observar —dice más lejos Augusto Comte— se compone en general de tres procedimientos distintos: 1. La observación propiamente dicha, es decir, el examen directo de los fenómenos, tales como se presentan naturalmente; 2. La experiencia, es decir, la contemplación del fenómeno, más o menos modificado por las circunstancias artificiales, que establecerían expresamente, en vista de una más perfecta exploración; 3. La comparación, es decir, la consideración gradual de una continuación de casos análogos, en los cuales los fenómenos se simplifican más y más. La ciencia de los cuerpos organizados, que estudia los fenómenos del más difícil acceso, es también la única que permite verdaderamente la reunión de esos tres medios. La astronomía, al contrario, está necesariamente limitada al primero. La experiencia es allí evidentemente imposible, y en cuanto a la comparación, no existiría más que si pudiéramos observar directamente varios sistemas solares, lo que no podría suceder. Queda, pues, la simple observación, y esa, reducida a la menor extensión posible, puesto que no se refiere más que a uno solo de nuestros sentidos (la vista). Medir los ángulos y contar el tiempo transcurrido, tales son los únicos medios, de acuerdo a los cuales puede proceder nuestra inteligencia al descubrimiento de las leyes que rigen los fenómenos celestes(Tomo II páginas 13-14).
Es evidente que nos será imposible para siempre, no sólo hacer experiencias sobre los fenómenos físicos, químicos, geológicos y orgánicos que se producen en los diferentes planetas de nuestro sistema solar, sin hablar ya de los otros sistemas, y establecer comparaciones sobre todos sus desenvolvimientos respectivos, sino aun observarlos y constatar su real existencia, lo que equivale a decir que debemos renunciar a la adquisición de un conocimiento que se aproxime sólo un poco al que podemos y debemos alcanzar por lo que se refiere a los fenómenos de nuestro globo terrestre. La inaccesibilidad del universo para nosotros no es absoluta, pero su accesibilidad en comparación con la de nuestro sistema solar, y aun más con la de nuestro globo terrestre, es tan pequeña, que se parece a la inaccesibilidad absoluta.
Prácticamente parecemos ganar muy poco en que no sea absoluta. Pero desde el punto de vista de la teoría, la ganancia es inmensa. Y si es inmensa para la teoría, lo es, por reflejo, también para la práctica social de la humanidad, porque toda teoría se traduce, tarde o temprano, en instituciones y en hechos humanos. ¿Cuál es, pues, ese interés y esa ventaja teórica de la no inaccesibilidad absoluta del universo? Que el buen dios, lo absoluto, es expulsado del universo, lo mismo que de nuestro globo terrestre.
Desde el momento que el universo nos es algo accesible, aunque fuese en una medida infinitamente pequeña, debe tener una naturaleza semejante a la de nuestro mundo conocido. Su inaccesibilidad no es causada por una diferencia de naturaleza, sino por el extremo alejamiento material de esos mundos, que hace imposible la observación de sus fenómenos. Materialmente desalojados de nuestro globo terrestre, son también tan exclusivamente materiales como este último. Materiales y materialmente iluminados por nuestro sistema solar, esa infinidad de mundos desconocidos se encuentran necesariamente, entre ellos y con él, en relaciones incesantes de acción y de reacción mutua. Nacen, existen, perecen y se transforman sucesivamente en el seno de la causalidad infinitamente universal, como ha nacido, como existe y como perecerá ciertamente, tarde o temprano, nuestro mundo solar, y las leyes fundamentales de esta génesis o de esta transformación material deben ser las mismas, modificadas sin duda, según las infinitas circunstancias que diferencian probablemente el desenvolvimiento de cada mundo tomado aparte. Pero la naturaleza de esas leyes y de su desenvolvimiento debe ser la misma, a causa de esa acción y reacción incesantes que se efectúan durante la eternidad entre ellas. De suerte que, sin tener necesidad de franquear los espacios infranqueables, podemos estudiar las leyes universales de los mundos en nuestro sistema solar, que, siendo su producto, debe implicarlas todas, y aun desde más cerca, en nuestro propio planeta, el globo terrestre, que es el producto inmediato de nuestro sistema solar. Por consiguiente, al estudiar y reconocer las leyes de la Tierra, podemos tener la certidumbre de estudiar al mismo tiempo y de reconocer las leyes del universo.
Y aquí podemos ir directamente a los detalles: observarlos, experimentarlos y compararlos. Por restringido que sea, en relación al universo, nuestro globo es aun un mundo infinito. Bajo este punto de vista, se puede decir que nuestro mundo, en el sentido más restringido de esta palabra, nuestra Tierra es igualmente inaccesible, es decir, inagotable. Nunca llegará la ciencia al último término, ni dirá su última palabra. ¿Es que eso debe desesperamos? Al contrario, si la tarea fuera limitada, enfriaría bien pronto el espíritu del hombre, que una vez por todas, dígase lo que se diga y hágase lo que se haga, no se siente nunca tan feliz como cuando puede romper y franquear un límite. Y muy felizmente para él, la ciencia de la naturaleza es tal que, cuanto más límites franquea el espíritu, más límites nuevos se levantan que provocan su curiosidad insaciable.
Hay un límite que jamás el espíritu científico podrá franquear de una manera absoluta: es precisamente lo que el señor Littré llama la naturaleza íntima o el ser íntimo de las cosas, lo que los metafísicos de la escuela de Kant llaman la cosa en sí (das Díng an sich). Esta expresión, he dicho, es tan falsa como peligrosa, porque, aun teniendo el aspecto de excluir lo absoluto del dominio de la ciencia, lo reconstituye, lo contirma como un ser real. Porque cuando digo que hay en todas las cosas existentes, las más comunes, las más conocidas, incluso yo mismo, un fondo íntimo, inaccesible, eternamente desconocido, y que, como tal, queda necesariamente fuera y absolutamente independiente de su existencia fenomenal y de esas múltiples relaciones de causas relativas a efectos relativos que determinan y encadenan todas las cosas existentes, estableciendo entre ellas una especie de unidad incesantemente reproducida —afirmo por eso mismo que todo ese mundo fenomenal, el mundo aparente, sensible, conocido, no es más que una especie de envoltura exterior, una corteza en el fondo de la cual se oculta como un núcleo el ser no determinado por las relaciones externas, el ser no relativo, no dependiente, lo absoluto. Se ve que el señor Littré, probablemente a causa de su desprecio profundo hacia la metafísica, ha quedado él mismo en la metafísica de Kant, que se pierde, como se sabe, en esas antinomias o contradicciones que pretenden ser inconciliables e insolubles: de lo finito y de lo infinito, de lo exterior y de lo interior, de lo relativo y de lo absoluto, etc. Es claro que al estudiar el mundo con la idea fija de la insolubilidad de esas categorías que parecen, por una parte, absolutamente opuestas, y por la otra, tan estrechamente, tan absolutamente encadenadas que no se puede pensar en la una sin pensar de inmediato en la otra, es claro, digo, que el acercarse al mundo existente con un prejuicio metafísico en la cabeza, se será siempre incapaz de comprender algo de la naturaleza de las cosas. Si los positivistas franceses hubiesen querido tomar en consideración la crítica preciosa que Hegel, en su Lógica, que es ciertamente uno de los libros más profundos que se escribieron en nuestro siglo, ha hecho de todas estas antinomias kantianas, se habrían asegurado sobre esa pretendida imposibilidad para reconocer la naturaleza íntima de las cosas. Habrían comprendido que ninguna cosa puede tener realmente en su interior una naturaleza que no se manifieste en su exterior; o, como lo dice Goethe, en respuesta a no sé ya qué poeta alemán que ha pretendido que ningún espíritu creado podía penetrar hasta el interior de la naturaleza (In’s Innere der Natur dringt kein erschaffene Geist):
Hace ya veinte años que oigo repetir la misma cosa,
y que maldigo, pero en secreto.
La naturaleza no tiene ni núcleo ni corteza;
es todo a la vez.
Schon zwanzig Jahre hor’ich’s wiederholen,
Und fluche drauf, aber verstolhen.
Natur hat weder Kern noch Schale;
Alles ist sie auf einem Male.
Pido perdón al lector por esta larga disertación sobre la naturaleza de las cosas. Pero se trata de un interés supremo, el de la exclusión real y completa, el de la destrucción final del absoluto, que, esta vez, no se contenta solamente con pasearse como un fantasma lamentable sobre los confines de nuestro mundo visible, en la inmensidad infinita del espacio, sino que, animado por la metafísica completamente kantiana de los positivistas, quiere introducirse simuladamente en el fondo de todas las cosas conocidas, de nosotros mismos, y plantar su bandera en el propio seno de nuestro mundo terrestre.
La intimidad de las cosas, dicen los positivistas, nos es inaccesible. ¿Qué entienden por estas palabras: la intimidad de las cosas? Para ilustrarnos sobre este punto voy a citar entera la frase del señor Littré:
El físico, prudentemente convencido en lo sucesivo de que la intimidad de las cosas le está cerrada, no se deja distraer por quien le pregunta por qué los cuerpos son cálidos y pesados; lo buscaría en vano, y no lo busca. Lo mismo en el dominio biológico, no hay lugar para preguntar por qué la substancia viva se constituye en formas en que los aparatos están, con más o menos exactitud, ajustados al fin, a la función. El ajustarse así es una de las propiedades inmanentes de esa substancia, como el alimentarse, el contraerse, el sentir, el pensar. Esta visión, extendida a las perturbaciones, las abarca sin dificultad; y el espíritu que deja de atenerse a buscar la imposible conciliación de las fatalidades con las finalidades, no encuentra nada que sea ininteligible, es decir, contradictorio, de lo que es proporcionado por el mundo(págs. XXV-XXVI).
He ahí sin duda una manera bien cómoda de filosofar, y un medio seguro de evitar todas las contradicciones posibles. Se os pregunta, con relación a un fenómeno: ¿Por qué es así? Y respondéis: por que es así. Después de la cual no queda más que hacer que una sola cosa: constatar la realidad del fenómeno y su orden de coexistencia o de sucesión con otros fenómenos más o menos ligados a él; asegurarse por la observación y por la experiencia que esa coexistencia y esa sucesión se reproducen en las mismas circunstancias en todas partes y siempre, y, una vez adquirida esa convicción, convertirlas en una ley general. Concibo que los especialistas científicos puedan, deban hacer eso; porque si obrasen de otro modo, si intercalaran sus propias ideas en el orden de los hechos, la filosofía positiva correría mucho el riesgo de no tener por base de sus razonamientos más que fantasías más o menos ingeniosas, no hechos. Pero no concibo que un filósofo que quiere comprender el orden de los hechos pueda contentarse con tan poco. Comprender es muy difícil, lo sé, pero es indispensable si se quiere hacer filosofía seria.
A un hombre que me preguntara: ¿Cuáles son el origen y la substancia de la materia en general o más bien del conjunto de las cosas materiales, del universo?, no me contentaría con responder doctoralmente, y de una manera tan ambigua que podría hacerme sospechoso de teologismo: El origen y la esencia de la materia nos son inaccesibles. Le preguntaría primero de qué materia quiere hablar. ¿Es solamente del conjunto de los cuerpos materiales, compuestos o simples, que constituyen nuestro globo, y en su más grande extensión, nuestro sistema solar, o bien de todos los cuerpos conocidos y desconocidos cuyo conjunto infinito e indefinido forma el universo?
Si es de la primera, le diré que la materia de nuestro globo terrestre tiene ciertamente un origen, puesto que hubo una época, de tal modo lejana que ni él ni yo podemos formarnos una idea de ella, pero una época determinada en que nuestro planeta no existía; nuestro planeta ha nacido en el tiempo, y es preciso buscar el origen de nuestra materia planetaria en la materia de nuestro sistema solar. Pero que no siendo nuestro sistema solar mismo un mundo absoluto ni infinito, sino muy restringido, circunscripto, y no existiendo por consiguiente más que relaciones incesantes y reales de acción y de reacción mutuas con un infinito de mundos semejantes, no puede ser un mundo eterno. Que es cierto que, compartiendo la suerte de todo lo que goza de una existencia determinada y real, deberá desaparecer un día, en no sé cuantos millones de millones de siglos, y que, como nuestro planeta, sin duda mucho antes de él, ha debido tener un comienzo en el tiempo; de donde resulta que es preciso buscar el origen de la materia solar en la materia universal.
Ahora si me pregunta cuál ha sido el origen de la materia universal, de ese conjunto infinito de mundos que llamamos el universo infinito, le responderé que su pregunta contiene un absurdo; que me sugiere por decirlo así la respuesta absurda que quisiera escuchar de mí. Esa cuestión se traduce en ésta: ¿Hubo un tiempo en que la materia universal, el universo infinito, el ser absoluto y único no existían? ¿O no existía más que la idea, y necesariamente después de haber sido durante una eternidad infinita en el pasado un dios haragán o un dios impotente, un dios inacabado, tuvo repentinamente la ocurrencia —y sintió en un momento dado, en una época determinada en el tiempo, la potencia y la voluntad—, de crear el universo? ¿Qué después de haber sido durante una eternidad un dios no creador, se convirtió, por no sé qué milagro de desenvolvimiento interior, en un dios creador?
Todo eso está necesariamente contenido en esta cuestión del origen de la materia universal. Aun admitiendo por un instante ese absurdo de un dios creador, llegaremos forzosamente a reconocer la eternidad del universo. Porque dios no es dios más que si se le supone la absoluta perfección; pero la absoluta perfección excluye toda idea, toda posibilidad de desenvolvimiento. Dios no es dios más que porque su naturaleza es inmutable. Lo que es hoy, ha sido ayer y lo será siempre. Es un dios creador y omnipotente hoy, por consiguiente lo ha sido en toda la eternidad; por tanto, no es en una época determinada, sino en toda la eternidad cuando ha creado los mundos, el universo. Por consiguiente, el universo es eterno. Pero siendo eterno no ha sido creado y no hubo nunca un dios creador.
En esa idea de un dios creador, hay esta contradicción: que toda creación, idea y hecho tomados a la experiencia humana, supone una época determinada en el tiempo, mientras que la idea de dios implica la eternidad: de donde resulta un absurdo evidente. El mismo razonamiento se aplica también al absurdo de un dios ordenador y legislador de los mundos. En una palabra, la idea de dios no soporta la menor crítica. Pero al caer dios, ¿qué queda? La eternidad del universo infinito.
He ahí, pues, una verdad concerniente al absoluto y que lleva, sin embargo, el carácter de una certidumbre absoluta: El universo es eterno y no ha sido creado por nadie. Esta verdad es muy importante para nosotros, porque reduce a la nada, una vez por todas, la cuestión del origen de la materia universal, que el señor Littré halla tan difícil de resolver, y destruye, al mismo tiempo, en su raíz, la idea de un ser espiritual absoluto pre-existente o coexistente, la idea de dios.
En el conocimiento de lo absoluto podemos dar un paso hacia adelante, aun conservando la garantía de una absoluta certidumbre.
Recordémonos que hay una verdadera eternidad en el mundo que existe. Nos es muy difícil imaginarla, hasta tal punto la idea misma más abstracta de la eternidad halla dificultad para alojarse en nuestra pobre cabeza, ¡ay! tan rápidamente pasajera. Por tanto, no es cierto que hay una verdad irrefutable y que se impone con todo el carácter de una absoluta necesidad a nuestro espíritu. No nos es permitido no aceptarla. He aquí, pues, puesto de una vez al margen el buen dios, la segunda cuestión que se presenta a nosotros: En esa eternidad que se abre infinita e ilimitada tras el momento actual, ¿hay una época determinada en el tiempo en la que comenzó por primera vez la organización de la materia universal o del ser en mundos separados y organizados? ¿Y hubo un tiempo en que toda la materia universal pudo quedar en el estado de materia capaz de organización, pero no aún organizada?
Supongamos que antes de poder organizarse espontáneamente en muchos separados, la materia universal haya debido recorrer no sé qué cantidad innumerable de desenvolvimientos previos, y de lo cual no podríamos jamás formarnos una sombra de la sombra de una idea cualquiera. Esos desenvolvimientos han podido necesitar un tiempo que por su inmensidad relativa sobrepasa todo lo que podemos imaginar. Pero como se trata esta vez de desenvolvimientos materiales, no de un absoluto inmutable, ese tiempo, por inmenso que fuese, fue necesariamente un tiempo determinado y como tal infinitamente menor que la eternidad. Llamemos Xa todo el tiempo que ha transcurrido desde la primera formación supuesta de los mundos en el universo hasta el momento presente; llamemos Ya todo el tiempo que han durado esos desenvolvimientos previos de la materia universal antes de que pudiera organizarse en mundos separados; X más Y representa un período de tiempo que, por relativamente inmenso que sea, no es una cantidad determinada y por consiguiente infinitamente inferior a la eternidad. Llamemos Z a su suma (X más Y igual a Z); y bien, tras la Z queda siempre la eternidad. Extended X e Y lo que os plazca, multiplicad ambas por las cifras más inmensas que podáis imaginar o escribir con vuestra escritura más comprimida en una línea larga como la distancia de la Tierra a la estrella visible más lejana; agrandaréis la Z en la misma proporción, pero por mucho que hagáis por agrandarla, por inmensa que llegue a ser, será siempre menor que la eternidad, tendrá siempre tras sí la eternidad.
¿Cuál es la conclusión a la que seríais impulsados? ¿Qué durante una eternidad, la materia universal —esa materia cuya acción espontánea únicamente ha podido crear, organizar los mundos, puesto que hemos visto desaparecer el fantasma, el creador y el ordenador divino— ha permanecido inerte, sin movimiento, sin desenvolvimiento previo, sin acción; luego que, en un momento dado y determinado, sin ninguna razón, ni por nadie fuera de ella, ni por ella misma, en la eternidad, se ha puesto repentinamente a moverse, a desarrollarse, a obrar, sin que ninguna causa, sea exterior o interior, la haya impulsado? Esto es un absurdo tan evidente como el de un dios creador. Pero estáis forzados a aceptar ese absurdo, cuando suponéis que la organización de los mundos en el universo tuvo un comienzo determinado cualquiera, por inmensamente lejano que sea representado por vosotros ese comienzo del momento actual. De donde resulta con una absoluta evidencia que la organización del universo o de la materia universal en mundos separados es tan eterna como su ser.
He aquí, pues, una segunda verdad absoluta que representa todas las garantías de una certidumbre perfecta. El universo es eterno y su organización lo es también. ¡Y en ese universo infinito no hay la menor plaza para el buen dios! Es ya mucho ¿no es cierto? Pero veamos si no podemos dar todavía un paso hacia adelante.
El universo está organizado eternamente en una infinitud de mundos separados y que quedan unos fuera de otros, pero, sin embargo, conservan las relaciones necesarias e incesantes unos con otros. Es lo que Augusto Comte llama la acción mutua de los soles, acción que ningún hombre ha podido experimentar, ni observar siquiera, pero del cual el propio ilustre fundador de la filosofía positiva, él, que es tan severo para todo lo que lleva el carácter de una hipótesis inverificable, habla, sin embargo, como de un hecho positivo y que no puede ser objeto de ninguna duda. Y habla así porque ese hecho se impone imperiosamente, por sí mismo y con una absoluta necesidad, al espíritu humano, desde el momento que ese espíritu se ha libertado del yugo embrutecedor del fantasma divino.
La acción mutua de los soles resulta necesariamente de su existencia separada. Por inmensos que puedan ser, suponiendo que la inmensidad real de los más grandes sobrepase todo lo que podemos imaginar en extensión y tamaño, todos son, sin embargo, seres determinados, relativos, finitos, y, como tales, ninguno puede llevar exclusivamente en sí la causa y la base de su existencia propia, ninguno existe ni puede existir más que por esas relaciones incesantes o por su acción y su reacción mutuas, sea inmediatas y directas, sea indirectas, con todos los demás. Ese encadenamiento infinito de acciones y de reacciones perpetuas constituye la real unidad del universo infinito. Pero esta unidad universal no existe en su plenitud infinita, como unidad concreta y real, que comprende efectivamente toda esa cantidad ilimitada de mundos con la inagotable riqueza de sus desenvolvimientos; no existe, digo, y no se manifiesta como tal, para nadie. No puede existir para el universo, que, no siendo nada más que una unidad colectiva, eternamente resultante de la acción mutua de los mundos esparcidos en la inmensidad sin límites del espacio, no posee ningún órgano para concebirla; y no puede existir para nadie fuera del universo, porque fuera del universo no hay nada. No existe, como idea a la vez necesaria y abstracta, más que en la conciencia del hombre.
Esta idea es el último grado del saber positivo, el punto en que la positividad y la abstracción absoluta se encuentran. Un paso más en esa dirección y caéis en las fantasmagorías metafísicas y religiosas. Por consiguiente, es prohibido, bajo pena de absurdidez, fundar nada sobre esa idea. Como último término del saber humano, no puede servirle de base.
Una determinación importante y última que resulta, no de esa idea, sino del hecho de la existencia de una cantidad infinita de mundos separados, que ejercen incesantemente unos sobre otros una acción mutua que constituye propiamente la existencia de cada uno, es que cada uno de esos mundos no es eterno; que todos han tenido un comienzo y todos tendrán un fin, por lejano que haya estado uno de otro. En el seno de esa causalidad universal que constituye el ser eterno y único, el universo, los mundos, nacen, se forman, existen, ejercen una acción conforme a su ser; después se desorganizan, mueren o se transforman, como lo hacen las menores cosas de esta Tierra. En todas partes es la misma ley, el mismo orden, la misma naturaleza. No podremos nunca saber nada más allá. Una infinidad de transformaciones que se han efectuado en la eternidad del pasado, una infinidad de otras transformaciones que se hacen en la hora presente misma, en la inmensidad del espacio, nos serán eternamente desconocidas. Pero sabemos que en todas partes está la misma naturaleza, el mismo ser. ¡Que eso nos baste!
No nos preguntaremos ya, pues, cuál es el origen de la materia universal, o más bien del universo considerado como la totalidad de un número infinito de mundos separados y más o menos organizados; porque esa cuestión supone una insensatez, la creación, y porque sabemos que el universo es eterno. Pero podríamos preguntar: ¿Cuál es el origen de nuestro mundo solar?, porque sabemos con certitud que ha nacido, que se ha formado en una época determinada, en el tiempo. Sólo que apenas hayamos planteado esa pregunta, deberemos de inmediato reconocer que no tiene para nosotros solución posible.
Reconocer el origen de una cosa, es reconocer todas las causas, o bien todas las cosas cuya acción simultánea y sucesiva, directa o indirecta, la han producido. Es evidente que para determinar el origen de nuestro sistema solar, deberíamos conocer hasta el último, no sólo toda esa infinidad de mundos que han existido en la época de su nacimiento y cuya acción colectiva, directa o indirecta, lo han producido, sino también todos los mundos pasados y todas las acciones mundiales de que esos mismos mundos han sido los productos. Es decir, que el origen de nuestro sistema solar se pierde en el encadenamiento de causas o de acciones, infinito en el espacio, eterno en el pasado, y que, por consiguiente, por real o material que sea, no podremos nunca determinarlo.
Pero si nos es imposible reconocer en un pasado eterno y en la inmensidad infinita del espacio el origen de nuestro sistema solar o bien la suma indefinida de las causas cuya acción combinada lo ha producido y continuará reproduciéndolo siempre, en tanto que no haya desaparecido a su vez, podremos investigar este origen o esas causas en su efecto, es decir, en la presente realidad de nuestro sistema solar, que ocupa en la inmensidad del espacio una extensión circunscrita y por consiguiente determinable, sino aun determinada. Porque, notadlo bien, una causa no es una causa más que en tanto que se ha realizado en su efecto. Una causa que no se haya traducido en un producto real no sería más que una causa imaginaria, un ser sin realidad; de donde resulta que toda cosa, siendo necesariamente producida por una suma indefinida de causas, lleva la combinación real de todas esas causas en sí, y no es en realidad nada más que esa real combinación de todas las causas que la han producido. Esa combinación, es todo su ser real, su intimidad, su substancia.
La cuestión concerniente a la substancia de la materia universal o del universo contiene, pues, una suposición absurda: la del origen, de la causa primera de los mundos, o bien de la creación. No siendo toda substancia más que la realización efectiva de un número indefinido de causas combinadas en una acción común, para explicar la substancia del universo sería necesario investigar el origen o las causas, y ese origen no existe, puesto que es eterno. El mundo universal existe: es el ser absoluto, único y supremo, fuera del cual nada podría existir: ¿cómo deducirlo, pues, de alguna cosa? El pensamiento de elevarse por encima o de ponerse fuera del ser único implica la nada, y habría que poderlo hacer para deducir su substancia de un origen que no estaría en él. Todo lo que podemos hacer es constatar primeramente ese ser único y supremo que se impone a nosotros con una absoluta necesidad, después estudiar los efectos en el mundo que nos es realmente accesible: en nuestro sistema solar, primero, pero luego y sobre todo sobre nuestro globo terrestre.
Puesto que la substancia de una cosa no es nada más que la real combinación o la realización de todas las causas que la han producido, es evidente que si podemos reconocer la substancia de nuestro mundo solar, reconoceremos al mismo tiempo todas sus causas, es decir, toda esa infinidad de mundos cuya acción combinada, directa o indirecta, se ha realizado en su creación —reconoceríamos el universo.
Henos aquí llegados a un círculo vicioso: para reconocer las causas universales del mundo solar, debemos reconocer su substancia; pero para reconocer esta última, debemos conocer todas esas causas. A esta dificultad, que en el primer momento parece insoluble, hay, sin embargo, una salida, y hela aquí: La naturaleza íntima o la substancia de una cosa no se reconoce solamente por la suma o la combinación de todas las causas que la han producido, se reconoce igualmente por la suma de sus manifestaciones diferentes o de todas las acciones que ejerce en el exterior.
Toda cosa no es más que lo que hace: su hacer, su manifestación exterior, su acción incesante y múltiple sobre todas las cosas que están fuera de ella, es la exposición completa de su naturaleza, de su substancia, o de lo que los metafísicos, el señor Littré con ellos, llaman su ser íntimo. No puede tener nada en lo que se llama su exterior: en una palabra, su acción y su ser son uno.
Se podría asombrar uno de que hable de la acción de todas las cosas, aun en apariencia las más inertes, tan habituados estamos a no asociar el sentido de esa palabra más que a los actos acompañados de una cierta agitación visible de movimientos aparentes, y sobre todo de la conciencia, animal o humana, del que obra. Pero, hablando propiamente, no existe en la naturaleza un solo punto que esté en reposo nunca, pues todo se encuentra, en cada momento, en la infinitesimal parte de cada segundo, agitado por una acción y una reacción incesantes. Lo que llamamos la inmovilidad, el reposo, no son más que apariencias groseras, nociones por completo relativas. En la naturaleza todo es movimiento y acción: ser no significa otra cosa que hacer. Todo lo que llamamos propiedades de las cosas: propiedades mecánicas, físicas, químicas, orgánicas, animales, humanas, no son más que diferentes modos de acción. Toda cosa no es determinada o real más que por las propiedades que posee; y no las posee más que en tanto que las manifiesta, pues, sus propiedades determinan sus relaciones con el mundo exterior, es decir, sus diferentes modos de acción sobre el mundo exterior; de donde resulta que toda cosa no es real más que en tanto que se manifiesta, que obra. La suma de sus acciones diferentes, he ahí todo su ser.[38]
¿Qué significan, pues, estas palabras: El físico, prudentemente convencido, en lo sucesivo, de que la intimidad de las cosas le está cerrada, etc? Las cosas no hacen más que mostrarse ingenuamente, plenamente, en toda su integridad, a quien sólo tiene interés en mirarlas, sin prejuicio y sin idea fija metafísica, teológica; y el físico de la escuela positivista, que busca el medio día a las catorce horas, como se dice, y no comprendiendo nada en esa ingenua sencillez de las cosas reales, de las cosas naturales, declarará gravemente que hay en su seno un ser íntimo que conservan simuladamente para sí, y los metafísicos, los teólogos, gozosos con ese descubrimiento, que por lo demás le han sugerido, se apoderarán de esa intimidad, de ese en sí de las cosas, para alojar en él al buen dios.
Toda cosa, todo ser existente en el mundo, de cualquier naturaleza que sea, tiene, pues, este carácter general: ser el resultado inmediato de la combinación de todas las causas que han contribuido a producirlo, directa o indirectamente; lo que implica, por vía de transmisiones sucesivas, la acción, por lejana o antigua que sea, de todas las causas pasadas y presentes activas en el infinito universo; y como todas las causas o acciones que se producen en el mundo son manifestaciones de cosas realmente existentes; y como toda cosa no existe realmente más que en la manifestación de su ser, cada cual transmite, por decirlo así, su propio ser a la cosa que su acción especial contribuye a producir; de donde resulta que cada cosa, considerada como un ser determinado, nacido en el espacio y en el tiempo, o como producto, lleva en sí la impresión, el rasgo, la naturaleza de todas las cosas que han existido y que existen actualmente en el universo, lo que implica necesariamente la identidad de la materia o del ser universal.
No siendo cada cosa en la integridad de su ser más que un producto, sus propiedades y sus modos diferentes de acción sobre el mundo exterior, que, como lo hemos visto, constituyen todo su ser, son necesariamente también productos. Como tales, no son propiedades autónomas, pues, no se derivan más que de la propia naturaleza de las cosas, independientemente de toda causalidad exterior. En la naturaleza o en el mundo real, no existe ser independiente, ni propiedad independiente. Todo está allí, al contrario, en dependencia mutua. Derivándose de una causalidad exterior, las propiedades de una cosa le son, por consiguiente, impuestas; constituyen, consideradas en conjunto, su modo de acción obligado, su ley. Por otra parte, no se puede decir propiamente que esa ley sea impuesta a la cosa, porque esa expresión supondría una existencia de la cosa, previa o separada de su ley, mientras que aquí la ley, la acción, la propiedad constituyen el ser mismo de la cosa Siguiéndola, manifiesta su propia naturaleza íntima, existe. De donde resulta que todas las cosas reales, en su desenvolvimiento y en todas sus manifestaciones, son fatalmente dirigidas por sus leyes, pero que esas leyes les son tan poco impuestas, que constituyen, al contrario, todo su ser.[39]
Descubrir, coordinar y comprender las propiedades, o los modos de acción o las leyes de todas las cosas existentes en el mundo real, tal es, pues, el verdadero y único objeto de la ciencia.
¿Hasta qué punto es realizable ese programa por el hombre?
El universo nos es en efecto inaccesible, Pero estamos seguros ahora de encontrar su naturaleza idéntica en todas partes y sus leyes fundamentales en nuestro sistema solar, que es su producto. No podemos igualmente remontarnos hasta el origen, es decir, hasta las causas productoras de nuestro sistema solar, porque esas causas se pierden en la infinitud del espacio y de un pasado eterno. Pero podemos estudiar la naturaleza de ese sistema en sus propias manifestaciones. Y aun aquí nos encontramos un límite que no podremos franquear. No podremos observar nunca, ni por consiguiente reconocer la acción de nuestro mundo solar sobre la infinita cantidad de mundos que llenan el universo. A lo sumo podremos reconocer alguna vez, de una manera excesivamente imperfecta, algunas relaciones que existen entre nuestro sol y algunos de los soles innumerables que brillan en el firmamento. Pero esos conocimientos imperfectos, mezclados necesariamente a hipótesis apenas verificables, no podrían constituir nunca una ciencia seria. Forzoso nos será, pues, contentarnos más o menos con el conocimiento más y más perfeccionado y detallado de las relaciones interiores de nuestro sistema solar. Y aun aquí nuestra ciencia, que no merece ese nombre más que en tanto que se funda sobre la observación de los hechos, y ante todo sobre la constatación real de su existencia, y luego de los modos reales de su manifestación y de su desenvolvimiento, encuentra un nuevo límite que parece tener que permanecer siempre infranqueablemente: es la imposibilidad de constatar, y por consiguiente también de observar, los hechos físicos, químicos, orgánicos, inteligentes y sociales que suceden en algunos planetas que constituyen parte de nuestro sistema solar, exceptuada nuestra Tierra, que está abierta a nuestras investigaciones.
La astronomía ha llegado a determinar las líneas recorridas por cada planeta de nuestro sistema alrededor del sol, la rapidez de su movimiento doble, su forma, su volumen y su peso. Eso es inmenso. Por otra parte, por las mencionadas razones, es indudable para nosotros que las substancias que las constituyen deben tener todas las propiedades físicas de nuestras substancias terrestres. Pero no sabemos casi nada de su formación geológica, menos aún de su organización vegetal y animal, que probablemente quedará para siempre inaccesible a la curiosidad del hombre. Fundándonos en esa verdad, en lo sucesivo incontestable para nosotros, de que la materia universal es profundamente idéntica en todas partesy siempre, debemos necesariamente concluir que siempre y en todas partes, en los mundos más infinitamente lejanos y en los más próximos del universo, todos los seres son cuerpos materiales pesados, cálidos, luminosos, eléctricos, y que en todas partes se descomponen en cuerpos o en elementos químicos simples, y que por consiguiente, allí donde se encuentran condiciones de existencia y de desenvolvimiento idénticas, al menos semejantes, deben tener lugar fenómenos semejantes. Esta certidumbre es suficiente para convencernos de que en ninguna parte pueden producirse fenómenos y hechos contrarios a lo que sabemos de las leyes de la naturaleza; pero es incapaz de darnos la menor idea sobre los seres, necesariamente materiales, que pueden existir en los otros mundos y aun sobre los planetas de nuestro propio sistema solar. En estas condiciones, el conocimiento científico de estos mundos es imposible, y debemos renunciar a él de una vez por todas.
Si es verdad, como lo supone Laplace, cuya hipótesis no ha sido todavía suficiente ni universalmente aceptada, si es verdad que todos los planetas de nuestro sistema se han formado de la materia solar, es evidente que una identidad mucho más considerable todavía debe existir entre los fenómenos de todos los planetas de este sistema y entre ellos y los de nuestro globo terrestre. Pero esta evidencia no podría aún constituir la verdadera ciencia, porque la ciencia es como santo Tomás: debe palpar y ver para aceptar un fenómeno o un hecho, y las construcciones a priori, las hipótesis más racionales, no tienen valor para ella más que cuando se verifican más tarde por demostraciones a posteriori. Todas estas razones nos vuelven, para el conocimiento pleno y concreto, a la Tierra.
Al estudiar la naturaleza de nuestro globo terrestre, estudiamos al mismo tiempo la naturaleza universal, no en la multiplicidad infinita de sus fenómenos, que nos serán siempre desconocidos, sino en su substancia y en sus leyes fundamentales, siempre y en todas partes idénticas. He ahí lo que debe y lo que puede consolarnos de nuestra ignorancia forzada sobre los desarrollos innumerables de los infinitos mundos de que no tendremos nunca una idea, y asegurarnos al mismo tiempo contra todo peligro de un fantasma divino que, si fuese de otro modo, podría venirnos de otro mundo.
Únicamente en la Tierra puede poner la ciencia un pie seguro. Aquí está en su casa y marcha en plena realidad, teniendo todos los fenómenos, por decirlo así, bajo su mano, bajo sus ojos, pudiendo constatarlos, palparlos. Aun los desenvolvimientos pasados, tanto materiales como intelectuales, de nuestro globo terrestre, a pesar de que los fenómenos de que fueron acompañados han desaparecido, están abiertos a nuestras investigaciones científicas. Los fenómenos que se han sucedido no están ya allí, pero han quedado sus rasgos visibles y distintos; tanto los de los desenvolvimientos pasados de las sociedades humanas, como los de los desenvolvimientos orgánicos y geológicos de nuestro globo terrestre. Al estudiar esos rasgos podemos reconstruir, en cierto modo, su pasado.
En cuanto a la formación primera de nuestro planeta, prefiero dejar hablar al genio tan profundo y científicamente desarrollado de Augusto Comte[40] que a mi propia insuficiencia, demasiado vivamente reconocida en todo lo que se refiere a las ciencias naturales:
Sin embargo, debo proceder al examen general de lo que implica un cierto carácter de positividad en las hipótesis cosmogónicas. Será, sin duda, superfluo establecer especialmente sobre eso, este preliminar indispensable: que toda idea de creación propiamente dicha debe ser aquí radicalmente desviada, porque, por su naturaleza, es enteramente imperceptible[41] y la sola investigación razonable, si es realmente accesible, debe referirse únicamente a las transformaciones sucesivas del cielo, limitándose, al menos al principio, a la que ha podido producir inmediatamente su estado actual... La cuestión real consiste, pues, en decidir si el estado presente del cielo ofrece algunos indicios apreciables de un estado anterior más simple, cuyo carácter general sea susceptible de ser determinado. A este respecto, la separación fundamental que me he ocupado en constituir sólidamente entre el estudio necesariamente inaccesible del universo y el estudio necesariamente muy positivo de nuestro mundo solar, introduce naturalmente una distinción profunda que restringe mucho el campo de las investigaciones efectivas. Se concibe, en efecto, que podamos conjeturar, con alguna esperanza de éxito, sobre la formación del sistema solar de que formamos parte...[42]
[1] Como todo individuo humano, en cada instante dado de su vida, no es más que la resultante de todas las causas que han obrado en su nacimiento y también antes de su nacimiento, combinadas con todas las condiciones de su desenvolvimiento posterior, tanto como con todas las circunstancias que obran en él en ese momento.
[2] Hablo, naturalmente, del espíritu, de la voluntad y de los sentimientos que conocemos, de los únicos que podemos conocer: de los del animal y del hombre el cual, de todos los animales de la Tierra, es —desde el punto de vista general, no del de cada facultad tomada aparte— sin duda el más perfecto. En cuanto al espíritu, a la voluntad y a los sentimientos extra humanos y extra mundanos del ser de que nos hablan los teólogos y los metafísicos, debo confesar mi ignorancia, porque no los encontré nunca y nadie, que yo sepa, ha tenido relaciones directas con ellos. Pero si juzgamos de acuerdo a lo que nos dicen esos señores, ese espíritu es de tal modo incoherente y estúpido, esa voluntad y esos sentimientos son de tal modo perversos, que no vale la pena ocuparse de ellos más que para constatar todo el mal que han hecho sobre la Tierra. Para probar la acción absoluta y directa de las leyes mecánicas, físicas y químicas, sobre las facultades ideales del hombre, me contentaré con plantear esta pregunta: ¿Qué sería de las más sublimes combinaciones de la inteligencia si, desde el momento que el hombre las concibe, se descompusiese solo el aire que respira, o si el movimiento de la Tierra se detuviese, o si el hombre se viese envuelto inopinadamente en una temperatura de 60 grados por encima o por debajo de cero?
[3] Decir que dios no es contrario a la lógica, es afirmar que, en toda la extensión de su ser, es completamente lógico; que no contiene nada que esté por encima, o lo que quiere decir lo mismo, fuera de la lógica: que, por consiguiente, él mismo no es más que la lógica, nada más que esa corriente o ese desenvolvimiento natural de las cosas reales; es decir, que dios no existe. La existencia de dios no puede, pues, tener otra significación que la de la negación de las leyes naturales; de donde resulta este dilema inevitable: Dios existe, por tanto no hay leyes naturales, no hay orden en la naturaleza, el mundo presenta un caos, o bien: El mundo está ordenado en sí, por tanto, dios no existe.
[4] No resulta de ningún modo de eso, que todo lo que es lógico o natural sea desde el punto de vista humano, necesariamente útil, bueno y justo. Las grandes catástrofes naturales; los temblores de tierra, las erupciones volcánicas, las inundaciones, las tempestades, las enfermedades pestilenciales, que devastan y destruyen ciudades y poblaciones enteras, son ciertamente hechos naturales producidos lógicamente por un concurso de causas naturales, pero nadie dirá que son bienhechores para la humanidad. Lo mismo pasa con los hechos que se producen en la historia: las más horribles instituciones llamadas divinas y humanas; todos los crímenes pasados y presentes de los jefes, de esos supuestos bienhechores y tutores de nuestra pobre especie humana, y la desesperante estupidez de los pueblos acaptan su yugo; las infamias actuales de los Napoleones III, de los Bismarck, de Alejandro II y de tantos otros soberanos o políticos y militares de Europa y la cobardía increíble de esa burguesía de todos los países que los anima, los sostiene, aun aborreciéndolos desde el fondo de su corazón; todo eso presenta una serie de hechos naturales producidos por causas naturales, y por consiguiente muy lógicos, lo que no les impide ser excesivamente funestos para la humanidad.
[5] Sigo el uso establecido, separando en cierto modo el mundo social del mundo natural. Es evidente que la sociedad humana, considerada en toda la extensión y en toda la amplitud de su desenvolvimiento histórico, es tan natural y está tan completamente subordinada a todas las leyes de la historia, como el mundo animal y vegetal, por ejemplo, de que es la última y la más alta expresión sobre la Tierra.
[6] Aquí Bakunin utiliza el significado, llamémosle vulgar, del vocablo anarquía, en cuanto sinónimo de desorden, caos. Nota de Chantal López y Omar Cortés.
[7] Ha sido preciso una gran dosis de extravagancia teológica y metafísica para imaginarse un alma inmaterial que vive aprisionada en el cuerpo por completo material del hombre, cuando está claro que lo que es material es lo único que puede ser internado, limitado, contenido en una prisión material. Era necesario tener la fe robusta de Tertuliano, manifestada por esta frase tan célebre: ¡creo en lo que es absurdo! para admitir dos cosas tan incompatibles como esa pretendida inmaterialidad del alma y su dependencia inmediata de las modificaciones materiales, de los fenómenos patológicos que se producen en el cuerpo del hombre. Para nosotros, que no podemos creer en lo absurdo y que no estamos de ningún modo dispuestos a adorar lo absurdo, el alma humana —todo ese conjunto de facultades afectivas, intelectuales y volitivas que constituyen el mundo ideal o espiritual del hombre— no es nada más que la última y las más alta expresión de su vida animal, de las funciones por completo materiales de un órgano material, el cerebro. La facultad de pensar, en tanto que potencia formal, su grado y su naturaleza particular y, por decirlo así, individual en cada hombre, todo eso depende ante todo de la conformación más o menos feliz de su cerebro. Pero luego, esa facultad se consolida por la salud del cuerpo en primer lugar, por una buena higiene y por un buen alimento; después se desarrolla y se fortifica por un ejercicio racional, por la educación y por la instrucción, por la aplicación de los buenos métodos científicos, lo mismo que la fuerza y la destreza musculares del hombre se desarrollan por la gimnasia.
La naturaleza ayudada principalmente por la organización viciosa de la sociedad, crea desgraciadamente algunas veces idiotas, individuos humanos muy estúpidos. Algunas veces, crea también hombres de genio. La inmensa mayoría de los seres humanos nacen iguales o más o menos iguales: no idénticos, sino equivalentes en el sentido que, en cada uno, los defectos y las cualidades se compensan aproximadamente, de suerte que, considerados en su conjunto, el uno vale lo que el otro. Es la educación la que produce las enormes diferencias que nos desesperan hoy. De donde saco esta conclusión: que, para establecer la igualdad entre los hombres, hay que establecerla absolutamente en la educación de los niños.
No he hablado hasta aquí más que de la facultad formal de concebir pensamientos. En cuanto a los pensamientos mismos, que constituyen el fondo de nuestro mundo intelectual y que los metafísicos consideran como creaciones espontáneas y puras de nuestro espíritu, no fueron en su origen nada más que simples constataciones, naturalmente muy imperfectas primero, de hechos naturales y sociales, y conclusiones, aun menos racionales, sacadas de esos hechos. Tal fue el comienzo de todas las representaciones, imaginaciones, alucinaciones e ideas humanas, de donde se ve que el contenido de nuestro pensamiento, nuestros pensamientos propiamente dichos, nuestras ideas, lejos de haber sido creados por una acción espontánea del espíritu, o de ser innatos, como lo pretenden aun hoy los metafísicos, nos han sido dados desde el principio por el mundo de las cosas y de los hechos reales tanto exteriores como interiores. El espíritu del hombre, es decir, el trabajo o la propia función de su cerebro, provocado por las impresiones que le transmiten sus nervios, no aporta a ellas más que una acción formal que consiste en comparar y en combinar esas cosas y esos hechos en sistemas justos o falsos. Justos, sin son conformes al orden realmente inherente a las cosas y a los hechos; falsos, si le son contrarios. Por la palabra, las ideas elaboradas así se precisan y se fijan en el espíritu del hombre y se transmiten de unos a otros, de manera que las nociones individuales sobre las cosas, las ideas individuales de cada uno, al encontrarse, al controlarse y al modificarse mutuamente, y confundiéndose, armonizándose en un solo sistema, acaban por formar la conciencia común o el pensamiento colectivo de una sociedad de hombres más o menos extensa, pensada, siempre modificable y siempre impulsada hacia adelante por los trabajos nuevos de cada individuo; y transmitido por la tradición de una generación a otra, ese conjunto de imaginaciones y de pensamientos, enriqueciéndose y extendiéndose más y más por el trabajo colectivo de los siglos, forma en cada época de la historia, en un medio social más o menos extenso, el patrimonio colectivo de todos los individuos que componen ese medio.
Toda generación nueva encuentra en su cuna un mundo de ideas, de imaginaciones y de sentimientos que le es transmitido bajo forma de herencia común por el trabajo intelectual y moral de todas las generaciones pasadas. Ese mundo no se presenta desde el comienzo al hombre recién nacido, en su forma ideal, como sistema de representaciones y de ideas, como religión, como doctrina; el niño seria incapaz de recibirlo en esa forma; se impone a él como un mundo de hechos, encarnado y realizado en las personas y en las cosas que le rodean, y hablando a sus sentidos por todo lo que oye y lo que ve desde los primeros días de su nacimiento. Porque las ideas y las representaciones humanas, que al principio no han sido nada más que el producto de hechos naturales y sociales —en el sentido que no han sido al principio nada más que la repercusión o la reflexión en el cerebro del hombre, y la reproducción, por decirlo así, ideal y más o menos racional por ese órgano absolutamente material del pensamiento humano—, adquieren más tarde, después de haberse establecido bien, de la manera que acabo de explicarlo, en la conciencia colectiva de una sociedad cualquiera, ese poder de convertirse a su vez en causas productoras de hechos nuevos, no propiamente naturales, sino sociales. Modifican la existencia, los hábitos y las instituciones humanas, en una palabra, todas las relaciones que existen entre los hombres en la sociedad, y, por su encarnación hasta en los hechos y en las cosas cotidianas de la vida de cada uno, se vuelven sensibles, palpables para todos, aun para los niños. De suerte que cada generación nueva se penetra de ella, desde su más tierna infancia; y cuando llega a la edad viril en que comienza propiamente el trabajo de su propio pensamiento, aguerrida, ejercitada y necesariamente acompañada de una critica nueva, encuentra en sí lo mismo que en la sociedad que le rodea, todo un mundo de pensamientos y de representaciones establecidas que le sirven de punto de partida y le dan en cierto modo el material o la materia prima para su propio trabajo intelectual y moral. A ese número pertenecen las imaginaciones tradicionales y comunes que los metafísicos —engañados por el modo en absoluto insensible e imperceptible de acuerdo al que, desde el exterior, penetran y se imprimen en el cerebro de los niños, antes de que hayan llegado a la conciencia de sí mismos— llaman ideas innatas.
Pero al lado de esas ideas generales, tales como las de dios o del alma —ideas absurdas, pero sancionadas por la ignorancia universal y por la estupidez de los siglos, hasta el punto que hoy mismo no se podría pronunciar uno abiertamente y en un lenguaje popular contra ellas sin correr el riesgo de ser lapidado por la hipocresía burguesa—, al lado de esas ideas por completo abstractas, el adolescente encuentra en la sociedad en cuyo ambiente se desarrolla, y, a consecuencia de la influencia ejercida por esa misma sociedad en su infancia, encuentra en sí mismo una cantidad de otras ideas mucho más determinadas sobre la naturaleza y sobre la sociedad, ideas que se refieren más de cerca a la vida real del hombre, a su existencia cotidiana. Tales son las ideas sobre la justicia, sobre los deberes, sobre los derechos de cada uno, sobre la familia, sobre la propiedad, sobre el Estado, y muchas otras más particulares aún que regulan las relaciones de los hombres entre sí. Todas esas ideas que el hombre encuentra encarnadas en su propio espíritu por la educación que independientemente de toda acción espontánea de ese espíritu ha sufrido en su infancia, ideas que, cuando ha llegado a la conciencia de sí, se presentan a él como ideas generalmente aceptadas y consagradas por la conciencia colectiva de la sociedad en que vive, todas esas ideas han sido producidas, he dicho, por el trabajo intelectual y moral colectivo de las generaciones pasadas. ¿Cómo han sido producidas?Por la constatación y por una especie de consagración de los hechos realizados, porque en los desenvolvimientos prácticos de la humanidad, tanto como en la ciencia propiamente dicha, los hechos realizados preceden siempre a las ideas, lo que prueba una vez más que el contenido mismo del pensamiento humano, su fondo real, no es una creación espontánea del espíritu, sino que es dado siempre por la experiencia reflexiva de las cosas reales.
[8] Esta idea de la irresponsabilidad moral de los animales es admitida por todos. Pero no es conforme en todos sus puntos con la verdad. Podemos asegurarnos, por la experiencia de cada día, en nuestras relaciones con los animales amansados y adiestrados. Los criamos, no en vista de su utilidad y de su moralidad propias, sino conforme a nuestros intereses y a nuestros fines; los habituamos a dominar, a contener sus instintos, sus deseos, es decir, desarrollamos en ellos una fuerza interior que no es otra cosa que la voluntad. Y cuando obran contrariamente a los hábitos que hemos querido darles, los castigamos; por tanto, los consideramos, los tratamos como seres responsables, capaces de comprender que han infringido la ley que les hemos impuesto, y los sometemos a una especie de jurisdicción doméstica. Los tratamos, en una palabra, como el buen dios de los cristianos trata a los hombres —con esta diferencia: que lo hacemos por nuestra utilidad, y él por su gloria; nosotros, para satisfacer nuestro egoísmo, él para contentar y alimentar su infinita vanidad.
[9] He aquí dos jóvenes que aportan a la sociedad dos naturalezas diferentes, desarrolladas por dos educaciones distintas, o sólo dos naturalezas diferentes desarrolladas por la misma educación. La una toma una resolución viril, para servirme de esta expresión favorita del señor Gambetta; la otra no toma ninguna o toma una mala. ¿Hay en el sentido jurídico de estas palabras un mérito de parte del primero y una falta de parte del segundo? Sí; si se quiere concederme que ese mérito y esa falta son igualmente involuntarios, igualmente productos de la acción combinada y fatal de la naturaleza y de la educación, y que, por consiguiente, constituyen, ambos, el uno no propiamente un mérito, la otra no propiamente una falta, sino dos hechos, dos resultados diferentes y de los cuales uno es conforme a lo que en un momento dado de la historia llamamos lo verdadero, lo justo y lo bueno, y el otro a lo que en el mismo momento histórico es reputado mentira, injusticia y mal. Llevemos este análisis más lejos. Tomemos dos jóvenes dotados de naturalezas más o menos iguales y que han recibido la misma educación. Supongamos que encontrándose también en una posición social aproximadamente igual, han tomado ambos una buena resolución. Uno se mantiene y se desarrolla siempre más en la dirección que se ha impuesto a sí mismo. El otro se desvía y sucumbe. ¿Por qué? ¿Cuál es la razón de esa diferencia de desenlace? Es preciso buscarla, sea en la diferencia de sus naturalezas y de sus temperamentos, por imperceptible que esa diferencia haya podido ser al principio; sea en la desigualdad que existía ya entre el grado de fuerza intelectual y moral adquirida por cada uno en el momento en que ambos han comenzado su existencia libre; sea, en fin, en la diferencia de sus condiciones sociales y de las circunstancias que han influido más tarde en la existencia o en el desenvolvimiento de cada uno; porque todo efecto tiene una causa, de donde resulta claramente que a cada instante de su vida, que en cada uno de sus pensamientos, de sus actos, el hombre con su conciencia, su inteligencia y su voluntad, se encuentra siempre determinado por una multitud de acciones o de causas tanto exteriores como interiores, pero igualmente independientes de él mismo y que ejercen sobre él una dominación fatal, implacable. ¿Dónde está, pues, su responsabilidad?
Un hombre carece de voluntad; se le avergonzó y se le dijo que debe tener una, que debe darse una voluntad. Pero ¿cómo se la dará? ¿Por un acto de su voluntad? Esto equivale a decir que debe tener la voluntad de tener una voluntad: lo que constituye evidentemente un círculo vicioso, un absurdo.
Pero se dirá, al negar el principio de la responsabilidad del hombre, o más bien al constatar el hecho de la irresponsabilidad humana, ¿no destruís las bases de toda moral? Este temor y este reproche son perfectamente justos si se trata de la moral teológica y metafísica, de esa moral divina que sirve, si no de base, al menos de consagración y de explicación al derecho jurídico. (Veremos más tarde que los hechos económicos constituyen las únicas bases reales de ese derecho.) Son injustas si se trata de la moral puramente humana y social. Esas dos morales, como lo veremos después, se excluyen; la primera no es idealmente más que la ficción y en realidad la negación de la segunda, y esta última no puede triunfar más que por la radical destrucción de la primera. Por tanto, lejos de espantarme de esa destrucción de la moral teológica y metafísica, que considero como una mentira tan históricamente natural como fatal, al contrario, apelo a ella con toda mi alma, y tengo la íntima convicción de hacer bien al cooperar a esa destrucción en la medida de mis fuerzas.
Se dirá aún que al atacar el principio de la responsabilidad humana, destruyo el fundamento principal de la dignidad humana. Sería perfectamente justo si esa dignidad consistiese en la ejecución de tours de force sobrehumanos, imposibles, y no en el pleno desenvolvimiento teórico y práctico de todas nuestras facultades y en la realización tan completa como posible de la misión que nos es trazada y, por decirlo así, impuesta por nuestra naturaleza. La dignidad humana y la libertad individual, tales como las conciben los teólogos, los metafísicos y los jurisconsultos, dignidad y libertad fundadas en la negación en apariencia tan altiva de la naturaleza y de toda dependencia natural, nos llevan lógica y directamente al establecimiento de un despotismo divino, padre de todos los despotismos humanos; la ficción teológica, metafísica y jurídica de la humana dignidad y de la humana libertad tiene por consecuencia fatal la esclavitud y el rebajamiento reales de los hombres en la Tierra. Mientras que los materialistas, al tomar por punto de partida de la dependencia fatal de los hombres frente a la naturaleza y a sus leyes y, por consiguiente, su irresponsabilidad natural, que culminan necesariamente en la caída de toda autoridad divina, de toda tutela humana y, por consiguiente, en el establecimiento de una real y completa libertad para cada uno y para todos. Tal es también la razón por la que todos los reaccionarios, comenzando por los soberanos más despóticos hasta los republicanos burgueses en apariencia más revolucionarios, se muestran hoy partidarios tan ardientes del idealismo teológico, metafísico y jurídico, y por qué los socialistas revolucionarios conscientes y sinceros han enarbolado la bandera del materialismo.
Pero vuestra teoría, se dirá, explica, excusa, legitima y anima todos los vicios, todos los crímenes. Los explica, si; los legitima al mostrar cómo los vicios y los crímenes son efectos naturales de causas naturales. Pero no los estimula de ningún modo; al contrario, no es sino por la aplicación más amplia de esa teoría a la organización de la sociedad humana como se podrá combatirlos y se llegará a extirparlos, al atacar, no tanto los individuos afectados por ellos, como las causas naturales de que esos vicios y esos crímenes son los productos naturales y fatales.
En fin, se dirá, he ahí dos hombres: uno lleno de cualidades, el otro lleno de defectos; el primero, honrado, inteligente, justo, bueno, escrupuloso observador de todos los deberes humanos y respetuoso de sus derechos; el segundo, un ladrón, un bandido, un mentiroso desvergonzado, un violador cínico de todo lo que es sagrado para los hombres; y en la vida política, uno republicano, el otro un Napoleón III, un Muravief o un Bismarck. ¿Diréis que no hay ninguna diferencia que hacer entre ellos?
No, no lo diré. Pero esa diferencia, la hago ya en mis relaciones cotidianas con el mundo animal. Hay animales excesivamente repulsivos, malvados, otros muy útiles y nobles. Tengo antipatía y pronunciada aversión hacía unos, y mucha simpatía hacia los otros. Y, sin embargo, sé bien que no es culpa del sapo si es sapo, de la serpiente venenosa el ser serpiente venenosa, ni es culpa del cerdo si encuentra una inmensa voluptuosidad en revolcarse en el fango; pero tampoco es mérito del caballo, en el sentido voluntario de esta palabra, si es un hermoso caballo; ni el del perro, si es un animal inteligente y fiel; lo que no me impide de ninguna manera aplastar el reptil y echar el cerdo al fango, ni querer y estimar mucho al caballo y al perro.
¿Se dirá que soy injusto? No. Reconozco que unos, considerados desde el punto de vista de la naturaleza o de la causalidad universal, son tan inocentes de lo que yo llamo sus defectos, como los otros lo son de sus cualidades. En el mundo natural, no hay propiamente, en el sentido moral de estas palabras, ni cualidades ni defectos, sino sólo propiedades naturales más o menos bien o mal desarrolladas en las diferentes especies y variedades animales, lo mismo que en cada individuo tomado aparte. El mérito del individuo animal consiste únicamente en esto, que es un ejemplar bien logrado, completamente desarrollado en su especie y en su variedad; y el único mérito de estos dos últimos, es pertenecer a un orden de organización relativamente superior. El defecto para el individuo animal, es ser un ejemplar mal logrado, imperfectamente desarrollado; y para la variedad y la especie, es pertenecer a un orden de organización inferior. Si una serpiente perteneciese a una clase excesivamente venenosa y lo fuese poco, sería un defecto; si lo fuera mucho, sería una cualidad.
Al establecer entre los animales de diferentes especies una diferencia judicial —al declarar a unos repulsivos, antipáticos y malvados, a los otros buenos, simpáticos y útiles—, no los juzgo desde el punto de vista absoluto, natural, sino desde el punto de vista relativo, humano, de sus relaciones conmigo. Reconozco que los unos me son desagradables y perjudiciales y que, al contrario, los otros me son agradables y útiles. ¿No hace todo el mundo lo mismo en los juicios sobre los hombres? Un hombre que pertenece a esa variedad social que se llama los bandidos, los ladrones, proclamará a los Mandrins y los Tropmanns como los primeros hombres del mundo; los diplomáticos y los argumentadores del sable no caben en sí de orgullo al hablar de Napoleón III o de Bismarck; los sacerdotes adoran a Loyola; los burgueses tienen por ideal a Rothschild o a Thiers. Además, hay variedades mixtas que buscan sus héroes en los hombres ambiguos, de un carácter menos pronunciado: los Olliver, los Jules Favre. Cada variedad social, en una palabra, posee una medida moral que le es propia y que aplica a todos los hombres al juzgarlos. En cuanto a la medida universalmente humana, no existe aún para todo el mundo más que en estado de frase banal, sin que nadie piense en aplicarla de una manera seria y real.
Esta ley general de la moral humana, ¿existe en realidad? Sí, sin duda, existe. Está fundada en la naturaleza misma del hombre, no en tanto que ser exclusivamente individual, sino en tanto que ser social; constituye propiamente la naturaleza y por consiguiente también el verdadero fin de todos los desenvolvimientos de la humana sociedad, y se distingue esencialmente de la moral teológica, metafísica y jurídica por esto: que no es una moral individual, sino social. Volveré sobre esto al hablar de la sociedad.
[10] Veremos más adelante, y lo sabemos ya ahora, que esa definición del bien y del mal es considerada hoy como la única real, como la única seria y válida, para todas las clases privilegiadas frente al proletariado a quien explotan.
[11] Augusté Comte, Cours de Philosophie positive, tomo III, página 464.
[12] Es incontestable que en la inmensa mayoría de los seres que la disfrutan, la vida animal no constituye más que un simple perfeccionamiento complementario, añadido, por decirlo así, a la vida orgánica (vegetal) o fundamental, y justamente, sea para procurarle materiales para una reacción inteligente sobre el mundo exterior, sea para preparar o facilitar sus actos (la digestión, la busca y la elección de los alimentos) por las sensaciones, las diversas locomociones y la inervación, sea, en fin, para preservarle mejor de las influencias desfavorables. Los animales más elevados y sobre todo el hombre, son los únicos en quienes esa relación general puede en cierto modo aparecer totalmente trastocada, y en los cuales la vida vegetal debe parecer, al contrario, esencialmente destinada a mantener la vida animal, convertida en apariencia en el objeto principal y en el carácter preponderante de la existencia orgánica. Pero en el hombre mismo, esa admirable inversión del orden general del mundo viviente no comienza a hacerse comprensible más que con ayuda de un desenvolvimiento muy notable de la inteligencia y de la sociabilidad, que tiende más y más a transformar artificialmente —(y en la teoría de Comte muy aristocráticamente, en el sentido de un pequeño número de inteligencias privilegiadas, naturalmente mantenidas y alimentadas por el trabajo muscular de las masas, debe gobernar, según ella, al resto de la humanidad)— La especie en un solo individuo, inmenso y eterno, dotado de una acción constantemente progresiva sobre la naturaleza exterior. Es únicamente desde ese punto de vista que se puede considerar con justicia esa subordinación voluntaria y sistemática de la vida vegetal a la vida animal como el tipo ideal hacia donde tiende sin cesar la humanidad civilizada, aunque no debe realizarse jamás... La base y el germen de las propiedades esenciales de la humanidad deben incontestablemente ser tomadas a la ciencia biológica por la ciencia social... Aun frente al hombre, la biología, necesariamente limitada al estudio exclusivo del individuo, debe mantener rigurosamente la noción primordial de la vida animal subordinada a la vida vegetal, como ley general del reino orgánico y cuya única excepción aparente forma el objeto especial de una ciencia fundamental (la sociología) distinta. Es preciso, en fin, añadir a ese asunto, que aun en los organismos superiores, la vida orgánica, además de constituir la base y el fin, permanece la única enteramente común a todos los diversos tejidos de que están compuestos, al mismo tiempo que es también la única que se ejerce de una manera necesariamente continua, pues la vida animal es, al contrario, esencialmente intermitente. Augusto Comte, Cours de Philosophie positive, tomo III, páginas 207-209.
[13] Auguste Comte, Cours de Philosophie positive, tomo III, página 93.
[14] Por estas palabras Augusto Comte prepara evidentemente las bases de su sistema sociológico y político que culmina, como se sabe, en el gobierno de las masas —condenadas fatalmente, según él, a no salir jamás del estado precario del proletariado— por una especie de teocracia compuesta de sacerdotes, no de la religión, sino de la ciencia, o de ese pequeño número de hombres de élite tan felizmente organizados que la subordinación completa de los intereses materiales de la vida a las preocupaciones ideales o transcendentales del espíritu, que es un pium desiderium de una realización imposible para la masa de los hombres, se convierte en ellos en una realidad. Esa conclusión práctica de Augusto Comte reposa sobre una observación muy falsa. No es justo decir que las masas, sea cualquiera la época de la historia, no han estado preocupadas más que de sus intereses materiales. Se podría reprocharles, al contrario, al haberlos descuidado demasiado hasta aquí, el haberlo sacrificado demasiado fácilmente a tendencias platónicamente ideales, a intereses abstractos y ficticios, que fueron siempre recomendados a su fe por esos hombres de élite a quienes Augusto Comte concede tan generosamente la dirección exclusiva de la humanidad: tales fueron las tendencias y los intereses religiosos, patrióticos, nacionales y políticos, incluso los de la libertad exclusivamente política, muy reales para las clases privilegiadas y siempre llenos de ilusión y de decepción para las masas. Es lamentable sin duda que las masas hayan dado siempre estúpidamente fe a todos los charlatanes oficiales y oficiosos que, con un fin la mayoría de las veces muy interesado, les han predicado el sacrificio de sus intereses materiales. Pero esta estupidez se explica por su ignorancia, y que las masas son todavía excesivamente ignorantes ¿quién lo duda? Lo que es injusto decir, es que las masas sean menos capaces de elevarse por encima de sus preocupaciones materiales que las otras clases de la sociedad, menos que los sabios, por ejemplo. Lo que vemos hoy en Francia, ¿no nos da la prueba de lo contrario? ¿Dónde encontraréis en este momento el verdadero patriotismo, capaz de sacrificarlo todo? Ciertamente no será en la sabia burguesía, es únicamente en el proletariado de las ciudades; y sin embargo, la patria no es buena madre más que para los burgueses, para el obrero ha sido siempre una madrastra.
Creo poder decir sin exageración alguna, que existe mucho más idealismo real, en el sentido del desinterés y del sacrificio de sí mismo, en las masas populares que en ninguna otra clase de la sociedad. Que ese idealismo tome con mucha frecuencia formas barrocas, que esté acompañado de una ceguera y de una deplorable estupidez, no debe asombrarnos. El pueblo, gracias al gobierno de los hombres de élite, está sumergido en todas partes en una ignorancia crasa. Los burgueses lo desprecian mucho por sus creencias religiosas; deberían despreciarlo también por lo que le queda aún de creencias políticas; porque la tontería de las unas allá se anda con la de las otras, y los burgueses se aprovechan de ambas. Pero he aquí lo que los burgueses no comprenden: es que el pueblo que, por falta de ciencia y de existencia soportable, continúa dando fe a los dogmas de la teología y embriagándose de ilusiones religiosas, aparece por eso mismo mucho más idealista y, sino más inteligente, mucho más intelectual que el burgués que, no creyendo en nada, no esperando nada, se contenta con su existencia cotidiana, excesivamente mezquina y estrecha. La religión, como la teología, es, sin duda, una gran tontería, pero como sentimiento y como aspiración es un complemento y una especie de compensación, ilusoria sin duda, de las miserias de una existencia oprimida, y una protesta muy real contra esa opresión cotidiana. Es, por consiguiente, una prueba de la riqueza natural, intelectual y moral. del hombre y de la inmensidad de sus deseos instintivos. Proudhon ha tenido razón al decir, que el socialismo no tiene otra misión que realizar racional y efectivamente en la Tierra las promesas ilusorias y místicas cuya realización es postergada por la religión al cielo. Esas promesas, en el fondo se reducen a esto: el bienestar, el pleno desenvolvimiento de todas las facultades humanas, la libertad en la igualdad y en la universal fraternidad. El burgués que, al perder la fe religiosa, no se hace socialista —y, con muy pocas excepciones, es el caso de todos los burgueses—, se condena por eso a una desoladora mediocridad intelectual y moral; y es en nombre de esa mediocridad que la burguesía reclama el gobierno de las masas, que, a pesar de su ignorancia deplorable, la sobrepasan incontestablemente por la elevación instintiva del espíritu y del corazón.
En cuanto a los sabios, esos bienaventurados privilegiados de Augusto Comte, debo decir que no se podría imaginar nada más deplorable que la suerte de una sociedad cuyo gobierno fuera puesto en sus manos; y eso por muchas razones que tendré ocasión de desarrollar más adelante, y que me limitaré a enumerar aquí: 1. Porque basta dar a un sabio dotado del mayor genio una posición privilegiada, para paralizar o al menos para disminuir y para falsear su espíritu, haciéndole tiras políticas y sociales. Basta tener en cuenta la misión verdaderamente digna de piedad que desempeñan actualmente la mayoría de los sabios en Europa, en todas las cuestiones políticas y sociales que agitan la opinión, para convencerse de ello: la ciencia privilegiada y patentada se transforma la mayoría de los casos en tonterías y cobardías patentadas y eso porque no están de ningún modo distanciados de sus intereses materiales y de las miserables preocupaciones de su vanidad personal. Viendo lo que pasa cada día en el mundo de los sabios, se podría también creer que, entre todas las ocupaciones humanas, la ciencia tiene el privilegio particular de desarrollar el egoísmo más refinado y la vanidad más feroz en los hombres; 2. Porque entre el ínfimo número de sabios que están realmente desligados de todas las preocupaciones y de todas las vanidades temporales, hay pocos, muy pocos, que no estén contaminados por algún vicio, capaz de contrabalancear todas las demás cualidades: ese vicio es el orgullo de la inteligencia y el desprecio profundo, enmascarado o franco, hacia todo el que no es tan sabio como ellos. Una sociedad que fuera gobernada por sabios tendría, pues, el gobierno del desprecio, es decir, el más aplastante despotismo y la más humillante esclavitud que una sociedad humana pueda sufrir. Sería necesariamente también el gobierno de la tontería, porque nada es tan estúpido como la inteligencia orgullosa de sí misma. En una palabra, sería una segunda edición del gobierno de los sacerdotes. Y por lo demás, ¿cómo instituir prácticamente un gobierno de sabios? ¿Quién los nombraría? ¿Sería el pueblo? Pero éste es ignorante y la ignorancia no puede establecerse como juez de la ciencia de los sabios. ¿Serán, pues, las academias? Entonces se puede estar seguro que se tendrá el gobierno de la sabia mediocridad; porque no hubo aún ejemplo de que una academia haya sabido apreciar a un hombre de genio y hacerle justicia durante su vida. Las academias de los sabios, como los concilios y los cónclaves de los sacerdotes no canonizan a sus santos más que después de la muerte; y cuando hacen una excepción para un vivo, estad persuadidos de que ese vivo es un gran pecador, es decir, un audaz intrigante o un tonto.
Amemos, pues, la ciencia, respetemos los sabios sinceros y serios, escuchemos con un gran reconocimiento las enseñanzas, los consejos que desde lo alto de su saber trascendente tengan a bien darnos; pero no los aceptemos más que a condición de hacerlos pasar y repasar por nuestra propia crítica. Pero en nombre de la salvación de la sociedad, en nombre de nuestra dignidad y de nuestra libertad, lo mismo que por la salvación de su propio espíritu, no les demos nunca entre nosotros ni posición ni derecho privilegiados. A fin de que su influencia sobre nosotros pueda ser útil y verdaderamente saludable, es preciso que no tengan otras armas que la propaganda igualmente libre para todos, que la persuasión moral fundada en la argumentación científica.
[15] En el manuscrito sigue un párrafo que el autor empleó en El Imperio knuto-germánico, segunda entrega, y que, por consiguiente borró en este original, anotando al margen en ruso la palabra: Empleado. (Nota de Diego Abad de Santillán).
[16] Sigue un fragmento que Bakunin borró por haberlo empleado en El imperio knuto-germánico, segunda entrega. (Nota de Diego Abad de Santillán).
[17] Bakunin ha utilizado un fragmento que debía ir a continuación y, variando un poco su forma, lo incluyó en el Imperio knuto-germánico, segunda entrega. (Nota de Diego Abad de Santillán).
[18] Lo mismo que el sacerdote católico, que no es verdaderamente sagrado más que cuando realiza sus cabalísticos misterios; lo mismo que el Papa, que no es infalible más que cuando, inspirado por el Espíritu Santo, define los dogmas de la fe.
[19] Se diría que los sabios han querido demostrarle a posteriori cuán poco capaces son los representantes de la ciencia para gobernar el mundo, y que sólo la ciencia, no los sabios, sus sacerdotes, está llamada a dirigirlo.
[20] No se es allí gentleman más que a condición de ir a la iglesia. El domingo en Inglaterra es un verdadero día de hipocresía pública. Estando en Londres he experimentado un verdadero disgusto al ver tantas gentes, que no se preocupaban de ningún modo del buen dios, ir gravemente a la iglesia con sus prayer-books en la mano, esforzándose por ocultar un hastío profundo bajo un aspecto de humildad y de contricción. En su excusa es preciso decir que si no fueran a la iglesia y si se atrevieran a confesar su indiferencia hacia la religión, no sólo serían muy mal recibidos en la sociedad aristocrática y burguesa, sino que correrían el riesgo de ser abandonados por sus criados.
Una sirvienta dejó a una familia rusa de mi conocimiento, en Londres, por esta doble razón: Que el señor y la señora no iban nunca a la iglesia y que la cocinera no llevaba crinolina. Únicamente los obreros de Inglaterra, con gran desesperación de las clases gobernantes y de sus predicadores, se atreven a rechazar francamente, públicamente, el culto divino. Consideran ese culto como una institución aristocrática y burguesa, contraria a la emancipación del proletariado. No dudo que en el fondo del celo excesivo que comienzan a mostrar hoy las clases gobernantes por la instrucción popular, existe la esperanza secreta de hacer pasar, de contrabando, a la masa del proletariado, algunas de esas mentiras religiosas que adormecen a los pueblos y que aseguran la tranquilidad de sus explotadores. ¡Vano cálculo! El tomará la instrucción, pero dejará la religión para aquellos que tengan necesidad de ella a fin de consolarse de su derrota infalible. El pueblo tiene su propia religión: es la del triunfo próximo de la justicia, de la libertad, de la igualdad y de la solidaridad universales sobre esta Tierra, por la revolución mundial y social.
[21] Preface d»un disciple, pág. XLIX: Cours de Philosophie positive, de Augusto Comte, 2 edición.
[22] Considero también todo lo que se ha hecho y todo lo que se hace en el mundo real, ya sea natural o social, como un producto necesario de causas naturales. Pero estoy lejos de pensar que todo lo que es necesario o fatal sea bueno. Un viento fuerte acaba de descuajar un árbol. Eso era necesario, pero no bueno. La política de Bismarck parece triunfar durante algún tiempo en Alemania y en Europa. Ese triunfo es necesario, porque el producto fatal de muchas causas reales, pero no es de ningún modo saludable ni para Europa ni para Alemania.
[23] Cours de Philosophie positive de Augusto Comte, tomo I, Preface d’un disciple, págs. XLIV-XLV.
[24] Confieso que experimento siempre repugnancia a emplear estas palabras: Leyes naturales que gobiernan el mundo. La ciencia natural ha tomado la palabra ley a la ciencia y a la práctica jurídica, que la han precedido naturalmente en la historia de la sociedad humana. Se sabe que todas las legislaciones primitivas han tenido al principio un carácter religioso y divino; la jurisprudencia, como la política, es hija de la teología. Las leyes no fueron, pues, nada más que mandatos divinos impuestos a la humana sociedad a quien tuvieron la misión de gobernar. Transportada más tarde a las ciencias naturales, esa palabra ley conservó en ellas largo tiempo su sentido primitivo, y eso con mucha razón, porque durante todo el largo período de su infancia y de su adolescencia, las ciencias naturales, sometidas aún a las inspiraciones de la teología, consideraron ellas mismas la naturaleza como sometida a una legislación y a un gobierno divinos. Pero desde el momento que hemos llegado a negar la existencia del divino legislador, no podemos hablar de una naturaleza gobernada y de leyes que la gobiernan. No existe ningún gobierno en la naturaleza, y lo que llamamos leyes naturales no constituyen otra cosa que diferentes modos regulares del desenvolvimiento de los fenómenos y de las cosas, que se producen, de una manera desconocida para nosotros, en el seno de la causalidad universal.
[25] La inteligencia de los animales, que se manifiesta en su más alta expresión como inteligencia humana, como espíritu, es el único ser intelectual cuya existencia ha sido realmente constatada, la única inteligencia que conocemos; no existe otra en la Tierra. Debemos considerarla, sin duda, como una de las causas directamente activas en nuestro mundo; pero como lo he demostrado ya, su acción no es de ningún modo espontánea, porque lejos de ser una causa absoluta, es, al contrario, una causa esencialmente relativa en el sentido que, antes de convertirse a su vez en una causa de efectos relativos, ha sido el efecto de las causas materiales que han producido el organismo humano, del cual es una de las funciones; y cuando obra como causa de efectos nuevos en el mundo exterior, continúa aún siendo producida por la acción material de un órgano material, el cerebro. Es, pues, lo mismo que la vida orgánica de una planta; vida que, producida por causas materiales, ejerce una acción natural y necesaria sobre su medio; una causa completamente material. No la llamamos intelectual más que para distinguir su acción especial, que consiste en la elaboración de esas abstracciones que llamamos pensamientos y en la determinación consciente de la voluntad —de la acción especial de la vida animal, que consiste en los fenómenos de la sensibilidad, de la irritabilidad y del movimiento voluntario, y de la acción especial de la vida vegetal, que consiste en los fenómenos de la nutrición. Pero todas estas tres acciones, lo mismo que la acción mecánica, física y química de los cuerpos inorgánicos, son igualmente materiales; cada cual es al mismo tiempo un efecto material y una causa material. No hay otros efectos ni otras causas en nuestro mundo, ni en la inmensidad. Sólo existe lo material, y lo espiritual es su producto. Desgraciadamente, estas palabras material, materia, se han formado en una época en que el espiritualismo dominaba, no sólo en la teología y en la metafísica, sino en la ciencia misma, lo que hizo que, bajo ese nombre de materia, se formase una idea abstracta y completamente falsa de algo que sería no sólo extraño, sino absolutamente opuesto al espíritu; y es precisamente esta manera absurda de entender la materia lo que prevalece aun hoy, no sólo entre los espiritualistas, sino también entre los muchos materialistas. Es por eso que muchos espíritus contemporáneos rechazan con horror esa verdad, incontestable, sin embargo, de que el espíritu no es otra cosa que uno de los productos, una de las manifestaciones de lo que llamamos la materia. Y en efecto, la materia tomada en esa abstracción, como ser muerto y pasivo, no podría producir absolutamente nada, ni el mundo vegetal, sin hablar ya del mundo animal e intelectual. Para nosotros la materia no es de ningún modo ese substrato inerte producido por la humana abstracción: es el conjunto real de todo lo que es, de todas las cosas realmente existentes, incluso las sensaciones, el espíritu y la voluntad de los animales y de los hombres. La palabra genérica para la materia así concebida seria el ser, el ser real, que es la evolución al mismo tiempo; es decir, el movimiento que resulta siempre y eternamente de la suma infinita de todos los movimientos parciales, hasta los infinitamente pequeños, el conjunto total de las acciones y de las reacciones mutuas y de las transformaciones incesantes de todas las cosas que se producen y que desaparecen sucesivamente, la producción y la reproducción eterna de todo por cada punto y de cada punto por el todo, la causalidad mutua y universal.
Más allá de esa idea, que es al mismo tiempo positiva y abstracta, no podemos comprender nada, porque fuera de ella no queda nada por comprender. Como lo abarca todo no tiene exterior, no tiene más que un interior inmenso, infinito, que debemos esforzarnos por comprender en la medida de nuestras fuerzas. Y desde el principio de la ciencia real encontramos una verdad preciosa, descubierta por la experiencia universal y constatada por la reflexión; es decir, por la generalización de esa experiencia; esa verdad, que todas las cosas y todos los seres realmente existentes, cualesquiera que sean sus diferencias mutuas, tienen propiedades comunes, propiedades matemáticas, mecánicas, físicas y químicas, que constituyen propiamente toda su esencia. Todas las cosas, todos los cuerpos ocupan primeramente un espacio; todos son pesados, cálidos, luminosos, eléctricos y todos sufren transformaciones químicas. Ningún ser real existe fuera de esas condiciones, ninguno puede existir sin esas propiedades esenciales que constituyen su movimiento, su acción, sus transformaciones incesantes. Pero las cosas intelectuales— se dirá —las instituciones religiosas, políticas, sociales; las producciones del arte, los actos de la voluntad, en fin las ideas, ¿existen fuera de esas condiciones? De ningún modo. Todo eso no tiene realidad más que en el mundo exterior y en las relaciones de los hombres entre sí, y todo eso no existe más que en condiciones geográficas, climatológicas, etnográficas, económicas, evidentemente materiales. Todo eso es un producto combinado de circunstancias materiales y del desenvolvimiento de los sentimientos, de las necesidades humanas, de las aspiraciones y del pensamiento humanos. Pero todo ese desenvolvimiento, como lo he repetido ya algunas veces y demostrado, es el producto de nuestro cerebro, que es un órgano por completo material del cuerpo humano. Las ideas más abstractas no tienen existencia real más que para los hombres, en ellos y por ellos. Escritas o impresas en un libro, no son más que signos materiales, una reunión de letras materiales y visibles, dibujadas o impresas sobre algunas hojas de papel. No se convierten en ideas más que cuando un hombre las lee, las comprende y las reproduce en su espíritu, pues, la intelectualidad exclusiva de las ideas es una gran ilusión; son de otro modo materiales, pero tan materiales como los seres materiales más groseros. En una palabra, todo lo que se llama el mundo espiritual, divino y humano, se reduce a la acción combinada del mundo exterior y del cuerpo humano, que, de todas las cosas existentes en la Tierra, presenta la organización material más complicada y más completa. Pero el cuerpo humano presenta las mismas propiedades matemáticas, mecánicas y físicas, y se encuentra tan bien sometido a la acción química, como todos los demás cuerpos existentes. Más que eso, cada cuerpo compuesto: animal, vegetal o inorgánico, puede ser descompuesto por el análisis químico en un cierto número de cuerpos elementales o simples, aceptados como tales, porque no se ha llegado a descomponerlos en cuerpos más simples. He ahí, pues, los verdaderos elementos constitutivos del mundo real, incluso el mundo humano, individual y social, intelectual y divino. No es esa materia uniforme, informe y abstracta de que nos habla la filosofía positiva y la metafísica materialista; es la asociación indefinida de elementos o de cuerpos simples, de los cuales cada uno posee todas las propiedades matemáticas, mecánicas y físicas, y de los cuales cada uno se distingue por las acciones químicas que le son particulares. Reconocer todos los elementos reales o cuerpos simples, cuyas diversas combinaciones constituyen todos los cuerpos compuestos, orgánicos e inorgánicos, que llenan el universo; reconstituir por el pensamiento y en el pensamiento, con ayuda de todas las propiedades y acciones inherentes a cada uno, y no admitiendo jamás una teoría que no esté severamente verificada por la observación y la experimentación más rigurosas; reconstituir— digo — o reconstruir mentalmente todo el universo, con la infinita diversidad de sus evoluciones astronómicas, geológicas, biológicas y sociales; tal es el fin ideal y supremo de la ciencia: un fin que ningún hombre ni ninguna generación realizarán, sin duda, nunca, pero que, permaneciendo, sin embargo, el objeto de una tendencia irresistible del espíritu humano, imprime a la ciencia, considerada en su más alta expresión, una especie de carácter religioso de ningún modo místico ni sobrenatural, un carácter enteramente realista y racional, pero que ejerce al mismo tiempo, sobre los que son capaces de sentirla, toda la acción exaltante de las aspiraciones infinitas.
[26] Los positivistas se rebelan francamente y con mucha razón contra las abstracciones metafísicas o contra las entidades que no representan más que nombres, no cosas. Y, sin embargo, se sirven ellos mismos de algunas entidades metafísicas, con gran detrimento de la positividad de su ciencia. Por ejemplo, ¿qué significa esa palabra materia, que representa algo absoluto, uniforme y único, una especie de substrátum universal de todas las cosas determinadas, relativas y realmente existentes? Pero, ¿quién ha visto jamás esa materia absoluta, uniforme y única? Nadie, que yo sepa. Lo que todo el mundo ha visto y ve a cada instante de la vida, es una cantidad de cuerpos materiales, compuestos o simples y diferentemente determinados. ¿Qué se entiende con estas palabras: cuerpos materiales? Cuerpos materiales realmente existentes en el espacio y que, a pesar de toda su diversidad, poseen en común todas las propiedades físicas. Esas propiedades comunes constituyen su común naturaleza material, y es a esa naturaleza común que, abstracción hecha de todas las cosas en las cuales se manifiesta, se da ese nombre absoluto o metafísico de materia. Pero una naturaleza común, un carácter común no existen en sí mismos, y sólo son reales frente a quienes se encuentran asociados. Por consiguiente, la materia absoluta, uniforme y única de que habla el señor Littré no es nada más que una abstracción, una entidad metafísica y que no tiene existencia más que en nuestro espíritu. Lo que existe realmente son los cuerpos diferentes, compuestos o simples, suponiendo todos los cuerpos diferentes, orgánicos e inorgánicos, descompuestos en sus elementos simples, que tienen igualmente todas las propiedades físicas en grados diversos, y químicamente diferenciados en el sentido que, por una ley de afinidad que les es propia, cada cual, al combinarse con algunos otros en proporciones determinadas, puede componer con ellos cuerpos nuevos más complicados, dando lugar a fenómenos diversos propios de cada combinación particular. Por consiguiente, si podemos conocer todos los elementos químicos o cuerpos simples y todos los modos de sus combinaciones mutuas, podremos decir que conocemos la substancia de la materia, o más bien de las cosas materiales que constituyen el universo.
[27] He ahí una limitación contra la cual es imposible protestar, porque no es arbitraria, absoluta, y no implica, para el espíritu, la prohibición de penetrar en esas regiones inmensas y desconocidas. Se deriva de la naturaleza ilimitada del objeto mismo y contiene esa simple advertencia que, por lejos que el espíritu pueda penetrar, no podrá nunca agotar ese objeto, ni llegar al término o al fin de la inmensidad, por la simple razón de que ese término o ese fin no existen.
[28] Pero como la extensión de las necesidades intelectuales del hombre, considerado, no como individuo aislado, ni siquiera como generación presente, sino como humanidad pasada, presente y futura, y sin límites, el alcance efectivo de los conocimientos humanos en un porvenir indefinido, lo es también.
[29] He ahí una de esas bofetadas al buen dios, de las cuales está lleno el libro de Augusto Comte.
[30] Lo que equivale a decir que tenemos necesidad de saberlo todo. El número de las cosas que obran sobre mí es infinitamente pequeño siempre. Pero esas cosas que son por relación a mí causas inmediatamente agentes, no existen y por consiguiente tampoco obran sobre mí más que porque se encuentran ellas también sometidas a la acción inmediata de otras causas que obra directamente sobre ellas e indirectamente por ellas sobre mí. Tengo necesidad de conocer las cosas que ejercen sobre mí una acción inmediata; pero para comprenderlas tengo necesidad de conocer las que obran sobre ellas, y así por el estilo hasta el infinito. De donde resulta que debo saberlo todo.
[31] De lo que concluyo lógicamente que ningún mundo, por alejado e invisible que esté, está cerrado de una manera absoluta al conocimiento del hombre.
[32] Probablemente Augusto Comte quiere decir por eso que no nos ofrece importancia práctica inmediata y que no puede influir más que muy indirectamente y muy débilmente sobre el arreglo de nuestra existencia material sobre la Tierra; porque esa curiosidad insaciable de la inteligencia humana es una fuerza moral por la cual el hombre se distingue quizás más que por cualquier otra cosa del resto del mundo animal, y cuya satisfacción es por consiguiente muy importante para el triunfo de su humanidad.
[33] Entonces esa independencia está lejos de ser absoluta; porque basta que nuestro planeta cambie un poco de posición con relación al sol, para que todos los fenómenos meteorológicos de la Tierra sean considerablemente modificados; lo que sucedería ciertamente también a nuestro sistema solar, si nuestro sol tomase una posición nueva ante los otros soles.
[34] Pero no siendo esta desproporción absoluta, sino sólo relativa, resulta también que la independencia de nuestro sistema solar en relación a los otros soles no es más que relativa también. Es decir, que, si tomamos por medida de tiempo la vida de una generación, o algunos siglos, el efecto sensible de la dependencia cierta en que nuestro sistema solar se encuentra, por lo que se refiere al universo, parece absolutamente nula.
[35] La comunidad de pensamientos implica siempre la de los intereses.
[36] Siempre en un sentido relativo: más extranjeros, pero no totalmente. Confesemos que tanto los unos como los otros, si existen solamente, nos son poco más o menos de igual modo extranjeros, puesto que no sabemos y no podremos nunca asegurarnos con alguna certidumbre de que existen.
[37] Cours de Philosophie positive, por Augusto Comte, 2a. edición. tomo II, págs. 10-12.
[38] Esta es una verdad universal que no admite ninguna excepción y que se aplica igualmente a las cosas inorgánicas en apariencias más inertes, a los cuerpos más simples, lo mismo que a las organizaciones más complicadas: a la piedra, al cuerpo químico simple, lo mismo que al hombre de genio y a todas las cosas intelectuales y sociales. El hombre no tiene realmente en su interior más que lo que manifiesta de una manera cualquiera en su exterior. Esos llamados genios desconocidos, esos espíritus vanos y enamorados de sí mismos, que se lamentan eternamente de que no llegan nunca a sacar a luz los tesoros que dicen llevar en si, son siempre, en efecto, los individuos más míseros con relación a su ser íntimo: no llevan en sí nada. Tomemos, por ejemplo, un hombre de genio, que habría muerto al entrar en la virilidad, en el momento que iba a describir, a crear, a manifestar grandes cosas, y que ha llevado a su tumba, como se dice generalmente, las más sublimes concepciones, perdidas para siempre para la humanidad. He ahí un ejemplo que parece probar todo lo contrario de esta verdad; he ahí un ser íntimo muy real, muy serio, y que no se habría manifestado. Pero examinemos desde más cerca ese ejemplo, y veremos que no contiene más que exageraciones, o apreciaciones completamente falsas.
Primeramente, ¿qué es un hombre de genio? Es una naturaleza individual que, bajo uno o varios aspectos —Ios cuales, desde el punto de vista humano, intelectual y moral, son sin duda de los más importantes—, está mucho mejor organizado que el común de los hombres; es una organización superior, un instrumento comparativamente mucho más perfecto. Hemos dejado aparte las ideas innatas. Ningún hombre trae consigo al nacer idea alguna. Lo que cada hombre aporta es una facultad natural y formal, más o menos grande, de concebir las ideas que encuentra establecidas, sea en su propio medio social, sea en un medio extraño, pero que de una manera o de otra se pone en comunicación con él; de concebirlas primero, después de reproducirlas por el trabajo formal de su propio cerebro, y de darles, por esos trabajo interior, algunas veces, un nuevo desenvolvimiento, una nueva forma y una extensión nuevas. En eso consiste únicamente la obra de los más grandes genios. Ninguno, por consiguiente, aporta tesoros íntimos al nacer. El espíritu y el corazón de los más grandes hombres de genio nacen nulos, como su cuerpo nace desnudo. Lo que nace con ellos es un magnífico instrumento, cuya pérdida intempestiva es sin duda una gran desgracia; porque los buenos instrumentos, en la organización social y con la higiene actuales, son bastante raros. Pero lo que la humanidad pierde con ellos, no es un contenido real cualquiera, es la posibilidad de crear uno.
Para juzgar lo que pueden ser esos tesoros innatos supuestos y el ser íntimo de una naturaleza de genio, imaginad la transportada, desde su más tierna infancia, a una isla desierta. Suponiendo que no perezca, ¿qué será de ella? Una bestia salvaje, que marchará sucesivamente erguida y a cuatro patas, como los monos, viviendo la vida y el pensamiento de los monos, expresándose como ellos, no por medio de palabras, sino por sonidos, incapaz, por consiguiente, de pensar, y hasta más torpe que el último de los monos: porque estos últimos, viviendo en sociedad, se desarrollan hasta un cierto grado, mientras que nuestra naturaleza genial, no teniendo ninguna relación con seres semejantes a ella, necesariamente quedaría en la idiotez.
Tomad esa misma naturaleza genial a los veinte años, cuando se ha desarrollado ya considerablemente, gracias a los tesoros sociales que ha recibido de su ambiente y que ha elaborado y reproducido en sí esa facilidad o ese poder del genio formal de que la naturaleza le ha dotado. Transportadla al desierto y forzadla a vivir allí durante veinte o treinta años fuera de todas nuestras relaciones humanas. ¿Qué será de ella? Un loco, un salvaje místico, quizás el fundador de alguna nueva religión; pero no de una de esas grandes religiones que en el pasado han tenido el poder de agitar profundamente los pueblos y hacerles progresar, según el método —propio del espíritu religioso. No, inventará alguna religión solitaria, monótona, impotente y ridícula al mismo tiempo.
¿Qué significa eso? Eso significa que ningún hombre, ni el genio más poderoso, tiene propiamente ningún tesoro en él, sino que todos los que distribuye con una amplia profusión han sido tomados por él a esa sociedad, a quien tiene el aire de darlos más tarde. Se puede decir que bajo ese aspecto los hombres de genio son precisamente los que toman más de la sociedad y los que, por consiguiente, lo deben todo.
El niño más felizmente dotado por la naturaleza queda largo tiempo sin haber formado en sí mismo la sombra de lo que podría llamarse su ser íntimo. Se sabe que todo el ser intelectual de los niños es proyectado al principio exclusivamente al exterior; primero son todo impresión y observación; sólo cuando nace en ellos un comienzo de reflexión y de imperio sobre sí, es decir, de voluntad, comienzan a tener un mundo interior, un ser íntimo. De esa época data, para la mayoría de los hombres, el recuerdo de sí mismos. Pero ese ser íntimo, desde su nacimiento, no permanece nunca exclusivamente interior; a medida que se desarrolla, se manifiesta completamente al exterior y se expresa por el cambio progresivo de todas las relaciones del niño con los hombres y las cosas que le rodean. Esas relaciones múltiples, a menudo imperceptibles y que pasan la mayoría del tiempo no observadas son otras tantas acciones ejercidas por la autonomía relativa, naciente y creciente, del niño, con relación al mundo exterior; acciones muy reales, aunque desapercibidas, cuya totalidad, a cada instante de la vida del niño, expresa todo su ser íntimo y que se pierde, no sin imprimir su rasgo o su influencia, por débil que sea, en la masa de las relaciones humanas, que constituyen, todas juntas, la realidad de la vida social.
Lo que he dicho del niño es también verdad para el adolescente. Sus relaciones se multiplican a medida que se desarrolla su ser íntimo, es decir, los instintos y los movimientos de la vida animal, lo mismo que sus pensamientos y sus sentimientos humanos, y siempre de una manera positiva, como atracción y como cooperación, o de una manera negativa, como rebeldía y como repulsión, todo su ser íntimo se manifiesta en la totalidad de sus relaciones con el mundo exterior. Nada de realmente existente puede quedar sin una completa manifestación de sí al exterior, tanto en los hombres como en las cosas más inertes y menos demostrativas. Es la historia del barbero del Rey Midas: no atreviéndose a decir su terrible secreto a nadie, lo confió a la Tierra y la Tierra lo ha divulgado, y fue así como se supo que el Rey Midas tenía las orejas de asno. Existir realmente para los hombres, lo mismo que para todo lo que existe, no significa otra cosa que manifestarse.
Llegamos ahora al ejemplo propuesto: un joven de genio muere a la edad de veinte años, en el momento en que iba a realizar algún gran acto, o a anunciar al mundo alguna sublime concepción. ¿Ha llevado algo consigo a la tumba? Sí, una gran posibilidad, no una realidad. En tanto que esa posibilidad se ha realizado en él, hasta el punto de convertirse en su ser íntimo, estad seguros de una manera o de otra, se ha manifestado ya en sus relaciones con el mundo exterior. Las concepciones geniales, lo mismo que esos grandes actos heroicos que por momentos abren una nueva dirección en la vida de los pueblos, no nacen espontáneamente ni en el hombre de genio ni en el ambiente social que le rodea, que le alimenta, que le inspira, sea positivamente, sea de una manera negativa. Lo que el hombre de genio inventa o hace se encuentra ya desde hace largo tiempo en estado de elementos que se desarrollan y que tienden a concentrarse y a formarse más y más, en esta sociedad misma a la cual lleva, sea su invención, sea su acto. Y en el hombre de genio mismo, la invención, la concepción sublime o el acto heroico no se producen espontáneamente; son siempre el producto de una larga preparación interior, que a medida que se desarrolla no deja nunca de manifestarse de una manera o de otra.
Supongamos, pues, que el hombre de genio muere en el mismo momento en que iba a acabar ese largo trabajo interior y a manifestarlo al mundo asombrado. En tanto que inacabado, ese trabajo no es real; pero en tanto que preparación es, al contrario, muy real, y como tal, estad bien seguros, se ha manifestado completamente, sea en los actos, sea en los escritos, sea en las conversaciones de ese hombre. Porque si un hombre no hace nada, no escribe, no dice nada, estad seguros, no inventa nada tampoco, y no se hace en él ninguna preparación interior; por consiguiente, puede morir tranquilamente, sin dejar tras él el sentimiento de alguna gran concepción perdida.
He tenido en mi juventud un querido amigo, Nicolás Stankevitch (1813-1840). Era verdaderamente una naturaleza genial: una gran inteligencia, acompañada de un gran corazón. Y sin embargo, ese hombre no ha hecho ni escrito nada que pueda conservar su nombre en la historia. ¿Habría ahí un ser íntimo, perdido sin manifestación y sin rastro? No. Stankevitch, a pesar de que, o precisamente por ello, ha sido el ser menos pretencioso y el menos ambicioso del mundo; fue el centro vivo de un grupo de jóvenes en Moscú, que vivieron, por decirlo así, durante varios años, de su inteligencia, de sus pensamientos, de su alma. Yo pertenecí a ese número, y lo considero en cierta manera como mi creador. Del mismo modo creó otro hombre, cuyo nombre quedará imperecedero en la literatura y en la historia del desenvolvimiento intelectual y moral de Rusia; fue mi amigo Vissarion Belinsky (febrero de 1810), el más enérgico luchador por la causa de la emancipación popular bajo el emperador Nicolás. Murió en 1848 (26 de mayo), en el momento mismo en que la policía secreta había dado orden de arrestarlo; ha muerto bendiciendo la República que acababa de ser proclamada en Francia.
Vuelvo a Stankevitch. Su ser íntimo estaba completamente manifestado en sus relaciones con sus amigos, primero y luego con todos los que han tenido la dicha de acercársele; una verdadera dicha, porque era imposible vivir cerca de él sin sentirse en cierto modo mejorado y ennoblecido. En su presencia ningún pensamiento cobarde o trivial, ningún instinto malo parecían posibles; los hombres más ordinarios cesaban de serio bajo su influencia. Stankevitch pertenecía a esa categoría de naturalezas a la vez ricas y exquisitas que David Strauss ha caracterizado tan bien, hace más de treinta años, en su folleto titulado, si no me equivoco. El genio religioso(Ueber das religioese Genie). Hay hombres dotados de un gran genio, dice, que no lo manifiestan por ningún gran acto histórico, ni por ninguna creación, sea científica, sea artística, sea industrial; que no han emprendido nunca nada, ni han hecho ni escrito nada y cuya acción se ha concentrado y se ha resumido en su vida personal, y que, sin embargo, han dejado tras sí un rasgo profundo en la historia, por la acción, exclusivamente personal, es verdad, pero al mismo tiempo muy poderosa, que han ejercido en su alrededor inmediato, sobre sus discípulos. Esta acción se extiende y se perpetúa, primero por la tradición oral y más tarde por los escritos, por los actos históricos de sus discípulos o de los discípulos de sus discípulos. El doctor Strauss afirma, me parece que con mucha razón, que Jesús, en tanto que personaje histórico y real, fue uno de los más grandes representantes, uno de los más magníficos ejemplares de esa categoría particular de hombres de genio íntimos. Stankevitch lo era también, aunque, sin duda, en una medida mucho menor que Jesús.
Yo creo haber dicho bastante para demostrar que en el hombre no hay ser íntimo que no esté completamente manifestado en la suma total de sus relaciones exteriores o de sus actos en el mundo exterior. Pero desde el momento que eso es evidente para el hombre dotado del mayor genio, debe serio más aun para todo el resto de los seres reales: animales, plantas, cosas inorgánicas y cuerpos simples. Todas las funciones animales, cuya combinación armoniosa constituye la unidad animal, la vida, el alma, el yo animal, no son más que una relación perpetua de la acción y de la reacción con el mundo exterior; por consiguiente, una manifestación incesante, independientemente de la cual ningún ser íntimo animal podría existir, pues, el animal no vive más que en tanto que su organismo funciona. Lo mismo pasa con las plantas. ¿Queréis analizar, disecar el animal? Encontraréis en él diferentes sistemas de órganos: nervios, músculos, huesos, después diferentes compuestos, todos materiales, todos visibles y químicamente reductibles. Encontraréis en él, tanto como en las plantas, células orgánicas y, llevando más lejos el análisis, cuerpos químicos simples. He ahí todo su ser íntimo: es perfectamente exterior y fuera de él no tiene nada. Y todas esas partes materiales, cuyo conjunto, ordenado de una cierta manera que le es propia, constituye el animal, se manifiestan completamente por su propia acción mecánica, física, química y orgánica también durante la vida animal; solamente mecánica, física y química después de su muerte: todas se encuentran en un perpetuo movimiento de acciones y reacciones incesantes, y ese movimiento es todo su ser.
Lo mismo pasa con todos los cuerpos orgánicos, incluso los cuerpos simples. Tomad un metal o una piedra: ¿habrá en apariencia algo más inerte y menos expansivo? Y bien, eso se mueve, obra, se manifiesta sin cesar, y no existe más que en tanto que hace eso. La piedra y el metal tienen todas las propiedades físicas y en calidad de cuerpos químicos simples o compuestos, se encuentran comprendidos en un proceso muy lento algunas veces, pero incesante, de composición y de descomposición molecular. Esas propiedades, he dicho, son otros tantos modos de acción y de manifestación al exterior. Pero quitad todas sus propiedades a la piedra, al metal, ¿qué quedará? La abstracción de una cosa, nada.
De todo eso resulta con una evidencia irrecusable, que el ser íntimo de las cosas, inventado por los metafísicos, con gran satisfacción de los teólogos, declarado real por la filosofía positiva misma, es un no-ser, lo mismo que el ser íntimo del universo, dios, es un no-ser también; y que todo lo que tiene una real existencia se manifiesta integralmente en sus propiedades, en sus relaciones o en sus actos.
[39] Existe realmente en todas las cosas un aspecto o, si queréis, una especie de ser íntimo que no es inaccesible, pero que es imperceptible para la ciencia. No es de ningún modo el ser íntimo de que habla el señor Littré con todos los metafísicos, y que constituiría, según ellos, el en sí de las cosas, y el por qué de los fenómenos; es, al contrario, el aspecto menos esencial, menos interior, el más exterior y a la vez el más real y el más pasajero, el más fugitivo de las cosas y de los seres: es su materialidad inmediata, su real individualidad, tal como se presenta únicamente a nuestros sentidos, y que ninguna reflexión del espíritu podría retener, ni ninguna palabra podría expresar, repitiendo una observación muy curiosa que Hegel ha hecho, según yo pienso, por primera vez, he hablado ya de esa particularidad de la palabra humana de no poder expresar más que generalidades, pero no la existencia inmediata de las cosas, en esa crudeza realista, cuya impresión inmediata nos es aportada por nuestros sentidos. Todo lo que podéis decir de una cosa para determinarla, todas las propiedades que le atribuís o que encontraréis en ella, serán determinaciones generales, aplicables en grados diferentes y en una cantidad innumerable de combinaciones diversas, a muchas otras cosas. Las determinaciones o prescripciones más detalladas, las más íntimas, las más materiales que podríais hacer serán siempre determinaciones generales, de ningún modo individuales. La individualidad de una cosa no se expresa. Para Indicarla debéis, o bien llevar a vuestro interlocutor en su presencia, hacérsela ver, oír, palpar, o bien debéis determinar su lugar y su tiempo, tanto como sus relaciones con otras cosas ya determinadas y conocidas. Huye, escapa a todas las otras determinaciones. Pero huye, escapa igualmente a sí misma, porque no es otra cosa que una transformación incesante: es, era, no es más, o bien es otra cosa. Su realidad constante es desaparecer o transformarse. Pero esa realidad constante es su aspecto general, su ley, el objeto de la ciencia. Esa ley, tomada y considerada aparte, no es más que una abstracción, desprovista de todo carácter real, de toda existencia real. No existe realmente, no es una ley efectiva, más que en ese proceso real y viviente de transformaciones inmediatas, fugitivas, imperceptibles e indecibles. Tal es la doble naturaleza, la naturaleza contradictoria de las cosas: la de ser en realidad lo que incesantemente cesa de ser, y no existir realmente en lo que permanece general y constante, en medio de sus transformaciones perpetuas.
Las leyes quedan, pero las cosas parecen, lo que equivale a decir que esas cosas cesan de ser y se convierten en cosas nuevas. Y, sin embargo, son cosas existentes y reales; en tanto que sus leyes no tienen existencia efectiva más que si están perdidas en ellas, no siendo en efecto más que en tanto que son el modo real de la genuina existencia de las cosas, de suerte que, consideradas aparte, al margen de esa existencia, se convierten en abstracciones fijas e inertes, en no-seres.
La ciencia, que no se ocupa más que de lo que es expresable y constante, es decir, de las generalidades más o menos desarrolladas y determinadas, pierde aquí su latín y baja el pabellón ante la vida, que es la única que está en relación con el aspecto viviente y sensible, pero imperceptible e indecible de las cosas. Tal es el real y se puede decir el único límite de la ciencia, un límite verdaderamente infranqueable. Un naturalista, por ejemplo, que es él mismo un ser real y vivo, diseca un conejo; ese conejo es igualmente un ser real, y ha sido, al menos hace apenas algunas horas, una individualidad viviente. Después de haberlo disecado, el naturalista lo describe; y bien, el conejo que sale de la descripción es un conejo en general, que se parece a todos los conejos, privado de toda individualidad, y que, por consiguiente, no tendrá nunca fuerza para existir, y permanecerá eternamente un ser inerte y no viviente, ni corporal siquiera, sino una abstracción, la sombra fijada de un ser vivo. La realidad viviente le escapa y no se da más que a la vida que siendo ella misma fugitiva y pasajera, puede percibir y, en efecto, percibe siempre todo lo que vive, es decir, todo lo que pasa o lo que huye.
El ejemplo del conejo, sacrificado a la ciencia, nos interesa poco, porque ordinariamente nos interesamos muy poco en la vida individual de los conejos. No es lo mismo con la vida individual de los hombres, que la ciencia y los hombres de ciencia, habituados a vivir entre abstracciones, es decir, a sacrificar siempre las realidades fugitivas y vivientes a sus sombras constantes, serían igualmente capaces, si se les dejase hacer, de inmolar o al menos de subordinar en provecho de sus generalizaciones abstractas.
La individualidad humana, lo mismo que la de las cosas más inertes, es igualmente imperceptible y, por decirlo así, inexistente para la ciencia. También los individuos vivos deben presumirse y salvaguardarse contra ella, para no ser inmolados, como el conejo, en provecho de una abstracción cualquiera como deben premunirse al mismo tiempo contra la teología, contra la política y contra la jurisprudencia, que, participando igualmente de ese carácter abstractivo de la ciencia, tienen la tendencia fatal a sacrificar los individuos en provecho de la misma abstracción, llamada por cada uno con nombres diferentes: la primera la llama verdad divina; la segunda, bien público, y la tercera, justicia.
Bien lejos de mí el querer comparar las abstracciones bienhechoras de la ciencia con las abstracciones perniciosas de la teología, de la política y de la jurisprudencia. Estas últimas deben cesar de reinar, deben ser igualmente extirpadas de la sociedad humana —su salvación, su emancipación, su humanización definitiva no se producen más que a ese precio— mientras que las abstracciones científicas, al contrario, deben ocupar su puesto, no para reinar sobre la humana sociedad, según el sueño liberticida de los filósofos positivistas, sino para iluminar su desenvolvimiento espontáneo y viviente. La ciencia puede aplicarse a la vida, pero nunca encarnarse en la vida. Porque la vida es la acción inmediata y viviente, el movimiento a la vez espontáneo y fatal de las individualidades vivas. La ciencia no es más que la abstracción, siempre incompleta e imperfecta. Si quisiera imponerse a ella como una doctrina absoluta, como una autoridad gubernativa, la empobrecería, la falsearía y la paralizaría. La ciencia no puede salir de las abstracciones: ese es su reino. Pero las abstracciones y sus representantes inmediatos, de cualquier naturaleza que sean: sacerdotes, políticos, juristas, economistas y sabios, deben cesar de gobernar las masas populares. Todo el progreso del porvenir está allí. Es la vida y el movimiento de la vida, la acción individual y social de los hombres, vueltos a su completa libertad. Es la extinción absoluta del principio mismo de la autoridad. ¿Y cómo? Por la propaganda más ampliamente popular de la ciencia libre. De esta manera la masa social no tendrá fuera de sí una verdad llamada absoluta que la dirija y que la gobierne, representada por individuos muy interesados en conservarla exclusivamente en sus manos, porque les da la fuerza, y con la fuerza la riqueza, el poder de vivir a costa del trabajo de la masa popular. Esa masa tendrá una verdad, siempre relativa, pero real, una luz interior que iluminará sus movimientos espontáneos y que hará inútil toda autoridad y toda dirección exteriores...
... Tomad la ciencia social que queráis: la historia, por ejemplo, que considerada en su extensión más vasta, comprende todas las demás. Se puede decir, es verdad, que hasta hoy la historia, como ciencia, no existe. Los historiadores más ilustres, que han procurado trazar el cuadro general de las evoluciones históricas de la sociedad humana, se han inspirado siempre hasta aquí en un punto de vista exclusivamente ideal, considerando la historia, sea bajo el aspecto de sus desenvolvimientos religiosos, estéticos o filosóficos, sea bajo el de la política o del nacimiento y de la decadencia de los Estados, o, en fin, desde el punto de vista jurídico, inseparable, por lo demás, de este último, que constituye propiamente la política interior de los Estados. Casi todos han descuidado igualmente o hasta ignorado el punto de vista antropológico y el punto de vista económico, que forman, sin embargo, la base real de todo desenvolvimiento humano. Buckle, en su admirable introducción a la Historia de la civilización en Inglaterra, que lleva el sello de un verdadero genio, ha expuesto los principios efectivos de la ciencia histórica; desgraciadamente, no ha podido acabar más que esa introducción, y la muerte prematura le impidió escribir la obra anunciada. Por otra parte, el señor Carlos Marx, mucho antes que Buckle, ha anunciado esta grande, esta justa y esta fecunda idea: Que todos los desenvolvimientos intelectuales y políticos de la sociedad no son otra cosa más que la ideal expresión de sus desenvolvimientos materiales o económicos. Pero no se ha escrito todavía, que yo sepa, obra histórica en que esa idea admirable haya recibido, aunque no fuese más que el comienzo de una realización cualquiera. En una palabra, la historia como ciencia no existe.
... Esto no impedirá, sin duda, que los hombres de genio mejor organizados para las especulaciones científicas que la inmensa mayoría de sus contemporáneos, no se entreguen tampoco más exclusivamente que los demás al cultivo de las ciencias, y no presten grandes servicios a la humanidad, pero sin ambicionar otra influencia social que la influencia natural que un espíritu no deja nunca de ejercer en su medio, ni otra recompensa que la satisfacción de su noble pasión, y algunas veces también el reconocimiento y la estima de sus contemporáneos.
La ciencia, al convertirse en patrimonio de todo el mundo, se casará en cierto modo con la vida inmediata y real de cada uno. Ganará en utilidad y en gracia lo que perderá en ambición y en pedantismo doctrinarios. Tomará en la vida el puesto que el contrapunto debe ocupar, según Beethoven, en las composiciones musicales. A alguien que le había preguntado si era necesario saber el contrapunto para componer buena música, le respondió: Sin duda, es absolutamente necesario conocer el contrapunto: pero es tan necesario olvidarlo después de haberlo aprendido, si se quiere componer algo bueno. El contrapunto forma en cierto modo el esqueleto regular, pero perfectamente inanimado y sin gracia, de la composición musical, y como tal, debe desaparecer absolutamente bajo la gracia espontánea y viva de la creación artística. Lo mismo que el contrapunto, la ciencia no es el fin, no es más que uno de los medios más necesarios y más magníficos de esa otra creación, mil veces más sublime aún que todas las composiciones artísticas, de la vida y de la acción inmediatas y espontáneas de los individuos humanos en la sociedad.
Tal es, pues, la naturaleza de este ser intimo, que realmente queda siempre cerrado para la ciencia. Es el ser inmediato y real de los individuos, como cosas: es lo eternamente pasajero, son las realidades fugitivas de la transformación eterna y universal, realidades que no lo son más que en tanto que cesan de ser y que no pueden cesar de ser más que porque son; en fin, las individualidades palpables, pero no expresables de las cosas. Para poder determinarlas sería preciso poder conocer todas las causas de que son los efectos, y todos los efectos de que son las causas; percibir todas sus relaciones de acción y de reacción naturales en todas las cosas que existen y que han existido en el mundo. Como seres vivos percibimos, sentimos esa realidad, nos envuelve, la sufrimos y la ejercemos, muy a menudo a nuestro capricho, en todo momento. Como seres de pensamiento hacemos forzosamente abstracción de ella, porque nuestro mismo pensamiento no comienza más que con esa abstracción y por ella. Esta contradicción fundamental entre nuestro ser real y nuestro ser pensante es la fuente de todos nuestros desenvolvimientos históricos, desde el gorila, nuestro antepasado, hasta el señor Bismarck, nuestro contemporáneo; la causa de todas las tragedias que han ensangrentado la historia humana, pero también de todas las comedias que la han regocijado; ha creado las religiones, el arte, la industria, los Estados, llenando el mundo de contradicciones horribles y condenando los hombres a terribles sufrimientos; sufrimientos que no podrán acabar más que por el abandono de todas las abstracciones que ha creado en su desenvolvimiento histórico y que se resumen definitivamente hoy, en la ciencia, por la vuelta de esa ciencia a la vida.
[40] Cours de Philosophie positive, tomo II, pág. 219.
[41] He aquí una de esas expresiones equivocadas, por no decir hipócritas, que detesto en los filósofos positivistas. Augusto Comte ¿ignoraba que la idea de la creación y de un creador no sólo es imperceptible, sino que es absurda, ridícula, imposible? Hasta se podría creer que no ha estado bien seguro de sí mismo, como lo prueba la recaída en el misticismo que ha señalado el fin de su carrera y a la cual hice ya alusión más arriba. Pero sus discípulos, al menos, advertidos por esa caída de su maestro, deberían comprender, en fin, todo el peligro que existe en quedar o, al menos, en dejar al público en esa incertidumbre sobre una cuestión cuya solución, sea afirmativa, sea negativa, debe ejercer una influencia tan grande en todo el porvenir de la humanidad.
[42] El manuscrito se interrumpe aquí. Al reverso de la última página, Bakunin escribió estas líneas: Desarrollar la idea de que no es la ciencia solamente, sino que es la vida también la que obra abstractivamente, frente a las individualidades reales y pasajeras. No envío a comprar, la cocinera no compra y no mata este conejo, sino al conejo en general: los animales. La vida es una transición incesante de lo individual a lo abstracto y de lo abstracto al individuo. Es este segundo momento el que falta a la ciencia; una vez en lo abstracto no puede salir de él.