Patrick Dunn
Para abolir la violación, derrocad el deseo masculino
En al menos alguno de sus aspectos, la cultura humana funciona como un sistema elaborado de rituales sexuales –no satisfacciones sustitutivas, en el sentido freudiano, sin representaciones sociales que organizan las energías sexuales, y que transportan las fuerzas sexuales en un orden viviente y simbólico de seducción, placer, poder y reproducción. Desde este punto de vista, la violación y otras formas de violencia sexual –en particular, violencia contra mujeres, niños y aquellos que no encajan en identidades sexuales establecidas– pueden ser vistas como extensiones del régimen de interacción entre los participantes en un orden cultural estratificado.
La cultura humana está configurada, en su lógica y propósito, para estimular y desplegar las violentas fuerzas desatadas en actos de violación, abuso sexual, acoso sexual, y otras formas de violencia sexual. De este modo, la violencia sexual sirve como instrumento de orden cultural y es reconocida, a través de una complicidad ya sea activa o tácita, como algo rutinario, natural y normal.
El principio básico que gobierna el despliegue de violencia sexual en la cultura humana es la patriarquía, o norma masculina. Es desde el punto de vista de la conciencia masculina, el deseo masculino, que el incesante teatro de los rituales sexualmente codificados se organiza. La cultura patriarcal es configurada por el bien del deseo masculino; la conciencia masculina ordena y dirige las representaciones culturales para satisfacer y obtener este deseo.
Así, el deseo masculino se origina desde un punto de partida ilusorio de subjetividad pura y soberana, fuera de la exposición pasajera de rituales sexualizados, desde los cuales un orden y control absolutos son ejercidos sobre fuerzas objetivas. Esta conciencia masculina soberana es el medio determinante secreto que pone en marcha todos los juegos y rituales sexuales. Hace que la cultura parezca y se desarrolle como lo hace, según un orden estratégicamente codificado; también hace que el sexo ocurra, provoca las experiencias sexuales.
Inherente en la condición de patriarcado está la aceptación de que el deseo masculino tiene el derecho de imponerse él mismo a voluntad. El deseo masculino, en su soberanía, tiene el derecho de ser satisfecho; otras fuerzas y potenciales sexuales existen solo por el bien de esta satisfacción. Entonces, cuando un individuo hombre siente el deseo sexual, organiza las fuerzas materiales en pos de conseguir, por cualquier medio, la satisfacción de aquello a lo que tiene derecho.
Otros –hombres, mujeres, niños, animales, etc. — que son objetivados por este deseo están, en varios grados, a disposición del hombre; si son útiles, pueden ser violados, explotados y desechados según las normas de la estratificación social– normas que son ellas mismas diseñadas para servir los fines del deseo masculino.
Algunos de estos otros pueden obtener reconocimiento formal dentro del campo del deseo masculino (e.g. A través del matrimonio), inmunizándose de esta manera, al menos formalmente, contra ciertos tipos de violencia sexual, incluso al someterse ellos mismos a otros; aquellos que permanecen “sin revelar” su sexualidad, por el contrario, se convierten en objetivos potenciales para un rango mayor de actos violentos, y su recurso para protegerse es aun más peligroso.
Esto, al menos en parte, explica la falta de simpatía generalizada, así como de solidaridad en la búsqueda de justicia para víctimas femeninas de violación: Mujeres solteras y sin supervisión, percibidas como exhibicionistas de cualidades sexuales son implícitamente observadas como objetos legítimos del deseo masculino. Mujeres casadas, mientras tanto, son vistas como objetos sexuales institucionalizados. Lo que de hecho es violación, es pues redefinido como el disfrute natural y legítimo de la disponibilidad sexual de la mujer por la soberanía del deseo masculino.
La situación resultante de este complejo de deseo masculino es una en la cual se permite florecer una cadena de aberraciones grotescas y desequilibrios de poder. Personajes como los que aparecen en las historias del Marqués de Sade –jueces, políticos, sacerdotes, maestros: todo figuras de autoridad masculinas ejerciendo el derecho absoluto de imponer sus deseos en la población– viene a ejemplificar el orden naturalizado de la sexualidad.
De este modo, en la sociedad moderna amerikkkana, estamos rodeados por violadores en serie patriarcales como el entrenador de fútbol del estado de Penn, Jerry Sandusky y muchos miembros estimados del clero católico. Tales figuras tienen garantizada la licencia bajo el ejecutivo del poder del deseo masculino, y experimentan sus propias atrocidades sexuales como completamente legales y legítimas. La cultura circundante también confirma esta legitimidad, aunque subrepticiamente. Donde una simple respuesta ética al ver un viejo hombre rico violar a la fuerza a un pobre niño de ocho años podría ser matar al viejo en el sitio, la cultura amerikkkana, en su servilismo total al deseo patriarcal, recompensa, incita y finalmente engendra tales violadores.
El deseo masculino es capaz de operar a un nivel ilusorio de soberanía absoluta solo a través de una mistificación profundamente enraizada. Mientras cuerpos son ritualmente ordenados a moverse al son del deseo masculino, la maquinaria de este deseo se supone yace oculta en la clandestinidad. Pero incluso si su modus operandi es evitar la exposición, el deseo masculino permanece desconocido básicamente solo para los hombres, pues las mujeres, los niños y otros forzados a vivir bajo el dominio del deseo masculino adquieren un conocimiento íntimo y directo de sus formas – tanto como los esclavos negros en el sur amerikkkano adquirieron un conocimiento especial del blanco, abarcando una comprensión experimental inaccesible para los blancos.
La extensión y transmisión de este conocimiento, al ser combinada con el sabotaje erótico promulgado por hombres no conformistas, basada en su propia experiencia directa con el circuito interno del deseo masculino, es un factor esencial en nuestra resistencia a la violencia patriarcal. Tal conocimiento desplaza el deseo masculino de su posición de orden absoluto y lo devuelve al campo del ritual relativo y la representación, desde donde puede ser politizado y atacado. Es en este espíritu que se han ofrecido algunas críticas rebeldes de la masculinidad; están desenmascarando la maquinaria simbólicamente codificada y psicosomática a través de la cual el deseo masculino se convierte a si mismo en un agente encarnado de la violencia.
En cualquier caso, el discurso del término del patriarcado y la abolición de la masculinidad contradicen un desequilibrio que continua definiendo las relaciones sexuales entre seres humanos. Este desequilibrio está enraizado en el persistente control y autoridad ejecutiva ejercidas por los hombres a través de rituales, interacciones, y técnicas físicas involucradas en provocar experiencias sexuales. En otras palabras, lo que falta en la miríada de críticas de género, masculinidad, y patriarquía es una solución positiva al problema del sexo – específicamente, como hacerlo, como provocarlo; tal solución se necesita urgentemente, en tanto que nuestra especie no está comprometida a tomar un camino de abstinencia permanente.
Los niños experimentan el placer, la atracción y la excitación y, en su complejidad, necesitan ser fortalecidos para perseguir estas experiencias libres de la violencia, la coercion y el control. Mujeres han sido criadas como seres subyugados y físicamente incapacitados; han sido privadas de sus poderes básicos, tales como el poder para defender, manejar y disfrutar de sus propios cuerpos; han sido forzadas a depender fundamentalmente en su influencia seductora como objeto sexual codificado y decorado, mientras ceden todo el control ejecutivo sobre la violencia (incluida la violencia sexual) en los hombres. Tal y como expresaron en Steubenville, Ohio, el medio de mujeres, incluso su conciencia, es inexistente bajo el regimen del deseo masculino; el sexo entre hombres y mujeres continua poseído por esta ilusión.
Además, a un nivel fundamental, la subyugación de la mujer por los hombres ha sido inscrita en la forma dominante del coito genital masculino-femenino bajo el patriarcado. No obstante, a pesar de lo sugerido por teóricos tales como Andrea Dworkin (quien sostiene que todo el sexo genital masculino-femenino constituye una violación), esta forma violenta y “penetrante” de coito no es un reflejo de la naturaleza inherente del sexo genital masculino-femenino; como la violación y la violencia sexual en general, es una manifestación del orden patriarcal culturalmente codificada que define los límites de lo que hemos llegado a entender como sexualidad.
Descubrir el sexo más allá de la sexualidad requerirá una transformación radical en las relaciones erótico-físicas entre hombres y mujeres. Obviamente, esto implica una transformación radical de la cultura humana, para que la organización patriarcal de las jerarquías sociales (i.e. Distinción de género) basada en las diferencias biológicas sea eliminada. Hablando positivamente, mujeres, niños y aquellos que rechazan las relaciones sexuales patriarcales, deben ser facultados para ejercer una influencia creativa sobre los rituales, estrategias, y técnicas involucradas en la búsqueda, imaginación y sustentación del éxtasis sexual. De este modo, la violación y la violencia sexual pueden ser abolidas, llevando en última instancia a la destrucción del patriarcado, y a la exposición total y disolución del sujeto mistificado del deseo masculino.