Organisation Communiste Libertaire
Las luchas de liberación nacional
1. Frentes principales y frentes secundarios
2. Algunas consideraciones históricas sobre el Estado-Nación
“La conciencia nacional, que no es nacionalismo, es la única que puede darnos una dimensión internacional”. F.Fanon.
Está claro que en este final del siglo XX, las dinámicas que se desarrollan en torno a un sentimiento de pertenencia a una comunidad, en torno a una identidad étnica, lingüística, cultural y a veces incluso religiosa, constituyen un fenómeno social importante y universalmente presente. El número de conflictos nacidos del rechazo de las poblaciones a pertenecer o ser dominadas por tal o cual Estado no hace más que crecer y, en cierto modo, en un gran número de conflictos sociales —que aparentemente no tienen nada que ver con una lucha de liberación nacional— se encuentran elementos que los constituyen, como el de la pertenencia.
Más que hacia la “globalización” o el “universalismo” —nociones, por otra parte, particularmente psicológicas y éticas— el mundo moderno parece orientarse hacia un redescubrimiento de sus diferentes unidades constitutivas; es además en este escenario, el de la relación entre civilización y cultura nacional, donde se desarrolla a menudo el enfrentamiento por el poder de clases y grupos antagonistas en el seno de toda formación social-nacional. En el corazón de este proceso encontramos el imperialismo y los movimientos nacionales y esto de manera mucho más amplia que en el clásico espacio “tricontinental”: también en Europa y sobre el territorio de las dos grandes potencias, los EE.UU. y la URSS. En este marco tiene lugar y se ejerce a menudo la lucha de clases; y lo novedoso no es tal vez el hecho en sí, sino que comienza a ser tenido en cuenta.
La Nación no puede reducirse ni a una noción jurídica, ni a un espacio limitado, ni mucho menos a un Estado. El ejemplo más frecuentemente citado a este respecto es el de las Naciones Indias. La nación es pura y simplemente un conjunto de personas que se reconocen como pertenecientes a él (y a menudo se es consciente de una pertenencia cuando ésta es atacada o negada). Los elementos que constituyen este autorreconocimiento conforman, en su sentido más amplio, la cultura. Son muy diversos, y van de la organización social a las meras costumbres, de la lengua a la religión, del modo de vida al modo de producción, de las referencias históricas al reconocimiento de un espacio geográfico, etc.
Es una referencia colectiva compuesta de la totalidad o solamente de una parte de estos elementos. Es una comunidad de individuos que presentan un cierto número de puntos comunes en un momento dado, pero que se sitúa igual y es simultáneamente en el tiempo (historia, presente, pasado y futuro) y en el espacio.
El resurgir de estos fenómenos nacionales —por otra parte, tan diversos unos de otros en numerosos puntos, como veremos— ¿indica un regreso de la humanidad hacia una forma de barbarie donde los enfrentamientos nacionalistas ganarían la partida a toda esperanza de paz, de igualdad, de socialismo, de un mundo nuevo tal y como se soñaba y a veces se puso en práctica por varias generaciones sumergidas en una visión del mundo común a todos los socialismos? ¿Es, por el contrario, portador de inmensas esperanzas de ver al mundo redefinirse hacia dinámicas contrarias a las del capitalismo y la explotación del hombre por el hombre? Ni una cosa ni otra, verosímilmente. Nada es, y menos aquí, blanco o negro.
Sea como fuere, tenemos que constatar que el deseo de reagrupamiento sobre bases específicas es un fenómeno presente en toda la historia y que no está ligado a un modo de producción particular; corresponde a una necesidad vital: la identidad y el sentimiento de pertenencia que la acompaña. Todo proyecto de sociedad, por rupturista que sea, que no tenga esto en cuenta está irremediablemente abocado al fracaso.
Cada nuevo modo de producción que aparece tiende progresivamente a destruir y desestructurar las comunidades que se habían constituido en relación con el modo de producción anterior. El capitalismo ha hecho lo mismo; y además, en el interior de su propia historia, hecha con “crisis”, reestructuraciones, destruye por sí solo las comunidades que había engendrado. Y estos cambios de fondo se producen ahora a una velocidad jamás alcanzada en la historia, de forma que una generación no está segura de instalarse a lo largo de toda su duración, con signos suficientemente estables para que den a la vida una apariencia de solidez. Si para cierto número de personas que se reparten el poder, estos signos existen y hacen que vivan relativamente bien, no se trata más que de una ínfima minoría al lado de la parte más grande para la que raramente existen las comunidades solidarias, vivientes y soportables. Y como se trata de una necesidad fundamental, la lucha por reencontrar o reconstruir una se sitúa en el corazón de todos los movimientos sociales, de todas las resistencias.
El movimiento obrero (no distinguiremos aquí las representaciones que se hayan dado voluntariamente o no, en su conjunto) ha intentado, en el transcurso de su historia, dar un alma a la comunidad obrera; indicaba así que un movimiento colectivo y revolucionario no podía construirse más que sobre la base de una solidaridad concreta, ligada al mismo tiempo a un modo de vida comunitario y a un proyecto político (el espacio: la ciudad, el barrio obrero, y el tiempo: el socialismo futuro).
Pero, con la regresión, podemos descubrir varias insuficiencias, incluso “errores”:
La comunidad obrera ha ignorado demasiado lo que la constituye también fuera de la fábrica. El sindicalismo (excepto, en parte, el anarcosindicalismo — y es eso lo que hace su especificidad) ha reforzado progresivamente esta tendencia. De hecho, se han negado numerosos problemas muy reales y constitutivos de esta comunidad (relaciones extralaborales, urbanismo, sexualidad, espacio, dimensión cultural...) y se han descartado del centro de preocupaciones del movimiento obrero. La primera consecuencia fue la exclusión de aquellos que no se encontraban dentro de la fábrica y que sin embargo pertenecían a la misma clase: una parte importante de las mujeres, de los niños, de los ancianos, y de todos aquellos que se clasifican con los términos de “desviados”, “marginados” o ahora “precarios” (La película La sal de la tierra es absolutamente explícita sobre esta verdad).
La segunda consecuencia es la puesta en práctica de la teoría de los frentes principales y los frentes secundarios.
1. Frentes principales y frentes secundarios
Esta teoría pretende privilegiar a los sectores-frentes en lucha que se sitúan en el mismo terreno de la producción, en detrimento de los otros; por consiguiente, la fábrica, lo económico, la clase obrera, en detrimento de lo que concierne al proletariado en general, de las formas de explotación y de opresión más amplias o exteriores al trabajo, etc. Esta teoría se basa en la constatación de que son las relaciones de producción las que determinan en parte la relación de la fuerza general entre clases, y en consecuencia permiten a las otras luchas, a los otros frentes, construirse e introducirse en los espacios que de este modo quedan libres por un reparto de fuerzas global. Hasta aquí, consideramos que eso es exacto. El problema es que algunos (sobre todo los marxistas) han llegado a considerar que lo que no podía tener éxito en establecer una relación de fuerzas global (las luchas que no se dan sobre el terreno de la producción) era “secundario”, vale decir sin importancia, incluso despreciable. El problema no se debe plantear así; en efecto, si las luchas en la escuela, las de las mujeres, de los homosexuales, las luchas culturales, etc, no consiguen ellas solas establecer una relación de fuerzas social, se puede considerar también que sin ellas, las luchas en el terreno de la producción “pierden su alma”, su misma razón de ser, ya que ya no serían portadoras de utopía, ni de la expresión de TODAS las razones que hay para rebelarse contra la sociedad capitalista. No se puede hablar por tanto de luchas secundarias. Son igual de principales e importantes. El problema es llegar a que se compenetren unas y otras. Señalemos también que la lógica de la distinción entre frentes principales y frentes secundarios conduce a no preocuparse más que de las luchas políticas —en el mal sentido del término— es decir, de la toma institucional del poder, en detrimento de todas las tentativas de grupos sociales por reapropiarse de un poder cualquiera sobre su vida. Una razón más para rechazar esta concepción.
El movimiento obrero se construyó, en la segunda parte del siglo XIX y al principio del XX, en un periodo en que se consolidaba la construcción de los Estados-Nación; el nacionalismo que se expresaba entonces era esencialmente portador de chovinismo, de racismo, de guerra, y el movimiento obrero, que se fraguó contra esos valores, no podía hacer otra cosa que rechazar violentamente, y con toda la razón, ese nacionalismo.
El hecho nacional (las características de cuya época veremos más adelante) pensó poder sustituirlo el movimiento obrero por la pertenencia universal de clase. Ahora bien, es obligatorio constatar que las previsiones que concernían a la universalización de la clase obrera a corto plazo entrañaban la interiorización de un sentimiento de pertenencia vinculado a la condición de trabajador, y no a un territorio o a una cultura, se han revelado como erróneas, al menos hasta ahora.
Hay que recalcar que el movimiento obrero se forjó en el seno de la cultura occidental- europea, es decir en el seno del imperialismo. Como reacción, en efecto, a este último, pero también imprimiéndole inconscientemente algunos esquemas ideológicos y culturales. De esta forma, el modelo de Obrero era el obrero europeo o americano de las grandes unidades de producción, y se pudo pensar entonces que la proletarización de otras partes del globo fabricaría obreros con el mismo modelo. Nada de eso sucedió.
Este esquema cultural europeo tiene su origen en la ideología republicana de 1789: tanto el anarquismo como el marxismo están impregnados de la ficción del “hombre universal” como el único capaz de liberar al mundo. Sin embargo, este concepto que se pretende totalizador (¡en totalizador podemos leer totalitario!) no puede, en definitiva, sino posicionarse contra el “hombre real”, aquel que vive, que quisiera ser dueño de una realidad, un espacio que él conoce y al que puede finalmente referirse. Olvidar esto y no referirse más que a un universalismo abstracto —aun impregnado de humanismo— es hacer un favor a los estados, a las estructuras autoritarias, únicas en condiciones de dominar —o de hacerlo creer así— las entidades que escapan al común de los mortales.
Hay que comprender que el nacionalismo patriotero y belicista, vinculado al nacimiento de los Estados-Nación, desempeñaba una función vital y necesaria —la de la pertenencia y el arraigo—, pero desviándola: una especie de neurosis.
La pertenencia a nivel mundial a una misma y única comunidad de clase, de todos los trabajadores, por justa que sea ideal y teóricamente, no correspondía más que a una ausencia de realidad vivida por la mayor parte de ella. Noción intangible, no podía incluir el conjunto de lo que las personas buscan en la necesidad de identidad; por consiguiente, ante los primeros ataques de la burguesía esta referencia se vino abajo y el movimiento obrero, casi en su totalidad, se precipitó a la guerra y al patriotismo, entregándose a otra abstracción, pero más próxima y con más medios para seducir, el Estado-Nación.
El internacionalismo proferido por el movimiento obrero ha sido demasiado a menudo negador del hecho nacional, lo que ha contribuido, como consecuencia, a reforzar sus efectos perversos. Del mismo modo que la negación del hecho nacional suele esconder mal el imperialismo de una nación, tras el internacionalismo se ha ocultado demasiado a menudo la dominación de modelos geográfica e ideológicamente concentrados y limitados. De este modo se ha podido pasar del famoso “los trabajadores no tienen patria” a la siniestra “patria de los trabajadores”. Y, más que en una mala “dirección política”, es aquí donde hay que ver la consecuencia de la impregnación de un pensamiento profundamente burgués, del que se puede rastrear una filiación que va del hombre universal del ideal republicano al obrero — masa de los años 70.
Ciertamente se pueden encontrar impulsos auténticamente internacionalistas en la historia: de las Brigadas Internacionales en España a la solidaridad con Polonia; del movimiento de apoyo a Sacco y Vanzetti al —aunque débil— de los mineros ingleses. Manifiestan sin duda que sectores importantes de trabajadores sienten —y actúan en consecuencia— que existen más intereses comunes con los explotados del otro extremo del mundo que con su propia burguesía nacional.
Pero estos impulsos —tan sinceros como interesados— encuentran pronto sus límites si no están anclados con fuerza en un movimiento local y más limitado, que se apropie de su territorio, de su cultura, al mismo tiempo que de sus medios de producción. Si no, se convierten en asunto exclusivo de militantes, de políticos, de grupos de presión que se deslizan rápidamente a una elección de campo de clase... a una elección de Estado-Nación... y entonces revierte hacia el patrioterismo y el espíritu guerrero.
Así pues, hay que comprender perfectamente, y extraer de ello las consecuencias, que la forma como se vive la pertenencia de clase no es universal y no depende solamente de la posición dentro de la división del trabajo; que entran en juego aspectos geográficos, lingüísticos, culturales, que subordina de manera lineal al modo de producción es extremadamente simplista.
A este respecto, se debe considerar positivo este despertar del hombre real frente a las abstracciones totalizadores/totalitarias. Despertar que encontramos tanto en la toma en consideración de todos los problemas que constituyen la vida cotidiano bajo todos sus ángulos como en la emergencia de pueblos que habían sido negados hasta el presente.
Este despertar ha dejado en un mal lugar a los viejos esquemas inoperativos y ha permitido tomar en consideración todos estos problemas en lugar de mandarlos sin juicio al vertedero de la historia.
Pero si este despertar se traduce a menudo como reacción —y es comprensible— en un repliegue individualista y “apolítico”, hay que considerar que no es más que un momento y que será necesario que estas experiencias desatasquen de nuevo lo “colectivo” y lo “positivo”.
Además, nosotros mismos nos hemos dado cuenta de cuántos problemas de pertenencia eran importantes en el propio seno de las luchas que, a priori, no tienen mucho que ver con las luchas de liberación nacional: lo nuclear, las luchas en la siderurgia, la vida en el campo, los movimientos de inmigrados, de mujeres, de homosexuales, las comunidades, etc... están impregnados de ellas. Cuanto más se nieguen e incluso combatan unos esta dimensión y más contestación opongan los otros, los interesados, más aspectos reaccionarios presentarán (sectas, racismo, interclasismo, retrocesos...).
Así es como nos planteamos el apoyo a las luchas de liberación nacional. En una relación de reciprocidad, de internacionalismo real. No como desfiles con algunos eslóganes sobre “la justa lucha de tal o cual pueblo”, sino poniendo en evidencia hasta qué punto esa lucha tiene un papel positivo para nosotros, y de qué forma también pueden ayudar nuestras propias luchas a tal o cual movimiento.
Por ejemplo, por qué apoyar a los independentistas kanakos. Por supuesto, porque el derecho de autodeterminación, la lucha contra el colonialismo, son fundamentales y no se discuten. Pero también porque es una manera de atacar a nuestros enemigos en la Francia continental; y porque nosotros también tenemos que desarrollar nuestras propias capacidades de autonomía y de independencia.
Las luchas de liberación nacional son, actualmente, importantes trabas en la estrategia de los Estados y en la reestructuración de las relaciones Este/Oeste y Norte/Sur, y quizá especialmente contra la ideología del consenso que es ahora mismo nuestro enemigo número uno. Todas estas luchas atacan por el flanco al Estado y al centralismo.
Pero, atención, lo que nosotros apoyamos son las luchas y no sólo un principio. Hace falta que la reivindicación de independencia sea realmente emprendida por la gente, por un movimiento; tal es el caso, por ejemplo, de Kanaky, de la Guadalupe, de Irlanda, de Córcega, de Euskadi; no es el de Occitania donde, por el momento, la reivindicación autonomista agitaría un mero fantasma y donde previamente es necesario acometer un trabajo de recomposición social y cultural.
A este respecto, se puede constatar que sólo han sobrevivido, tras el reflujo de la ola de 1968, los movimientos que existían antes; los que se han creado en esta época casi han desaparecido... probablemente porque surgieron más de la ideología que de la necesidad y del interés.
2. Algunas consideraciones históricas sobre el Estado-Nación
Un punto capital en la creación del Estado-Nación y del sentimiento nacional en los viejos países de Europa parecen ser los procesos económicos que se precedieron y siguieron a la revolución industrial (y a la revolución política en Francia). Es la época en que, en la dinámica del capitalismo, las viejas ciudades, los antiguos centros mercantiles, dejan de ser el polo esencial del desarrollo capitalista, relevadas a partir del siglo XVII por estos grandes estados territoriales. En ese momento se convierten éstos en mercados internos, nacionales y relativamente autónomos; y para ello había que introducir en la “economía nacional” a todas las pequeñas ciudades y burgos y, al campesinado, en los circuitos mercantiles. Lo que poco a poco empieza a materializarse, y desde antes de la revolución industrial, es una entidad de tres polos: el Estado, el mercado, la Nación. El Estado debe convertirse en el fundamento, el guardián del mercado nacional. Se establece una relación muy cerrada, muy estrecha, entre estos niveles. Cuando la burguesía “se hace con el poder”, ha pasado ya mucho tiempo desde que el sistema funciona según sus intereses.
El sentimiento nacional, el patriotismo de los estados-nación del siglo XIX, a través del Estado de derecho, la ciudadanía, el servicio militar obligatorio, la escuela laica que enseña la moral, la instrucción cívica y la historia “nacional”, se puede hablar realmente de la burguesía como la clave que instrumentaliza el aparato de Estado y la ideología nacional en beneficio de sus intereses.
Teniendo en cuenta esta simbiosis muy sólida: Estado, mercado, nación, hay verdaderamente para la burguesía una esfera de acción posible, una práctica posible y eficaz en un espacio unificado y ampliamente autónomo. Este vínculo entre los imperativos económicos, la ideología y la dominación de clase fue subrayado en el artículo de R.Furth que apareció en el nº 5 de Interrogation, “La guerre contre les idiomes” (La guerra contra los idiomas). Lo desarrollará la Escuela de la III República[1] con todo el arsenal ideológico tomado en préstamo de la Revolución. Sin duda, el proceso de uniformización estaba en curso desde el siglo XVIII bajo la presión de la necesidad de cambios económicos en el desarrollo del capitalismo. Pero será obligación de la escuela inculcar un “francés elemental” que prepare al futuro trabajador en la lengua del contrato de trabajo y de la autoridad; que lo prepare también para desplazarse siguiendo las leyes del mercado de trabajo. Esta lengua unificada, que vehicula los valores de la nación, del centralismo, del trabajo y de la disciplina, excluye además, lógicamente, cualquier mención positiva de las formas de oposición obreras y de las luchas sociales. Al mismo tiempo, se difunde también una historia elemental que tiene como misión expurgar de la memoria colectiva las huellas de una historia no francesa, es decir, no burguesa.
Se entiende que en aquel momento una de las reacciones del movimiento obrero fuese la de desarrollar tanto como fuera posible, una conciencia internacionalista susceptible de oponerse a este “nacionalismo” del que la burguesía, en cierta forma, se había apropiado. Esta idea de internacionalismo tal y como la vemos en práctica, por ejemplo cuando la retoman los grupos bolcheviques, no es otra cosa que la caricatura de lo que pasaba en el siglo pasado. Entonces, la idea de territorialidad de un pueblo, de comunidad, es sustituida por la idea de comunidad obrera, con su cultura, sus territorios (barriadas de las ciudades), sus referencias, su historia, sus pertenencias (véase, por ejemplo, la Comuna de París).
Sabemos también hasta que punto, después de la revolución rusa, el desplazamiento de esta idea ha podido convertirse en una verdadera catástrofe con la noción de “patria de los trabajadores”.
Sabemos también que la realización de esta idea de comunidad obrera jamás se operó completamente. Amplios sectores de los movimientos obreros aceptaron la escuela, el servicio militar, partiendo de que estaban en los códigos jurídicos de la ciudadanía, de la igualdad jurídica... Sabemos también del fracaso de famosas proclamaciones de huelgas generales hechas al estallar algunas guerras. En cierto sentido, las clases obreras de las grandes metrópolis estaban profundamente unidas al sentimiento de identidad cultural y nacional.
La ambigüedad de fondo de los movimientos de finales del siglo XIX y principios del XX es que se producían en una época en que la Europa política no estaba modelada en su división territorial, en particular en todo el centro de Europa, y que el capitalismo debía proveerse de estructuras “administrativas” más adecuadas y más estables que las viejas monarquías. Los movimientos nacionalistas participaban en este remodelado y a menudo encontraban en él motivo para una salida política. Los movimientos nacionalistas del siglo XIX tenían ante sí “un terreno del que apoderarse”, “una nación que crear” y, en esa época, eso significaba un mercado nacional que construir; de ahí la práctica hegemonía de las tendencias burguesas en el interior de esos movimientos. Los movimientos nacionalistas del siglo XIX, el “derecho de los pueblos a disponer de sí mismos”, servían naturalmente a los intereses de las clases dominantes.
Pero mientras que Europa se remodelaba políticamente en función de la organización capitalista triunfante, las premisas de otras luchas de liberación nacional se iban perfilando. En efecto, desde el final del siglo XIX a la segunda Guerra Mundial, nos encontramos en el período del colonialismo triunfante. La vieja Europa organiza metódicamente el pillaje de África y Asia, logra desestructurar las comunidades autóctonas, perfecciona su sistema administrativo de gestión de las colonias. Por supuesto, ni se plantea para estos inmensos territorios explotados la posibilidad de independencia, ni de crear un estado, ni siquiera de su reconocimiento como Nación. A menudo, apenas considerados seres humanos, se somete a sus habitantes a las peores degradaciones que se puedan imaginar.
Después de la segunda Guerra Mundial, unas transformaciones importantes van a afectar la sagrada trinidad Estado-Mercado-Nación.
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La descolonización va a cubrir la Tierra de nuevos Estados-nación, por ejemplo en África. Hasta el presente, al mundo capitalista no le afectaba la cuestión nacional más que en su centro, esencialmente en Europa; las colonias no participaban en el gran juego. Entonces, después de 1945, todo lo que pudo convertirse en un Estado-Nación lo hizo. Pero al mismo tiempo, estos estados del Tercer mundo son completamente aberrantes. Son meras burocracias parásitas del todo incapaces de crear instituciones que reagrupen, en un mismo mercado relativamente autónomo, una nación ideológicamente unificada. Construidos en función de simples delimitaciones coloniales, estos estados agrupan a poblaciones totalmente heterogéneas a las que no une ningún sentimiento de identidad. Por otra parte, estos países son completamente dependientes económicamente de las metrópolis capitalistas y por consiguiente en las antípodas de crear nada que se parezca a un mercado unificado. Estados aberrantes, puras ficciones jurídicas o pandillas de parásitos sirven de recaderos a los países industrializados.
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La mitad de Europa pasa a estar bajo el yugo del imperialismo militar soviético. La política de rusificación en la propia URSS y el peso de la dominación fuera de ella comienzan a segregar resistencias (Polonia, la aparición de un antimilitarismo en la RDA...).
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En los propios antiguos países industrializados, el Estado burgués del siglo XIX se ha transformado profundamente durante el periodo de crecimiento de los años 45-70. Anteriormente, el Estado jurídico, administrativo, militar, policial, ideológico, no intervenía más que en el terreno económico y sólo para codificar los movimientos del capital; este Estado se hace bulímico, en parte por el efecto de las luchas de clase. Por mediación de los servicios públicos, de las nacionalizaciones, él mismo se convierte en un actor económico. A través del mecanismo de redistribución de las rentas sociales (jubilaciones, subsidios, paro, seguridad social, pensiones...) ha entrado en proceso de “socialdemocratización”. Estado-bienestar, Estado-providencia, como se quiera. Gracias a éste se dio lugar al consumo de masas cuando se convirtió en una necesidad para el sistema. Y hoy, estas funciones se han vuelto prioritarias en la mentalidad de las personas. Ya no se espera la reconquista de alguna Lorena, sino el crecimiento de las jubilaciones. Ahora bien, este Estado actual, debido a la crisis económica, es cada vez más incapaz de satisfacer las necesidades que, por otra parte, ha contribuido a crear.
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El factor esencial que sin duda cataliza la crisis depende sobre todo de la liquidación del antiguo espacio autónomo que era el mercado nacional. En el desarrollo del capitalismo que sigue a la guerra, las economías de los estados van a salir de sus fronteras. En Francia, a partir de 1958, la economía francesa poco a poco deja de vivir en un compartimento relativamente cerrado, movimiento que irá acelerándose, y hoy está del todo inmersa en el mercado mundial, en la economía mundial. El mercado vierte, un poco más cada día, en un mero agente técnico al servicio de los movimientos internacionales del capitalismo. Dicho de otro modo, la síntesis realizada en el siglo pasado entre el Estado, el mercado y la nación está disolviéndose.
Los movimientos nacionalistas del siglo pasado eran fundamentalmente portadores de valores burgueses en la medida en que pretendían construir este Estado nacional de valores burgueses en la medida en que pretendían construir este Estado nacional al servicio de los intereses económicos de una clase dominante nacional, para la realización del beneficio, en un cuadro unificado ideológica y económicamente. Ahora bien, ya no es éste el caso. Europa, todo el planeta, ha sido delimitado, repartido, y a toda disidencia nacional le cuesta encontrar un espacio del punto de vista territorial, y sobre todo un espacio capitalizable y sostenible políticamente por una nueva burguesía nacional.
En estas condiciones, en este mundo en que todo lo que podía llegar a ser Estado-Nación lo ha hecho, incluso las formas monstruosas de estados del Tercer Mundo, este Estado, profundamente transformado, es incapaz de satisfacer las exigencias que él mismo en parte produce. Su autonomía no es más que técnica en el interior del marco dominante del capitalismo mundial y de la subcultura de masas made in USA; las disidencias nacionalistas dejan de estar ineluctablemente volcadas a servir a los intereses de una burguesía. Por tanto están, más a menudo que otras antes (no siempre), en ruptura de hecho con el consenso político y económico, y especialmente cuando emergen en el seno de los viejos escenarios de los estados-nación seculares. Con la creciente inestabilidad que resulta de la crisis actual, la necesidad de una identidad colectiva no puede hacer otra cosa que crecer. Y ya no es posible mantener, frente a estas realidades profundamente modificados en relación con el siglo anterior, un discurso chapado al género “reivindicación nacional = reivindicación de un Estado”. Por supuesto, no hay que entonar los eslóganes contrarios, “apoyo total a las luchas de liberación nacional”. Pero hemos entrado en un área de incertidumbre en que las cosas y los procesos ya no se determinan automáticamente como pudo haber parecido antes.
Sabemos que el repliegue sobre un sentimiento de pertenencia, cualquiera que sea, es susceptible de engendrar el rechazo de otros. La triste realidad del sionismo o de la revolución iraní demuestra que lo peor sigue siendo posible. Pero las luchas indias de Bolivia, los movimientos polaco, vasco, irlandés, indican que en torno a un sentimiento colectivo de pertenencia a un pueblo, a una nación, a una lengua... puede engranarse un proceso de lucha y situarse a fin de cuentas sobre el terreno de la lucha de clases.
3. Qué actitud tomar ante las luchas de liberación nacional
Existe una crítica llamada “de izquierdas” que se basa en el carácter habitualmente frentista de estas luchas.
Esta crítica retoma en parte, pero sistematizándolas o deformándolas, las reticencias de una parte del movimiento obrero en sus orígenes, y de las que ya hemos hablado para criticarlas en la primera parte de este texto. Volvamos a ellas rápidamente, no obstante.
Por supuesto, ejemplos del carácter frentista de una lucha de liberación nacional no faltan (Argelia, Vietnam...) y a buen seguro no faltarán en el futuro. Debemos hacer notar que esto no es patrimonio exclusivo de este tipo de luchas, y que las luchas obreras tradicionales, y otras, no evitaron el escollo del frentismo, de estas alianzas de clase que entrañan automáticamente el predominio de la burguesía nacional (formada o en formación) en el frente, y la subordinación de los intereses de las clases explotadas en su trabajo. Aquí como en cualquier otro lugar, no se esquiva el escollo evitando la lucha. Comprobamos que hay varias orientaciones posibles y que se lucha estratégicamente por una de ellas y tácticamente para debilitar a la otra.
Es muy poco probable que una lucha de liberación nacional lleve, hoy día, a una sociedad sin Estado, ¡del mismo modo que una lucha obrera no lleva más que muy raras veces a la abolición del trabajo asalariado!.
Lo que este tipo de crítica oculta más a menudo es que:
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Las luchas de liberación nacional, aunque se multiplican por el mundo, no presentan sino características extremadamente diversas: entre las luchas de los pueblos africanos o asiáticos dejadas de lado por la absurda división neocolonial, las luchas de las nacionalidades del imperio soviético, las de los pueblos aún colonizados de la manera más clásica, de pueblos que ni siquiera tienen un territorio y están diseminados, las que atacan a Europa en su mismo centro, las de los pueblos cuyos estados están dominados por el imperialismo americano o soviético, y muchas otras, las diferencias son grandes. Hay un único punto en común, no obstante: el derecho de autodeterminarse, el derecho a la dignidad. Las estructuras económicas de estos pueblos son también muy diversas: presencia o no de una clase obrera, tradición o no de una naturaleza de las fuerzas opresoras, etc. Todas estas diferencias hacen que, evidentemente, las oportunidades de que se desarrollen unas características que se ajusten a nuestras referencias libertarias son extremadamente desiguales; en consecuencia, no podemos sacar partido de un apoyo en función del programa oficial de tal o cual grupo de resistencia; por el contrario, debemos analizar las dinámicas internas o externas creadas por tal o cual movimiento y ver si lo que sucede en ellas va más en un sentido que en otro: y, es obvio, las dinámicas kanakas o vascas, por ejemplo, no van en el mismo sentido que las de los ayatollahs en Irán.
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Contrariamente a lo que piensan algunos, las dinámicas de luchas de liberación nacional pueden situar a las personas en una relación de apertura con el exterior, de intercambio, de debate, que abren unas perspectivas tan internacionalistas como nacionalistas.
Por consiguiente, ser libertario en una lucha de liberación nacional ¡no es luchar a cualquier precio para que la abolición del Estado o el comunismo libertario formen parte del programa!. Sabemos, entre otras por la experiencia española de 1936, que esto no sería de ningún modo una garantía ¡y que unos antiestatales bien pueden acabar en el Gobierno!
La cuestión más bien es ésta:
Si la soberanía se conquista y el Estado la sanciona, ¿cómo hacer para que éste sea lo más débil posible frente a un pueblo lo más fuerte posible? Se trata por tanto, aquí como en otros casos, de una estrategia dedicada a reforzar y consolidar la relación de fuerzas de los explotados: agudizar la lucha de clases. Tácticamente, en la lucha de liberación nacional, existen unos ejes fundamentales que defender:
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Liquidación, por supuesto y en primer lugar, de la dominación extranjera.
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Revolución social, es decir, eliminación de la burguesía nacional y del poder de clase con una reorganización de la vida social y de la producción orientada hacia la satisfacción de las necesidades expresadas por las clases explotadas y no en función de los imperativos del mercado y del beneficio.
Esto significa concretamente multiplicar las estructuras de poder popular que se hagan a cargo de todos los aspectos de la vida, que deberán ser al mismo tiempo órganos de lucha en el presente y en el futuro.
Por consiguiente, se deberán combatir las tácticas de integración en las instituciones y preservar la autonomía de las estructuras de contrapoder que se creen.
El concepto de revolución nacional y social (ya presente en 1920 en el movimiento majnovista de Ucrania) aparece en un cierto número de movimientos. Hay que intentar introducirlo allí donde no exista, estudiando sobre qué puede articularse y construirse poco a poco; mantenerlo de forma vigilante allí donde sea tenido en cuenta, es decir, luchas contra las tendencias que quieran acordar una preeminencia de lo “nacional”.
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También hay que combatir las formas de reivindicación o de lucha que tiendan a reforzar el peso de una futura o actual burguesía o de unos notables. Y esto es particularmente importante para todo lo que concierne a las formas de desarrollo económico.
Y, en fin, mantener para con la lucha armada, cuando exista, el papel que le conviene, es decir, de prolongación de las luchas sociales políticas y culturales, y controlar que no adquiera un papel de dirección.
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Luchas para que la pertenencia a una lucha tenga tanta importancia como la pertenencia étnica. Dicho de otro modo, que el vínculo voluntario sustituya al vínculo de sangre. Favorecer en el sistema de pertenencia aquello que se adquiere (lengua, lucha...) en detrimento de lo que se recibe (raza, filiación...). Es así como el movimiento vasco ha sabido integrar en su seno a trabajadores “extranjeros” o como en el FLNKS podemos encontrar no kanakos de origen, wallisianos, asiáticos o incluso blancos.
En lo que respecta a la cultura, se ha considerado muchas veces que las luchas regionales o nacionales estaban orientadas hacia el pasado. En realidad no lo están más que en función de un modelo que se pretendió dominante y universal y que, por lo tanto, está considerado como representante del futuro... ¡lo que, como acabamos de ver, está lejos de ser verdad!. Es evidente que nada es definitivo y que, más en este sentido, queda todo por jugar (...)Para terminar, nos limitaremos a una cita de F.Fanon:
“Pensamos que la lucha organizada y consciente emprendida por un pueblo colonizado para restablecer la soberanía de la nación constituye la manifestación más plenamente cultural que existe... la propia lucha, en su devenir, en su proceso interno, desarrolla las diferentes direcciones de la cultura y esboza las nuevas. La lucha de liberación nacional no restituye a la cultura nacional su valor y antiguos contornos. Esta lucha que apunta a una redistribución fundamental de las relaciones entre los hombres no puede dejar intactas ni las formas ni los contenidos culturales de un pueblo. Tras la lucha, no se dará solamente la desaparición del colonialismo sino también la desaparición del colonizado...”
[1] Francesa. Nota de traducción.