Murray Bookchin
Anarquismo social o anarquismo personal
Un abismo insuperable
Introducción (por Juantxo Estebaranz)
Anarquismo social o anarquismo personal
Anarquismo individualista y reacción
Anarquismo místico e irracional
Contra la tecnología y la civilización
Nota de la editorial
La edición de este texto, que data del año 1995, nos vino propuesta por Roser Bosch, que había incluido la traducción de este texto como trabajo de fin de carrera para sus estudios universitarios de traducción.
Era un texto del que habíamos oído hablar, pero que no teníamos previsto editar. Sin embargo, la lectura del mismo suscitó un debate encendido dentro del colectivo editorial sobre aspectos que compartíamos y aspectos que no compartíamos del texto, críticas fundadas en el mismo y otras que nos parecen menos fundadas; pero en todo caso el propio debate nos hizo pensar que se trataba de un texto que, más allá de que se comparta o no en su generalidad, planteaba cuestiones sobre los fundamentos teóricos del anarquismo y sobre sus debilidades actuales como movimiento que nos parecían suficientemente importantes aunque sólo sea como medio o base de discusión.
Nos daríamos por más que satisfechos si la traducción al castellano de este breve ensayo sirviera para enriquecer o avivar los debates sobre el futuro del anarquismo en nuestras tierras y sobre las aportaciones que han hecho o no al mismo las nuevas corrientes de crítica de la civilización industrial.
Nuestro agradecimiento a Roser Bosch, que nos ha cedido gratuitamente la traducción, y a Juantxo Estebaranz que, a pesar de no compartir los planteamientos de Bookchin, en su texto introductorio hace una exhausta presentación y contextualización de las principales claves y figuras que son objeto de crítica por parte de Murray Bookchin.
La traducción ha sido hecha a partir de la edición del año 1995 de la editorial AK-Press. En la misma figuraban notas numeradas al final del libro y otras con asterisco a pie de página. Nosotros hemos optado por numerarlas todas a pie de página.
el colectivo vírico
Introducción (por Juantxo Estebaranz)
I. Para mediados del siglo XX, la imposición del modelo capitalista norteamericano tras la victoria militar aliada era una realidad en la maltrecha Europa. A través de las «ayudas» del capital yankee conocidas como Plan Marshall, un capitalismo basado en la integración del trabajador, también como consumidor, y en el nuevo papel del Estado como organizador y garante del suministro de servicios públicos al conjunto de la población se imponía en el Viejo Continente. En algunos países, el nuevo modelo hegemónico llegaría de la mano de la alianza de sus regímenes con las nuevas instituciones financieras internacionales, alianza que permitiría, en el caso del Estado español, transitar de un régimen de inequívoca orientación fascista a un capitalismo autoritario acorde con el modelo en boga.
El modelo requería la salarización y urbanización de la mayor proporción de población posible, proceso que comenzaba con la mecanización del campo y la expulsión de sus pobladores hacia las urbes como fuerza de trabajo de las nuevas instalaciones industriales. El proceso de industrialización del campo, que traía consigo no sólo su maquinización sino su dependencia de insumos como los fertilizantes, fue conocido, cómo no, como «la Revolución Verde». El «desarrollismo», como fue bautizado por el régimen franquista aquel proceso, plantaba sus botas sobre la radical transformación y minorización del sector primario, a la par que imponía un insalubre modo de vida urbano.
Teniendo su origen en el solar norteamericano, sería lógico también que las primeras voces que clamaron contra el nuevo capitalismo partieran también de aquellos territorios. Entre estas despuntaba la de Murray Bookchin, que ya en plena década de los cincuenta conseguía formular una consistente síntesis entre la tradición anarquista y una precoz crítica ecologista de corte anticapitalista. Con el paso de los años, este anarquista norteamericano se convertiría en un referente también en Europa para quienes realizaban un análisis de los procesos de transformación social en curso, teniendo especialmente en cuenta la paulatina degradación del medio ambiente que éstos conllevaban. Una figura que mantenía su prestigio no sólo entre las filas libertarias sino también entre la extensa Nueva Izquierda norteamericana, para la que sería también importante la inclusión de la perspectiva ecológica en el nuevo proyecto revolucionario.
Además de pionero del ecologismo, Bookchin estaba a la vez también relacionado con las protestas y propuestas de los nuevos movimientos sociales y juveniles norteamericanos, y aun cuando seguía anclado en la tradición anarquista, se distanciaba del clásico esquema obrerista, muy propio también del anarquismo del primer tercio del siglo XX. Sus textos irían llegando al Estado español con el deshielo del franquismo que permitiría la aparición de un activo sector editorial inmerso en la difusión de clásicos hasta la fecha prohibidos y en la traducción de volúmenes de la contracultura. De este modo, ya para 1974 sería accesible su El anarquismo en la sociedad de consumo, conjunto de artículos que daban a conocer sus posicionamientos frente al modelo de capitalismo imperante, pero en el que aparecían también sus críticas hacia formas de oposición de la izquierda ya para entonces caducas. Además de la traducción de algunos breves textos en la explosión de revistas libertarias y contra culturales del postfranquismo, su perfil quedaba explícito con la publicación en 1978 en castellano de otra colección de ensayos escritos en la primera mitad de aquella década, y que fue titulada Por una sociedad ecológica. En este texto y como le era característico, Bookchin sumaba a la crítica ecológica de corte libertario, reflexiones como la contenida en «Espontaneidad y organización», que le alejaban de posturas inmovilistas presentes en el seno del anarquismo.
Su ingente producción editorial se prolongó durante décadas y abarcó también el análisis histórico (por aquellos años vería la luz Los anarquistas españoles (Los años heroicos 1868-1936), aunque pese al paso del tiempo la mayor parte de ésta permanece inaccesible en castellano; de hecho, el volumen donde Bookchin sentaba el concepto de «ecología social», considerada su obra fundamental, La Ecología de la libertad. La emergencia y disolución de las jerarquías, debería esperar desde 1972 hasta 1999 para llegar a ser editada en el Estado español. Desde los años noventa del siglo XX y hasta su fallecimiento en 2006, cobraron especial interés sus análisis sobre la participación en la esfera política local, englobados en el llamado «municipalismo libertario», temática que no siendo novedosa en sus escritos, sería objeto de una especial difusión en la escena libertaria española por parte de los sectores promotores de la opción municipalista, sectores que apoyarían su propuesta basándose en el prestigio de este ya veterano anarquista.[1] Sería en 1995 cuando fuera escrito este Anarquismo social o anarquismo personal que ahora tienes entre las manos.
II. En 1989 caía el muro de Berlín inaugurando una nueva época, donde el proyecto capitalista convertía su hegemonía en totalitarismo, al carecer oficialmente desde entonces de rival conocido. El final de la Historia, que anunciaban sus voceros, acababa con la ilusión emancipadora que su espejo, el socialismo de Estado, había mantenido pese a sí mismo durante las anteriores décadas. El neoliberalismo comenzaba a campar a sus anchas, deshaciendo el papel de garante de un mínimo equilibrio social que el Estado había detentado hasta entonces, y la globalización capitalista se desnudaba ante un mundo sin apenas referentes de oposición. A la par, la segunda «Revolución Verde», la basada en la artificialización de la Naturaleza a través de las técnicas de modificación transgénica, y la conectividad garantizada por la unión entre el hilo telefónico y la computadora, bautizada como Internet, ponían las bases materiales para la nueva época.
La atmósfera asfixiante de un mundo bajo un mismo dominio puso en valor experiencias rebeldes pretéritas que florecieron en épocas de ahogo similar. De igual modo, la derrota ya oficial de las formas organizativas de las que se había dotado el movimiento obrero empujó a la reconsideración de muchas de las certezas de su corpus teórico y a la búsqueda de otros referentes históricos.
En Norteamérica la mirada se posaría sobre la práctica de la deserción, la huida consciente y colectiva, presente en el desarrollo de la colonización del Nuevo Continente y en las efímeras iniciativas de vida en común de las que se dotaron los huidos. La frase de despedida del mundo civilizado «Nos vamos a Croatan», último rastro de un grupo de colonos que decidiera unirse a los «salvajes», resume el sentimiento de una época que por entonces se repetía. El totalitarismo capitalista pero también la rigidez de las ideologías obreristas potenciaron una voluntad de herejía que encontró su imagen en grupos disidentes de base religiosa que habían protagonizado deserciones masivas de profundo calado emancipatorio. La práctica de los grupos juveniles de la contracultura del «desenchufe» del sistema en boga, mediante la puesta en marcha de comunas, sería incluida como otra manifestación de esta tradición emancipatoria local.
Entre quienes impulsaron aquella boyante tendencia se encontraba Peter Lamborn Wilson, cuyos escritos sobre las sectas heréticas islámicas prefiguraban futuros trabajos que verían la luz durante la década de los noventa, como su influyente Pirate utopias de 1995, estudio histórico en el que se contemplaba la potencia de la flota corsaria norteafricana del siglo XVII especialmente como destino consciente de desertores europeos, a modo de rechazo de su civilización de origen. Los «renegados» y sus inestables repúblicas piratas se unían a una inaplazable desconexión de la globalización capitalista. Pero tras aquel nombre se encontraba también Hakim Bey quien, en 1990, había concluido su T.A.Z. Zona Temporalmente Autónoma, donde condensaba su lírica revolucionaria en la que se hallaban ya sectas heréticas, repúblicas piratas, explosiones rebeldes y una apuesta consciente por la provisionalidad en la materialización del proyecto revolucionario, caracterizado éste por una perpetua huida hacia adelante con la que dejar tras de sí enemigos externos y condicionantes internos. El pseudónimo de Hakim Bey contenía la ironía de quien contempla su labor teórica como un juego, lejos de las solemnidades vetustas de las ideologías.
La búsqueda de otros referentes históricos previos y distintos al movimiento obrero no era privativa del Nuevo Continente. En Europa se realizaba un proceso similar que releía las guerras campesinas y las herejías igualitaristas, resurgiendo los ecos del «omnia sunt comunia» de la rebelión anabaptista que se enfrentaba a la Reforma como espíritu de un emergente Capitalismo.
III. Las dimensiones bíblicas del derrame de crudo del petrolero Exxon Valdez en 1989, demasiado cercano en el tiempo a la marmita atómica de Chernobil, despejaron cualquier duda que pudiera restar sobre si la catástrofe era consustancial al capitalismo industrial o mera anécdota. El sistema industrial revelaba su capacidad de destruir el mundo con relativa impunidad, mientras la izquierda política y los antiguos movimientos sociales se empantanaban en exigir mejores legislaciones y mayores medios para paliar sus nocivos efectos, enfangándose en argüir soluciones técnicas que compartían los presupuestos de quienes se empecinaban en crujir el globo.
En paralelo, la nueva revolución tecnológica basada en la microelectrónica y las telecomunicaciones que vehiculaban la globalización capitalista y que destruían los puestos de trabajo del hasta entonces vertebral sector secundario, ponían de nuevo sobre la mesa de debate el papel de la propia tecnología, que ahora ya no era percibida comúnmente como un aliado de las clases populares para su mejora material, sino como un instrumento de descomposición de su capacidad de reivindicación y como una herramienta objetiva de pauperización de éstas.
La crítica desde criterios anticapitalistas y libertarios al sistema capitalista industrial y a la propia tecnología cobró entonces un especial interés, aun cuando con anterioridad y en Norteamérica ésta había ido dando origen a una activa escena y contaba ya con una madura línea de pensamiento y acción.
Entre los colectivos que habían empujado en aquella dirección destacaba la muy veterana revista de Detroit Fifth Estate, en la que podían encontrarse abundantes textos de crítica antitecnológica y entre cuyos colaboradores habituales podía encontrarse a David Watson, las más de las veces bajo seudónimo o nombre colectivo.
Ya en 1985, con ocasión de que la revista Times nombrara como Hombre del Año 1982 a una computadora, Etcétera, en su quinto número como revista dedicado al análisis del papel de la tecnología en la reestructuración capitalista, incluía dos textos de Fifth Estate al respecto, en los que la de Detroit nombraban por su parte como Herramienta del Año al mazo luddita, mientras a continuación argumentaban sus posiciones bajo el posteriormente clásico «Contra la Megamáquina».[2] La crítica al propio sistema industrial y a la tecnología como factor de destrucción ecológica, pero también como generadora de jerarquía, avanzaba un paso más sobre contribuciones pretéritas como la de Lewis Mumford, quien acuñara el término de «megamáquina», y trascendía a la anterior generación política que aún poseía un notorio optimismo tecnológico sobre el que hacían reposar posibilidades para la promoción social.
Un proceso similar al que se había ido gestando en suelo europeo, en el que la labor de reelaboración teórica de la escuela postsituacionista alrededor de la Encyclopédie des Nuissances, generaba reflexiones en el mismo sentido durante la década de los ochenta, cuya destilación, el Mensaje dirigido a todos aquellos que no quieren administrar la nocividad sino suprimirla, veía la luz en 1990 y lanzaba el término «nocividad» para designar los efectos perniciosos que comparten tanto el sistema de dominación social como el propio aparato de producción industrial.
La elección del mazo luddita por FE tampoco era baladí. Constituía un reflejo del renovado interés por las revueltas populares de la primera mitad del siglo XIX, centradas en el rechazo a la maquinización del taller artesano, revueltas ignoradas o denostadas por los teóricos del primer movimiento obrero, pero que volvían a actualizarse en aquel momento histórico, momento en el que el salto tecnológico sobre el que operaba la globalización capitalista dejaba a las claras la falsa neutralidad de la tecnología.
IV. En 1995 un golpe conmocionaba el orbe. Los diarios Washington Post y New York Times accedían finalmente a publicar un extenso manifiesto, La sociedad industrial y su futuro, firmado por el grupo F.C. (Fuck Computer), grupo que desde los años ochenta llevaba enviando paquetes bomba, principalmente hacia destinos relacionados con la investigación técnica. Meses más tarde, Ted Kaczynski era arrestado como autor material de aquellos envíos, y su detención publicitaria indirectamente los contenidos de aquel texto que sería conocido bajo la denominación policial de El Manifiesto de Unabomber, manifiesto en el que se abundaba tanto en la urgencia de detener la deriva tecnológica como prioridad revolucionaria, como en criticar el «izquierdismo» como ideología acomodaticia. Unabomber golpeaba para animar a una contundente oposición a la dominación tecnológica en la que se basaba el capitalismo, pero también para incomodar a una izquierda a gusto en su papel de minoría consentida.
La publicación del Manifiesto y la detención de Kaczynski visibilizó las iniciativas de una escena activista y teórica muy presente en el mundo anglosajón, especialmente desde la década de los ochenta, que se enfrentaba a la extensión de las grandes infraestructuras y a la destrucción de los vestigios de vida natural aún existentes en aquellos territorios, utilizando entre otros recursos una hábil mezcla de activismo no violento y de acción nocturna, que sería conocida como ecosabotaje. En el interior de esta extensa comunidad de acción, existía un segmento que había llevado su reflexión sobre el origen de la voluntad de dominación hasta la revisión de conceptos tales como el propio lenguaje humano o la percepción del tiempo, y señalaba a la extensión de la agricultura como el factor que había posibilitado en origen la jerarquización social.
La extensión del patriarcardo y, en resumen, la presencia del factor dominación en la mayor parte de las culturas del orbe impulsaban reflexiones en línea con la investigación antropológica. De este modo, el extensísimo periodo de la especie humana conocido como el Paleolítico, previo a la extensión de las técnicas agrarias, era investigado como una época en la que la articulación social garantizaba un estado de felicidad y fraternidad mayor que el obtenido a través del proceso civilizatorio, visto éste como proceso de dominación. Era la tendencia primitivista.
Sus presupuestos de refutación radical del proceso civilizatorio, visto ahora como de domesticación, tenían también correspondencia en el otro lado del océano, y en concreto se alineaban con los hallazgos de la antropóloga Gimbutas y de quienes defendían la existencia de una articulación social en suelo europeo, previa a la invasión de los pueblos indoeuropeos, de corte matriarcal e igualitaria.
En Norteamérica, un habitual colaborador de Fifth Estate, John Zerzan, destacaba entre quienes cuestionaban el proceso civilizatorio desde criterios libertarios. Zerzan[3] había ido dando forma a su propuesta en forma de artículos que verían la luz durante la década de los ochenta en la revista de Detroit, y que tomarían cuerpo refundidos en su libro Futuro Primitivo, en 1994 (publicado en castellano por la editorial valenciana Numa el año 2001). La emancipación de la tendencia primitivista de la línea predominante de FE era ya un hecho para finales de los ochenta, cuando John daba a conocer sus ensayos recopilados en el volumen Elements of Refusal, publicado en Seattle en 1988.
El primitivismo se desembarazaba de la herencia humanista presente en el anarquismo. Era el ejemplo extremo de que la escena libertaria norteamericana se renovaba en múltiples direcciones, profundizando en debates e introduciendo nuevos referentes en función de sus tensiones contemporáneas, lo que conmocionaría, sin duda alguna, los cimientos de la tradición anarquista.
V. En abril de 1996 el colectivo Solidarios con Itoiz, que había realizado hasta la fecha acciones directas con una efectiva repercusión mediática con el ánimo de impulsar la lucha contra el embalse en construcción que anegaría aquel valle navarro, cortaba los cables con los que se distribuía el cemento que sellaba la infraestructura, dando un sonado golpe de mano que paralizaría las obras durante más de un año. El colectivo, que bebía de las fuentes del ecologismo radical anglosajón, pasaba así a la práctica del ecosabotaje, lo que llevaría a los participantes en el corte a prisión y a la criminalización de los considerados hasta entonces amables activistas verdes. En agosto de aquel año, se realizaba la primera edición de una acampada convocada por la Asamblea contra el Tren de Alta Velocidad en los aledaños de la localidad guipuzcoana de Tolosa, que constituiría, en términos ya de Hakim Bey[4], una Zona Temporalmente Autónoma; a estas acampadas, con el paso del tiempo, iría confluyendo la comunidad antidesarrollista vasca que lideraría una oposición intransigente contra aquella macroproyecto.
En diciembre del mismo año, la policía española detenía tras un cruento atraco en la ciudad andaluza de Córdoba a cuatro anarquistas italianos, vinculados al área del anarquismo revolucionario. Estas detenciones de libertarios de un área que sería conocida como insurreccionalista, por la llamada a la creación de una Internacional Antiautoritaria Insurreccionalista de 1992, visibilizaba la extensión de sus postulados en territorios españoles, postulados con especial eco entre una nueva generación de militantes libertarios descontentos con la falta de incidencia de las prácticas anarcosindicalistas. Pronto este descontento se traduciría en un proceso de separación y de expulsiones en el seno del sindicato CNT, focalizado principalmente sobre la organización juvenil FIJL, que se prolongaría durante los años 97 y 98, años en el que la prisión de los compañeros detenidos y la proximidad de su juicio alentaron la difusión de su opción libertaria.
La edición en folleto en otoño de 1998 de La sociedad industrial y su futuro coincidiría en el tiempo con la difusión de los textos de la francesa Encyclopédie des Nuissances, cuya propuesta de crítica antiindustrial, proporcionaría argumentos de hondo calado ideológico a la comunidad antidesarrollista en formación[5], echando más leña al fuego de una nueva generación política en emancipación.
Y la década cerraría en 1999 con la noticia de la tenaz y diversa oposición organizada en la ciudad de Seattle contra la celebración de la llamada «Ronda del Milenio» de las instituciones financieras del capitalismo, que lanzaba a la fama mediática las actividades del Black Bloc como «lado oscuro» del incipiente movimiento antiglobalización, mientras los disturbios en la cercana comunidad de Eugene publicitaban las iniciativas del anarquismo primitivista y la producción teórica de John Zerzan.
Con estos condicionantes y a partir del año 2000, tuvo lugar en el interior de la escena antiautoritaria del Estado español la difusión de las nuevas corrientes libertarias que ponían su énfasis fuera de los ítems del obrerismo, como eran el inmedatismo de Hakim Bey, la extensión del «insurreccionalismo», la crítica anticapitalista y libertaria a la sociedad industrial y la difusión de las tesis primitivistas. Si bien estas formulaciones teóricas se prodigaban en escenas activistas variadas (los ambientes antiglobalización, el área anarquista revolucionaria o la escena antidesarrollista), lo cierto es que todas ellas tuvieron su apogeo durante los años 2000-2003, años en los que se multiplicaron los encuentros e iniciativas activistas o de difusión que añadieron visibilidad y contribuyeron a consolidar las tendencias locales.
Durante aquellos años se prodigaron colectivos como Llavor d’Anarquia, de inspiración individualista y primitivista, y muchos otros, que junto con una nueva eclosión de editoriales antiautoritarias promovieron eventos en los que pudo conocerse de primera mano a aquellos autores que planteaban una renovación de algunas de las bases de la tradición anarquista, incluídos los autores norteamericanos.[6]
Asimismo surgieron nuevos textos que mostraban una maduración propia de la escena local en dirección similar a las reflexiones previas surgidas en otros contextos europeos y norteamericanos. El mito de la izquierda, análisis y crítica del izquierdismo, folleto del colectivo Zizen en línea con las afirmaciones del Manifiesto, la producción propia del boletín del colectivo homónimo Los Amigos de Ludd, las 31 tesis insurreccionalistas o el volumen Afilando nuestras vidas, o los textos primitivistas de Anton FDR fueron botones de muestra de ello.
VI. La eclosión local de estas tendencias que se alejaban definitivamente de los ítems del obrerismo del primer anarquismo no estuvo exenta de polémicas con la línea del anarquismo tradicional, encarnado en las opciones anarcosindicalistas, ni tampoco fue armónica la relación entre las diversas tendencias emergentes. Sin embargo, los desencuentros no tuvieron el rango de una refutación global como la de este Anarquismo social o anarquismo personal de Murray Bookchin, quien aquí cultiva sin ambages otra de sus principales facetas, la de polemista.
Varios fueron los factores. Por un lado, la inexistencia local de una figura de prestigio similar a la del anarquista norteamericano que dirigiera su referencialidad contra las nuevas corrientes. Por otro, la ubicación de las nuevas tendencias que cuestionaban el hecho tecnológico en el marco de un área antiautoritaria, más amplia ideológicamente y por tanto fuera de los márgenes estrictos de la tradición anarquista.[7] Y por último, la vinculación del nacimiento y desarrollo de estas tendencias con hechos represivos y movimientos en curso, que dificultaban una formulación de diferencias únicamente teóricas con las bases del pensamiento tradicional del anarquismo.
Sirva entonces este texto como exponente de un debate teórico que también se realizara localmente de modo fragmentario y muchas veces crispado. Texto que daría origen en Norteamérica a inmediatas y diversas respuestas por parte de los aludidos y que enriquecerían indirectamente la reflexión teórica de los nuevos anarquismos. Como la de David Watson, que en 1996 entregaría para su publicación Beyond Bookchin. Preface for a Future Social Ecology (Más allá de Bookchin. Prefacio para una ecología social futura), en la que el autor desplegaría con coherencia el corpus ideológico de su propuesta libertaria.
O la que realizara el anarco Bob Black, el gran ausente en los dardos de Bookchin, con su Anarchy after Leftism de 1995, quien además de llevar a cabo una refutación sistemática y documentada del presente texto, realizaría una descripción apologética del «anarquismo postizquierdista», denominación a juicio de Black más correcta para describir los contornos comunes de los nuevos anarquismos criticados duramente por el veterano autor.
En su respuesta, Bob Black resume el texto que a continuación presentamos con el calificativo «decadente», aferrándose al significado estricto del término: un canto de cisne de un anarquismo tradicional en franco retroceso. Paradójicamente, el término de Black sería más dulce que el que nosotros posiblemente usaríamos: «reaccionario», como reacción airada ante las propuestas heréticas de los nuevos anarquismos y como defensa de unas bases inamovibles de la tradición ideológica libertaria.
Nuevos anarquismos que, como hemos pretendido demostrar, emergen como respuesta ante los profundos condicionantes de la época, al igual que las aportaciones novedosas de Bookchin se bregaron al compás de la suya. Nuevas escuelas libertarias que encontraron su formulación a través de la pluma de también veteranos y reputados activistas y que, precisamente, al entender estas tendencias como respuestas ante los condicionantes de un tiempo movilizatorio compartido, encontraron formulaciones similares en el Viejo Continente y generaron también un área de pensamiento y acción en nuestra precaria pero diversa escena libertaria local.
Agosto de 2012
Juantxo Estebaranz, editor, historiador y activista, es autor de Tropikales y radikales (Likiniano Elkartea), Los pulsos de la intransigencia (Muturreko Burutazioak) y Breve historia del anarquismo vasco (Txertoa).
Nota a los lectores
Este breve ensayo fue escrito para tratar el hecho de que el anarquismo se encuentra en un punto de inflexión de su larga y turbulenta historia.
En un momento en que la desconfianza popular en el Estado ha alcanzado unas proporciones extraordinarias en numerosos países; en que la división social entre unas pocas personas y empresas con grandes fortunas contrasta drásticamente con el creciente empobrecimiento de millones de personas en una escala sin precedentes desde la década de la Gran Depresión; y en que la intensidad de la explotación obliga a cada vez más gente a aceptar una semana laboral de una longitud característica del siglo XIX, los anarquistas no han logrado ni desarrollar un programa coherente ni una organización revolucionaria que ofrezcan una dirección para el descontento de las masas que la sociedad contemporánea está engendrando.
En vez de ello, este malestar está siendo absorbido por políticos reaccionarios y se ha canalizado en una hostilidad hacia las minorías étnicas, inmigrantes y personas pobres y marginales, como madres solteras, los sin techo, los ancianos e incluso los ecologistas, a los que se presenta como los principales culpables de los problemas sociales actuales.
La incapacidad de los anarquistas —o, por lo menos, de muchos de los que así se consideran— para llegar a un número de seguidores potencialmente grande radica no sólo en la sensación de impotencia que impregna a millones de personas hoy en día. También se debe en gran medida a los cambios por los que han pasado muchos anarquistas durante las últimas dos décadas. Nos guste o no, miles de ellos han abandonado gradualmente la esencia social de las ideas anarquistas por el personalismo omnipresente yuppie y new age que caracteriza esta época decadente y aburguesada. De hecho, han dejado de ser socialistas —defensores de una sociedad libertaria de orientación comunal— y evitan cualquier compromiso serio con un enfrentamiento social organizado —y programáticamente coherente— con el orden existente. Cada vez más, han seguido la tendencia predominante de la clase media de nuestra época hacia un individualismo decadente en nombre de su «autonomía» personal, un misticismo incómodo en nombre del «intuicionismo», y una visión ilusoria de la historia en nombre del «primitivismo». Muchos supuestos anarquistas incluso han confundido el propio capitalismo con una «sociedad industrial» de concepción abstracta, y las distintas opresiones que ejerce sobre la sociedad se han imputado burdamente al impacto de la «tecnología», no a las relaciones sociales subyacentes entre capital y mano de obra, estructuradas en torno a una economía de mercado omnipresente que ha invadido todos los espacios de la vida, desde la cultura hasta las amistades y la familia. La tendencia de muchos anarquistas de culpar de los males de la sociedad a la «civilización» más que al capital y la jerarquía, a la «megamáquina» más que a la mercantilización de la vida, y a unas «simulaciones» imprecisas más que a la tiranía tan evidente de la ambición material y la explotación, no es diferente de las apologías burguesas de las «reestructuraciones» de las empresas modernas de la actualidad como resultado de los «avances tecnológicos», más que por el apetito insaciable de beneficio de la burguesía.
Mi énfasis en las páginas siguientes se centra en la continua retirada en nuestros días de los anarquistas «de estilo de vida» de aquella esfera social que constituía el principal escenario de los anarquistas anteriores, como los anarcosindicalistas y los comunistas libertarios revolucionarios, hacia aventuras episódicas que evitan cualquier compromiso de organización y coherencia intelectual; y, lo que es más preocupante, hacia un burdo egoísmo que se alimenta de la decadencia cultural general de la sociedad burguesa de hoy en día.
Los anarquistas, es cierto, pueden celebrar con razón el hecho de que buscan desde hace mucho tiempo la libertad sexual total, la estetización de la vida cotidiana, y la liberación de la humanidad de las restricciones psíquicas opresivas que le han negado su plena libertad sensual e intelectual. Por mi parte, como autor de Desire and Need [Deseo y necesidad] hace unos treinta años, no puedo más que aplaudir la exigencia de Emma Goldman de que no quiere una revolución a menos que pueda bailar a su son; y, como mis vacilantes padres matizaron una vez a principios de este siglo, ni una en la que no puedan cantar.
Pero, por lo menos, exigían una revolución —una revolución social— sin la que estos objetivos estéticos y psicológicos no podrían alcanzarse para la humanidad en su conjunto. Y este fervor revolucionario básico fue central en todas sus esperanzas e ideales. Por desgracia, cada vez menos de los supuestos anarquistas con los que me encuentro hoy en día poseen este fervor revolucionario, ni tan siquiera el idealismo altruista y la conciencia de clase en los que reposa. Es precisamente la perspectiva de la revolución social, tan básica para la definición de anarquismo social, con todos sus argumentos teóricos y organizativos, la que me gustaría recuperar en el examen crítico del anarquismo personal que ocupa las páginas siguientes. A menos que esté gravemente equivocado —y espero estarlo— los objetivos revolucionarios y sociales del anarquismo están sufriendo una erosión de gran alcance, hasta el punto de que la palabra anarquía pasará a formar parte del vocabulario burgués chic del siglo XXI: travieso, rebelde, despreocupado, pero deliciosamente inofensivo.
12 de julio de 1995
Nota: Quisiera agradecer a mi compañera, Janet Biehl, su inestimable ayuda en la recopilación del material para este ensayo.
Anarquismo social o anarquismo personal
Durante unos dos siglos, el anarquismo —un cuerpo extremadamente ecuménico de ideas antiautoritarias— se desarrolló en la tensión entre dos tendencias básicamente opuestas: un compromiso personal con la autonomía individual y un compromiso colectivo con la libertad social. Esas tendencias nunca se armonizaron en la historia del pensamiento libertario. De hecho, para muchos hombres del siglo pasado, simplemente coexistían dentro del anarquismo como una creencia minimalista de oposición al Estado, en vez de una creencia maximalista que articulara el tipo de nueva sociedad que tenía que ser creada en su lugar.
Ello no significa que las diferentes escuelas del anarquismo no abogaran por unas formas muy específicas de organización social, si bien a menudo bastante divergentes las unas de las otras. No obstante, esencialmente, el anarquismo en su conjunto avanzó hacia lo que Isaiah Berlin ha llamado «libertad negativa», es decir, una «libertad de hacer» formal más que una «libertad para hacer» fundamental. De hecho, el anarquismo a menudo celebró su compromiso hacia la libertad negativa como prueba de su propia pluralidad, tolerancia ideológica o creatividad; o incluso, como más de un reciente teórico posmoderno ha argumentado, de su incoherencia. La incapacidad del anarquismo para resolver esta tensión, para articular la relación del individuo con el colectivo, y para enunciar las circunstancias históricas que harían posible una sociedad anarquista sin Estado, causaron unos problemas en el pensamiento anarquista que siguen sin resolverse hoy en día.
Pierre Joseph Proudhon, más que otros anarquistas de su tiempo, trató de formular una imagen bastante concreta de una sociedad libertaria. La visión de Proudhon, basada en contratos, esencialmente entre pequeños productores, cooperativas y comunas, era reminiscente del mundo artesano provincial en el que nació. Pero su intento de dar forma a una noción basada en relaciones de patronato, a menudo patriarcales, de la libertad con acuerdos contractuales sociales pecaba de falta de profundidad. El artesano, la cooperativa y la comuna, relacionándose mutuamente en términos contractuales burgueses de equidad o justicia más que en los términos comunistas de capacidad y necesidades, reflejaban el sesgo del artesano hacia la autonomía personal, dejando indefinido cualquier compromiso moral hacia un colectivo más allá de las buenas intenciones de sus miembros.
En efecto, la famosa declaración de Proudhon de que «quienquiera que ponga su mano sobre mí para gobernarme es un usurpador y un tirano y lo declaro mi enemigo» tiende fuertemente hacia una libertad personalista y negativa que eclipsa su oposición a las instituciones sociales opresivas y la visión de la sociedad anarquista que concebía. Su declaración está en una línea similar a la claramente individualista de William Godwin: «Sólo existe un poder al que puedo rendir una obediencia sincera: la decisión de mi propio entendimiento, los dictados de mi propia conciencia».
La llamada de Godwin a la «autoridad» de su propio entendimiento y conciencia, como la condena de Proudhon de la «mano» que amenaza con coaccionar su libertad, dio al anarquismo un impulso inmensamente individualista.
Estas declaraciones, pese a su atractivo —y en los Estados Unidos se han ganado una admiración considerable de la llamada derecha libertaria (o más exactamente, propietarista), con sus reconocimientos de la «libre» empresa—, revelan un anarquismo muy contradictorio. En cambio, Michael Bakunin y Peter Kropotkin tenían unas opiniones esencialmente colectivistas (en el caso del último, explícitamente comunistas). Bakunin daba rotundamente prioridad a lo social por encima de lo individual. La sociedad, escribe,
...precede y, al mismo tiempo, sobrevive a todo individuo humano, y es en este sentido igual a la misma Naturaleza. Es eterna como la Naturaleza o, si se prefiere, durará tanto como la Tierra, pues allí nació. Una rebelión radical contra la sociedad sería, por eso, tan imposible como una rebelión contra la Naturaleza, porque la sociedad humana no es sino la última gran manifestación o creación de la Naturaleza sobre esta Tierra. Y un individuo que quisiera rebelarse contra la sociedad [...] se situaría más allá de la existencia real.[8]
Bakunin expresó a menudo su oposición a la tendencia individualista del liberalismo y el anarquismo con un énfasis bastante polémico. Aunque la sociedad «está en deuda con las personas», escribió en una declaración bastante moderada, la formación de la persona es social:
Incluso el individuo más miserable de nuestra actual sociedad no podría existir y desarrollarse sin los esfuerzos sociales acumulados de incontables generaciones. En consecuencia, los individuos, su libertad y su razón, son productos de la sociedad, y no viceversa: la sociedad no es el producto de los individuos que la forman; y cuanto más y más plenamente desarrollado está el individuo, mayor es su libertad, y más es un producto de la sociedad, más recibe de ella y mayor es su deuda con ella.[9]
Kropotkin, por su parte, mantuvo este énfasis colectivista con una coherencia notable. En lo que probablemente fue su obra más leída, su escrito en la Enciclopedia Británica sobre «Anarquismo», Kropotkin ubicó claramente las concepciones económicas del anarquismo en el «ala izquierda» de todos los socialismos, abogando por la abolición radical de la propiedad privada y el Estado en «el espíritu de la iniciativa personal y local, y de la federación libre de lo simple a lo complejo, en vez de la jerarquía actual que va del centro a la periferia». Las obras de Kropotkin sobre ética, de hecho, incluyen una crítica continua a los intentos liberalistas de contraponer lo individual a la sociedad, incluso de subordinar la sociedad al individuo o el ego. Él se situó firmemente en la tradición socialista. Su anarcocomunismo, que se basaba en los avances de la tecnología y una mayor productividad, pasó a imponerse como ideología libertaria en los 1890, relegando progresivamente las nociones colectivistas de distribución basadas en la equidad. Los anarquistas, «como la mayoría de socialistas» —recalcaba Kropotkin— reconocían la necesidad de «periodos de evolución acelerada a los que se llama revoluciones», dando pie en última instancia a una sociedad basada en federaciones de «los grupos locales de productores y consumidores de toda población o comuna».[10]
Con la aparición del anarcosindicalismo y el anarcocomunismo, a finales del siglo XIX y principios del XX, la necesidad de resolver la tensión entre las tendencias individualistas y las colectivistas se volvió esencialmente obsoleta.[11] El anarcoindividualismo quedó en gran medida marginado por los movimientos obreros socialistas de masas, de los cuales la mayoría de anarquistas se consideraba el ala izquierda. En una época de violenta agitación social, marcada por el auge de un movimiento de masas de la clase obrera que culminó en los años 1930 y la Revolución Española, los anarcosindicalistas y los anarcocomunistas, no menos que los marxistas, consideraban el anarcoindividualismo un lujo exótico de la pequeña burguesía. A menudo lo atacaron acusándolo prácticamente de ser un capricho de la clase media, mucho más anclado en el liberalismo que en el anarquismo.
En esa época los individualistas apenas podían permitirse, en nombre de su «singularidad», ignorar la necesidad de unas formas revolucionarias enérgicas de organización con unos programas coherentes y atractivos. En vez de cobijarse en la metafísica de Max Stirner del único y su «propiedad», los activistas anarquistas necesitaban un cuerpo teórico y un discuros básicos de carácter programático, una necesidad que fue satisfecha, entre otros, por La conquista del pan de Kropotkin (Londres, 1913), El organismo económico de la revolución de Diego Abad de Santillán (Barcelona, 1936), y los Escritos de Filosofía Política de Bakunin de G. P. Maximoff (publicación en inglés en 1953, tres años después de su muerte; la fecha de la compilación original, que no se facilita en la traducción en inglés, podría ser de muchos años, incluso décadas, antes).
Ninguna «unión de egoístas» stirneriana, que yo sepa, ha adquirido prominencia en momento alguno, ni siquiera admitiendo que tal unión pudiera formarse y sobrevivir a la «singularidad» de sus egocéntricos miembros.
Anarquismo individualista y reacción
Ciertamente, el individualismo ideológico no desapareció totalmente durante este periodo de amplios disturbios sociales. Una cantidad considerable de anarquistas individualistas, especialmente en el mundo anglosajón, se alimentaron de las ideas de John Locke y John Stuart Mill, así como del propio Stirner. Individualistas de cosecha propia con distintos grados de implicación en las opiniones libertarias llenaron el horizonte anarquista. En la práctica, el anarcoindividualismo atraía precisamente a personas individuales, desde Benjamin Tucker en los Estados Unidos, un seguidor de una versión pintoresca de la libre competencia, a la española Federica Montseny, que a menudo honró sus creencias stirnerianas por su transgresión. Pese a su reconocimiento de una ideología anarcocomunista, los nietzscheanos como Emma Goldman permanecieron muy cerca del espíritu de los individualistas.
Apenas ningún anarcoindividualista ejerció influencia alguna sobre la clase obrera emergente. Expresaban su oposición de unas formas singularmente personales, especialmente mediante panfletos encendidos, un comportamiento escandaloso y unos estilos de vida aberrantes en los guetos culturales de fin de siècle de Nueva York, París y Londres. Como credo, el anarquismo individualista permaneció principalmente un estilo de vida bohemio, que se manifestaba sobre todo en sus demandas de libertad sexual («amor libre») y por su pasión por las innovaciones en el arte, en el comportamiento y en el vestir.
Fue en los tiempos de dura represión de la sociedad y letárgica inactividad social que los anarquistas individualistas pasaron a un primer plano de la actividad libertaria; y entonces, principalmente, como terroristas. En Francia, España y los Estados Unidos, los anarquistas individualistas cometieron actos de terrorismo que dieron al anarquismo su reputación de movimiento de conspiración violentamente siniestro. Los que se convirtieron en terroristas a menudo no eran socialistas o comunistas libertarios, sino más bien hombres y mujeres desesperados que utilizaban armas y explosivos para protestar por las injusticias y la cortedad de miras de su época, teóricamente en nombre de la «propaganda por el hecho». No obstante, la mayoría de las veces el anarquismo individualista se expresaba a través de un comportamiento culturalmente desafiante. Pasó a adquirir prominencia dentro del anarquismo precisamente en la medida en que los anarquistas perdieron su vínculo con una esfera pública viable.
El contexto social reaccionario de hoy en día explica en gran manera la aparición de un fenómeno en el anarquismo euro-americano que no puede ignorarse: la difusión del anarquismo individualista. En una época en que incluso las formas respetables del socialismo se apresuran a alejarse de los principios que podrían interpretarse de cualquier modo como radicales, las cuestiones relativas al individualismo están volviendo a suplantar la acción social y la política revolucionaria en el anarquismo. En los tradicionalmente individualistas Estados Unidos y Gran Bretaña, los 1990 están rebosando de anarquistas de estilo propio que —dejando aparte su retórica radical extravagante— cultivan un anarcoindividualismo moderno que voy a denominar «anarquismo personal» o «anarquismo como estilo de vida». Sus preocupaciones por el ego y su singularidad y sus conceptos polimórficos de resistencia están erosionando lentamente el carácter socialista de la tradición libertaria. Como el marxismo y otras formas de socialismo, el anarquismo puede verse profundamente influenciado por el entorno burgués al que profesa oponerse, con la consecuencia de que la creciente «inmanencia» y narcisismo de la generación yuppie han dejado su marca en muchos radicales declarados. El aventurismo a la carta, la bravura personal, una aversión a la teoría extrañamente similar a los sesgos antirracionales del postmodernismo, las celebraciones de la incoherencia teórica (pluralismo), una dedicación esencialmente apolítica y antiorganizativa a la imaginación, el antojo y el éxtasis, y un encanto con el día a día intensamente centrado en sí mismo, reflejan la mella que la reacción social ha hecho en el anarquismo euro-americano durante las dos últimas décadas.[12]
Katinka Matson, que ha compilado un catálogo de técnicas para el desarrollo psicológico personal, afirma que durante los años 1970 hubo «un cambio notable en el modo en que nos percibimos a nosotros mismos en el mundo. En los años 1960», continúa, «había una preocupación por el activismo político, Vietnam, la ecología, los festivales de música independiente, las comunas, las drogas, etc. Hoy en día se está produciendo un giro hacia adentro: se busca la definición personal, el desarrollo personal, los logros personales y la iluminación personal».[13] El nefasto repertorio de Matson, compilado para la revista Psychology Today, cubre todas las técnicas, desde la acupuntura al I Ching, pasando por la terapia est y la de zonas. Retrospectivamente, podría haber muy bien incluido el anarquismo personal en su compendio de soporíferos individuos centrados en sí mismos, la mayoría de los cuales albergan ideas de autonomía individual más que de libertad social. La psicoterapia en todas sus variantes cultiva un «ser» dirigido hacia uno mismo que busca autonomía en un estado psicológico aletargado de autosuficiencia emocional; no el ser implicado socialmente, marcado por la libertad. En el anarquismo personal, al igual que en la psicoterapia, el ego se opone al colectivo; el ser, a la sociedad; lo personal, a lo comunitario.
El ego —o, más exactamente, su encarnación en varios estilos de vida— se ha convertido en una idea fija para muchos de los anarquistas de después de los 1960, que están perdiendo de vista la necesidad de un enfrentamiento organizado, colectivista y programático al orden social existente. Las «protestas» sin vertebrar, las escapadas sin dirección, la autoafirmación y una «recolonización» personal del día a día son paralelas a los estilos de vida psicoterapéuticos, new age y centrados en sí mismos de la hastiada quinta del baby boom y los miembros de la Generación X. Hoy en día, lo que pasa por anarquismo en los Estados Unidos y cada vez más en Europa no es mucho más que un personalismo introspectivo que denigra el compromiso social responsable; un grupo de encuentro que se rebautiza indistintamente como un «colectivo» o «grupo de afinidad»; un estado de ánimo que ridiculiza con arrogancia la estructura, la organización y la implicación pública; y un patio de recreo para bufonadas juveniles.
De manera consciente o no, muchos anarquistas personales hacen suyo el enfoque de Michel Foucault sobre la «insurrección personal» más que la revolución social, basado en una crítica ambigua y cósmica del poder como tal, más que en una exigencia de empoderamiento institucionalizado de los oprimidos en asambleas, consejos y/o confederaciones populares. En la medida en que esta tendencia descarta la posibilidad efectiva de una revolución social —sea como una «imposibilidad» o como algo «imaginario»—, invalida el anarquismo socialista o comunista en un sentido fundamental. Efectivamente, Foucault alberga la perspectiva de que «la resistencia nunca está en una posición de exterioridad en relación al poder [...] Por consiguiente, no existe, pues, un lugar [léase: universal] del gran Rechazo —alma de la revuelta, foco de todas las rebeliones, ley pura del revolucionario—». Atrapados como estamos todos en el abrazo omnipresente de un poder tan cósmico que, dejando aparte las exageraciones y equivocaciones de Foucault, la resistencia se convierte completamente en polimorfa, vagamos inútilmente entre la «únicidad» y la «abundancia».[14] Sus ideas llenas de divagaciones pueden resumirse en la noción de que la resistencia tiene que ser necesariamente una guerra de guerrillas siempre presente —y siempre abocada a la derrota—.
El anarquismo como estilo de vida, como el individualista, muestra un desdén hacia la teoría, con ascendencias místicas y primitivistas generalmente demasiado vagas, intuitivas e incluso antirracionales para ser analizadas directamente. Son más bien síntomas que causas del movimiento general hacia una santificación del ego como refugio del malestar social existente. No obstante, los anarquistas principalmente personalistas aún tienen algunas vagas premisas teóricas que conviene examinar críticamente.
Su línea ideológica es esencialmente liberal, fundamentada en el mito del individuo plenamente autónomo cuyas exigencias de autogobierno vienen validadas por unos «derechos naturales» axiomáticos, «valores intrínsecos» o, en un nivel más sofisticado, el yo transcendental kantiano intuido que genera toda la realidad cognoscible. Estas opiniones tradicionales aparecen en el «yo» o ego de Max Stirner, que comparte con el existencialismo una tendencia a absorber toda la realidad en sí mismo, como si el universo girara en torno a las elecciones del individuo autosuficiente.[15]
Las obras más recientes sobre el anarquismo personal esquivan en general el «yo» soberano y globalizador de Stirner, aunque mantienen su énfasis egocéntrico, y tienden hacia el existencialismo, el situacionismo reciclado, el budismo, el taoísmo, el antirracionalismo y el primitivismo; o, de modo bastante ecuménico, todos ellos en sus varias formas. Sus puntos en común, como veremos, recuerdan una vuelta ilusoria a un ego original, a menudo difuso e, incluso, insolentemente infantil que es manifiestamente anterior a la historia, la civilización y una tecnología sofisticada —posiblemente hasta el propio lenguaje—, y han alimentado más de una ideología política reaccionaria a lo largo del pasado siglo.
¿Autonomía o libertad?
Sin caer en la trampa del construccionismo social que considera cada categoría como un producto de un orden social determinado, estamos obligados a preguntarnos por una definición de la «persona libre». ¿Cómo nace la individualidad, y bajo qué circunstancias es libre?
Cuando los anarquistas personales exigen autonomía más que libertad, están con ello renunciando a las preciosas connotaciones sociales de la libertad. En efecto, la constante apelación anarquista de hoy en día a la autonomía más que a la libertad social no puede ignorarse como algo accidental, en particular en las variedades angloamericanas del pensamiento libertario, donde el concepto de autonomía se corresponde más estrechamente con el de libertad personal [liberty en inglés]. Sus raíces se remontan a la tradición imperial romana de libertas, en la que el ego sin ataduras es «libre» de poseer su propiedad particular así como de satisfacer sus apetitos personales. Actualmente, muchos anarquistas personales consideran que la persona dotada de «derechos soberanos» se opone no sólo al Estado, sino también a la sociedad como tal.
Estrictamente, la palabra griega autonomia significa «independencia», con una connotación de un ego que se gestiona a sí mismo, sin ningún tipo de clientelismo o dependencia de otros para subsistir. Que yo sepa, no era una palabra de uso generalizado por los filósofos griegos; de hecho, ni tan sólo aparece en el léxico histórico de F. E. Peters de Términos filosóficos griegos. La autonomía, como el término inglés liberty, se refiere al hombre (o mujer) a quien Platón habría llamado irónicamente «dueño de sí mismo», la situación «cuando la parte del alma que es mejor por naturaleza domina a la peor». Incluso para Platón, el intento de lograr la autonomía mediante el dominio de sí mismo constituía una paradoja, «porque el que es dueño de sí mismo es también esclavo, y el que es esclavo, dueño; en resumen, es a la misma persona a la que nos referimos con estas expresiones» (La República, libro IV, 431). Característicamente, Paul Goodman, un anarquista esencialmente individualista, mantenía que «para mí, el principal principio del anarquismo no es la libertad sino la autonomía, la capacidad de empezar una tarea y hacerlo del modo que uno quiera»: una opinión digna de un esteta pero no de un revolucionario social.[16]
Mientras que autonomía se asocia con el individuo presumiblemente dueño de sí mismo, la palabra inglesa freedom [libertad] relaciona dialécticamente al individuo con el colectivo; su equivalente en griego es eleutheria y se deriva del alemán Freiheit, un término que aún conserva una raíz gemeinschaftlich o comunal en la vida y las leyes tribales teutónicas. Aplicada a la persona, freedom mantiene así una interpretación social o colectiva de los orígenes de ese individuo y su desarrollo como persona. En freedom, la individualidad no se opone o se sitúa aparte del colectivo, sino que se ha formado —y en una sociedad racional, se realizaría— en buena medida gracias a su propia existencia social. Por consiguiente, freedom no comprende la libertad de la persona o liberty, sino que indica su materialización.[17]
La confusión entre autonomía y libertad [en el sentido de freedom] es más que evidente en The Politics of Individualism (POI) de L. Susan Brown, un intento reciente de articular y elaborar un anarquismo básicamente individualista, manteniendo no obstante algunas afinidades con el anarcocomunismo.[18] Si el anarquismo personal necesita unos fundamentos académicos, lo encontrará en esta tentativa de fusionar a Bakunin y Kropotkin con John Stuart Mill. Por desgracia, se trata aquí de un problema que va más allá de lo académico. La obra de Brown demuestra hasta qué punto los conceptos de autonomía personal chocan con los de libertad social. Esencialmente, como Goodman, Brown interpreta el anarquismo como una filosofía no de libertad social sino de autonomía personal. A continuación, ofrece una noción de «individualismo existencial» que se diferencia profundamente tanto de la del «individualismo instrumental» (o «individualismo posesivo [burgués]» de C. B. Macpherson) como de la del «colectivismo», sazonado con numerosas citas de Emma Goldman, que no era precisamente la pensadora más destacada del panteón libertario.
El «individualismo existencial» de Brown comparte el «compromiso con la autonomía individual y la autodeterminación» del liberalismo, según ella (POI, p. 2). «Mientras que gran parte de la teoría anarquista ha sido considerada como comunista tanto por los anarquistas como por los que no lo son», observa, «lo que distingue al anarquismo de otras filosofías comunistas es su celebración inflexible y constante de la autodeterminación y autonomía individuales. Ser anarquista —ya sea comunista, individualista, mutualista, sindicalista o feminista— es reafirmar un compromiso con la primacía de la libertad individual» (POI, p. 2). Y aquí utiliza la palabrafreedom en el sentido de autonomía. Aunque la «crítica de la propiedad privada y defensa de las relaciones económicas comunales libres» del anarquismo (POI, p. 2) sitúa el anarquismo de Brown más allá del liberalismo, mantiene no obstante los derechos individuales por encima —y frente a— aquellos de la comunidad.
«Lo que distingue [al individualismo existencial] del punto de vista colectivista», continúa Brown, «es que los individualistas» [tanto anarquistas como liberales] «creen en la existencia de una voluntad auténticamente libre e internamente motivada, mientras que la mayoría de colectivistas entienden a la persona humana como moldeada externamente por los demás; el individuo para ellos está “construido” por la comunidad» (POI, p. 12, énfasis añadido). Esencialmente, Brown rechaza el colectivismo —no sólo el socialismo de Estado, sino el colectivismo como tal— con la patraña liberal de que una sociedad colectivista supone la subordinación de la persona al grupo. Su observación increíble de que «la mayoría de colectivistas» han considerado a las personas individuales como «simples escombros humanos arrastrados en la corriente de la historia» (POI, p. 12) es prueba de ello. Stalin defendía definitivamente esta opinión, y también muchos bolcheviques, con su hipostatización de las fuerzas sociales por encima de los deseos e intenciones individuales. ¿Pero los colectivistas en sí? ¿Hay que ignorar las generosas tradiciones del colectivismo que buscaban una sociedad racional, democrática y armoniosa; las visiones de William Morris, por ejemplo, o Gustav Landauer? ¿Y Robert Owen, los fourieristas, los socialistas democráticos y libertarios, los socialdemocrátas de épocas anteriores, incluso Karl Marx y Peter Kropotkin? No estoy seguro de que «la mayoría de colectivistas», incluso los anarquistas, aceptaran el burdo determinismo que Brown atribuye a las interpretaciones sociales de Marx. Al crear unos «colectivistas» de paja que son mecanicistas de línea dura, Brown contrapone en su retórica a un individuo misteriosamente y autogenéticamente constituido, por una parte, con una comunidad omnipresente, probablemente opresiva, incluso totalitaria, por otra. Brown, en efecto, exagera el contraste entre el «individualismo existencial» y las creencias de «la mayoría de colectivistas» hasta el punto que sus argumentos parecen como mínimo erróneos y, en el peor de los casos, falsos.
Es elemental que, pese al rotundo comienzo de El contrato social de Jean-Jacques Rousseau, la gente definitivamente no «nace libre», y mucho menos autónoma. De hecho es más bien lo contrario: se nace muy poco libre, muy dependiente y claramente heterónomo. La libertad, independencia y autonomía que las personas puedan tener en un momento histórico determinado son el producto de largas tradiciones sociales y, sí, un desarrollo colectivo; lo que no implica negar que las personas desempeñen un papel importante en dicho desarrollo, sino que, al contrario, en última instancia tienen que hacerlo si quieren ser libres.[19]
El argumento de Brown lleva a una conclusión excesivamente simplista. «No es el grupo el que moldea a la persona», afirma, «sino que son las personas quienes dan forma y contenido al grupo. El grupo es un conjunto de personas, ni más ni menos; no tiene vida ni conciencia propia» (POI, p. 12, énfasis añadido). Esta formulación increíble no sólo se parece bastante a la famosa declaración de Margaret Thatcher de que la sociedad no existe, sólo existen los individuos; también demuestra una miopía social positivista, incluso ingenua, en la que lo universal está totalmente separado de lo concreto. Aristóteles se pensaría que había zanjado este problema cuando censuró a Platón por crear un reino de «formas» inefables que existían separadamente de sus «copias» materiales e imperfectas.
Es obvio que las personas nunca forman simples «conjuntos» (salvo tal vez en el ciberespacio); más bien al contrario, incluso cuando parecen atomizadas y herméticas, están definidas sobremanera por las relaciones que establecen o están obligadas a establecer las unas con las otras, debido a su existencia muy real como seres sociales. La idea de que una comunidad —y por extrapolación, la sociedad— no es más que «un conjunto de personas, ni más ni menos» representa «un modo de ‘abordar’ la naturaleza» de la consociación humana que no es muy liberal sino más bien, especialmente hoy en día, potencialmente reaccionaria.
Al identificar insistentemente colectivismo con un determinismo social implacable, la propia Brown crea un «individuo» abstracto, uno que ni tan sólo es existencial en el sentido estrictamente convencional de la palabra. Como mínimo, la existencia humana presupone las condiciones sociales y materiales necesarias para el mantenimiento de la vida, el juicio, la inteligencia y la palabra; así como las cualidades afectivas que Brown considera esenciales para su forma voluntarista de comunismo: preocupación, empatia y generosidad. Al faltarle la rica articulación de relaciones sociales en las que las personas están implicadas desde el nacimiento hasta la vejez pasando por la madurez, un «conjunto de personas» como el postulado por Brown no sería, dicho sin rodeos, una sociedad en modo alguno. Sería literalmente un «conjunto», en el sentido de Thatcher, de mónadas saqueadoras, interesadas y egoístas. Presumiblemente completas en sí mismas, están, por inversión dialéctica, inmensamente desindividualizadas por no tener otro deseo que el de satisfacer sus propias necesidades y placeres (que hoy en día están a menudo socialmente construidos, en cualquier caso).
El reconocimiento de que las personas tienen sus propias motivaciones y una voluntad libre no exige que rechacemos el colectivismo, dado que también son capaces de desarrollar una conciencia sobre las condiciones sociales bajo las que se ejercen estas capacidades eminentemente humanas. La consecución de la libertad depende en parte de factores biológicos, como sabe cualquiera que haya criado a un hijo; en parte de factores sociales, como sabe cualquiera que viva en una comunidad; y, contrariamente a los construccionistas sociales, en parte también de la interacción entre el entorno y las inclinaciones personales innatas, como sabe cualquier persona que piense. La individualidad no surgió de la nada. Como la idea de libertad, tiene un largo historial social y psicológico.
Abandonado a su suerte, el individuo pierde los cimientos sociales indispensables que conforman lo que se esperaría que un anarquista valore de la individualidad: la capacidad de reflexión, que se deriva en gran parte del habla; la madurez emocional que alimenta la oposición a la falta de libertad; la sociabilidad que motiva el deseo de cambio radical; y el sentido de responsabilidad que engendra la acción social.
De hecho, la tesis de Brown tiene unas implicaciones preocupantes para la acción social. Si la «autonomía» individual se impone a cualquier compromiso con una «colectividad», no hay base alguna para la institucionalización social, la toma de decisiones o siquiera la coordinación administrativa. Cada persona, contenida en su propia «autonomía», es libre de hacer lo que quiera; presumiblemente, siguiendo la antigua fórmula liberal, si no impide la «autonomía» de los demás. Incluso la toma democrática de decisiones se rechaza por autoritaria. «El gobierno democrático sigue siendo gobierno», denuncia Brown. «Si bien permite más participación individual en el gobierno que la monarquía o la dictadura totalitaria, sigue implicando inherentemente la represión de la voluntad de algunas personas. Ello choca evidentemente con el individuo existencial, que necesita mantener su voluntad íntegra para ser existencialmente libre» (POI, p. 53). De hecho, la voluntad individual autónoma es tan transcendentalmente sacrosanta, en opinión de Brown, que cita la reivindicación de Peter Marshall de que, según los principios anarquistas, «la mayoría no tiene más derecho a mandar a la minoría, ni tan sólo a una minoría de uno, que la minoría a la mayoría» (POI, p. 140, énfasis añadido).
Denominar «mandar» y «gobierno» a unos procedimientos racionales, discursivos y de democracia directa para la toma de decisiones colectivas implica conceder a una minoría constituida por un ego autónomo el derecho a impedir la decisión de una mayoría. Pero la realidad es que una sociedad libre o bien será democrática, o bien no será tal en absoluto. En la situación muy existencial, si se quiere, de una sociedad anarquista —una democracia libertaria directa— las decisiones se tomarían sin duda tras un debate abierto. A continuación, la minoría que hubiera perdido el voto —incluso una minoría de uno— tendría todas las oportunidades para presentar argumentos contrarios para tratar de cambiar esa decisión.
La toma de decisiones por consenso, por otra parte, evita la disensión permanente: el tan importante proceso de diálogo continuo, desacuerdo, réplica y contrarréplica, sin el cual la creatividad tanto social como individual sería imposible.
En cualquier caso, funcionar sobre la base del consenso implica que la toma de decisiones importantes será manipulada por una minoría o bien se derrumbará completamente. Y las decisiones tomadas encarnarán el menor denominador común de opiniones y constituirán el nivel de acuerdo menos creativo. Hablo por la dura experiencia de muchos años del uso del consenso en la Alianza Clamshell de los años 1970. Justo cuando el casi anárquico movimiento antinuclear estaba en la cúspide de su lucha, con miles de activistas, resultó destruido por la manipulación del proceso de consenso por una minoría. La «tiranía de la falta de estructura» que produjo la toma de decisiones por consenso permitió a unos pocos bien organizados controlar a la mayoría desestructurada, desinstitucionalizada y bastante desorganizada dentro del movimiento.
Tampoco se permitió, entre los abucheos y llamadas al consenso, la existencia de la disensión y la estimulación creativa del debate, que fomentaran un desarrollo creativo de ideas generador de perspectivas frescas e innovadoras. En cualquier comunidad, la disensión —y los disidentes— evitan el estancamiento de ésta. Las palabras peyorativas como mandar y gobernar se refieren realmente a silenciar a los disidentes, no al ejercicio de la democracia; irónicamente, es la «voluntad general» consensual lo que podría muy bien, en la frase memorable de Rousseau de El contrato social, «obligar a los hombres a ser libres».
En vez de ser existencial en cualquier sentido terrenal de la palabra, el «individualismo existencialista» de Brown trata al individuo sin una perspectiva histórica. Rarifica al individuo como una categoría transcendental, de modo similar a como, en los años 1970, Robert K. Wolff recurrió a conceptos kantianos del individuo en su dudosa En defensa del anarquismo. Los factores sociales que interactúan con la persona para convertirla en un ser realmente creativo y con voluntad se subsumen en unas abstracciones morales transcendentales que, con una vida propia puramente intelectual, «existen» fuera de la historia y la realidad.
Alternando entre el trascendentalismo moral y el positivismo simplista en su enfoque sobre la relación del individuo con la comunidad, los articulados de Brown encajan igual de burdamente que el creacionismo con la evolución. La rica dialéctica y la abundante historia que muestran como el individuo se ha formado en gran medida por el desarrollo social y ha interactuado con él, están prácticamente ausentes de su obra. Con muchas opiniones atomistas y restrictivamente analíticas, y sin embargo abstractamente moral e incluso transcendental en sus interpretaciones, Brown establece perfectamente una noción de autonomía que está en las antípodas de la libertad social. Con el «individuo existencial», por una parte, y una sociedad que consiste en nada más que un «conjunto de personas», por otra, el abismo entre la autonomía y la libertad pasa a ser insuperable.[20]
El anarquismo como caos
Sean cuales sean las preferencias personales de Brown, su libro refleja y a la vez proporciona las premisas de la transición de los anarquistas euro-americanos del anarquismo social al anarquismo individualista o personal. De hecho, el anarquismo personal hoy en día se expresa principalmente a través de grafitis realizados con spray, el nihilismo posmodernista, el antirracionalismo, el neoprimitivismo, la antitecnología, el «terrorismo cultural» neosituacionista, el misticismo y la «práctica» de llevar a cabo «insurrecciones personales» foucaultianas.
Estas tendencias de moda, que siguen casi todas las corrientes yuppies actuales, son individualistas en el importante sentido de que son contrarias al desarrollo de unas organizaciones serias, unas políticas radicales, un movimiento social comprometido, una coherencia teórica y una relevancia programática. Esta tendencia entre los anarquistas personales, más orientada a la consecución de la «propia realización» que a la de un cambio social esencial, es tanto más nefasta cuanto que su «giro hacia adentro», como lo ha llamado Katinka Matson, pretende ser político; si bien se parece a la «política de la experiencia» de R. D. Laing. La bandera negra que los revolucionarios defensores del anarquismo social izaron en las luchas insurreccionales en Ucrania y España, se convierte ahora en un «pareo» de moda para deleite de pequeñoburgueses chics.
Uno de los ejemplos más desagradables del anarquismo personal es T.A.Z.: Zona Temporalmente Autónoma, Anarquía Ontológica, Terrorismo Poético de Hakim Bey (alias de Peter Lamborn Wilson), una perla de la colección New Autonomy Series (la elección de las palabras no es accidental), publicado por el grupo extremadamente posmodernista Semiotext(e)/Autono’media de Brooklyn.[21] Entre cánticos al «caos», el «amour fou», los «niños salvajes», el «paganismo», el «sabotaje al arte», las «utopías piratas», la «magia negra como acción revolucionaria», el «delito» y la «brujería», por no hablar de los elogios al «marxismo-stirnerismo», la llamada a la autonomía se lleva a unos extremos tan absurdos que llegan a parecer ridiculizar una ideología absorbida por sí misma y autoabsorbente.
T.A.Z. se presenta como un estado mental, una actitud fervientemente antirracional y anticivilizatoria, donde la desorganización se concibe como una forma de arte y los grafiti suplantan los programas. Bey (su pseudónimo significa «jefe» o «príncipe» en turco) no tiene pelos en la lengua a la hora de mostrar su desprecio por la revolución social: «¿Por qué molestarse en enfrentarse a un ‘poder’ que ha perdido todo su significado y se ha convertido en pura simulación? Confrontaciones tales sólo han de resultar en grotescos y peligrosos espasmos de violencia» (TAZ, p. 128). ¿«Poder» entre comillas? ¿Una pura simulación? Si lo que está pasando en Bosnia en cuanto a capacidad de destrucción militar es una pura «simulación», ¡estamos realmente viviendo en un mundo muy seguro y cómodo! El lector preocupado por la constante multiplicación de las patologías sociales de la vida moderna podrá tranquilizarse con la opinión altiva de Bey de que «el realismo nos impone no sólo dejar de esperar «la Revolución», sino incluso dejar de desearla» (TAZ, p.101). ¿Nos sugiere este pasaje que disfrutemos de la serenidad del nirvana? ¿O una nueva «simulación» baudrillardiana? ¿O tal vez un nuevo «imaginario» castoriadiano?
Tras eliminar el objetivo revolucionario clásico de transformar la sociedad, Bey se burla con condescendencia de aquellos que lo arriesgaron todo por él: «el demócrata, el socialista, el ideólogo racional [...] están sordos a la música y les falta todo sentido del ritmo» (TAZ, p. 66). ¿De veras? ¿Han dominado los propios Bey y sus acólitos los versos y música de La Marseillaise y bailado extáticos a los ritmos de la Danza de los Marineros Rusos de Gliere? Hay una pesada arrogancia en el desdén de Bey hacia la floreciente cultura que crearon los revolucionarios del siglo pasado, gente obrera ordinaria de la época anterior al rock and roll y a Woodstock.
Efectivamente, cualquiera que entre en el mundo de ensueño de Bey es invitado a abandonar cualquier contrasentido sobre el compromiso social. «¿Un sueño democrático? ¿Un sueño socialista? Imposible», declara Bey con una certeza absoluta. «En el sueño jamás nos gobiernan sino el amor o la brujería» (TAZ, p. 64). Así, Bey reduce magistralmente los sueños de un nuevo mundo evocados durante siglos por idealistas en grandes revoluciones a la sabiduría de su mundo de sueños febriles.
En cuanto a un anarquismo «lleno de las telarañas del humanismo ético, del librepensamiento, del ateísmo muscular y de la tosca lógica fundamentalista cartesiana» (TAZ, p. 52), ¡mejor olvidarlo! Bey no sólo se deshace, de un solo golpe, de la tradición de la Ilustración en que la se anclaron el anarquismo, el socialismo y el movimiento revolucionario, sino que además mezcla naranjas como la «lógica fundamentalista cartesiana» con manzanas como el «librepensamiento» y el «humanismo muscular», como si fueran intercambiables o uno presupusiera el otro.
Aunque el propio Bey no duda en ningún momento en hacer declaraciones soberbias y lanzarse a polémicas impetuosas, no tiene paciencia con los «ideólogos en disputa del anarquismo y del pensamiento libertario» (TAZ, p. 46). Proclamando que «la anarquía no conoce dogma» (TAZ, p. 52), Bey sumerge a sus lectores en el dogma más rígido que haya habido: «El anarquismo implica en última instancia anarquía, y la anarquía es caos»(TAZ, p. 64). Así dijo el Señor: «Yo soy aquel que soy»; ¡y Moisés tembló antes de la proclamación!
Incluso, en un ataque de narcisismo maníaco, Bey decreta que es el ego todopoderoso, el «Yo» altísimo, el Gran «Yo» el que es soberano: «Cada uno de nosotros [es] el legislador de nuestra propia carne, de nuestras propias creaciones; y también de todo aquello que podamos capturar y conservar». Para Bey, los anarquistas y monarcas —y beys— pasan a ser indistinguibles, en la medida en que son todos autarcas:
Nuestras acciones están justificadas por decreto y nuestras relaciones se conforman con tratados con otros autarcas. Establecemos la ley en nuestros propios dominios; y las cadenas de la ley se han roto. Por el momento quizás nos mantengamos como meros pretendientes; pero aun así podemos apoderarnos de algunos instantes, de algunos metros cuadrados de realidad sobre los que imponer nuestra voluntad absoluta, nuestro royaume. L’etat, c’est moi. [...] Si estamos vinculados a alguna ética o moral ha de ser la que nosotros mismos hayamos imaginado. (TAZ, p. 67).
¿L’Etat, c’est moi? Como los beys, me vienen en mente al menos dos personas de este siglo que disfrutaron de estas amplias prerrogativas: Iósif Stalin y Adolf Hitler. La mayoría del resto de los mortales, tanto ricos como pobres, compartimos, en palabras de Anatole France, la prohibición de dormir bajo los puentes del Sena. En efecto, si De la autoridad de Friedrich Engels, con su defensa de la jerarquía, representa una forma burguesa de socialismo, TAZ y sus secuelas representan una forma burguesa de anarquismo. «No hay devenir», dice Bey, «ni revolución, ni lucha, ni sendero; [si] tú ya eres el monarca de tu propia piel; tu inviolable libertad sólo espera completarse en el amor de otros monarcas: una política del sueño, urgente como el azul del cielo»: unas palabras que podrían inscribirse en la Bolsa de Nueva York como credo del egotismo y la indiferencia social(TAZ, p. 4).
Ciertamente, esta opinión no desagradará a los centros de «cultura» capitalista más de lo que el pelo largo, la barba y los vaqueros han desagradado al negocio de la alta moda. Por desgracia, demasiada gente en este mundo —nada de «simulaciones» o «sueños»— ni tan sólo es dueña de su propio pellejo, como lo demuestran los presos en cuadrillas de encadenados y cárceles en su plasmación más concreta. Nadie ha escapado nunca del reino terrenal de la miseria con «una política de sueños» salvo los pequeñoburgueses privilegiados que podrían encontrar los manifiestos de Bey distraídos especialmente en los momentos de tedio.
Para Bey, de hecho, incluso las insurrecciones revolucionarias clásicas ofrecen poco más que un colocón personal, reminiscencia de las «experiencias límite» de Foucault. «Una revuelta es como una experiencia límite»(TAZ, p. 100), asegura. Históricamente, «algunos anarquistas [...] tomaron parte en todo tipo de revoluciones y levantamientos, incluso comunistas y socialistas», pero eso fue «porque encontraron en el momento mismo de la sublevación la libertad que buscaban. Por tanto, mientras que la utopía siempre ha fracasado hasta ahora, los anarquistas individualistas o existencialistas han triunfado en tanto han conseguido (por muy brevemente que sea) la realización de su voluntad de poder en la guerra» (TAZ, p. 88). La revuelta obrera austriaca de febrero de 1934 y la guerra civil española de 1936, puedo afirmar, no fueron meramente «momentos de insurrección» orgiásticos, sino duras luchas mantenidas con una seriedad desesperada y un impulso magnífico, no obstante cualesquiera epifanías estéticas.
No obstante, la insurrección se convierte para Bey en poco más que un «viaje» psicodélico, donde el Superhombre nietzscheano, que es del agrado de Bey, es un «espíritu libre» que no hubiera querido perder el tiempo «en agitación por la reforma, en protesta, en ensoñación visionaria, en todo tipo de martirio revolucionario». Probablemente los sueños son aceptables siempre y cuando no sean «visionarios» (léase: con un compromiso social); Bey preferiría «beber vino» y tener una «epifanía privada» (TAZ, p. 88), lo que implica poco más que una masturbación mental, libre, sin duda, de los límites de la lógica cartesiana.
No debería sorprendernos saber que Bey está a favor de las ideas de Max Stirner, que «no se entrega a la metafísica, y no obstante otorga al Único [o sea, el Ego] una rotundidad absoluta» (TAZ, p. 68). Cierto, Bey opina que hay «un ingrediente que falta en Stirner»: «Una noción activa de conciencia no ordinaria» (TAZ, p. 68). Parece ser que Stirner es demasiado racionalista para Bey. «El Oriente, lo oculto, las culturas tribales poseen técnicas que pueden ser ‘asimiladas’ de manera verdaderamente anárquica [...] Necesitamos un tipo práctico de «anarquismo místico» [...] una democratización del chamanismo, ebria y serena» (TAZ, p. 63). Así, Bey llama a sus discípulos a convertirse en «brujos» y les propone que utilicen la «maldición malaya del djinn negro».
¿Qué es, en suma, una «zona temporalmente autónoma»? «La TAZ es como una revuelta al margen del Estado, una operación guerrillera que libera un área —de tierra, de tiempo, de imaginación— y entonces se autodisuelve para reconstruirse en cualquier otro lugar o tiempo, antes de que el Estado pueda aplastarla» (TAZ, p. 101). En una TAZ «muchos de nuestros Verdaderos Deseos podrían verse realizados, aunque sólo sea por una temporada, una breve utopía pirata, una zona libre urdida en el viejo continuum del espacio-tiempo». Entre «las TAZ potenciales» están «las reuniones tribales de los sesenta, los cónclaves de ecosaboteadores, la idílica Beltane de los neopaganos, las grandes conferencias anarquistas, los círculos gays»; sin olvidar «los nightclubs, los banquetes» y «los grandes picnics libertarios» (TAZ, p. 100): ¡nada más ni nada menos! Puesto que fui miembro de la Liga Libertaria en los años sesenta, ¡me encantaría ver a Bey y a sus seguidores aparecer en un «gran picnic libertario»!
La TAZ es tan pasajera, tan volátil, tan inefable en contraste con el Estado y la burguesía formidablemente estables que «tan pronto como una TAZ es nombrada [...] debe desaparecer, desaparece de hecho [...] resurgiendo de nuevo en otro lugar» (TAZ, p. 101). Una TAZ, en realidad, no es una revuelta sino una simulación, una insurrección tal y como se vive en la imaginación de un cerebro juvenil, una retirada segura a la irrealidad. En efecto, Bey proclama: «La defendemos [la TAZ] porque puede proveer la clase de intensificación asociada con la revuelta sin conducir necesariamente [!] a su violencia y sacrificio» (TAZ, p. 101). Más precisamente, como un happening de Andy Warhol, la TAZ es un evento pasajero, un orgasmo momentáneo, una expresión fugaz de «la fuerza de la voluntad» que es, de hecho, evidentemente incapaz de dejar cualquier marca en la personalidad, subjetividad o siquiera en la autoformación del individuo, y menos aún de dar forma a los acontecimientos o a la realidad.
Dada la esencia evanescente de las TAZ, los seguidores de Bey pueden disfrutar del privilegio pasajero de vivir una «existencia nómada», ya que «la falta de hogar puede ser en un sentido una virtud, una aventura» (TAZ, p. 130). Por desgracia, la falta de hogar puede ser una «aventura» si se tiene un hogar confortable al que volver, mientras que el nomadismo es el lujo característico de aquellos que pueden permitirse vivir sin ganarse la vida. La mayoría de los vagabundos «nómadas» que recuerdo tan vivamente de la época de la Gran Depresión llevaban unas vidas desesperadas de hambre, enfermedad e indignidad y a menudo morían prematuramente; como aún lo hacen hoy en día en las calles de las ciudades estadounidenses. Las pocas personas de estilo gitano que parecían disfrutar de la «vida de la carretera» eran, en el mejor de los casos, de carácter idiosincrático y, en el peor de los casos, trágicamente neuróticos. Tampoco puedo ignorar otra «insurrección» que propone Bey: en particular, la del «analfabetismo voluntario» (TAZ, p. 129). Aunque lo defiende como una revuelta frente al sistema educativo, su efecto más deseable sería hacer los distintos preceptos ex cátedra de Bey inaccesibles a sus lectores.
Tal vez no pueda darse una mejor descripción del mensaje de T.A.Z. que el que apareció en la Whole Earth Review, donde se recalca que el panfleto de Bey está «convirtiéndose rápidamente en la biblia contracultural de los años noventa [...] Mientras que muchos de los conceptos de Bey son afines a las doctrinas del anarquismo», la revista tranquiliza a su clientela yuppie afirmando que éste se aleja deliberadamente de la retórica habitual de derrocar al gobierno. «En vez de ello, prefiere la naturaleza versátil de las «revueltas», que opina que ofrecen unos «momentos de intensidad [que pueden] dar forma y sentido a la totalidad de una vida». Estas bolsas de libertad, o zonas temporalmente autónomas, permiten al individuo evadirse de las redes esquemáticas del Gran Gobierno y vivir ocasionalmente en unos reinos donde se pueda experimentar brevemente la libertad total» (destacados añadidos).[22]
Existe una palabra en yiddish para todo esto: nebbich! Durante los años sesenta, el grupo de afinidad Up Against the Wall Motherfuckers propagó una confusión, desorganización y «terrorismo cultural» similares, para desaparecer del escenario político poco tiempo después. Efectivamente, algunos de sus miembros se incorporaron al mundo comercial, profesional y de clase media que antes habían manifestado despreciar. Este comportamiento no es único de Estados Unidos. Como un «veterano» francés del mayo-junio de 1968 dijo cínicamente: «Ya nos divertimos en 1968; ahora es hora de que crezcamos». El mismo ciclo sin salida, salpicado de referencias anarquistas, se repitió durante una revuelta de jóvenes altamente individualista en Zúrich en 1984, que terminó con la creación de Needle Park, un célebre lugar para adictos a la cocaína y el crack establecido por las autoridades de la ciudad para permitir a los jóvenes destruirse a sí mismos legalmente.
La burguesía no tiene nada que temer de esas proclamas estéticas. Con su aversión por las instituciones, organizaciones de masa, su orientación ampliamente subcultural, su decadencia moral, su aclamación de la transitoriedad y su rechazo de programas, ese tipo de anarquismo narcisista es socialmente inocuo y, a menudo, meramente una válvula de seguridad para el descontento respecto al orden social imperante. Con Bey, el anarquismo personal huye de toda militancia social significativa y del firme compromiso hacia proyectos duraderos y creativos, al diluirse en las quejas, en el nihilismo postmoderno y en una mareante actitud nietzscheana de superioridad elitista.
El precio que el anarquismo pagará si permite que esta bazofia sustituya a los ideales libertarios de las épocas anteriores será enorme. El anarquismo egocéntrico de Bey, con su alejamiento postmoderno en dirección a la «autonomía» individual, a las «experiencias-límite» foucaultianas y al «éxtasis» neosituacionista, amenaza con convertir la misma palabra anarquismo en política y socialmente inofensiva: en una simple moda para el deleite de los pequeñoburgueses de todas las edades.
Anarquismo místico e irracional
La TAZ de Bey no es el único texto que apela a la brujería o incluso al misticismo. Dada su mentalidad de idealización del mundo primitivo, muchos anarquistas personales se lanzan al antirracionalismo en sus formas más atávicas. Tomemos The Appeal of Anarchy (El llamamiento de la anarquía), que ocupa toda la contraportada de una edición de la revista Fifth Estate (verano de 1989). «La anarquía», proclama, «reconoce lainminencia de la liberación total [¡nada menos!] y como signo de tu libertad, desnúdate en tus ritos». Se nos encarece a «bailar, cantar, reír, darse festines, jugar»... ¿y cómo podría cualquiera que no sea una momia gazmoña resistirse a estos placeres rabelaisianos?
Pero, por desgracia, hay una pega. La abadía de Théléme de Rabelais, que Fifth Estate parece emular, estaba llena de criados, cocineros, mozos y artesanos, sin cuyo duro trabajo los caprichosos aristócratas de su utopía evidentemente de clase alta se habrían muerto de hambre y acurrucado desnudos en los salones ahora fríos de la abadía. Por supuesto, el «llamamiento de la anarquía» de Fifth Estate tal vez tenía en mente una versión materialmente más simple que la abadía de Thélème, y sus «festines» tal vez se referían más a tofu y arroz que a perdices rellenas y deliciosas trufas. Pero aun así, sin unos avances tecnológicos importantes para liberar a las personas del trabajo, incluso para poner tofu y arroz sobre la mesa, ¿cómo podría una sociedad basada en esta versión de la anarquía esperar «abolir toda autoridad», «compartir todo entre todos», hacer festines y correr desnudos, bailando y cantando?
Esta pregunta es especialmente pertinente para el grupo de Fifth Estate. Lo que es fascinante en la revista es el culto primitivista, prerracional, antitecnológico y anticivilizatorio que subyace en la base de sus artículos. Así, el «llamamiento» de Fifth Estate invita a los anarquistas a «proyectar el círculo mágico, entrar en un trance de éxtasis, deleitarse en la brujería que disipa todo poder»: precisamente las técnicas mágicas que durante siglos han utilizado los chamanes (aplaudidos al menos por uno de sus autores) en las sociedades tribales, por no hablar de los sacerdotes en las más desarrolladas, para elevar su estatus en la jerarquía y contra los cuales la razón ha tenido que luchar para liberar la mente humana de sus mistificaciones autocreadas. ¿«Disipar todo poder»? De nuevo, hay aquí un punto foucaultiano que, como siempre, niega la necesidad de establecer unas instituciones con autogobierno y unos poderes claramente conferidos frente al poder muy real de las instituciones capitalistas y jerárquicas; aún más, la materialización de una sociedad donde pueda conseguirse verdaderamente el deseo y el éxtasis en un comunismo realmente libertario.
El cántico seductoramente «extático» de Fifth Estate a la «anarquía», tan desprovisto de contenido social —dejando aparte todas sus fiorituras retóricas—, podría fácilmente aparecer como un póster en las paredes de una boutique chic o detrás de una tarjeta de felicitación. De hecho, unos amigos que fueron hace poco a Nueva York me dijeron que hay un restaurante con manteles de lino en las mesas, menús bastante caros y clientela pija en St. Mark’s Place, en el Lower East Side —un campo de batalla de los años 1960—, que se llama Anarchy. En este lugar de pasto de la pequeña burguesía de la ciudad se exhibe una copia del famoso mural italianoEl Cuarto Estado, que muestra a unos proletarios insurrectos de fin de siècle marchando con aires de militancia hacia un jefe que no aparece en el cuadro, o tal vez una comisaría de policía. Parece ser que el anarquismo personal puede convertirse fácilmente en una opción de consumo selecto. Según me han dicho, el restaurante también tiene guardias de seguridad, probablemente para no permitir la entrada a la chusma local como la que figura en el mural.
El anarquismo personal —sin riesgo, centrado en sí mismo, hedonista e incluso cómodo— puede ofrecer muy bien la verborrea fácil que condimenta los prosaicos estilos de vida burgueses de los rabelaisianos timoratos. Como el «arte situacionista» que el MIT exhibió para el deleite de la pequeña burguesía vanguardista hace unos años, ofrece poco más que una imagen terriblemente «traviesa» del anarquismo —me atrevería a decir un simulacro—, como las que florecen a lo largo de toda la costa del Pacífico de Estados Unidos y en algunos lugares hacia el este. Por su parte, la industria del ocio funciona extremadamente bien bajo el capitalismo contemporáneo y podría absorber fácilmente las técnicas de los anarquistas personales para mejorar una imagen comercial de «malos». Hace tiempo que la contracultura que en su momento chocó a la «gente bien» con sus largas barbas, su vestimenta, su libertad sexual y su arte ha pasado a ser eclipsada por empresarios burgueses cuyas boutiques, cafés, clubs e incluso campings nudistas son un próspero negocio, como demuestran los numerosos anuncios picantes de nuevos deleites en Villa ge Voice y revistas por el estilo.
De hecho, las creencias abiertamente antirracionalistas de Fifth Estate tienen unas implicaciones preocupantes. Su aclamación visceral de la imaginación, el éxtasis y lo «primario» pone manifiestamente en tela de juicio no sólo la eficiencia racionalista sino también la razón en sí. La portada de la edición de otoño/invierno de 1993 exhibe el famosamente incomprendido Capricho n° 43 de Francisco Goya, «El sueño de la razón produce monstruos». La figura dormida de Goya aparece desplomada sobre su escritorio delante de un ordenador Apple. La traducción inglesa de Fifth Estate es: «The dream of reason produces monsters», lo que implica que los monstruos son un producto de la razón en sí. Sin embargo, Goya quería claramente decir, como su propia nota indica, que los monstruos del grabado están producidos por el hecho de que la razón duerma, no de que sueñe. Como escribió en su propio comentario: «La imaginación abandonada por la razón produce monstruos imposibles; unida a ella es, sin embargo, la madre de las artes y la fuente de sus maravillas».[23] Al menospreciar la razón, esta intermitente revista anarquista entra en connivencia con algunos de los aspectos más sombríos de la reacción neoheideggeriana de hoy en día.
Contra la tecnología y la civilización
Aún más preocupantes son los escritos de George Bradford (alias de David Watson), uno de los principales teóricos de Fifth Estate, sobre los horrores de la tecnología —al parecer, la tecnología en sí—. La tecnología, presumiblemente, determina las relaciones sociales y no lo contrario, una noción que se acerca más al marxismo vulgar que, por ejemplo, a la ecología social. En «Stopping the Industrial Hydra» [Detengamos la hidra industrial] (SIH), Bradford afirma:
La tecnología no es un proyecto aislado, ni tan sólo una acumulación de conocimientos técnicos que esté determinada por una esfera en cierto modo separada y más fundamental de «relaciones sociales». Las técnicas de masas se han convertido, en palabras de Langdon Winner, en «estructuras cuyas condiciones de funcionamiento exigen la reestructuración de sus entornos», y por consiguiente de las propias relaciones sociales que las han originado. La técnica de masas —un producto de épocas anteriores y jerarquías arcaicas— ha dejado atrás las condiciones que la generaron, tomando vida propia [...] Ofrece, o se ha convertido en, un tipo de entorno y sistema social total, tanto en sus aspectos generales como en los individuales, más subjetivos [...]
En una pirámide mecanizada de tal modo, [...] las relaciones instrumentales y sociales se reducen a lo mismo.[24]
Este cuerpo simplista de nociones ignora tranquilamente las relaciones capitalistas que determinan claramente cómo se utilizará la tecnología y se centra en lo que se supone que es la tecnología. Al relegar las relaciones sociales a algo que no es fundamental —en vez de subrayar el proceso productivo esencial en el que se utiliza la tecnología—, Bradford otorga a las máquinas y a la «técnica de masas» una autonomía mística que, como la hipostatización estalinista de la tecnología, se ha empleado para unos fines extremadamente reaccionarios. La idea de que la tecnología tiene vida propia está profundamente arraigada en el romanticismo conservador alemán del siglo pasado y en los escritos de Martin Heidegger y Friedrich Georg Jünger, que alimentaron la ideología nacionalsocialista, aunque los nazis honoraran su filosofía antitecnológica sólo en teoría.
En términos de ideología contemporánea de nuestros propios tiempos, este bagaje ideológico es representativo de la afirmación, tan común hoy en día, de que el desarrollo de nuevos sistemas automatizados cuesta invariablemente empleos a las personas
o intensifica su explotación. Ambos hechos son innegables, pero obedecen precisamente a las relaciones sociales de explotación capitalista, no al progreso tecnológico en sí. Para decirlo sin rodeos: las «reestructuraciones» actuales no se deben a las máquinas, sino a los burgueses avariciosos que utilizan las máquinas para sustituir la mano de obra o explotarla más intensivamente.[25] De hecho, las mismas máquinas que los empresarios utilizan para reducir «los costes laborales» podrían, en una sociedad racional, liberar a los seres humanos de penosos trabajos mecánicos para que pudieran dedicarse a actividades más creativas y personalmente más gratificantes.
No hay pruebas de que Bradford conozca bien a Heidegger o Jünger; de hecho, más bien parece inspirarse en Langdon Winner y Jacques Ellul. Bradford cita aprobatoriamente a este último: «Es la coherencia tecnológica lo que ahora conforma la coherencia social [...] Ella es en sí misma no solamente un medio sino un universo de medios —en el sentido de universum, a la vez exclusivo y total—» (SIH, p. 10).
En La edad de la técnica, su libro más conocido, Ellul anticipaba la sombría tesis de que el mundo y nuestros modos de pensar siguen las pautas de las herramientas y las máquinas (la técnica). Sin ninguna explicación social de cómo surgió esta «sociedad tecnológica», la obra de Ellul concluye sin ofrecer esperanza alguna, y aún menos un plan para salvar a la humanidad de su absorción total por la técnica. De hecho, incluso un humanismo que trata de dominar a la tecnología para satisfacer las necesidades de las personas queda reducido, en su opinión, a una «esperanza piadosa sin ninguna posibilidad de influir en la evolución tecnológica».[26] Y con toda la razón, si una perspectiva del mundo tan determinista se sigue hasta su conclusión lógica.
No obstante, por suerte, Bradford nos presenta una solución: «empezar a desmontar la máquina» (SIH, p. 10). Y no admite compromisos con la civilización, sino que repite esencialmente todos los clichés casi místicos, anticivilizatorios y antitecnológicos que aparecen en determinados cultos medioambientales new age. La civilización moderna, nos dice, es una «matriz de fuerzas», incluidas «las relaciones mercantilistas, las comunicaciones de masas, la urbanización y la técnica de masas, junto con [...] unos Estados nuclear-cibernéticos rivales vinculados entre ellos», todo lo cual converge hacia una «megamáquina global» (SIH, p. 20). «Las relaciones mercantilistas» —observa en su ensayo «Civilization in Bulk» [Civilización al por mayor] (CIB)— no son más que una parte de esta «matriz de fuerzas» en la que la civilización es «una máquina» que ha sido «un campo de trabajo desde sus orígenes», una «pirámide rígida de capas jerárquicas», «una red que extiende el territorio de lo inorgánico», y «una progresión lineal desde el robo del fuego por Prometeo hasta el Fondo Monetario Internacional».[27] A continuación, Bradford reprende el anodino libro de Monica Sjöo y Barbara Mor, La Gran Madre Cósmica: Redescubriendo la Religión de la Tierra, no por su teísmo atávico y regresivo, sino porque las autoras ponen la palabra civilización entre comillas, una práctica que «refleja la tendencia de este libro fascinante [!] de presentar una alternativa o invertir la perspectiva sobre la civilización en vez de cuestionar abiertamente sus términos» (CIB, nota a pie de página 23). Probablemente es Prometeo a quien hay que amonestar, no a estas dos Madres Tierra, cuyo folleto sobre divinidades ctónicas, pese a todos sus compromisos sobre la civilización, es «fascinante».
Por supuesto, ni una referencia a la megamáquina sería completa sin citar el lamento de Lewis Mumford sobre sus efectos sociales. De hecho, cabe observar que estos comentarios han malinterpretado a menudo las intenciones de Mumford, quien no estaba en contra de la tecnología, como Bradford y otros nos querrían hacer creer; ni tampoco era en ningún sentido de la palabra un místico a quien le habría gustado el primitivismo anticivilizatorio de Bradford. Sobre este punto puedo hablar gracias a mi conocimiento personal directo de las opiniones de Mumford, cuando hablamos largamente como participantes en una conferencia en la Universidad de Pensilvania hacia 1972.
Pero sólo hay que leer sus escritos, como Técnica y Civilización (TyC), que el propio Bradford cita, para ver que Mumford trata por todos los medios de describir favorablemente los «instrumentos mecánicos» como «potencialmente un vehículo para fines humanos racionales».[28] Recordando reiteradamente al lector que las máquinas provienen de los seres humanos, Mumford subraya que la máquina es «la proyección de un aspecto particular de la personalidad humana» (TyC). Efectivamente, una de sus funciones más importantes ha sido la de atenuar el impacto de la superstición en la mente humana:
Antes, los aspectos irracionales y demoníacos de la vida habían invadido unas esferas que no les correspondían. Fue un paso hacia adelante descubrir que eran bacterias, y no duendecillos, los que hacían que la leche se cuajara, y que un motor refrigerado por aire era más eficaz que la escoba de una bruja para el transporte a larga distancia [...] La ciencia y la técnica fortalecieron nuestra moral; a la luz de sus propias austeridades y abnegaciones [...] ponen en ridículo los temores pueriles, las suposiciones pueriles, así como afirmaciones igualmente pueriles. (TyC, p. 324).
Este importante aspecto de la obra de Mumford ha sido descaradamente ignorado por los primitivistas de nuestro entorno; especialmente su creencia de que la máquina ha tenido «la importantísima contribución» de fomentar «la técnica del pensamiento y la acción cooperativos». Mumford tampoco dudaba en alabar «la excelencia estética de la forma de la máquina [...] ante todo, tal vez, la personalidad más objetiva que ha surgido a través de una relación más sensible y comprensiva con estos nuevos instrumentos sociales y a través de su asimilación cultural deliberada». Es más, «la técnica de crear un mundo neutral de hechos a diferencia de los datos brutos de la experiencia inmediata ha sido la gran contribución general de la ciencia analítica moderna» (TyC, p. 361).
En vez de compartir el primitivismo explícito de Bradford, Mumford criticaba duramente a aquellos que rechazan la máquina de manera total, y consideraba la «vuelta al primitivismo absoluto» como una «adaptación neurótica» a la propia megamáquina (TyC, p. 302), incluso como una catástrofe. «Más desastroso que cualquier mera destrucción física de máquinas por el bárbaro es su amenaza de apagar o desviar el poder de la motivación humana», observó con agudeza, «desalentando los procesos cooperativos de pensamiento y la investigación desinteresada, que son responsables de nuestros principales logros técnicos». Y preconizaba: «Tenemos que abandonar nuestras artimañas inútiles y lamentables para resistirnos a la máquina mediante recaídas absurdas en el salvajismo» (TyC, p. 319).
En sus obras posteriores no figura ninguna prueba de que cambiara de opinión. Irónicamente, calificó desdeñosamente como «barbarismo» las representaciones del Living Theater y las visiones del «territorio sin ley» de las bandas de motoristas, y menospreciaba Woodstock como la «movilización en masa de la juventud», de la que «la actual cultura masificada, excesivamente reglamentada y despersonalizada no tiene nada que temer».[29]
Mumford, por su parte, no estaba a favor ni de la megamáquina ni del primitivismo (el «orgánico»), sino más bien de la sofisticación de la tecnología en unas líneas democráticas y de escala humana. «Nuestra capacidad de ir más allá de la máquina [hasta una nueva síntesis] se basa en nuestro poder de asimilar la máquina», observaba en Técnica y Civilización. «Hasta que no hayamos absorbido las lecciones de la objetividad, la impersonalidad, la neutralidad, las lecciones del reino mecánico, no podremos avanzar más en nuestro desarrollo hacia lo más sustancialmente orgánico, lo más profundamente humano» (TyC, p. 363, énfasis mío).
La denuncia de la tecnología y la civilización como inherentemente opresivas de la humanidad sirve en realidad para encubrir las relaciones sociales concretas que privilegian a los explotadores respecto a los explotados y a los jefes respecto a sus subordinados. Más que cualquier sociedad opresora del pasado, el capitalismo oculta su explotación de la humanidad bajo un disfraz de «fetiches», para emplear la terminología de Marx en El capital, y sobre todo el «fetichismo de la mercancía», que ha sido embellecido de manera diversa —y superficial— por los situacionistas como «espectáculo» y por Baudrillard como «simulacro». Al igual que la apropiación del exceso de valor por parte de la burguesía se disimula con un intercambio contractual de salarios a cambio de trabajo, equitativo sólo en apariencia, la fetichización de la economía y sus movimientos encubre el dominio de las relaciones económicas y sociales del capitalismo.
En este sentido cabe señalar un punto importante, incluso crucial. Este encubrimiento oculta a la esfera pública la responsabilidad de la competencia capitalista en la aparición de las crisis de nuestros tiempos. A estas mistificaciones, los antitecnológicos y anticivilizatorios añaden el mito de la tecnología y la civilización como inherentemente opresivos, y tapan así las relaciones sociales únicas del capitalismo —especialmente la utilización de las cosas (mercancías, valores de intercambio, objetos... llámese como se quiera)— para mediar en las relaciones sociales y crear el panorama tecno-urbano de nuestra época. Al igual que la sustitución de capitalismo por la expresión «sociedad industrial» oculta el papel específico y primordial del capital y las relaciones mercantilistas en la constitución de la sociedad moderna, la sustitución de las relaciones sociales por una cultura tecno-urbana, que Bradford realiza abiertamente, encubre el papel primordial del mercado y la competencia en la formación de la cultura moderna.
El anarquismo personal, en gran parte porque tiene que ver con un «estilo de vida personal» más que con la sociedad, pinta la acumulación capitalista, con sus raíces en el mercado competitivo, como la fuente de la destrucción medioambiental, y mira como petrificado la presunta ruptura por parte de la humanidad de la unidad «sagrada» o «extática» con la «Naturaleza» y el «desencanto del mundo» por la ciencia, el materialismo y el «logocentrismo».
En consecuencia, en vez de explicar los orígenes de las patologías sociales y personales de hoy en día, la antitecnología nos permite sustituir engañosamente el capitalismo por la tecnología —que esencialmente facilita la acumulación capitalista y la explotación laboral— como la causa subyacente del crecimiento y la destrucción del medio ambiente. La civilización, encarnada en la ciudad como centro de cultura, se despoja de sus dimensiones racionales, como si la ciudad fuera un cáncer imparable en vez de la posible esfera para universalizar las relaciones humanas, en marcado contraste con las limitaciones provinciales de la vida tribal y de pueblo. Las relaciones sociales básicas de la explotación y dominación capitalista quedan eclipsadas por unas generalizaciones metafísicas sobre el ego y la técnica, empañando la comprensión del público de las causas esenciales de las crisis sociales y medioambientales; unas relaciones mercantilistas que engendran a los intermediarios corporativos del poder, la industria y la riqueza.
Ello no implica negar que muchas tecnologías sean intrínsecamente dominantes y ecológicamente peligrosas, o afirmar que la civilización ha sido una bendición absoluta. Los reactores nucleares, las grandes presas, los complejos industriales altamente centralizados, el sistema de fábrica y la industria armamentística —al igual que la burocracia, la decadencia urbana y los medios de comunicación contemporáneos— son perniciosos casi desde que fueron creados. Pero en los siglos XVIII y XIX no se necesitaron la máquina a vapor, la fabricación en masa, ni mucho menos ciudades gigantescas y burocracias de gran alcance para desforestar áreas inmensas de Norteamérica y prácticamente exterminar a sus poblaciones indígenas, ni erosionar el suelo de regiones enteras. Al contrario, incluso antes de que el ferrocarril llegara a todas partes del país, una gran parte de esta devastación ya se había inflingido mediante simples hachas, mosquetes de pólvora negra, carros tirados por caballos y arados de vertedera.
Fueron estas sencillas tecnologías las que la empresa burguesa —las bárbaras dimensiones de la civilización del siglo pasado— utilizó para excavar una gran parte del valle del río Ohio convirtiéndolo en propiedades inmobiliarias especulativas. En el sur, los propietarios de plantaciones necesitaban «manos» esclavas sobre todo porque no existía maquinaria para plantar y recoger algodón; de hecho, el arrendamiento rústico ha desaparecido en las últimas dos décadas en los Estados Unidos en buena medida porque se introdujo nueva maquinaria para sustituir el trabajo de los aparceros negros «liberados». En el siglo XIX, los campesinos de la Europa semifeudal, a través de rutas por ríos y canales, llegaron en avalancha a las tierras salvajes norteamericanas y, con unos métodos nada ecológicos, empezaron a producir los cereales que finalmente impulsaron el capitalismo estadounidense a la hegemonía económica mundial.
En pocas palabras: fue el capitalismo —la relación mercantilista llevada a sus plenos extremos históricos— el que produjo la explosiva crisis medioambiental de los tiempos modernos, empezando por las primeras mercancías producidas en casas de campo que luego se transportaban por el mundo entero en barcos de vela, no propulsados por motores sino por el viento. Aparte de los pueblos y ciudades textiles de Gran Bretaña, donde la fabricación en masa hizo un avance histórico, las máquinas que hoy son objeto del mayor oprobio fueron creadas mucho después de que el capitalismo primara en muchas partes de Europa y Norteamérica.
No obstante, pese a la oscilación actual del péndulo de una glorificación de la civilización europea hasta su plena denigración, sería conveniente recordar la importancia del auge del secularismo moderno, el conocimiento científico, el universalismo, la razón y las tecnologías que ofrecen potencialmente la esperanza de una dispensa racional y emancipadora de los asuntos sociales, o incluso de la plena realización del deseo y el éxtasis sin los numerosos criados y artesanos que colmaban los apetitos de sus «superiores» aristócratas en la abadía de Thélème de Rabelais. Paradójicamente, los anarquistas anticivilizatorios que la denuncian hoy en día son algunos de aquellos que disfrutan de sus frutos culturales y realizan declaraciones expansivas muy individualistas sobre la libertad, sin ninguna conciencia de los duros acontecimientos de la historia europea que la hicieron posible. Kropotkin, por ejemplo, daba una gran importancia al «progreso de la técnica moderna, que simplifica maravillosamente la producción de todos los elementos necesarios para la vida».[30] Para quienes no tienen un sentido de perspectiva histórica, es fácil mirar hacia atrás con arrogancia.
Mistificación de lo primitivo
El corolario de las tendencias antitecnológicas y anticivilizatorias es el primitivismo, una glorificación edénica de la prehistoria y el deseo de volver en cierto modo a su putativa inocencia.[31] Los anarquistas personales como Bradford se inspiran en pueblos indígenas y mitos de la prehistoria edénica. Según él, los pueblos primitivos «rechazaban la tecnología»: y «minimizaban el peso relativo de las técnicas instrumentales o prácticas, dando más importancia a las [...] técnicas extáticas». Esto es porque los pueblos indígenas, con sus creencias animistas, estaban embebidos de «amor» por la vida animal y la naturaleza; para ellos, «los animales, las plantas y los objetos naturales» eran «personas, incluso semejantes» (CIB, p. 11).
En consecuencia, Bradford cuestiona la opinión «oficial» que califica los estilos de vida de las culturas recolectoras prehistóricas de «terribles, salvajes y nómadas, una lucha sangrienta por la supervivencia». En vez de ello, glorifica «el mundo primitivo» como lo que Marshall Sahlins llamó «la sociedad opulenta original»,
... opulenta porque tiene pocas necesidades, todos sus deseos se satisfacen fácilmente. Su caja de herramientas es elegante y ligera, sus puntos de vista lingüísticamente complejos y conceptualmente pro fundos y sin embargo simples y accesibles a todos. Su cultura es expansiva y dichosa. No tiene propiedad privada sino comunal, es igualitaria y cooperativa [...] Es anárquica [...] no tiene que trabajar [...] Es una sociedad llena de danzas, de cánticos, de celebraciones, de sueños (CIB, p. 10).
Los habitantes del «mundo primitivo», según Bradford, vivían en armonía con el mundo natural y se beneficiaba de todas las ventajas de la opulencia, incluido mucho tiempo de ocio. La sociedad primitiva, recalca, «no tenía que trabajar», puesto que la caza y la recolección exigían mucho menos esfuerzo que las ocho horas que la gente de hoy en día dedica a la jornada laboral. Reconoce compasivamente que la sociedad primitiva podía «pasar hambre de vez en cuando». No obstante, este «hambre» era en realidad simbólica y autoinfligida, porque los pueblos primitivos «a veces [escogen] el hambre para mejorar sus relaciones mutuas, para jugar o para tener trances» (CIB, p. 10).
Haría falta todo un ensayo completo para descodificar, por no decir rebatir, estas sandeces absurdas, en las que figuran unas pocas verdades con una mezcla o una capa de pura fantasía. Bradford basa sus explicaciones, según nos dice, en «un mayor acceso a las opiniones de la gente primitiva y sus descendientes nativos» mediante «una antropología [...] más crítica» (CIB, p. 10). En realidad, una gran parte de esta «antropología crítica» parece derivarse de ideas presentadas en el simposio «Man the Hunter» [El hombre cazador] celebrado en abril de 1966 en la Universidad de Chicago.[32] Aunque la mayoría de las contribuciones al simposio fueron enormemente valiosas, algunas de ellas se ajustaban a la mistificación ingenua de lo primitivo que se filtraba en la contracultura de los años 1960, y que aún perdura a día de hoy. La cultura hippy, que influyó a unos cuantos antropólogos de la época, afirmaba que los pueblos cazadores-recolectores de hoy habían eludido las fuerzas sociales y económicas que operaban en el resto del mundo y seguían viviendo en un estado prístino, como reliquias aisladas de los estilos de vida neolíticos y paleolíticos. Además, como cazadores-recolectores, sus vidas eran particularmente saludables y pacíficas, viviendo tanto entonces como ahora gracias a la espléndida abundancia de la naturaleza.
Por ejemplo, Richard B. Lee, coeditor de la colección de los trabajos de la conferencia, estimaba que los pueblos «primitivos» consumían una cantidad bastante elevada de calorías y que contaban con abundantes alimentos, alcanzando un tipo de «abundancia» virginal en la que la gente sólo tenía que buscar comida unas cuantas horas al día. «La vida en el estado de la naturaleza no es necesariamente dura, salvaje y corta», escribió Lee. El hábitat de los bosquimanos !Kung del desierto del Kalahari, por ejemplo, «es abundante en alimentos que ofrece la naturaleza». Los bosquimanos del área de Dobe, que —afirmaba Lee— aún estaban rayando en la entrada al Neolítico,
... hoy en día viven sin problemas de plantas silvestres y carne, pese a que están confinados en la parte menos productiva de la zona donde antes se encontraban los pueblos bosquimanos. Es probable que en el pasado estos cazadores y recolectores tuvieran una base de subsistencia aún mayor, cuando podían escoger entre los mejores hábitats de África.[33]
Ello no es realmente así, como pronto veremos.
Es muy habitual que aquellos que se deleitan con la «vida primitiva» metan en el mismo saco muchos milenios de prehistoria, como si unas especies homínidas y humanas considerablemente diferentes vivieran en un sólo tipo de organización social. La palabra prehistoria es muy ambigua. Al igual que el genoma humano incluía a varias especies, no podemos realmente igualar los «puntos de vista» de los recolectores auriñacienses y magdalenienses (Homo sapiens sapiens) de hace unos 30.000 años con los del Homo sapiens neanderthalensis o el Homo erectus, cuyas herramientas, habilidades artísticas y capacidades de habla eran extremadamente distintas.
Otro problema es hasta qué punto los cazadores-recolectores prehistóricos o buscadores de alimentos de distintas épocas vivían en sociedades no jerárquicas. Si las necrópolis de Sungir (en el este de Europa) de hace unos 25.000 años permiten hacer alguna especulación (y no podemos contar con gente del Paleolítico para que nos expliquen su vida), la colección extraordinariamente suntuosa de joyas, lanzas, arpones de marfil y ropa con abalorios en las tumbas de dos adolescentes indican la existencia de unas dinastías familiares de alto estatus mucho tiempo antes de que los humanos se establecieran para cultivar alimentos. La mayoría de las culturas del Paleolítico eran con toda verosimilitud relativamente igualitarias, pero la jerarquía parece haber existido incluso a finales del Paleolítico, con distintos niveles de grado, tipo y alcance de una dominación que no pueden encasillarse bajo alabanzas retóricas como igualitarismo paleolítico.
Otro problema que se presenta es la variedad —al principio, la ausencia— de la capacidad comunicativa en distintas épocas. En la medida en que el lenguaje escrito no apareció hasta bien entrados los tiempos modernos, los lenguajes incluso de los primeros Homo sapiens sapiens apenas eran «conceptualmente profundos». Los pictogramas, glifos y, sobre todo, los conocimientos memorizados en los que se basaban los pueblos «primitivos» para conocer el pasado tienen unas limitaciones culturales evidentes. Sin una literatura escrita que registre la sabiduría acumulada de generaciones, la memoria histórica, por no decir los pensamientos «conceptualmente profundos», son difíciles de retener; más bien se pierden con el tiempo o se distorsionan lamentablemente. La historia transmitida por vía oral es todavía menos objeto de una crítica rigurosa, sino que en vez de ello se convierte fácilmente en una herramienta para los «videntes» y chamanes de la élite quienes, más que ser «protopoetas», como los llama Bradford, parecen haberse servido de sus «conocimientos» en beneficio de sus propios intereses sociales.[34]
Lo que nos lleva, inevitablemente, a John Zerzan, el primitivista anticivilizatorio por excelencia. Para Zerzan, una de las firmas destacadas de la revista Anarchy: A Journal of Desire Armed, la ausencia de habla, lenguaje y escritura es un aspecto positivo. Zerzan, otro viajero del túnel del tiempo de «Man the Hunter», mantiene en su libro Futuro Primitivo (FP) que «antes de la domesticación, antes de la invención de la agricultura, la existencia humana consistía esencialmente en una vida de ocio, intimidad con la naturaleza, sabiduría sensual, igualdad sexual y buena salud»[35], con la diferencia de que la visión de Zerzan del «primitivismo» se acerca más bien a la de los animales de cuatro patas. De hecho, en la paleoantropología zerzaniana, las distinciones anatómicas entre el Homo sapiens por una parte y el Homo habilis, el Homo erectas y los «muy difamados» neandertales son dudosas; todas las especies homínidas tempranas, a su parecer, poseían las capacidades mentales y físicas del Homo sapiens y, además, vivieron en un estado de felicidad primitiva durante más de dos millones de años.
Si estos homínidos eran tan inteligentes como los humanos modernos, uno podría preguntarse ingenuamente: ¿por qué no innovaron con cambios tecnológicos? «Me parece muy plausible», Zerzan conjetura brillantemente, «que la inteligencia, basándose en el éxito y la satisfacción de la existencia de un cazador-recolector, es el verdadero motivo de la pronunciada ausencia de «progreso». La división del trabajo, la domesticación, la cultura simbólica [...] estos fueron evidentemente [!] rechazados hasta hace muy poco». La especie Homo «escogió durante mucho tiempo la naturaleza en detrimento de la cultura», y por cultura Zerzan quiere decir «la manipulación de las formas simbólicas básicas» (énfasis mío): una carga alienante. Incluso, continúa, «no había lugar para el tiempo reificado, el lenguaje (escrito, por supuesto, y probablemente el lenguaje hablado durante todo o la mayor parte del periodo), los números y el arte, pese a una inteligencia perfectamente capaz de ello» (FP, 23-24).
En breve, los homínidos podían dominar los símbolos, el habla y la escritura pero los rechazaron deliberadamente, puesto que ya se entendían entre sí y con su entorno instintivamente, sin necesidad de ellos. Así, Zerzan coincide con entusiasmo con un antropólogo que medita que «la comunión de los san bosquimanos con la naturaleza» alcanzó un nivel de experiencia que «podría llamarse casi místico. Por ejemplo, parecían saber qué se sentía realmente siendo un elefante, un león o un antílope», incluso un baobab (FP, 33-34).
La «decisión» consciente de rechazar el lenguaje, las herramientas sofisticadas, la temporalidad y una división del trabajo (probablemente lo probaron y resoplaron: «¡Bah!»), fue tomada, nos dice, por el Homo habilis, cuyo cerebro, me permito observar, tenía un tamaño de aproximadamente la mitad del de los humanos modernos y quien probablemente no tenía la capacidad anatómica para pronunciar sílabas. No obstante, gracias a la autoridad soberana de Zerzan sabemos que el habilis (y tal vez incluso el Australopithecus afarensis, que podría haber vivido hace unos «dos millones de años») poseían una «inteligencia perfectamente capaz» —¡ni más ni menos!—de estas funciones, pero que rechazaban utilizarlas. En la paleoantropología de Zerzan, los primeros homínidos o humanos podían adoptar o rechazar unos rasgos culturales vitales como el habla con una sabiduría sublime, al igual que los monjes hacen voto de silencio.
Pero una vez este voto se rompió, ¡todo empezó a ir mal! Por unos motivos que sólo conocen Dios y Zerzan.
La aparición de la cultura simbólica, con su voluntad inherente de manipular y controlar, pronto abrió la vía a la domesticación de la naturaleza. Tras dos millones de años de vida humana pasados respetando la naturaleza, en equilibrio con otras especies salvajes, la agricultura modificó nuestro estilo de vida, nuestra manera de adaptarnos, de un modo sin precedentes. Nunca antes una especie había conocido un cambio radical tan absoluto y rápido. [...] La autodomesticación a través del lenguaje, el ritual y el arte inspiró la dominación de animales y plantas que vino a continuación (FP, 27-28; énfasis mío).
Hay una cierto esplendor en estas bobadas que es verdaderamente cautivador. Unas épocas, unas especies homínidas y/o humanas y unas situaciones medioambientales y tecnológicas considerablemente distintas se meten en el mismo saco de una vida compartida «respetando la naturaleza». La simplificación de Zerzan de la complejísima dialéctica entre los seres humanos y la naturaleza no humana revela una mentalidad tan reduccionista y simplista que uno no puede más que quedarse pasmado.
Sin duda, podríamos aprender mucho de las culturas anteriores a la escritura —sociedades orgánicas, como las llamo en La ecología de la libertad—, especialmente acerca de la mutabilidad de lo que se suele llamar «naturaleza humana». Su espíritu de colaboración dentro del grupo y, en el mejor de los casos, sus puntos de vista igualitarios no sólo son admirables —y socialmente necesarios en vistas del precario mundo en que vivieron—, sino que ofrecen una prueba convincente de la maleabilidad del comportamiento humano, contrastando con el mito de que la competencia y la avaricia son unos atributos humanos innatos. De hecho, sus prácticas del usufructo y la desigualdad de los iguales son muy relevantes para una sociedad ecológica.
Pero que los pueblos «primitivos» o prehistóricos «veneraban» la naturaleza no humana es como mínimo dudoso y, en el peor de los casos, totalmente falso. A falta de entornos «no naturales» como pueblos y ciudades, la propia noción de «Naturaleza» diferenciándola del hábitat aún tenía que conceptualizarse; una experiencia verdaderamente alienante, en opinión de Zerzan. Tampoco es probable que nuestros antepasados remotos consideraran el mundo natural menos instrumental que los pueblos de las culturas históricas. Teniendo debidamente en cuenta sus propios intereses materiales —su supervivencia y bienestar—, los pueblos prehistóricos parecen haber cazado tantas presas como podían atrapar, y si poblaron imaginativamente el mundo animal con atributos antropomórficos, como seguramente hicieron, debió ser para comunicarse con él con el fin de manipularlo, no simplemente para venerarlo.
Así, teniendo en mente unos propósitos muy instrumentales, conjuraban animales «parlantes», «tribus» animales (a menudo basadas en sus propias estructuras sociales) y unos «espíritus» animales receptivos. Lógicamente, dados sus conocimientos limitados, creían en la realidad de los sueños, en los que los humanos podían volar y los animales hablar, en un mundo onírico inexplicable, a menudo espantoso, que tomaban por la realidad. Para controlar los animales de caza, para utilizar un hábitat con fines de supervivencia, para luchar contra las vicisitudes del clima y similares, los pueblos prehistóricos tenían que personificar estos fenómenos y «hablar» con ellos, ya sea directamente o mediante rituales o metáforas.
En realidad, los pueblos prehistóricos parecen haber intervenido en su entorno tan resueltamente como podían. En cuanto el Homo erectus o las especies humanas más tardías aprendieron a utilizar el fuego, por ejemplo, parecen haberlo usado para quemar bosques, probablemente provocando estampidas de animales de caza por precipicios o recintos naturales donde podían matarlos fácilmente. La «reverencia por la vida» de los pueblos prehistóricos, por consiguiente, reflejaba una preocupación muy pragmática por mejorar y controlar su abastecimiento de alimentos, no un amor por los animales, bosques y montañas (que tal vez temían como la elevada morada de deidades, tanto benignas como malignas).[36]
El «amor por la naturaleza» que Bradford atribuye a la «sociedad primitiva» tampoco representa correctamente a los pueblos recolectores de hoy en día, que a menudo tratan de manera bastante dura a los animales domésticos y de presa. Por ejemplo, los pigmeos del bosque de Ituri torturaban a los animales que atrapaban de manera bastante sádica, y los esquimales solían maltratar a sus huskies.[37] En cuanto a los indios norteamericanos, antes de entrar en contacto con Europa, alteraron enormemente una gran parte del continente utilizando fuego para despejar tierras para la horticultura y para tener mejor visibilidad cuando cazaban, hasta el punto de que el «paraíso» que encontraron los europeos estaba «claramente humanizado».[38]
Inevitablemente, muchas tribus indias al parecer agotaron los animales locales de los que se alimentaban y tuvieron que emigrar a nuevos territorios para ganarse materialmente el sustento. Y sería realmente extraño que no hubieran tenido que emprender guerras para echar a sus habitantes originales. Puede muy bien ser que sus antepasados remotos provocaran la extinción de algunos de los grandes mamíferos de Norteamérica de la última era glacial (especialmente mamuts, mastodontes, bisontes esteparios, caballos y camellos). Aún pueden distinguirse grandes acumulaciones de huesos de bisonte en algunos yacimientos que apuntan a matanzas en masa y carnicerías «en cadena» en unos cuantos arroyos americanos.[39]
Por otra parte, entre aquellos pueblos que se dedicaban a la agricultura, el uso de la tierra tampoco respetaba necesariamente el medioambiente. En torno al lago Pátzcuaro en los altiplanos del centro de México, antes de la conquista española, «la utilización de la tierra en la prehistoria no seguía unas prácticas conservacionistas», escribe Karl W. Btzer, sino que causaba unas altas tasas de erosión del suelo. De hecho, las prácticas agrícolas indígenas «podían ser tan perjudiciales como cualquier uso de la tierra preindustrial en el Viejo Mundo».[40] Otros estudios muestran que la tala excesiva de bosques y el fracaso de la agricultura de subsistencia socavaron la sociedad maya y contribuyeron a su hundimiento.[41]
Nunca podremos saber si los estilos de vida de las culturas recolectoras de hoy en día reflejan realmente las de nuestro pasado remoto.[42] Las culturas indígenas modernas no sólo se han desarrollado a lo largo de miles de años, sino que además se han visto considerablemente alteradas por la difusión de innumerables rasgos de otras culturas antes de ser estudiadas por los investigadores occidentales. De hecho, como Clifford Geertz ha observado con bastante mordacidad, hay muy poco o nada de prístino en las culturas indígenas que los primitivistas modernos asocian con los primeros humanos. «La comprensión, a su pesar y tardía, de que [el primitivismo prístino de los indígenas actuales] no es tal, incluso entre los pigmeos, ni tan sólo entre los esquimales», observa Geertz, «y que estos pueblos son en realidad productos de unos procesos de cambio social a mayor escala que los han convertido, y siguen convirtiéndolos, en lo que son, ha sido un motivo de asombro que ha provocado prácticamente una crisis en el campo [de la etnografía]».[43] Muchos pueblos «primitivos», al igual que los bosques en los que vivían, no eran más «virginales» cuando entraron en contacto con los europeos que los indios Lakota en el momento de la guerra civil estadounidense, pese a lo que nos hagan creer enBailando con lobos. Muchos de los sistemas de creencias «primitivos» tan encomiados de los indígenas actuales se remontan claramente a influencias cristianas. Alce Negro, por ejemplo, era un ferviente católico[44], y la «Danza de los espíritus» de los indios Paiute y Lakota estaba fuertemente influida por el milenarismo de los evangelistas cristianos.
En la investigación antropológica seria, el concepto de un cazador «extático» y prístino no ha sobrevivido los treinta años transcurridos desde el simposio «Man the Hunter». Muchas de las sociedades «cazadoras opulentas» citadas por los devotos del mito de la «opulencia primitiva» habían retrocedido literalmente —probablemente muy en contra de sus deseos— de sistemas sociales hortícolas. Actualmente se sabe que los san del Kalahari habían sido hortelanos antes de que se les empujara hacia el desierto. Hace varios siglos, según Edwin Wilmsen, los pueblos que hablan san se dedicaban a la agricultura y la ganadería, por no mencionar al comercio con los territorios agrícolas vecinos en una red que llegaba hasta el océano Índico. En el año 1000, según se desprende de las excavaciones, su área, Dobe, estaba poblada por una gente que producía cerámica, trabajaba el hierro y criaba ganado, exportándolos a Europa hacia los años 1840 junto con enormes cantidades de marfil —una gran parte del cual provenía de elefantes cazados por los propios san, que sin duda llevaron a cabo esta matanza de sus «hermanos» paquidermos con la gran sensibilidad que les atribuye Zerzan—.
Los estilos de vida recolectores marginales de los san que tanto cautivaron a los observadores en los años 1960 eran realmente consecuencia de cambios económicos a finales del s. XIX, mientras que «el aislamiento imaginado por los observadores externos [...] no era indígena sino que obedecía al hundimiento del capital mercantil».[45] Por consiguiente, «la situación actual de los pueblos que hablan san en el margen rural de las economías africanas», observa Wilmsen,
... se explica únicamente por las políticas sociales y las economías de la era colonial y sus secuelas. Su apariencia de recolectores se debe a que quedaron relegados a una clase marginada durante el desarrollo de los procesos históricos que empezaron antes de este milenio y culminaron en las primeras décadas de este siglo.[46]
También los yuqui del Amazonas podrían haber personificado muy bien la sociedad recolectora prístina ensalzada en los años 1960. Este pueblo, que no fue estudiado por los europeos hasta los 1950, tenía un conjunto de herramientas que consistía en poco más que una garra de jabalí y un arco con flechas: «Además de ser incapaces de hacer fuego», escribe Allyn M. Stearman, que los estudió, «no tenían embarcaciones, ni animales domésticos (ni tan sólo perros), ni piedras, ni especialistas en rituales, y sí sólo una cosmología rudimentaria. Vivían como nómadas, vagando por los bosques de las tierras bajas de Bolivia en busca de animales de presa y otros alimentos que conseguían con sus habilidades recolectoras».[47] No cultivaban alimentos y no conocían en absoluto el uso del anzuelo y el sedal para pescar.
No obstante, no eran en absoluto una sociedad igualitaria: los yuqui mantenían la institución de la esclavitud hereditaria, dividiendo su sociedad en un estrato privilegiado de élite y un grupo de esclavos postergados que hacían el trabajo. Esta característica se considera ahora un vestigio de antiguos estilos de vida hortícolas. Los yuqui, al parecer, descendían de una sociedad precolombina que tenía esclavos y, «a lo largo de los años, experimentaron una desculturización, perdiendo gran parte de su patrimonio cultural al tener que desplazarse y vivir de la tierra. Pero aunque muchos de los elementos de su cultura se perdieron, otros no. La esclavitud, evidentemente, era uno de éstos».[48]
No sólo se ha destruido el mito del recolector «prístino», sino que Wilmsen y sus asociados han puesto considerablemente en duda los propios datos de Richard Lee sobre el consumo de calorías de los recolectores «opulentos».[49] El pueblo !Kung vivía un promedio de unos treinta años. La mortalidad infantil era elevada, y según Wilmsen (discrepando con Bradford), la gente sufría enfermedades y hambre en época de vacas flacas. (El propio Lee ha revisado sus opiniones en este punto desde los años 1960).
Por consiguiente, las vidas de nuestros primeros antepasados no eran muchas veces precisamente placenteras. De hecho, su vida era bastante dura, en general corta y materialmente muy agotadora. Las pruebas anatómicas sobre su longevidad muestran que en torno a la mitad morían durante la infancia o antes de alcanzar los veinte años, y pocos vivían más de cincuenta.[50] Es plausible que vivieran más del carroñeo que de la caza y la recolección, y probablemente eran presa de leopardos y hienas.[51]
Los pueblos prehistóricos y los recolectores más tardíos eran normalmente cooperativos y pacíficos con los miembros de sus propias bandas, tribus o clanes; pero hacia los miembros de las otras eran a menudo belicosos, a veces incluso genocidas en sus esfuerzos para despojarlos y apropiarse de su tierra. El más dichoso de los humanos ancestrales (si nos creyéramos a los primitivistas), el Homo erectas, ha dejado tras de sí un funesto historial de masacres entre humanos, según los datos compilados por Paul Janssens.[52] Se ha sugerido que muchas personas de China y Java murieron a causa de erupciones volcánicas, pero las últimas explicaciones pierden mucha plausibilidad en vista de los restos de cuarenta personas cuyas cabezas, con heridas mortales, fueron cortadas; «difícil que fuera un volcán», observa secamente Corinne Shear Wood.[53] En cuanto a los recolectores modernos, los conflictos entre tribus de indios norteamericanos son demasiado numerosos para citarlos con extensión; prueba de ello son los anasazi y sus vecinos del suroeste, las tribus que finalmente formaron la Confederación Iroquesa (la cual fue en sí misma un asunto de supervivencia, pues si no iban a exterminarse los unos a los otros), y el continuo conflicto entre los mohawks y los hurones, que llevó al práctico extermio y huida de las comunidades de hurones que quedaban.
Si los «deseos» de los pueblos prehistóricos «se satisfacían fácilmente», como alega Bradford, era precisamente porque sus condiciones materiales de vida —y por ende, sus deseos— eran en realidad muy básicos. Es lo que cabría esperar de cualquier forma de vida que generalmente se adapta, más que innovar; que se conforma con el hábitat del que dispone, más que tratar de alterarlo para que se ajuste a sus deseos. Sin duda, los pueblos primitivos conocían increíblemente el hábitat en el que vivían; después de todo, eran unos seres muy inteligentes e imaginativos. No obstante, su cultura «dichosa» estaba inevitablemente llena no sólo de alegría y «cánticos [...], celebraciones [...] y sueños», sino también de superstición y temores fácilmente manipulables.
Ni nuestros antepasados remotos ni los indígenas actuales podrían haber sobrevivido si mantuvieran las ideas «encantadas» propias de Disneylandia que les imputan los primitivistas de hoy en día. Es cierto que los europeos no ofrecieron a los pueblos indígenas ninguna magnífica dispensa social, más bien al contrario: los imperialistas sometieron a los nativos a una explotación extrema, un genocidio total, enfermedades contra las que no tenían inmunidad y un saqueo indigno. Ninguna conjura animista previno esta arremetida ni podía haberlo hecho, como la tragedia de Wounded Knee en 1890, donde quedó tan tristemente desmentido el mito de las camisas fantasma que resistían las balas.
Lo que es de una importancia crucial es que la regresión al primitivismo de algunos anarquistas personales niega los atributos más destacados de la humanidad, en tanto que especie, y los aspectos potencialmente emancipadores de la civilización euro-americana. Los humanos son infinitamente distintos de los otros animales, ya que hacen más que simplemente adaptarse a su entorno; innovan y crean un nuevo mundo, no sólo para descubrir sus propias facultades como seres humanos, sino para hacer el mundo de su entorno más adecuado para su propio desarrollo, como personas y como especie. Esta capacidad de cambiar el mundo, pese a su tergiversación por la sociedad irracional actual, es un don natural, el producto de la evolución biológica humana; no meramente el producto de la tecnología, la racionalidad y la civilización. Que quienes se llaman a sí mismos anarquistas aboguen por un primitivismo que bordea la bestialidad, con su mensaje apenas disimulado de adaptabilidad y pasividad, empaña siglos de pensamiento, ideales y prácticas revolucionarios, e incluso difama los esfuerzos memorables de la humanidad para liberarse del provincianismo, el misticismo y la superstición y cambiar el mundo.
Para los anarquistas personales, en particular los del género anticivilizatorio y primitivista, la propia historia se convierte en un monolito degradante que engulle todas las distinciones, mediaciones, fases de desarrollo y especificidades sociales. El capitalismo y sus contradicciones se reducen a un epifenómeno de una civilización omnívora y sus «imperativos» tecnológicos, sin matices ni diferenciaciones. La Historia, en la medida en que la concebimos como la evolución del componente racional de la humanidad —el desarrollo de su potencial de libertad, autoconciencia y cooperación—, es un relato complejo del cultivo de las sensibilidades, intuiciones, capacidad intelectual y conocimientos humanos, o lo que antes se llamaba «la educación de la humanidad». Tratar la historia como una «caída» continua de una «autenticidad» animal, como Zerzan, Bradford y sus acólitos hacen en mayor o menor medida, de modo muy similar al de Martin Heidegger, es ignorar los ideales en expansión de la libertad, la individualidad y la autoconciencia que han marcado eras de desarrollo humano; por no hablar del potencial cada vez más amplio de las luchas revolucionarias para conseguir estos fines.
El anarquismo personal anticivilizatorio es sólo un aspecto de la regresión social que marca las últimas décadas del siglo XX. Al igual que el capitalismo amenaza con deshacer la historia natural haciéndola regresar a una era geológica y zoológica más simple y menos diferenciada, el anarquismo personal anticivilizatorio es cómplice del capitalismo en llevar al espíritu humano y su historia a un mundo primitivo menos desarrollado, menos determinado y libre de pecado: la sociedad supuestamente «inocente» anterior a la tecnología y la civilización que existía antes de que la humanidad «cayera en desgracia». Como los comedores de loto en La Odisea de Homero, los humanos son «auténticos» cuando viven eternamente en el presente, sin pasado ni futuro; despreocupados por la memoria o las ideas, sin tradiciones y sin retos sobre el devenir.
Paradójicamente, el mundo idealizado por los primitivistas excluiría en realidad el individualismo radical aclamado por los herederos individualistas de Max Stirner. Aunque las comunidades «primitivas» de la actualidad han engendrado a personas de fuerte impronta, el poder de la costumbre y el alto nivel de solidaridad dentro del grupo exigido por las duras condiciones dejan poco margen para un comportamiento expansivamente individualista como el que buscan los anarquistas stirnerianos que celebran la supremacía del ego. Hoy en día, tener escarceos con el primitivismo es precisamente el privilegio de los urbanitas acomodados que pueden permitirse darle vueltas a las fantasías inaccesibles no sólo a los hambrientos, los pobres y los «nómadas» que viven por necesidad en las calles de la ciudad, sino también a los empleados sobrecargados de trabajo. Las madres trabajadoras de hoy en día difícilmente podrían prescindir de una lavadora para aliviarlas, por poco que sea, de sus tareas domésticas diarias, antes de ir a trabajar para ganar lo que es con frecuencia la mayor parte de los ingresos de su hogar. Irónicamente, incluso el grupo que publica Fifth Estate aceptó que no podía estar sin un ordenador y se vio «obligado» a comprar uno, publicando el poco sincero descargo de responsabilidad: «¡Lo odiamos!».[54] Denunciar una tecnología avanzada utilizándola al mismo tiempo para generar publicaciones antitecnología no sólo es hipócrita, sino que tiene unas dimensiones mojigatas: este «odio» a los ordenadores parece más bien el eructo de los privilegiados que, tras darse un atracón de exquisiteces, ensalzan las virtudes de la pobreza en la misa del domingo.
Evaluación del anarquismo personal
Lo que más destaca del anarquismo personal de hoy en día es su apetito por lo inmediato más que por la reflexión, por una simplista relación directa entre mente y realidad. Esta inmediatez no sólo inmuniza al pensamiento libertario de las exigencias de una reflexión matizada y mediada, sino que también excluye el análisis racional y, de hecho, la racionalidad en sí. Al consignar la humanidad a una esfera sin tiempo, sin espacio y sin historia —una noción «básica» de la temporalidad basada en los ciclos «eternos» de la «Naturaleza»—, despoja a la mente de su singularidad creativa y su libertad para intervenir en el mundo natural.
Desde el punto de vista del anarquismo personal primitivista, los seres humanos están mejor cuando se adaptan al resto de la naturaleza, más que cuando intervienen en ella, o cuando, sin los lastres de la razón, la tecnología, la civilización e incluso el habla, viven en plácida «armonía» con la realidad existente, tal vez dotados de unos «derechos naturales», en una condición visceral y «extática» esencialmente inconsciente. T.A.Z., Fifth Estate, Anarchy: A Journal of Desire Armed y revistas más marginales como la stirneriana Demolition Derby de Michael William: todos ellos se centran en un «primitivismo» sin mediaciones, ahistórico y anticivilizatorio del que hemos «caído», un estado de perfección y «autenticidad» en el que nos guiábamos indistintamente por los «límites de la naturaleza», la «ley natural» o nuestros ávidos egos. La historia y la civilización no consisten en nada más que un descenso hacia la falta de autenticidad de la «sociedad industrial».
Como ya he apuntado, este mito de la «caída de la autenticidad» tiene sus raíces en el romanticismo reaccionario, y más recientemente en la filosofía de Martin Heidegger, cuyo «espiritualismo» völkisch, latente en Ser y Tiempo, surgió más tarde en sus obras explícitamente fascistas. Esta perspectiva se ceba ahora en el misticismo quietista que abunda en los escritos antidemocráticos de Rudolf Bahro, con su llamamiento apenas disimulado a la «salvación» por un «Adolf verde», y en la búsqueda apolítica de «realización personal» y espiritualismo ecológico postulada por los ecologistas profundos.
Al final, el ego individual se convierte en el templo supremo de la realidad, excluyendo la historia y el devenir, la democracia y la responsabilidad. De hecho, la convivencia con la sociedad como tal queda debilitada por un narcisismo tan envolvente que reduce la consociación a un ego infantilizado que es poco más que un puñado de exigencias y reclamaciones chillonas de sus propias satisfacciones. La civilización meramente obstruye la extática realización personal de los deseos de este ego, reificado como la satisfacción final de la emancipación, como si el goce y el deseo no fueran productos de la cultura y el desarrollo histórico, sino meros impulsos innatos que aparecen de la nada en un mundo sin sociedad.
Como el ego stirneriano pequeñoburgués, el anarquismo personal primitivista no da cabida a las instituciones sociales, las organizaciones políticas y los programas radicales, y menos aún a una esfera pública, que todos los escritores examinados identifican automáticamente con la capacidad de gobernar. Lo esporádico, lo poco sistemático, lo incoherente, lo discontinuo y lo intuitivo suplantan lo coherente, lo deliberado, lo organizado y lo racional, e incluso cualquier forma de actividad sostenida y centrada, aparte de publicar una revistilla o panfleto... o quemar un contenedor de basuras. Se contrapone la imaginación a la razón y el deseo a la coherencia teórica, como si los dos estuvieran en contradicción radical. La admonición de Goya de que la imaginación sin la razón produce monstruos se altera para dar la impresión de que la imaginación florece gracias a una experiencia directa con una «unidad» sin matices. Por consiguiente, la naturaleza social se disuelve esencialmente en la naturaleza biológica; la humanidad innovadora, en la animalidad adaptable; la temporalidad, en una eternidad anterior a la civilización; la historia, en una repetición de ciclos arcaica.
El anarquismo personal convierte astutamente una realidad burguesa, cuya dureza económica es más fuerte y extrema cada día que pasa, en constelaciones de autocomplacencia, inconclusión, indisciplina e incoherencia. En los años 1960, los situacionistas, en nombre de una «teoría del espectáculo», produjeron en realidad un espectáculo reificado de la teoría, pero por lo menos ofrecían correcciones organizativas, como consejos de trabajadores, que daban algo de peso a su esteticismo. El anarquismo personal, al impugnar la organización, el compromiso con programas y un análisis social serio imita los peores aspectos del esteticismo situacionista sin adherirse al proyecto de construir un movimiento. Como los deshechos de los años sesenta, vaga sin rumbo dentro de los límites del ego (rebautizado por Zerzan como los «límites de la naturaleza») y convierte la incoherencia bohemia en una virtud.
Lo más preocupante es que los caprichos estéticos autocomplacientes del anarquismo personal erosionan significativamente el corazón socialista de una ideología izquierdista libertaria que en el pasado podía reivindicar una relevancia y un peso social precisamente por su compromiso inquebrantable con la emancipación; no fuera de la historia, en el reino de lo subjetivo, sino dentro de ella, en el reino de lo objetivo. El gran grito de la Primera Internacional —que el anarcosindicalismo y el anarcocomunismo mantuvieron después de que Marx y sus seguidores la abandonaran— fue la exigencia: «No más deberes sin derechos, ningún derecho sin deber». Durante generaciones, este eslogan adornó las cabeceras de lo que ahora llamamos en retrospectiva revistas sociales anarquistas. Hoy en día choca radicalmente con la demanda esencialmente egocéntrica de un «deseo armado» y con la contemplación taoísta y los nirvanas budistas. Si el anarquismo social llamaba al pueblo a alzarse en revolución y buscar la reconstrucción de la sociedad, los pequeñoburgueses airados que pueblan el mundo subcultural del anarquismo personal llaman a rebeliones episódicas y a la satisfacción de sus «máquinas deseantes», por utilizar la fraseología de Deleuze y Guattari.
El continuo retroceso del compromiso histórico del anarquismo tradicional con la lucha social (sin la cual no puede alcanzarse la realización personal y la satisfacción del deseo en todas sus vertientes, no únicamente la instintiva) viene inevitablemente acompañado de una mistificación desastrosa de la experiencia y la realidad. El ego, identificado de manera casi fetichista como el escenario de la emancipación, resulta ser idéntico al «individuo soberano» del individualismo del laissez faire. Desvinculado de sus raíces sociales, alcanza no la autonomía sino una «mismedad» heterónoma de la empresa pequeñoburguesa.
En realidad, el ego en su soberanía personal no es en absoluto libre, sino que está atado de pies y manos a las leyes aparentemente anónimas del mercado —las leyes de la competencia y de la explotación—, que convierten el mito de la libertad individual en otro fetiche que oculta las leyes implacables de la acumulación de capital.
El anarquismo personal, en efecto, resulta ser otro engaño burgués desconcertante. Sus seguidores no son más «autónomos» que los movimientos de la bolsa, que las fluctuaciones de precios y los hechos mundanos del comercio burgués. Pese a todas las declaraciones de autonomía, este «rebelde» de clase media, ladrillo en mano o no, es totalmente cautivo de las fuerzas subyacentes del mercado que ocupan todos los espacios supuestamente «libres» de la vida social moderna, desde cooperativas agrícolas a comunas rurales.
El capitalismo gira en torno nuestro: no sólo material, sino culturalmente también. Como John Zerzan justificó memorablemente a un sorprendido entrevistador que le preguntó cómo podía haber una televisión en el hogar de este enemigo de la tecnología: «Como todas las demás personas, yo también necesito narcotizarme».[55]
Que el propio anarquismo personal es un autoengaño «narcotizante» puede verse claramente en El único y su propiedad de Max Stirner, donde la reivindicación a la «singularidad» del ego en el templo del «yo» sacrosanto supera con creces las devociones liberales de John Stuart Mill. De hecho, con Stirner, el egoísmo se convierte en un asunto de epistemología. En medio del laberinto de contradicciones y afirmaciones lamentablemente incompletas de las que está repleto El único y su propiedad, uno encuentra que el ego «único» de Stirner es un mito porque se basa en su «otro» aparente: la propia sociedad. Efectivamente: «La verdad no puede manifestarse como tú te manifiestas», insta Stirner al egoísta, «no puede moverse, ni cambiar, ni desarrollarse; la verdad aguarda y recibe todo de ti y no sería si no fuera por ti, porque no existe más que en tu cabeza».[56] El egoísta stirneriano, en efecto, se despide de la realidad objetiva, de la realidad factual de lo social, y por consiguiente del cambio social fundamental y todos los criterios e ideales éticos más allá de la satisfacción personal en medio de los demonios ocultos del mercado burgués. Esta falta de mediación subvierte la mismísima existencia de lo concreto, por no hablar de la autoridad del propio ego stirneriano: una reivindicación tan absoluta como para excluir las raíces sociales del yo y su formación en la historia.
Nietzsche, de manera bastante independiente de Stirner, llegó con su visión de la verdad hasta su conclusión lógica borrando la existencia y la realidad de la verdad como tal: «¿Qué es, pues, verdad?», preguntaba—. «Una multitud movible de metáforas, metonimias y antropomorfismos, en una palabra una suma de relaciones humanas poética y retóricamente potenciadas, transferidas y adornadas».[57] Más directamente que Stirner, Nietzsche mantenía que los hechos son meras interpretaciones; incluso preguntaba: «¿Es, en fin, necesario poner todavía al intérprete detrás de la interpretación?». Parece ser que no, puesto que «incluso esto es invención, hipótesis».[58] Siguiendo la lógica implacable de Nietzsche, nos quedamos con un yo que no sólo crea esencialmente su propia realidad, sino que además debe justificar su propia existencia como algo más que una mera interpretación. Un egoísmo tal aniquila así el propio ego, que se esfuma en medio de las propias premisas no declaradas de Stirner.
Despojado de manera similar de la historia, sociedad y realidad factual más allá de sus propias «metáforas», el anarquismo personal vive en una esfera asocial en la que el ego, con sus deseos crípticos, debe evaporarse en abstracciones lógicas. Pero reducir el ego a la inmediatez intuitiva —anclándolo en la mera animalidad, en los «límites de la naturaleza»— supondría ignorar el hecho de que el ego es el producto de una historia en continua evolución, incluso una historia que, si tiene que consistir en meros episodios, debe utilizar la razón como guía para los estándares del progreso y la regresión, la necesidad y la libertad, el bien y el mal, y —¡sí!— la civilización y la barbarie. De hecho, un anarquismo que trate de evitar los escollos del puro solipsismo, por una parte, y la pérdida del «yo» como mera «interpretación», por otra, tiene que pasar a ser explícitamente socialista o colectivista; es decir, tiene que ser un anarquismo social que busque la libertad a través de la estructura y la responsabilidad mutua, no a través de un ego etéreo y nómada que elude los prerrequisitos de la vida social.
Por decirlo sin rodeos: entre la ideología socialista del anarcosindicalismo y el anarcocomunismo (que nunca han negado la importancia de la realización personal y la satisfacción del deseo) y el pedigrí esencialmente liberal e individualista del anarquismo personal (que fomenta la incapacidad social, por no decir directamente la negación social), existe un abismo que no puede salvarse a menos que se ignoren totalmente los objetivos, métodos y filosofía subyacente, profundamente distintos, que los diferencian. En realidad, el propio proyecto de Stirner surgió en un debate con el socialismo de Wilhelm Weitling y Moses Hess, donde invocó el egoísmo precisamente en contraposición al socialismo. «El mensaje [de Stirner] era la insurrección personal más que la revolución general» — observa James J. Martin con admiración.[59] Una contraposición que persiste actualmente en el anarquismo personal y sus variantes yuppies, a diferencia del anarquismo social con sus raíces en el historicismo, la matriz social de la individualidad y su compromiso con una sociedad racional.
La misma incongruencia de estos mensajes esencialmente contradictorios, que coexisten en cada página de las revistas de estilo de vida, reflejan la voz febril del pequeñoburgués intranquilo. Si el anarquismo pierde su esencia social y su objetivo colectivista, si se desvía hacia el esteticismo, el éxtasis y el deseo e, incongruentemente, hacia un quietismo taoísta y un olvido budista como sustitutos de un programa, una política y una organización libertarias, pasará a representar no una regeneración social y una visión revolucionaria, sino la decadencia social y una rebelión irritantemente egoísta. Aún peor, alimentará la ola de misticismo que ya está extendiéndose a miembros acomodados de la generación actualmente adolescente y veinteañera. La exaltación del éxtasis que hace el anarquismo personal, sin duda loable en una matriz social radical pero aquí descaradamente mezclada con la «brujería», está dando lugar a una absorción irreal con espíritus, fantasmas y arquetipos jungianos en vez de a una conciencia racional y dialéctica del mundo.
Como botón de muestra, la portada de una edición reciente de Alternative Press Review (otoño de 1994), una fiera revista anarquista con numerosos lectores en los Estados Unidos, venía adornada con una deidad budista de tres cabezas en una pose serena y nirvánica, frente a un fondo supuestamente cósmico de espirales de galaxias y parafernalia new age; una imagen que podría muy bien ir junto al póster «Anarquía» de Fifth Estate en una boutique new age. En la contraportada, un gráfico postula: «La vida puede ser mágica cuando empezamos a liberarnos» (con la A de «mágica» dentro de un círculo), que nos obliga a preguntarnos: ¿cómo?, ¿con qué? La revista misma contiene un artículo sobre ecología profunda de Glenn Parton (sacado de la revista Wild Earth de David Foreman), titulado: «El Yo salvaje: por qué soy un primitivista», ensalzando los «pueblos primitivos» cuyo «estilo de vida encaja con el mundo natural recibido», lamentando la revolución neolítica e identificando nuestra «tarea principal» con la de «destruir nuestra civilización y restablecer lo salvaje». Las ilustraciones de la revista hacen gala de una gran vulgaridad: destacan las calaveras humanas e imágenes de ruinas. En su contribución más extensa, «Decadencia», reimpresa de Black Eye, se mezcla lo romántico con lo marginal, concluyendo de manera exultante: «Ya es hora de unas verdaderas vacaciones romanas, ¡que vengan los bárbaros!».
Por desgracia, los bárbaros ya están aquí, y las «vacaciones romanas» se multiplican en las ciudades estadounidenses del presente con el crack, el vandalismo, la insensibilidad, la estupidez, el primitivismo, la anticivilización, el antirracionalismo, y una buena dosis de «anarquía» entendida como caos. El anarquismo personal debe considerarse en el contexto social actual no sólo de los guetos de negros desmoralizados y suburbios de blancos reaccionarios, sino también de las reservas indias, esos pretendidos centros de «primigenitud», en los que bandas de jóvenes indios andan a tiros los unos contra los otros, el narcotráfico prolifera, y los «grafitis de las bandas dan la bienvenida a los visitantes incluso en el monumento sagrado de Window Rock», como observa Seth Mydans en The New York Times (3 de marzo de 1995).
Por consiguiente, una extendida decadencia cultural ha seguido a la degeneración de la Nueva Izquierda de los años 1960 hacia el posmodernismo, y de su contracultura hacia el espiritualismo new age. Para los anarquistas personales timoratos, el diseño tipo Halloween y los artículos incendiarios empujan la esperanza y la comprensión de la realidad cada vez más lejos. Atraídos por los alicientes del «terrorismo cultural» y los recesos budistas, los anarquistas personales se encuentran en realidad en un fuego cruzado entre los bárbaros en la cúspide de la sociedad en Wall Street y la City, y los de abajo, en los lúgubres guetos urbanos de Europa y Estados Unidos. Por desgracia, el conflicto en el que se encuentran, pese a sus loas a los estilos de vida marginales (a los que los bárbaros corporativos no son ajenos hoy en día), tiene menos que ver con la necesidad de crear una sociedad libre que con una guerra brutal para ver quién va a participar en los botines disponibles de la venta de drogas, cuerpos humanos, préstamos exorbitantes... sin olvidar los bonos basura y las divisas.
Un mero retorno a la animalidad —¿o hay que llamarlo «des-civilización»?— no es una vuelta a la libertad sino al instinto, al ámbito de la «autenticidad» que se guía por los genes más que por el cerebro. No hay nada que esté más lejos de los ideales de libertad expresados de formas cada vez más expansivas en las grandes revoluciones históricas. Y no hay nada que sea más implacable en su total obediencia a los imperativos bioquímicos como el ADN, o que contraste más con la creatividad, ética y mutualidad abiertas por la cultura y las luchas por una civilización racional. No hay libertad en lo «salvaje», si por pura fiereza se entienden los dictados de las pautas de comportamiento congénitas que conforman la mera animalidad. Difamar la civilización sin reconocer debidamente su enorme potencial de libertad consciente —una libertad conferida por la razón así como la emoción, por la comprensión así como el deseo, por la prosa así como la poesía— es retroceder al oscuro mundo de la brutalidad, cuando el pensamiento era débil y la capacidad intelectual era sólo una promesa de la evolución.
Hacia un comunalismo democrático
Mi visión del anarquismo personal está lejos de ser completa; la tendencia personalista de este cuerpo ideológico permite moldearlo de muchas maneras, siempre y cuando haya palabras como imaginación, sagrado, intuitivo, éxtasis y primitivo que embellezcan su superficie.
El anarquismo social, a mi entender, está hecho de una materia fundamentalmente diferente, heredera de la tradición de la Ilustración, con la debida consideración a sus límites e imperfecciones. Según como se defina la razón, el anarquismo social defiende la mente humana pensante sin negar de forma alguna la pasión, el éxtasis, la imaginación, la diversión y el arte. Pero, en vez de materializarlos en categorías nebulosas, trata de incorporarlos a la vida cotidiana. Está comprometido con la racionalidad, oponiéndose a la vez a la racionalización de la experiencia; con la tecnología, oponiéndose a la vez a la «megamáquina»; con la institucionalización social, oponiéndose a la vez al sistema de clases y a la jerarquía; con una política genuina, basada en la coordinación confederal de municipios o comunas por el pueblo, con democracia directa cara a cara, oponiéndose a la vez al parlamentarismo y al Estado.
Esta «comuna de comunas», para utilizar un eslogan tradicional de revoluciones anteriores, puede denominarse de manera apropiada comunalismo. Pese a la opinión contraria de quienes se oponen a la democracia como «sistema», describe la dimensión democrática del anarquismo como una administración mayoritaria de la esfera pública. Consecuentemente, el comunalismo busca la libertad más que la autonomía, en el sentido en que las he contrapuesto. Rompe categóricamente con el ego psicopersonal stirneriano, bohemio y liberal, en tanto que soberano contenido en sí mismo, afirmando que la individualidad no surge de la nada, con unos «derechos naturales» conferidos desde el nacimiento, sino que la considera en gran medida el producto en constante evolución del desarrollo social e histórico, un proceso de autoformación que no puede ser petrificado por el biologismo ni preso de dogmas limitados temporalmente.
El «individuo» soberano y autosuficiente siempre ha sido una base precaria sobre la que fundamentar una perspectiva libertaria de izquierda. Como observó Max Horkheimer, «la individualidad se perjudica cuando alguien decide tornarse autónomo [...] El individuo totalmente aislado ha sido siempre una ilusión. Las cualidades personales que más se estiman, como la independencia, la voluntad de libertad, la comprensión y el sentido de justicia, son virtudes tanto sociales como individuales. El individuo plenamente desarrollado es la realización cabal de una sociedad plenamente desarrollada».[60]
Para que una visión libertaria de izquierda de una futura sociedad no desaparezca en un submundo bohemio y marginal, tiene que ofrecer una solución a los problemas sociales, no revolotear arrogantemente de un eslogan a otro, evitando la racionalidad con mala poesía e imágenes vulgares. La democracia no es antitética al anarquismo, ni el gobierno por mayoría y las decisiones no consensuadas son incompatibles con una sociedad libertaria.
Que ninguna sociedad puede existir sin unas estructuras institucionales es evidente para cualquiera que no haya quedado alelado por Stirner y los de su especie.
Al negar las instituciones y la democracia, el anarquismo personal se aísla de la realidad social para poder dejarse llevar por una rabia fútil, y quedando reducido así a una travesura subcultural para jóvenes crédulos y consumidores aburridos de ropa negra y pósters excitantes. Argumentar que la democracia y el anarquismo son incompatibles porque cualquier oposición a los deseos de incluso «una minoría de uno» constituye una violación de la autonomía personal no es defender una sociedad libre, sino el «conjunto de personas» de Brown: en breve, un rebaño. La «imaginación» dejaría de llegar al «poder». El poder, que siempre existirá, pertenecerá o bien a la comunidad en una democracia cara a cara y claramente institucionalizada, o bien a los egos de unos pocos oligarcas que crearán una «tiranía de falta de estructura».
No le faltaba razón a Kropotkin, en su artículo de la Enciclopedia Británica, cuando consideraba el ego stirneriano como elitista y lo censuraba por considerarlo jerárquico. Se hacía eco, en términos positivos, de la actitud crítica de V. Basch respecto al anarquismo individualista de Stirner como una forma de elitismo, al mantener que «el objetivo de toda civilización superior no es hacer que todos los miembros de la comunidad se desarrollen de modo normal, sino permitir a ciertos individuos mejor dotados desarrollarse plenamente, aun a costa de la felicidad y de la existencia misma de la gran mayoría de los seres humanos». En el anarquismo, esto genera en efecto un regreso
... al individualismo más ordinario, defendido por todas las minorías que se creen superiores, para las cuales, ciertamente, el hombre necesita en su historia precisamente del Estado y todo lo demás que los individualistas combaten. Su individualismo va tan lejos que conducen a la negación de su propio punto de partida, y eso sin hablar de la imposibilidad para el individuo de alcanzar un desarrollo realmente completo en las condiciones de opresión de las masas por parte de las «bellas aristocracias».[61]
En su amoralidad, este elitismo se presta fácilmente a la falta de libertad de las «masas» poniéndolas en última instancia bajo la custodia de los «únicos», una lógica que podría dar lugar a un principio de liderazgo característico de la ideología fascista.[62]
En los Estados Unidos y gran parte de Europa, precisamente en un momento en que el desprestigio del Estado ha alcanzado unas proporciones sin precedentes, el anarquismo va de capa caída. La insatisfacción con el gobierno como tal es profunda en ambos lados del Atlántico, y pocas veces en el pasado reciente ha habido un sentimiento popular más clamoroso demandando una nueva política, incluso un nuevo reparto social que pueda dar a la gente un sentido de dirección que permita compatibilizar la seguridad y los valores éticos. Si el fracaso del anarquismo para afrontar esta situación puede atribuirse a un único motivo, la estrechez de miras del anarquismo personal y sus fundamentos individualistas deben ser considerados como los responsables de impedir que un potencial movimiento libertario de izquierda entre en una esfera pública cada vez más reducida.
A favor del anarcosindicalismo cabe decir que en el momento de su apogeo trató de practicar lo que predicaba y crear un movimiento organizado —tan ajeno al anarquismo personal— dentro de la clase obrera. Sus principales problemas no radican en su deseo de estructura e implicación, de programas y movilización social, sino en el declive de la clase obrera como sujeto revolucionario, particularmente después de la Revolución española. No obstante, afirmar que al anarquismo le faltaba una política, entendida en su sentido original del griego como autogestión de la comunidad —la histórica «comunidad de comunidades»— es repudiar una práctica histórica y transformadora que trata de radicalizar la democracia inherente en cualquier república y crear un poder confederal municipalista para contrarrestar el Estado.[63]
El aspecto más creativo del anarquismo tradicional es su compromiso con cuatro principios básicos: una confederación de municipios descentralizados, una firme oposición al estatismo, una creencia en la democracia directa y un proyecto de una sociedad comunista libertaria. El problema más importante al que el libertarismo de izquierda —tanto el socialismo libertario como el anarquismo— se enfrenta hoy es: ¿Qué hará con estos cuatro poderosos principios? ¿Cómo les daremos forma y contenido social? ¿De qué maneras y con qué medios los convertiremos en relevantes para nuestra época y haremos que sirvan a los fines de un movimiento popular organizado para lograr el empoderamiento y la libertad?
El anarquismo no debe disiparse en un comportamiento indulgente consigo mismo, como el de los adamistas primitivistas del siglo XVI, que «vagaban por los bosques desnudos, cantando y bailando», como Kenneth Rexroth observó con desdén, pasando «el tiempo en una orgía sexual constante» hasta que fueron perseguidos por Jan Zizka y exterminados, con el consiguiente alivio de los campesinos indignados, cuyas tierras habían saqueado.[64] No debe retroceder al submundo primitivista de los John Zerzans y George Bradfords. No pretendo en absoluto argüir que los anarquistas no deberían vivir su anarquismo en la medida de lo posible en el día a día, tanto personalmente como social, estética y pragmáticamente. Pero no deberían vivir un anarquismo que merma, incluso elimina los rasgos más importantes que han distinguido al anarquismo, como movimiento, práctica y programa, del socialismo de Estado. El anarquismo hoy en día debe mantener resueltamente su carácter de movimiento social —un movimiento social tanto programático como activista—, un movimiento que conjuga su disposición a luchar por una sociedad comunista libertaria con su crítica directa del capitalismo, sin ocultarlo bajo etiquetas como «sociedad industrial».
En resumen, el anarquismo social debe reafirmar rotundamente sus diferencias con el anarquismo personal. Si un movimiento social anarquista no puede traducir sus cuatro principios —confederalismo municipal, oposición al Estado, democracia directa y, finalmente, comunismo libertario— en una práctica real, en una nueva esfera pública; si esos principios se debilitan como recuerdos de luchas pasadas en declaraciones y encuentros ceremoniosos; peor aún, si son subvertidos por la industria del ocio «libertario» y por los teísmos asiáticos quietistas, entonces su esencia socialista revolucionaria tendrá que restablecerse bajo un nuevo nombre.
Ciertamente, ya no es posible, en mi opinión, llamarse a sí mismo anarquista sin añadir un adjetivo calificativo que lo distinga de los anarquistas personales. Como mínimo, el anarquismo social está radicalmente en desacuerdo con el anarquismo centrado en un estilo de vida, la invocación neosituacionista del éxtasis y la soberanía del ego pequeñoburgués cada vez más marchito. Los dos divergen completamente en los principios que los definen: socialismo o individualismo. Entre un cuerpo revolucionario comprometido de ideas y práctica, por una parte, y el anhelo deambulante de placer y autorrealización personal, por otra, no puede haber ningún punto en común. La mera oposición al Estado podría muy bien unir al lumpen fascista con el lumpen stirneriano, un fenómeno que no carecería de precedentes históricos.
1 de junio de 1995
[1] Estos sectores promoverían la edición en castellano de Las políticas de la ecología social: municipalismo libertario, de Janet Biehl, publicado en 1998 en esta casa, añadiéndose a la autoría del volumen un interesado «con Murray Bookchin».
[2] Se trataba del importante artículo de Watson de 1981 que luego daría igualmente título en 1998 al volumen en el que el autor agrupó sus artículos enviados a Fifth Estate.
[3] Zerzan no era un desconocido en los ambientes antiautoritarios españoles. Su artículo «Quien mató a Ned Ludd», de 1976, que proponía una promoción interesada del sindicalismo como sofoco de la revuelta de los productores ya desde comienzos del XIX, había sido publicado en castellano en 1978 en los cuadernos Nada. Este texto era el exponente de una fértil producción del autor sobre los ítems del movimiento obrero, editados mayormente en la revista Telos.
[4] El «T.A.Z.» de Bey había sido publicado en castellano ya en 1996, aun cuando sus propuestas, que incluían también reflexiones sobre el papel de las prácticas artísticas, tuvieron un mayor impacto entre los sectores que impulsaban prácticas creativas de subversión en el marco de las iniciativas activistas.
[5] El papel de Miquel Amorós, desde 1997, en la difusión de los presupuestos de la EdN es determinante, así como su producción teórica de 1999 en adelante, partiendo de su texto «¿Dónde estamos? Algunas consideraciones sobre el tema de la técnica y la manera de combatir su dominio».
[6] Así, como ejemplo, John Zerzan realizaría diversos debates en ciudades del Estado español en septiembre de 2000 y 2001, y David Watson participaría en un encuentro de claro matiz antiindustrial en Barcelona en noviembre de 2003.
[7] La salvedad, la constituiría el «anarquismo insurreccionalista», aun cuando las polémicas estarían teñidas de factores concurrentes, como la mencionada crisis entre grupos de FIJL y CNT.
[8] The Political Philosophy of Bakunin, G. P. Maximoff editor (Glencoe, Illinois.: Free Press, 1953), p. 144. Edición en castellano: Escritos de Filosofía Política de Bakunin, compilación de G. P. Maximogg (Madrid: Alianza editorial, 1978).
[9] Political Philosophy of Bakunin, p. 158.
[10] Peter Kropotkin, «Anarchism», artículo de la Enciclopedia Británica, en Kropotkin’s Revolutionary Pamphlets, ed. Roger N. Baldwin (Nueva York: Dover Publications, 1970), pp. 285-287. Edición en castellano: Panfletos revolucionarios de Kropotkin (Madrid: Editorial Ayuso, Biblioteca de textos socialistas, nº 14, 1977).
[11] El anarcosindicalismo se remonta, de hecho, a unas nociones de unas «grandes vacaciones» o huelga general propuestas por los partidarios del cartismo inglés. Entre los anarquistas españoles, ya era una práctica aceptada en los años 1880, aproximadamente una década antes de que se definiera como doctrina en Francia.
[12] Pese a todos sus defectos, la contracultura anárquica de principios de la década de 1960 fue a menudo intensamente política y acuñó expresiones como deseo y éxtasis en unos términos eminentemente sociales, con frecuencia ridiculizando las tendencias personalistas de la generación de Woodstock posterior. La transformación de la «cultura joven», como fue originalmente denominada, desde el nacimiento de los derechos civiles y movimientos pacifistas hasta Woodstock y Altamont, con su hincapié en una forma puramente autocomplaciente de «placer», se refleja en el paso de Dylan de «Blowin’ in the Wind» al de «Sad-Eyed Lady of the Lowlands».
[13] Katinka Matson, «Preface», The Psychology Today Omnibook of Personal Development, Nueva York: William Morrow & Co., 1977, s.p.
[14] Michel Foucault, The History of Sexuality, vol. 1 (Nueva York: Vintage Books, 1990), pp. 95-96. Edición en castellano: Historia de la Sexualidad, vol. 1 (Madrid: Siglo XXI, 1990). Bendito sea el día en que podamos tener formulaciones claras de Foucault, cuyas opiniones se prestan a interpretaciones a menudo contradictorias.
[15] El pedigrí filosófico de este ego y sus destinos se remonta a Kant pasando por Fichte. La visión del ego de Stirner era simplemente una variación burda de los egos kantiano y particularmente fichteano, más marcado por el autoritarismo que por una comprensión profunda.
[16] Paul Goodman, «Politics Within Limits», en Crazy Hope and Finite Experience: Final Essays of Paul Goodman, ed. Taylor Stoehr (San Francisco: Jossey-Bass, 1994), p. 56.
[17] Desgraciadamente, en las lenguas románticas freedom se traduce generalmente por una palabra derivada del latín libertas: liberté en francés, libertà en italiano o libertad en español. El inglés, que conjuga el alemán y el latín, permite distinguir entre freedom y liberty, una diferenciación que no existe en otros idiomas.
[18] L. Susan Brown, The Politics of Individualism (Montreal: Black Rose Books, 1993). El vago compromiso de Brown con el anarcoindividualismo parece derivar más de una preferencia visceral que de su análisis.
[19] En una burla exquisita del mito de que las personas nacen libres, Bakunin declaró astutamente: «Cuán ridículas son entonces las ideas de los individualistas de la escuela de Jean Jacques Rousseau y de los mutualistas proudhonianos, que conciben la sociedad como resultado de un contrato libre pactado por individuos absolutamente independientes entre sí, que entran en las relaciones mutuas sólo debido a la convención establecida entre ellos. Es como si esos hombres hubiesen caído del cielo trayendo consigo el lenguaje, la voluntad, el pensamiento original, y como si fueran ajenos a todo cuanto hay en la Tierra, es decir, a todo lo que tiene un origen social». Maximoff, Escritos de Filosofía Política de Bakunin, p. 99.
[20] Finalmente, Brown malinterpreta significativamente a Bakunin, Kropotkin y mis propios escritos; una mala interpretación que exigiría una discusión detallada para corregirla completamente. Por mi parte, no creo en un «ser humano natural», como afirma Brown, más de lo que comparto su creencia arcaica en una «ley natural» (p. 159). La «ley natural» tal vez fue un concepto útil durante la época de las revoluciones democráticas de hace dos siglos, pero es un mito filosófico cuyas premisas morales no tienen más sustancia en la realidad que la intuición profunda de la ecología de «valor intrínseco». La «segunda naturaleza» de la humanidad (la evolución social) ha transformado tan ampliamente la «primera naturaleza» (la evolución biológica) que la palabra natural debe matizarse con más cuidado de como lo hace Brown. Su afirmación de que yo creo que «la libertad es inherente a la naturaleza» confunde terriblemente mi distinción entre una posibilidad y su materialización (p. 160). Para clarificar mi distinción entre la posibilidad de libertad en la evolución natural y su materialización aún incompleta en la evolución social, véase mi obra ampliamente revisada The Philosophy of Social Ecology: Essays on Dialectical Naturalism [La filosofía de la ecología social. Ensayos sobre el naturalismo dialéctico] (Montreal: Black Rose Books, 1995, 2ª ed.).
[21] Hakin Bey, T.A.Z.: The Temporary Autonomous Zone, Ontological Anarchism, Poetic Terrorism (Brooklyn, Nueva York: Autonomedia, 1985, 1991). Edición en castellano: T.A.Z.: Zona Temporalmente Autónoma, Anarquía Ontológica, Terrorismo Poético (Madrid: Talasa Ediciones, 1996). El individualismo de Bey puede parecerse fácilmente al del difunto Fredy Perlman y sus acólitos y primitivistas anticivilización de la revista Fifth Estate de Detroit, salvo que T.A.Z. aboga bastante confusamente por un «paleolitismo psíquico basado en la alta tecnología» (p.44).
[22] «TAZ», The Whole Earth Review (primavera de 1994), p.61.
[23] Citado por José López Rey, Goya’s Caprichos: Beauty, Reason and Caricature [Los Caprichos de Goya: Belleza, Razón y Caricatura], vol. 1 (Princeton, Nueva Jersey: Princeton University Press, 1953), pp. 80-81.
[24] George Bradford, «Stopping the Industrial Hydra: Revolution Against the Megamachine» [Detengamos la hidra industrial: revolución contra la megamáquina], The Fifht Estate, vol. 24, nº 3 (invierno de 1990), p. 10.
[25] La sustitución del capitalismo por la máquina, desviando por consiguiente la atención del lector de las importantísimas relaciones sociales que determinan el uso de la tecnología hacia la tecnología en sí, figura en casi toda la bibliografía antitecnológica de este siglo y los anteriores. Jünger representa a casi todos los escritores de este género cuando observa que «debido al progreso técnico, ese monto de trabajo se ve constantemente aumentado y por ello en épocas en que el proceso de trabajo técnico se ve expuesto a crisis y perturbaciones, cunde la desocupación». Véase Friedrich Georg Jünger, Perfección y fracaso de la técnica (Buenos Aires: Ed. Sur, 1968).
[26] Jacques Ellul, The Technological Society (Nueva York: Vintage Books, 1964), p. 430. Edición en castellano: La edad de la técnica (Barcelona: Ediciones Octaedro, 1964, 2003).
[27] Bradford, «Civilization in Bulk», Fifth Estate (primavera de 1991), p. 12.
[28] Lewis Mumford, Technics and Civilization (Nueva York y Burlingame: Harcourt Brace & World, 1963), p. 301. Todas las páginas aquí citadas se refieren a esta edición. Edición en castellano: Técnica y Civilización (Madrid: Alianza, 1998).
[29] Lewis Mumford, The Pentagon of Power [El pentágono del poder], vol. 2 (Nueva York: Harcourt Brace Jovanovich, 1970), leyendas de las ilustraciones 13 a 26 (existe una edición en castellano a cargo de la editorial Pepitas de Calabaza, 2001). Esta obra en dos volúmenes se ha malinterpretado sistemáticamente como un ataque a la tecnología, la racionalidad y la ciencia. De hecho, como su prólogo indica, la obra contrapone más bien la megamáquina en tanto que modo de organizar el trabajo humano —y sí, las relaciones sociales— con los logros de la ciencia y la tecnología, que Mumford solía aplaudir y situaba en el mismo contexto social al que Bradford resta importancia.
[30] Kropotkin, «Anarchism», Revolutionary Pamphlets, p. 285.
[31] Cualquiera que nos aconseje reducir considerablemente, incluso drásticamente, nuestro uso de la tecnología también nos está recomendando, con toda lógica, volver a la «Edad de Piedra»; por lo menos, al Neolítico o al Paleolítico (Inferior, Medio o Superior). En respuesta al argumento de que no podemos volver al «mundo primitivo», Bradford ataca no el argumento sino a quienes lo exponen: «Los ingenieros de las empresas y los críticos izquierdistas/sindicalistas del capitalismo» rechazan «cualquier perspectiva diferente sobre la dominación tecnológica [...] como “regresiva” y como deseo “tecnófobo” de volver a la Edad de Piedra», lamenta (CIB, nota a pie de página 3). No voy a entrar en la patraña de que favorecer el desarrollo tecnológico en sí implique favorecer la extensión de la “dominación”, presumiblemente de las personas y la naturaleza no humana. Los «ingenieros de las empresas» y los «críticos izquierdistas/sindicalistas del capitalismo» no son de ningún modo comparables en su visión de la tecnología y sus usos. Dado que los «críticos izquierdistas/sindicalistas del capitalismo» están encomiablemente implicados en una serie oposición de clases al capitalismo, el hecho de que actualmente no hayan logrado atraer a un movimiento obrero amplio es más una tragedia que lamentar que un motivo de celebración.
[32] Los documentos de la conferencia se publicaron en Man the Hunter, editado por Richard B. Lee e Irven DeVore (Chicago: Aldine Publishing Co., 1968).
[33] «What Hunters Do for a Living, or, How to Make Out in Scarce Resources», [De qué viven los cazadores, o cómo subsistir con unos recursos escasos], Man the Hunter, p.43.
[34] Véase especialmente The World of Primitive Man [El mundo del hombre primitivo] de Paul Radin (Nueva York: Grove Press, 1953), pp. 139-150.
[35] John Zerzan, Future Primitive and Other Essays (Brooklyn, Nueva York: Autonomedia, 1994), p.16. Edición en castellano: Futuro primitivo (Valencia: Numa, 2001). El lector que confíe en la investigación de Zerzan puede tratar de buscar fuentes importantes como Cohen (1974) y Clark (1979) (citados en las páginas 24 y 29, respectivamente) en su bibliografía: éstos y otros autores están totalmente ausentes.
[36] La bibliografía sobre estos aspectos de la vida prehistórica es muy amplia. El artículo «Gazelle Killing in Stone Age Syria», Scientific American, vol. 257 (agosto de 1987), pp. 88-95 [en castellano: «Caza de gacelas en la Siria de la edad de Piedra», Investigaciones y Ciencia, n.º 133 (1987)], muestra que podría haberse matado a animales migratorios con una eficacia devastadora mediante el uso de corrales. Un estudio clásico de los aspectos pragmáticos del animismo es Magia, Ciencia, Religion de Bronislaw Malinowski (Barcelona: Ariel, 1994). La antropomorfización manipuladora es evidente en lo que cuentan muchos chamanes sobre transmigraciones del reino humano al no humano, como en los mitos de los makuna de los que habla Kaj Århem en «Dance of the Water People» [Danza de la gente del agua], Natural History (enero de 1992).
[37] Sobre los pigmeos, véase The Forest People: A Study of the Pygmies of the Congo de Colin M. Turnbull (Nueva York: Clarion/Simon and Schuster, 1961), pp. 101-102 [edición en castellano: La gente de la Selva, Barcelona: Milrazones, 2011]. Sobre los esquimales, véase Kabloona: A White Man in the Artic Among the Eskimos [Kabloona: un hombre blanco en el Ártico entre los esquimales] de Gontran de Montaigne Poncins (Nueva York: Reynal & Hitchcock, 1941), pp. 208-9, así como muchas otras obras sobre la cultura esquimal tradicional.
[38] Que muchos prados en todo el mundo surgieron a causa del fuego, probablemente ya en la época del Homo erectus, es una hipótesis que se encuentra por toda la bibliografía antropológica. Un estudio excelente es Fire in America [Fuego en América] de Stephen J. Pyne (Princeton, Nueva Jersey.: Princeton University Press, 1982). Véase también William M. Denevan, en Annals of the American Association of Geographers [Anales de la Asociación Americana de Geógrafos] (septiembre de 1992), citado en William K. Stevens, «An Eden in Ancient America? Not Really» [¿Un Edén en la antigua América? No exactamente], The New York Times (30 de marzo de 1993), p. C1.
[39] Sobre el tema tan acaloradamente debatido de las «matanzas excesivas», véase Pleistocene Extinctions: The Search for a Cause [Extinciones del Pleistoceno: búsqueda de una causa], editado por P. S. Martin y H. E. Wright, Jr. Los argumentos sobre si fueron los factores climáticos y/o el exterminio humano lo que causó extinciones masivas de unos 35 géneros de mamíferos del Pleistoceno son demasiado complejos como para tratarlos aquí. Véase «Prehistoric Overkill» [Exterminio prehistórico] de Paul S. Martin, en Pleistocene Extinctions: The Search for a Cause, editado por P. S. Martin and H. E. Wright, Jr. (New Haven: Yale University Press, 1967). He explorado algunos de los argumentos en la introducción a mi edición revisada de La ecología de la libertad (Madrid: Nossa y Jara Editores, 1999). No hay todavía una evidencia concluyente al respecto. Ahora se sabe que los mastodontes, considerados antes animales medioambientalmente limitados, eran ecológicamente mucho más flexibles y podrían haber sido exterminados por cazadores paleoindios, posiblemente con muchos menos reparos de lo que a los ecologistas románticos les gustaría creer. No sostengo que la caza por sí sola causó el exterminio de estos animales; una cantidad considerable de matanzas podría haber bastado. Puede encontrarse un resumen de cazas de bisontes acorralados en arroyos en «Bison Hunters of the Northern Plains» [Cazadores de bisontes de las llanuras meridionales] de Brian Fagan, Archaeology (mayo-junio de 1994), p. 38.
[40] Karl W. Butzer, «No Eden in the New World» [Ningún Edén en el Nuevo Mundo], Nature, 1. 82 (4 de marzo de 1993), p. 15-17.
[41] T. Patrick Cuthbert, «The Collapse of Classic Maya Civilization» [El colapso de la civilización maya clásica] en The Collapse of Ancient States and Civilizations [El colapso de Estados y civilizaciones antiguas], editado por Norman Yoffee y George L. Cowgill (Tucson, Arizona: University of Arizona Press, 1988); y Joseph A. Tainter, The Collapse of Complex Societies [El colapso de las sociedades complejas] (Cambridge: Cambridge University Press, 1988), especialmente el capítulo 5.
[42] Es curioso que se me vuelva a decir —esta vez por parte de L. Susan Brown— que mis «pruebas sobre sociedades “orgánicas” sin ningún tipo de jerarquía son cuestionables» (p. 160, énfasis añadido). Si Marjorie Cohen, según Brown, no encuentra «convincente» la afirmación de que «la simetría sexual y la igualdad total» puedan demostrarse sistemáticamente mediante «pruebas antropológicas» existentes o que «la división del trabajo según el sexo» no es necesariamente «compatible con la igualdad de sexos», todo lo que puedo decir es: ¡de acuerdo! No están aquí para contárnoslo, y menos aún para proporcionarnos pruebas «convincentes» sobre nada. Lo mismo puede afirmarse de las relaciones entre los sexos que apunté en La ecología de la libertad. De hecho, todas las «pruebas antropológicas» contemporáneas acerca de la «simetría sexual» son cuestionables porque los pueblos nativos modernos estuvieron condicionados, para mejor o peor, por las culturas europeas mucho antes de que los antropólogos modernos llegaran hasta ellos.
Lo que traté de presentar en ese libro fue una dialéctica de la igualdad y la desigualdad entre los sexos, no un relato definitivo de la prehistoria, un conocimiento al que inevitablemente no tendremos nunca acceso Brown, Cohen ni yo mismo. Utilicé datos modernos de manera especulativa: para mostrar que mis conclusiones son razonables, lo que Brown rechaza desdeñosamente en dos frases sin datos que lo justifiquen de modo alguno.
En cuanto a los argumentos de Brown sobre mi falta de «pruebas» acerca de cómo apareció la jerarquía, mi reconstrucción sobre su aparición queda confirmanda por los descubrimientos recientes sobre Mesoamérica, tras descifrarse los pictogramas mayas. Por último, la gerontocracia, cuya prioridad recalco como probablemente la primera forma de jerarquía, es una de las evoluciones jerárquicas más extendidas descritas en la bibliografía antropológica.
[43] Clifford Geertz, «Life on the Edge» [La vida en el límite], The New York Review of Books, 7 de abril de 1994, p. 3.
[44] Como William Powers observa, el libro «Alce Negro habla se publicó en 1932. En él no hay ningún rastro de la vida cristiana de Alce Negro». Un desenmascaramiento a fondo de la fascinación actual por la historia de Alce Negro se puede encontrar en: «When Black Elk Speaks, Everybody Listens» [Cuando Alce Negro habla, todo el mundo escucha] de William Powers, Social Text, vol. 8, n.° 2 (1991), pp. 43-56.
[45] Edwin N. Wilmsen, Land Filled With Flies [Tierra llena de moscas] (Chicago: University of Chicago Press, 1989), p. 127.
[46] Wilmsen, Land Filled with Flies, p. 3.
[47] Allyn Maclean Stearman, Yuquí: Forest Nomads in a Changing World [Los yuqui: nómadas de la selva en un mundo en mutación] (Fort Worth y Chicago: Holt, Rinehart and Winston, 1989), p. 23.
[48] Stearman, Yuquí, pp. 80-81.
[49] Wilmsen, ob. cit., pp. 235-39 y 303-15.
[50] Para ver los abrumadores datos estadísticos, véase Corinne Shear Wood, Human Sickness and Health: A Biocultural View [Enfermedad y salud humanas: una visión biocultural] (Palo Alto, California: Mayfield Publishing Co., 1979), pp. 17-23. Los neandertales —que más que ser «difamados», como Zerzan pretende, tienen muy buena prensa en estos tiempos— reciben un tratamiento muy generoso en la obra de Christopher Stringer y Clive Gamble En busca de los neandertales (Barcelona: Crítica, Grijalbo Mondadori, 1996). No obstante, estos autores concluyen: «La elevada incidencia en los neandertales de enfermedades articulares degenerativas tal vez no resulte sorprendente, a la vista de lo que sabemos sobre la dureza de la vida que llevaban y sobre el desgaste que aquel modo de vista imponía a sus anatomías. Pero el predominio de lesiones realmente graves es más llamativo, y pone de manifiesto cuán peligrosa era la existencia diaria en las sociedades neandertales, incluso para aquellos que conseguían alcanzar la “tercera edad”» (p. 107).
Algunos humanos prehistóricos vivían sin duda hasta más allá de los 70 años, como los recolectores que ocuparon las marismas de Florida hace unos 8.000 años, pero son unas raras excepciones. No obstante, sólo un primitivista acérrimo se aferraría a estas excepciones y las convertiría en la norma. Sí, claro: las condiciones son terribles para la mayoría de la gente que vive en la civilización. Pero ¿quién pretende argumentar que la civilización se caracteriza por la felicidad, festines y amor infinitos?
[51] Véase, por ejemplo, «Scavenging and Human Evolution», Scientific American (octubre de 1992), de Robert J. Blumenschine y John A. Cavallo [en castellano: «Carroñeo y evolución humana», Investigación y Ciencia, octubre de 1992], pp. 90-96.
[52] Paul A. Janssens, Paleopathology: Diseases and Injuries of Prehistoric Man [Paleopatología: enfermedades y heridas del hombre prehistórico] (Londres: John Baker, 1970).
[53] Wood, Human Sickness, p. 20.
[54] E. B. Maple, «The Fifth Estate Enters the 20th Century. We Get a Computer and Hate It!» [The Fifth Estate entra en el siglo XX. ¡Compramos un ordenador y lo odiamos!], The Fifth Estate, vol. 28, n.° 2 (verano de 1993), pp. 6-7.
[55] Cita en The New York Times, 7 de mayo de 1995. Hay personas menos mojigatas que Zerzan que han tratado de escapar de las garras de la televisión y se recrean con buena música, piezas radiofónicas, libros, etc. ¡Simplemente no compran una!
[56] Max Stirner, The Ego and His Own, ed. James J. Martin (Nueva York: Libertarian Book Club, 1963), part 2, chap. 4, sec. C, «My Self-Engagement», p. 352; énfasis del autor. Edición en castellano: El único y su propiedad, traducción de Pedro González Blanco (México D. F.: Juan Pablos Editor, 1976), segunda parte, cap. II, sec. 3, «Mi goce de mí», p. 358.
[57] Friedrich Nietzsche, «Sobre verdad y mentira en sentido extramoral» (1873, fragmento), Obras Completas, vol. I (Buenos Aires: Ediciones Prestigio, 1970), p. 547.
[58] Friedrich Nietzsche, fragmento 481 (1883-1888), The Will to Power (Nueva York: Random House, 1967), p. 267. Edición en castellano: La voluntad de poder (Madrid: EDAF, 1981).
[59] James J. Martin, introducción del editor a The Ego and His Own, p. xviii.
[60] Max Horkheimer, The Eclipse of Reason (Nueva York: Oxford University Press, 1947), p. 135. Edición en castellano: Crítica de la razón instrumental (Madrid: Editorial Trotta, 2002).
[61] Kropotkin, ob. cit., pp. 287,293.
[62] Kropotkin, ob. cit., pp. 292-3.
[63] En su odiosa «crítica» sobre mi obra The Rise of Urbanization and the Decline of Citizenship [El auge de la urbanización y el declive de la ciudadanía], retitulado más tarde Urbanization Without Cities [Urbanización sin ciudades], John Zerzan repite el despropósito de que la Atenas clásica es «desde hace tiempo el modelo de Bookchin para la revitalización de la política urbana». De hecho, me esforcé mucho en apuntar los fallos de la polis ateniense (la esclavitud, el patriarcado, los antagonismos de clase y las guerras). Mi eslogan «Democratizar la república, radicalizar la democracia», que subyace en la república —con el objetivo explícito de crear un poder dual—, queda reducido cínicamente a la interpretación: «Tenemos que [Bookchin] nos aconseja ampliar y expandir gradualmente las “instituciones existentes” y “tratar de democratizar la república”». Esta manipulación engañosa de ideas es elogiada por Lev Chernyi (seudónimo de Jason McQuinn), de Anarchy: A Journal of Desire Armed y Alternative Press Review, en su prólogo exhortatorio de Futuro primitivo de Zerzan.
[64] Kenneth Rexroth, Communalism [Comunalismo] (Nueva York: Seabury Press, 1974), p. 89.