Philippe Pelletier
La degradación de los suelos: Élisée Reclus frente a Karl Marx
La degradación de los suelos constituye uno de los problemas medioambientales de actualidad. Pero entre la negación de la mayor parte de los agro-industriales y el catastrofismo fomentado por otros, como Lydia y Claude Bourguignon, a los que si los escucháramos, nos preguntaríamos cómo puede aún existir algún cultivo (y sin embargo, la agricultura sigue...), conviene examinar la situación con sutileza. La geografía, y también la edafología, de un lugar no son iguales que la de otro.
Hay que subrayar también que la cuestión no es nueva en el movimiento anticapitalista. Ha sido motivo de posturas divergentes entre Élisée Reclus y Karl Marx.
El catastrofismo edafológico de Marx
Un pasaje célebre de El Capital (1867) muestra cómo Marx, aunque brevemente, trata la cuestión. “Cada progreso de la agricultura capitalista es un progreso no solo en el arte de explotar al trabajador sino también en el arte de despojar al suelo; a cada progreso en el arte de aumentar la fertilidad por un tiempo le sigue un progreso en la ruina de sus recursos duraderos de fertilidad. Cuanto más se desarrolle un país, Estados Unidos de América, por ejemplo, sobre la base de la industria, más rápido será el proceso de destrucción. La producción capitalista solo desarrolla la técnica y la combinación del proceso de producción social, agotando al mismo tiempo las dos fuentes de las que surge esa riqueza: la tierra y el trabajador”.
Una vez liberados de la jerga de la que hace uso Marx para hacerse el erudito (“proceso” de esto o de lo otro, cuando basta con emplear directamente el sustantivo “destrucción” o “producción social”), el texto ofrece varios puntos de interés.
Como Proudhon, Marx capta bien lo que será evidente a partir de ahora —el vínculo entre el progreso técnico y la explotación del trabajo— sin rechazar la concepción de “progreso” en sí mismo. Su referencia a los “recursos duraderos” revela que la cuestión de la “duración” de los recursos no es nueva, que ya fue una preocupación en la Revolución Industrial. Marx está de acuerdo en la relación entre la geografía (“la tierra”) y la sociedad (“el trabajador”), un enfoque en el que no profundizará excepto en alguna ocurrencia determinista.[1]
Por último, evoca con razón el caso de la agroindustria norteamericana (es, efectivamente, la que desarrolla la agricultura mecánica y química), pero se equivoca en su pronóstico. Es cierto que la “destrucción” de los suelos se acentuará en América, pero el episodio del Dust Bowl de los años treinta de la Gran Depresión llevará a los capitalistas americanos a tomar medidas enérgicas y enderezar el entuerto.
Para apuntalar su ejemplo americano, Marx se refiere a Justus Liebig y a su obra Introducción a las leyes naturales de la cultura del suelo (1862). Según él, “uno de los méritos inmortales de Liebig ha sido destacar ampliamente el lado negativo de la agricultura moderna desde el punto de vista científico”.
La crítica de Éliséé Reclus
Cincuenta años después, Élisée Reclus aborda el problema de los suelos. Más allá de algunas constataciones corrientes, lo hace de manera radicalmente opuesta a Marx. Sí reconoce también la mutación de la condición campesina, “el campesino, tal y como lo conocimos antaño, está en vías de desaparición” a causa de la evolución de la propiedad, la proletarización de las ciudades y los campos, y la competencia agroalimentaria mundial.[2] Denuncia “la gestión no previsora [que] tiene como consecuencia la dispersión de los recursos indispensables para la tierra y el agotamiento de los campos por un largo periodo”.[3]
Pero también subraya la complejidad socio-geográfica de las relaciones entre edafología, clima y trabajo humano. Frente a las “hambrunas” o las “carestías”, existen en efecto regiones en las que “la tierra fecunda desde hace mucho tiempo se mantiene con el trabajo del hombre y una alimentación adecuada a base de abonos, en la que la recolección de los años buenos e incluso la de los años medianos suministra con creces la cantidad de productos adecuados para la alimentación de todos, campesinos y ciudadanos”.[4]
Su conclusión resuena sin ambigüedad. Vista su pertinencia y su actualidad, merece ser citada ampliamente: “En diversas ocasiones, los profetas de la desgracia anuncian que la imprevisión del hombre tendrá como resultado fatal y cercano un rendimiento insuficiente de las cosechas y, como consecuencia, la ruina, la muerte de la humanidad. Hacia mediados del siglo XIX, el químico Liebig predecía el empobrecimiento gradual de todos los cultivos debido a la desaparición de las sales de potasio y otras que las corrientes de agua llevan al mar. Cincuenta años más tarde, en 1898, ante la Asociación Británica de Ciencias reunida en Bristol, otro químico y físico, Crookes, proclama que faltarán tierras para el cultivo del trigo, que el nitrato de sosa se agotará antes de 1930, que el único medio de evitar una hambruna universal y definitiva será encontrar un modo práctico de producción artificial de esa sal. Pero esos gritos de alarma no han impedido que el número de seres humanos haya aumentado y que haya habido alimentación suficiente para ellos, a menos que se incluya la miseria de los famélicos, quizás en vías de disminución”.[5]
El análisis reclusiano sigue siendo pertinente
Un siglo después ¿qué hay de las afirmaciones de Reclus?
Globalmente, lo que anuncia el geógrafo anarquista es justo.
El crecimiento demográfico no ha acarreado la desaparición de la Humanidad. La profecía catastrofista de Malthus es errónea. El nitrato de sosa sigue estando disponible. Las hambrunas no han desaparecido pero, respecto a los siglos XVIII o XIX, la situación ha mejorado relativamente porque la desnutrición ha sustituido en parte a la hambruna generalizada, lo que no quiere decir que haya que conformarse con ello.
La Humanidad no ha muerto.
Reclus alerta sensata y proféticamente sobre los “profetas de la desgracia”, cuyo discurso catastrofista se hinchará hasta nuestros días. Como Marx, se refiere a Liebig, pero para denunciar su discurso alarmista. De hecho, la sal de potasio no ha desaparecido, contrariamente a lo que afirmaba el químico, y el “proceso de destrucción” generalizada de los suelos, que anunciaba Marx vía Liebig, no ha tenido lugar: el fenómeno es más complejo, geográfica y geopolíticamente más diversificado.
Es cierto que las teorías de Liebig van bien a Marx, que lo adora (El Capital se refiere a él en cinco ocasiones), para apoyar su visión apocalíptica de un capitalismo que corre hacia su perdición bajo el peso de sus contradicciones. Pero ambos se equivocan: el capitalismo está siempre ahí y los suelos siguen produciendo (cualesquiera que sean las condiciones o los excesos químicos).
No obstante, la cuestión de los suelos es uno de los casos raros en los que Marx trata de un tema medioambiental a pesar de los intentos desesperados de los eco-socialistas por hacérnoslo creer (Löwy, Gay, Benton...), pretendiendo presentarnos a Marx como un proto-ecologista.[6] Por el contrario, existe una convergencia: la visión alarmista y mesiánica del mundo. El análisis engañoso de Marx anuncia los errores del catastrofismo ecologista y desaceleradorista actual.
Este punto en común favorece el acercamiento entre marxistas y ecologistas después de Mayo del 68. De acuerdo con los religiosos, los expetainistas o exdoriotistas (Jouvenel, Petitjean, Cousteau...), los naturalistas integristas (Ellul, Hainard...) o bien los epifanistas (Domont...), los izquierdistas marxistas van cayendo poco a poco en la brecha ecologista, ya sean los teóricos (Gorz, Moscovici, Guattari...) o algunos militantes.
Esto es lo que admite tan tranquilo Patrick Moore, cofundador de la organización ecologista Greenpeace: “Los comunistas han fracasado, el Muro ha caído y muchos pacifistas y activistas se han vuelto hacia el movimiento medioambiental, aportando su neomarxismo y aprendiendo a utilizar el lenguaje verde”.[7]
Liebig y Crookes, prefiguras de la “ecolocracia” erudita
El personaje de Liebig, citado por Marx y por Reclus, así como el de Crookes, añadido por Reclus, no son anodinos. Prefiguran, en el siglo XIX, esta ecolocracia —o tecnocracia ecologista— compuesta en parte por sabios, o apoyándose en ellos, que tanto prolifera desde entonces.
Justus von Liebig (1803-1873), procedente de la clase media alemana, es un químico que trabaja en Química biológica y en Química orgánica. Milita durante su juventud en una organización nacionalista radical, el Korps Rhenania, y en 1845 se convierte en barón. Inventa un fertilizante basado en el nitrato. Su denuncia del empobrecimiento de los suelos va acompañada de su introducción en el mundo de los negocios, pues funda en 1865 una empresa de alimentación a partir de los esqueletos de la carne animal.
Pronosticar el hambre debido al agotamiento de los suelos para invertir en una alternativa alimentaria tiene el mismo tono ecolócrata que el negocio de Rajenda Kumar Pachauri, el actual presidente indio del GEIC, que denuncia el calentamiento global y dirige a la vez un centro de energía renovable que tiene importantes contratos con varias empresas industriales...[8]
Efectivamente, la ciencia permite todo, a condición de utilizarlo bien. Destaquemos también que Jorgen Randers, profesor de “estrategia climática” [sic] en la Norwegian Business School, y vicedirector general de la WWF (World Wildlife Fund) de 1994 a 1999, se refiere positivamente a Liebig...
En cuanto a sir William Crookes (1832-1919), es un químico y físico británico, apasionado además por el espiritismo. Su técnica llamada de los “tubos de Crookes” permitirá descubrir los rayos X. En el congreso científico de 1898, evocado por Reclus, este partidario del reverendo Malthus no se anda con rodeos: “Mi preocupación principal es el interés por el mundo entero, por cada raza, por cada ser humano. Es un tema de una importancia urgente en nuestros días, una cuestión de vida o muerte para las generaciones venideras. Quiero hablar de la cuestión del aprovisionamiento de alimentos... Inglaterra y las naciones civilizadas están en peligro de muerte porque no tienen suficiente para comer (...) Solo con los laboratorios podremos transformar el hambre en abundancia”.[9] Desde luego, nuestro buen apóstol no piensa en ningún momento en repartir mejor las riquezas o en la revolución social. Pero anuncia ya el tono ecolócrata con sus llamadas a “la urgencia” o a las “generaciones venideras”.
En los medios académicos, es de buen tono pasarse de la raya para acaparar la atención y conseguir créditos, como hacen Liebig y Crookes. Para el pueblo soberano, lo esencial es meterles miedo, y el sistema capitalista encontrará fácilmente (y sigue encontrando) los medios de regulación...
Un siglo antes los delirios catastrofistas llegaron hasta el cristiano Al Gore o el televisivo Hulot, los resortes ideológicos están dispuestos, la burguesía lleva la lucha de clases hasta en la ciencia.
Reclus, todavía de actualidad
Aun preconizando la revolución social, Reclus no se opone a la ingeniosidad técnica de los seres humanos por la gestión de los suelos:[10] “Si el género humano se ocupara de aumentar metódicamente los productos del suelo y de no dejar nada al azar, ¡cuántas obras emprendidas podrían terminarse, cuántos conocimientos podrían aplicarse, cuánto progreso se conseguiría!”.[11]
¡Ah, “el progreso”, idea maldita para todos los curas y ayatolás de la tierra, que no quieren avances en la condición humana, sino al contrario, sus límites, cada vez más límites!
[1] Por ejemplo: “La patria del capital no se encuentra bajo los trópicos”, El Capital.
[2] El Hombre y la Tierra (1905).
[3] Ibídem.
[4] Ibídem.
[5] Ibídem.
[6] Tras la tentativa del “marxismo libertario”, igualmente practicado tras Mayo del 68, que dejó profundas secuelas, los marxistas buscan los nuevos aires en la ecología. Esta “verdización” no nos trae nada bueno en el plano político (las alianzas y estrategias electorales se producen ya, el capitalismo verde se estructura políticamente) y todavía menos en el plano teórico (a menos que los marxistas descubran las raíces conservadoras y reaccionarias del ecologismo).
[7] Entrevista en The Great global warming swindle, Channel 4, documental, 2007.
[8] “Le Président du Giec est-il une ordure ?”: Le Post archives – Le Huffington Post, 11 de enero de 2010.
[9] William Crookes, The Wheat Problem: based on remarks made in the Presidental Address to the British Association at Bristol 1898, Longmans, Green and Co., Nueva York 1917.
[10] Contrariamente al gurú Pierre Rabhi, que nos suelta tranquilamente que él no cree que la Humanidad sea inteligente (Siné Hebdo, verano 2014). Sin duda, los seres humanos pueden conducirse de manera estúpida. Pero también pueden actuar con inteligencia. Esta sentencia misántropa de Rabhi procede con seguridad de la religión del pecado original...
[11] El Hombre y la Tierra (1905).