Miquel Amorós
La crítica libertaria a la izquierda del capitalismo
El capital ha proletarizado al mundo y a la vez ha suprimido visiblemente las clases. Si los antagonismos han quedado integrados, si ya no hay lucha de clases, entonces no hay clases. Y no hay sindicatos en el sentido genuino del término. En efecto, si el escándalo de la separación social entre poseedores y desposeídos, entre dirigentes y dirigidos, entre explotadores y explotados, ha dejado de ser la fuente principal de conflicto y las luchas transcurren dentro del sistema sin cuestionarlo, no hay clases en lucha, sino masas a la deriva. Los sindicatos, la carcasa de una clase disuelta, persiguen otro objetivo: mantener la ficción de un mercado laboral. El obrero es la base del capital, no su negación. Este se adueña de cualquier actividad y su principio estructura toda la sociedad: realiza el trabajo, transforma el mundo en mundo de trabajadores. Fin de una clase obrera aparte, exterior y opuesta al capital, y generalización del trabajo asalariado. Adentro no hay más que una masa asalariada aunque no uniforme sino fragmentada: cada fragmento ocupa un escalafón en la jerarquía social con relación a su nivel de compra. Afuera, una masa excluida y desahuciada que pugna por reintegrarse. Cada capa queda definida por su capacidad de consumo. Las clases medias (middle class), resultado cuantitativo del escamoteo de los antagonismos sociales, se refuerzan pasando por encima de la antigua pequeña burguesía con las capas de asalariados diplomados ligados al trabajo improductivo. Han nacido con la racionalización y burocratización del régimen capitalista para desarrollarse gracias a la terciarización progresiva de la economía (y de la tecnología que la hizo posible). Existen en tanto de conjunto de ejecutivos, cuellos blancos y funcionarios en medio de una sociedad de mercado. Cuando la economía funciona, todos ellos son pragmáticos, luego partidarios en bloque del orden establecido, o sea de la partitocracia. Denominamos partitocracia al régimen político adoptado habitualmente por el capitalismo. Es el gobierno autoritario de las cúpulas de los partidos (sin separación de poderes), la forma moderna de una oligarquía, que conlleva la formación de una burocracia autónoma con sus intereses propios y su clientela que ha hecho de la política su modus vivendi. Más que la burguesía, las clases medias ven al Estado como mediador entre la razón de mercado y la sociedad civil, o mejor, entre los intereses privados y sus intereses particulares presentados como públicos. Y precisamente la separación entre lo público y lo privado es lo que dio lugar a la burocracia administrativo-política, parte esencial de las clases medias. El Estado partitocrático determina de alguna forma su existencia privada. En condiciones favorables, las que permiten un modo de vida consumista, dichas clases no están politizadas; es la crisis del llamado Estado del bienestar lo que determina su politización. Entonces los partidos originados por la crisis hablan en nombre de toda la sociedad, teniéndose por su representación más auténtica.
Nos encontramos inmersos en una crisis que no solo es económica sino total: es la crisis del capitalismo. Se manifiesta tanto en el plano estructural en la imposibilidad de un crecimiento suficiente, como en el plano territorial con los efectos destructores de la industrialización generalizada. Las consecuencias son la multiplicación de las desigualdades, la exclusión, la contaminación, el cambio climático, las políticas de austeridad y el aumento del control social. Durante la fase de globalización (cuando ya no existe clase obrera) se produce de forma muy visible un divorcio entre los profesionales de la política y las masas que la padecen. La distancia pesa más cuando la crisis alcanza y empobrece a las clases medias, la base sumisa de la partitocracia. La crisis considerada solo bajo su aspecto político es una crisis del sistema tradicional de partidos, y por descontado, del bipartidismo. La corrupción el amiguismo, la prevaricación, el despilfarro y la malversación de fondos públicos solamente resultan escandalosos cuando el paro, los recortes, las bajadas salariales y la subida de impuestos alcanzan a dichas clases. Entonces, los viejos partidos no bastan para garantizar la estabilidad de la partitocracia. En los países del sur de Europa la ideología ciudadanista refleja perfectamente su reacción desairada. Contrariamente al viejo proletariado, que planteaba la cuestión en términos sociales, el ciudadanismo la plantea exclusivamente en términos políticos. Así pues, han de recurrir al lenguaje dominante, el de la dominación, usando de preferencia el vocabulario progresista y democrático que mejor corresponde con su universo mental. Los partidos ciudadanistas hablan en representación de una clase universal que no es el proletariado sino la ciudadanía, cuya misión consistiría únicamente en corregir una democracia de mala calidad. Consideran la democracia, es decir, el sistema parlamentario de partidos, como un imperativo categórico. El ciudadanismo es un democratismo legitimista que reproduce tópico por tópico al liberalismo burgués de antaño y con mucho alarde verbal trata de correrlo hacia la izquierda. No olvidemos que mucha crema fundadora de los nuevos partidos proviene del estalinismo y del izquierdismo, para la cual lo que los nuevos valores democráticos no son más que la trasmutación de viejas cantinelas vanguardistas realmente desahuciadas. Formalmente pues, se sitúa en la izquierda del sistema. Es la izquierda del capitalismo.
La mayoría de los nuevos partidos y alianzas, dirigidos fundamentalmente por enseñantes y abogados, inspirándose en el cambio de rumbo de la izquierda convencional latinoamericana, o lo que viene a ser lo mismo, identificando las instituciones como el escenario clave del cambio liberador, en realidad tratan de cambiar una casta burocrática mala por otra buena recuperando a los electores moderados de izquierda o de derecha, algo en lo que siempre habían fracasado el neoestalinismo y el izquierdismo europeos. Aspiran a desempeñar el papel de una nueva socialdemocracia, bien constitucionalista o bien separatista. La revolución ciudadanista empieza y termina en las urnas, por lo que reformas electorales, jurídicas o constitucionales (la transformación del régimen de 1978) dependen de los resultados y las combinaciones parlamentarias. Se ha de conseguir nuevas mayorías políticas, o como se dice, asegurar la gobernabilidad, ya que nadie desea una ruptura social, aun al precio de conjurarla con una ruptura nacional. La desmovilización, el oportunismo y la rápida burocratización que ha seguido a las diversas campañas demuestra esto: los agitadores de la víspera se vuelven con celeridad gestores responsables. La izquierda del capital se dio cuenta de que el Estado es esencial para el capitalismo y de que en periodos de expansión económica tal dependencia permite políticas sociales: algo de neokeynesianismo a las prácticas neoliberales que requieren respaldo estatal. Estamos frente al renacimiento del Estado nacional: un Estado social pretendidamente soberano en el marco de una Europa de los mercados. La defensa del Estado es la prioridad máxima del ciudadanismo, de ahí su estrategia de asalto a las instituciones, ridículo sucedáneo de la toma del poder leninista, que se apoya sobre todo en los electores conformistas decepcionados con los partidos de siempre y subsidiariamente en los movimientos sociales manipulados. Aunque la crisis no pueda superarse, puesto que es «una depresión de larga duración y alcance global» según dicen los expertos, la reconstrucción del Estado como asistente y mediador quiere demostrar que se puede trabajar para los mercados desde la izquierda.
En definitiva, no se trata de cambiar la sociedad sino de administrar el capitalismo —dentro o fuera de la eurozona— con el menor gasto y la menor represión posible para las clases medias. Demostrar que una vía alternativa de acumulación capitalista es posible y queel rescate de las personas es tan importante como el de la banca, es decir, que el sacrificio de dichas clases no solamente es necesario, sino que no habrá desarrollo ni mundialización sin ellas. Se quiere aumentar el nivel de consumo popular, no transformar la estructura productiva y financiera. Por consiguiente, se apela a la eficacia y al realismo, no a los cambios bruscos y las revoluciones. El diálogo, el voto y el pacto son las armas ciudadanistas, no las movilizaciones o las huelgas generales. Diálogo directo con el poder, diálogo virtual con las susodichas «personas». Las clases medias son más que nada clases no violentas e informatizadas: su identidad queda determinada por el miedo y la red. En estado puro, o sea, no contaminadas por capas más permeables al racismo o la xenofobia tales como los agricultores endeudados, los obreros desclasados y la canalla lumpen, no quieren más que un cambio tranquilo y pausado hacia lo mismo desde dentro. Por otra parte, en estos tiempos de reconversión económica, de extractivismo y de austeridad, los partidos ciudadanistas han de contentarse con actos institucionales simbólicos, ya que su capacidad de resolución de problemas sociales es muy poca. Dependen de la coyuntura mundial, del Mercado, y este no les es favorable y probablemente no lo será en el futuro. En resumen, su posición ante las cámaras ha de esconder su falta de resultados cuanto más tiempo mejor, a la espera o más bien temiendo la formación de otras fuerzas más decididas en un sentido (un totalitarismo mucho más duro) o en otro (la revolución).
El capitalismo declina pero su declive no se percibe igual en todas partes. No se ha considerado la crisis como múltiple: financiera, demográfica, urbana, ecológica y social. Ni se tiene en cuenta que las guerras periféricas son responsabilidad de la mundialización capitalista. En el Sur de Europa la crisis se interpreta como una amenaza económica y un problema político. En el Norte tiende a tomarse como una invasión musulmana y una amenaza terrorista, o sea, como un problema de fronteras y de seguridad. Todo depende del color, la nacionalidad y la religión de los working poor. La división internacional del trabajo concentra la actividad financiera en el Norte y relega el Sur al rango de una extensa zona residencial y turística. Por eso el Sur es mayoritariamente europeísta y opuesto a la austeridad; el Norte es todo lo contrario. La reacción mesocrática es contradictoria, pues por una parte la ilusión de reforma y apertura domina, pero, por la otra, se impone el modo de vida industrial en burbuja y la necesidad de un control absoluto de la población, lo que significa un estado de excepción «en defensa de la democracia». Las mismas clases votan al ciudadanismo en un sitio y a la extrema derecha en el otro. Los libertarios han de denunciar este estado de cosas intentando construir movimientos de protesta autónomos en el terreno social y cotidiano a defender. La abstención es un primer paso hacia la secesión del sistema. La perspectiva política puede superarse mediante un cambio radical —o mejor una vuelta a los comienzos— en el modo de actuar y en la manera de vivir apoyándose aquellas relaciones extramercantiles que el capitalismo no ha podido destruir o cuyo recuerdo no ha borrado. También mediante un retorno a lo sólido en el modo de pensar: la crítica de la concepción burguesa posmoderna del mundo es más urgente que nunca pues no es concebible un escape del capitalismo con la conciencia colonizada por los valores de su dominación. La necesaria desculturación (desalienación) que destruya todas las identidades de guardarropía que nos ofrece el sistema, ha de cuestionar seriamente el parlamentarismo, el Estado, la idea de progreso, el desarrollismo, el espectáculo... pero no para ofrecer versiones «antifascistas» de todo ello. Tampoco se trata de elaborar una teoría única con respuestas y fórmulas para todo, una especie de moderno socialismo de cátedra, o de forjar una entelequia (pueblo fuerte, clase proletaria, nación) que justifique un modelo organizativo arqueomilitante y vanguardista, o de regresar literalmente al pasado, sino, insistimos, se trata de salirse del universo mental y material del capitalismo inspirándose en el ejemplo histórico de experiencias convivenciales no capitalistas. La obra revolucionaria tiene mucho de restauración.
Es verdad que las luchas anticapitalistas aún son débiles y a menudo recuperadas, pero si aguantan firme y rebasan el ámbito local pueden extenderse lo suficiente para echar abajo la vía institucional junto con el modo de vida esclavo que la sostiene. La crisis todavía es una crisis a medias. El sistema ha tropezado con sus límites internos (estancamiento económico, restricción del crédito, acumulación insuficiente, descenso de la tasa de ganancia), pero no lo bastante con sus límites externos (energéticos, ecológicos, culturales, sociales). Hace falta una crisis más profunda que acelere la dinámica de desintegración, vuelva inviable el sistema y propulse fuerzas nuevas capaces de rehacer el tejido social con maneras fraternales, de acuerdo con reglas no mercantiles (como en Grecia), amén de articular una defensa eficaz (como en Rojava). No obstante, la crisis en sí misma conduce a la ruina, no a la liberación, a menos que la exclusión se dignifique y tales fuerzas concentren un poder suficiente al margen de las instituciones. La estrategia actual de la revolución (el uso de la exclusión y las luchas en función de un objetivo superior) ha de apuntar —tanto en la construcción cotidiana de alternativas como en la pelea diaria— hacia la erosión de cualquier autoridad institucional, la agudización de los antagonismos y la formación de una comunidad arraigada, autónoma, consciente y combativa, con sus medios de defensa preparados.
Los libertarios no desean sobrevivir en un capitalismo inhumano con rostro democrático y todavía menos bajo una dictadura en nombre de la libertad. No persiguen fines distintos a los de las masas rebeldes, por lo tanto no deberían organizarse por su cuenta dentro o fuera de las luchas. No reconocen como principio básico de la sociedad un contrato social cualquiera, ni la lucha de todos contra todos; tampoco la fundan en la tradición, el progreso, la religión, la nación o la naturaleza. El comunismo libertario es un sistema social caracterizado por la propiedad comunal y estructurado por la solidaridad o ayuda mutua en tanto que correlación esencial. Allí el trabajo —colectivo o individual— nunca pierde su forma natural en provecho de una forma abstracta y fantasmal. Las tecnologías se aceptan mientras no alteren el funcionamiento igualitario y solidario de la sociedad. La estabilidad va por delante del crecimiento, y el equilibrio territorial por delante de la producción. Las relaciones entre los individuos son siempre directas, no mediadas por la mercancía, por lo que todas las instituciones que derivan de ellas son igualmente directas, tanto en lo que afecta a las formas como a los contenidos. Las instituciones parten de la sociedad y no se separan de ella. Es la hora de una nueva sociedad histórica libre de mediaciones alienantes y de trabas, sin instituciones que planean por encima, sin trabajo-mercancía, sin mercado y sin trabajadores asalariados. El proletariado existe únicamente en el capitalismo a causa de la división entre trabajo manual y trabajo intelectual. Igual pasa con las conurbaciones, fruto de la separación absurda entre campo y ciudad. Una sociedad autogestionada no tiene necesidad de empleados y funcionarios puesto que lo público no está separado de lo privado. Ha de dejar la complicación a un lado y simplificarse. Una sociedad libre es una sociedad fraternal, horizontal y equilibrada, desestatizada, desindustrializada, desurbanizada y antipatriarcal. En ella el territorio recobra su importancia perdida, pues contrariamente a la actual, será una sociedad con raíces.