Título: Sobre el patriotismo
Autor/a: Mijaíl Bakunin
Tema: Patriotismo
Fecha: 1869
Fuente: Recuperado el 20 de abril de 2013 desde miguelbakunin.wordpress.com
Notas: Artículos publicados originalmente en el periódico ginebrino Le Progrès durante 1869.

        I

        II

        III

        IV

        V

        VI

        VII

        VIII

        IX

        X

I

Amigos y hermanos:

Antes de dejar vuestras montañas, siento la necesidad de expresaros una vez más, por escrito, mi gratitud profunda por el recibimiento fraternal que me habéis hecho. ¡No es maravilloso que un hombre, un ruso, que hasta ahora os era desconocido, ponga el pie en vuestro país por vez primera y se encuentre rodeado de centenares de hermanos! Este milagro no podría realizarse hoy más que por la Asociación Internacional de Trabajadores, por la sola razón de que únicamente ella representa la vida histórica, la poderosa fuerza creadora del porvenir político y social. Los que están unidos por un pensamiento vital, por una voluntad y por una gran pasión común, son realmente hermanos, aun cuando no se conocen.

Hubo un tiempo en que la burguesía, dotada de poderosa vida y constituyendo exclusivamente la clase histórica, ofrecía el mismo espectáculo de fraternidad y de unión, tanto en los actos como en los pensamientos; ese fue el buen tiempo de esa clase, siempre respetable, sin duda, pero desde ahora, impotente, estúpida y estéril, la época de su enérgico desarrollo; lo fue antes de la gran revolución de 1793, lo fue también, aunque en menor grado, antes de las revoluciones de 1830 y de 1848. Entonces, la burguesía tenía un mundo que conquistar, un lugar que ocupar en la sociedad, y organizada para el combate, inteligente, audaz, sintiéndose fuerte con el derecho de todo el mundo, estaba dotada de un poder irresistible: ella sola ha hecho contra la monarquía, la nobleza y el clero reunidos las tres revoluciones. En esa época, la burguesía también había creado una asociación internacional, universal, formidable, la francmasonería.

Mucho se equivocaría el que juzgara la francmasonería del siglo pasado, o la de principios del siglo presente, según lo que es hoy. Institución por excelencia burguesa en su desarrollo, por su poder creciente primero y su decadencia más tarde, la francmasonería ha representado en cierto modo el desarrollo, el poder y la decadencia intelectual y moral de la burguesía. Hoy, habiendo descendido al papel de una vieja intrigante y caduca, es nula, estéril, algunas veces mala y siempre inútil, mientras que antes de 1830, y antes de 1793 sobre todo, habiendo reunido en su seno, con pocas excepciones, todos los espíritus más escogidos, los corazones más ardientes, las voluntades más fieras, los carácteres más audaces, había constituido una organización activa, poderosa y realmente bienhechora. Era la encarnación enérgica y concreta de la idea humanitaria del siglo XVIII. Todos estos grandes principios de libertad, de igualdad, de fraternidad, de la razón y de la justicia humanas, elaborados primero teóricamente por la filosofía de ese siglo, se transformaban en el seno de la francmasonería en dogmas prácticos y en bases de una moral y de una política nuevas, el alma de una empresa gigantesca de demolición y de reconstitución. La francmasonería fue en esa época la conspiración universal de la burguesía revolucionaría contra la monarquía feudal, dinástica y divina.

Esta fue la Internacional de la burguesía.

Ya se sabe que todos los actores principales de la primera revolución, han sido francmasones y que, cuando estalló esa revolución, encontró, gracias a la francmasonería, amigos y cooperadores dispuestos y poderosos en todos los demás países, lo que seguramente contribuyó a su triunfo; pero también es evidente que el triunfo de la revolución mató a la francmasonería, porque la revolución había colmado los votos de la burguesía, dándole un sitio en la aristocracia nobiliaria: la burguesía, decimos, después de haber sido largo tiempo una clase explotada y oprimida, ha llegado a ser, naturalmente, la clase privilegiada explotadora, conservadora y reaccionaria, la amiga y sostén más firme del Estado de Napoleón; la francmasonería llegó a ser, en una gran parte del continente europeo, una institución imperial.

La Restauración la resucitó un poco, y, viéndose amenazada por la vuelta del antiguo régimen, obligada a ceder, a la Iglesia y a la nobleza coligadas, el lugar que había conquistado en la primera revolución, se hizo forzosamente revolucionaria.

¡Pero qué diferencia entre este revolucionarismo recalentado y el revolucionarismo ardiente y poderoso que la había inspirado al fin del siglo último!

Entonces, la burguesía había ido de buena fe, había creído seria y sencillamente en los derechos del hombre; había ido inspirada e impulsada por el genio de la demolición y de la reconstrucción, y se encontraba en la plena posesión de su inteligencia y en el pleno desarrollo de su fuerza; no conocía aún que la separaba del pueblo un abismo; se creía, se sentía y lo era realmente, la representación del pueblo. La reacción termidoriana y la conspiración de Babeuf le han quitado esa ilusión. El abismo que separa al pueblo trabajador de la burguesía explotadora y dominadora, se ha ensanchado, y lo menos que se necesita para llenarle es todo el cuerpo, toda la existencia privilegiada de los burgueses, en una palabra, la burguesía entera.

(Del periódico ginebrino Le Progrès, del 23 de febrero de 1869).

II

He dicho en mi artículo precedente que las tentativas reaccionarias legitimistas, feudales y clericales habían hecho revivir el espíritu revolucionario de la burguesía, pero que entre este espíritu nuevo y el que le había animado antes de 1793 había una diferencia enorme.

Los burgueses del siglo pasado eran gigantes, en comparación de los cuales, aparecen como pigmeos los más osados de la burguesía de este siglo.

Para asegurarse, hay que comparar sus programas. ¿Cuál ha sido el de la filosofía y la Gran Revolución del siglo XVIII? Ni más ni menos que la emancipación íntegra de la humanidad entera; la realización del derecho y de la libertad real y completa, para cada uno, por la igualdad política y social de todos; el triunfo de lo humano sobre los restos del mundo divino; el reino de la justicia y de la fraternidad sobre la Tierra. La equivocación de esta filosofía y de esta revolución fue no comprender que la realización de la fraternidad humana era imposible mientras existieran los Estados, y que la abolición real de las clases, la igualdad política y social de los individuos, no sería posible más que por la igualdad de los medios económicos, de educación, de instrucción, del trabajo y de la vida para todos. Sin embargo, no se puede reprochar al siglo XVIII que no haya comprendido esto. La ciencia social no se crea ni se estudia solamente en los libros; necesita las grandes enseñanzas de la Historia, y fue preciso hacer la revolución de 1789 y de 1793, ha sido preciso pasar por las experiencias de 1830 y de 1848, para llegar a esta conclusión irrefutable: que toda revolución política que no tiene por objeto inmediato y directo la igualdad económica, no es, desde el punto de vista de los intereses y derecho populares, más que una reacción hipócrita y disfrazada.

Esta verdad tan evidente y tan sencilla era aún desconocida a fines del siglo XVIII, y cuando Babeuf planteó la cuestión económica y social, el poder de la revolución estaba ya quebrantado. Pero no por eso deja de pertenecer a este último el honor inmortal de haber suscitado el más grande problema que se ha planteado en la Historia: el de la emancipación de la humanidad entera.

En comparación con este inmenso programa, veamos qué fin perseguía el programa del liberalismo revolucionario en la época de la Restauración y de la Monarquía de julio.

La llamada libertad, sabia, modesta, reglamentada, hecha para el temperamento apocado de la burguesía medio harta, y que, cansada de combates e impaciente por gozar, se sentía ya amenazada no de arriba, sino de abajo, y veía con inquietud pintarse en el horizonte, como una masa negra, esos innumerables millones de proletarios explotados, cansados de sufrir, preparándose a reclamar su derecho. Desde principios del siglo presente, ese espectro naciente, que más tarde se bautizó con el nombre de espectro rojo; ese fantasma terrible del derecho de todo el mundo opuesto a los privilegios de una clase de dichosos; esa justicia y esa razón populares que, desarrollándose demasiado, deben reducir a polvo los sofismas de la economía, de la jurisprudencia, de la política y de la metafísica burguesas, son en medio de los triunfos modernos de la burguesía, sus aguafiestas incesantes y los apocadores de su confianza y de su espíritu.

Sin embargo, bajo la Restauración, la cuestión social era casi desconocida o, mejor dicho, estaba olvidada. Había grandes soñadores aislados, tales como Saint-Simon, Roberto Owen, Fourier, cuyo genio y gran corazón habían adivinado la necesidad de una transformación radical de la organización económica de la sociedad. Alrededor de cada uno de ellos, se agrupaba un pequeño número de adeptos confiados y ardientes, que formaban otras tantas pequeñas iglesias, tan ignoradas como los maestros, y que no ejercían ninguna influencia externa. Había también el testamento comunista de Babeuf, transmitido por su ilustre compañero y amigo Buonarotti, a los proletarios más enérgicos en medio de una organización popular y secreta.

Pero esto no era entonces más que un trabajo secreto, cuyas manifestaciones no se dejaron sentir hasta más tarde, bajo la Monarquía de julio, y bajo la Restauración no fue percibido por la clase burguesa. El pueblo, la masa de los trabajadores permaneció tranquila y no reivindicó nada para ella todavía.

Claro está que si el espectro de la justicia popular no era en aquella época lo que debía ser, se debía a la mala conciencia de los burgueses. ¿De dónde provenía esta mala conciencia? Los burgueses que vivían bajo la Restauración, ¿eran, como individuos, más malos que sus padres, que habían hecho la Revolución de 1789 y de 1793? Nada de eso.

Eran poco más o menos los mismos hombres, pero colocados en otro medio, en otras condiciones políticas, enriquecidos con una nueva experiencia, y, por consiguiente, con otra conciencia.

Los burgueses del siglo anterior habían creído sinceramente que, emancipándose del yugo monárquico, clerical y feudal, emancipaban con ellos a todo el pueblo. Esta sencilla y sincera creencia, fue la fuente de su heroica audacia y de su poder maravilloso. Se sentían unidos a todos y marchaban al asalto llevando con ellos la fuerza y el derecho de todo el mundo; gracias a este derecho y a ese poder popular que se había encarnado en su clase, los burgueses del siglo último, pudieron escalar y tomar la fortaleza del Poder público que sus padres habían codiciado durante tantos siglos; pero en el momento que plantaban su bandera, se hizo una nueva ley en su espíritu; en cuanto conquistaron el Poder, comenzaron a comprender que entre sus intereses burgueses y los intereses de las masas populares, no había nada de común y que, por el contrario, había una oposición radical, y que el poder y la prosperidad exclusivas de la clase pudiente no podría apoyarse más que en la miseria y en la dependencia política y social del proletariado.

Desde luego, las relaciones de la burguesía y el pueblo se transformaron de una manera radical, y antes de que los trabajadores comprendieran que los burgueses eran sus enemigos naturales, más por necesidad que por mala voluntad, los burgueses habían llegado al conocimiento de ese antagonismo fatal. Esto es lo que yo llamo mala conciencia de los burgueses.

(Del periódico ginebrino Le Progrès, del 28 de marzo de 1869).

III

He dicho que la mala conciencia de los burgueses ha paralizado desde principios de siglo todo el sentimiento intelectual y moral de la burguesía; pues bien, reemplazo la palabra paralización por desnaturalización, porque sería injusto decir que ha habido paralización o ausencia de movimiento en un espíritu que, pasando de la teoría a la aplicación de ciencias positivas, ha creado todos los milagros de la industria moderna, como los vapores, los ferrocarriles y el telégrafo, por una parte, y por otra, una ciencia nueva, la estadística, e impulsando la economía política y la historia crítica del desarrollo de la riqueza y de la civilización de los pueblos hasta sus últimos resultados, ha puesto las bases de una filosofía nueva, el socialismo, que no es otra cosa, desde el punto de vista de los intereses exclusivos de la burguesía, más que un sublime suicidio, la negación del mundo burgués.

La paralización no vino hasta después de 1848, cuando asustada del resultado de sus primeros trabajos, la burguesía se echó ciegamente atrás y, para conservar sus bienes, renunció a todo pensamiento y a toda voluntad, se sometió al protectorado militar y se entregó en cuerpo y alma a la más completa reacción. Desde esa época no ha inventado nada y ha perdido, con el valor, hasta el poder creador. No tiene ni el poder ni el espíritu de la conservación, porque todo lo que ha hecho y lo que hace por su bien la empuja fatalmente al abismo.

Hasta 1848 estuvo aún llena de vigor. Sin duda, su espíritu no tenía esa savia vigorosa que en el siglo XVI y en el siglo XVIII la habían hecho crear un mundo nuevo; no era el espíritu heroico de una clase que había tenido todas las audacias, porque tenía necesidad de conquistar; era el espíritu sabio y reflexivo de un nuevo propietario que, después de haber adquirido un bien ardientemente deseado, le hace prosperar y valer. Lo que caracteriza sobre todo el espíritu burgués en la primera mitad de este siglo, es una tendencia casi exclusivamente utilitaria.

Se le ha reprochado, y se ha hecho mal; yo pienso, por el contrario, que ha prestado un último y gran servicio a la humanidad, practicando, más con el ejemplo, que con teorías, el culto, o mejor dicho, el respeto a los intereses materiales. En el fondo, estos intereses han prevalecido siempre en el mundo, pero se han manifestado constantemente bajo la forma de un idealismo hipócrita o malsano que los ha transformado en intereses malos e inicuos.

Cualquiera que se haya ocupado un poco de historia, se habrá percatado de que en el fondo de las luchas religiosas y teológicas más abstractas, más sublimes y más ideales, hay siempre algún gran interés material. Todas las guerras de razas, de naciones, de Estados y de clases, no han tenido jamás otro objetivo que la dominación, condición y garantía necesarias de la posesión y del goce. La historia humana, desde ese punto de vista, no es más que la continuación del gran combate por la vida que, según Darwin, constituye la fe fundamental de la naturaleza orgánica.

En el mundo animal, este combate se hace sin ideas y sin frases y también sin solución; mientras exista la Tierra, el mundo animal se devorará entre sí; esta es la condición natural de la vida. Los hombres, animales carnívoros por excelencia, han empezado su historia por la antropofagia y tienden hoy a la asociación universal, a la producción y al goce colectivo. Pero entre estos dos términos, ¡qué tragedia existe tan sangrienta y horrible! Y aún no hemos acabado con esa tragedia. Después de la antropofagia vino la esclavitud, después el servilismo, después el servilismo asalariado, al cual debe suceder primero el día terrible de la justicia, y más tarde, la era de la fraternidad.

He aquí fases por las cuales el combate animal por la vida se transforma gradualmente, en la historia, en la organización humana de la vida. Y en medio de esta lucha fratricida de los hombres contra los hombres, en este encarnizamiento mutuo, en este servilismo y en esta explotación de los unos por los otros, que, cambiando de nombre y de forma, se ha mantenido a través de todos los siglos hasta los nuestros, ¿qué papel desempeña la religión?

Ha santificado siempre la violencia y la ha transformado en derecho. Ha transportado a un cielo ficticio la humanidad, la justicia y la fraternidad, para dejar sobre la Tierra el reinado de la iniquidad y de la brutalidad; bendijo a los malvados, y para hacerlos aún más felices, predicó la resignación y la obediencia a sus innumerables víctimas, los pueblos. Y cuanto más sublime aparecía el ideal que adoraba en el cielo, más horrible aparecía la realidad de la Tierra, porque éste es el carácter propio de todo idealismo, tanto religioso como metafísico: despreciar el mundo real, y, despreciándolo, explotarlo, de donde resulta que tanto idealismo engendra necesariamente la hipocresía.

El hombre es materia, y no puede impunemente despreciar la materia. Es un animal, y no puede destruir la bestialidad, pero puede y debe transformarla y humanizarla por medio de la libertad, es decir, por la acción combinada de la justicia y de la razón; pero siempre que el hombre ha querido hacer abstracción de su bestialidad, se ha convertido en el juguete, el esclavo y con frecuencia, el servidor hipócrita; testigo de esto, los sacerdotes de la religión más ideal y más absurda del mundo: el catolicismo.

Comparad su conocida obscenidad con el juramento de castidad; comparad su codicia insaciable con su doctrina de renuncia a todos los bienes de este mundo, y confesad que no existen seres tan materialistas como esos predicadores del idealismo cristiano. En esta hora, ¿cuál es la cuestión que agita a toda la Iglesia? Es la conservación de sus bienes, que amenaza confiscar en todas partes esa otra Iglesia, expresión del idealismo político, el Estado.

El idealismo político no es ni menos absurdo, ni menos pernicioso, ni menos hipócrita que el idealismo de la religión, del cual no es nada más que una forma diferente, la expresión o la aplicación terrestre o mundana. El Estado es el hermano menor de la Iglesia, y el patriotismo, esa virtud y ese culto del Estado, no es otra cosa que un reflejo del culto divino.

El hombre virtuoso, según los preceptos de la escuela ideal, religiosa y política a la vez, debe servir a Dios y ser devoto del Estado, y el utilitarismo burgués de esa doctrina es el que comenzó a hacer justicia desde el principio de este siglo.

(Del periódico ginebrino Le Progrès, del 14 de abril de 1869).

IV

Uno de los más grandes servicios prestados por el utilitarismo burgués, ya he dicho que fue matar la religión del Estado, el patriotismo.

El patriotismo ya se sabe que es una virtud antigua nacida en las repúblicas griegas y romanas, donde no hubo jamás otra religión real que la del Estado, ni otro objeto de culto que el Estado.

¿Qué es el Estado? Es, nos contestan los metafísicos y los doctores en derecho, la cosa pública, los intereses, el bien colectivo y el derecho de todo el mundo, opuestos a la acción disolvente de los intereses y de las pasiones egoístas de cada uno. Es la justicia y la realización de la moral y de la virtud sobre la Tierra.

Por consecuencia, no hay acto más sublime ni más grande deber para los individuos que sacrificarse, que entregarse, y en caso de necesidad, morir por el triunfo, por la potencia del Estado.

He ahí en pocas palabras toda la teología del Estado. Veamos ahora si esa teología política, lo mismo que la teología religiosa, oculta bajo muy bellas y muy poéticas apariencias, realidades muy comunes y muy sucias.

Analicemos primeramente la idea misma del Estado, tal como nos la representan sus propugnadores. Es el sacrificio de la libertad natural y de los intereses de cada uno, de los individuos tanto como de las unidades colectivas, comparativamente pequeñas: asociaciones, comunas y provincias, a los intereses y a la libertad de todo el mundo, a la prosperidad del gran conjunto. Pero ese todo el mundo, ese gran conjunto, ¿qué es en realidad? Es la aglomeración de todos los individuos y de todas las colectividades humanas más restringidas que lo componen. Pero desde el momento que para componerlo y para coordinarse en él, todos los intereses individuales y locales deben ser sacrificados, el todo que supuestamente les representa, ¿qué es en efecto? No es el conjunto viviente, que deja respirar a cada uno a sus anchas y se vuelve tanto más fecundo, más poderoso y más libre cuanto más plenamente se desarrollan en su seno la plena libertad y la prosperidad de cada uno; no es la sociedad humana natural, que confirma y aumenta la vida de cada uno por la vida de todos; es, al contrario, la inmolación de cada individuo como de todas las asociaciones locales, la abstracción destructiva de la sociedad viviente, la limitación, o por decir mejor, la completa negación de la vida y del derecho de todas las partes que componen ese todo el mundo, por el llamado bien de todo el mundo; es el Estado, es el altar de la religión política sobre el cual siempre es inmolada la sociedad natural: una universalidad devoradora, que vive de sacrificios humanos como la Iglesia. El Estado, lo repito, es el hermano menor de la Iglesia.

Para probar este identidad de la Iglesia y del Estado, ruego al lector que verifique este hecho: que la una y el otro están fundados esencialmente en la idea del sacrificio de la vida y del derecho natural, y que parten igualmente del mismo principio: el de la maldad natural de los hombres, que no puede ser vencida, según la Iglesia, más que por la gracia divina y por la muerte del hombre natural en Dios, y según el Estado, por la ley, y por la inmolación del individuo ante el altar del Estado. La una y el otro tienden a transformar al hombre, la una en un santo, el otro en un ciudadano. Pero el hombre natural debe morir, porque su condena es unánimemente pronunciada por la religión de la Iglesia y por la del Estado.

Tal es su pureza ideal: la teoría idéntica de la Iglesia y del Estado. Es una pura abstracción; pero toda abstracción histórica supone hechos históricos. Estos hechos, como lo he dicho ya en mi artículo precedente, son de una naturaleza enteramente real, enteramente brutal: es la violencia, el despojo, el sometimiento, la conquista. El hombre está formado de tal manera que no se contenta con hacer, tiene además necesidad de explicarse y de legitimar, ante su propia conciencia y a los ojos de todo el mundo, lo que ha hecho.

La religión llega a punto para bendecir los hechos consumados y, gracias a esta bendición, el hecho inicuo y brutal se transforma en derecho. La ciencia jurídica y el derecho político, como se sabe, han nacido de la teología y más tarde de la metafísica, que no es otra cosa que una teología disfrazada que tiene la ridícula pretensión de no querer ser absurda y se esfuerza vanamente en darse el carácter de ciencia.

Veamos ahora esta abstracción del Estado, paralela a la abstracción histórica que se llama Iglesia, qué papel juega y continúa jugando en la vida real y en la sociedad humana. He dicho que el Estado, por su mismo principio, es un inmenso cementerio; donde vienen a sacrificarse, a morir y a enterrarse todas las manifestaciones de la vida individual y local, todos los intereses de las partes cuyo conjunto constituye precisamente la sociedad; es el altar donde la libertad real y el bienestar de los pueblos se inmolan a la grandeza política, y cuanto más completa es esa inmolación, más perfecto es el Estado. He deducido y estoy convencido de que el Imperio de Rusia es el Estado por excelencia, el Estado sin retórica ni frases, el más perfecto de Europa.

Por el contrario, todos los Estados en los cuales los pueblos puedan aún respirar, son, desde el punto de vista del ideal, Estados incompletos, como todas las Iglesias, en comparación de la Iglesia Católica Romana son Iglesias incompletas.

El Estado es una abstracción devoradora de la vida popular; mas para que una abstracción pueda nacer, desarrollarse y continuar, es preciso que haya un cuerpo colectivo real que esté interesado en su existencia. Esto no puede serlo la masa popular, porque es precisamente la víctima. El cuerpo sacerdotal del Estado debe ser un cuerpo privilegiado, porque los que gobiernan el Estado son como los sacerdotes de la religión en la Iglesia.

En efecto, ¿qué vemos en la Historia? Que el Estado ha sido siempre el patrimonio de una clase privilegiada, como la clase sacerdotal, la clase nobiliaria, la clase burguesa; clase burocrática, al fin, porque cuando todas las clases se han aniquilado, el Estado cae o se eleva como una máquina; pero para el bien del Estado es preciso que haya una clase privilegiada cualquiera que se interese por su existencia, y es, precisamente, el interés solidario de esta clase privilegiada, lo que se llama patriotismo.

(Del periódico ginebrino Le Progrès, del 28 de abril de 1869).

V

El patriotismo, en el sentido complejo que se atribuye ordinariamente a esta palabra, ¿ha sido una pasión y una virtud popular?

Con la Historia en la mano no dudo en responder a esta pregunta con un no decisivo, y para probar al lector que no me equivoco al contestar así, le pido permiso para analizar los principales elementos que, combinados, de una manera más o menos diferente, constituyen lo que se llama patriotismo.

Estos elementos son cuatro:

  1. el elemento natural o fisiológico;

  2. el elemento económico;

  3. el elemento político y;

  4. el elemento religioso o fanático.

El elemento fisiológico es el fondo principal de todo patriotismo, sencillo, instintivo y brutal. Es una pasión natural que, precisamente por ser muy natural, está en contradicción con toda política, y lo que es peor, dificulta el desarrollo económico, científico y humano de la sociedad.

El patriotismo natural es un hecho puramente bestial que se encuentre en todos los grados de la vida animal y hasta cierto punto en la vida vegetal; el patriotismo, tomado en este sentido, es una guerra de destrucción; es la primera expresión humana de ese grande y fatal combate por la existencia que constituye todo el desarrollo, toda la vida del mundo natural o real; combate incesante, devorador, universal, que nutre a cada individuo y a cada especie con la carne y la sangre de los individuos extranjeros, que, renovándose fatalmente a cada instante, hace vivir y prosperar y desarrollarse las especies más completas, más inteligentes y más fuertes a expensas de las demás.

Los que se ocupan de agricultura o de jardinería, saben lo que les cuesta preservar sus plantas de la invasión de esos grandes parásitos, que les disputan la luz y los elementos químicos de la tierra, indispensables a su nutrición; la planta más poderosa, la que se adapta mejor a las condiciones particulares del clima y del suelo, como se desarrolla siempre con un vigor relativamente grande, tiende a matar a las otras; es una lucha silenciosa, pero sin tregua, y precisa toda la enérgica intervención del hombre para proteger contra esta invasión a las plantas que prefiere.

En el mundo animal, se reproduce la misma lucha, pero más ruidosa y dramáticamente; no es la lucha silenciosa y sin ruido; la sangre corre, y el animal destrozado, devorado y torturado, llena el aire con sus gemidos. Por fin, el hombre, animal parlante, introduce la primera frase en esta lucha, y esa frase se llama el patriotismo.

El combate de la vida en el mundo animal y vegetal, no es sólo una lucha individual, es una lucha de especies, de grupos y de familias, unas contra otras. En cada ser viviente hay dos instintos, dos grandes intereses principales: el del alimento y el de la reproducción. Bajo el punto de vista de la nutrición, cada individuo es el enemigo natural de todos los otros sin consideración de lazos de familia, de grupos, ni de especies. El proverbio de que los lobos unos a otros no se muerden, no es verdad sino mientras los lobos encuentran otros animales diferentes para saciar su apetito, pero cuando éstos faltan, se devoran tranquilamente entre sí. Los gatos y las truchas y muchos otros animales, se comen con frecuencia a sus propios hijos, y no hay animal que no lo haga siempre que se encuentre acosado por el hambre.

Las sociedades humanas, ¿no han empezado por la antropofagia? ¿Quién no ha oído esas lamentables historias de náufragos que, perdidos en el Océano sobre una débil embarcación y acosados por el hambre, han echado suertes sobre quién había de ser devorado por los otros? Y durante esa terrible hambre que acaba de diezmar a Argel, ¿no hemos visto madres devorar a sus propios hijos?

Es que el hambre es un rudo e invencible déspota, y la necesidad de nutrirse, necesidad individual, es la primera ley y condición suprema de la vida; es la base de toda vida humana y social, como lo es también de la vida animal y vegetal. Rebelarse contra ésta, es aniquilar todo lo demás, es condenarse a la nada.

Pero al lado de esta ley fundamental de la naturaleza viviente hay otra también muy esencial: la de la reproducción. La primera tiende a la conservación de los individuos, la segunda a la constitución de las familias.

Los individuos, para reproducirse, impulsados por una necesidad natural, buscan para unirse los individuos que por su organización se les parecen más. Hay diferencias de organización que hacen la unión estéril y a veces imposible. Esta imposibilidad es evidente entre el mundo vegetal y el mundo animal; pero en este último, la unión de los cuadrúpedos, por ejemplo, con los pájaros y los peces, los reptiles o los insectos, es igualmente imposible. Si nos limitamos a los cuadrúpedos, encontraremos la misma imposibilidad entre dos grupos diferentes y llegamos a la conclusión de que la capacidad de la unión y el poder de la reproducción no es real para cada individuo sino en una esfera muy limitada de individuos que están dotados de una organización idéntica o aproximada a la suya, constituyendo con él el mismo grupo o la misma familia.

El instinto de reproducción establece el único lazo de solidaridad que puede existir entre los individuos del mundo animal, y en donde cesa la capacidad de unión, cesa también la solidaridad animal. Todo lo que queda fuera de esa posibilidad de reproducción para los individuos, constituye una especie diferente, un mundo absolutamente extraño, hostil y condenado a la destrucción; todo lo que aquí se encierra constituye la gran patria de la especie; como, por ejemplo, la humanidad para los hombres.

Pero esa destrucción mutua de los individuos vivientes no se encuentra sólo en los lindes de ese mundo limitado que llamamos la gran patria; los encontramos tan feroces y algunas veces más en medio de ese mundo, a causa de la resistencia y de la competencia que encuentran, porque las luchas crueles del amor se mezclan con las del hambre.

Además, cada especie de animales se subdivide en grupos y en familias diferentes bajo la influencia de las condiciones geográficas y climatológicas de los diferentes países que habita; la diferencia más o menos grande de las condiciones de vida, determina una diferencia correspondiente en la organización de los individuos que pertenecen a la misma especie.

Ya se sabe que todo animal busca naturalmente la unión con el ser que más se le parezca, de donde resulta el desarrollo de una gran cantidad de variedades dentro de la misma especie; y como las diferencias que separan todas estas variaciones se fundan principalmente en la reproducción, y la reproducción es la única base de toda solidaridad animal, es evidente que la gran solidaridad de la especie debe subdividirse en otras tantas solidaridades más limitadas, o que la gran patria debe dividirse en una multitud de pequeñas patrias animales, hostiles y destructoras las unas de las otras.

(Del periódico ginebrino Le Progrès, del 25 de mayo de 1869).

VI

Ya he demostrado en mi carta precedente que el patriotismo, como cualidad o pasión natural, procede de una ley fisiológica, de la que se determina precisamente la separación de los seres vivientes en especies, en familias y en grupos.

La pasión patriótica es evidentemente una pasión solidaria. Para encontrarla más explícita y más claramente determinada en el mundo animal, es preciso buscarla, sobre todo, entre las especies de animales que, como el hombre, están dotados de una naturaleza eminentemente sociable; por ejemplo, entre las hormigas, las abejas, los castores y muchos otros que tienen habitaciones comunes, lo mismo que entre las especies que vagan en manadas; los animales con domicilio colectivo y fijo representan siempre, desde el punto de vista natural, el patriotismo de los pueblos agricultores, y los animales vagabundos en manadas, el de los pueblos nómadas.

Es evidente que el primero es más completo que el último, puesto que éste no implica más que la solidaridad de los individuos en manada y el primero añade a la de los individuos la del suelo y el domicilio que habitan.

La costumbre, para los animales lo mismo que para los hombres, constituye una segunda naturaleza, y ciertas maneras de vivir están mejor determinadas, más fijas entre los animales colectivamente sedentarios que entre las manadas vagabundas; y las diferentes costumbres y las maneras particulares de existencia constituyen un elemento esencial del patriotismo.

Se podría definir el patriotismo natural así: es una adhesión instintiva, maquinal y completamente desnuda de crítica a las costumbres de existencia colectivamente tomadas y hereditarias o tradicionales, y una hostilidad también instintiva y maquinal contra toda otra manera de vivir. Es el amor de los suyos y de lo suyo y el odio a todo lo que tiene un carácter extranjero. El patriotismo es un egoísmo colectivo, por una parte, y, por la otra, la guerra.

No es una solidaridad bastante poderosa para que los miembros de una colectividad animal no se devoren entre sí en caso de necesidad, pero es bastante fuerte para que todos sus individuos, olvidando sus discordias civiles, se unan contra cada intruso que llegue de una colectividad extraña.

Ved los perros de un pueblo, por ejemplo. Los perros no forman, por regla general, República colectiva; abandonados a sus propios instintos, viven errantes como los lobos y sólo bajo la influencia del hombre se hacen animales sedentarios, pero una vez domesticados constituyen en cada pueblo una especie de República fundada en la libertad individual, según la fórmula tan querida de los economistas burgueses; cada uno para sí y el diablo para el último. Cuando un perro del pueblo vecino pasa solo por la calle de otro pueblo, todos sus semejantes en discordias se van en masa contra del desdichado forastero.

Yo pregunto, ¿no es esto la copia fiel o mejor dicho el original de las copias que se repiten todos los días en la sociedad humana? ¿No es una manifestación perfecta de ese patriotismo natural del que yo he dicho y repito que no es más que una pasión brutal? Bestial, lo es, sin duda, porque los perros incontestablemente son bestias, y el hombre, animal como el perro y como todos los animales en la Tierra, pero animal dotado de la facultad fisiológica de pensar y hablar, comienza su historia por la bestialidad para llegar, a través de los siglos, a la conquista y a la constitución más perfecta de su humanidad.

Una vez conocido el origen del hombre, no hay que extrañarse de su bestialidad, que es un hecho natural, entre otros hechos naturales, ni indignarse contra ella, pues no es preciso combatirla con energía, porque toda la vida humana del hombre no es más que un combate incesante contra su bestialidad natural en provecho de su humanidad.

Yo he querido hacer constar solamente que el patriotismo que nos cantan los poetas, los políticos de todas las escuelas, los gobernantes y todas las clases privilegiadas como una virtud ideal y sublime, tiene sus raíces, no en la humanidad del hombre, sino en su bestialidad.

En efecto, en el origen de la Historia, y actualmente en las partes menos civilizadas de la sociedad humana, vemos reinar el patriotismo natural. Constituye en las colectividades humanas un sentimiento mucho más complicado que en las otras colectividades animales, por la sola razón de que la vida del hombre abraza incomparablemente más objetos que la de los animales; a las costumbres y a las tradiciones físicas se unen en él las tradiciones más o menos abstractas, intelectuales y morales y una multitud de ideas y de representaciones falsas o verdaderas con diferentes costumbres religiosas, económicas, políticas y sociales; todo esto constituido en tantos elementos de patriotismo natural del hombre, mientras todas estas cosas, combinándose de una manera o de otra, forman, con una colectividad cualquiera, un modo particular de existencia, de una manera tradicional de vivir, de pensar y de obrar distinto de las otras.

Pero aunque haya alguna diferencia entre el patriotismo natural de las colectividades animales, con relación a la cantidad y a la calidad de los objetos que abraza, tiene de común que son igualmente pasiones instintivas, tradicionales, habituales y colectivas, y que la intensidad del uno como la del otro no depende en modo alguno de la naturaleza de su contenido; por el contrario, se puede decir que cuanto menos se complica el contenido, más sencillo, más intenso y más enérgicamente exclusivo es el sentimiento patriótico que le manifiesta y le expresa.

El animal está evidentemente mucho más ligado que el hombre a las costumbres tradicionales de la colectividad de que forma parte; en él, esa adhesión patriótica es fatal, e incapaz de defenderse por sí mismo, no se libra alguna veces más que por la influencia del hombre; lo mismo pasa en las colectividades humanas; cuanto menor es la civilización, menos complicado y más sencillo es el fondo de la vida social y más natural el patriotismo, es decir, la adhesión instintiva de los individuos por todas las costumbres naturales, intelectuales y morales que constituyen la vida tradicional de una colectividad particular, así como es más intenso el odio por todo lo que se diferencia y es considerado extranjero. De aquí resulta que el patriotismo natural, esté en razón inversa de la civilización, es decir, del triunfo de la humanidad en las sociedades humanas.

Nadie disputará que el patriotismo instintivo o natural de las miserables poblaciones de las zonas heladas, que la civilización humana apenas ha desflorado y donde la vida material es tan pobre, no sea infinitamente más fuerte o más exclusivo que el patriotismo de un francés, de un inglés o de un alemán, por ejemplo. El alemán, el inglés, el francés, puede vivir y aclimatarse en todas partes, mientras el habitante de las regiones polares moriría pronto de nostalgia si lo separasen de su país, y sin embargo, ¿hay algo más miserable y menos humano que su existencia? Esto prueba una vez más que la intensidad del patriotismo natural no es una prueba de humanidad, sino de brutalidad.

Al lado de este elemento positivo de patriotismo, que consiste en la adhesión instintiva de los individuos al modo particular de la existencia colectiva de la cual son miembros, está el elemento negativo, tan esencial como el primero y del cual es inseparable: es el horror igualmente instintivo por todo lo extranjero, instintivo y por consecuencia bestial; sí, bestial realmente, porque este horror es tanto más enérgico e invencible que el que siente cuando menos se piensa y se comprende, y, por consiguiente, en este caso se es menos hombre.

Hoy, este horror patriótico por el extranjero, sólo se encuentra en los pueblos salvajes; aunque también se encuentra en los pueblos medios salvajes de Europa a quién la civilización burguesa no se ha dignado civilizar, pero en cambio no se olvida nunca de explotar. Hay en las grandes capitales de Europa, en el mismo París y en Londres sobre todo, calles abandonadas a una multitud miserable quien nadie ha sacado de su oscuridad; basta que se presente un extraño para que una multitud de seres humanos miserables, hombres, mujeres y niños casi desnudos llevando impresa en su rostro y en toda su persona las señales de la miseria más espantosa y de la más profunda abyección, le rodeen, le insulten y algunas veces le maltraten, sólo porque es extranjero. ¿Este patriotismo brutal y salvaje, no es la negación absoluta de todo lo que se llama humanidad?

Y sin embargo, hay periódicos burgueses muy bien escritos, como el Journal de Genève, por ejemplo, que no siente vergüenza alguna explotando ese prejuicio tan poco humano y esa pasión bestial. Quiero, sin embargo, hacerles la justicia de reconocer que los explotan sin participar de sus opiniones y sólo encuentran interés en explotarlos, lo mismo que sucede con los sacerdotes de todas las religiones, que predican las necedades religiosas, sin creer en ellas, sólo porque el interés de las clases privilegiadas está en que las masas populares continúen creyéndolas. Cuando el Journal de Genéve se encuentra falto de argumentos y de pruebas, dice: esto es una cosa, una idea, un hombre extranjeros, y tiene formada tan mezquina idea de sus compatriotas, que espera que le bastará pronunciar la terrible palabra extranjero, para que, olvidando sentido común, humanidad y justicia, se pongan todos a su lado.

No soy ginebrino, pero respeto mucho a los habitantes de Ginebra, para no creer que el Journal se equivoca, pues sin duda, no querrán sacrificar la humanidad a la bestialidad, explotada por la angustia.

(Del periódico ginebrino Le Progrès, de junio de 1869).

VII

Ya he dicho que el patriotismo, mientras es instintivo o natural y tiene sus raíces en la vida animal, no es más que una combinación particular de costumbres colectivas, materiales, intelectuales y morales, económicas, políticas y sociales, desarrolladas por la tradición o la Historia en una sociedad humana muy limitada.

Estas costumbres – he añadido – pueden ser buenas o malas; el contenido o el objeto de este sentimiento instintivo no tiene ninguna influencia sobre el grado de su intensidad y, si se admitiera con relación a esto último una diferencia cualquiera, se inclinaría más en favor de las malas costumbres que de las buenas, porque, a causa del origen animal de toda sociedad humana y por efecto de esta gran inercia que ejerce una acción tan poderosa en el mundo intelectual y moral, como en el mundo material, en cada sociedad aún no degenerada que progresa y marcha adelante, las malas costumbres están más profundamente arraigadas que las buenas. Esto nos explica por qué en la suma total de las costumbres colectivas actuales y en los países más civilizados, las nueve décimas partes por lo menos no valen nada.

No os imaginéis que quiero declarar la guerra a las costumbres que tienen generalmente la sociedad y los hombres de dejarse gobernar por la costumbre. En esto, como en muchas cosas, no hacen más que obedecer fatalmente a una ley natural y sería absurdo rebelarse contra las leyes naturales. La acción de la costumbre en la vida natural y moral de los individuos, lo mismo que en las sociedades, es la misma que la de las fuerzas vegetativas en la vida animal; la una y la otra son condiciones de existencia y de realidad; el bien, lo mismo que el mal, para ser una cosa real debe convertirse en costumbre, sea individualmente en el hombre, sea en la sociedad; todos los ejercicios y todos los estudios a que se entregan los hombres, no tienen otro objeto, y las mejores cosas no se arraigan en el hombre hasta el punto de convertirse en segunda naturaleza más que por la fuerza de la costumbre. No se trata, pues, de rebelarse locamente, puesto que es un poder fatal que ninguna inteligencia o voluntad humana podrá distinguir; pero si, iluminados por la razón del siglo y por la idea que nos formamos de la verdadera justicia, queremos seriamente ser hombres, no tenemos más que hacer una cosa: emplear constantemente la fuerza de voluntad, es decir, la costumbre de querer extirpar las malas costumbres, que circunstancias independientes de nosotros mismos han desarrollado en nosotros, y reemplazarlas por otras buenas; para humanizar una sociedad entera, es preciso destruir sin piedad todas las causas, todas las condiciones económicas, políticas y sociales que producen en los individuos la tradición del mal y reemplazarlas por condiciones que tengan por consecuencia necesaria engendrar en esos mismos individuos la práctica y la costumbre del bien.

Desde el punto de vista de la conciencia moderna, de la humanidad y de la justicia que, gracias al desarrollo pasado de la Historia, hemos logrado comprender, el patriotismo es una mala y funesta costumbre, porque es la negación de la igualdad y de la solidaridad humanas.

La cuestión social planteada prácticamente por el mundo obrero de Europa y de América y cuya solución no es posible más que por la abolición de las fronteras de los Estados, tiende necesariamente a destruir esta costumbre tradicional en la conciencia de los trabajadores de todos los países. Yo demostraré más tarde cómo, desde comienzos de este siglo, fue muy quebrantada en la conciencia de la alta burguesía comercial e industrial, por el desarrollo prodigioso e internacional de sus riquezas y de sus intereses económicos; pero es preciso que demuestre primero cómo, mucho antes de esta revolución burguesa, el patriotismo natural instintivo, que, por su naturaleza, no puede ser más que un sentimiento limitado y una costumbre colectiva local, ha sido, desde el principio de la Historia, profundamente modificado, desnaturalizado y disminuido para la formación sucesiva de los Estados políticos.

En efecto, el patriotismo, mientras es un sentimiento natural, es decir, producido por la vida realmente solidaria de una colectividad y está poco debilitado por la reflexión o por efecto de los intereses económicos y políticos, como por el de las abstracciones religiosas, este patriotismo, si no todo, en gran parte animal, únicamente puede abrazar un mundo muy limitado, como una tribu, etc. Al principio de la Historia, como hoy en los pueblos salvajes, no había nación, ni lengua nacional, ni culto nacional; no había más que patria en el sentido político de la palabra. Cada pequeña localidad, cada pueblo, tenía su idioma particular, su dios, su sacerdote, y no era más que una familia multiplicada y extensa que se afirmaba viviendo y que, en guerra con las diferentes tribus existentes, negaba el resto de la humanidad. Tal es el patriotismo natural en su enérgica y sencilla crudeza.

Aun encontraremos restos de este patriotismo en algunos de los países más civilizados de Europa; en Italia, por ejemplo, sobre todo en las provincias meridionales de la península italiana, en donde la configuración del suelo, las montañas y el mar crean barreras entre los valles y los pueblos, que los separa, los aísla y los hace casi extraños los unos a los otros. Proudhon, en su folleto sobre la unidad italiana, ha observado, con mucha razón, que esta unidad no era más que una idea, una pasión burguesa y de ninguna manera popular, a las que las gentes del campo, por lo menos, son hasta ahora en gran parte, extrañas, y añadiré que hasta hostiles, porque esta unidad está en contradicción, por un lado, con su patriotismo local, y, por otro, no le ha aportado nada más que una explotación implacable, la opresión y la ruina.

En Suiza, sobre todo en los cantones primitivos, ¿no vemos con frecuencia el patriotismo local luchar contra el patriotismo cantonal y a éste contra el patriotismo político, nacional, de la confederación republicana?

Para resumir, saco la conclusión de que el patriotismo como sentimiento natural, siendo en esencia y en realidad un sentimiento substancialmente local, es un impedimento serio para la formación de los Estados, y por consecuencia estos últimos, y con ellos la civilización, no pueden establecerse más que destruyendo, si no del todo por lo menos en grado considerable, esta pasión animal.

(Del periódico ginebrino Le Progrès, de julio de 1869).

VIII

Después de haber considerado el patriotismo desde el punto de vista natural y haber demostrado que es un sentimiento bestial o animal, porque es común a todas las especies animales, y por el otro es esencialmente local, porque no puede abarcar más que el espacio limitado en que el hombre privado de civilización pasa su vida, voy a empezar ahora el análisis del patriotismo exclusivamente humano, del patriotismo económico, político y religioso.

Es un hecho probado por los naturalistas y ya ha pasado al estado de axioma, que el número de cada población animal corresponde siempre a la cantidad de medios de subsistencia que encuentra en el país que habita. La población aumenta siempre que los medios se encuentran en gran cantidad. Cuando una población animal ha devorado todas las existencias del país, emigra; pero esta migración que les hace romper sus antiguas costumbres, sus maneras diarias y rutinarias de vivir y les hace buscar sin conocimiento, sin pensamiento alguno, instintivamente y a la ventura los medios de subsistencia en países por completo desconocidos, va siempre acompañada de privaciones y sufrimientos inmensos. La parte más grande de la población animal emigrante muere de hambre, sirviendo con frecuencia de alimento a los supervivientes, y la parte más pequeña es la que suele aclimatarse y encontrar nuevos elementos de vida en otro país. Después viene la guerra entre las especies que se nutren con los mismos alimentos; la guerra entre los que, para vivir, tienen que devorarse los unos a los otros. Considerado así, el mundo natural no es más que un hecatombe sangrienta, una tragedia horrorosa y lúgubre escrita por el hombre.

Los que admiten la existencia de un Dios creador no dudan de que le halagan respetándole como el creador de este mundo. ¡Cómo! ¡Un Dios todo poder, todo inteligencia, todo bondad, no ha podido crear más que un mundo como éste, un horror!

Es verdad que los teólogos tienen un excelente argumento para explicar esta contradicción.

El mundo había sido creado perfecto, dicen, y reinó primero una democracia absoluta, hasta que pecó el hombre, y entonces Dios, furioso contra él, maldijo al hombre y al mundo.

Esta explicación es tanto más edificante cuanto que está llena de absurdos, y ya se sabe que en el absurdo consiste toda la fuerza de los teólogos.

Para ellos, cuanto más absurda e imposible es una cosa, más verdad es. Toda religión no es otra cosa que la deificación del absurdo.

Así, Dios, que es perfecto, ha creado un mundo perfecto, pero esta perfección puede atraer sobre ella la maldición de su creador, y después de haber sido una perfección absoluta, se convierte en una absoluta imperfección. ¿Cómo la perfección ha podido llegar a la imperfección? A esto responderán que, precisamente porque el mundo, aunque perfecto en el momento de la creación, no era, sin embargo, una perfección absoluta. Sólo Dios, siendo absoluto, es más perfecto. El mundo no era perfecto más que de una manera relativa y en comparación de lo que es ahora.

Pero entonces, ¿por qué emplear la palabra perfección que no lleva nada de relativo? La perfección, ¿no es necesariamente absoluta? Decid entonces que Dios habría creado un mundo imperfecto, aunque mejor que el que vemos ahora; pero si no era más que mejor, si era ya imperfecto al salir de las manos del creador, no presentaba esa armonía y esa paz absoluta de la que los señores teólogos no dejan de hablar, y entonces preguntamos: ¿Todo creador, según vuestro propio dicho, no debe ser juzgado según su creación, como el obrero según su obra? El creador de una cosa imperfecta es necesariamente un creador imperfecto; siendo el mundo imperfecto, Dios, su creador, es necesariamente imperfecto, porque el hecho de haber creado un mundo imperfecto no puede explicarse más que por su falta de inteligencia, o por su impotencia, o por su maldad. Pero dirán: el mundo era perfecto, sólo que era menos perfecto que Dios; a esto responderé que, cuando se trata de la perfección, no se puede hablar de más o de menos, la perfección es completa, entera, absoluta, o no existe. De modo que, si el mundo era menos perfecto que Dios, el mundo era imperfecto; de donde resulta que Dios, creador de un mundo imperfecto, era él mismo imperfecto.

Para probar la existencia de Dios, los señores teólogos se verán obligados a concederme que el mundo creado por él era perfecto en su origen; pero entonces yo les haría unas pequeñas preguntas: primero, si el mundo ha sido perfecto, ¿cómo dos perfecciones podían existir separadas la una de la otra? La perfección no puede ser más que única, no permite que sean dos, porque siendo dos, la una limita a la otra y la hace necesariamente imperfecta, de modo que, si el mundo ha sido perfecto, no ha habido Dios dentro ni fuera de él, el mundo mismo era Dios; otra pregunta: si el mundo ha sido perfecto, ¿cómo ha hecho para decaer? ¡Linda perfección la que puede alterarse y perderse! ¡Y si se admite que la perfección puede decaer, Dios puede decaer también! Lo que quiere decir que Dios ha existido en la imaginación creyente de los hombres, pero la razón humana, que triunfa cada vez más en la Historia, lo destruye.

En fin, ¡es muy singular este Dios de los cristianos! Crea al hombre de manera que pueda y deba pecar y caer. Teniendo Dios entre todos sus atributos la omnisciencia, no podía ignorar, al crear al hombre, que caería; y puesto que Dios lo sabía, el hombre debía caer; de otra manera hubiera dado un solemne mentís a toda la omnisciencia divina. ¿Que nos hablan de la libertad humana? ¡Había fatalidad! Obedeciendo a esta pendiente fatal (lo que cualquier sencillo padre de familia hubiera previsto en el lugar de Dios), el hombre cae, y he aquí a la divina perfección llena de terrible cólera, una cólera tan ridícula como odiosa. Dios no maldijo solamente a los infractores de su ley, sino a toda la descendencia humana que aún no existía, y, por consecuencia, era absolutamente inocente del pecado de nuestros primeros padres, y, no contento con esta injusticia, maldijo ese mundo armonioso que no tenía nada que ver y lo transformó en un receptáculo de crímenes y horrores, en una perpetua carnicería. Después, esclavo de su propia cólera y de la maldición pronunciada por sí mismo contra los hombres y el mundo, contra su propia creación, y acordándose un poco tarde de que era un Dios de amor, ¿qué hizo? No era bastante haber ensangrentado el mundo con su cólera, por lo que ese Dios sanguinario vertió la sangre de su mismo Hijo, lo inmoló bajo el pretexto de reconciliar al mundo con su Divina Majestad. ¡Todavía si lo hubiera logrado! Pero, no; el mundo animal y humano quedó destrozado y ensangrentado, como antes de esa monstruosa redención. De donde resulta claramente que el Dios de los cristianos, como todos los dioses que le han precedido, es un Dios tan impotente como cruel y tan absurdo como malvado.

¡Y absurdos parecidos son los que quieren imponer a nuestra libertad y a nuestra razón! ¡Con semejantes monstruosidades pretenden moralizar y humanizar a los hombres! Que los teólogos tengan el valor de renunciar francamente a la humanidad y a la razón. No es bastante decir con Tertuliano: Credo quiz absurdum (Creo aunque sea absurdo), puesto que tratan de imponernos un cristianismo por medio del látigo como hace el Zar de todas las Rusias; por la hoguera, como Calvino; por la Santa Inquisición, como los buenos católicos; por la violencia, la tortura y la muerte, como querían hacerlo los sacerdotes de todas las religiones posibles; que ensayen todos esos lindos medios, pero no esperen nunca triunfar de otra manera. En cuanto a nosotros, dejemos de una vez para siempre todos estos absurdos y estos horrores divinos con los que creen locamente poder explotar largo tiempo a la plebe y a las masas obreras en su nombre, y, volviendo a nuestro razonamiento humano, recordemos siempre que la luz humana, la única que puede iluminarnos, emanciparnos y hacernos dignos y dichosos, no está al principio, sino, relativamente al tiempo que vivimos, al fin de la Historia, y que el hombre, en su desarrollo histórico, ha partido de la brutalidad para arribar a la humanidad.

No miremos nunca atrás, siempre adelante, porque adelante está nuestro sol y nuestro bien, y si nos es permitido y si es útil mirar alguna vez atrás, no es más que para justificar lo que hemos sido y lo que no debemos ser, lo que hemos hecho y lo que no debemos hacer jamás.

El mundo natural es el teatro constante de una lucha interminable, de la lucha por la vida. No tenemos porque preguntarnos por qué es así; nosotros no lo hemos hecho, lo hemos encontrado así al nacer, es nuestro punto de partida natural, y no somos responsables. Que nos baste saber que esto es, ha sido y será probablemente siempre así. La armonía se establece por el combate, por el triunfo de los unos y con frecuencia por la muerte de los otros.

El crecimiento y el desarrollo de las especies, están limitados por su propia hambre y por el apetito de las otras especies, es decir, por el sufrimiento y por la muerte. Nosotros no decimos, como los cristianos, que esta Tierra es un valle de lágrimas, pero debemos convenir en que no es madre tan tierna como dicen y que los seres vivientes necesitan mucha más energía para vivir. En el mundo natural, los fuertes viven y los débiles sucumben y los primeros no viven sino porque los otros mueren.

¿Es posible que esta ley fatal de la vida natural, sea también la del mundo humano y social?

(Del periódico ginebrino Le Progrès, de agosto de 1869).

IX

Los hombres, ¿están condenados por su naturaleza a devorarse entre sí para vivir como lo hacen los animales de otras especies?

¡Ay! Encontramos en la cuna de la civilización humana la antropofagia, y en seguida las guerras de exterminio, las guerras de las razas, y de los pueblos; guerras de conquista, guerras de equilibrio, guerras políticas y guerras religiosas; guerras por las grandes ideas, como las que hace Francia dirigida por su actual emperador, y guerras patrióticas para la gran unión nacional como las que planean el ministro pangermanista de Berlín, y el Zar de San Petesburgo.

Y en el fondo de todo esto, a través de todas las frases hipócritas de que se sirven para darse una apariencia de humanidad, y de derecho, ¿qué encontramos? Siempre la misma cuestión económica, la tendencia de uno a vivir y prosperar a expensas de los otros. Los ignorantes, los simples y los tontos, se dejan sorprender; pero los hombres fuertes que dirigen los destinos de los Estados saben muy bien que en el fondo de todas las guerras no hay más que un sólo interés: ¡el saqueo, la conquista de las riquezas de otros y el servilismo del trabajo!

Tal es la realidad a la vez cruel y brutal que los dioses de todas las religiones, los dioses de las batallas, no han dejado nunca de bendecir, empezando por Jehová, el Dios de los judíos, el Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que mandó a su pueblo elegido exterminar a todos los habitantes de la Tierra prometida, y acabando por el Dios católico representado por los Papas, que en recompensa del exterminio de los paganos, de los mahometanos y de los herejes, dieron las tierras de estos desgraciados a sus dichosos exterminadores. A las víctimas, el infierno; a los verdugos, los despojos, los bienes de la tierra; tal es el fin de las guerras más santas, de las guerras religiosas.

Es evidente que hasta ahora la humanidad no ha hecho ninguna excepción para esa ley general de bestialidad que condena a todos los seres vivientes a devorarse entre sí para vivir; sólo el socialismo, poniendo en el lugar de la justicia política, jurídica y divina, la justicia humana, reemplazando el patriotismo por la solidaridad universal de los hombres y la competencia económica por la organización internacional de una sociedad fundada sobre el trabajo, podrá poner fin a esas manifestaciones brutales de la bestialidad humana.

Pero hasta que triunfe en la Tierra, los congresos burgueses para la paz y para la libertad protestarán en vano, y todos los Víctor Hugo del mundo inútilmente los presidirán, porque los hombres continuarán devorándose como las bestias feroces.

Está probado que la historia humana, como la de todas las demás especies de animales, ha comenzado por la guerra. Esa guerra, que no ha tenido ni tiene otro fin que conquistar los medios de la vida, ha pasado por diferentes fases de desarrollo paralelas a las diferentes fases de la civilización, es decir, del desarrollo de las necesidades del hombre y de los medios de satisfacerlas. El hombre ha vivido primero, como todos los animales, de frutos y de plantas, de caza y de pesca. Sin duda, durante muchos siglos, el hombre cazó y pescó como lo hacen las bestias aún, sin ayuda de más instrumentos que los que la naturaleza le había dado.

La primera vez que se sirvió de un arma grosera, de un sencillo bastón o de una piedra, hizo un acto de reflexión y se reveló sin sospecharlo como un animal pensador, como hombre; porque el arma más primitiva debió necesariamente adaptarse al fin que el hombre se proponía obtener, y esto supone cierto cálculo que distingue esencialmente al animal hombre de los demás animales de la Tierra. Gracias a esta facultad de reflexionar, de pensar, de inventar, el hombre perfecciona sus armas, muy lentamente, es verdad, a través de muchos siglos, y se transforma en cazador o en bestia feroz armada.

Llegados a este primer grado de civilización, los pequeños grupos humanos encontraron más facilidad para nutrirse matando a los seres vivientes, sin exceptuar a los hombres, que debían servirles de alimento, que las bestias privadas de aquellos instrumentos de caza o de guerra; y como la multiplicación de todas las especies de animales está siempre en proporción directa de los medios de subsistencia, es evidente que el número de hombres debía aumentar en una proporción mayor que el de los animales de otras especies y que debía llegar un momento en que la inculta naturaleza no podía bastar para alimentar a todo el mundo.

(Del periódico ginebrino Le Progrès, de septiembre de 1869).

X

Si la razón humana no fuera progresiva; si, apoyándose por un lado sobre la tradición —que conserva en provecho de las generaciones futuras los conocimientos adquiridos por las generaciones pasadas— y propagándose, por otro lado, gracias a ese don de la palabra, que es inseparable del don del pensamiento, no se desarrollara cada vez más; si no estuviera dotada de la facultad ilimitada de inventar nuevos procedimientos para defender su existencia contra todas las fuerzas naturales que le son contrarias, esta insuficiencia de la naturaleza, habría sido necesariamente el límite de la multiplicación de la especie humana.

Pero, gracias a esta preciosa facultad que le permite saber, reflexionar y comprender, el hombre puede franquear ese límite natural que detiene el desarrollo de todas las demás especies de animales. Cuando los manantiales naturales se agotaron, los creó artificiales; aprovechando no su fuerza física, sino la superioridad de su inteligencia, se concretó sencillamente, no a matar para devorar inmediatamente, sino a someter y a domesticar hasta cierto punto a las bestias salvajes para que sirvieran a sus fines, y de este modo, a través de los siglos, ciertos grupos de cazadores se transformaron en grupos de pastores.

Esta nueva corriente de existencia multiplicó, naturalmente, a la especie humana y hubo necesidad de crear nuevos medios de subsistencia. La explotación de las bestias no bastó y los grupos humanos se pusieron a explotar la tierra; los pueblos nómadas y los pastores se transformaron después de muchos más siglos en pueblos cultivadores.

En este periodo de la Historia, se estableció la esclavitud.

Los hombres, aún salvajes, empezaron primero por devorar a sus enemigos muertos o prisioneros; pero cuando comenzaron a comprender la ventaja que tenía para ellos servirse de las bestias o explotarlas sin matarlas, inmediatamente y sin duda debieron de comprender la ventaja que podrían obtener de los servicios del hombre, el animal más inteligente de la Tierra; por consecuencia, el enemigo vencido no fue devorado, pero fue hecho esclavo, obligado a trabajar para la subsistencia necesaria de un amo.

El trabajo de los pueblos dedicados al pastoreo es tan sencillo, que no exige apenas el trabajo de los esclavos. Así vemos que en los pueblos nómadas o dedicados al pastoreo, el número de esclavos es muy limitado, por no decir que es nulo. Otra cosa sucede con los pueblos sedentarios y agrícolas; la agricultura exige un trabajo asiduo y penoso. El hombre libre de los bosques y de los llanos, el cazador, lo mismo que el pastor, se sujetan a él con repugnancia; y así vemos en los pueblos salvajes de América como es que, sobre el ser comparativamente más débil, que es la mujer, recaen los trabajos más duros y asquerosos. Los hombres no conocen otro oficio que la caza y la guerra – que aún en nuestra civilización son considerados los más nobles – y, despreciando todas las demás ocupaciones, permanecen tendidos perezosamente fumando sus pipas, mientras sus desgraciadas mujeres, esas esclavas naturales del hombre bárbaro, sucumben bajo la pesada carga de su trabajo diario.

Un paso más en la civilización y el esclavo toma el sitio de la mujer; bestia de suma inteligencia, y obligado a llevar la carga del trabajo corporal, genera el descanso y el desarrollo intelectual y moral de su amo.

(Del periódico ginebrino Le Progrès, de octubre de 1869).