Murray Bookchin
Libertad y necesidad en la Naturaleza: Problemas de ética ecológica
Una de las ideas mejor atrincheradas en el pensamiento occidental es la noción de que la naturaleza es el reino de la cruda necesidad, un dominio de legalidad implacable y compulsión. Desde esta perspectiva fundamental, surgen dos extremos y/o actitudes. O la humanidad debe rendirse con religiosa, más actualmente, «ecológica» humildad a los dictados de la «ley natural» y ocupar su abyecto lugar lado a lado con las humildes hormigas a las cuales «arrogantemente» pisotea; o debe «conquistar» la naturaleza con su tecnología y su astucia mental —una empresa, permítanme agregar, que puede tranquilamente incluir la subyugación de humanos por humanos en un proyecto compartido por finalmente «liberar» a toda la humanidad de la compulsión de la «necesidad natural».
Este quietismo cuasi religioso, tipificado por algunas escuelas de «anti humanismo» y socio-biología, y el activismo más convencional, tipificado por la imagen liberal y la marxista de una humanidad omnisciente desafiantemente lanzada a una postura prometeica, frecuentemente se interpenetran una a otra con resultados quijotescos. La ciencia moderna inconscientemente hecha un manto ético sobre sí —a pesar de todas sus afirmaciones de una «objetividad» libre de valores—, cuando se compromete a sí misma con un concepto de la naturaleza como comprensible, como «ordenada» en el sentido de que las «leyes» de la naturaleza son causalmente inquebrantables y por tanto necesarias.[1]
Los griegos vieron esta estructura ordenada del mundo natural como evidencia de una racionalidad inherente a la naturaleza, de la existencia de un nous o logos, que produce una subjetiva, sino espiritual, presencia en los fenómenos naturales como todo. Sólo con un mínimo cambio en el énfasis, esta misma noción de una naturaleza «ordenada» puede también conducir a la sombría conclusión de que «la libertad es el reconocimiento de la necesidad» (por usar la reformulación que Frederick Engels hace en el Anti-Dühring de la definición de Hegel). En este caso más tardío, la libertad sutilmente se convierte en su opuesto: la mera conciencia de lo que podemos y no podemos hacer.
Tal visión internalizada de la libertad, como sujeta a los altos dictados del «Espíritu» (Hegel) o la «Historia» (Marx), no sólo sirvió a Lutero en su ruptura con la jerarquía eclesiástica; proveyó a Stalin con la justificación ideológica para sus excesos bajo el nombre del «materialismo dialéctico» y su brutal industrialización de Rusia bajo la égida de las «leyes desarrollo natural» de la sociedad. También condujo directamente a la noción skinnerana de un mundo determinado ordenadamente en el cual el comportamiento humano es reducible a meras respuestas a los estímulos externos o internos.
Dejando estos extremos de lado, la sabiduría convencional occidental continua viendo a la naturaleza como el “reino de la necesidad” —moralmente, tanto como materialmente— que constituye un reto para la supervivencia y el bienestar de la humanidad. A pesar de la considerable herencia intelectual que incluye ambos, pensadores distópicos como Hobbes o utópicos como Marx, las mismas autodefiniciones de las mayores disciplinas personifican esta tensión, de hecho, este conflicto.
La Economía ha sido forzada en el crisol del «determinismo», incluso una naturaleza «tacaña» que opone «la escasez de recursos» a las «ilimitadas necesidades» de la humanidad. La Sociología ha sido llevada por la necesidad de explicar el surgimiento del «hombre racional» de la «animalidad bruta», un proyecto que continúa esperando su cumplimiento en una sociedad racional que presumiblemente sucederá a un mundo natural sin sentido desde el cual las «irracionalidades» contemporáneas se dice que surgen. La Psicología, ciertamente en sus formas psicoanalíticas, y la Pedagogía tensan la importancia de controlar la «naturaleza interna» humana con el agregado de que la sublimación de la energía individual encontrará expresión en la subyugación de su naturaleza externa.
Teorías del trabajo, la sociedad, el comportamiento e incluso la sexualidad, giran alrededor de la imagen de una naturaleza determinista que debe ser manipulada en algún sentido para servir a los fines humanos —presumiblemente según la vieja teoría de que lo que es humano es «racional» per se y que lo que es natural es «irracional» y carece de cualquier elemento de elección o libertad. Ni la filosofía de la naturaleza ha mantenido menos esta imagen determinista. De hecho, más frecuentemente que no, ha servido como justificación ideológica para una sociedad jerárquica, modelada sobre la estructura jerarquizada «del orden natural».
Esta imagen y sus implicaciones sociales, generalmente asociadas con Aristóteles, continúa viviendo en nuestra mente como una justificación cósmica para la dominación en general —en sus formas más nocivas, para la discriminación racial y sexual y para la inescrupulosa exterminación de pueblos enteros, en la variante de sus peores pesadillas. Esto ha sido elevado al nivel de llamado moral al «hombre» que emerge de este inmenso aparato ideológico como un ser más allá de la naturaleza, una criatura a quien el «Espíritu» o «Dios» le ha conferido una cualidad trascendental y la misión de gobernar un universo ordenado que tiene su inicio en un mundo supranatural.
1. Superando el dualismo
Para superar el problema del conflicto entre necesidad y libertad —básicamente, entre naturaleza y sociedad— debemos ir más allá de construir puentes entre las dos, tales como encontrar sistemas de valores que están basados únicamente en actitudes utilitarias hacia el mundo natural. El argumento de que nuestro abuso de la naturaleza subvierte las condiciones naturales para nuestra propia supervivencia, aunque ciertamente verdadero, es groseramente instrumental. Asume que nuestra preocupación por el resto de la naturaleza descansa sobre nuestro interés propio, más que sobre el sentimiento de una comunidad de la vida de la que somos parte, aunque de una forma única y distintiva.
Dado tal argumento, nuestra relación con la naturaleza no es ni mejor ni peor que el éxito con el cual saqueamos el mundo natural sin lastimarnos a nosotros mismos. Este una autorización para explotar el mundo natural siempre que podamos encontrar sustitutos viables o adecuados para las formas de vidas existentes y para relaciones ecológicas, tan sintéticas, simples, o mecánicas como ellas pueden ser. El tiempo nos ha mostrado que es precisamente esta perspectiva la que ha jugado un rol principal en la presente crisis ecológica, una crisis que resulta no sólo de las disfunciones físicas sino también de un serio degeneramiento de nuestras sensibilidades éticas y bióticas.
En cualquier caso, la construcción de puentes preserva un dualismo que trabaja con la división naturaleza/sociedad pero que presumiblemente «se reconcilia» en su estructura, simplemente por medio del «puenteo» de los golfos que dan cuenta de la división entre los mundos natural y social. Esta clase de pensamiento mecánico también genera divisiones entre el cuerpo y la mente, la realidad y el pensamiento, el objeto y el sujeto, el país y la ciudad, y, finalmente, la sociedad y el individuo. No es una arbitrariedad es decir que el primer cisma entre naturaleza y humanidad, un cisma que puede tener su fuente original en la subordinación jerárquica de la mujer al hombre, a nutrido de divisiones nuestra vida cotidiana tanto como nuestra sensibilidad teorética.
Superar estos dualismos simplemente por la reducción de uno de los elementos de la dualidad al otro no es una falacia menos seria. La universal «noche en la cual todas las vacas son negras», para usar una frase de la Fenomenología Del Espíritu de Hegel, compra unidad a expensas de la variedad real y las diferencias cualitativas que nos rodean y que nutren el pensamiento creativo. Tal reduccionismo conduce a un crudo espiritualismo mecanicista que es simplemente la contraparte de un materialismo mecanicista prevaleciente. En ambos casos, la necesidad de una interpretación matizada de los fenómenos complejos que toman las delicadas distinciones y gradaciones en cuenta en cualquier explicación del desarrollo, es un sacrificio a un dualismo simplista que desecha la necesidad para enfatizar las fases que conducen a cualquier progreso. Alternativamente, abraza una igualmente simplista «unicidad» que aplasta el inmenso bien de la diferencia de la cual el presente de la biosfera es heredera —la rica, fecunda e interconectada de la cual se constituye la hechura de nuestra evolución y que continúa preservada en casi todos los fenómenos existentes.
Es sorprendente que la ecología, una de las más orgánicas de nuestras disciplinas contemporáneas, carece ella misma de formas orgánicas de pensamiento. Me refiero a la necesidad de derivar internamente la diferencia de uno a otro, de lo pleno a lo germinal, los más complejo de los más simple —brevemente, el pensar biológicamente, no solamente el “deducir” conclusiones de hipótesis en una forma típicamente matemática, o simplemente contabilizar y clasificar “hechos”. Sea como ecólogos o como contadores, hemos tendido a compartir el mismo modo de razonar que prevalece hoy en día, uno que es ampliamente analítico y clasificatorio en vez de procesual y de desarrollo. Apropiados como puedan ser los modos de pensar analítico, clasificatorio y deductivo para desensamblar y re-ensamblar motores de automóviles o construir puentes, ellos son tristemente inadecuados en establecer las fases que produce un proceso, cada una concebida en su propia integridad y todavía siendo parte de un continuo siempre en desarrollo.
Se está volviendo un cliché el culpar a la “separación” como fuente del distanciamiento en nuestro altamente fragmentado mundo. Nosotros debemos ver que cada proceso es también una forma de “alienación” en el muy no-marxista sentido de diferenciación en el cual el todo es visto como el rico cumplimiento de sus potencialidades latentes.[2]
Subyaciendo a esta distinción entre alienación concebida como oposición, en una mano, y autoexpresión o auto-articulación, en la otra, está una omnipresente regla epistemológica que clasifica la diferencia como tal (de hecho, lo “otro” en todas sus formas) como un ensamblado o pirámide de relaciones antagónicas que se estructuran alrededor de la obediencia y mando. El procedimiento ético moderno de organizar todo en un “orden del uno al diez” y en “beneficios vs. riesgos”, cada uno “resumido” bajo su “titulo” (el negocio aquí, es una deliciosa imagen del matrimonio, la crianza y educación de los hijos como “inversión”) atestigua una concepción de variedad como no unidad, sino como un problema de conflicto. Que lo “otro” puede ser visto como parte de un todo, sin importar cuan diferenciado sea en un grado u otro, escapa de la mente moderna en un flujo de experiencia que conoce sólo la división como conflicto o disolución.
El mundo real esta de hecho dividido antagonistamente y allí yace su carácter contaminado, el cual debemos remediar por medio de la lucha tanto como la reconciliación. Pero si el impulso de la evolución tiene algún sentido, es el de un continuo que es precisamente procesual porque esta graduado al tiempo que es una unidad; es un flujo de fases derivadas, tanto como un desarrollo compartido de lo simple a lo más complejo. La realidad del conflicto nunca debe superar la realidad de la diferenciación como el carácter de largo alcance del desarrollo en la naturaleza y la sociedad.
2. La evolución participativa
¿Qué, entonces, significa hablar de complejidad, variedad y unidad-en-diversidad en la orientación general de los procesos en desarrollo? Los ecologistas han tratado generalmente la diversidad como una fuente de estabilidad ecológica, una aproximación, podría añadir, que era bastante nueva hace veinticinco años. Experiencias en agricultura muestran que el tratamiento de monocultivos con pesticidas pueden alcanzar proporciones alarmantes y parecen sugerir que cuanto más diversificados los cultivos, mayor es la interacción entre las especies de plantas y las de animales para producir controles naturales a las poblaciones de plagas. Hoy día, esta noción, como el valor de los métodos orgánicos de agricultura, se ha convertido en un lugar común en la actualidad del pensamiento ecológico y medioambiental —una perspectiva de la cual este escritor fue pionero juntamente con unos pocos y raros colegas como Charles S. Elton.[3]
Pero la noción de que lo biótico —y, como veremos, la evolución social ha sido marcada hasta hace poco por el desarrollo de especies más complejas y eco-comunidades (o “ecosistemas”, por usar un término muy poco satisfactorio)— erige una cuestión más importante. La diversidad puede ser considerada como una fuente no sólo de una mayor estabilidad de la eco-comunidad, sino también en un sentido fundamental como una fuente de libertad en la naturaleza siempre en expansión, aunque incipiente; un medio para anclar objetivamente diferentes grados de elección, auto-direccionamiento y participación de las especies en su propia evolución. Quisiera proponer que la evolución de los seres vivientes no es un proceso pasivo, el producto de conjunciones azarosas entre cambios genéticos aleatorios y “fuerzas” ambientales “selectivas”; que el “origen de las especies” no es el mero resultado de influencias externas que determinan la “buena salud” de una forma de vida para “sobrevivir”, como un resultado de factores aleatorios en los cuales la vida es meramente un “objeto” de un proceso “selectivo” indeterminable.
Quisiera ir más allá de la noción popular creciente de que la simbiosis es tan importante como la “lucha” para comprender que el incremento en la diversidad en la biosfera abre cada vez más nuevos senderos evolutivos; es más, direcciones evolutivas alternativas en las cuales las especies desempeñan un rol activo en su propia supervivencia y cambio. Sin importar cuan rudimentaria e incipiente pueda ser, la elección no está totalmente ausente de una evolución biótica. De hecho, se incrementa en la medida en que los animales individuales se vuelven estructural, fisiológica y, sobretodo, neurológicamente más complejos. La mente tiene su propia historia en el mundo natural, como la capacidad neurológica de las formas de vida para funcionar más activamente e incrementar la flexibilidad, así también la vida misma ayuda a crear nuevas direcciones evolutivas que llevan al mejoramiento de la autoconciencia y la auto-actividad.
Finalmente, las elecciones se vuelven cada vez más evidentes a medida que el contexto ecológico en el que las especies evolucionan —las comunidades y las interacciones que ellas forman— se vuelven ellas mismas más complejas, por lo cual ellas abren nuevas avenidas para la evolución, una mayor habilidad para actuar auto-selectivamente, formando las bases para algún tipo elección, fomentando precisamente esas especies que pueden participar en un siempre creciente grado en su propia evolución, básicamente en dirección a formas de vida más complejas. De hecho, las especies y las eco-comunidades en las cuales ellas interactúan para crear formas de desarrollo evolutivo más complejas son, cada vez en un mayor grado, las mismas “fuerzas” que son frecuentemente tratadas como agentes externos que dan cuenta de la evolución como un todo.
Quisiera proponer que esta perspectiva, la cual llamo “Evolución Participativa”, está en un fuerte desacuerdo con las síntesis Darwinianas y Neo-darwinianas prevalecientes, en las cuales las formas de vidas no-humanas son vistas primariamente como “objetos” para fuerzas selectivas exógenas a ellas. También está en desacuerdo con “la evolución creadora” de Henri Bergson y con su semi-místico elan vital. Ecólogos, no menos que los biólogos, tienen que ponerse de acuerdo sobre términos como la noción simbiosis (no sólo la de “lucha”) y la de participación (no sólo la de “competencia”) como factores en la evolución de las especies. La perspectiva que prevalece de la naturaleza subraya el carácter de la “crueldad” y el “determinismo” en el mundo natural, una visión que tan moralista como fisicalista en sus matices. Una inmensa literatura, no menos artística que científica, subraya el “mutismo ciego” de una naturaleza que no guarda testimonio del sufrimiento de la vida y no tiene oídos para el llanto del dolor que produce la “lucha por la existencia”. La “crueldad” de la naturaleza en esta imagen no deja espacio para el consuelo por la extinción —meramente una oscuridad que todo lo abarca de movimiento sin sentido al cual la humanidad solo puede oponer la luz de su cultura y mente, en breve, una cosmovisión estoica que éticamente expira en un suspiro de resignación y soledad.
Podemos razonablemente preguntarnos sí la voluntad y libertad humanas, o al menos la autoconsciencia y la auto-reflexión, tienen su propia historia natural que se desarrolla dentro la naturaleza misma —o sí ellas son simplemente sui generis, una ruptura que se auto-agranda con el principio total del desarrollo, tal que voluntad y libertad no tienen precedentes y están tan fuertemente auto-contenidas en su unicidad, que ellas contradicen nuestra concepción de que todos los fenómenos son emergentes: que todos los fenómenos son graduados desde las potencialidades antecedentes que yacen antes y dentro de cada “producto” de tipo procesual. Tal declaración de unicidad es tan egoísta como auto-agrandada. Deshace nuestro reclamo sobre sí estamos justificados para tratar con el mundo natural como queramos —de hecho, en palabras de Marx en su Grundisse para tratarlos simplemente como “un objeto para la humanidad, exclusivamente una cuestión de utilidad...”.
Las turbias elecciones que los animales ejercitan en sus propias evoluciones no son la voluntad que los seres humanos exhiben en sus propias vidas sociales. Ni esta incipiente libertad conferida por la complejidad natural es lo mismo que las decisiones racionales que los seres humanos ponen al servicio de su propio desarrollo. Nuestro prejuicio contra el concepto de complicidad entre las formas de vidas evolucionando y las fuerzas ambientales que las “seleccionan”, tiene su linaje en el mecanismo newtoniano que sigue aferrado a la teoría evolutiva en nuestro propio tiempo. La materia “inerte” y las operaciones mecánicas, hipostasiadas por Newton y los pensadores de la Ilustración tienen su contraparte en la imagen contemporánea de todas las formas de vida no-humanas como básicamente inertes. Contra todas las protestas anti-cartesianas, las formas de vida no–humana son todavía vistas como poco más que maquinas pequeñas. Estructuralmente, podemos llenarlas con protoplasma, pero operacionalmente ellas tienen tan poco significado como el que le imputamos a los aparatos mecánicos, un juicio que no carece de utilidad económica. A pesar de la naturaleza monumental de su trabajo, Darwin no organisaliza [orgarlicize][4] la teoría evolutiva. Él confirió un sentido a la evolución en el “origen de las especies”, pero las especies en las mentes de sus acólitos permanecieron en algún lugar entre las maquinas inorgánicas y los organismos que funcionan mecánicamente.
No menos significativos son los orígenes empiristas de la propia obra de Darwin, una obra que tiene sus raíces profundas en el atomismo lockeano que nutre la ciencia británica del siglo XIX como un todo. Permitiendo la razonable cantidad de sombras y matices que existen en todo gran libro, “El Origen de las Especies” es un recuento de los orígenes en un sentido bastante restringido, notablemente, la forma en que las especies se originan, evolucionan, se adaptan, sobreviven, cambian o pagan la pena de la extinción.
Cualquier especie puede mantenerse, en el mundo vivo, como un todo aislado de las formas de vida con las que normalmente interactúa. Pero aunque los predadores dependan de sus presas, no cabe duda, que el hilo que va del ancestro al descendiente permanece en una sublime aislación, tanto como el tempranero Eohippus se levanta, paso a paso, de un plebeyo símil del perro de granja a la grandeza aristocrática de un elegante caballo de carrera. Este diagrama paleontológico de huesos, de lo que solían ser “eslabones perdidos” a la belleza culminante del Equos caballus, es más parecido a la adaptación de Robinson Crusoe de un marinero ingles a un isleño autosuficiente, que a la verdadera realidad de un ser emergiendo.
Esta realidad es contextual en un sentido ecológico. El caballo moderno no evolucionó solo. No vivió solamente entre sus predadores y sus presas, sino en una interacción creativa de relaciones con una gran variedad de plantas y animales. Evolucionó en eco-comunidades siempre cambiantes tales que el “surgimiento” del Equos caballus ocurrió conjuntamente con otros herbívoros que compartieron, mantuvieron e incluso jugaron un mayor rol en crear sus praderas. La línea de huesos trazada del Eohippus al Equus es en realidad evidencia de la sucesión de eco-comunidades en las cuales el animal y su antecesor interactuaron entre sí.
Uno podría modificar El Origen de las Especies adecuadamente para que se lea como la evolución de las eco-comunidades tanto como la evolución de las especies.[5] De hecho, el colocar a la comunidad en un lugar destacado de la evolución no es negar la integridad de las especies, sus capacidades de variación y su desarrollo. Por el contrario: las especies se volverían participantes en su propia evolución; seres activos, no simplemente componentes pasivos, de los que de este modo se toman en cuenta completa su auto-direccionalidad y su incipiente libertad dentro el proceso natural.
La voluntad y la razón no son sui generis. Ellas tienen sus orígenes en el crecimiento de las elecciones conferidas por la complejidad; en los senderos alternativos abiertos por el crecimiento de la complejidad de las eco-comunidades y el desarrollo de cada vez más complejos sistemas neurológicos —brevemente, procesos que son ambos internos y externos a las formas de vida. Ellas aparecen germinalmente en las comunidades en las cuales las formas de vida son establecidas como agentes activos en su propia evolución, una visión que atraviesa la fibra de la teoría evolutiva tradicional en la cual las formas de vida no-humanas son vistas como poco más que objetos pasivos de la selección natural, más allá de su habilidad para producir variaciones aleatorias. Incluso los cambios genéticos parecen ocurrir en patrones que los cohesionan en órganos y sistemas de órganos, cuya capacidad para servir a las necesidades bióticas son difíciles de entender como meros productos de eventos azarosos.
¿Esto justifica la necesidad de introducir un elan vital o una mano escondida que ha entrado en el pensamiento occidental como “Espíritu”, “Dios” o “Mente”, un agente que predetermina, que preside sobre el desarrollo de las formas de vida? Creo que no, sí sólo por causa del concepto de tal mano escondida se restauran las mismísimas dualidades que fundamentan la jerarquía y la concepción de toda diferenciación como conflicto. Bien podríamos preguntarnos a nosotros mismos sí alguna vez hemos entendido la vida en sí misma como un fenómeno creativo y coactivo cuando lo vemos como poco más que un factor de la producción; un “recurso natural”, puesto al servicio de la riqueza en vez del proceso reproductivo, prometido en mismo sendero en el que se constituye la vida.
Nuevamente, encontramos una sensibilidad occidental que es ajena al pensamiento procesual, al desarrollo y a sus fases, una inhabilidad para ver la naturaleza como un fenómeno cuya organización básica reta nuestros modos de pensamiento mecanicista y analítico. El dualismo es tan profundamente inherente a nuestras operaciones mentales que el esfuerzo conativo de las formas de vida hacia la libertad y la auto-conciencia tiende a dormir dentro de la supra-naturaleza más bien que en la naturaleza, en el reduccionismo más que en la diferenciación, en la sucesión más que en la culminación.
Por lo menos esto está en claro: la forma en que nos posicionamos en nuestra visión del mundo natural está profundamente entrelazada con la manera en que vemos el mundo social. En gran medida, de lo último se deriva lo anterior y sirve, a su tiempo, para reforzar la ideología social. Cada sociedad extiende su percepción de sí misma en la naturaleza, sea como un cosmos tribal que esta enraizado en comunidades de parentesco, un cosmos feudal que se origina en y fundamenta una estricta jerarquía de derechos y deberes, un cosmos burgués estructurado alrededor de un sociedad de mercado que fomenta la rivalidad y la competición entre los humanos, o un cosmos corporativista, diagramado como cuadros de flujo, sistemas de retroalimentación y jerarquías que son un espejo de los sistemas operacionales de las sociedades corporativas.
Que algunas de esas imágenes revelan una imagen de la naturaleza, sea como una comunidad o un flujo cibernético de energía, no justifica el universal, casi imperialista, reclamo que ellas colocan sobre el mundo como un todo. En última instancia, sólo una sociedad que ha alcanzado su “verdad”, por usar un término de Theodor Adorno —una sociedad ecológica— puede liberarnos de los límites que las sociedades opresivas y jerárquicas imponen sobre nuestro entendimiento de la naturaleza.
3. Ética Ecológica: un fundamento objetivo
Admitiendo las limitaciones que cada sociedad en su unilateralidad propia impone sobre nuestro pensamiento, aquí yace un fundamento objetivo para una ética, de hecho, para la formulación una de visión de la “sociedad verdadera” que no es ni jerárquica a un extremo, ni relativista en el otro. Hablo de una ética que ni justifica el atávico llamado “de la sangre y del suelo” y el modernista llamado a la “ley” (“dialéctica” o “científica”) de un lado, ni el consenso rebelde que justifica la pena capital un año y el encarcelamiento en el otro. La libertad se vuelve un fin en sí misma —como auto-reflexión, autogestión, y, lo que es más excitante, como un proceso creativo y activo que, con su horizonte siempre expandiéndose y el crecimiento de la riqueza de la diversidad, resiste el imperativo moral de una definición rígida y la jerga de la tendencia temporalmente condicionada.[6]
La “reverencia” por la naturaleza, la mitificación del mundo natural y el así llamado hipostasiar “biocéntrico” de lo natural sobre lo humano, todo ello degrada la naturaleza al denegarle al mundo natural su universalidad como aquello que existe en todas partes, libre de todas las dualidades como “Espíritu” y “Dios”, de hecho, una naturaleza que abarca a la mismísima congregación de adoradores, idolatras y “anti-humanos” que sutilmente niegan su propia especificidad como parte de la naturaleza.
Una naturaleza “venerada”, es una mala naturaleza en el mal sentido del término. Como los ídolos que los seres humanos crean del fondo de su imaginación y adoran de lejos con la meditación de los sacerdotes y gurús, y en templos con encantamientos y rituales, esta naturaleza separada se vuelve reificada, un fenómeno artificial que ayuda a separar a los humanos durante el mismísimo acto de genuflexión y vociferando encantamientos delante de un mitificado “eso”. Mucho se ha dicho sobre la alienación producida por el trabajo, la anomia, el miedo y la inseguridad: pero una naturaleza reconstruida en formas apartadas de sí misma, sin importar cuan “reverencialmente” sea hecho, no es menos naturaleza alienada que la imagen marxista de la naturaleza como un “mero objeto de utilidad”.
Aquí mismo yace la paradoja del “biocentrismo” y el “anti-humanismo”, de hecho, de cualquier “centricidad” hacia la naturaleza: la alienación o reificación de la naturaleza hasta el punto donde la “reverencia” por el mundo natural niega cualquier respeto existencial por la diversidad de la vida. Los pueblos preliterarios no están menos trabados en esta paradoja que sus primos, así llamados, civilizados. Felizmente, ellos son simplemente incapaces, sea por inclinación, o desarrollo técnico o tradición, de infringir demasiado daño sobre el mundo natural, aunque ellos no sean inmunes a este cargo como el exterminio de tantísimos grandes mamíferos del pleistoceno tardío parece indicar.
Lo que quizás sea más fastidioso es que esta pretensiosa “biocentricidad” niega a la humanidad su lugar real en la naturaleza, es la visión de un mundo natural —sobrecargado por la “reverencia” y disuelto dentro de una “unicidad” mística— que preserva e incluso fomenta la tradicional división entre naturaleza y sociedad, la fuente básica, en mi visión de la filosofía, que elabora teóricamente la separación del concepto del mundo real. Uno piensa aquí, en las tradiciones creadas por Platón, en el mundo antiguo y Kant, en el moderno.
Una naturaleza que es hipostasiada reverentemente, es una naturaleza que está separada de su propio lugar en la humanidad, en el mismo muy real sentido en que la razón humana también es una expresión de la naturaleza interpretada como autoconsciente, una naturaleza que encuentra su voz en una de sus creaciones. No es solamente que nosotros debemos tener nuestro propio lugar en la naturaleza, sino que la naturaleza debe tener su lugar entre nosotros, en una sociedad ecológica y en una ética ecológica basada en el rol catalítico de la humanidad en la evolución natural.
Ni deberíamos nosotros ignorar el hecho de que la “reverencia por la naturaleza”, tan poéticamente cultivada por la tradición romántica, ha sido pervertida por la “biocentricidad” orientada “antihumanistamente” y los acólitos de la “ley natural”, en una insidiosa imagen de la humanidad que es “dominada por la naturaleza” —inversión de la vieja imagen liberal y marxista de una naturaleza “dominada” por el hombre. En ambos casos, el tema de la dominación es reinstalado en el discurso ecológico. Sí los teóricos liberales y marxistas prepararon las bases ideológicas para “controlar” y saquear el mundo natural, “anti-humanos” y devotos de la “ley natural” pueden estar preparando las bases ideológicas para controlar y saquear el espíritu humano. De hecho, algunos acólitos de la “ley natural” ya han justificado el uso de medidas autoritarias para controlar el crecimiento de la población y han legitimado la expulsión forzada de habitantes urbanos de las grandes y congestionadas ciudades como sí de una sociedad que arrea a los seres humanos puede esperarse que deje el mundo natural intacto.
Una humanidad que se ha vuelto ignorante de su responsabilidad para con la evolución —una responsabilidad que trae a la razón y al espíritu humano al desarrollo evolutivo, a la diversidad y a la orientación ecológica de manera tal que lo accidental, lo nocivo y lo fortuito en el mundo natural disminuyan— es una humanidad que traiciona su propia herencia evolutiva. Es el abandono de su distintivo como especie y de su singularidad. Es una grosera equivocación invocar la “biocentricidad”, la “ley natural” y el “antihumanismo” para fines que niegan el que es el más distintivo de todos los atributos naturales humanos.
Me refiero a la habilidad de la humanidad para razonar, para prever, para desear y actuar perspicazmente a favor de la direccionalidad de la naturaleza y mejorar el desarrollo propio de la naturaleza. Es también un insulto a la naturaleza el separar estos atributos subjetivos de la naturaleza, el tratar con ellos como sí no emergieran del desarrollo evolutivo y no fueran implícitamente parte de la naturaleza en un sentido más profundo que el de la “ley del colmillo y la garra” que tan ligeramente le imputamos a la evolución natural como una metáfora de la “crueldad” y “dureza” de ese proceso evolucionario. La naturaleza, en breve, es difamada en el mismísimo proceso de ser hipostasiada sobre la humanidad, en un extremo, o subordinada a la humanidad, en el otro. Aquí, la falla de un razonamiento basado en la “deducción”, un lugar actualmente tan común en la lógica convencional, que paga su peaje a expensas de una forma de razonamiento basada en la derivación, tanto como enraizada en la perspectiva dialéctica.
La ecología social, por definición, acepta la responsabilidad de evocar, elaborar y dar un contenido ético al centro natural de la sociedad y la humanidad.[7] La continua desnaturalización de la humanidad por la “biocentricidad” en todas sus formas o por la reducción de los seres humanos a mercancías no es una metáfora; es convincentemente real y en ambos casos involucra la desnaturalización de la humanidad en un mero objeto.
La mercantilización de la humanidad adquiere su forma más perniciosa en la manipulación de los individuos como medios de producción y como medios de consumo.
Aquí, la naturaleza humana, en cada caso, es empleada (en un sentido literal del término) como una técnica de producción o como una técnica de consumo; un mero dispositivo cuyos poderes creativos y auténticas necesidades son igualmente pervertidos en un fenómeno objetivado. Como resultado, nosotros hoy en día tenemos no sólo el “fetichismo de la mercancía” (por usar la famosa formulación Marx), sino también el fetichismo de la necesidad.[8] Los seres humanos entonces se quedarían separados del mundo natural y de su propia naturaleza en una división real, que reemplace aquella teorética que se atribuye a Descartes. En este sentido, el proclamar que el capitalismo es un “orden antinatural” es completamente preciso.
Recuperar la naturaleza humana es “re-naturalizarla”, para restaurar su continuidad en el proceso creativo de la evolución natural, su libertad y participación en esa evolución, concebida como el reino de la libertad incipiente y como un proceso participativo. Acá su libertad y participación —no la necesidad y la organización jerárquica de las relaciones— deben entonces ser enfatizadas; un énfasis que involucra un quiebre radical con la imagen occidental convencional de la naturaleza.
La Ecología Social
La ecología social, en efecto, encuentra extraña la noción de que sólo la cultura es el reino de la libertad. De hecho, intenta enraizar lo cultural en lo natural y establecer la graduación que los une. El identificar la sociedad como tal con la sociedad presente, el ver en el capitalismo un movimiento “emancipatorio” precisamente porque nos libera de la naturaleza, no sólo es ignorar las raíces de la naturaleza en la sociedad; es también un intento por identificar la sociedad capitalista pervertida con el “humanismo” y, por tanto, dar crédito a ciertas tendencias atávicas en el pensamiento ecológico, que aparecen bajo el nombre de “antihumanismo”.
El poder de la ecología social reside en la asociación que establece entre la sociedad y la ecología; lo social concebido como el cumplimiento de la dimensión latente de libertad en la naturaleza y lo ecológico concebido como el principio organizativo del desarrollo social —en breve, las pautas para una sociedad ecológica.
El gran divorcio entre la naturaleza y la sociedad —o entre lo “biológico” y lo “cultural”, como les gusta a decir a los europeos— es superado por conceptos compartidos de desarrollo como tal; incremento de la diversidad; mayor y más completa participación de todos los componentes en un todo; potencialidades siempre más fecundas que expanden los horizontes de la libertad, la auto-direccionalidad y la auto-reflexividad. La sociedad deja de ser sui generis. Como la mente —la cual tiene su propia historia natural en la evolución de la red nerviosa humana desde los simples invertebrados hacia ganglios siempre más complejos, la medula espinal, el cerebro “en capas” y cortezas (cada una incorporando funcionalmente a las otras tal como ellas existen como un aparato unificado en los seres humanos, tanto como en otros animales neurológicamente menos complejos)— la vida social también, emerge de las comunidades de bandas animales libres a la forma de la altamente institucionalizada comunidad humana.[9]
En última instancia, es la institucionalización de la comunidad humana lo que distingue a la sociedad de las comunidades no-humanas —sea para mal como en el caso de flojos e insensibles tiranos, como Nicolás II o Luis XVI, quienes fueron elevados a posiciones de mando por burocracias, ejércitos y clases sociales; o, para bien, en las formas de auto-gobierno y administración que empoderaron al pueblo como todo. No vemos tal infraestructura institucional artificial en comunidades no humanas, aunque los rudimentos del lazo social existan en las relaciones entre madre y crías, y en las formas de la ayuda mutua.
El lazo social que los padres humanos crean con los jóvenes, es como de la bio-comunidad emerge la comunidad social, y es fundamental para el surgimiento de la sociedad, siendo retenido en cada sociedad como un factor activo en la elaboración de la historia. No es sólo que la prolongada inmadurez de los humanos desarrolle los lazos duraderos necesarios para la interdependencia humana, un hecho que Robert Briffault tan vigorosamente señala en The Mothers[10] ...Es también que el cuidado, el compartir, la participación, la complementariedad desarrollan el lazo más allá de la división el material del trabajo, la cual ha recibido tanto énfasis en las interpretaciones económicas de las orígenes sociales.
Este vínculo social da lugar a la elaboración de fascinantes tentativas de relaciones padres–hijos: amor, amistad, responsabilidad, lealtad —no solo para las personas, sino para los ideales y las creencias; y de ahí que haga posibles a las creencias, los compromisos y las comunidades civiles.
También dan lugar al surgimiento de una constelación de funciones cada una de las cuales es única en su creatividad, siendo frecuentemente altamente personalizadas y ricamente desarrolladas en diferentes culturas basadas en género, edad, relaciones intercomunitarias, mitos específicos para los hombres y las mujeres, e incluso diferencias en el lenguaje corporales y en los rasgos de comportamiento.
No deseo reducir la expresión cultural de esas funciones a sus fuentes biológicas. Más bien, prefiero enfatizar que las fuentes no desaparecieron sino que trabajan sutilmente dentro de la sociedad, la cultura e incluso en la psique humana como manantiales de siempre nuevas elaboraciones de asociaciones sociales y personales. En cualquier caso, el hablar de “sociedad” sin reconocer que los hombres y las mujeres, para tratar de una de las más básicas y omnipresentes divisiones dentro de la humanidad, han conformado frecuentemente fraternidades masculinas y femeninas separadas en las sociedades preliterarias, tanto como en las históricas, es ignorar dos fuentes del desarrollo humano que todavía requieren un cuidadoso estudio como alternativas al curso presente de evolución social. La sociedad militarizada, de hecho, de guerreros en la que vivimos fue hecha por hombres; su cultura, rastreable por varios milenios hacia atrás, sigue ejerciendo su influjo sobre nuestra civilización como una venganza que amenaza la existencia misma de la vida social en sí misma. Volver atrás en el tiempo y en el pensamiento a su principio no es atávico. La minuciosa exploración de sus orígenes, desarrollo y formas puede ser indispensable para continuar hacia el futuro en cualquier sentido racional o significativo de ese término.
La Ecología Social, en breve, reta la imagen de una evolución natural sin mediación: la imagen de la mente humana, la sociedad e incluso la cultura como sui generis, de la naturaleza no-humana como irremediablemente separada de la naturaleza humana; y, éticamente, de una naturaleza difamada que no encuentra su expresión en la sociedad, la mente y la voluntad humana. Parece arrojar una nueva, crítica y significativa luz sobre el surgimiento, la gradación y la acumulación del desarrollo de la naturaleza dentro de la sociedad, ricamente mediada por la prolongada dependencia de los jóvenes humanos respecto del cuidado parental, particularmente de las madres, (un hecho biológico que es rico en implicaciones sociales y éticas), en el lazo sanguíneo como el más temprano vinculo social y cultural que se extiende más allá del cuidado parental (aún otro hecho biológico de importancia social que se adentra en los clanes y comunidades tribales), en la así llamada “división sexual del trabajo” (no menos biológica en sus orígenes que social en sus elaboraciones dentro de culturas orientadas por el género), y sobre la edad como la base del status y de los orígenes de la jerarquía (no menos que un hecho biológico en sus fases tempranas).
El esfuerzo histórico, político tanto como ideológico, por liberarnos de este “lodo” pre-humano de nuestros orígenes ha servido solo para hacernos sus víctimas desconocidas en el sentido de que hemos seguido sus senderos más deterministas de desarrollo, en vez de los más liberadores: hacia los elementos nacientes de la lucha inherente a la relación presa–predador, hacia la celebración de la muerte en lo que E. E. Thompson ha llamado “exterminismo”, más bien que su aceptación en el largo ciclo de la vida; hacia un proceso de desestructuración de las elaboradas cadenas alimentarias que son metáforas para la complejidad natural más bien que su elaboración. Nuestra civilización se ha convertido en un vasto huracán de destrucción y amenaza con retroceder el reloj evolutivo a un mundo más simple, dónde a supervivencia de una especie humana viable sería imposible.
¿Con un creciente conocimiento de la necesidad de cuidado, de gentilezas y de atención que fomenta una sana consociación humana, con las disciplinas técnicas que abren el camino para un “metabolismo” creativo entre la humanidad y la naturaleza, y con una variedad de nuevas intuiciones sobre la presencia de la naturaleza en mucho de nuestro propio desarrollo hacia la “civilización”, se puede negar por más tiempo que la naturaleza esta todavía con nosotros —de hecho, que ha retornado a nosotros ideológicamente como un desafío a nuestra explotación de los “recursos naturales” y a nuestra simplificación de la biosfera? ¿Qué ya no podemos hablar con sentido de una sociedad “nueva” o “racional” sin adaptar nuestras relaciones sociales e instituciones a las eco-comunidades en las cuales nuestras comunidades sociales están localizadas? ¿Qué, en breve, cualquier sociedad futura debe ser una sociedad ecológica, dejando de lado todos sus presumibles artefactos culturales “autónomos” y sus logros únicos? Es miope reducir la naturaleza al mero “lodo”, cuándo, por causa de la sensibilidad que lidia con el mundo natural como tal, nos estamos hundiendo en él, como una venganza. Los principios ecológicos que entran en la evolución biótica no desaparecen de la evolución social, mucho más que la historia de la mente puede disolverse en la epistemología ahistórica de Kant. Todo lo contrario: lo social y lo cultural pueden ser vistos como derivaciones ecológicas, cómo las casas de los hombres y los hogares de las mujeres en las comunidades tribales tan claramente indican.[11] La relación también puede verse como acumulativa de un lado, mientras continua siendo altamente original y creativa en su derecho propio. Quizás más significativamente, lo social y lo cultural pueden ser vistos como una derivación —y acumulación—, en términos de una naturaleza definible como reino de la libertad y la subjetividad, aun sin dejar de ser la más auto-consciente y auto-reflexiva expresión de ese desarrollo natural.
Aquí yace la base para una ética ecológica de la libertad que provee una direccionalidad objetiva a la empresa humana. No tenemos la necesidad de degradar la naturaleza o la sociedad en un crudo biologismo, de un lado, o un crudo dualismo, del otro. Una diversidad que nutre la libertad, una interactividad que aumenta la participación, una totalidad que fomenta la creatividad, una comunidad que fortalece la individualidad, una creciente subjetividad que genera la razón —todos ellos desiderata que proveen el suelo para una ética objetiva. Ellos también son, los principios reales de cualquier evolución graduada, una que no sólo se traduce en que el pasado es explicable, sino también que el futuro es significativo.
Una ética ecológica no puede estar divorciada de una técnica que armonice nuestra relación con la naturaleza —un “metabolismo” creativo con la naturaleza, no uno destructivo. Una eco-tecnología es una tecnología moral. Hay una dimensión profundamente ética en el intento de aproximar el suelo, la flora y la fauna (o lo que pulcramente llamamos la cadena de alimentos) a nuestras vidas, no sólo como una fuente “sana” de comida, sino como parte de un extenso movimiento en el cual el consumo es un proceso no menos creativo que la producción —originándose en el suelo y retornando a él de manera enriquecida, el total de los componentes de los que se produjo el ciclo de la comida. Acá, el consumo va más allá del puro dominio económico de la relación comprador–vendedor; de hecho, más allá del mero dominio material de la sustancia y entra en el dominio ecológico como un modo de incrementar la fecundidad de una eco-comunidad. Una tecnología ecológica —para el consumo no menos que para la producción— sirve para incrementar la complejidad, no para simplificarla, como es el caso de la técnica moderna.
Por la misma razón, una ética ecológica no puede estar divorciada de una política de la participación, una política que fomenta el auto-empoderamiento, más bien que el empoderamiento del estado. Tal política debe volverse una verdadera política comunal, orgánica en el sentido de que la participación política es literalmente protoplasmática y comunal por asambleas, discusiones cara-a-cara que son reforzadas por la veracidad del lenguaje corporal, tanto como por el razonamiento del proceso del discurso. La ética política que se sigue de estos fundamentos debería crear una comunidad moral, no sólo una “eficiente”; una comunidad ecológica, y no sólo una contractual; una práctica social que incrementa la diversidad, no sólo una política cultural que invita a la participación pública más amplia.
Dentro de este nexo de ideas, compromisos y sensibilidades, la libertad humana puede ponerse al servicio de la fecundidad natural; una sociedad participativa al servicio de complejas e interactivas eco-comunidades; poblaciones creativas al servicio de comunidades orgánicas, y la mente al servicio de una naturaleza más subjetivizada. El decir que la naturaleza permanece en la humanidad, tanto como la humanidad permanece en la naturaleza es expresar la necesidad por una relación altamente recíproca entre las dos; en vez de una estructurada alrededor de la subordinación y la dominación. Ni la sociedad ni la naturaleza, se disuelven la una en la otra. Más bien, la ecología social trata de recuperar los atributos distintivos de ambas, en un continuum que da lugar a una ética substantiva, uniendo lo social a lo ecológico sin negar la integridad de cada uno.
4. La Sociedad Ecológica
La vida debe ser nuevamente retornada a la Vida —vívidamente, expresivamente, activamente— no por la retirada dentro del animismo pasivo de la humanidad temprana, ni mucho menos por la materia inerte de la mecánica newtoniana. La sociedad debe recobrar la plasticidad de lo orgánico en el sentido de que cada dimensión de la experiencia debe infundirse con la vitalidad de la vida y una sensibilidad ecológica. Hace toda la diferencia del mundo sí cultivamos comida, por ejemplo, con la finalidad de mantener el suelo tanto como nuestro bienestar físico. En la medida en que la agricultura es cultura, la diferencia en nuestros métodos e intenciones no es menos cultural que la composición de un libro de ingeniería. Todavía en el primer caso, nuestras intenciones están conformadas por una sensibilidad ecológica; mientras que en el segundo, por consideraciones económicas en el mejor caso y por avaricia en el peor. Así, ...[12]; en la producción de objetos. Hace toda la diferencia, sí los artesanos trabajan a lo largo de la veta de los materiales sobre los cuales ejercen sus poderes creativos o sí los deforman con la intención servir a los fines de la producción en masa. En estos ejemplos, nuestra elección es o ecológica, o económica; y en ambos casos está profundamente influenciada por las instituciones sociales. De ahí la inseparabilidad de lo social de lo ecológico. De hecho, nuestra elección —ese ejercicio primario de la libertad— va a ser entre una eco-comunidad o una comunidad mercado; entre una sociedad infundida de vida, o una sociedad infundida por la ganancia.
Es suficiente reconocer que la naturaleza, concebida como el dominio de la libertad potencial, es básicamente parte de esa elección para demostrar que una sensibilidad ecológica es siempre social y que un punto de vista social es siempre, al menos implícitamente, un punto de vista ecológico. Cualquiera sea nuestra elección, incluso la negación de un punto de vista ecológico afirma su existencia y en el mismo acto de rechazo se expresa mediante la «venganza», el reclamo de la naturaleza por haber sido un dejada fuera de nuestro desarrollo social.
Finalmente, el reconocimiento de que la naturaleza es el reino de la libertad potencial que surge dentro de la sociedad como dominio de la libertad autentica, genera una cuestión de importancia para las teorías sobre el surgimiento de la sociedad, particularmente desde una perspectiva feminista.
El mundo domestico de la mujer ha sido deshonrado y tratado pobremente por el mundo civil del hombre. Desde los días de Aristóteles hasta hace muy poco tiempo, el mundo domestico ha sido visto como poco más que el dominio privado de la “necesidad” biológica, que existe exclusivamente para satisfacer la necesidad “animal” de los machos por comida, abrigo, reproducción y renovación física. El mundo civil del hombre, en cambio, ha sido tradicionalmente contrapuesto al mundo domestico de las hembras, como el reino de la cultura, la consociación racional y la libertad.
Esta dualidad ha generado la dificultad para ver la esfera domestica de la mujer, una vez autentico centro de la sociedad tribal, como cuna de la sociedad en sí misma; la importantísima fase dónde lo biológico es trasmutado cada día en social y lo natural en lo cultural —más por proceso de integración, que por sustitución. Aquí la dualidad entre biología y sociedad, o entre naturaleza y cultura no sólo es superada: los mundos sociales y culturales son literalmente formados de las necesidades biológicas de cuidado y consociación institucionalizada.
El continuum gradado entre la naturaleza y la sociedad es entonces “llenado” procesualmente por la mediación del dominio domestico de la mujer y el misterio que produce la sociedad como el “salto” disipado. Antropológicamente, el mundo domestico de la mujer fue no sólo la arena de la socialización de los jóvenes en una comunidad permanente y organizada en la cual él/la individuo/a adquieren su identidad y satisface sus necesidades emocionales (necesidades que fueron formadas e incrementadas por la esfera domestica); también fue el hogar en el sentido ecológico de que hombre y mujer, joven y viejo, formaron el medioambiente para su sentido de lugar en el mundo y en la eco-comunidad en la cual ellos/as vivieron.
Digo “hogar” en el sentido de un lugar querido incrementado por la tradición, el pasado impreso, las generaciones ya sidas a las cuales todavía pertenecemos; una remembranza personal de nuestros orígenes y de nuestro desarrollo individual, las cosas palpables de las que conformamos nuestra biografía, la lealtad a una tierra y a la comunidad que la rodea, la dedicación a la preservación de su unicidad y significado para nosotros. Todos estos sentimientos tienen todavía que ser plenamente incorporados dentro del espléndido trabajo de los bio-regionalistas, quienes claman por un sentido de regionalidad en términos de las cuencas hidrográficas y la flora y fauna, con las que compartimos una zona determinada.
Hoy en día, lo que erróneamente llamamos “hogar” no es un lugar, sino una residencia que frecuentemente es tan transitoria como las mercancías baratas que circulan a través de nuestras vidas y como los trabajos que tentativamente ocupamos como peldaños, mientras escalamos en la escalera laboral. El hogar tradicional ecológico al que he aludido era en gran medida creado por la mujer —aunque no sin la opresión y los insultos que el hombre infringió sobre ella. Allí ella ocupó un rol indispensable como dadora de vida, continuidad y cuidado. Sí nos hallamos, hoy en día, sin hogar es menos por causa de que hayamos perdido nuestra “apertura” al “Ser” como diría Heidegger, que porque hemos degradado a la mujer y al hogar; reduciéndola a ella a una “ama de casa” y reduciendo el hogar a un rancho-casa de plástico en un suburbio saneado.
El mundo domestico todavía permanece como la fuente inmediata para el surgimiento de la humanidad de la naturaleza en la sociedad; de hecho, es el dominio que incluye ambos y los enfrenta dentro de un continuum orgánico, sin perder la integridad de ninguno. El intento de la sociedad civil del hombre por subordinar completamente el mundo domestico —por reducir a la mujer “a su lugar en la cocina”— no sólo violenta el medio para que los individuos surjan dentro de la sociedad; preserva el dualismo cartesiano que ha sido usado no solamente para procurar el dominio de la naturaleza, sino el dominio del ser humano por el ser humano —particularmente de la mujer por el hombre.
En nuestro tiempo, estamos siendo testigos de la completa mercantilización de los remanentes de nuestros mundos doméstico y civil, su reducción a un simple mundo de cosas en el cual una economía de mercado amenaza con volverse una sociedad de mercado. Ninguna restauración de las sociedades doméstica y civil es posible o deseable. Más bien, en cualquier sentido racional, el futuro depende del desarrollo de una sociedad ecológica que integre las virtudes de la vida doméstica y civil en una nueva, balanceada y moral organización social; una organización social que trascienda ambos, pasado y presente.
5. Conclusión
Conocer “el mundo que hemos perdido”, por usar las palabras de Peter Laslett, es depositar la base para la esperanza y la reconstrucción social; de hecho, establecer los criterios dibujados por el pasado nos provee con las coordenadas para un futuro armonioso. La fecundidad y potencialidad para la libertad que la variedad y la complejidad traen a la evolución natural, de hecho, que surgen de la evolución natural, puede decirse para aplicarse a la evolución social y el desarrollo psíquico. Cuanto más diversificada es una sociedad y su vida psíquica, una más creativa y mayor oportunidad para la libertad es posible que ofrezca —no sólo en términos de nuevas opciones que se abren a los seres humanos, sino también en el sentido de un fundamento social más rico creado por la diversidad y la complejidad. Como en la evolución natural, así también en la evolución social debemos ir más allá de la imagen de que la diversidad y la complejidad rinden una mayor estabilidad —afirmación típica que los ecologistas hacen de las dos— y enfatizar que ellas generan más creatividad y libertad.
La terrible tragedia de la época social presente es no sólo que estamos contaminando el medioambiente, sino que también estamos simplificando las eco-comunidades naturales, las relaciones sociales, e incluso la psique humana. La pulverización del mundo natural está siendo seguida por la pulverización del mundo social y psicológico. En este sentido, la conversión del suelo en arena en agricultura puede decirse, en un sentido metafórico, aplicado a la sociedad y el espíritu humano. El mayor riesgo que enfrentamos, aparte de la aniquilación nuclear, es la homogeneización del mundo por una sociedad de mercado y su objetivación de todas las relaciones y experiencias humanas.
Sí la historia es un sangriento “matadero”, por usar la expresión de Hegel; está cubierto no sólo por la sangre de las inocentes víctimas de la “civilización”, sino también por la de aquellos hombres y mujeres enojados, que nos han dejado un legado de libertad. El legado de la libertad y el legado de la dominación han sido mezclados hasta ahora en una dialéctica que los define mutuamente y afecta el horizonte de ambos, un horizonte compartido en el cual libertad y dominación están mutuamente entremezcladas. Si queremos rescatarnos de los efectos de la homogenización de la sociedad de mercado, es necesario que la historia, esa menguante memoria de la humanidad, sea rescatada de esta sociedad contaminada y de su simplificación del pasado; un proceso que ya ha ido demasiado lejos dentro del marxismo, el liberalismo y la cultura pop.
Más que nunca antes en el pasado, los dos legados deben ser separados uno del otro y puestos en oposición el uno al otro. La pérdida del legado de la libertad y de las lecciones que imparte a futuras luchas por la libertad, producirá resultados irreparables —porque habremos perdido no sólo nuestro sentido natural de desarrollo y de la evolución gradada que origino a la sociedad. Además quedaríamos completamente inmersos en un concepto de lo social que no tiene pasado más allá del presente, ni tiene futuro más allá de la extrapolación del presente en los años por venir. La idea de que no puede haber un cambio fundamental y cualitativo en la época actual se habrá perdido en un «conocimiento» que es eterno en todos los aspectos, pero que es expansión y contracción cuantitativa.
Murray Bookchin
[1] Característicamente, uno de los pensamientos del patético argumento adelantado por el psicoanálisis de una dimensión inherente (léase: «natural») de la psique humana que es guiada solamente por el interés propio y el impulso por la gratificación inmediata, los cuales la educación y la «civilización» redirigen hacia fines creativos.
[2] Más allá de las recientes tonterías respecto de que la “Escuela Frankfurt” exploró una visión no-jerárquica y ecológica de una sociedad futura, de ninguna forma fueron sus pensadores más hábiles, notoriamente Max Horkheimer y Theodore W. Adorno, resueltamente críticos de la jerarquía y la dominación. En cambio, sus perspectivas fueron claramente pesimistas: la razón y la civilización, para bien o para mal, implican la necesidad de “... Los intransigentes podían estar dispuestos a la unión y a la cooperación, ... de una jerarquía cerrada hacia bajo. (...) ... La historia de esas religiones y escuelas antiguas, como la de los modernos partidos y revoluciones, enseña en cambio que el precio de la supervivencia es la colaboración en la práctica, la transformación de la idea en dominio” (Max Horkheimer y Theodor W. Adorno: “Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos”. Introducción y traducción de Juan José Sánchez. Editorial Trotta, S.A., 1994, 1997, 1998. Pp. 255, 256). La potencia de estos pensadores reside en la naturaleza problemática de sus obras, no en las soluciones que ellos han ofrecido. Intentar hacer de ellos “ecologistas sociales” mucho menos precursores del “bio-regionalismo” y similares, implica una muy mala lectura de sus ideas, o peor, el intento de imputarles ideas sin un serio estudio de sus obras.
[3] Charles Sutherland Elton: (1900 — 1991) zoólogo y ecologistas animal inglés, que contribuyo sustancialmente al establecimiento de los parámetros para los estudios modernos sobre población y ecología de las comunidades y la ecología de las invasiones (n. del t.).
[4] Hasta donde alcanza el conocimiento del traductor, este término o es un neologismo inventado por el autor o es una errata. En caso de que sea lo primero, que he intentado mantener el sentido del autor aplicado a su neologismo (que sí interpretamos correctamente), que hace referencia a un “orden-orgánico” (n. del t.).
[5] Darwin no negó el rol de la interacción animal en la evolución, particularmente en el famoso capítulo III de El Origen de las Especies, dónde el sugiere que los “... círculos de complejidad creciente...” controlan poblaciones que, dejadas sin control, podrían alcanzar proporciones de pestes. Pero él ve esta como una “Batalla entre las batallas [las cuales] deben ser continuamente recurrentes con variados grados de éxito”. Sobre todo, “La dependencia orgánica de un ser orgánico de otro...” —es secundaria a lucha a la“... entre individuos de una misma especie”. Como la mayoría de los victorianos, Darwin tenía un fuerte costado de su personalidad providencialista y moralista: “... la admiración puede consolarnos...”, dice para tranquilizarnos, “la guerra de la naturaleza es generalmente rápida, y el vigoroso, el saludable y el feliz sobrevive y se multiplica...”. De hecho: “... ¡Cuán fugaces son los deseos y esfuerzos del hombre! ¡Cuán breve es su tiempo! Y consecuentemente cuán pobres serán sus resultados, comparados con aquellos acumulados por la Naturaleza, producidos durante periodos geológicos completos! ¿Podemos maravillarnos, entonces, que las producciones de la Naturaleza deban ser mucho más “verdaderas” que las producciones del hombre: que ellas deberían estar infinitamente mejor adaptadas para las más complejas condiciones de la vida, y deben llevar claramente la estampa de un artesano más elevado?”. Estas citas no hacen de Darwin un ecologista, pero son acotaciones maravillosas a una tesis que enfatiza la variación, la selección, la aptitud y, sobretodo, la lucha. Uno no puede evitar sino el ser encantado por una sensibilidad moral que hubiera sido magníficamente sensible al mensaje de la ecología moderna y que no merece ninguna de las onerosas palabrerías que le han sido imputadas al hombre por causa del darwinismo social.
[6] Por lo tanto la libertad ya no es más resoluble en una estridente negatividad hegeliana o en una trillada positividad instrumental. Más bien, en su carácter abierto las contiene a ambas y las trasciende como un proceso continuo. La libertad, entonces, resiste una definición precisa, tanto como resiste una finalidad terminal. Está siempre convirtiéndose, esperanzadamente sobrepasando lo que fue en el pasado y desarrollándose en lo que puede ser en el futuro. Ni el “Absoluto” hegeliano ni la filosofía de la identidad tienen ningún sentido en el reino de la libertad, un reino que no está constreñido por ningún límite fijo aparte de su respeto por los derechos individuales.
[7] Este proyecto no es una abstracción. Es elaborado con considerable detalle en mi libro “The Ecology of Freedom” (Montreal, Black Rose Books, 1990) y debería ser cuidadosamente examinado por el lector interesado.
[8] Ibid., pp. 48 — 49.
[9] La medida en que un enfoque ecológico nos ahorre algunas de las peores absurdidades de la socio-biología y del reduccionismo biológico es ilustrada por la noción altamente popularizada de que nuestro profundo cerebro “reptiliano” es responsable de nuestra agresividad, “brutalidad” y de los rasgos crueles de nuestro comportamiento. Esta argumentación puede que sirva para hacer buenos dramas de televisión como “Cosmos”, pero es una ridiculez como ciencia. Como todos los grandes grupos animales, la mayoría de los reptiles del mesozoico fueron casi con certeza gentiles herbívoros, no carnívoros —e incluso muchos carnívoros fueron ni más ni menos agresivos, “brutales” o “crueles” que los mamíferos. Las imágenes que tenemos del Tyranosaurus rex (el nombre genérico es un ejemplo de los sinsentidos socio-biológicos creados por los taxonomistas) pueden verse desmesuradamente aterradoras, pero ellas distorsionan groseramente a los reptiles que eran presas de los carnívoros. En cualquier caso, la mayoría de los reptiles del mesozoico fueron pacíficos y asustadizos, en buena medida porque ellos no fueron vertebrados particularmente inteligentes. Lo que permanece desconocido en esta imaginería de fiereza, aliento de fuego, e “insensiblemente crueles” reptiles es la asunción implícita de las diferentes sensibilidades psíquicas en los reptiles y los mamíferos, los últimos presumiblemente son más “sensibles” y “comprensivos” que los primeros. Luego estamos hablando sobre la evolución psíquica de seres no-humanos que va juntamente con la evolución de la inteligencia. Sin embargo, confrontados con las premisas tacitas de tales senderos evolutivos, muchos científicos no se sentirían cómodos.
[10] The Mothers: A Study of the Origins of Sentiments and Institutions (1927) (n. del t.).
[11] La naturaleza insidiosa de expresiones como “el lugar de la mujer en la división del trabajo” es vista como la negación implícita, en esos términos, de la contribución de las mujeres en la producción de cultura humana. Cuándo la cultura y el desarrollo de la mujer a lo largo de las líneas de la sororidad es reducida al trabajo —o incluso, más “generosamente”, a la economía— toda la problemática del desarrollo cultural se vuelve segura y saneada, por no decir liberalizada y marxificada [Marxified]. Ya no tenemos más que preocuparnos por el rol temprano que las culturas sororales jugaron en la historia, de las alternativas que ellas abrieron al surgimiento de una “civilización” guerrera orientada por los varones, del terrible rol que esta civilización ha jugado en la historia (tanto natural como social), y de las susceptibilidades introducidas. “El lugar de las mujeres en la división del trabajo” se convierte meramente en un problema económico, no en uno cultural o moral. Por ello puede ser fácilmente resuelto por la elevación de los ingresos, del estatus gerencial y profesional, dentro de la industria —por medio de hacer todo lo que evite reconocer a la mujer como una reproductora de vida, más bien que como una productora de mercancías.
[12] En la versión usada para esta traducción esta parte del texto está perdida (n. del t.).