Dualismo político — Autoridad y libertad: Oposición y conexión de estos dos sistemas

    Concepción «a priori» del orden político: Régimen de autoridad, régimen de libertad

    Formas de gobierno

    Transacción entre los dos principios: Origen de las contradicciones de la política

    Gobiernos de hecho: Disolución social

    Posición del problema político: Principio de solución

    Nacimiento de la idea de federación

    Constitución progresiva

    Causas que han retardado la concepción y la realización de las confederaciones

    Idealismo político: Eficacia de la garantía federal

    Sanción económica — Federación agrícola-industrial

    Tradición Jacobina: Galia federalista, Francia Monárquica

    La democracia desde el 2 de diciembre

    Monograma democrático, la unidad

    Maniobra unitaria

    Iniciación de campaña: La federación escamoteada

    Villafranca: Política contradictoria

    El Papado y las sectas religiosas

    Riesgo de una rivalidad política y comercial entre Francia e Italia

    La dignididad del periodista: Influencia del unitarismo sobre la razón y la conciencia de los escritores

    Le Siècle, Aluciones unitarias de M. Delort

    La opinión nacional: Política basculante de M. Guéroult

    La prensa, la patria, el país, los debates, el eco de la prensa, la revista nacional

    «Le Temps», L’Independant de la Charenteinferieure, El Journal des Deux-Sevres: Servidumbre mental de M. Nefftzer

    «Le progrés» (de Lyon), Paralogismos católico-jacobinos de M. Fr. Morin

    Cuestiones morales y políticas de la razón del Estado

    Del juramento político

    La esclavitud y el proletariado

    Conclusión

Cuando hace algunos meses, a propósito de un artículo sobre Italia, en el que yo defendía la federación contra la unidad, los periódicos belgas me acusaron de predicar la anexión de su país a Francia, mi sorpresa no tuvo límites. En principio no supe qué pensar: ¡Se trataba acaso de una alucinación del público, o de una trampa de la policía! Mi primera reacción fue la de preguntar a mis denunciadores si, me habían leído; en este caso, si se me podía dirigir seriamente semejante reproche. Ya se sabe cómo terminó para mí este increíble incidente. Yo no me había apresurado a sacar partido de la amnistía que me autorizaba a volver a Francia, después de un exilio de más de cuatro años, pero entonces levanté la casa bruscamente. Sin embargo, cuando al regresar a mi país, y con el mismo motivo, he visto la prensa democrática acusarme de abandonar la causa de la revolución, gritar contra mí, no ya como anexionista, sino como apóstata, confieso que mi estupefacción llegó al límite. Me pregunté si yo era un Epiménides surgido de su caverna tras un siglo de sueño, o si, por azar, no era la propia democracia francesa quien, siguiendo las huellas del liberalismo belga, había sufrido un movimiento de retrogradación. Me parecía que federación y contrarrevolución o anexión eran términos incompatibles, pero me repugnaba creer en la defección masiva del partido al que hasta entonces me había sentido vinculado, el cual, no contento con renegar de sus principios iba a llegar, en su fiebre unificadora, hasta traicionar a su país. ¿Me estaba volviendo loco, o es que, en lo que a mí respecta, el mundo se había puesto a girar en sentido contrario?

A la manera de la rata de Lafontaine, recelando por debajo de todo ello alguna maquinación, consideré que la decisión más sabia era la de demorar mi respuesta y observar por espacio de algún tiempo el estado de los espíritus. Comprendí que iba a verme obligado a tomar una resolución enérgica y tenía necesidad, antes de actuar, de orientarme sobre un terreno que, después de mi salida de Francia, parecía haber sido removido, y donde los hombres que yo había conocido se me representaban con figuras extrañas.

¿Dónde está hoy el pueblo francés?, me pregunté. ¿Qué está sucediendo en las diferentes clases de la sociedad? ¿Qué idea ha germinado en la opinión, y cuáles son los sueños de las masas? ¿Dónde va la nación? ¿Dónde está el porvenir? ¿A quién seguiremos y por quién nos juramentaremos?

Iba de este modo interrogando a hombres y cosas, buscando angustiadamente y no recogiendo sino respuestas desoladas. Que el lector me permita comunicarle mis observaciones: servirán de justificación a un trabajo en el que confieso que el objeto está muy por encima de mis fuerzas.

He empezado por considerar en primer lugar a la clase media, lo que era llamado en otro tiempo burguesía, y que ya no puede llevar ese nombre. La he hallado fiel a sus tradiciones, a sus tendencias, a sus máximas, aunque avanzando con paso acelerado hacia el proletariado. Que la clase media vuelva a ser dueña de ella misma y del poder; que sea llamada a rehacer una Constitución de acuerdo con sus ideas y una política de acuerdo con su corazón y se puede predecir con toda certeza lo que ocurrirá. Haciendo abstracción de toda preferencia dinástica, la clase media volverá al sistema de 1814 y 1830, salvo, acaso, con una leve modificación concerniente a la prerrogativa real, análoga a la rectificación hecha al artículo 14 de la Carta, después de la revolución de julio. La monarquía constitucional, en una palabra, he aquí lo que constituye todavía la fe política y el deseo secreto de la mayoría burguesa. He ahí la medida de la confianza que tiene en sí misma; ni su pensamiento ni su energía van más allá. Pero, precisamente a causa de esta predilección monárquica, la clase medía, aunque tenga numerosas y fuertes raíces en la actualidad, aunque por la inteligencia, la riqueza, el número, constituya la parte más considerable de la nación, no puede ser considerada como la expresión del porvenir; ella se revela como el partido por excelencia del statu quo es la personificación del statu quo.

Acto seguido he dirigido los ojos al gobierno, al partido de quien es órgano de una manera más especial y, debo decirlo, los he encontrado a ambos en el fondo iguales a sí mismos, fieles a la idea napoleónica, a pesar de las concesiones que les arrancan, por una parte, el espíritu del siglo, por otra, la influencia de esta clase medía, fuera de la cual y contra la cual ningún gobierno es posible. Que el imperio vuelva a todo el esplendor de su tradición, que su poder sea igual a su voluntad, y mañana tendremos con aquellos esplendores de 1804 y de 1809, las fronteras de 1812; volveremos a encontrarnos con el Tercer Imperio de Occidente, con sus tendencias a la universalidad y su autocracia inflexible. Ahora bien, precisamente a causa de esta fidelidad a su idea el Imperio, aun siendo la actualidad misma, no puede considerarse como expresión del porvenir, dado que, al afirmarse como conquistador y autocrático, negaría la libertad, pues él mismo, al prometer un coronamiento del edilicio, se ha presentado como un gobierno de transición. El Imperio, es la paz, ha dicho Napoleón III. Sea; pero entonces ¿cómo el Imperio no siendo ya la guerra, dejaría de ser el statu quo?

He observado a la Iglesia, y de buen grado le hago esta justicia: es inmutable. Fiel a su dogma, a su moral, a su disciplina tanto como a su Dios, no hace al siglo sino concesiones formales; no adopta su espíritu ni marcha con él al unísono: la Iglesia será la eternidad, si lo queréis así, la forma superior del statu quo: no es el progreso; no podría ser por consiguiente, la expresión del porvenir.

Igual que la clase media y los partidos dinásticos, igual que el Imperio y la Iglesia, también la democracia forma parte del presente, y lo será tanto tiempo como existan clases superiores a ella, una realeza y aspiraciones nobiliarias, una Iglesia y un sacerdocio; en tanto que la liberación política, económica y social no se haya realizado. Desde la Revolución francesa, la democracia ha tomado por divisa: Libertad, Igualdad. Como por su naturaleza y su función representa el movimiento, la vida, su consigna era: ¡Adelante! Así, la democracia podía presentarse, y acaso sólo ella podía hacerlo, como la expresión del porvenir; es efectivamente lo que el mundo ha querido tras la caída del primer Imperio y luego del advenimiento de la clase media. Pero para expresar el porvenir, para realizar las promesas, hacen falta principios, un derecho, una ciencia, una política, cosas todas ellas que la revolución parecía haber cimentado. Ahora bien, he aquí lo inaudito, la democracia se muestra infiel a sí misma; ha roto con sus orígenes, vuelve la espalda a sus destinos. Su conducta desde hace tres años ha sido una abdicación, un suicidio. Sin duda que no ha dejado de estar en el presente: pero como partido del porvenir ha dejado de existir. La conciencia democrática está vacía: se trata de un globo deshinchado que algunas sectas, algunos intrigantes políticos se arrojan unos a otros, pero que nadie puede devolver a su tersura prístina. Nada de ideas: en su lugar, fantasías novelescas, mitos, ídolos. El 89 está arrumbado, 1848 cubierto de infamias. Por lo demás no queda en ella ni sentido político, ni sentido moral ni sentido común; la ignorancia al máximo, la inspiración de los grandes días totalmente perdida. Lo que la posteridad no podrá creer es que, entre la multitud de lectores que paga á una prensa privilegiada, hay apenas uno por cada mil que sepa, ni siquiera por intuición, lo que significa la palabra federación. Sin duda que, en este caso, los anales de la revolución no podían instruirnos gran cosa; pero, de cualquier modo, no se es el partido del porvenir para inmovilizarse en las pasiones de siglos anteriores, y es deber de la democracia crear sus ideas, y modificar en consecuencia su consigna. La federación es el nombre nuevo bajo el que la libertad, la igualdad, la revolución con todas sus consecuencias han aparecido en 1859, a los ojos de la democracia. Y, sin embargo, ¡liberales y demócratas no han visto en él sino una conspiración reaccionaria! ...

Desde la institución del sufragio universal, la democracia, considerando llegado su reino y considerando que su gobierno había pasado las pruebas de aptitud, que por consiguiente lo único a discutir era la elección de los hombres, y que ella era la fórmula suprema del orden, la democracia, digo, ha querido constituirse a su vez en partido de statu quo. Apenas se adueña de la situación que empieza a adaptarse para el inmovilismo. Pero entonces ¿qué hacer cuando alguien se llama democracia, cuando representa a la revolución y cuando, sin embargo, se llega al inmovilismo? ¡La democracia ha pensado que su misión consistía en reparar las viejas injusticias, en resucitar las naciones afligidas, en una palabra, en rehacer su historia! Esto es lo que expresa por la palabra nacionalidad, escrito en el frontispicio de su nuevo programa. No satisfecha de convertirse en el partido del statu quo, se ha convertido en partido retrógrado.

Y como la nacionalidad, tal como la comprende y la interpreta la democracia tiene como corolario la unidad, ha consagrado definitivamente su abjuración, declarándose definitivamente poder absoluto, indivisible e inmutable.

La nacionalidad y la unidad, he aquí pues la fe, la ley, la razón de Estado, he aquí los dioses actuales de la democracia. Pero para ella la nacionalidad es sólo una palabra, puesto que en el pensamiento de los demócratas sólo representa sombras chinescas. En cuanto a la unidad, veremos en el curso de este escrito lo que cabe pensar del régimen unitario. Pero mientras tanto, puedo afirmar, a propósito de Italia y de las manipulaciones de que ha sido objeto la Carta política de ese país, que esa unidad, por la que sienten tan vivo entusiasmo tantos supuestos amigos del pueblo y del progreso, no es otra cosa en el fuero interno de los hábiles, que un negocio, un gran negocio, mitad dinástico y mitad bancocrático, barnizado de liberalismo, salpicado de conspiración y a la que algunos honrados republicanos, mal informados o engañados, sirven de introductores.

A tal democracia, tal periodismo. Desde la época en que en el Manual del especulador de Bolsa fustigaba yo el papel mercenario de la prensa este papel no ha cambiado. No ha hecho sino ampliar la onda de sus operaciones. Todo lo que en otro tiempo poseía de razón, de espíritu, de crítica, de conocimientos, de elocuencia, ha queda do, resumido, salvo raras excepciones, en estos dos vocablos que tomo del vocablo profesional: difamación y reclamo. Habiendo sido confiada la cuestión italiana a los periódicos, esas estimables piezas de papel, ni más ni menos que si se hubiera tratado de sociedades en comandita, o como una claque obediente a la señal de un jefe, empezaron motejándome de mixtificador, malabarista, borbónico, papista, Erostrato, renegado, vendido, y resumo la letanía. Luego, adoptando un tono más sereno empezaron a recordar que yo era el enemigo irreconciliable del Imperio y de todo gobierno, de la Iglesia y de toda religión, así como de toda moral; un materialista, un anarquista, un ateo, una especie de Catilina literario capaz de sacrificar todo, tanto pudor como buen sentido, al deseo de hacer hablar de él, y cuya táctica esencial, en lo sucesivo, consistía en asociar astutamente la causa del emperador a la del Papa, y empujando a los dos contra la democracia, arruinar al mismo tiempo a todos los ,partidos y a todas las opiniones, para elevar finalmente un monumento a mi orgullo sobre los escombros del orden social. Tal ha sido el sentido profundo de las críticas de Le Siècle, L’Opínion natiónale, La Presse, L’Echo de la Presse, La Patrie, Le Pays, Les Débats: y aún omito algunos, pues no he leído todo sobre el tema. En esta ocasión se ha recordado que yo había sido la causa principal de la caída de la República, y ha habido demócrata de cerebro tan confuso como para murmurarme al oído que semejante escándalo no volvería a producirse, que la democracia había superado las locuras de 1848, y que era a mi a quien ella destinaba sus primeras balas conservadoras.

No quisiera dar la impresión de atribuir a estas ridículas violencias, dignas de los órganos que las inspiran, más importancia de la que merecen. Las cito como ejemplo de la influencia del periodismo contemporáneo y como testimonio del estado de los espíritus Pero si mi amor propio como individuo, si mi con ciencia como ciudadano está por encima de tales ataques, no ocurre lo mismo con mi dignidad de escritor intérprete de la revolución. Estoy cansado de los ultrajes de una democracia decrépita y de las afrentas de sus periódicos. Después del 10 de diciembre de 1848, viendo la masa del país y todo el poder del Estado vuelto contra lo que me parecía ser la revolución, intenté aproximarme a un partido que, si bien desprovisto de ideas, tenía aún la aureola del prestigio. Fue un error que he lamentado amargamente, pero que aún estoy a tiempo de rectificar. Seamos nosotros mismos si queremos ser algo; formamos, si hay lugar, con nuestros adversarios y nuestros rivales, federaciones, pero nunca fusiones. Lo que me está ocurriendo desde hace tres meses me ha hecho tomar esta decisión, sin posible retroceso. Entre un partido que en una filosofía del derecho ha sabido descubrir un sistema de tiranía y en las maniobras de la especulación un progreso; para el que los hábitos del absolutismo son virtud republicana y las prerrogativas de la libertad una rebelión; entre este partido, digo, y el hombre que busca la verdad de la revolución y su justicia, no puede haber nada común. La separación es necesaria y, sin resentimiento, pero sin temor, la llevo a cabo.

En el curso de la primera revolución, los jacobinos, experimentando de vez en cuando la necesidad de purificar su sociedad, llevaban a efecto en ellos mismos lo que entonces se llamaba una depuración. Invito a una manifestación de este género a cuantos amigos sinceros y esclarecidos de las ideas del 89 puedan quedar. Seguro del apoyo de una élite, contando con el buen sentido de las masas, en lo que a mí se refiere rompo con una facción que ya no representa nada. Aunque no llegásemos jamás a un centenar, es suficiente para lo que me atrevo a emprender. En todo tiempo la verdad ha servido a quienes le han sido fieles; aunque hubiese de sucumbir víctima de aquéllos a quienes me dispongo a combatir, tendré, al menos, el consuelo de pensar que, una vez mi voz silenciada, mi pensamiento obtendrá justicia y que, antes o después, mis propios enemigos serán mis émulos.

Pero, ¿qué estoy diciendo en realidad? No habrá ni batalla ni ejecución: el veredicto del público me ha dado de antemano la razón. ¿No ha corrido el rumor, repetido por diversos periódicos, de que la respuesta que publico en este instante tendría por título: ¿Los Iscariotes?... Pero esta justicia reside sólo en la opinión. Sería un error por mi parte encabezar mi trabajo con ese llamativo título, demasiado merecido para algunos. En el curso de los dos meses que me ocupo en pulsar el estado de las almas, he podido comprobar que si la democracia abunda en judas, hay en ella muchos más San Pedros todavía, y escribo tanto para éstos como para aquéllos. Por consiguiente, he renunciado al placer de una vendetta; me tendré por muy dichoso si, como el gallo de la Pasión, puedo contribuir a fortalecer en ellos tanto vacilante valor, restituyéndoles a la vez conciencia y entendimiento.

Dado que, en una publicación cuya forma era más bien literaria que didáctica, se ha simulado no comprender el pensamiento esencial, me veo obligado a volver a los procedimientos de la escuela y a argumentar de modo sistemático. Divido, pues, este trabajo, mucho más extenso de lo que hubiera deseado, en tres partes: la primera, la más importante para mis ex-correligionarios políticos, cuya razón veo gravemente afectada, tendrá como objeto establecer los principios de la materia de que se trata; en la segunda haré la aplicación de estos principios a la cuestión italiana y al estado general de cosas. Mostraré la insensatez y la inmoralidad de la política unitaria; en la tercera, responderé a las objeciones de aquellos señores periodistas, benevolentes u hostiles, que han considerado su deber ocuparse de mi último trabajo, y haré ver por medio de su ejemplo el peligro que corre la razón de las masas, bajo la influencia de una teoría destructora de toda individualidad.

Ruego a las personas, no importa la opinión que profesen, que, aun rechazando más o menos el fondo de mis ideas, han acogido mis primeras observaciones sobre Italia con alguna consideración, que sigan manifestándome su simpatía; por lo que a mí respecta, trabajaré por que, en medio del caos intelectual y moral en que estamos sumergidos, en esta hora en que los partidos solamente se distinguen como los caballeros combatientes de los torneos, por el color de sus penachos los hombres de buena voluntad, llegados desde todos los puntos del horizonte, hallen al fin una tierra sagrada en la que, cuando menos, puedan ofrecerse una mano leal y hablar un lenguaje común.

Esta tierra sagrada es la del derecho, la moral, la libertad, el respeto a la humanidad en todas sus manifestaciones, individuo, familia, asociación, ciudadanía; la tierra de la pura y franca justicia donde fraternizan, sin distinción de partido, escuela, cultos, remordimientos, esperanzas, todas las almas generosas. En cuanto a esta fracción degenerada de la democracia, que ha creído poder avergonzarme con lo que denomina los aplausos de la prensa legitimista, clerical e imperial, sólo les dirigiré por el momento unas palabras: que la vergüenza, si tal existe, debe caer plenamente sobre ella. Era a ella a quien le correspondía aplaudirme: y el mayor servicio que podré hacerle será el de demostrarlo de modo fehaciente.

Dualismo político — Autoridad y libertad: Oposición y conexión de estos dos sistemas

Antes de decir lo que se entiende por federación, es necesario recordar en algunas páginas el origen y la filiación de la idea. La teoría del sistema federal es nueva; creo hasta poder decir que no ha sido formulada por nadie. Está, empero, íntimamente enlazada con la teoría general de los gobiernos; es, hablando de una manera más precisa, su consecuencia indeclinable.

Entre tantas constituciones como la filosofía propone y la historia presenta ensayadas no hay sino una que reúna las condiciones de justicia, orden, libertad y duración, sin las que no pueden subsistir ni la sociedad ni el individuo. La verdad es una como la naturaleza; y sería por cierto de extrañar que no fuese así, tanto para el espíritu como para la sociedad, que es su más grandiosa obra. Todos los publicistas han reconocido esa unidad de la legislación humana; todos, y es más, se han esforzado en conformar con ella sus doctrinas, sin por esto negar la variedad de aplicaciones que reclama el genio propio de cada nación y la diversidad general de tiempos y lugares, ni desconocer la parte que hay que dar a la libertad en todo sistema político. Trato de demostrar que esa constitución única, cuyo reconocimiento será el mayor esfuerzo que pueda hacer la razón de los pueblos, no es otra cosa que el sistema federativo. Toda forma de gobierno que de ella se aleje debe ser considerada como una creación empírica, como un bosquejo provisional, como una tienda de árabe debajo de la cual viene la sociedad a albergarse por un momento, levantándola al día siguiente de haberla establecido. Se hace aquí, por tanto, indispensable un severo análisis; y la primera verdad de que importa que el lector se convenza es que la política, variable a lo infinito como arte de aplicación, es en cuanto a los principios que la rigen una ciencia de demostración, ni más ni menos que la geometría y el álgebra.

El orden político descansa fundamentalmente en dos principios contrarios: la autoridad y la libertad. El primero inicia; el segundo determina. Este tiene por corolario la razón libre; aquél, la fe que obedece.

Contra esta primera proposición no creo que se levante nadie. La autoridad y la libertad son tan antiguas en el mundo como la raza humana: con nosotros nacen y en cada uno de nosotros se perpetúan. Haré ahora sólo una observación que podría pasar inadvertida a los más de los lectores: estos dos principios forman, por decirlo así, una pareja cuyos dos términos están indisolublemente unidos y son, sin embargo, irreductibles el uno al otro, viviendo por más que hagamos en perpetua lucha. La autoridad supone indefectiblemente una libertad que la reconoce o la niega; y a su vez la libertad, en el sentido político de la palabra, una autoridad que trata con ella y la refrena o la tolera. Suprimida una de las dos, nada significa la otra: la autoridad sin una libertad que discute, resiste o se somete, es una palabra vana; la libertad sin una autoridad que le sirva de contrapeso, carece de sentido.

El principio de autoridad, principio familiar, patriarcal., magistral, monárquico, teocrático, principio que tiende a la jerarquía, a la centralización a la absorción, es debido a la naturaleza, y por lo mismo esencialmente fatal o divino, como quiera llamársela. Su acción, contrariada, dificultada por el principio contrarío, puede ser ampliada o restringida indefinidamente, no aniquilada.

El principio de libertad, personal, individualista, crítico, agente de división, de elección, de transacción, es debido al espíritu. Es, por consecuencia, un principio esencialmente arbitrador, superior a la naturaleza, de que se sirve, y a la fatalidad que domina, ilimitado en sus aspiraciones, susceptible como su contrario de extensión y de restricción, pero tan incapaz como él de perecer en virtud de su propio desarrollo como de ser aniquilado por la violencia.

Síguese de aquí que en toda sociedad, aun la más autoritaria, hay que dejar necesariamente una parte a la libertad; y, recíprocamente, que en toda sociedad, aun la más liberal, hay que reservar una parte a la autoridad. Esta condición es tan absoluta, que no puede sustraerse a ella ninguna combinación política. A despecho del entendimiento, que tiende incesantemente a transformar la diversidad en unidad, permanecen los dos principios el uno enfrente del otro y en oposición continua. El movimiento político resalta de su tendencia inevitable a limitarse y de su reacción mutua.

Todo esto, lo confieso, no tiene quizá nada de nuevo, y temo ya que más de un lector me pregunte si es todo esto lo que voy a enseñarle. Nadie niega la naturaleza ni el espíritu a pesar de la mucha oscuridad que los envuelve; ningún publicista sueña con redargüir de falsa la autoridad ni la libertad, por más que su conciliación, su separación y su eliminación parezcan igualmente imposibles. ¿Adónde, pues, me propongo ir a parar repitiendo ese lugar común?

Lo diré. Voy a parar a que todas las constituciones políticas, todos los sistemas de gobierno, incluso la federación, pueden ser reducidos a esta sola fórmula: contrapeso de la autoridad por la libertad, y viceversa; a que, por consecuencia, las categorías adoptadas desde el tiempo de Aristóteles por los autores, categorías con cuyo auxilio se clasifica a los gobiernos, se diferencia a los Estados y se distingue a las naciones, monarquía, aristocracia, democracia, etc., se reducen, salvo aquí la federación, a construcciones hipotéticas y empíricas en las que la razón y la justicia no quedan plenamente satisfechas, a que todos esos gobiernos, compuestos de elementos iguales e igualmente incompletos, no difieren unos de otros sino en materia de intereses, de preocupaciones, de rutina, y en el fondo se parecen y se equivalen; a que así, aun cuando no fuese debido a la aplicación de tan falsos sistemas, el malestar social de que se acusan unas a otras pasiones irritadas, los intereses lastimados y el amor propio burlado y ofendido, estaríamos respecto al fondo de las cosas cerca de entendernos; a que, por fin, todas esas divisiones de partidos entre los que abre nuestra imaginación abismos, toda esa contrariedad de opiniones que nos parece irresoluble, todos esos antagonismos de fortuna que creemos sin remedio, van a encontrar pronto en la teoría del gobierno federal su ecuación definitiva.

Qué de cosas, se dirá, en una mera oposición gramatical: ¡Autoridad, libertad!...

Pues bien, sí. He observado que las inteligencias ordinarias, que los niños, ven mejor la verdad cuando reducida a un fórmula abstracta que cuando explicada en un volumen de disertaciones y de hechos. Me he propuesto a su vez abreviar el estudio para los que no pueden leer libros, y hacerlo lo más concluyente posible trabajando sobre simples nociones. Autoridad, libertad: dos ideas opuestas la una a la otra y condenadas a vivir en lucha o morir juntas; no se dirá, por cierto, que sea esto cosa difícil. Ten, amigo lector, sólo la paciencia de leerme, y si has comprendido ese primero y cortísimo capítulo, tú me dirás después cuál es tu juicio.

Concepción «a priori» del orden político: Régimen de autoridad, régimen de libertad

Conocemos ya los dos principios fundamentales y antitéticos de todo gobierno: autoridad, libertad.

En virtud de la tendencia del espíritu humano a reducir todas sus ideas a un principio único, y, por tanto, a eliminar todas las que le parecen inconciliables con ese principio, dos regímenes diferentes se deducen a priori de esas dos nociones primordiales, según la preferencia o predilección dadas a la una o a la otra: el régimen de autoridad y el régimen de libertad.

Estando además la sociedad compuesta de individuos, y pudiéndose, desde el punto de vista político, concebir de cuatro maneras diferentes la relación del individuo con el grupo de que forma parte, resultan cuatro formas gubernativas, dos para cada régimen.

I. Régimen de autoridad

A. Gobierno de todos por uno solo: monarquía o patriarcado.

a. Gobierno de todos por todos: panarquía o comunismo.

El carácter especial de este régimen en sus dos especies es la indivisión del poder.

II. Régimen de libertad

B. Gobierno de todos por cada uno: democracia.

b. Gobierno de cada uno por cada uno: anarquía o self-government.

El carácter esencial de este régimen en sus dos especies es la división del poder.

Ni más ni menos. Esta clasificación es matemática, como dada a priori por la naturaleza de las cosas y la deducción del espíritu. No puede la política quedar más acá ni ir más allá, ínterin se la considere como el resultado de una construcción silogística, cosa que supusieron naturalmente todos los antiguos legisladores. Esa sencillez es notable: nos presenta desde un principio y bajo todos los sistemas al jefe de Estado esforzándose en deducir de un solo elemento todas sus constituciones. La lógica y la buena fe son primordiales en política; pero aquí está precisamente el peligro.

Observaciones

I. Es sabido cómo se establece el gobierno monárquico, expresión primitiva del principio de autoridad. Nos lo ha dicho M. de Bonald se funda en la autoridad paterna. La familia es el embrión de la monarquía. Los primeros Estados fueron generalmente familias o tribus gobernadas por tu jefe natural, marido, padre, patriarca, al fin rey.

Bajo este régimen el Estado se desarrolla de dos maneras: primera, por la generación o multiplicación natural de la familia, tribu o raza; segunda, por la adopción, es decir, por la incorporación voluntaria o forzosa de las familias y tribus circunvecinas, hecha de suerte que las tribus reunidas no constituyan con la tribu-madre sino una misma domesticidad, una sola familia. Este desenvolvimiento del Estado monárquico puede alcanzar proporciones inmensas; puede llegar a centenares de millones de hombres, distribuidos por centenares de miles de leguas cuadradas.

La panarquía, pantocracia o comunismo, nace naturalmente de la muerte del monarca o jefe de familia y de la declaración de los súbditos, hermanos, hijos o socios, de querer permanecer en la indivisión sin elegir un nuevo jefe. Esta forma política, si es que de ella hay ejemplos, es sumamente rara, a causa de hacerse sentir más el peso de la autoridad y abrumar más al individuo que el de cualquiera otra. Apenas ha sido adoptada más que por las comunidades religiosas, que han tendido al aniquilamiento de la libertad en todos los países y bajo todos los cultos. La idea no por esto deja de ser obtenida a priori, como la idea monárquica: encontrará su explicación en los gobiernos de hecho, y debíamos mencionarla aun cuando no fuese más que para memoria.

Así la monarquía, fundada en la naturaleza y justificada, por consiguiente, en su idea, tiene su legitimidad y su moralidad. Otro tanto sucede con el comunismo. No tardaremos con todo en ver que esas dos variedades del mismo régimen, a pesar de lo concreto del hecho en que descansan y lo racional de su deducción, no pueden mantenerse dentro del rigor de su principio ni en la pureza de su esencia, y están, por tanto, condenadas a permanecer siempre en estado de hipótesis . De hecho, a pesar de su origen patriarcal, de su benigno temperamento y de sus aires de absolutismo y derecho divino, ni la monarquía ni el comunismo se han desarrollado en ninguna parte conservando la sinceridad de su tipo.

II. ¿Cómo se establece a su vez el gobierno democrático del principio de libertad? Juan Jacobo Rousseau y la revolución nos lo han enseñado, por medio del contrato. Aquí la fisiología no entra ya por nada: el Estado aparece como el producto, no ya de la naturaleza orgánica, de la carne, sino de la naturaleza inteligible, del espíritu.

Bajo este régimen, el Estado se desarrolla por accesión o adhesión libre. Así como se supone que los ciudadanos todos han firmado el contrato, se supone también que lo ha suscrito el extranjero que entra en la república: bajo esta condición solamente se le otorgan los derechos y prerrogativas de ciudadano. Si el Estado ha de sostener una guerra y se hace conquistador, concede por la fuerza de su mismo principio a las poblaciones vencidas los derechos de que gozan los vencedores, que es lo que se conoce con el nombre de isonomía. Tal era entre los romanos la concesión del derecho de ciudadanía. Supónese hasta que los niños al llegar a la mayor edad han jurado el pacto. No sucede en las democracias lo que en las monarquías, donde se es súbdito de nacimiento sólo por ser hijo de súbdito, ni lo que en las comunidades de Licurgo y de Platón, donde por el solo hecho de venir al mundo se pertenecía al Estado. En una democracia no se es, en realidad, ciudadano por ser hijo de ciudadano; para serio, es de todo punto necesario en derecho, independientemente de la cualidad de ingenuo, haber elegido el sistema vigente.

Otro tanto sucede respecto a la accesión de una familia, de una ciudad, de una provincia: es siempre la libertad la que le sirve de principio y la motiva.

Así, al desenvolvimiento del Estado autoritario, patriarcal, monárquico o comunista, se contrapone el del Estado liberal, consensual y democrático. Y así como no hay límites naturales para la extensión de la monarquía, que es lo que en todos los tiempos y en todos los pueblos ha sugerido la idea de una monarquía universal o mesiánica, no los hay tampoco para la del Estado democrático, hecho que ha sugerido igualmente la idea de una democracia o república universal.

Como variedad del régimen liberal, he presentado la anarquía o gobierno de cada uno por sí mismo, en inglés self-government, La expresión de gobierno anárquico es, en cierto modo, contradictoria; así que la cosa parece tan imposible como la idea absurda.

No hay aquí, sin embargo, de reprensible sino el idioma: la noción de anarquía en política es tan racional y positiva como cualquiera otra. Consiste en que si estuviesen reducidas sus funciones políticas a las industriales, resultaría el orden social del solo hecho de las transacciones y los cambios. Cada uno podría decirse entonces autócrata de sí mismo, lo que es la extrema inversa del absolutismo monárquico.

Por lo demás, así como la monarquía y el comunismo, fundados en naturaleza y razón, tienen su legitimidad y su moralidad, sin que puedan jamás realizarse en todo el rigor y la pureza de su noción, la democracia y la anarquía, fundadas en libertad y en derecho, tienen su legitimidad y su moralidad corriendo tras un ideal que está en relación con su principio. No tardaremos con todo en ver también que, a despecho de su origen jurídico y racional, no pueden, al crecer y desarrollarse en población y territorio, mantenerse dentro del rigor y la pureza de su idea, y están condenadas a permanecer en el estado de perpetuo desiderátum. A pesar del poderoso atractivo de la libertad, no se hallan constituidas en parte alguna con la plenitud ni la integridad de su idea ni la democracia ni la anarquía.

Formas de gobierno

Con la ayuda de esos trebejos metafísicos, se han establecido, no obstante, desde el principio del mundo todos los gobiernos de la Tierra, y con ellos llegaremos a descifrar el enigma político, por poco que trabajemos para conseguirlo. Perdóneseme, pues, sí insisto en ellos, como se hace con los niños a quienes se enseñan los elementos de la gramática.

En todo lo que precede no se encontrará una sola palabra que no sea perfectamente exacta. No se raciocina de otro modo en las matemáticas puras. No está en el uso de las nociones el principio de nuestros errores, sino en las exclusiones que, so pretexto de lógica, nos permitimos hacer al aplicarlas.

  1. Autoridad-libertad: Estos son los dos polos de la política. Su oposición antitética, diametral, contradictoria, nos da la seguridad de que es imposible un tercer término, de que no existe. Entre el y el no, del mismo modo que entre el ser y el no-ser, no admite nada la lógica.

  2. La conexión de esas mismas nociones, su irreductibilidad, su movimiento, están igualmente demostradas. No van la una sin la otra, no se puede suprimir ésta ni aquélla, no es posible reducirlas a una expresión común. Respecto a su movimiento, basta ponerlas la una enfrente de la otra para que, tendiendo a absorberse mutuamente, se desarrollen la una a expensas de la otra, y entren al punto en acción.

  3. De esas dos nociones resultan para la sociedad dos regímenes diferentes, que hemos llamado régimen de autoridad y régimen de libertad, regímenes de los cuales puede luego tomar cada uno dos formas diferentes, no más ni menos. La autoridad no se presenta con toda su grandeza sino en la colectividad social, y, por consecuencia, no puede ni manifestar su voluntad ni obrar sino por medio de la colectividad misma o de alguien que la represente. Otro tanto sucede con la libertad, la cual no es perfecta sino cuando está para todos asegurada, bien porque todos participen del gobierno bien porque el gobierno no haya sido deferido a nadie. Es de todo punto imposible salir de esas alternativas: respecto al régimen de autoridad, gobierno de todos por todos o gobierno de todos por uno solo; respecto al de libertad, gobierno en participación de todos por cada uno o gobierno de cada uno por sí mismo. Todo esto es fatal, como la unidad y la pluralidad, el calor y el frío, la luz y las tinieblas. Pero se me dirá: ¿No se ha visto acaso jamás que el gobierno sea el patrimonio de una harte más o menos considerable de la república con exclusión del resto? ¿No se han visto aristocracias, gobierno de las clases altas; olocracias, gobierno de la plebe; oligarquías, gobierno de una facción. La observación es justa, todo esto se ha visto real y verdaderamente; pero esos gobiernos son de hecho, obras de usurpación, de violencia, de reacción, de transición, de empirismo, donde están adoptados a la vez todos los principios, y luego son igualmente violados, desconocidos y confundidos todos; y nosotros hablamos ahora sólo de los gobiernos, a priori, concebidos según las leyes de la lógica y basados en un solo principio.

Lo repito: nada hay de arbitrario en la política racional, que tarde o temprano ha de venir a confundirse con la política práctica. La arbitrariedad no es obra ni de la naturaleza ni del espíritu; no la engendran ni la necesidad de las cosas ni la infalible dialéctica de las nociones. La arbitrariedad es hija, ¿sabéis de quién? Su propio nombre os lo dice: del libre arbitrio, de la libertad. ¡Cosa admirable! El único enemigo contra el cual se ha de poner la libertad en guardia no es, en el fondo, la autoridad que todos los hombres adoran como si fuese la justicia; es la libertad misma, la libertad del príncipe, la libertad de los grandes, la libertad de las muchedumbres disfrazada con la máscara de la autoridad.

De la definición a priori de las diversas especies de gobierno, pasemos ahora a sus formas.

Dase el nombre de forma de gobierno a la manera cómo el Poder se distribuye y se ejerce. Natural y lógicamente, esas formas están en relación con el principio, la formación y la ley de cada régimen.

Así como el padre en la familia primitiva y el patriarca en la tribu son a la vez amos de la casa, del carro o de la tienda, herus, dominus, propietarios de la tierra, de los ganados y de sus crías, labradores, industriales, directores, comerciantes, sacrificadores, guerreros; así en la monarquía el príncipe es a la vez legislador, administrador, juez, general, pontífice. Tiene el dominio eminente sobre la tierra y sus productos; es jefe de las artes y los oficios, del comercio, de la agricultura, de la marina, de la instrucción pública; está revestido de toda autoridad y de todo derecho. El rey es, en dos palabras, el representante, la encarnación de la sociedad: él es el Estado. La reunión o indivisión de los poderes es el carácter de la monarquía. Al principio de autoridad que distingue al padre de familia y al monarca, viene a unirse aquí como corolario el principio de universalidad de atribuciones. Hay aquí reunidos en la misma persona un jefe militar como Josué, un juez como Samuel, un sacerdote como Aarón, un rey como David, un legislador como Moisés, Salón, Licurgo, Numa. Tal es el espíritu de la monarquía, tales son sus formas.

Pronto, empero, por la extensión dada al Estado, el ejercicio de la autoridad es superior a las fuerzas de un hombre. El príncipe entonces se hace ayudar por consejeros oficiales o ministros escogidos por él que obran en su puesto y lugar, y son sus mandatarios y procuradores para con el pueblo. Del mismo modo que el príncipe a quien representan, esos enviados, sátrapas, procónsules o prefectos, acumulan a su mandato todos los atributos de la autoridad; pero debiendo, se entiende, dar cuenta de su gestión al monarca su amo, en cuyo interés y en cuyo nombre gobiernan, cuya dirección reciben y de cuya vigilancia son constante objeto, a fin de que esté seguro de la alta posesión de la autoridad, del honor del mando y de los beneficios del Estado, y al abrigo de toda clase de usurpaciones y revueltas. En cuanto a la nación, ni tiene derecho de pedir cuentas, ni tienen por qué dárselas los agentes del príncipe. En ese sistema, la única garantía de los súbditos está en el interés del soberano, el cual, por lo demás, no reconoce otra ley que su gusto.

En el régimen comunista, las formas del gobierno son las mismas: el poder está en el ejercicio pro indiviso por la colectividad social, del mismo modo que lo era antes por la sola persona del monarca. Así en los campos de Mayo de los germanos deliberaba y juzgaba el Pueblo entero sin distinción de edad ni sexo; así los cimbrios y los teutones peleaban contra Mario acompañados de sus mujeres: no conociendo la estrategia ni la táctica, ¿qué falta les habían de hacer los generales? Por un resto de ese comunismo dictaba la masa entera en Atenas las sentencias criminales, por una inspiración del mismo género diose la República de 1848 novecientos legisladores, sintiendo no poder reunir en una misma asamblea sus diez millones de electores, que hubo de contentarse con llamar a las urnas. De aquí han salido, por fin, los proyectos de legislación directa por sí y por no que se ha concebido en nuestros mismos tiempos.

Las formas del Estado liberal o democrático corresponden igualmente al principio de formación y a la ley de desenvolvimiento de ese mismo Estado: por consecuencia, difieren radicalmente de los de la monarquía. Consisten en que el poder, lejos de ser ejercido colectivamente y pro indiviso, como en la comunidad primitiva, está distribuido entre los ciudadanos, cosa que se verifica de dos maneras. Si se trata de un servicio susceptible de ser materialmente dividido, como de la construcción de un camino, del mando de una armada de la policía de una ciudad, de la instrucción de la juventud, se reparte el trabajo por secciones, la armada por escuadras y aun por buques, la ciudad por barrios, la enseñanza por cursos, y se pone al frente de cada división un director, un comisario, un almirante, un capitán, un maestro. Los atenienses acostumbraban a nombrar en sus guerras diez o doce generales, cada uno de los cuales mandaba por turno un día; uso que parecería hoy muy extraño, pero necesario en aquella democracia, que no consentía otra cosa. Si la función es indivisible, se la deja entera, y o bien se nombran muchos para ejercerlo, a pesar del precepto de Homero, que halló mala la pluralidad en tratándose de mando, y donde mandamos nosotros un embajador se manda una compañía, como hacían los antiguos; o bien se confía cada función a un solo individuo, que se entrega a ella y hace de ella su especialidad, su oficio; hecho que tiende a introducir en el cuerpo político una clase particular de ciudadanos, a saber, los funcionarios públicos. Desde este momento, la democracia- está en peligro: el Estado es distinto de la nación; su personal pasa a ser, poco más o menos como en la monarquía, más afecto al príncipe que a la sociedad y al Estado. En cambio, ha surgido una gran idea, una de las más grandes ideas de la ciencia, la de la división o separación de los poderes. Gracias a ella, toma la sociedad una forma decididamente orgánica; las revoluciones pueden sucederse como las estaciones, sin temor de que jamás perezca esa bella constitución del poderío público por categorías: Justicia, Administración, Guerra, Hacienda, Culto, Instrucción Pública, Comercio, etc. Hay ya por lo menos en las sociedades algo que no morirá jamás.

La organización del gobierno liberal o democrático es más complicada, más sabia, de una práctica más trabajosa y menos brillante que la del gobierno monárquico, y, por tanto, menos popular. Casi siempre las formas del gobierno libre han sido tratadas de aristocráticas por las masas, que han preferido el absolutismo monárquico. De aquí la especie de círculo vicioso en que giran y girarán aún por largo tiempo los hombres de progreso. Los republicanos piden libertades y garantías naturalmente con el objeto de mejorar la suerte de las masas; así que no pueden menos de buscar su apoyo en el pueblo. Ahora bien, el pueblo es siempre un obstáculo para la libertad, bien porque desconfíe de las formas democráticas, bien porque le sean indiferentes.

Las formas de la anarquía son indistintamente las de la monarquía o las de la democracia, según la voluntad de cada individuo y según lo permita el límite de sus derechos.

Tales son en sus principios y en sus formas los cuatro gobiernos elementales que concibe a priori el entendimiento humano y están destinados a servir de materiales para todas las futuras construcciones políticas. Pero, lo repito, esos cuatro tipos, aunque sugeridos a la vez por la naturaleza de las cosas y el sentimiento de la libertad y del derecho, no son para realizados en sí mismos ni con todo el rigor de sus leyes. Son concepciones ideales y fórmulas abstractas que no pueden pasar a realidades, aunque por ellas se constituyan empírica e intuitivamente todos los gobiernos de hecho. La realidad es compleja por su propia naturaleza lo simple no sale de la esfera de lo ideal ni llega a lo concreto. Poseemos en esas fórmulas antitéticas los elementos de una constitución regular, de la futura constitución del género humano; pero será necesario que pasen siglos y se desenvuelva ante nuestros ojos toda una serie de revoluciones antes que del cerebro que ha de concebirla, es decir, del cerebro de la humanidad se desprenda la fórmula definitiva.

Transacción entre los dos principios: Origen de las contradicciones de la política

Puesto que los dos principios en que descansa todo orden social, la autoridad y la libertad, por una parte son. contrarios entre sí y están en perpetua lucha, y por otra no pueden ni excluirse ni refundiese en uno, se hace entre ellos de todo punto inevitable una transacción. Cualquiera que sea el sistema que se haya preferido, el monárquico o el democrático, el comunista o el anárquico, no durará la institución algún tiempo como no haya sabido apoyarse más o menos en los elementos de su antagonista.

Se engañaría, por ejemplo, de un modo raro el que imaginase que el régimen de autoridad con su carácter personal, sus costumbres de familia y su iniciativa absoluta, pueda satisfacer abandonado a sus solas fuerzas sus propias necesidades. Por poca extensión que torne el Estado, esa venerable paternidad degenera rápidamente en impotencia, confusión, desatino y tiranía. El príncipe, no pudiendo atender a todo, debe necesariamente confiarse a auxiliares que le engañan, le roban, le desacreditan, le pierden en la opinión de los demás, le suplantan, y por fin le destronan. Ese desorden, inherente al poder absoluto, la desmoralización que este poder produce, las catástrofes que sin cesar le amenazan, son la peste de las sociedades y de los Estados. Así, se puede sentar como regla que el gobierno monárquico es tanto más benigno, moral, soportable y, por tanto, duradero, si se prescinde en este momento de las relaciones exteriores, cuanto más modestas son sus dimensiones y más se acercan a las de la familia; y viceversa, que será tanto más insuficiente, opresor, odioso para sus súbditos, y por consecuencia menos sólido y duradero, cuanto más vasto haya llegado a ser el Estado. La historia nos ha conservado el recuerdo, y los siglos modernos nos han suministrado ejemplos de esas vastas y espantosas monarquías, monstruos informes, verdaderos mastodontes políticos que una civilización mejor no puede menos de hacer desaparecer progresivamente. En todos esos Estados, el absolutismo está en razón directa de la masa y se sostiene por su propio prestigio; en un Estado pequeño, por el contrario, la tiranía no puede sostenerse un momento sino por medio de tropas mercenarias; vista de cerca se desvanece. Para obviar ese vicio de su naturaleza, los gobiernos monárquicos no han podido menos de aplicarse en mayor o menor medida fas formas de la libertad, principalmente la separación de los poderes o la división de la soberanía.

El motivo de esta modificación es fácil de comprender. Si un hombre solo apenas basta para la explotación de una propiedad de cien hectáreas, para la dirección de una fábrica que tenga ocupados algunos centenares de jornaleros, para la administración de un pueblo de cinco mil a seis mil habitantes. ¿cómo ha de poder llevar sobre sí el peso de un imperio de cuarenta millones de hombres? Aquí, pues, la monarquía ha debido inclinar la frente ante ese doble principio tomado de la economía política: primero, que nunca se obtiene mayor suma de trabajo ni mayor rendimiento que cuando el trabajador es libre y obra por su cuenta como empresario y propietario; segundo, que es tanto mejor la calidad del producto o del servicio cuanto mejor conoce el productor su especialidad y se consagra a ella exclusivamente. Hay aún otra razón para que la monarquía tome de la democracia, y es que la riqueza social aumenta en proporción a lo divididas y trabadas que están entre sí las industrias, lo cual significa en política que el gobierno será tanto mejor y tanto menos peligroso para el príncipe cuanto más determinadas y mejor equilibradas estén las diversas funciones: cosa imposible en el régimen absolutista. He aquí cómo los príncipes han ido, por decirlo así, a republicanizarse, a fin de prevenir una ruina inevitable: en esos últimos años nos han dado de esto brillantísimos ejemplos el Piamonte, Austria y Rusia. Atendida la situación deplorable en que el zar Nicolás había dejado su imperio, el hecho de haber introducido la distinción de los poderes en el gobierno ruso no es la menor de las reformas emprendidas por su hijo Alejandro.

En el gobierno democrático se observan hechos análogos, pero inversos.

Por más que se determinen con toda la sagacidad y la previsión posibles los derechos y deberes de los ciudadanos y las atribuciones de los funcionarios; por mucho que se prevean los incidentes, las excepciones y las anomalías, deja siempre tanto por prever aun el hombre de Estado más prudente, que cuanto más legisla, más litigios surgen. Exige todo esto de los agentes del poder una iniciativa y un arbitraje que sólo pueden imponerse estando constituidos en autoridad los que hayan de ejercerlo. Quítese al principio democrático, quítese a la libertad esa sanción suprema, la autoridad, y el Estado desaparece al momento. Es, con todo, obvio que no estamos ya entonces en el terreno del libre contrato, a menos que no se sostenga que los ciudadanos habían convenido previamente que en caso de litigio se someterían a la decisión de uno de ellos, magistrado designado de antemano. ¿Y qué es esto más que renunciar al principio democrático y entrar en el terreno de la monarquía?

Multiplique la democracia cuanto quiera con sus funcionarios las garantías legales y los medios de vigilancia; llene de formalidades los actos de sus agentes; llame sin cesar a los ciudadanos a que elijan, a que discutan, a que voten; que quiera que no, sus funcionarios son hombre de autoridad, palabra ya admitida; y si entre ellos hay alguno o algunos que estén encargados de la dirección general de los negocios, ese jefe, individual o colectivo, del gobierno es, como le ha llamado el mismo Rousseau, un príncipe, a quien falta una nonada para que sea un rey.

Se pueden hacer observaciones análogas sobre el comunismo y la anarquía. No hubo jamás una república comunista perfecta; y es poco probable que, por alto que sea el grado de civilización, de moralidad y de sabiduría a que se eleve el género humano, desaparezca de él todo vestigio de autoridad y de gobierno. Pero mientras que el comunismo es el sueño de la mayor parte de los socialistas, la anarquía es el ideal de la escuela económica, que tiende abierta y decididamente a suprimir todo establecimiento gubernativo, y a constituir la sociedad sobre las bases de la propiedad y del trabajo libres.

No daré más ejemplos. Lo que acabo de decir basta para demostrar la verdad de mi proposición, es a saber: que no pudiendo realizarse en toda la pureza de .su ideal ni la monarquía, ni la democracia, ni el comunismo, ni la anarquía, están condenadas a completarse prestándose la una a la otra sus diversos elementos.

Hay, a la verdad, en esto con qué humillar la intolerancia de los fanáticos, que no pueden oír hablar de una opinión contraria a la suya sin hasta cierto punto horripilarse. Sepan esos desgraciados que empiezan ellos mismos por ser necesariamente infieles a su principio, y es toda su fe política un tejido de inconsecuencias; y ¡ojalá que el poder por su parte deje de ver pensamientos facciosos en la discusión de los diferentes sistemas de gobierno! Luego que haya entrado el convencimiento de que esos términos de monarquía, democracia, etc., no expresan sino concepciones teóricas, muy distantes de las instituciones que parecen realizarlas, ni el realista perderá su calma al oír las palabras contrato social, soberanía del pueblo, sufragio universal, etc., ni el demócrata dejará de oír tranquilo y con la sonrisa en los labios al que hable de dinastía, de poder absoluto o de derecho divino. No hay verdadera monarquía, no hay verdadera democracia. La monarquía es la forma primitiva, fisiológica y, por decirlo así, patronímico del Estado: vive en el corazón de las masas y se manifiesta con fuerza por la tendencia general a la unidad. La democracia bulle a su vez por todas partes: fascina las almas generosas y se apodera en todos los pueblos de la flor de la sociedad. Pero exige ya la dignidad de nuestra época que renunciemos por fin a esas ilusiones que sobradas veces degeneran en mentiras. Hay contradicciones en el fondo de todos los programas. Los tribunos populares juran sin advertirlo por la monarquía; los reyes, por la democracia y la anarquía. Después de la coronación de Napoleón I, leíanse durante algún tiempo las palabras República francesa en una de las caras de las monedas, que llevaban en la otra la efigie de Napoleón con el título de Emperador de los franceses. Luis Felipe fue designado por Lafayette como la mejor de las repúblicas. ¿No se le dio después también el sobrenombre de Rey de los propietarios? Garibaldi ha prestado a Víctor Manuel el mismo servicio que Lafayette a Luis Felipe. Es verdad que más tarde ha parecido que se arrepentían de haberlo hecho Lafayette y Garibaldi; mas no por esto debe dejarse de consignar que lo hicieron, sobre todo, cuando toda retractación había de ser ilusoria. No hay un demócrata que pueda decir de sí que está puro de todo monarquismo, ni un partidario de la monarquía que pueda lisonjearse de estar exento de todo republicanismo. Queda sentado que no habiéndole repugnado a la democracia ni la idea dinástica ni la unitaria, lejos de tener los partidarios de ambos sistemas el derecho de excomulgarse, tienen el deber de ser el uno para con el tolerantes.

¿Qué es rota la política, si es imposible que una sociedad se constituya exclusivamente sobre el principio a que dé su preferencia, si, por más que haga el legislador, el gobierno, acá reputado monárquico, allá democrático, no deja de ser jamás una indecisa mezcla donde están combinados elementos los más contrapuestos en proporciones arbitrarias, determinadas sólo por caprichos e intereses; donde las definiciones más exactas conducen fatalmente a la confusión y a la promiscuidad; donde son por consecuencia admisibles todas las conversiones y todas las defecciones, y puede pasar por honrosa hasta la misma volubilidad? ¡Qué campo abierto al charlatanismo, a la traición, a la intriga! ¿Qué Estado ha de poder subsistir bajo condiciones tan disolventes? No bien está constituido, cuando lleva ya en la contradicción de su misma idea, su principio de muerte. ¡Extraña creación ésta, donde la lógica es impotente y sólo parece práctica y racional la inconsecuencia!

Gobiernos de hecho: Disolución social

Siendo la monarquía y la democracia, únicas de que me ocuparé en adelante, dos ideales que suministra la teoría, pero que son irrealizables en el rigor de sus términos, ha sido indispensable, como acabo de decir, resignarse en la práctica a transacciones de todos géneros: de esas transacciones obligadas han nacido todos los gobiernos de hecho. Obra estos del empirismo y variables a lo infinito, son esencialmente y sin excepción gobiernos compuestos o mixtos.

Observaré a este propósito que los publicistas se han engañado e introducido en la política un elemento tan falso como peligroso, cuando por no distinguir la práctica de la teoría, lo real de lo ideal, han puesto en la misma línea los gobiernos de mera concepción, irrealizables en toda su sencillez, y los gobiernos mixtos o de hecho. La verdad es, repito, que no existen ni pueden existir sino en teoría los gobiernos de la primera especie: todo gobierno de hecho es necesariamente mixto, llámesele, no importa cómo, monarquía o democracia. Esta observación es importante: sólo ella nos permite reducir a un error de dialéctica las innumerables decepciones, corrupciones y revoluciones de la política.

Todas las variedades de gobierno de hecho; en otros términos, todas las transacciones gubernativas ensayadas o propuestas desde los tiempos más antiguos hasta nuestros días, están reducidas a dos especies principales que llamaré, valiéndome de los nombres hoy en boga, imperio y monarquía constitucional. Esto necesita explicación.

Habiendo sido desde un principio la guerra y la desigualdad de fortunas la condición de los pueblos, la sociedad se divide naturalmente en cierto número de clases: guerreros o nobles, sacerdotes, propietarios, mercaderes, navegantes, industriales, labradores. Donde hay reyes, forma casta aparte, es la primera de todas, la dinastía.

La lucha de las clases entre sí, el antagonismo de sus intereses, la manera como estos se coligan, determinan el régimen político, y, por consiguiente, la elección de gobierno, sus innumerables especies y sus todavía más innumerables variedades. Poco a poco todas estas clases se refunden en dos: una superior aristocracia, burguesía o patriciado; y otra inferior, plebe o proletariado, entre las cuales flota la realeza, expresión de la autoridad, órgano del Poder público. Si la aristocracia se une a la realeza, el gobierno que de ahí resulte será una monarquía moderada, actualmente llamada constitucional; si el que se coliga con la autoridad es el pueblo, el gobierno será un imperio o democracia autocrática. La teocracia de la Edad Media era un pacto entre el sacerdocio y el imperio; el Califato, una monarquía a la vez militar y religiosa. En Tiro, en Sidón, en Cartago, apoyáronse los reyes en la clase de los comerciantes hasta el momento en que se adueñaron estos del poder. En Roma, según parece, los reyes tuvieron en un principio a raya a patricios y a plebeyos: coligáronse luego las dos clases contra la corona, y abolida la monarquía, tomó el Estado el nombre de república. Quedó, sin embargo, preponderante el patriciado. Mas esta constitución aristocrática fue tan borrascosa como la democracia de Atenas: vivió el gobierno de expedientes, y al paso que la democracia ateniense sucumbió al primer choque en la guerra del Peloponeso, la república romana, gracias a la necesidad en que se encontró el Senado de ocupar al pueblo, dio por resultado la conquista del mundo. Pacificado el orbe, vino la guerra civil con todos sus estragos, y se enconó y prolongó hasta tal punto, que la plebe, para concluirla, se dio un jefe, destruyó patriciado y república y creó el imperio.

Suele causar admiración que los gobiernos fundados bajo los auspicios de una burguesía o de un patriciado, de acuerdo con una dinastía, sean generalmente más liberales que los fundados por las muchedumbres bajo el patronato de un dictador o de un tribuno. El hecho debe parecer, en efecto, tanto más sorprendente cuanto que en el fondo la plebe está más interesada en favor de la libertad que la burguesía, y en realidad tiende más a establecerla. Pero esta contradicción, escollo de la política, viene explicada por la situación de los partidos, situación que en el caso de una victoria obtenida por el pueblo hace raciocinar y obrar a la plebe como autocrática, y en el caso de que llegue a prevalecer la burguesía, la hace raciocinar y obrar como republicana. Volvamos al dualismo fundamental, autoridad y libertad, y lo comprenderemos al momento.

De la divergencia de estos dos principios nacen primordialmente, bajo la influencia de las pasiones y de los intereses contrarios, dos diversas tendencias, dos corrientes de opiniones opuestas. Sucede esto a causa de que los partidarios de la autoridad tienden a dejar a la libertad, ya individual, ya local o corporativa, el menor lugar posible, y a explotar partiendo de ahí el poder, en su propio provecho y en detrimento de la muchedumbre; y, por el contrario, los partidarios del régimen liberal tienden a restringir indefinidamente la autoridad, y a vencer a la aristocracia por medio de la incesante determinación de las funciones públicas, de los actos del poder y de sus formas. Por efecto de su posición, por lo humilde de su fortuna, el pueblo busca en el gobierno la libertad y la igualdad; por una razón contraria, el patriciado, propietario, capitalista, empresario, se inclina más a una monarquía que proteja las grandes personalidades, sea capaz de asegurar en provecho suyo el orden y dé, por consiguiente, más campo a la autoridad que a la libertad política.

Todos los gobiernos de hecho, cualesquiera que sean sus motivos o reservas, se reducen a una de estas dos fórmulas: Subordinación de la autoridad a la libertad, o subordinación de la libertad a la autoridad.

La misma causa, empero, que levanta una contra otra la burguesía y la plebe, hace pronto dar media vuelta a entrambas. La democracia, tanto por asegurar su triunfo como porque ignora las condiciones del poder y es incapaz de ejercerlo, se da un jefe absoluto ante cuya autoridad desaparezca todo privilegio de casta; la burguesía, que teme el despotismo tanto como a la anarquía, prefiere consolidar su posición estableciendo una monarquía constitucional; de modo que al fin y al cabo, el partido que más necesita de libertad y orden legal crea el absolutismo, y el del privilegio establece el gobierno liberal, dándole por sanción las restricciones del derecho político.

Vese por ahí que, hecha abstracción de las consideraciones económicas que dominan el debate, son cosas equivalentes burguesía y democracia, imperialismo y constitucionalismo y los demás gobiernos antagonistas, cualquiera que sea el nombre que se les atribuya; que desde el punto de vista del derecho y de los principios, son pueriles por demás cuestiones como las siguientes: si no valía más el régimen de 1814 que el de 1804; si no sería más ventajoso para el país dejar la constitución de 1852 y volver a la de 1830; si debería el partido republicano refundiese en el orleanista o unirse al imperio. Pueriles digo porque, atendidos los datos que conocemos, no vale un gobierno sino por los hechos que lo han traído y los hombres que le representan, y toda discusión teórica que sobre este punto se entable es vana y no puede menos de conducir a aberraciones.

Las contradicciones de la política, los cambios de frente de los partidos, la perpetua mudanza de los papeles son en la historia tan frecuentes y tienen una tan gran parte en los negocios humanos, que no puedo dejar de insistir en ellos. El dualismo de la autoridad y la libertad nos da la clave de esos enigmas: sin esta explicación primordial, la historia de los Estados sería la desesperación de las conciencias y del escándalo de la filosofía.

La aristocracia inglesa hizo la Carta Magna; los puritanos produjeron a Cromwell. En Francia, la burguesía ha sentado las imperecederas bases de todas nuestras constituciones liberales. En Roma, el patriarcado había organizado la república; la plebe creó los Césares y los pretorianos. En el siglo XVI, la Reforma es por lo pronto aristocrática; la masa permanece católica o se da Mesías a la manera de Juan de Leyden; sucede lo contrario de lo que se había visto cuatro siglos antes, en que los nobles quemaban a los albigenses. ¡Qué de veces -esta observación es de Ferrari-, qué, de veces no ha visto la Edad Media a los gibelinos transformados en güelfos y a los güelfos en gibelinos! En 1813 Francia pelea por el despotismo, la coalición por la libertad, precisamente lo contrario de lo que en 1792 había sucedido. Hoy los legitimistas y los clericales sostienen la idea de la federación; los demócratas son unitarios. No acabaría de citar ejemplos de este género. Esto, con todo, no impide distinguir las ideas, los hombres y las cosas por sus tendencias naturales y sus orígenes; esto no hace que los negros no sean los negros, y los blancos siempre los blancos.

El pueblo, por su misma inferioridad y su constante estado de apuro, formará siempre el ejército de la libertad y del progreso: el trabajo es por naturaleza republicano; lo contrario implicaría contradicciones. Pero a causa de su ignorancia, del carácter primitivo de sus instintos, de la violencia de sus necesidades, de la impaciencia de sus deseos, el pueblo se inclina a las formas sumarias de la autoridad. No busca garantías legales -no tiene idea de ellas y no concibe el poder que tienen; tampoco una combinación de mecanismos ni un equilibrio de fuerzas-, para sí mismo no las necesita; busca, sí, un jefe cuya palabra le inspire confianza, cuyas intenciones le sean conocidas, cuyas fuerzas todas se consagren a sus intereses. Da a este jefe una autoridad sin límites, un poder irresistible. Mira como justo lo que cree ser útil, en atención a que es pueblo y se burla de las formalidades; no hace caso alguno de las condiciones impuestas a los depositarios del Poder público. Predispuesto a la sospecha y a la calumnia, pero incapaz de toda discusión metódica, no cree en definitiva sino en la voluntad humana, no espera sino del hombre, no tiene confianza sino en sus criaturas, in principibus, in filiis hominum. No espera nada de los principios, únicos que pueden salvarle; no tiene la religión de las ideas.

Así la plebe romana, después de setecientos años de un régimen progresivamente liberal y de una serie de victorias alcanzadas sobre los patricios, creyó atajar las dificultades todas anonadando al partido de autoridad, y a fuerza de exagerar el poder tribunicio dio a César la dictadura perpetua, impuso silencio al Senado, cerró los comicios, y por una fanega de trigo, annona fundó la autoridad imperial. Lo más curioso es que esta democracia estaba sinceramente convencida de su liberalismo, y se lisonjeaba de representar el derecho, la igualdad y el progreso. Los soldados de César, idólatras de su emperador, rebosaban de odio y desprecio por los reyes; y es bien seguro que si los asesinos del tirano no fueron inmolados al pie de su víctima, fue porque la víspera se había visto a César ensayando sobre su calva frente la diadema. Así los compañeros de Napoleón I, que habían salido del club de los jacobinos, a pesar de ser enemigos de los nobles, los sacerdotes y los reyes, encontraban lo más sencillo del mundo atiborrarse de títulos de barones, de duques, de príncipes, y hacer la corte a su ídolo; lo que no le perdonaron fue haber tomado por mujer a una princesa de Habsburgo.

Entregada a sí misma o conducida por sus tribunos, la multitud no fundó jamás nada. Tiene la cabeza trastornada: no llega a formar nunca tradiciones, no está dotada de espíritu lógico, no llega a idea alguna que adquiera fuerza de ley, no comprende de la política sino la intriga, del gobierno sino las prodigalidades y la fuerza, de la justicia sino la vindicta pública, de, la libertad sino el derecho de erigirse ídolos que al otro día demuele. El advenimiento de la democracia abre una era de retroceso que conduciría la nación y el Estado a la muerte, si éstos no se salvasen de la fatalidad que los amenaza por una revolución en sentido inverso, que conviene ahora que apreciemos.

La plebe, como vive al día, sin propiedad, sin empresas, apartada de los empleos públicos, está al abrigo y se inquieta poco de los peligros de la tiranía. La burguesía, por el contrario, como posee, comercia y fabrica, y codicia además la tierra y los pingües sueldos, está interesada en prevenir las catástrofes y asegurarse la devoción del poder. La necesidad de orden la lleva a las ideas liberales: de aquí las constituciones que impone a los reyes. Al mismo tiempo que encierra al gobierno en un círculo de formas legales de su elección y le sujeta al voto de un parlamento, deroga el sufragio universal y restringe el derecho político a una categoría de censatarios, pero guardándose bien de tocar la centralización administrativa, estribo del feudalismo industrial. Si la división de poderes le es útil para contrarrestar la influencia de la corona y desconcertar la política personal del príncipe; sí por otra parte le sirve igualmente el privilegio electoral contra las aspiraciones populares, no le es menos preciosa la centralización, en primer lugar, por los empleos que hace necesarios y proporcionan a la burguesía participación en el poder y el impuesto y luego por lo que facilita la pacífica explotación de las masas, Bajo un régimen de centralización administrativa y de sufragio restringido, donde al paso que la burguesía queda, por su sistema de mayorías, dueña del gobierno, toda vida local está sacrificada y toda agitación fácilmente comprimida; bajo un régimen tal, digo, la clase trabajadora, acuartelada en sus talleres, está condenada a vivir de un salario. Existe la libertad, pero sólo en la sociedad burguesa, cosmopolita como sus capitales; la multitud ha hecho dimisión no sólo ya en lo político, sino también en lo económico.

¿Será necesario añadir que la supresión o la conservación de una dinastía no alteraría en nada el sistema? Una república unitaria y una monarquía constitucional son lo mismo: no hay en aquélla sino el cambio de una palabra y un funcionario menos.

Pero si es de poca duración el absolutismo democrático, no lo es menos el constitucionalismo de la burguesía. El primero era retrógrado, no tenía freno, carecía de principios, despreciaba el derecho, hostilizaba la libertad, destruía toda seguridad y toda confianza. El sistema constitucional, con sus formas legales, su espíritu jurídico, su carácter poco expansivo, sus solemnidades parlamentarias, se presenta claramente al fin y al cabo como un vasto sistema de explotación y de intriga, donde la política corre parejas con el agiotaje, donde la contribución no es más que la lista civil de una casta, y el poder monopolizado el auxiliar del monopolio. El pueblo tiene el sentimiento vago de ese inmenso despojo: las garantías constitucionales le interesan poco. Principalmente en 1815 dio de ello muestras queriendo más a su emperador, a pesar de sus infidelidades, que a sus reyes legítimos, a pesar de su liberalismo.

El mal éxito que alternada y repetidamente tienen la democracia imperial y el constitucionalismo burgués da por resultado la creación de un tercer partido que, enarbolando la bandera del escepticismo, no jurando sostener jamás ningún principio, y siendo esencial y sistemáticamente inmoral, tiende- a reinar, como suele decirse, por el sistema de tira y afloja, es decir, arruinando toda autoridad y toda libertad; en una palabra, corrompiendo. Esto es lo que se ha llamado sistema doctrinario. No hace este sistema fortuna con menos rapidez que los otros. Acógesele en un principio por el odio y la execración que se siente contra los partidos antiguos: sostiénele luego el desaliento cada vez mayor de los pueblos; justifícale en cierto modo el espectáculo de la contradicción universal. Constituye a poco el dogma secreto del poder, que no podrá jamás hacer públicamente profesión de escepticismo, por impedírselo su pudor y su decoro: es desde luego el dogma declarado de la burguesía y del pueblo, que, como no están detenidos por ninguna clase de consideraciones, dejan aparecer a la luz del día su indiferencia, y hasta hacen de ella un vano alarde. Perdidas entonces la autoridad y la libertad en las almas, consideradas la justicia y la razón como palabras sin sentido, la sociedad está disuelta, la nación abajo. No subsiste ya más que materia y fuerza bruta; no tardará, so pena de muerte moral, en estallar una revolución. ¿Qué saldrá de ella? Ahí está la historia para contestarnos: los ejemplos abundan, se cuentan por millares. Al sistema condenado sucederá, gracias al movimiento de las generaciones, de suyo olvidadizas, pero sin cesar rejuvenecidas, una nueva transacción que seguirá la misma carrera, y gastada y deshonrada a su vez por las contradicciones de su propia idea, vendrá a tener el mismo término. Y esto continuará mientras la razón general no haya descubierto el medio de dominar los nos principios y equilibrar la sociedad, llegando a regularizar hasta sus antagonismos.

Posición del problema político: Principio de solución

Si el lector ha seguido algo cuidadosamente la exposición que acabo de hacer, no podrá menos de ver en la sociedad humana una creación fantástica llena de asombros y misterios. Recordemos en breves palabras las diferentes lecciones que hemos recogido:

  1. El orden político descansa en dos principios conexos, opuestos e irreductibles: la autoridad y la libertad.

  2. De esos dos principios se deducen paralelamente dos regímenes contrarios:, el régimen absolutista y el régimen liberal.

  3. Esos dos regímenes son tan diferentes, incompatibles e irreconciliables por sus formas como por su naturaleza; los hemos definido en dos palabras: indivisión, separación.

  4. Ahora bien: la razón indica que toda teoría debe desenvolverse conforme a su principio, y toda existencia realizarse según su ley: la lógica les la condición, tanto de la vida como del pensamiento. En política sucede justamente lo contrario: ni la autoridad ni la libertad pueden constituirse aparte, ni dar origen a un sistema que les sea exclusivamente propio: lejos de esto, se hallan condenadas en sus respectivos triunfos a hacerse perpetuas y mutuas concesiones.

  5. Síguese de aquí que no siendo posible en política ser fiel a los principios sino en el terreno teórico, y habiéndose de llegar en la práctica a transacciones de todos géneros, el gobierno está, en último análisis, reducido, a pesar de la mejor voluntad de toda la virtud del mundo, a una creación híbrida y equívoca, a una promiscuidad de regímenes, rechazada por la severa lógica, ante la cual no puede menos de retroceder la buena fe. No se salva de esta contradicción ningún gobierno.

  6. Conclusión: entrando fatalmente la arbitrariedad en la política, la corrupción llega a ser pronto el alma del poder, y la sociedad marcha arrastrada sin tregua ni descanso por la pendiente sin fin de las revoluciones.

Tal es el estado del mundo. No es efecto ni de una malicia satánica, ni de una imperfección de nuestra naturaleza, ni de una condenación providencial, ni de un capricho de la fortuna o de una sentencia del destino. No hay que darle vueltas; así son las cosas.

A nosotros nos toca ahora ver de sacar de esa singular situación el mejor partido.

Consideremos que hace más de ocho mil años — no van más allá los recuerdos de la historia — todas las especies de gobierno, todas las combinaciones políticas y sociales, han sido sucesivamente ensayadas, abandonadas, tomadas de nuevo, modificadas, desfiguradas, agotadas, y que el mal éxito ha venido constantemente a recompensar el celo de los reformadores y a burlar las esperanzas de los pueblos. La bandera de la libertad ha servido siempre de abrigo al despotismo; las clases privilegiadas se han rodeado siempre, en interés de sus mismos privilegios, de instituciones liberales e igualitarias; los partidos han faltado siempre a sus programas; y los Estados, reemplazada siempre la fe por la indiferencia, el espíritu cívico por la corrupción, han perecido por el desarrollo de las mismas nociones en que habían sido fundados. Las razas más vigorosas e inteligentes han consumido en ese trabajo sus fuerzas: la historia está llena de sus luchas.

Alguna que otra vez, gracias a una serie de triunfos que han permitido ilusiones sobre la fuerza del Estado, se ha podido creer en la excelencia de una constitución o en la sabiduría de un gobierno, que no existían. Pero restablecida la paz, los vicios del sistema han saltado a los ojos, y los pueblos han ido a descansar en las luchas civiles de las fatigas de la guerra extranjera. La humanidad ha ido así de revolución en revolución; no por otro medio se han sostenido ni aún las naciones más célebres, ni aún las que más han durado.

Entre todos los gobiernos conocidos y practicados hasta el día, no hay uno que hubiese podido vivir lo que vive un hombre, si se le hubiese condenado a subsistir por su virtud propia. Y, ¡cosa extraña!, los jefes de las naciones y sus ministros son, de todos los hombres, los que menos creen en la duración del sistema que representan; ínterin no llegue el reinado de la ciencia, los gobiernos están sostenidos por la fe de las masas. Los griegos y los romanos, que nos han legado sus instituciones con sus ejemplos, al llegar al Punto más interesante de su evolución desesperaron y se hundieron; y la sociedad moderna parece haber llegado a su vez a esa hora suprema. No confiéis en las palabras de esos agitadores que gritan: «¡Libertad, igualdad, nacionalidad!» No saben nada; son muertos que tienen la pretensión de resucitar a otros muertos. El público los escucha un instante, como hace con los bufones y los charlatanes; luego pasa con la razón vacía y desolado el corazón.

Una señal cierta de que nuestra disolución está próxima y va a abrirse una nueva era es que la confusión del lenguaje y de las ideas ha llegado a tal punto, que el primer recién venido puede llamarse a su antojo republicano, monárquico, demócrata, burgués conservador, liberal, bien sucesivamente, o todo a la vez, sin temor a que nadie le acredite de impostor ni de iluso. Los príncipes y los barones del primer imperio habían dado hartas pruebas de sansculotísmo. La burguesía de 1814, repleta de bienes nacionales, única cosa que había comprendido de las instituciones del 89, era liberal y hasta revolucionaria; 1830 la volvió conservadora, y 1848 la ha hecho reaccionaria, católica, y más que nunca monárquica. Actualmente los republicanos de febrero trabajan por la monarquía de Víctor Manuel, y los socialistas de junio se declaran unitarios. Antiguos amigos de Ledru-Rollin se adhieren al imperio, considerándolo como la verdadera expresión revolucionaria y como la más paternal forma de gobierno. Verdad es que otros los acusan de estar vendidos, pero desatándose a su vez con furor contra el federalismo. Esto no es ya más ni menos que el desorden sistemático, la confusión organizada, la apostasía permanente, la traición universal.

Se trata de saber si la sociedad puede llegar a algo regular, equitativo y estable que satisfaga la razón y la conciencia, o si estamos condenados por toda una eternidad a esta rueda de Ixión. ¿Es el problema irresoluble? Un poco de paciencia, lector: si no te hago pronto salir del embrollo, tendrás derecho a decir que la lógica es falsa, el progreso una añagaza, la libertad una utopía. Dígnate tan sólo raciocinar conmigo unos minutos, por más que en negocios semejantes raciocinar sea correr el riesgo de engañarse a sí mismo y perder con su razón su tiempo y su trabajo.

  1. Conviene por de pronto observar que la historia nos presenta, en sucesión lógica y cronológica, los dos principios autoridad y libertad, de los que procede todo el mal de que nos lamentamos. La autoridad, como la familia, como el padre, genitor, es la primera que aparece: toma desde luego la iniciativa, es la afirmación. Viene después la libertad razonadora, es decir, la crítica, la protesta, la determinación. Resulta este orden sucesivo de la definición misma de las ideas y de la naturaleza de las cosas: nos lo atestigua la historia toda. No hay aquí inversión posible; no hay el menor vestigio de arbitrariedad.

  2. No es menos importante observar que el régimen autoritario, paternal y monárquico se aleja tanto más de su ideal cuanto más numerosa es la familia, tribu o pueblo, y cuanto más crece el Estado en población y territorio; de suerte que cuanto más extensión toma la autoridad, tanto más intolerable se hace. De aquí nacen las concesiones que se ve obligado a hacer a la libertad, su antagonista. Por el contrario, el régimen de la libertad se acerca tanto más a su ideal y tiene tantas más probabilidades de buen éxito, cuanto más aumenta en población y territorio el Estado, cuanto más se multiplican las relaciones cuanto más terreno va ganando la ciencia. Pídese al principio en todas partes una constitución, y se pedirá más tarde la descentralización. Espérese un momento y se verá surgir la idea de la federación. De suerte que puede decirse de la libertad y de la autoridad lo que de sí y de Jesús decía Juan Bautista: Illam oportet crescere, hanc autem minui. Ese doble movimiento, el uno de retrogresión, el otro de progreso, que se resuelve en un solo fenómeno, resulta igualmente de la definición de los principios, de su posición relativa y del papel que los dos juegan; en esto no hay aún equívoco posible ni lugar alguno para lo arbitrario. El hecho es de evidencia objetiva y de certidumbre matemática; es lo que llamaremos una ley.

  3. La consecuencia de esta ley, que cabe llamar necesaria, se halla en sí misma. Consiste en que siendo el principio de autoridad el que primeramente aparece, y sirviendo de materia elaborable a la libertad, a la razón y al derecho, queda poco a poco subordinada por el principio liberal, racionalista y jurídico. El jefe del Estado, que empieza por ser inviolable, irresponsable, absoluto, como el padre de familia, pasa a ser justiciable ante la razón, es luego el primer súbdito de la ley y termina al fin por ser un mero agente, un instrumento, un servidor de la libertad misma.

Esta tercera proposición es tan cierta como las dos primeras, está también al abrigo de toda contradicción y todo equívoco, y viene altamente atestiguada por la historia. En la eterna lucha de los dos principios, la Revolución francesa, lo mismo que la Reforma, se presenta como una era diacrítica. Marca en el orden político el momento en que la libertad ha tomado oficialmente la delantera a la autoridad, del mismo modo que la Reforma había marcado en el orden religioso el momento en que sobre la fe había prevalecido el libre examen. Desde los tiempos de Lutero, la fe se ha hecho en todas partes razonadora: la ortodoxia, como la herejía, han querido llevarnos, por medio de la razón, a la creencia; el precepto de San Pablo: rationabile sit obsequium vestrum (sea razonada o racional vuestra obediencia), ha sido ampliamente comentado y puesto en práctica. Roma se ha puesto a discutir como Ginebra; la religión ha tendido a convertirse en ciencia; la sumisión a la Iglesia ha aparecido rodeada de tantas condiciones y reservas que, salvo la diferencia en los artículos de fe, no ha habido ya diferencia entre el cristiano y el incrédulo. Todo está en que son de distintas opiniones; fuera de esto, pensamiento, razón, conciencia, siguen en ambos la misma marcha. Una cosa semejante ha sucedido en lo político después de la Revolución francesa. Ha menguado el respeto a la autoridad; no se ha deferido sino condicionalmente a las órdenes del príncipe; se ha exigido del soberano reciprocidad, garantías; ha cambiado el temperamento político; los más fervorosos realistas, a la manera de los barones de Juan Sin Tierra, han querido una constitución, una carta; y hombres como Berryer, de Fafloux, de Montalembert, etc., pueden llamarse hoy tan liberales como nuestros demócratas. Chateaubriand, el bardo de la Restauración, se vanagloriaba de ser filósofo y republicano; no se había constituido en defensor del altar y del trono sino por un acto de su libre albedrío. Se sabe a lo que vino a parar el violento catolicismo de Lamennais.

Así, mientras que la autoridad, de cada día más precaria, está en peligro, el derecho se precisa, y la libertad, a pesar dé ser siempre sospechosa, adquiere más realidad y fuerza. Resiste el absolutismo lo mejor que puede, pero al fin abandona el campo; la república parece, por el contrario, irse acercando, a pesar de estar constantemente combatida, afrentada, vencida, proscrita. ¿Qué partido podemos sacar de este hecho capital para la constitución del gobierno?

Nacimiento de la idea de federación

Puesto que en el terreno de la teoría y el de la historia, la autoridad y la libertad se suceden como por una especie de polarización;

Puesto que la primera declina insensiblemente y se retira, al paso que la segunda crece y se presenta;

Puesto que de esa doble marcha resulta una especie de subordinación, por la cual la autoridad va de día en día quedando sometida al derecho de la libertad;

Puesto que, en otros términos, el régimen liberal o consensual prevalece cada vez más sobre el régimen autoritario, debemos fijarnos en la idea de contrato, como la más dominante de la política.

¿Qué se entiende, en primer lugar, por contrato?

El contrato, dice el Código Civil en su artículo 1.101, es un convenio por el cual una o muchas personas se obligan para con otra y otras a hacer o dejar de hacer alguna cosa.

Art. 1.102. Es sinalagmático o bilateral cuando los contratantes se obligan recíprocamente los unos para con los otros.

Art. 1.103. Es unilateral cuando una o muchas personas quedan obligadas para con otra u otras, sin que estas por su parte lo queden.

Art. 1.104. Es conmutativo cuando cada una de las partes se obliga a dar o hacer algo que se considera equivalente a lo que se le da o a lo que por ella se hace. Cuando este equivalente consiste en las probabilidades de ganancia o pérdida que puede haber para cada una de las partes en la realización de un suceso incierto, el contrato es aleatorio.

Art. 1.105. El contrato de beneficencia es aquel en que una de las partes proporciona a la otra un beneficio puramente gratuito.

Art. 1.106. Es contrato a título oneroso el que sujeta a cada una de las partes a dar o hacer algo.

Art. 1.371. Se da el nombre de cuasi-contratos a los hechos voluntarios del hombre, de los que resulta una obligación cualquiera para con una tercera persona, y a veces una obligación recíproca entre ambas partes.

A estas distinciones y definiciones del Código, relativas a la forma y a las condiciones de los contratos, añadiré yo una concerniente a su objeto.

Los contratos son domésticos, civiles, comerciales o políticos, según la naturaleza de las cosas sobre que versan y el objeto con que se los celebra.

Vamos a ocuparnos de la última especie de contrato, del contrato político.

La noción de contrato no es enteramente ajena del régimen monárquico, como no lo es tampoco de la paternidad ni de la familia. Mas por lo que llevamos dicho acerca de los principios de autoridad y de libertad, y del papel que desempeñan en la formación de los gobiernos, es fácil comprender que esos principios no intervienen del mismo modo en el otorgamiento del contrato político; que así, la obligación que une al monarca con sus súbditos, obligación no escrita, sino espontánea, que resulta del espíritu de familia y de la calidad de las personas, es una obligación unilateral, puesto que en virtud del principio de obediencia, está obligado a más el súbdito para con el príncipe que el príncipe para con el súbdito. De una manera expresa dice la teoría del derecho divino que sólo ante Dios es responsable el monarca. Puede hasta suceder que el contrato entre príncipe y súbdito degenere en un contrato de mera beneficencia, cuando por ineptitud o idolatría de los ciudadanos se solicite del príncipe que se apodere de la autoridad y se encargue de sus súbditos, inhábiles para gobernarse y defenderse, como se encarga un pastor de su rebaño. Peor sucede aún donde está admitido el principio hereditario. Un conspirador como el duque de Orleans, que fue más tarde Luis XII; un parricida como Luis XI; una adúltera como María Estuardo, conservan, a pesar de sus crímenes, sus derechos eventuales a la corona. Inviolables desde que nacen, puede decirse que existe entre ellos y los fieles súbditos del príncipe a quien han de suceder un cuasi-contrato. En dos palabras: el contrato no es bilateral en el régimen monárquico, por la misma razón que la autoridad es en él la preponderante.

El contrato político no adquiere toda su dignidad y moralidad sino bajo la condición: 1º, de ser sinalagmático y conmutativo; 2º, de estar encerrado, en cuanto a su objeto, dentro de ciertos límites, condiciones ambas que se supone que existen bajo el régimen democrático, pero que aun en este régimen no son las más de las veces sino ficticias. ¿Puede acaso decirse que en una democracia representativa y centralizadora, en una monarquía constitucional y censataria, mucho menos en una república comunista como la de Platón, sea igual y recíproco el contrato político que une al individuo con el Estado? ¿Puede decirse que ese contrato, que toma a los ciudadanos la mitad o las dos terceras partes de su soberanía y la cuarta de sus productos, esté encerrado dentro de justos. límites? ¿No sería más verdadero decir, cosa que la experiencia sobradas veces confirma, que en todos esos sistemas es el contrato exorbitante, oneroso, puesto que carece de compensación para una más o menos considerable parte de ciudadanos, y aleatorio, puesto que el beneficio prometido, ya de suyo insuficiente, dista de estar asegurado?

Para que el contrato político llene la condición de sinalagmático y conmutativo que lleva consigo la idea de democracia; para que encerrado dentro de prudentes límites sea para todos ventajoso y cómodo, es indispensable que el ciudadano, al entrar en la asociación: 1º, pueda recibir del Estado tanto como le sacrifica; 2º, conserve toda su libertad, toda su soberanía y toda su iniciativa en todo lo que no se refiere al objeto especial para que se ha celebrado el contrato y se busca la garantía del Estado. Arreglado y comprendido así el contrato político, es lo que yo Ramo una federación.

Federación, del latín foeedus, genitivo foederis, es decir, pacto, contrato, tratado, convención, alianza, etc., es un convenio por el cual uno o muchos jefes de familia, uno o muchos municipios, uno o muchos grupos de pueblos o Estados, se obligan recíproca e igualmente los unos para con los otros, con el fin de llenar uno o muchos objetos particulares que desde entonces pesan sobre los delegados de la federación de una manera especial y exclusiva.

Insistamos en esta definición. Lo que constituye la esencia y el carácter del contrato federativo, y Hamo sobre esto la atención del lector, es que en esté sistema los contrayentes, jefes de familia, municipios, cantones, provincias o Estados, no sólo se obligan sinalagmático y conmutativamente, los unos para con los otros, sino que también se reservan individualmente al celebrar el pacto más derechos, más libertad, más autoridad, más propiedad de los que ceden.

No sucede así, por ejemplo, en la sociedad universal de bienes y ganancias, autorizada por el Código Civil, y llamada por otro nombre «comunidad», imagen en miniatura del régimen absoluto. El que entra en una sociedad de esta clase, sobre todo si es perpetua, tiene más trabas y está sometido a más cargas que iniciativa no conserva. Mas esto es precisamente lo que hace raro el contrato y ha hecho en todos tiempos insoportable la vida cenobítico. Toda obligación, aun siendo sinalagmático y conmutativa, es excesiva y repugna por igual al ciudadano y al hombre, si exigiendo del asociado la totalidad de sus esfuerzos, le sacrifica por entero a la sociedad y en nada la deja independiente.

En conformidad a estos principios, teniendo el contrato de federación, en términos generales, por objeto garantizar a los Estados que se confederan su soberanía, su territorio y la libertad de sus ciudadanos, arreglar además sus diferencias y proveer por medio de medidas generales a todo lo que mira a la seguridad y a la prosperidad comunes, es un contrato esencialmente restringido, a pesar de los grandes intereses que constituyen su objeto. La autoridad encargada de su ejecución no puede en ningún tiempo prevalecer sobre los que la han creado; quiero decir que las atribuciones federales no pueden exceder jamás en realidad ni en número las de las autoridades municipales o provinciales, así como las de estas no pueden tampoco ser más que los derechos y las prerrogativas del hombre y del ciudadano. Si no fuese así, el municipio sería una comunidad, la federación volvería a ser una centralización monárquica; la autoridad federal, que debe ser una simple mandataria y estar siempre subordinada, sería considerada como preponderante; en lugar de circunscribirse a un servicio especial, tendería a absorber toda actividad y toda iniciativa; los Estados de la confederación serían convertidos en prefecturas, intendencias, sucursales, administraciones de puertos. Así transformado, podríais dar al cuerpo político el nombre de república, el de democracia o el que mejor quisierais; no sería ya un Estado constituido en la plenitud de sus diversas autonomías, no sería ya una confederación. Lo mismo sucedería con mayor motivo si por una falsa razón de economía, por deferencia o por cualquiera otra causa, los municipios, cantones o Estados confederados encargasen a uno de ellos de la administración y del gobierno de los otros. La república se convertiría de federativo en unitaria y estaría en camino del despotismo.

En resumen, el sistema federativo es el opuesto al de jerarquía o centralización administrativa y gubernamental, por el que se distinguen ex aequo las democracias imperiales, las monarquías constitucionales y las repúblicas unitarias. Su ley fundamental, su ley característica, es la siguiente. En la federación, los atributos de la autoridad central se especializan y se restringen, disminuyen en número, obran de una manera menos inmediata; son, si puedo atreverme a hablar así, menos intensos a medida que la Confederación se va desarrollando por medio de la accesión de nuevos Estados. En los gobiernos centralizados, por el contrario, las atribuciones del poder supremo se multiplican, se extienden, se ejercen de una manera más inmediata, y van haciendo entrar en la competencia del príncipe los negocios de las provincias, de los municipios, de las corporaciones y de los particulares, en razón directa de la superficie territorial y de la cifra de población. De aquí esa enorme presión bajo la que desaparece toda libertad, así la municipal como la provincial, así la del individuo como la del reino.

Voy a terminar el capítulo por una consecuencia de este hecho. Siendo el sistema unitario el reverso del federativo, es de todo punto imposible una confederación entre grandes monarquías, y con mayor razón entre democracias imperiales. Estados como Francia, Austria, Inglaterra, Prusia, Rusia, pueden celebrar entre sí tratados de alianza o de comercio; pero repugna que se confederen, primero, porque su principio es contrario a este sistema y los pondría en abierta oposición con el pacto federal, y luego, porque deberían abdicar una parte de su soberanía y reconocer sobre ellos un árbitro cuando menos para ciertos casos. No está en su naturaleza eso de transigir y obedecer; está, sí, el mandar.

Los príncipes que en 1813, sostenidos por la insurrección de las masas, peleaban contra Napoleón por las libertades de Europa y formaron luego la Santa Alianza, no eran a buen seguro confederados; el carácter absoluto de su poder les impedía tomar este nombre. Eran, como en el 92, meros coligados: no los llamará de otro modo la historia. No sucede otro tanto con la Confederación germánica, hoy en vías’ de reforma: por su carácter de libertad y de nacionalidad, amenaza con hacer desaparecer un día las dinastías que son para ella un obstáculo.

Constitución progresiva

La historia y el análisis, la teoría y el empirismo, nos han conducido, a través de las agitaciones de la libertad y del poder, a la idea de un contrato político.

Aplicando luego esta idea y procurando darnos cuenta de ella, hemos reconocido que el contrato social por excelencia es un contrato de federación, que hemos definido en estos términos: Un contrato sinalagmático y conmutativo para uno o muchos objetos determinados, cuya condición esencial es que los contratantes se reserven siempre una parte de soberanía y de acción mayor de la que ceden.

Es justamente lo contrario de lo que ha sucedido en los antiguos sistemas monárquicos, democráticos y constitucionales, donde por la fuerza de las situaciones y el irresistible impulso de los principios, se supone que los individuos y grupos han abdicado en manos de una autoridad, ya impuesta, ya elegida, toda su soberanía, y obtenido menos derechos, y conservado menos garantías y menos iniciativa que cargas y deberes tienen.

Esta definición del contrato federativo es un paso inmenso que va a darnos la solución tan prolijamente buscada.

El problema político, hemos dicho en el capítulo I, reducido a si más sencilla expresión, consiste en hallar el equilibrio entre dos elementos contrarios, la autoridad y la libertad. Todo equilibrio falso produce inmediatamente para el Estado desorden y ruina, para los ciudadanos opresión y miseria. En otros términos: las anomalías o perturbaciones del orden social resultan del antagonismo de sus principios, y desaparecerán en cuanto los principios estén coordinados de suerte que no puedan hacerse daño.

Equilibrar dos fuerzas es sujetarlas a una ley que, teniéndolas a raya la una por la otra, las ponga de acuerdo. ¿Quién va a proporcionarnos ese nuevo elemento superior a la autoridad y a la libertad, convertido en el elemento dominante del Estado por voluntad de entramos? El contrato, cuyo tenor constituye derecho y se impone por igual a las dos fuerzas rivales.

Mas en una naturaleza concreta y viva, tal como la sociedad, no se puede reducir el Derecho a una noción puramente abstracta, a una aspiración indefinida de la conciencia, cosa que sería echarnos de nuevo en la ficciones y los mitos. Para fundar la sociedad es preciso no ya tan sólo sentar una idea, sino también verificar un acto jurídico, esto es, celebrar un verdadero contrato. Así lo sentían los hombres del 89 cuando acometieron la empresa de dar una Constitución a Francia, y así lo han sentido cuantos poderes han venido tras ellos. Desgraciadamente, si no les faltaba buena voluntad, carecían de luces suficientes: ha faltado hasta aquí notario para redactar el contrato. Sabemos ya cuál debe ser su espíritu; probemos ahora de hacer la minuta de su contenido.

Todos los artículos de una constitución pueden reducirse a uno solo, el que se refiere al papel y a la competencia de ese gran funcionario que se llama el Estado. Nuestras asambleas nacionales se han ocupado a más y mejor en distinguir y separar los poderes, es decir, en determinar la acción del Estado; de la competencia del Estado en sí misma, de su extensión, de su objeto, no se ha preocupado gran cosa nadie. Se ha pensado en la partición, como ha dicho cándidamente un ministro de 1848; en cuanto a la cosa a repartir, se ha creído generalmente que cuanto mayor fuese más grande sería el banquete. Y, sin embargo, deslindar el papel del Estado es una cuestión de vida o muerte para la libertad, tanto individual como colectiva.

Lo único que podía ponernos en el camino de la verdad era el contrato de federación, que por su esencia no puede menos de reservar siempre más a los individuos que al Estado, más a las autoridades municipales y provinciales que a la central.

En una sociedad libre, el papel del Estado o Gobierno está principalmente en legislar, instituir, crear, inaugurar, instalar, lo menos posible en ejecutar. En esto el nombre de poder ejecutivo, por el cual se designa uno de los aspectos del poder soberano, ha contribuido singularmente a falsear las ideas. El Estado no es un empresario de servicios públicos; esto sería asimilarle a los industriales que se encargan por un precio alzado de los trabajos del municipio. El Estado, bien ordene, bien obre o vigile, es el generador y el supremo director del movimiento; si algunas veces pone mano a la obra, es sólo para impulsar y dar ejemplo. Verificada la creación, hecha la instalación o la inauguración, el Estado se retira, dejando á las autoridades locales y a los ciudadanos la ejecución del nuevo servicio.

El Estado, por ejemplo, es el que fija los pesos y las medidas, el que da el modelo, el valor y las divisiones de la moneda. Proporcionados los tipos, hecha la primera emisión, la fabricación de las monedas de oro, plata y cobre deja de ser una función pública, un empleo del Estado, una atribución ministerial; es una industria que incumbe a las ciudades, y que nada obstaría que en caso necesario fuese del todo libre, del mismo modo que lo es la fabricación de las balanzas, de las básculas, de los toneles y de toda clase de medidas. La única ley es en esto la mayor baratura. ¿ Qué se exige en Francia para que sea reputada de ley la moneda de oro y plata? Que tenga nueve décimos de metal fino, uno sólo de liga. No me opongo, antes quiero que haya un inspector que siga y vigile la fabricación de la moneda; pero sí sostengo que no va más allá el deber ni el derecho del Estado.

Lo que digo de la moneda, lo repito de una multitud de servicios que se han dejado abusivamente en manos del Gobierno: caminos, canales, tabacos, correos, telégrafos, caminos de hierro, etc. Comprendo, admito, reclamo si es necesario, la intervención del Estado en todas esas grandes creaciones de utilidad pública; pero no veo la necesidad de dejarlas en sus manos después de entregadas al uso de los ciudadanos. Semejante centralización constituye a mis ojos un exceso de atribuciones. He pedido en 1848 la intervención del Estado para el establecimiento de bancos nacionales, instituciones de crédito, de previsión, de seguros, así como para los ferrocarriles; jamás he tenido la idea de que el Estado, una vez creados, debiese seguir para siempre jamás siendo banquero, asegurador, transportista, etc. No creo a la verdad que sea posible organizar la instrucción del pueblo sin un grande esfuerzo de la autoridad central; pero no por esto soy menos partidario de la libertad de enseñanza que de las demás libertades. Quiero que la escuela esté tan radicalmente separada del Estado como la misma Iglesia. Enhorabuena que haya un Tribunal de Cuentas, del mismo modo que buenas oficinas de estadística encargadas de reunir, verificar y generalizar todos los datos, así como todas las transacciones y operaciones de hacienda que se hagan en toda la superficie de la República; pero ¿a qué hacer pasar todos los gastos e ingresos por las manos de un tesorero, recaudador o pagador único, de un ministro de Estado, cuando el Estado por su naturaleza debe tener pocos o ningunos servicios a su cargo, y, por tanto, pocos o ningunos gastos? ¿Es también de verdadera necesidad que dependan de la autoridad central los tribunales? Administrar justicia fue en todos tiempos la más alta atribución del príncipe, no lo ignoro; pero esto, que es todavía un resto de derecho divino, no podría ser reivindicado por ningún rey constitucional, y mucho menos por el jefe de un imperio, establecido por el voto de todos los ciudadanos. Desde el momento en que la idea del Derecho, humanizada, obtiene, como tal, preponderancia en el sistema político, es de rigurosa consecuencia que la magistratura sea independiente. Repugna que la justicia sea considerada como un atributo de la autoridad central o federal; no puede ser sino una delegación hecha por los ciudadanos a la autoridad municipal, cuando más a la de la provincia. La justicia es una atribución del hombre, de la cual no se le puede despojar por ninguna razón de Estado. No exceptúo de esta regla ni aun el servicio militar: en las repúblicas federales las milicias, los almacenes las fortalezas, no pasan a manos de las autoridades centrales sino en los casos de guerra y para el objeto especial de la guerra; fuera de ahí, soldados y armamento quedan en poder de las autoridades locales.

En una sociedad regularmente organizada, todo debe ir en continuo aumento: ciencia, industria, trabajo, riqueza, salud pública; la libertad y la moralidad deben seguir el mismo paso. En ella el movimiento, la vida, no paran un solo instante. Organo principal de ese movimiento, el Estado está siempre en acción, porqué tiene que satisfacer incesantemente nuevas necesidades y resolver nuevas cuestiones. Si su función de primer motor y de supremo director es, sin embargo, continua, en cambio sus obras no se repiten nunca. Es la más alta expresión del progreso. Ahora bien: ¿qué sucede cuando, como lo vemos en todas partes y se ha visto casi siempre, llena los mismos servicios que ha creado y cede a la tentación de acapararlos? De fundador se convierte en obrero; no es ya el genio de la colectividad que la fecunda, la dirige y la enriquece sin atarla; es una vasta compañía anónima de seiscientos mil empleados y seiscientos mil soldados, organizada para hacerlo todo, la cual, en lugar de servir de ayuda a la nación, a los municipios y a los particulares, los desposee y los estruja. La corrupción, la malversación, la relajación, invaden pronto el sistema; el Poder, ocupado en sostenerse, en aumentar sus prerrogativas, en multiplicar sus servicios, en engrosar su presupuesto, pierde de vista su verdadero papel y cae en la autocracia y el inmovilismo; el cuerpo social sufre; la nación, contra su ley histórica, entra en un período de decadencia.

Hemos hecho observar en el capítulo VI que en la evolución de los Estados la autoridad y la libertad se suceden lógica y cronológicamente; que además la primera está en continuo descenso, y la segunda asciende; que el Gobierno, expresión de la autoridad, va quedando insensiblemente subalternizado por los representantes u órganos de la libertad: el Poder central, por los diputados de los departamentos o provincias; la autoridad provincial, por los delegados de los municipios; la autoridad municipal, por los habitantes; que así la libertad aspira a la preponderancia, la autoridad a ser la servidora de la libertad, y el principio consensual a reemplazar por todas partes el principio de autoridad en los negocios públicos.

Si estos hechos son ciertos, la consecuencia no puede ser dudosa. En conformidad a la naturaleza de las cosas y al juego de los principios, estando la autoridad constantemente en retirada y avanzando la libertad sobre ella, de manera que las dos se sigan sin jamás chocar, la constitución de la sociedad es esencialmente progresiva, es decir, de día en día más liberal, hecho que no puede verificarse sino en un sistema donde la jerarquía gubernamental, en lugar de estar sentada sobre su vértice, lo esté anchamente sobre su base, quiero decir, en el sistema federativo.

En eso está toda la ciencia constitucional que voy a resumir en tres proposiciones:

  1. Conviene formar grupos, ni muy grandes ni muy pequeños, que sean respectivamente soberanos, y unirlos por medio de un pacto federal.

  2. Conviene organizar en cada Estado federado el gobierno con arreglo a la ley de separación de órganos o de funciones; esto es, separar en el poder todo lo que sea separable, definir todo lo que sea definible, distribuir entre distintos funcionarios y órganos todo lo que haya sido definido y separado, no dejar nada indiviso, rodear por fin la administración pública de todas las condiciones de publicidad y vigilancia.

  3. Conviene que en vez de refundir los Estados federados o las autoridades provinciales y municipales en una autoridad central, se reduzcan las atribuciones de ésta a un simple papel de iniciativa, garantía mutua y vigilancia, sin que sus decretos puedan ser ejecutados sino previo el visto bueno de los gobiernos confederados y por agentes puestos a sus órdenes, como sucede en la monarquía constitucional, donde toda orden que emana del rey no puede ser ejecutada sin el refrendo de un ministro.

La división de poderes, tal como era aplicada por la Constitución de 1830, es, a no dudarlo, una institución magnífica y de grandes alcances; pero es pueril restringirla a los miembros de un gabinete. No debe dividirse el gobierno de un país solamente entre siete u ocho hombres escogidos del seno de una mayoría parlamentaria, y que sufran la censura de una minoría de oposición; debe serio entre las provincias y los municipios, so pena de que la vida política abandone las extremidades y refluya al centro, y la nación, hidrocéfala, caiga en completo marasmo.

El sistema federativo es aplicable a todas las naciones y a todas las épocas, puesto que la humanidad es progresiva en todas sus generaciones y en todas sus razas; y la política de la federación, que es por excelencia la del progreso, consiste en tratar a cada pueblo, en todos y cualesquiera de sus períodos, por un régimen de autoridad y centralización decrecientes que corresponda al estado de los espíritus y de las costumbres.

Causas que han retardado la concepción y la realización de las confederaciones

La idea de federación parece tan antigua en la historia como las de monarquía y democracia, tan antigua como la autoridad y la libertad mismas. ¿Cómo había de ser de otra manera? Todo lo que la ley del progreso hace aparecer a la superficie de las sociedades tiene sus raíces en la misma naturaleza. La civilización camina envuelta en sus principios, y precedida y seguida del cortejo de sus ideas, que van sin cesar en torno suyo. Fundada en el contrato, expresión solemne de la libertad, la federación no podía dejar de acudir al llamamiento. Más de doce siglos antes de Jesucristo se la ve en las tribus hebraicas, separadas las unas de las otras en sus valles, pero unidas, al igual que las tribus ismaelitas, por una especie de pacto fundado en la consanguinidad. Casi en aquel mismo tiempo aparece en la Anfictionía griega (o confederación de las ciudades griegas), impotente, es verdad, para apagar las discordias y evitar la conquista, o lo que viene a ser lo mismo, la absorción unitaria, pero testimonio de la futura libertad universal y del futuro derecho de gentes. Ni están aún olvidadas las gloriosas ligas de los pueblos eslavos y germánicos, continuadas hasta nuestros días en las constituciones federales de Suiza y Alemania, y hasta en ese imperio de Austria, compuesto de tantas naciones heterogéneas, pero, por más que se haga, inseparables. Será al fin ese contrato federal el que, constituyéndose poco a poco en gobierno regular, ponga en todas partes término a las contradicciones del empirismo, elimine toda arbitrariedad y funde en un equilibrio indestructible la paz y la justicia.

Durante largos siglos, la idea de federación parece como velada y en reserva. La causa de este aplazamiento reside en la incapacidad primitiva de las naciones y en la necesidad de irlas formando por medio de una vigorosa disciplina. Ahora bien, tal es el papel que por una especie de consejo soberano parece haberse dado al sistema unitario.

Era preciso, ante todo, domar y fijar las errantes, indisciplinadas y groseras muchedumbres; distribuir en grupos las ciudades aisladas y hostiles; ir formando poco a poco, por vía de autoridad, un derecho común, y establecer en forma de decretos imperiales las leyes del linaje humano. No cabría dar otra significación a esas grandes creaciones políticas de la humanidad, a las cuales sucedieron los imperios de los griegos, los romanos y los francos, la Iglesia cristiana, la rebelión de Lutero y, por fin, la Revolución francesa.

La federación no podía llenar esa necesidad de educar a los pueblos, primero porque es la libertad, porque excluye la idea de violencia, descansa en la noción de un contrato sinalagmático, conmutativo y limitado, y tiene por objeto garantizar la soberanía y la autonomía a los pueblos que une, y por tanto, a los que en un principio se trataba de tener subyugados hasta que fuesen capaces de obedecer a la razón y gobernarse por sí mismos. Siendo, en una palabra, progresiva la civilización, sería contradictorio suponer que la federación hubiese podido realizarse en los primeros tiempos.

Otra causa excluía provisionalmente el principio federativo, la escasa fuerza expansivo de los Estados agrupados por constituciones federales.

Límites naturales de los Estados federativos

Hemos dicho en el capítulo II que la monarquía, por sí y en virtud de su principio, no conoce límites a su desarrollo, y que otro tanto sucede con la democracia. Esa facultad de expansión ha pasado de los gobiernos simples o a priori, a los gobiernos mixtos o de hecho, democracias y aristocracias, imperios democráticos y monarquías constitucionales, gobiernos todos que en este particular han obedecido fielmente a su idea. De aquí los sueños mesiánicos y todos los ensayos de monarquía o república universal.

Donde reinan esos sistemas, la absorción no tiene límites. Allí es donde puede decirse que la idea de fronteras naturales es una ficción, o mejor una superchería política; allí es donde los ríos, las montañas y los mares están considerados, no como límites naturales, sino como obstáculos que debe ir venciendo la libertad de la nación y la del soberano. Así lo exige la razón del principio mismo: la facultad de poseer, de acumular, de mandar y de explotar es indefinida; no tiene por límites sino el universo. El más famoso ejemplo de esa absorción de territorios y pueblos, a pesar de las montañas, los ríos, los bosques, los mares y los desiertos, ha sido el del Imperio romano, que tenía su centro y su capital en una península, en medio de un mar dilatado, y sus provincias hasta donde podían alcanzar los ejércitos y los agentes del fisco.

Todo Estado es por naturaleza anexionista. Nada le detiene en su marcha invasora, como no sea el encuentro de otro Estado, invasor como él y capaz de defenderse. Los más ardientes apóstoles del principio de las nacionalidades no vacilan en contradecirse, si lo exigen los intereses y, sobre todo, la seguridad de su patria. ¿Quién de la democracia francesa se habría atrevido a reclamar contra la anexión de Niza y Saboya? No es raro ver hasta las anexiones favorecidas por los anexionados, que hacen de su independencia y de su autonomía un vergonzoso tráfico.

No sucede así en el sistema federativo. Aunque muy capaz de defenderse si le atacan, como han demostrado más de una vez los suizos, toda confederación carece de fuerza para la conquista. Fuera del caso, rarísimo, en que un Estado vecino pidiese ser recibido en la confederación, puede decirse que por el mismo hecho de existir se ha privado de todo engrandecimiento. En virtud del principio que, limitando el pacto federal a la mutua defensa y a ciertos objetos de utilidad común, garantiza a cada Estado su territorio, su soberanía, su constitución y la libertad de sus ciudadanos, y le reserva, por otra parte, más autoridad, más iniciativa y más poder de los que cede, reduce por sí mismo tanto más el círculo de su acción cuanto más van distando unas de otras las localidades admitidas en la alianza; de tal modo que, de irse engrandeciendo, llegaría pronto a un punto en que el pacto carecería de objeto. Supongamos que uno de los Estados de la confederación abrigase proyectos particulares de conquista, desease anexionarse una ciudad vecina o una provincia contigua a su territorio, quisiera inmiscuirse en los negocios de otro Estado. No solamente no podría contar con el apoyo de la confederación, que le diría que el pacto ha sido exclusivamente celebrado para la mutua defensa y no para el engrandecimiento de ninguno de los Estados, sino que hasta se vería detenido en su empresa por la solidaridad federal, que no quiere que todos se expongan a la guerra por ambición de uno sólo. De modo que la confederación es a la vez una garantía para sus propios miembros y para sus vecinos no confederados.

Así, al revés de lo que pasa en los demás gobiernos, la idea de una confederación universal es contradictoria. En esto se revela una vez más la superioridad moral del sistema federativo sobre el unitario, sujeto a todos los inconvenientes y a todos los vicios de lo ideal, de lo indefinido, de lo ilimitado, de lo absoluto. La Europa sería demasiado grande para una sola confederación; no podría formar sino una confederación de confederaciones. Con arreglo a esta idea, indicaba en mi última publicación, como el primer paso que se había de dar en la reforma del derecho público europeo, el restablecimiento de las confederaciones italiana, griega, bátava, escandinava y danubiana, preludio de la descentralización de los grandes Estados y, por consecuencia, del desarme general. Recobrarían entonces la libertad todas las naciones, y se realizaría la idea de un equilibrio europeo, previsto por todos los publicistas y hombres de Estado, pero de realización imposible con grandes potencias sometidas a constituciones unitarias.

Condenada así a una existencia pacífica y modesta, y no representando en la escena política sino el papel más oscuro, no es de extrañar que la idea de federación haya permanecido hasta nuestros días como eclipsada por los resplandores de los grandes Estados. Hasta nuestros días, las preocupaciones y los abusos han pululado y se han cebado en los Estados federales con tanta intensidad como en las monarquías feudales o unitarias; ha habido preocupaciones de nobleza, privilegios de burguesía, autoridad de la Iglesia, y como resultado de todo, opresión del pueblo y servidumbre del espíritu; así que la libertad estaba como metida en una camisa de fuerza, y la civilización hundida en un statu quo invencible. Manteníase la idea federalista inadvertida, incomprensible e impenetrable, ya por una tradición sacramental, como en Alemania, donde la confederación, sinónima de Imperio, era una coalición de príncipes absolutos, unos legos, otros eclesiásticos, bajo la sanción de la Iglesia de Roma, ya por la fuerza de las cosas, como en Suiza, donde la confederación se componía de algunos valles, separados unos de otros y protegidos contra el extranjero por cordilleras infranqueables, cuya conquista no habría valido por cierto la pena de repetir la empresa de Aníbal. Era una especie de planta política detenida en su medro, que nada ofrecía al pensamiento del filósofo, ningún principio presentaba a los ojos del hombre de Estado, nada dejaba esperar a las masas y, lejos de ayudar a la Revolución en lo más mínimo, esperaba de ella el movimiento y la vida.

Es ya un hecho histórico inconcuso que la Revolución francesa ha puesto la mano en todas las constituciones federales existentes, las ha enmendado, les ha comunicado su propio aliento, les ha dado todo lo mejor que tienen, las ha puesto, en una palabra, en estado de desenvolverse sin haber hasta ahora recibido de ellas absolutamente nada.

Habían sido derrotados los norteamericanos en veinte encuentros y parecía ya perdida su causa, cuando llegada de los franceses cambió la faz de los negocios, y en 19 de octubre de 1781, hizo capitular al general inglés Cornwallis. Tras este golpe, Inglaterra consintió en reconocer la independencia de sus colonias, que pudieron ya entonces ocuparse en formular su constitución. Y bien, ¿cuáles eran entonces en política las ideas de los americanos? ¿Cuáles fueron los principios de su gobierno? Un verdadero barullo de privilegios; un monumento de intolerancia, de exclusión y de arbitrariedad, donde brillaba como una siniestra estrella el espíritu de aristocracia, de reglamentación, de secta y de casta; una obra que excitó la reprobación general de los publicistas franceses, y les arrancó las más humillantes observaciones para los americanos. Lo poco de verdadero liberalismo que penetró entonces en América fue, podemos decirlo, obra de la Revolución francesa, que pareció preludiar en tan lejanas playas la renovación del mundo antiguo.

La libertad en América ha sido hasta ahora más bien un efecto del individualismo anglosajón, lanzado en aquellas inmensas soledades, que el de sus instituciones y costumbres: lo ha revelado sobradamente la guerra que hoy sostiene.

La revolución es también la que ha arrancado a Suiza del poder de sus viejos prejuicios aristocráticos y burgueses, y ha refundido su confederación. La constitución de la República helvético fue ya retocada por primera vez en 1801: al año siguiente acabaron sus desórdenes, gracias a la mediación del primer cónsul, que habría concluido más tarde con su nacionalidad si hubiese entrado en sus miras reunirla al Imperio. Pero «no os quiero», les dijo. De 1814 a 1848, no ha dejado de estar agitada Suiza por sus elementos reaccionarios: tan confundida estaba allí la idea federativo con la de aristocracia y privilegio. Sólo en 1848, en la Constitución del 12 de septiembre, fueron al fin clara y terminantemente sentados los verdaderos principios del sistema federativo. Aun entonces fueron tan poco comprendidos, que se manifestó al punto una tendencia unitaria, que llegó a tener hasta en el seno de la asamblea federal sus representantes.

En cuanto a la confederación germánica, todo el mundo sabe que el edificio antiguo se vino abajo por la mediación del mismo emperador, que no fue muy afortunado en sus planes para restaurarla. En este momento el sistema de la confederación germánica es nuevamente objeto de estudio para los pueblos. ¡Ojalá pueda al fin Alemania salir libre y fuerte de esta a nación como de una saludable crisis!

En 1789 no estaba aún, por tanto, hecha la prueba del federalismo, no era una idea inconcuso, no tenía nada que deducir de ella el legislador revolucionario. Era preciso que las pocas confederaciones que palpitaban en algunos rincones del viejo y del nuevo mundo, animadas por el espíritu de nuestros tiempos, aprendiesen a andar y a determinarse; era preciso que su principio, fecundado por su propio desarrollo, ostentase la riqueza de su organismo; era al mismo tiempo preciso que bajo el nuevo régimen de la igualdad se hiciese otro nuevo experimento, el último, del sistema unitario. Sólo bajo esas condiciones podía argumentar la filosofía, concluir la revolución y, generalizándose la idea, salir al fin la república de su misticismo bajo la forma concreta de una confederación de confederaciones.

Los hechos parecen dar hoy nuevo vuelo a las ideas, y podemos, creo, sin presunción ni orgullo, por una parte, arrancar a las masas del pie de sus funestos símbolos; por otra, revelar a los hombres políticos el secreto de haberse engañado en sus previsiones y sus cálculos.

Idealismo político: Eficacia de la garantía federal

Una observación general hay que hacer sobre las ciencias morales y políticas, y es que la dificultad de sus problemas nace principalmente de la manera figurada como la razón primitiva ha concebido los elementos de que se componen. En la imaginación del pueblo, la política, del mismo modo que la moral, es una mitología. Todo es para ella ficción, símbolo, misterio, ídolo. Los filósofos han adoptado luego confiadamente este idealismo como expresión de la realidad, y se han creado con esto muchas y grandes dificultades.

El pueblo, en la vaguedad de su pensamiento, se contempla como una gigantesca y misteriosa existencia, y no halla a la verdad en su lenguaje nada que no le afirme en la opinión de su indivisible unidad. Se llama a sí mismo el pueblo, la nación, es decir, la multitud, la masa; es el verdadero soberano, el legislador, el poder, la dominación, la patria, el Estado; tiene sus asambleas, sus escrutinios, sus tribunales, sus manifestaciones, sus declaraciones, sus plebiscitos, su legislación directa; algunas veces sus juicios y sus ejecuciones, sus oráculos, su voz parecida al trueno, la gran voz de Dios. Cuanto más innumerable, irresistible e inmenso se siente, tanto más horror tiene a las divisiones, a las escisiones, a las minorías. Su ideal, su más deleitable sueño, es unidad, identidad, uniformidad, concentración; maldice como atentatorio contra su majestad todo lo que puede disgregarse, dividir su voluntad, crear en él diversidad, pluralidad, divergencia.

Toda mitología supone ídolos, y el pueblo no deja nunca de tenerlos. Como Israel en el desierto, se improvisa dioses cuando nadie se toma el trabajo de dárselos; tiene sus encarnaciones, sus mesías, sus dioses. Ya lo es el caudillo levantado en alto sobre un escudo, ya el rey glorioso, conquistador y magnífico parecido al sol, ya también el tribuno revolucionario: Clodoveo, Carlomagno, Luis XIV, Lafayette, Mirabeau, Garibaldi. ¡Cuántos, para subir al pedestal, no esperan más que un cambio de opinión, un aletazo de la fortuna! El pueblo se muestra hasta celoso por esos ídolos, la mayor parte tan vacíos de ideas y tan faltos de conciencia como él mismo; no tolera que se los discutan ni se los contradigan, y, sobre todo, no les regatea el poder. No toquéis a sus ungidos, o vais a ser tratado de sacrílego.

Lleno el pueblo de sus mitos y considerándose una colectividad esencialmente indivisa, ¿cómo había de coger de buenas a primeras la relación que une al individuo con la sociedad? ¿Cómo, bajo su inspiración, habían de poder dar los hombres de Estado que le representan la verdadera fórmula de gobierno? Donde reina en su cándida sencillez el sufragio universal, se puede asegurar de antemano que todo se hará en el sentido de la indivisión. Siendo el pueblo la colectividad en que está encerrada toda autoridad y todo derecho, el sufragio universal, para ser sincero en sus manifestaciones, deberá ser también indiviso en cuanto quepa, y las elecciones se deberán hacer por lo tanto por provincias. Ya hubo unitarios, en 1848, que pretendieron hacer de la nación entera un solo colegio electoral. De esa elección indivisa sale naturalmente una asamblea indivisa, que delibera y legisla como un solo hombre. Ya que los votos se dividan, la mayoría representa sin disminución alguna la unidad nacional. De esa mayoría sale a su vez un gobierno indiviso, que habiendo recibido sus poderes de la nación indivisible, está también llamado a administrar colectiva e indivisamente sin espíritu de localidad, ni intereses de grupo. Así es como deriva del idealismo popular el sistema de centralización, de imperialismo, de comunismo, de absolutismo, palabras sinónimos; así es como en el pacto social, tal como lo concibieron Rousseau y los jacobinos, el ciudadano se desprende de su soberanía, y el municipio, el departamento y la provincia, absorbidos sucesivamente en la autoridad central, no son más que agencias puestas bajo la inmediata dirección del ministerio.

Las consecuencias no tardan en dejarse sentir: despojado de toda dignidad el ciudadano y el municipio, se multiplican las usurpaciones del Estado y crecen en proporción las cargas del contribuyente. No es ya el gobierno para el pueblo, sino el pueblo para el gobierno. El poder lo invade todo, se apodera de todo, se lo arroga todo para siempre jamás: guerra y marina, administración, justicia, policía, Instrucción pública, obras y reparaciones públicas; bancos, bolsas, crédito, seguros, socorros, ahorros, beneficencia, bosques, canales, ríos; cultos, hacienda, aduanas, comercio, agricultura, industria, transportes. Y coronado todo por una contribución formidable, que arranca a la nación la cuarta parte de su producto bruto. El ciudadano no tiene ya que ocuparse sino en cumplir allá en su pequeño rincón su pequeña tarea, recibiendo su pequeño salario, educando a su pequeña familia, y confiándose para todo lo demás a la providencia del gobierno.

Ante esa disposición de los ánimos y en medio de potencias hostiles a la Revolución, ¿cuál podía ser el pensamiento de los fundadores de 1789, amigos sinceros de la libertad? No atreviéndose a desatar el haz del Estado, debían principalmente preocuparse de dos cosas: primera, de contener al poder, siempre dispuesto a la usurpación; segunda, de contener al pueblo, siempre dispuesto a dejarse arrastrar por sus tribunos y a reemplazar las costumbres de la legalidad por las de la omnipotencia.

Hasta el día, en efecto, los autores de constituciones, Sieyès, Mirabeau, el Senado de 1814, la Cámara de 1830, la Asamblea de 1848, han creído, no sin motivo, que el punto capital del sistema político era contener el poder central, dejándole, sin embargo, la mayor libertad de acción y la mayor fuerza. Para conseguir este objeto, ¿qué se ha hecho? Se ha empezado, como se ha dicho, dividiendo el poder por categorías de ministerios, y se ha distribuido luego la autoridad legislativa entre la Corona y las Cámaras, a cuya mayoría se ha subordinado además la elección que el príncipe ha de hacer de sus ministros. Las contribuciones han sido por fin votadas anualmente por las Cámaras, que han aprovechado esta ocasión para examinar los actos del gobierno.

Mas al paso que se organizaba el parlamento de las Cámaras contra los ministros, al paso que se daba a la prerrogativa real por contrapeso la uniciativa de los representantes del pueblo, y a la autoridad de la Corona la soberanía de la nación; al paso que se oponían palabras a palabras y ficciones a ficciones, se confiaba al gobierno, sin reserva de ninguna clase y sin más contrapeso que una vana facultad de censurarle, la prerrogativa de una administración inmensa; se ponían en sus manos todas las fuerzas del país; se suprimían para mayor seguridad las libertades locales; se aniquilaba con frenético celo el espíritu de lección; se creaba, finalmente, un poder formidable, abrumador, al cual se divertían luego en hacer una guerra de epigramas, como si la realidad fuese sensible a las personalidades. Así, ¿qué sucedía? La oposición acababa por dar al traste con las personas: caían unos tras otros los ministerios, derribábase una y otra dinastía; levantábase imperio sobre república, y ni dejaba de menguar la libertad ni de crecer el despotismo centralizador, anónimo. Tal ha sido nuestro progreso desde la victoria de los jacobinos sobre la Gironda. Resultado inevitable todo de un sistema artificial, donde se ponían a un lado la soberanía metafísica y el derecho de crítica, y al otro todas las realidades del patrimonio nacional, todas las fuerzas activas de un gran pueblo.

En el sistema federativo no caben tales temores. La autoridad central, más iniciadora que ejecutiva, no posee sino una parte bastante limitada de la administración pública, la concerniente a los servicios federales; y está supeditada a los demás Estados, que son dueños absolutos de sí mismos y gozan para todo lo que respectivamente les atañe de la autoridad más completa: legislativa, ejecutiva y judicial. El Poder central está tanto mejor subordinado cuanto que está en manos de una Asamblea compuesta de los representantes de los Estados, que a su vez son casi siempre miembros de sus respectivos gobiernos, y ejercen por esta razón sobre los actos de la Asamblea federal una vigilancia escrupulosísima y severa.

Para contener a las masas no es menor el embarazo de los publicistas, ni menos ilusorios los medios que emplearon, ni menos funesto el resultado.

El pueblo es también uno de los poderes del Estado, el poder cuyas explosiones son más terribles. Tiene esté poder también necesidad de contrapeso: se ha visto obligado a reconocerlo la democracia, puesto que, por no tenerlo, entregado el pueblo a los más peligrosos estímulos y hecho el Estado blanco de las más formidables insurrecciones, ha caído dos veces en Francia la República.

Se ha creído encontrar un contrapeso a la acción de las, masas en dos instituciones, la una gravosa para el país y llena de peligros, y la otra penosísima para la conciencia pública, sin ser menos arriesgada: el ejército permanente y la limitación del derecho de sufragio. Desde 1848, el sufragio universal es ya ley del Estado; mas por lo mismo, habiendo crecido en proporción la agitación democrática, ha sido forzoso aumentar el ejército y dar más nervio a la acción militar. De suerte que, para precaverse contra las insurrecciones populares, ha sido necesario, en el sistema de los fundadores de 1789, aumentar la fuerza del poder en el momento mismo en que por otro lado se tomaban contra él graves precauciones. Así las cosas, ¿qué ha de suceder el día en que pueblo y poder se den. la mano, sino venirse abajo todos los andamios? ¡Extraño sistema éste en que el pueblo no puede ejercer la soberanía sin exponerse a destrozar al gobierno, ni el gobierno usar de su prerrogativa sin ir al absolutismo!

El sistema federativo apaga la efervescencia de las masas y pone coto a todas las ambiciones y excitaciones de la demagogia; es el fin del régimen de plaza pública, de los triunfos de los tribunos, del predominio de las capitales. Haga en hora buena París dentro de sus murallas las revoluciones que quiera. ¿De qué le han de servir sí no la siguen los departamentos, si no la secundan Lyon, Marsella, Tolosa, Burdeos, Nantes, Ruán, Lille, Estrasburgo, Dijon, etc.? Suyos habrán sido los gastos y ninguno el provecho. La federación viene a ser así la salvación del pueblo: dividiéndolo, lo salva a la vez de la tiranía de sus pretendidos conductores y de su propia locura.

La constitución de 1848, quitando, por una parte, al presidente de la república el mando del ejército y declarándose, por otra, susceptible de reforma y de progreso, había probado de conjurar ese doble riesgo de la usurpación del poder central y la insurrección del pueblo. Pero esa constitución no decía ni en qué consistía el progreso, ni bajo qué condiciones había de efectuarse. En el sistema que había fundado subsistía siempre la distinción de clases: la burguesía, el pueblo; demostrólo claramente la discusión del derecho al trabajo y de la ley de 31 de mayo, que restringió el sufragio. La preocupación por la unidad era entonces más viva que nunca: dando ‘París el tono, la idea, la voluntad, a los departamentos, era fácil ver que en el caso de un conflicto entre el presidente y la asamblea, el pueblo seguiría más a su elegido que a sus representantes. Los sucesos vinieron a confirmar esas previsiones. La jornada de 2 de diciembre ha demostrado lo que valen garantías puramente legales contra un poder que al favor popular une los recursos de la administración, y también su derecho. Mas si, por ejemplo, al mismo tiempo que se escribió la constitución republicana de 1848, se hubiese hecho y puesto en práctica la organización del municipio y del departamento; si las provincias hubiesen aprendido a vivir de nuevo de su propia vida; si hubiesen tenido una buena parte del poder ejecutivo; si la multitud inerte del 2 de diciembre hubiese entrado por algo en el poder, el golpe de Estado habría sido a buen seguro imposible. Limitado el campo de batalla entre el Elíseo y el Palacio Borbón, el alzamiento del poder ejecutivo habría arrastrado, a lo más, la guarnición de París y al personal de los ministerios.

No terminaré este párrafo sin citar las palabras de un escritor cuya templanza y profundidad ha podido apreciar el público algunas veces en El Correo del Domingo, de monsieur Gustavo Chaudey, abogado de la Audiencia de París. Servirán para hacer comprender que no se trata aquí de una vana utopía, sino de un sistema actualmente en vigor, cuya idea viva se va diariamente desenvolviendo:

«El ideal de una Confederación sería un pacto de alianza, del cual pudiera decirse que no impone a la soberanía particular de los Estados federales, sino restricciones que en manos de la autoridad central pasan a ser un aumento de garantía para la libertad de los ciudadanos, y de protección para su actividad, ya individual, ya colectiva.

Por esto sólo se comprende la enorme diferencia que existe entre una autoridad federal y un gobierno unitario, por otro nombre, un gobierno que no representa sino una soberanía».

La definición de monsieur Chaudey es perfectamente exacta: lo que él llama ideal no es otra cosa que la fórmula dada por la más rigurosa teoría. En la federación la centralización es parcial, está limitada a ciertos objetos especiales quitados a los cantones para serle más tarde devueltos, en el gobierno unitario, la centralización es universal, se extiende a todo, y no se desprende jamás de nada. La consecuencia es fácil de prever.

«En el gobierno unitario -prosigue monsieur Chaudey-, la centralización es una fuerza inmensa puesta a disposición del poder, que viene empleada en muy diversos sentidos, según las diversas voluntades personales que componen el gobierno. Cambiadas las condiciones del poder, cambian las de la centralización. Liberal ésta hoy con un gobierno liberal, será mañana un formidable instrumento de usurpacion para un poder usurpador, y después de la usurpación un formidable instrumento de despotismo, sin contar que por esto mismo es para el poder una tentación perpetua, para la libertad de los ciudadanos una perpetua amenaza. Dadas estas condiciones, la centralización es, propiamente hablando, el desarme de una nación en provecho de un gobierno, y la libertad está condenada a una incesante lucha con la fuerza».

«Sucede lo contrario con la centralización federal. Esta, en vez de armar el poder con la fuerza del todo contra la parte, arma la parte de la fuerza del todo contra sus propios abusos. Un cantón suizo que viese mañana amenazadas sus libertades por su gobierno, podía oponerle no sólo su fuerza, sino también la de los veintidós cantones. ¿No vale esto el sacrificio que del derecho de insurrección hicieron los cantones en su nueva Constitución de 1848?»

Ni reconoce menos el escrito que cito la ley del progreso, que tan esencial es a las constituciones federales y tan imposible de aplicar bajo una constitución unitaria.

«La Constitución federal de 1848 reconoce a los cantones el derecho de revisar y modificar las suyas, pero con dos condiciones: con la de que se hagan las reformas según las reglas prescritas por cada constitución cantonal, y con la de que constituyan siempre un adelanto, no un retroceso.

Quiere que un pueblo modifique su constitución, no para ir hacia atrás, sino para marchar hacia adelante. Dice a los pueblos suizos: Si no queréis cambiar vuestras instituciones para aumentar vuestras libertades, señal es de que no sois dignos de las que tenéis: permaneced guardándolas; si para aumentar vuestras libertades, señal es de que sois dignos de ir adelante: marchad bajo la protección de toda Suiza».

La idea de garantir y asegurar una constitución política casi del mismo modo que se asegura una casa contra incendios o un campo contra el granizo, es, en efecto, la idea más importante y por cierto la más original del sistema. Nuestros legisladores de 1791, 1793, 1795, 1799, 1814, 1830 y 1848 no han acertado a invocar en favor de sus constituciones sino el patriotismo de los ciudadanos y la abnegación de los guardias nacionales: la constitución del 93 iba hasta el derecho de insurrección y el llamamiento a las armas. La experiencia ha demostrado cuán ilusorias son esas garantías. La Constitución de 1852, en el fondo la misma del consulado y del primer Imperio, no está garantizada: y no seré yo por cierto quien lo censure. ¿Qué garantía podría haber contenido estando fuera del contrato federativo? Está todo el secreto en distribuir la nación en provincias independientes, soberanas, o que, al menos, administrándose a sí mismas, dispongan por lo menos de una fuerza, una iniciativa y una influencia suficiente, y en hacer luego que las urnas se garanticen a las otras.

Se encuentra una excelente aplicación de estos principios en la organización del ejército suizo.

«La protección — dice monsieur Chaudey — aumenta en todas partes; la opresión no constituye en ninguna un peligro. Al pasar al ejército federal los contingentes cantonales, no olvidan el suelo paterno; lejos de esto, obedecen a la Confederación sólo porque su patria les manda que la sirvan. ¿Cómo han de poder temer los cantones que sus soldados lleguen a ser en ningún tiempo contra ellos instrumentos de una conspiración unitaria? No sucede otro tanto en los demás Estados de Europa donde se separa al soldado de la masa del pueblo de la que se le extrae y se le convierte en cuerpo y alma en hombre del gobierno».

Domina el mismo espíritu en la constitución americana, a cuyos autores se puede, sin embargo, acusar de haber multiplicado fuera de medida las atribuciones de la autoridad federal. Las facultades otorgadas al presidente americano son casi tan extensas como las que dio a Luis Napoleón la Constitución de 1848, exceso de atribuciones que no ha dejado de contribuir a la idea de absorción unitaria que apareció primero en los Estados del Sur y hoy arrastra a su vez a los del Norte.

La idea de federación es a buen seguro la más alta a que se haya elevado hasta nuestros días el genio político. Deja muy atrás las constituciones francesas que a despecho de la Revolución se han promulgado en estos últimos sesenta años; constituciones cuya corta duración honra tan poco a nuestra patria. Resuelve todas las dificultades que suscita la idea de armonizar la libertad y la autoridad. Con ella no hay ya que temer ni que nos perdamos en el fondo de las antinomias gubernamentales, ni que la plebe se emancipe proclamando una dictadura perpetua, ni que la burguesía manifieste su liberalismo llevando la centralización al extremo, ni que el espíritu público se corrompa por el nefando consorcio de la licencia y el despotismo, ni que el poder vuelva sin cesar a manos de los intrigantes, como los llamaba Robespierre, que la Revolución, como Danton decía, esté siempre en poder de los más malvados. La eterna razón queda al fin justificada, el escepticismo, vencido. No se acusará ya de nuestros infortunios, ni la imperfecta Naturaleza, ni nuestro contradictorio espíritu; la oposición de los principios se presenta al fin como la condición del universal equilibrio.

Sanción económica — Federación agrícola-industrial

Sin embargo, no está dicha la última palabra. Por justa y severa que sea en su lógica la constitución federal, por garantías que en su aplicación ofrezca, no se sostendrá por sí misma mientras no deje de encontrar incesantes causas de disolución en la economía pública. En otros términos, es preciso dar por contrafuerte al derecho político el derecho económico. Si están entregadas al azar y la ventura la producción y la distribución de la riqueza; si el orden federal no sirve más que para la protección y el amparo de la anarquía mercantil y capitalista; si por efecto de esa falsa anarquía la sociedad permanece dividida en dos clases, la una de propietarios-capitalistas-empresarios y la otra de jornaleros, la una de ricos y la otra de pobres, el edificio político será siempre movedizo. La clase jornalera, la más numerosa y miserable, acabará por no ver en todo sino un desengaño; los trabajadores se coligarán a su vez contra los burgueses, y éstos, a su vez, contra los trabajadores; y degenerará la confederación, sí el pueblo es el más fuerte, en democracia unitaria; si triunfa la burguesía, en monarquía constitucional.

Para prevenir esa eventualidad de una guerra social se han constituido, como se ha dicho en el capitulo anterior, los gobiernos fuertes, objeto de la admiración de los publicistas, a cuyos ojos no son las confederaciones sino bicocas incapaces de defender el poder contra las agresiones de las masas, o, lo que es lo mismo, la obra del gobierno contra los derechos del pueblo. Porque, lo repetiré otra vez, no hay que hacerse ilusiones: todo poder ha sido establecido, toda ciudadela construida y todo ejército organizado, tanto contra lo de dentro como contra lo de fuera. Si el Estado tiene por objeto hacerse dueño de la sociedad, y el pueblo está destinado a servir de instrumento a sus empresas, preciso es reconocerlo, el sistema federal no es comparable con el unitario. En él, ni el poder central a causa de su dependencia, ni la multitud a causa de su división, pueden nada contra la libertad pública. Los suizos, después de haber vencido a Carlos el Temerario, fueron durante mucho tiempo el primer poder militar de Europa. Mas como formaban una confederación, aunque capaz de defender e contra el extranjero, como se ha visto, inhábil para la conquista y los golpes de Estado, han sido una república pacífica, el más inofensivo y el menos emprendedor de los pueblos. La confederación germánica ha tenido también bajo el nombre de Imperio sus siglos de gloria; pero como el poder imperial carecía de centro y de fijeza, la confederación ha sido destrozada y dislocada, y la nacionalidad puesta en grave peligro. La confederación de los Países Bajos se ha disuelto a su vez al contacto de las potencias centralizadas. Es inútil mencionar la confederación italiana. Sí, de seguro, si la civilización, si la economía de las sociedades debiese permanecer en el statu quo antiguo, valdría más para los pueblos la unidad imperial que la federación.

Todo, empero, anuncia que los tiempos han cambiado, y que tras la revolución de las ideas ha de venir como su consecuencia legítima la de los intereses. El siglo XX abrirá la era de las federaciones, o la humanidad comenzará de nuevo un purgatorio de mil años. El verdadero problema que hay que resolver no es en realidad el político, sino el económico. Por su solución, nos proponíamos en 1848, mis amigos y yo, continuar la obra revolucionaria de febrero. La democracia estaba en el poder; el gobierno provisional no tenía más que obrar para salir airoso; hecha la revolución en la esfera del trabajo y de la riqueza, no había de costar nada realizarla después en el gobierno. La centralización, que habría sido necesario destruir más tarde, habría sido por de pronto de poderosa ayuda. Nadie, por otra parte, en aquella época, como no sea el que escribe estas líneas y se había declarado anarquista ya en 1840, pensaba en atacar la unidad ni en pedir la federación.

Las preocupaciones democráticas hicieron que se siguiese otro camino. Los políticos de la antigua escuela sostuvieron y sostienen todavía que la verdadera marcha que hay que seguir en materia de revolución social es empezar por el gobierno y ocuparse después a su sabor de la propiedad y del trabajo. Negándose así la democracia, después de haber suplantado la clase media y arrojado a los reyes, sucedió lo que no podía menos de suceder. Vino el Imperio a imponer silencio a esos charlatanes sin plan; después de lo cual se ha hecho la revolución económica en sentido inverso de las aspiraciones de 1848, y la libertad ha corrido grandes peligros.

Se comprenderá que no voy, a propósito de federación, a presentar el cuadro de las ciencias económicas, ni a manifestar al pormenor todo lo que debiera hacerse en. este orden de ideas. Diré simplemente que el gobierno federativo, después de haber reformado el orden político, ha de emprender necesariamente, para completar su obra, una serie de reformas en el orden económico. He aquí, en pocas palabras, en qué consisten estas reformas.

Del mismo modo que, desde el punto de vista político, pueden confederarse dos o más Estados independientes para garantirse mutuamente la integridad de sus territorios o para la protección de sus libertades, bajo el punto de vista económico cabe confederarse, ya para la protección recíproca del comercio y de la industria, que es la que se llama unión aduanera, ya para la construcción y conservación de las vías de transporte, caminos, canales, ferrocarriles, ya para la organización del crédito, de los seguros, etc. El objeto de esas confederaciones particulares es sustraer a los ciudadanos de los Estados contratantes a la explotación capitalista y bancocrática, tanto de dentro como de fuera; forman por su conjunto, en oposición el feudalismo económico que hoy domina, lo que llamaré federación agrícola-industrial.

No desenvolveré este asunto desde ningún punto de vista. Sobrado sabrá lo que quiero decir el público que sigue hace quince años el curso de mis trabajos. El feudalismo mercantil e industrial se, propone consagrar por medio del monopolio de los servicios públicos, del privilegio de la instrucción, de la extremada división del trabajo, del interés de los capitales, de la desigualdad del impuesto la degradación política de las masas’ la servidumbre económica o el salario; en una palabra, la desigualdad de condiciones y de fortunas. La federación agrícola-industrial, por el contrario, tiende a acercarse cada día más a la igualdad por medio de la organización de los servidos públicos hechos al más bajo precio posible por otras manos que las del Estado, por medio de la reciprocidad del crédito y de los seguros, por medio de la garantía de la instrucción y del trabajo, por medio de una combinación industrial que permita a cada trabajador pasar de simple peón a industrial y artista, de jornalero a maestro.

Es evidente que una revolución de esta índole no puede ser obra ni de una monarquía burguesa ni de una democracia unitaria; lo puede ser tan sólo de una federación. No resulta del contrato unilateral o de beneficencia, no de instituciones de caridad, sino del contrato sinalagmático y conmutativo.

Considerada en sí misma, la idea de una federación industrial que venga a servir de complemento y sanción a la política está ostensiblemente confirmada por los principios de la economía política. Es la aplicación en su más alta escala de los principios de reciprocidad, de división del trabajo y de solidaridad económica, principios que resultarían entonces convertidos en leyes del Estado por la voluntad del pueblo. Enhorabuena que el trabajo permanezca libre; enhorabuena que se abstenga de tocarlo el poder, que le es más funesto que el comunismo. Pero las industrias son hermanas, son las unas parte de las otras, no sufre una sin que las demás no sufran. Fedérense, pues, no para absorberse y confundirse, sino para garantirse mutuamente las condiciones de prosperidad que les son comunes y no pueden constituir el monopolio de ninguna. Celebrando un pacto tal, no atentarán contra su libertad; no harán sino darle más certidumbre y fuerza. Sucederá con ellas lo que en el Estado con los poderes, y en los seres animados con sus órganos, cuya separación es precisamente lo que constituye su poder y su armonía.

Así, ¡cosa admirable!, la zoología, la economía y la política están aquí de acuerdo para decimos: la primera, que el animal más perfecto, el que está mejor servido por sus órganos, y, por consiguiente, el más activo, el más inteligente y ¿I mejor constituido para dominar a los otros, es aquel cuyas facultades y cuyos miembros estén más especializados, más seriados, más coordinados; la segunda, que la sociedad más productiva, más rica, más preservada de la hipertrofia y del pauperismo, es aquella en que el trabajo está mejor dividido, la competencia es más completa, el cambio más leal, la circulación más regular, el salario más justo, la propiedad más igual, y las industrias todas están mejor garantidas las unas por las otras; la tercera, por fin, que el gobierno más libre y más moral es aquel en que los poderes están mejor divididos, la administración mejor distribuida, la independencia de los grupos más respetada, las autoridades provinciales, las cantonales, las municipales, mejor servidas por la autoridad central; en una palabra, el gobierno federativo.

Así, del mismo modo que el principio monárquico o de autoridad tiene por primer corolario la asimilación o la incorporación de los grupos que se van agregando en otros términos, la centralización administrativa, lo que podría aún llamarse la comunidad de la familia política; por segundo corolario, la indivisión del poder, por otro nombre el absolutismo; por tercer corolario, el feudalismo territorial e industrial; el principio federativo, liberal por excelencia, tiene por primer corolario la independencia administrativa de las localidades reunidas; por segundo, la separación de los poderes en cada uno de los Estados soberanos; por tercero, la federación agrícola-industrial.

En una república sentada sobre tales cimientos se puede decir que la libertad está elevada a su tercera potencia y la autoridad reducida a su raíz cúbica. La primera, en efecto, crece con el Estado; es decir, se multiplica a medida que aumenta el número de los pueblos confederados; la segunda, subordinada de grado en grado, no aparece en su plenitud sino en el seno de la familia, donde está aún templada por el amor conyugal y el paterno.

Necesitábase indudablemente, para adquirir el conocimiento de esas grandes leyes, de una larga y dolorosa experiencia; necesitábase quizá también, antes que llegara a la libertad, que pasara nuestra especie por las horcas caudinas de la servidumbre. A cada edad, su idea; a cada época, sus instituciones.

Pero ha llegado la hora. La Europa entera pide a grandes voces la paz y el desarme. Y como si nos estuviese reservada la gloria de tan gran beneficio, vuelve todo el mundo los ojos a Francia y espera de nuestra nación la señal de la felicidad común.

Los príncipes y los reyes, tomados al pie de la letra, son ya de otros tiempos: los hemos constitucionalizado, y se acerca el día en que no sean sino presidentes federales. Habrán concluido entonces las aristocracias, las democracias y todas las cracias posibles, verdaderas gangrenas de las naciones, espantajos de la libertad. ¿Tiene ni siquiera idea de la libertad esa democracia que se llama liberal y anatematiza el federalismo y el socialismo, como lo hicieron en 1793 sus padres? Pero el período de prueba debe tener un término. Empezamos a razonar ya sobre el pacto federal: no creo que sea esperar mucho de la estupidez de la presente generación pensar que al primer cataclismo que la barra ha de volver a reinar en el mundo la justicia.

En cuanto a mí, cuya palabra ha tratado de ahogar cierta parte de la prensa, ya por medio de un calculado silencio, ya desfigurando mis ideas e injuriándome, sé bien que puedo dirigir a mis adversarios el siguiente reto:

Todas mis ideas económicas, elaboradas durante veinte años, están resumidas en esas tres palabras: Federación agrícola-industrial;

Todas mis miras políticas, en una fórmula parecida: Federación política o Descentralización;

Y como yo no hago de mis ideas un instrumento de partido ni un medio de ambición personal, todas mis esperanzas para lo presente y lo futuro están también resumidas en este tercer término, corolario de los dos anteriores: Federación progresiva.

Desafío a quien quiera que sea a que haga una profesión de fe más limpia, de mayor alcance ni de más templanza; voy más allá: desafío a todo amigo de la libertad y del derecho a que la rechace.

Tradición Jacobina: Galia federalista, Francia Monárquica

La Galia, habitada por cuatro razas diferentes, los galos, kirnris, vascones y ligures, subdivididos en más de cuarenta pueblos, formaban, como la vecina Germania, una Confederación. La naturaleza le había dado su primera constitución, la constitución de los pueblos libres; la unidad le llegó por la conquista y fue obra de los Césares.

Los límites que se asignan generalmente a la Galia son: al Norte el mar del Norte y el Canal de la Mancha; al Oeste el Océano; al Sur los Pirineos y el Mediterráneo; al Este, los Alpes y el jura; al Noreste, el Rin. No pretendo discutir aquí esta circunscripción, supuestamente natural, aunque los valles del Rin, del Mosela, del Mosa, del Escaut, pertenecen más bien a Germania que a la Galia. Lo que quiero sólo poner de relieve es que el territorio comprendido en el interior de ese inmenso pentágono, de fácil aglomeración, como lo demostraron sucesivamente los romanos y los francos, se halla felizmente dispuesto para una Confederación. Puede comparársele a una pirámide truncada cuyos desniveles, unidos por sus crestas y llevando sus aguas a mares diversos, aseguran asimismo la independencia de las poblaciones que lo habitan. La política romana que, violentando a la naturaleza había ya unificado y centralizado Italia, hizo otro tanto con la Galia: de suerte que nuestro desventurado país, obligado a soportar sucesivamente la conquista latina, la unidad imperial y poco después la conversión al cristianismo, perdió por completo y para siempre su lengua, su culto, su libertad, su originalidad.

Después de la caída del Imperio de Occidente, la Galia, conquistada por los francos, recobró bajo influencia germánica una apariencia de federación, la cual, desnaturalizándose rápidamente, se convirtió al sistema feudal. El establecimiento de las comunas hubiera podido reavivar el espíritu federalista, sobre todo si hubiera seguido el modelo de la comuna flamenca antes que el del municipio romano: pero fueron absorbidas por la monarquía.

Sin embargo, la idea federativo, congénita a la antigua Galia, vivía como un recuerdo en el corazón de las provincias cuando la revolución estalló. Puede asegurarse que la federación fue el primer pensamiento del 89. Abolidos la monarquía absoluta y los derechos feudales, respetada la delimitación provincial, todos pensaban que Francia se remodelaría en una Confederación, bajo la presidencia hereditaria de un rey. Los batallones enviados a París desde todas las provincias del reino se denominaron federados. Las condiciones presentadas por los Estados contenían los elementos del nuevo pacto.

Por desgracia para nosotros, en el 89, a pesar de nuestra fiebre revolucionaria, éramos como siempre un pueblo imitador. Ningún ejemplo de federación, por poco notable que fuese, se ofrecía a nuestros ojos. Ni la Confederación germánica, establecida sobre el santo Imperio apostólico, ni la Confederación helvético, impregnada de aristocracia, eran ejemplos dignos de ser seguidos. La Confederación americana acababa de firmarse el 3 de marzo de 1879, en vísperas de la inauguración de los Estados Generales, pero ya hemos visto en la primera parte hasta qué punto resultaba deficiente aquel esbozo. Desde el momento en que renunciábamos a desarrollar nuestro viejo principio no resultaba exagerado esperar de una monarquía constitucional basada sobre la Declaración de los derechos, más libertades y, sobre todo, más orden, que de la Constitución de los Estados Unidos.

La Asamblea Nacional, usurpando todos los poderes y declarándose Constituyente, dio la señal de reacción contra el federalismo. A partir del juramento del «Juego de Pelota», ya no tuvimos una reunión de delegados casi federales pactando en nombre de sus Estados respectivos; se trató más bien de los representantes de una colectividad indivisa, que emprendieron la tarea de cambiar de arriba a abajo la sociedad francesa, a la que no se dignaron conceder una constitución. Para que la metamorfosis fuera irreversible, procedieron a trazar de nuevo y a desfigurar a las provincias y aniquilar bajo el peso de una nueva división geográfica todo vestigio de independencia provincial. Sieyès, que la propuso y que con posterioridad ofreció el modelo de todas las constituciones invariablemente unitarias que desde hace setenta y dos años han gobernado el país; este Sieyès, digo, fue quien, nutrido con el espíritu de la Iglesia y del Imperio, se convirtió en el verdadero autor de la unidad actual; quien rechazó el germen de confederación nacional, dispuesta a renacer si solamente hubiera habido un hombre capaz de definirla. Las necesidades del momento, la salvaguarda de la revolución, fueron la excusa de Sieyès. Mirabeau, que secundó con todas sus fuerzas la nueva división departamental, abrazó con tanto más calor la idea de Sieyès cuanto que temía ver nacer de las franquías provinciales una contrarrevolución y porque la división territorial por departamentos le parecía adecuada para asentar la nueva monarquía, hallándola excelente como táctica contra el antiguo régimen.

Después de la catástrofe del 10 de agosto 11, la abolición de la realeza impulsó de nuevo a los espíritus hacia las ideas federalistas. La Constitución del 91, de hecho impracticable, había dado escasas satisfacciones. Había quejas contra la dictadura de las dos últimas Asambleas, contra la absorción de los departamentos por la capital. Se convocó una nueva reunión de los representantes de la nación: recibió el nombre significativo de Convención. Supuesto desmentido oficial de las ideas unitarias de Sieyès, iba empero a originar terribles debates y a traer sangrientas proscripciones. El federalismo fue vencido por segunda vez en París en la jornada del 31 de mayo de 1793, del mismo modo que lo había sido en Versalles tras la inauguración de los Estados Generales. Tras esta fecha nefasta, todo vestigio de federalismo ha desaparecido del derecho público de los franceses; incluso la mera idea de federalismo se ha hecho sospechosa, sinónimo de contrarrevolución, incluso me atrevo a decir de traición. La noción se ha borrado de las inteligencias: en Francia ya no se sabe lo que significa el vocablo federación, que muy bien se podría creer tomado del sánscrito.

¿Se equivocaron los girondinos al intentar apelar, en virtud de su mandato convencional, a la decisión de los departamentos de la república una e indivisible de los jacobinos? Admitiendo, en teoría, que la razón estuviese de su parte, ¿era oportuna su política? Sin duda que la omnipotencia de la nueva Asamblea, elegida dentro de un espíritu en lo esencial anti-unitario, la dictadura del comité de Salud Pública, el triunvirato formado por Robespierre, Saint-Just y Couthon, el poder oratorio de Marat y Hébert, la judicatura del tribunal revolucionario, todo esto, en fin, no era en modo alguno tolerable y justificaba la insurrección de los setenta y dos departamentos contra la Comuna de París. Ahora bien, los girondinos, incapaces de definir su propio pensamiento tanto como de formular otro sistema, incapaces de asumir el peso de los negocios públicos y de hacer frente a los peligros de la patria, que tan bien habían denunciado, ¿no eran acaso culpables de haber desencadenado una excitación inoportuna y extraordinariamente imprudente?... Por otra parte, si los jacobinos, al permanecer solos en el poder pudieron en cierto modo gloriarse de haber salvado a la revolución y de haber vencido a la coalición en Fleurus, ¿no sería igualmente justo el reproche de haber contribuido ellos mismos, en parte, a crear el peligro para conjurarlo acto seguido; de haber fatigado a la nación, quebrantado la conciencia pública y ultrajado a la libertad con su fanatismo, por medio de un terror de catorce meses y de las reacciones a ese mismo terror?

La historia imparcial juzgará ese gran proceso, a la vista de los principios mejor interpretados, de las revelaciones de los contemporáneos, y de los propios hechos.

En cuanto a mí, y en espera del juicio definitivo, si se me permite exponer una opinión personal -por otra parte, ¿de qué se componen los juicios de la historia, sino de resúmenes de opiniones?- diré francamente que la nación francesa, constituida después de catorce siglos en monarquía divina, no podía convertirse de la noche a la mañana en una república; que la Gironda, acusada de federalismo, representaba mejor que los jacobinos el pensamiento de la revolución, pero se mostró insensata al creer en la posibilidad de una conversión súbita; que la prudencia, hoy diríamos la ley del progreso, dirigía los caracteres y que la desgracia de los girondinos tuvo como origen haber comprometido su principio oponiéndolo a la vez a la monarquía de Sieyès y Miraboau y a la democracia de los Sans-Culottes, que en ese momento les eran solidarios. En cuanto a los jacobinos, añadiré con igual franqueza que al apoderarse del poder y al ejercerlo con la plenitud de las atribuciones monárquicas, se mostraron en aquella circunstancia más avisados que los hombres de Estado de la Gironda; pero que al restablecer, con un incremento de absolutismo, el sistema de la realeza bajo el nombre de república una e indivisible, después de haberla consagrado con la sangre del último rey, sacrificaron el principio mismo de la revolución, e hicieron gala de un maquiavelismo del más siniestro augurio. Una dictadura temporal era concebible; un dogma que debía tener como resultado la consagración de todo las invasiones del poder y la anulación de la soberanía nacional, era, en resumidas cuentas, un verdadero atentado. La república una e indivisible de los jacobinos hizo algo más que destruir el viejo federalismo provincial, acaso evocado a destiempo por la Gironda hizo la libertad imposible en Francia y convirtió revolución en algo ilusorio. En 1830 se podía vacilar en cuanto a las funestas consecuencias de victoria lograda por los jacobinos. Pero en nuestro días la duda no es ya posible.

El debate entre la federación y la unidad acabó de reproducirse, a propósito de Italia, en circunstancias que no dejan de presentar analogías con las 93. En esta fecha, la idea federativo, confundida por algunos con la democracia y acusada por otros de realismo, coaligó contra ella la desgracia del tiempo, furor de los partidos, el olvido y la incapacidad de la nación. En 1859, sus adversarios fueron las intrigas de un ministro, la fantasía de una secta y la desconfianza, hábilmente exaltada, de los pueblos. Se trata de saber si el prejuicio que desde 1789 nos ha empujado constantemente desde las vías de la revolución a las del absolutismo, se mantendrá todavía largo tiempo frente a la verdad, harto demostrada, y frente a los hechos.

En la primera parte de este escrito he intentado aportar la deducción filosófica e histórica del principio federativo, así como hacer resaltar la superioridad de esta concepción, que podemos considerar de nuestro siglo, sobre cuantas la han precedido. Acabo de exponer la concatenación de acontecimientos, el conjunto de circunstancias que han permitido a la teoría contraria adueñarse de los espíritus. Voy a demostrar cuál ha sido la conducta de la democracia en el curso de los últimos años, bajo esta deplorable influencia. Reduciéndose ella misma al absurdo, la política de unidad se denuncia como acabada y deja su lugar a la federación.

La democracia desde el 2 de diciembre

La democracia francesa, en tanto que representada por algunos periódicos a los que por parte del gobierno imperial ha sido acordado o conservado el privilegio de publicación, reina desde hace diez años sin control alguno sobre la opinión. Sólo ella ha podido hablar a las masas; les ha dicho lo que ha sido de su gusto; les ha dirigido de acuerdo con sus puntos de vista y sus intereses. ¿Cuáles han sido sus gestos y sus ideas? No resulta ocioso que lo recordemos en estos momentos.

La democracia, por su manera de juzgar el golpe de Estado, le ha dado su asentimiento. Si la empresa del presidente de la república fue un acierto, puede reivindicar el honor que le corresponde; si ha sido un mal, debe asumir también su parte de responsabilidades. ¿Cuál fue el pretexto del golpe de Estado y contra quién se dirigió? Las razones que apoyaron el golpe de Estado y que aseguraron su éxito con tres años de antelación, fueron: el peligro en que ponían a la sociedad las nuevas teorías y la guerra social con que amenazaban al país. Ahora bien, ¿quién ha acusado más al socialismo que la democracia? ¿Quién lo ha perseguido más encarnizadamente? A falta de Luis Napoleón o del príncipe de Joinville, candidato designado a la presidencia para las elecciones de 1852, el golpe de Estado contra la democracia socialista hubiera sido asestado por la democracia no socialista, o dicho de otro modo, por la república unitaria, la cual no es otra cosa, como ya hemos evidenciado, que una monarquía constitucional disfrazada. Los periódicos de esta sedicente república han maniobrado con tal habilidad desde hace diez años, que buen número de obreros, que en 1848 tomaban parte en todas las manifestaciones socialistas, han llegado a decir, del mismo modo que sus patronos: sin el socialismo, habríamos conservado la república!... ¿Y qué sería esta misma república, insensatos a la par que ingratos? ¡Una república de explotadores! En verdad, no merecéis otra cosa que servirle de sacristanes.

En primer lugar, la democracia se ha negado a prestar juramento al emperador ¿por qué? Pero luego lo prestó, tratando incluso de malos ciudadanos a cuantos rehusaron hacerlo: una vez más, ¿por qué? ¿Por qué razón lo que era vergonzoso en 1852 se ha convertido en un deber, en un acto de utilidad pública en 1857?

La democracia se ha aliado al movimiento industrial operado, en sentido inverso de la reforma económica, después del golpe de Estado. Con el celo más edificante, se ha comprometido con esa feudalidad financiera cuya invasión había pronosticado el socialismo con veinticinco años de anticipación. ¡Ni una palabra ha sido pronunciada por ella contra la fusión de las compañías de ferrocarriles! Ha obtenido una parte de las subvenciones, se ha reservado su parte de acciones; cuando los escándalos de la Bolsa fueron denunciados por el socialismo, el cual fue el primero, según M. Oscar de Vallée, que desplegó en aquella circunstancia la bandera de la moral pública, la democracia declaró que esos enemigos de la especulación eran enemigos del progreso. ¿Quién se encargó de defender, por odio al socialismo, la moral malthusiana, floreciente en el seno de la Academia? ¿Quién ha tornado bajo su patronazgo, tanto la literatura afeminada y la bazofia romántica, como toda la bohemia literaria? ¿Quién, sino esa democracia retrógrada respetada por el golpe de Estado?

La democracia aplaudió la expedición a Crimea: era natural. No intento hacer aquí el enjuiciamiento de la política imperial, situada en este caso fuera del tema que me ocupa. El gobierno del emperador ha hecho, en 1854 y 1855, en relación con el Imperio otomano, lo que le ha parecido conveniente: sería muy peligroso para mí discutir ahora esos motivos. Nuestros soldados se han comportado gloriosamente, y no vacilaré en unir mi hoja de laurel a sus coronas. Pero si se me permite, diré que hubo un instante en que la política de contemporización, representada por M. Drouin de Lhuys, a la sazón, como hoy, ministro de Negocios Extranjeros, estuvo a punto de prevalecer y que si la voz poderosa de la democracia hubiera acudido en apoyo de ese hombre de Estado, Francia hubiera economizado 1.500 millones y ciento veinte mil soldados, poco más o menos, perdidos en defensa de la nacionalidad turca. Una democracia, animada de verdadero espíritu republicano, más preocupada por las libertades del país que por la exaltación del poder central, avara sobre todo de la sangre del pueblo, hubiera aprovechado con decisión cualquier posibilidad de paz. Pero el celo unitario de nuestros ciudadanos publicistas decidió de otro modo. Su belicoso patriotismo hizo inclinarse la balanza del lado de... Inglaterra. La guerra contra Rusia, decían, ¡es la revolución! Tienen constantemente en los labios la revolución: eso es todo lo que saben. No habían comprendido, en 1854, que al día siguiente del 2 de diciembre, Luis Napoleón se había convertido, por la fuerza de su posición, por la inevitable significación dada al golpe de Estado, en el jefe del movimiento conservador europeo. Es en este sentido como ha sido saludado por los emperadores y los reyes y, ¿por qué no decirlo?, por las propias repúblicas. ¡Ah! que nadie acuse hoy de ligereza a la nación francesa. El Imperio es la obra de Europa en su conjunto. Nuestros demócratas debieron apercibirse de ello cuando las potencias aliadas decidieron que la guerra conservaría su alcance político, y quedaría limitada, por lo que, en consecuencia, el concurso de los valientes llegados de todos los lugares de Europa, sería rechazado.

La democracia gritó ¡bravo! a la expedición de Lombardía. De acuerdo con ella, la guerra contra Austria significaba también la revolución. Examináremos después todo esto, pero puedo anticipar que sin la democracia, que dio de hecho el exequatur a la demanda de Orsini, Napoleón III se hubiera guardado con toda probabilidad de arrojarse a aquella tempestad, en cuyo obsequio, y en beneficio asimismo de M. de Cavour, gastamos 500 millones y perdimos cuarenta mil hombres.

La democracia, luego de haber censurado la intervención del gobierno en los asuntos de Méjico, ha querido la expedición actual, a la cual acaso habría renunciado el gobierno imperial tras la moción de Jules Favre, si hubiese visto a ese orador enérgicamente respaldado por los periódicos. Pero no: la prensa democrática ha pretendido, incluso tras reconocer que había sido inducida a error sobre los sentimientos de la población mejicana, que el gobierno no podía, después del fracaso, sino negociar con honor en Méjico. ¿Era una vez más la revolución quien nos llamaba a Méjico? En absoluto. Los mejicanos intentan constituirse en república federativo; no quieren oír hablar de príncipes, ni alemanes ni españoles, y, por otra parte, resulta que su presidente actual, Juárez, es el más capaz, el más honrado y el más popular que hayan tenido nunca. Cualquier republicano digno de ese nombre hubiera comprendido que la verdadera dignidad, para un gobierno tan poderosos como el nuestro, consistiría en reconocer su error, incluso después de un fracaso, manifestándose insistentemente en favor de la retirada. Ahora bien, la república, como la entienden nuestros demócratas, siente horror por el federalismo, y es muy susceptible en cuestiones de honor.

La democracia, en efecto, es esencialmente militarista. Sin ella, la política pretoriana estaría finiquitada. Sus oradores y escritores se pueden comparar a los gruñones del primer Imperio, críticos constante del, Arbitro del régimen, pero en el fondo entregados en cuerpo y alma a Sus designios, y siempre dispuestos a defenderle con su brazo, su pensamiento y su corazón. Es en vano que les hagáis ver que los ejércitos permanentes no son para los pueblos otra cosa que instrumentos de opresión y motivos de recelos; es inútil intentar hacerles ver, con razones y con cifras, que las conquistas no sirven absolutamente para cimentar la dicha de las naciones, que las anexiones cuestan más de lo que aportan; inútil asimismo probarles que el propio derecho de la guerra, el derecho de la fuerza, si aplicado en su verdadera esencia, concluiría con la abolición de la guerra y en un empleo muy diferente de la fuerza. Pero ellos se hacen sordos a tales razonamientos: Napoleón I, dicen, fue la espada de la revolución. ¡Ahora bien, la espada tiene también un mandato revolucionario, que está lejos de cumplirse!

La democracia ha dado la mano al libre-cambio, cuya brusca aplicación, si hiciéramos las cuentas correctamente, equivaldrían a cualquiera de aquellas gloriosas campañas del primer Imperio que se saldaban invariablemente con nuevas reclamaciones de hombres y dinero. Así, a pesar de nuestras pretensiones, ¿no vamos a remolque de M. Chevalier, que ha manejado tan felizmente la cuestión del oro? El librecambio, en efecto, la guerra a los monopolistas, ¿no significa también la revolución?... Esos poderosos dialécticos jamás llegarán a comprender que la masa de monopolistas de un país es la masa de Inglaterra, tanto para la guerra con Rusia, como para el libre-cambio o para la unidad italiana. Nuestros patriotas no podían hacer menos por la teoría de Cobden, el sueño de Bastiat, las extravagancias de M. Jean Dolfus, y no es desdeñable la consideración de los graves peligros que se corten al hacer la guerra a la aludida masa, incluido el de incurrir en soberana iniquidad.

¿Cuál ha sido el móvil de la democracia al participar, como lo ha hecho, en la guerra de los Estados Unidos? Haber una exhibición de filantropía y, sobre todo, satisfacer su manía unitaria ¡libertad, igualdad, fraternidad! exclamó: guerra a la esclavitud, guerra a la escisión, resume a toda la revolución. Por esta razón ha empujado al Norte contra el Sur, ha hecho inflamarse las pasiones y ulcerarse los odios, con lo que la guerra se ha hecho diez veces más atroz. Una parte de la sangre derramada y de las miserias que en Europa se han manifestado como consecuencias de esa guerra fratricida, debe recaer sobre ella (la democracia): que cargue, pues, con la responsabilidad de esta acción ante la historia.

¡Ah Ya oigo las exclamaciones de esos grandes políticos: Sí, hemos querido las expediciones de Crimea y de Lombardía, porque eran en sí mismas útiles y revolucionarias. Pero hemos protestado contra el modo en que fueron conducidas: ¿Podemos responder de una política que no fue la nuestra? Sí, hemos deseado la expedición de Méjico, aunque dirigida contra una nacionalidad republicana; la hemos querido porque interesa no dejar abismarse el prestigio de Francia, órgano supremo de la revolución. Sí, hemos querido el libre cambio por el honor del principio, y porque no podemos permitir que se diga que Francia teme a Inglaterra, ni sobre los mercados ni en los campos de batalla. Sí, querernos que la revolución permanezca armada y la república una e indivisible, porque sin ejército la revolución es incapaz de ejercer entre las naciones su mandato de justiciera; porque sin unidad la república ya no marcha como un hombre: sino como una multitud inerte e inútil. Pero queremos que el ejército sea ciudadano y que todo ciudadano halle su libertad en la unidad. ¡Miserables argüidores! si la política seguida en Oriente y en Italia no era la vuestra, entonces ¿por qué aprobasteis las empresas? ¿por qué os mezclasteis en ellas? Habláis de honor nacional: ¿qué hay de común entre ese honor y las intrigas que han preparado, acaso sorprendido, la intervención en Méjico? ¿dónde habéis aprendido a practicar la responsabilidad gubernamental? apoyáis, a título de principio, el libre-cambio.

Y bien, sea: pero no le sacrifiquéis el principio, no menos respetable, de la solidaridad de las industrias. Queréis que la revolución permanezca armada: mas, ¿quién amenaza a la revolución sino vosotros mismos?

Monograma democrático, la unidad

La democracia se hace pasar por liberal, republicana e, incluso, por socialista, en el buen y verdadero sentido de la palabra, bien entendido, como decía M. de Lamartine.

La democracia se impone por sí misma. No ha comprendido nunca el trinomio revolucionario, Libertad-igualdad-fraternidad, que en 1848, como en 1793, tenía siempre en los labios y con el cual se ha fabricado tan atractivas enseñas. Pero la consigna definitivamente adoptada por ellas, consta de un solo término: Unidad.

Para comprender la libertad, y sobre todo la igualdad, para sentir como hombre libre la fraternidad, hace falta toda una filosofía, toda una jurisprudencia, toda una ciencia del hombre y de las cosas, de la sociedad y de su economía. ¿Cuántos aceptan semejantes estudios?... Mientras que con la unidad, cosa física, matemática, que se ve, se toca y se cuenta, se está en seguida al cabo de la calle. Incluso, en los casos difíciles, quedamos exentos de razonar. Con la Unidad, la política se reduce a un simple mecanismo, en el que basta con hacer girar el volante. Tanto peor para quien se deje coger en el engranaje: no se trataba en verdad de un hombre político; era un intruso justamente castigado por su ambiciosa vanidad.

Quien dice libertad, en la lengua del Derecho público, dice garantía: garantía de inviolabilidad de la persona y del domicilio; garantía de las libertades municipales, corporativas, industriales; garantía de las formas legales, protectoras de la inocencia y de la libre defensa. ¿Cómo armonizar todo esto con la majestad gubernamental, tan cara a la democracia? ¿Cómo armonizarlo con la Unidad? Es la democracia, con sus directores y sus órganos quienes, en 1848 instituyeron los consejos de guerra, organizaron las visitas domiciliarias, poblaron las cárceles, decretaron el estado de guerra, llevaron a cabo las deportaciones sin juicio previo de los trabajadores blancos, como M. Lincoln decreta hoy, sin juicio, la deportación de los trabajadores negros. La democracia siente el mayor desprecio por la libertad individual y por el respeto a las leyes, incapaz, como es, de gobernar en otras condiciones que las de la Unidad, que no es otra cosa que el despotismo.

Quien dice república o igualdad de los derechos políticos, dice independencia administrativa de los grupos políticos de que se compone el Estado, dice sobre todo separación de los poderes. Ahora bien, la democracia es ante todo centralizadora y unitaria; siente horror por el federalismo; ha perseguido a ultranza, bajo Luis-Felipe, el espíritu provinciano; considera la indivisión del poder como el gran resorte, la tabla de salvación del gobierno: su ideal sería una dictadura reforzada por la inquisición. En 1848, cuando la rebelión se desarrollaba en la calle, se apresuró a reunir en la mano del general Cavaignac todos los poderes. ¿Por qué razón, se dijo, haber cambiado el mecanismo gubernamental? Lo que la monarquía absoluta ha hecho contra nosotros, hagámoslo nosotros contra ella y contra sus partidarios, para esto no necesitamos cambiar de baterías; es suficiente volver contra el enemigo sus propios cañones. Esto es la revolución.

Quien dice socialismo en el buen y verdadero sentido de la palabra, dice naturalmente libertad del comercio y de la industria, mutualidad del seguro, reciprocidad del crédito, del impuesto, equilibrio y seguridad de las fortunas, participación del obrero en los destinos de las empresas, inviolabilidad de la familia en la transmisión hereditaria. Ahora bien, la democracia se inclina fuertemente al comunismo, fórmula económica de la unidad. Sólo por mediación del comunismo concibe la igualdad. Cuanto le hace falta son impuestos forzados, impuestos progresivos y suntuarios, con acompañamiento de instituciones filantrópicas, hospicios, asilos, casas-cunas, talleres nacionales, cajas de ahorro y de socorro, todo el aparato del pauperismo, toda la librea de la miseria. No gusta del trabajo libre; considera locura el crédito gratuito, temblaría ante un pueblo de obreros sabios, hábiles tanto para pensar, escribir o manejar el pico y la garlopa del carpintero, cuyas mujeres, por otra parte, sabrían prescindir de criadas en sus hogares. Sonríe jubilosa a los impuestos, que, destruyendo la familias, tiende a poner la propiedad en manos del Estado.

En resumen, quien dice libertad dice federación, o no dice nada;

Quien dice república dice federación, o no dice nada;

Quien dice socialismo dice federación, o no dice nada;

Pero la democracia, tal como se ha manifestado desde hace cuatro años no es nada, no puede ni quiere nada de aquello que conduce a la federación, de lo que supone el contrato, de lo que exigen el Derecho y la Libertad; su ley es siempre la unidad. La unidad es su alpha y su omega, su fórmula suprema, su razón última. Es toda unidad y nada más que unidad, como lo demuestran sus discursos y sus actos; es decir, que no sale de lo absoluto, de lo indefinido, del vacío.

Es por esta razón por lo que la democracia, que siente su propio vacío y su debilidad; que toma un accidente revolucionario por la idea misma de la revolución, y que de una forma pasajera de dictadura ha hecho un dogma, esta vieja democracia de 1830 tomada de 1793, se halla ante todo en favor del poder fuerte, hostil a toda autonomía, envidiosa del Imperio, al que acusa de haberle tomado su política, pero sin renunciar a recitarnos de nuevo sus notas con variaciones y sin falsas notas, como decía M. Thiers de M. Guizot.

Nada de principios, de organización, de garantías; solamente unidad y arbitrariedad, todo ello ornado con los nombres de revolución y de salud pública: he aquí la profesión de fe de la democracia actual. Desde 1848 vengo instándole a publicar su programa, pero no he conseguido arrancarle una sola palabra. ¡Un programa! Es algo comprometedor, incierto. Esta democracia, vacía de ideas, que al día siguiente del golpe afortunado que la llevaría al poder se haría conservadora, como todos los gobiernos precedentes, ¿con qué derecho rechazaría hoy la responsabilidad de empresas sobre las que reconozco que no ha puesto las manos, pero que hubiera llevado a cabo del mismo modo y que como quiera que sea, ha respaldado con su aprobación?

Maniobra unitaria

Acabamos de ver de qué manera la unidad se ha convertido, en el pensamiento democrático, en el equivalente de la nada. Ahora bien, lo normal de las almas huecas, que sienten su pro ¡o vacío, es que se sientan impulsadas a la sospecha, a la violencia y a la mala fe. Obligadas a fingir principios de que carecen, se hacen hipócritas; atacadas por ideas mas fuertes, sólo disponen de un medio para defenderse y éste es el de procurar perder a sus adversarios por medio de la calumnia; puestas en el trance de gobernar, sólo pueden substituir la razón por la autoridad, es decir, por. la más implacable tiranía. En resumen, tomar como credo la botella de tinta, especular con la confusión, asestar golpes prohibidos y pescar en aguas turbias, calumniando a aquéllos a quienes no se puede intimidar o reducir: he aquí lo que fue en todo tiempo la política de los demócratas. Tiempo es de que el país aprenda a juzgar a una secta que desde hace treinta años no ha hecho sino blandir la antorcha popular, como sí representase al pueblo, como si se preocupase por el pueblo para otra cosa que para arrojarle a los campos de batalla, como tantas veces lo oí decir en 1848, o, por el contrario en los de Lambessa. Es necesario que se sepa lo que hay bajo todos esos cráneos de cartón, que parecen terribles sólo porque Diógenes no se ha dignado aún ponerles la linterna bajo la nariz. La historia de la unidad italiana otorga amplia materia para nuestras observaciones.

La democracia ha impulsado con todas sus fuerzas a la guerra contra Austria; una vez ganada la batalla, ha instado a la unificación de Italia. Es por esta razón por la que ha protestado contra el tratado de Villafranca; es por esto mismo por lo que trata de amigos de Austria y del Papa, a no importa quién trata de recordar a la desgraciada Italia su ley natural, la federación.

Hay en todo esto una apariencia de sistema que ilusiona a los ingenuos.

Observad ante todo que esos demócratas, campeones por excelencia del gobierno militar, y que acaso, estimado lector, te verías tentado de tomar por capacidades políticas, dicen o insinúan a quien quiere escucharles, que el reino de Italia no fue nunca por su parte otra cosa que una táctica; que se trata ante todo de arrancar, por medio de un esfuerzo nacional, a Italia de manos de Austria, del papa, del rey de Nápoles, de los duques de Toscana, de Módena y de Parma; que con este fin resultaba indispensable unir a los italianos bajo la enseña monárquica de Víctor Manuel, pero que una vez expulsados los extranjeros, asegurada la independencia de la nación, la unidad consumada, se habría procedido de inmediato a quitar de en medio al rey-galante y a proclamar la república. He ahí el fondo del problema, si creernos a mis antagonistas: mi crimen consiste en haber aparecido para desmontar con el intempestivo grito de federación tan hermoso plan.

Puestas así las cosas, entendámonos: es incluso menos a mi federalismo a quien se ataca, que a la pérfida inoportunidad de mi crítica. Ante todo se es republicano, demócrata: ¡Dios no quiera que se blasfeme respecto al sagrado nombre de república! No quiera Dios que se piense seriamente en abrazar la causa de los reyes! Pero esa república se la quería unitaria. Se niega que pudiese ser de otro modo. ¡Y soy yo, quien, uniendo mi voz a la de la reacción, ha hecho imposible la república!

Pero, si esta es la argumentación de los honorables ciudadanos, el problema de la buena fe se generaliza: ya no es sólo al federalismo a quien conviene plantearla, sino, en primer lugar, al unitarismo. El partido que en Italia ha exigido a gritos la unificación de la península, ese partido, digo, ¿es realmente republicano, o no sería más bien monárquico? Tengo derecho a plantear en estos términos el problema y a tomar precauciones, dado que nada se parece más a una monarquía que una república unitaria. ¿Por qué, al proponerse la federación, ésta fue rechazada, cuando el principio federativo tenía, cuando menos, la ventaja de eliminar todo equívoco? Se alega la seguridad pública. Pero la federación aseguraba a Italia la perpetuidad de la protección francesa; bajo esta protección, Italia podía organizarse a su guisa; y más tarde, si la unidad hacía su felicidad, proceder a la centralización. A algunos republicanos el buen sentido les decía que con la federación más de media república estaba hecha, en tanto que al empezar por la unidad, ¿qué digo?, por la monarquía en carne y hueso, se corría el peligro de quedar enterrados en esta última.

¿Ves, lector, cómo una somera reflexión cambia el aspecto de las cosas? Algunos maquinadores políticos, a los que mis interpelaciones obstaculizan, emprenden la tarea de comprometerme ante la opinión, presentándome como un agente secreto de Austria y de la Iglesia y ¡qué sé yo! acaso también como el portado de las últimas voluntades del rey Bomba. Tal ha sido el más fuerte de los argumentos presentado contra la federación.

Pero, súbitamente, relego a mis adversarios a una actitud defensiva, pues declaro que ni la reputación como conspirador de Mazzini, ni el talante caballeresco de Garibaldi, ni la notoriedad de sus amigos franceses bastan para infundirme confianza. Cuando veo a ciertos hombre renegar, al menos de labios para afuera, de su fe republicana, enarbolar la bandera monárquica, gritar ¡Viva el rey! con toda la fuerza de sus pulmones y guiñar al tiempo el ojo dando a entender que sólo se trata de una farsa en la que el rey aclamado no es otra cosa que el pagano o hazmerreír; sobre todo, cuando pienso de qué flojo temple está constituida su república, confieso que no dejo de sentir inquietud sobre la sinceridad de la traición. ¡Ah!, señores unitarios, lo que hacéis no es en modo alguno un acto de virtud republicana: ¿Con qué intención cometéis el pecado? ¿A quién traicionáis en realidad?

Habláis de inoportunidad. Pero habéis tenido tres años para constituir vuestra unidad. Durante este tiempo habéis usado y abusado casi en exclusiva de la palabra. En lo que me concierne, no he abordado el tema hasta el 13 de junio de 1862, tras la retirada desesperada de Mazzini; tomé nuevamente la palabra el 7 de septiembre, después de la derrota de Garibaldi; y dejo oír mi voz una vez más hoy, cuando el ministerio Rattazzi ha cedido su puesto al ministerio Farini, encargado por la mayoría del Parlamento de pedir al principio federativo humildes excusas por vuestra unidad. Era el momento de juzgar los hechos o de renunciar para siempre a hacerlo. Vuestra política está arruinada sin remedio; si amáis a Italia y a la libertad, no os queda otro remedio que volver al sentido común y cambiar de sistema. Me he tomado la libertad de aconsejamos v me señaláis como apóstata de la democracia. ¡Oh! Sois la sinagoga de Maquiavelo; perseguís la tiranía y vuestra máxima es Por fas y nefas. Desde hace tres años estáis causando la desolación de Italia y halláis conveniente acusar de ellos al federalismo. Políticos de la nada. ¡Atrás!

Iniciación de campaña: La federación escamoteada

A ambos lados de los Alpes, la democracia había tomado al pie de la letra la palabra de Napoleón III: que Francia hacía la guerra por una idea; que esta idea era la independencia de Italia, y que nuestras tropas no se detendrían hasta el Adriático. El principio de nacionalidades, como se le llama, se hallaba así planteado, de acuerdo con los comentaristas, en la declaración de guerra.

¡Las nacionalidades! ¿En qué consiste este elemento político? ¿Ha sido acaso definido, analizado? ¿Ha sido determinado su papel e importancia? No: nadie sabe una palabra al respecto dentro de la democracia unitaria, y puede que tenga ésta que aprenderlo por primera vez de mis propios labios. No importa, se asegura: las nacionalidades son siempre la revolución.

¡Pues bien, sea! No entra dentro de mis propósitos censurar en lo más mínimo las esperanzas más o menos exageradas que había hecho concebir la penetración en Italia del ejército francés. Todos saben de qué modo en las guerras los acontecimientos modifican las resoluciones; habría sido prudente tenerlo presente, pero no me aprovecharé de esa falta de cautela; no seré yo, federalista, quien hostilizará o criticará la independencia de nadie. Mis observaciones tienen otro objetivo.

La nacionalidad no es lo mismo que la unidad: la una no presupone necesariamente la otra. Son dos nociones diferentes, las cuales, lejos de reclamarse, se excluyen con frecuencia. Lo que constituye la nacionalidad suiza, por ejemplo, lo que le confiere su originalidad y carácter, no es la lengua, puesto que se hablan allí tres lenguas; no es la raza, puesto que hay tantas como lenguas: es la independencia cantonal. Ahora bien, y no menos que en el caso suizo, Italia parece haber sido creada para una confederación. ¿Por qué, pues, haber suscitado el terna de la unidad antes de iniciada la campaña? ¿Por qué la extensión conferida al objetivo primitivo, y bien definido, de la expedición? ¿Era necesario u oportuno hacerlo? Esto es lo que debemos examinar.

Cuando invoqué, después de otros muchos, y en favor de una federación italiana, la constitución geográfica de Italia y las tradiciones de su historia, se me replicó que se trataba de lugares comunes ya inoperantes, de fatalidades, que correspondía superar a una nación inteligente y libre, actuando con la plenitud de su poder y en favor de su propio interés. Se ha aducido que la teoría que tiende a explicar la política y la historia por las influencias del suelo y de clima eran falsas, incluso inmorales; poco ha faltado para que se me tratase de materialista, porque había creído ver en la configuración de la península una condición de federalismo, lo que, de acuerdo con mi criterio, significa una garantía de libertad.

Esta singular argumentación de mis contradictores me ha revelado un hecho bien triste: las ideas existen en su memoria en estado de dispersión; su inteligencia no las coordina. De ahí la incoherencia de sus opiniones y la inefable arbitrariedad que dirige su política.

El objetivo supremo del Estado es la libertad, colectiva e individual.

Pero la libertad no se crea de la nada, ni se llega a ella de un salto: resulta, no sólo de la energía del sujeto sino de condiciones más o menos afortunadas en medio de las cuales está situado; es la consecuencia de una serie de movimientos oscilatorios, de marchas y contramarchas, cuyo conjunto compone la evolución social y desemboca en el pacto federativo, en la república.

De entre las influencias cuya acción puede acelerar o retrasar la creación de la libertad, la más decisiva es la del suelo y la del clima. Es el primero quien ofrece su primer molde a la raza; son las influencias reunidas de la raza y del suelo las que determinan acto seguido el genio, suscitan y determinan las facultades de arte, de legislación, de literatura, de industria; en fin, todas estas cosas reunidas hacen más o menos fáciles las aglomeraciones. De aquí los sistemas de instituciones, de leyes, de costumbres; de aquí las tradiciones, todo lo que constituye la vida, la individualidad y la moral de los pueblos. Sin duda que en medio de esas influencia! cuya fatalidad es el punto de partida, la razón permanece Ubre, pero su gloria estriba en subyugar a la fatalidad, su poder no alcanza hasta destruirla; ella dirige el movimiento, pero a condición de tener muy en cuenta la calidad de las fuerzas y de respetar sus leyes.

Por consiguiente, cuando a propósito de la unidad italiana he aludido a la geografía y a la historia, no era para hacer de algunos accidentes de la fatalidad una meta triquiñuela: se trata de un todo organizado, es la Italia viva, la Italia en toda su existencia, en cuerpo y en espíritu lo que yo contemplaba, y que creada para la federación como el pájaro para el aire y el pez para el agua, en mi opinión, protestaba dentro de mi pensamiento contra el proyecto de centralizarla.

Italia, quise significar, es federal por la constitución de su territorio, por la diversidad de sus habitantes, por su genio; lo es por sus costumbres y por su historia; es federal en todo su ser y por siempre. Vosotros habléis de nacionalidad: pues bien, la nacionalidad, en Italia, como en Suiza, es lo mismo que la federación; es por la federación por lo que la nacionalidad italiana se estructura, se afirma, se asegura; es por medio de la federación por lo que la haréis tantas veces libres como sea el número de Estados independientes que forme; por el contrario, con la unidad que queréis crear para ella, creáis al propio tiempo un fatalismo que la asfixiará.

¿Por qué, entonces, una vez más, esta unidad formal, que sólo tiene raíces en la fantasía jacobina y en la ambición piamontesa, y cuya primera y deplorable efecto ha sido el de vincular desde hace cuatro años el pensamiento de los italianos a este problema insoluble: acuerdo de la unidad político con la descentralización administrativa?

Cuando menos, lo que la fisiología general de los Estados parecía llamada a prohibir, ¿lo autorizaban excepcionalmente las circunstancias? ¿Existía para Italia razones de vida o muerte, de salvación pública? En este caso, la habilidad del partido va a mostrarse a la altura de su filosofía.

Consideremos que el cese de la influencia austríaca en toda la península debía significar para toda Italia un cambio de régimen: los duque, el rey de Nápoles, el papa mismo, iban a verse obligados a conceder a sus pueblos constituciones. La cuestión, para una democracia inteligente, patriótica, estribaba en dominarles a todos, haciendo converger las reformas hacia la libertad general. No fue así. M. Cavour concibió el proyecto de confiscar el movimiento en beneficio de la casa de Saboya: en lo que se vio perfectamente secundado por los demócratas unitarios. La independencia apenas conquistada, ya se estaba pensando en hacérsela pagar a Italia, inmersa en las agua bautismales del Piamonte.

Mi objeto no es ocuparme de los intereses dinásticos afectados o comprometidos por la expedición. Atacado por sedicentes liberales, demócratas y republicanos, es desde el punto de vista de la república, de la democracia y de la libertad que debo defenderme. Afirmo, pues, que la política a seguir era la que, neutralizando la absorción por el Piamonte, dejaba a los príncipes, reyes y papado en mano de los liberales: era la política federalista. Por un lado, las pequeñas monarquías italianas iban a encontrarse entre dos peligros: peligro de absorción por una de ellas, o su sometimiento a una autoridad federal. En el principio de la representación parlamentaria y de la separación de los poderes que resultaría de las nuevas constituciones, si ahora añadís el de un vínculo federativo, ¿qué quedaba del antiguo absolutismo? Nada. Por el contrario la libertad se beneficiaba de todo lo que iban a perder las viejas soberanías, puesto que precisamente el efecto de la federación aumenta la libertad de los ciudadanos de todos los Estados, en razón de la garantía provista por el pacto federal. Por consiguiente, el deber de los jefes de la democracia, de Garibaldi y de Mazzini en primer lugar, era el de oponerse a las ideas de M. Cavour, apoyándose si lo creían necesario en el emperador francés. Nada obligaba a provocar de inmediato el hundimiento de las dinastías, que era imposible desarraigar en masa, pero que habrían podido ser domeñadas, tanto por sus propias rivalidades como por el nuevo derecho establecido.

He aquí lo que prescribía, a principios de 1859 la sana política, de acuerdo con los intereses de las masas y con el sentido común. Una vez desenmascarados los proyectos del Piamonte, la democracia hubiera tenido como auxiliares, además de Napoleón III, que no hubiera podido negarse, al rey de Nápoles, al papa, y a los mismos duques, obligados en este caso, para conservar sus coronas, a suscribir con sus respectivos súbditos un nuevo pacto, a refugiarse en la confederación. ¿Por qué han preferido Mazzini y Garibaldi los meandros de su política unitaria a aquella conducta tan sencilla y segura? ¡Cosa extraordinaria! Son los hombres que llevaban enarbolada la bandera de la democracia quienes han asumido la responsabilidad de la gran obra monárquica; y por el contrario son los príncipes, en otro tiempo absolutos, quienes invocan el derecho y la libertad. Es así como los revolucionarios italianos se han convertido en monárquicos y los príncipes en partidarios del federalismo.

Cierto que si la voluntad del pueblo italiano es de entregarse a Víctor Manuel o, lo que es igual, de constituirse en Estado unitario con presidente o dictador, nada tengo que objetar, y estoy dispuesto a creer que, a pesar del emperador y del papa, Italia terminará por darse ese pasatiempo. Pero entonces ya no debe hablarse de libertad ni de república: Italia, despidiéndose de su tradición federal, se declara ipso facto retrógrada. Su principio es en lo futuro el de los viejos Césares, a menos que no llegue a ser el de la monarquía burguesa, centralizadora y corruptora donde la burocracia reemplaza a la unión de las comunas y la feudalidad financiera a la federación agrícola e industrial.

Villafranca: Política contradictoria

Napoleón III había prometido rechazar a Austria hasta el Adriático: todo prueba que su intención era sincera. ¿Cómo se le ha impedido mantener su promesa? ¿Por qué se ha detenido después de Solferino? No se ha dicho todo a este respecto, pero se desprende de los documentos y de los hechos que la verdadera causa ha estado en la perspectiva de esa Italia unitaria que se erguía delante de él. En lugar de atraer al jefe del ejército francés por medio de manifestaciones federales que le habrían dado seguridades, no se ha obviado nada de lo que podía desalentarse e inquietarle al mismo tiempo, o hiriéndole por medio de declaraciones que sin duda habrían erizado a cualquiera. Expondré la cuestión tal como se aparece a mi consideración: en lugar de aceptar la liberación de Italia hasta el Adriático en condiciones que habrían hecho cuando menos de la península una federación de monarquías constitucionales, a la espera de que se convirtiera en una federación de repúblicas, se ha preferido enviar a sus lares al emancipador de Italia, buscar en Inglaterra, potencia rival, otro aliado, dejar Venecia bajo el yugo de los austríacos; luego, ofender por la guerra a la Santa Sede al mundo católico, sin dejar acto seguido de acusar de inconsecuencia, de ambición frustrada, al emperador francés. He ahí la originalidad del Tratado de Villafranca. ¿Hicieron gala de inteligencia quienes lo provocaron? Por otro lado, ¿resultó oportuna la táctica empleada?

De cualquier modo, al firmar el tratado de Villafranca y al estipular una confederación de Estados italianos, Napoleón III ofrecía su, garantía; imponía a Austria su mediación victoriosa. Correspondía aquí ahora a la democracia el reconocimiento de la falta cometida, falta que no tenía por qué ser irreparable. Pero la presunción de los tribunos permanece inmune a las advertencias. Mazzini, que en principio se mantuvo apartado, asume la responsabilidad de negarse, en nombre del partido popular. Exhorta a Víctor Manuel a apoderarse de Italia. Bajo esa condición le ofrece su concurso: Osad, señor, le dice, y Mazzini os pertenece!... ¿Podía dejarse traslucir con mayor claridad que, a condición de darle la unidad, esencia de la monarquía, la sedicente democracia queda satisfecha; que la unidad es para ella cuestión de principio, de doctrina, de Derecho y de moral? ¿Que la unidad es toda su política? En resumidas cuentas, son siempre la república, siempre la libertad, las que resultan eliminadas, en beneficio de la casa de Saboya y a cambio de un sistema burgués ¿Y bajo qué pretexto? Bajo el de que en tanto que Italia no sea unificada, será incapaz de subsistir, expuesta a la incursión del galo y del germano.

Sin embargo, cabía pesquisar que el ejército que había vencido en Solferino y en Magenta, que la nación que se declaraba hermana de Italia podía ser considerada como garantía respetable, y que si a la solidez de esta garantía se añadía una política liberal y reparadora, la existencia de la confederación italiana en el seno de Europa se convertía en hecho irrevocable. Cabía pensar, añado, que las más simples conveniencias prescribían a una nacionalidad tan poco segura de sí misma, abstenerse de toda desconfianza ofensiva respecto a un aliado que, a cambio de su servicio, sólo pedía una rectificación de frontera del lado de los Alpes. Pero esto habría parecido demasiado a una república de trabajo y de paz: la democracia italiana sustentaba proyectos más grandiosos, tenía prisa por mostrar su ingratitud.

Se afirma, a guisa de excusa, que lo más importante era desterrar a los príncipes, destronar al papa y al rey de Nápoles, que el tratado de Villafranca había respetado y que, secretamente y de acuerdo con Austria, habrían vuelto las fuerzas de la Confederación contra las libertades públicas.

Se puede reconocer en esta derrota la táctica jacobina. ¿Se trata de impedir una revolución favorable a la libertad, a la soberanía positiva de las naciones, pero contraría a sus instintos de despotismo? Entonces, el jacobino empieza por recelar de la buena fe de los personajes con los cuales se debe tratar, y, para enmascarar su mala voluntad, denuncia la mala voluntad de los demás. «No lo consentirán, dice; o bien si lo aceptan, será con la reserva mental de traicionar». Pero ¿qué sabéis vosotros?, ¿quién os dice que ante la imperiosa necesidad del siglo, esos príncipes, nacidos en el absolutismo, no consentirán en abandonar su quimera? y si una vez dan su asentimiento, ¿cómo no considerar que tenéis en su aceptación, incluso hecha de mala fe, una garantía más preciosa que lo sería en ese momento su exclusión? ¿Olvidáis lo que le costó a Luis XVI, a Carlos X, el haber querido desdecirse? ¿Olvidáis que la única realeza que no vuelve es aquella que, por torpeza o perjurio, se ha visto en la obligación de abdicar? ¿Y por qué, en la circunstancia que nos ocupa, depositar menos confianza en Francisco II, Pio IX, Leopoldo o Roberto, que en Víctor Manuel? ¿Por qué esta preferencia en favor de un príncipe que la ironía italiana parece haber apodado el galante hombre en recuerdo de las memorables perdidas de sus antepasados? ¿Habéis establecido vosotros, demócratas, un pacto con la buena fe piamontesa?

«Italia, replican con aire desdeñoso esos puritanos devoradores de reyes, contaba con siete, incluyendo al emperador, al papa, a los reyes y duques. De esos siete, nuestro plan era el de desembarazarnos de seis como primera providencia, después de lo cual, habríamos dado buena cuenta del último».

He visto a personas de orden, honrados y tímidos burgueses, que los inocentes paseos del 17 de marzo, 16 de abril y 15 de mayo de 1848 hacían desmayarse hace anos, sonreír ante esta política de corsario. Hasta tal punto es evidente que para las tres cuartas partes de los mortales la piedra de toque del bien y del mal no está en la conciencia, sino en el ideal.

Puede que el cálculo fuera correcto y entonces, como republicano, enmudecería, si Italia, liberada de Austria y de sus príncipes, comprendido Víctor Manuel, hubiera permanecido en statu quo, es decir, formando como anteriormente siete Estados diferentes, siete gobiernos. Nos hubiéramos encontrado en plena federación. Pero es esto precisamente lo que no desean nuestros tribunos de apariencia regicida, para los cuales se trata ante todo de retrotraer Italia a la unidad política. Su ideal, cuya contradicción fingen no percibir, consiste en reunir la democracia y la unidad. ¿Qué proponen con este fin? Marginar como primera medida a seis pretendientes de un modo muy aproximado a como en Turquía, a la muerte del sultán, se asegura la corona para el mayor de los hijos, es decir, haciendo masacrar a sus hermanos. Hecho esto, añaden, la república habría fácilmente dado cuenta de Víctor Manuel. Pero sobre este punto se me ocurre preguntar ¿quién me garantiza el éxito del complot? Es evidente que la monarquía, al ganar en poder lo que perdiera en número, nada tiene que temer de los conspiradores. No se acaba tan fácilmente con un águila como con siete ruiseñores. Y cuando el objetivo de la democracia italiana habría sido precisamente el de hacer servir a los seis príncipes proscriptos de escabel a Víctor Manuel, ¿podía ella obrar de otra suerte? la unidad no está hecha; Víctor Manuel no reina todavía sino sobre las tres cuartas partes de Italia y, sin embargo, es ya mucho más fuerte que los demócratas. ¿Qué pueden ahora contra él, tanto Garibaldi como Mazzini?... Por otra parte, admitiendo que ese golpe tan bien maduro hubiera tenido éxito, ¿qué habría ganado con él la libertad? La unidad, es decir, la monarquía, el imperio, ¿habría quedado menos incompleta, la república menos excluida... La verdad es que los neo-jacobinos ya no se preocupan en 1863 de la república, que continúan proscribiendo bajo el nombre de federalismo, más de lo que se preocuparon en el 93 sus antepasados. Lo que les falta es, según la diversidad de temperamentos y la energía de las ambiciones, a unos la monarquía centrada y basculante, de acuerdo con las ideas de Sieyès y de M. Guizot, a otros, un imperio pretoriano con refuerzos de César y de Napoleón; a éste una dictadura, a aquél un califato. Y no debemos olvidar el caso en que, cortada la séptima cabeza de la bestia, la monarquía permaneciera sin representación dinástica, como presa ofrecida al más popular, o como decía Dantón, al más infame. Así lo quiere la unidad: El rey ha muerto, ¡viva el rey!

El Papado y las sectas religiosas

¿Habré de repetir lo que he escrito en otra parte a propósito del Papado y del poder temporal, es decir, que esta cuestión, convertida en piedra sillar del sistema unitario, ni siquiera existe en el de la federación?

Partamos, de un principio. La Italia regenerada admitirá, supongo, la libertad de culto haciendo excepción, por supuesto, del sometimiento del clero a las leyes del Estado. La Iglesia libre en el Estado libre es una máxima aceptada por los unitarios; llevado por sus más grandes cóleras contra el Papado, Mazzini jamás dijo que pensara proscribir el cristianismo, por consiguiente, razono sobre la base de un dato adquirido, el de la libertad religiosa. Ahora bien, independientemente de cómo se organice en Italia la existencia del clero: que haya un Concordato o que no lo haya; que los curas viven del presupuesto o de la aportación de los fieles, o que conserven sus propiedades inmobiliarias, ello poco importa; continuarán disfrutando como todos los ciudadanos, de sus derechos civiles Y Políticos. Sólo en el caso de que el pueblo italiano se declarase en masa deísta o ateo, podría crearse una situación amenazadora para, la Iglesia. Pero nadie en Italia, como, por otra parte, nadie en Francia, piensa en esto.

Enfocadas así las cosas, afirmo que precisamente porque la existencia de la Iglesia quedaría reconocida y autorizada de pleno derecho, y de una u otra manera subvencionada por la nación, la Iglesia tendría su lugar, grande o pequeño, dentro del Estado. No existe precedente alguno de una sociedad política y religiosa a la vez, en la que gobierno y sacerdocio no entretengan entre sí estrechas relaciones, como órganos de un mismo cuerpo y facultades de un mismo espíritu. Con toda la sutileza del mundo no acertaréis a trazar mejor una línea de demarcación entre la religión y el gobierno de lo que lo haríais entre la economía y la economía política. No importa lo que hagáis, lo espiritual se insinuará siempre en lo temporal y lo temporal se desbordará sobre lo espiritual: la conexión de esos dos principios es tan fatal como la de la libertad y la autoridad. En la Edad Media la relación de la Iglesia con el Estado se hallaba regulada por el Pacto de Carlomagno, el cual, aún distinguiendo a las dos potencias, no las aislaba sino que las hacía iguales; en nuestros días esa misma relación se establece de otra manera, más íntima y más peligrosa, como veremos en seguida.

Declarada la libertad de cultos ley de Estado, reconocidas las relaciones existentes entre la Iglesia y el Estado, se sobreentiende que cualquier ministro de un culto, cualquier sacerdote católico y, por consiguiente cualquier obispo o monje puede, en su doble calidad de ciudadano y de cura, hacerse elegir representante del pueblo, ser nombrado senador, como ya es habitual en Francia desde 1848, e, incluso, ser elevado a la presidencia de la república, como ocurría en otro tiempo entre los judíos y los musulmanes, sin que fuera dado invocar ninguna incapacidad o incompatibilidad legal. ¿Os extraña? Sin embargo, tenéis una ley que permite al sacerdote aceptar cualquier tipo de función gubernamental o de mandato político; convertirse en ministros, como Granvelle Giménez de Cisneros, Richelieu, Frayssinous; senadores, como Gousset, Morlot, Mathieu; representantes y académicos, como el abate Lacordaire, y os extrañáis de que en un país de religión y de sacerdocio, en esa Italia pontifical, donde la teocracia es quince siglos más antigua que Jesucristo, un obispo, el jefe de los obispos católicos, sea al mismo tiempo príncipe de un pequeño Estado de cuatro millones de fieles. Empezad, pues, por abolir vuestro Concordato, empezad por excluir al sacerdote, más aún, a todo individuo que haga del cristianismo profesión de fe, del mandato electoral y de las funciones políticas; empezad por proscribir, si osáis hacerlo, a la religión y a la Iglesia, y entonces podréis, a causa de incompatibilidad, pedir la destitución del Santo Padre. Pues os lo advierto; por poco que el clero lo quiera, a poco que se tome el trabajo de apoyar sus candidaturas con algunas demostraciones de reforma y de progreso, en pocos años estará seguro de obtener, en el escrutinio popular, más nombramientos que la democracia y el gobierno juntos. Diré más: será él mismo quien se convertirá en órgano de la democracia. Y precaveos de que si le quitáis el papa a Roma, no os lo sitúen en París. El sufragio universal obra esos milagros.

Se alega el precepto o consejo evangélico de la separación de poderes. Es ésta una cuestión teológico, que compete exclusivamente al clero y no deriva del Derecho público. Me asombra que los hombres que se dicen educados en los principios del 89, los oradores de la revolución, se hayan entregado a semejante controversia. La ley, en el sistema de la revolución, es superior a la fe, lo que ha permitido decir, un tanto crudamente, que era atea. Por consiguiente, sí el sacerdote, por el sufragio de sus conciudadanos es revestido de un carácter político, encargado de un mandato parlamentario o ministerial, ello no acaecerá, si así lo queréis, directa y exclusivamente como sacerdote, sino que será, lo repito, como ciudadano y sacerdote a la vez., El sacerdocio, en un Estado donde la utilidad de la religión está reconocida y la libertad de cultos admitida, se convalida en mandato político, ni más ni menos que la calidad de legista, de sabio, de comerciante o industrial. Ocurrirá absolutamente otro tanto sí el príncipe de los sacerdotes, es decir el papa, resulta elegido presidente de la república, jefe del Estado donde reside. Cada uno queda libre, en su fuero interno, de atribuir esta elección al aliento del Espíritu Santo, Placuit Spiritui Sancto et nobis; ante la ley civil, ella se justifica en el derecho revolucionario, que ha declarado a todos los hombres iguales ante la ley, válidos para todos los empleo a jueces soberanos de la religión que les conviene seguir. Si después de todo esto, un teólogo escrupuloso intenta censurar ésta mezcla de lo temporal y lo espiritual, y pretende que existe violación de la ley de Cristo, ¿en qué puede afectar esta disputa de seminario a la democracia? ¿somos, o no somos la posteridad del 89?

Notad que para sostener esta argumentación no necesito recurrir al derecho federativo, incomparablemente más liberal que el derecho unitario; basta que me sitúe en el terreno de la monarquía constitucional, que es el de la república una e indivisible; en el terreno de M. de Cavour y de toda la democracia franco-italiana, terreno ya desbrozado, plantado y regado por Voltaire, Rousseau, Mirabeau, Robespierre, Talleyrand y todos nuestros autores de constituciones. Ese poder temporal de la Santa Sede, que escandaliza a nuestros espíritus fuertes, y contra el que se aducen textos de San Matías, Santo Tomás, etc., se justificaría de cualquier modo por la tolerancia filosófica, apenas conquistada tras un siglo de debates; se justificaría por todas nuestras declaraciones de derechos, inspiradas por el más puro genio de la incredulidad; se justificaría, incluso, añado, por el propio ateísmo de la ley. Hasta ahora el clero no ha utilizado el derecho que asegura a todo eclesiástico la legislación de 1789, de la Iglesia, así como sus relaciones con el Estado, su influencia social, han sido reguladas de otro modo por el Concordato. Pero abolid el Concordato, suprimid el presupuesto eclesiástico y el sacerdote, lo mismo que San Pablo, obligado a fabricar tiendas para vivir, el sacerdote, digo, se empleará en el comercio, en la industria, en la enseñanza, en fin en la política y en la economía política, en concurrencia con todos sus ciudadanos, y entonces asistiréis a algo bien diferente.

En cuanto a mí, si se me pregunta cómo pienso salir de este espantoso círculo vicioso que nos indica, dentro de las eventualidades del porvenir, en medio de una sociedad reconvertida al misticismo a fuerza de materialismo, un califato universal salido de un escrutinio universal, por mi parte declaro, aunque se me tache de monomanía, que no percibo salida alguna como no sea la de la federación.

Observemos ante todo que para razonar con precisión, en esta materia como en otra cualquiera, conviene empezar por generalizar el tema. La democracia sólo ve en la cuestión romana a Roma y al Papado: Roma, que ambiciona para completar la unidad italiana; el Papado, del que en el fondo envidia tanto su autoridad espiritual como su autoridad temporal. Es necesario considerar en esta cuestión de la Santa Sede y de Roma todas las iglesias, todas las sinagogas, todas las sectas místicas, todos los cultos y templos del universo, en sus relaciones con el Derecho público y la moral de las naciones. Cualquier otra manera de razonar, por su particularismo, es parcial. Hecha esta reserva, que extiende a todas las creencias religiosas lo que tenemos que decir de la Iglesia romana, podemos abordar la cuestión papal.

La Iglesia, independientemente de su dogma, es madre de toda autoridad y unidad. Es por esta unidad por la que ha llegado a convertirse, por así decirlo, en la capital del misticismo. Bajo este aspecto, ninguna otra sociedad religiosa podría comparársele. Su divisa es: Un solo Dios, un sola fe, un solo bautismo, Unus Dominus, una lides, unum baptisma; su máxima de gobierno, la excomunión o supresión de los rebeldes: que aquel que no escucha a la Iglesia, sea considerado por vosotros como pagano y publicano, Qui non audierit Ecclesiam, sit vobis sicut ethnicus et publícanus. Es de la propia Iglesia de donde los emperadores y reyes han hecho derivar su política de unidad y su prestigio; es de su esplendor del que toman su propia majestad. La república una e indivisa de los jacobinos, el Dio e popolo de Mazzini, son asimismo plagios de su doctrina. Por ello, aparte de sus disputas, la democracia moderna está, respecto a la Iglesia como estuvieron los emperadores desde Constantino y Carlomagno, llena de deferencia y sumisión. Robespierre, en el tiempo de sus venganzas, tuvo siempre una debilidad por los curas; y en 1848, se vio el apresuramiento con que la república los acogió en su seno. Sí la Iglesia, de bonapartista y legitimista, se declara mañana democrática, lo hará sin el menor riesgo y la reconciliación se efectuará a no mucho tardar. Desde 1830 existe en Francia una fracción que considera la Revolución francesa como un corolario del Evangelio; si ese partido es consecuente, debe considerar a la democracia como un sinónimo de la Iglesia. En todos los países en que se ha propagado, la Iglesia posee, pues, por anterioridad de prerrogativa, la fuerza que la unidad comunica al gobierno: esto explica que en siglos pasados, en los casos de malentendidos entre lo espiritual y lo temporal, se viera a la Iglesia tantas veces asumir para sí la autoridad temporal, excomulgar a los príncipes, desligar a los pueblos del juramento de fidelidad, operar una revolución en el gobierno. Pueden producirse hoy todavía hechos semejantes a los de la Edad Media, y acaso seremos testigos de ellos antes de pocas generaciones si, prosiguiendo su curso la corrupción de las costumbres, y evolucionando cada vez más a la política, por la obsesión de la unidad y la autoridad hacia el despotismo, quedase en resumidas cuentas la Iglesia como exclusiva autoridad moral y moderadora.

Por el contrario, la federación es libertad por excelencia, pluralidad, división, gobierno de sí mismo por sí mismo. Su máxima es el Derecho, no otorgado por la Iglesia, intérprete del cielo, ni definido por el príncipe, representante de la divinidad y brazo del Santo Padre, sino determinado por el libre acuerdo. En este sistema, la ley, el derecho, la justicia son el estatuto arbitral de las voluntades, estatuto superior, en consecuencia, a toda autoridad y creencia, a toda Iglesia y religión, a toda unidad, puesto que la autoridad y la fe, la religión y la Iglesia, siendo patrimonios exclusivos de la conciencia individual, se sitúan por esta misma razón por debajo del pacto, expresión de consentimiento universal, la más alta autoridad entre los hombres. En la federación, en fin, quedando el principio de autoridad subalternizado y la libertad preponderante, el orden político es una jerarquía invertida en la cual, la parte más importante de consejo, de acción, de riqueza y de poder permanece en las manos de la multitud confederada, sin poder jamás pasar a las de una autoridad central.

Supongamos ahora que en la confederación se produce un desarrollo extraordinario del sentimiento religioso, dando lugar a pretensiones exageradas por parte del ministerio eclesiástico susceptibles de abocar a un conflicto entre los dos ámbitos, el temporal y el espiritual. Es entonces posible que el clero, gozando como el resto del pueblo de los derechos civiles y políticos, obtuviese cierta influencia en la administración de las localidades; es posible que en un cantón el obispo llegase a ser presidente del Senado, del cuerpo legislativo, del Consejo de Estado. Pero la Iglesia nunca podría hacerse dueña de la Confederación. El sufragio universal no haría nunca de una república federativo un Estado pontificio. Por ser la proporción de clérigos muy limitada en el cuerpo electoral y estar el principio de autoridad y de unidad completamente subordinados, siempre y en caso de conflicto, el interés político y económico, es decir, temporal, anticlerical, prevalecería sobre el interés eclesiástico.

Pero consideremos algo más decisivo aún. Después de lo dicho, la idea de un pacto establecido entre individuos, pueblos, cantones, Estados, diferentes entre sí en religión, en lengua y en industria, supone implícitamente que la. religión no es necesaria para la moral; que el propio Evangelio no ha dicho la última palabra del derecho; que la ley de la caridad es incompleta, y que una justicia basada en la adoración es una justicia inexacta: es lo que un jurista, intérprete del pensamiento de la revolución, ha llamado el ateísmo de la ley. De aquí se infiere que se puede prever el caso en que, por consideraciones, no de alta policía como en el 93, sino de alta moralidad pública debería decretarse la abolición de los cultos caídos en el libertinaje y la extravagancia, siendo puesta la Iglesia fuera de la ley, excluidos sus ministros de todos los honores y funciones públicas, e inaugurada la pura religión de la justicia sin simbolismos y sin ídolos. No nos hallamos ante tales extremos, aunque la historia está llena de hechos que legitiman todas las previsiones; por otra parte, ni la política en sus constituciones, ni la justicia en sus tramitaciones, establecen preferencia en cuanto a creencias o personas. La Iglesia conserva aún el recuerdo de los gnósticos. El imperio de los Césares ha visto cómo la plebe de los pretorios, después de elegir a Trajano y a Marco Aurelio, cubrir con la púrpura de los Heliogábalos, Alejandro Severo y Juliano. Acaso fuera necesario, tras la resonancia de ciertas orgías democráticas y sociales, reanudar, ante nuevos motivos, la obra de los antiguos persecutores. El genio de las religiones no ha muerto y de ello nos hablan los testimonio de M. Erdan, autor de France Mystique. Importaría, por tanto, mantenernos vigilantes, no solamente en el caso del Papado romano, que no quiere enmendarse ni ceder sus prerrogativas, sino en el otro no menos grave ni previsible, el de una recrudescencia y coalición de todos los fanatismo, de todas las supersticiones y místicas de la tierra.

Contra ese cataclismo de las conciencias no conozco, repito, otro remedio que la división de las masas, no solamente por Estados, sino por iglesias, sinagogas, consistorios, asociaciones, sectas, escuelas. En el caso aducido, la unidad, lejos de oponerse al peligro, lo potenciaría más. El arrastre de las masas, un día embriagadas de impiedad y al día siguiente enloquecidas de superstición, se acrece con toda la potencia de la colectividad. Ahora bien, unid a la federación política la federación industrial; a la federación industrial añadid la de las ideas, y podéis resistir las estampidas. La federación es el rompeolas de las tempestades populares. ¿Qué más sencillo, por ejemplo, que resistir al absolutismo papal por los súbditos mismos del papa, no entregados, como se pide, a los piamonteses, sino a su propia autonomía por la constitución federativa, y protegidos en el ejercicio de sus derechos por todas las fuerzas de la confederación? Llevad pues a efecto, una vez más, ese pacto de unión libre, aún no es demasiado tarde y no sólo no tendréis ya motivo de inquietaras por ese Papado convertido en potencia del siglo: tendréis a la Iglesia entera revolucionada en su jefe y obligada a marchar en el sentido de la libertad; de este modo aludís el riesgo de levantar contra vosotros el universo católico.

En 1846, cuando los jesuitas, por medio de sus intrigas perpetuas consiguieron llevar a siete cantones suizos a romper con la confederación y a constituir una alianza separada, los restantes quince cantones declararon las pretensiones de los jesuitas y la escisión subsiguiente como incompatibles con el pacto federal y con la existencia misma de la república. El Sunderbund fue vencido y los jesuitas expulsados. La Suiza victoriosa no pensó entonces en abusar de su triunfo, bien para presentar unas formulaciones sobre fe religiosa, bien para cambiar la constitución federativo del país en constitución unitaria. Se contentó con introducir en la constitución federal un artículo respecto a que los cantones no podrían modificar sus constituciones particulares más que en el sentido de la libertad, e hizo volver al pacto a los clericales que habían querido separarse del mismo.

La conducta de los suizos en estas circunstancias resulta un excelente ejemplo a tener en cuenta. Como apuntaba yo, anteriormente, es previsible que un día determinado, la revolución tenga que enfrentarse, no sólo con una corporación religiosa, sino con una verdadera insurrección, sea del catolicismo, sea de todo el cristianismo. Entonces no habrá dudas: la sociedad tendrá el derecho de oponer sus federaciones justicieras a ese nuevo Sunderbund; declararía a las iglesias insurgentes, no importa cuales fuesen, culpables de atentado contra la moral y contra las libertades públicas, y procedería contra los propagandistas. Pero ese tiempo no ha llegado, ni parece que preocupe mucho a los unitarios. La conflagración de las ideas mistagógicas no entra en sus previsiones. Lo que solicitan, sin dejar de manifestar su más profundo respeto por Cristo y por su religión, es arrebatar al papa su corona, a fin de entregarla como homenaje a Víctor Manuel, y de violar una vez más el principio federativo, idéntico en Italia al propio principio de nacionalidad.

Si el pensamiento de Villafranca, aun siendo propuesto por un emperador, hubiera encontrado apoyo, se habría dado inevitablemente una de estas dos cosas: 1º, el más fuerte de los dos principios, el principio sobrenatural o el principio racionalista, habría absorbido al otro. La revolución habría prevalecido contra la Iglesia, o ésta habría asfixiado a la revolución; o bien, 2º, transigiendo, los dos principios habrían dado lugar en su amalgama a una idea nueva, superior cuando menos a uno de los constituyentes, cuando no a los dos; en cualquier caso, los amigos del progreso hubieran tenido motivos para felicitarse de la evolución. El partido de la unidad no abriga este tipo de aspiraciones. No conoce nada de la revolución; Nescio vos, le dice a ésta; en cuanto a la Iglesia, está siempre dispuesto a recibir su bendición: dadle el patrimonio de San Pedro para hacerse un reino y besará la mula del papa, tan indiferente en el fondo a la distinción entre temporal y espiritual, como a la libertad y a la nacionalidad.

Riesgo de una rivalidad política y comercial entre Francia e Italia

Es cuestión de principios en el contrato de beneficencia, que el bien recibido no puede convertirse en manos del beneficiario en un medio Para perjudicar al que beneficia: máxima escrita en la conciencia de los pueblos, pero que no parece conocida por los demócratas modernos. ¿No me ha reprochado uno de sus escritores como un acto de cortesanía respecto del emperador y de felonía respecto al partido, el haber calificado de ingrata la política unitaria de los italianos? Sin embargo, en esto, el emperador no es sino, el representante del pueblo francés.

Se ha hablado mucho de los propósitos secretos de Napoleón III sobre Italia. Se ha pretendido que contaba obtener de su expedición, para él mismo, la corona de hierro llevada por su tío; obtener asimismo para su primo, el príncipe Napoleón, el ducado de Toscana; para su otro primo Murat, el trono de Nápoles; para su hijo, el título de rey de Roma y, por fin, que se debió al despecho de una ambición frustrada, su retirada después de Solferino. Se ha utilizado esta retirada para suscitar recelos. Desde entonces se ha tomado partido contra él, concluyéndose que no era suficiente con armar a Italia contra Austria, sino que había que armarla también contra su magnánimo aliado; y el título de bienhechor que acababa de adquirir respecto a ellos Napoleón III, se ha convertido en un motivo más para que los italianos se constituyan en Estado único.

El secreto de la entrevista de Plombières sigue aún sin desvelarse. Ignoro cuáles serían las convenciones verbales establecidas entre M. de Cavour y Napoleón III. Con mayor motivo me es imposible decir nada respecto a los proyectos particulares del emperador de los franceses. Según mi modo de ver, el conocimiento de tales secretos es perfectamente inútil para la política. Pero hay algo cierto, cuando menos: que la Italia liberada no podía dejar de convertirse para la Francia imperial, por la reunión de sus partes en un solo grupo político, en una causa de inquietud mucho más grave que la representada por la propia Austria, y que después de haber ayudado a la independencia italiana, Napoleón III tendría que preocuparse por mantener la preponderancia francesa.

Ya lo afirmé, y de modo bastante enérgico, en mi última publicación: nada, ni siquiera la salvación de la patria, me movería a hacer el sacrificio de la justicia. Contra el interés de mi país estoy dispuesto a sostener, con mi pluma y con mi voto, la causa del extranjero si ésta me parece justa y no resulta posible la conciliación de los dos intereses. Por consiguiente, admito que una nación tiene perfecto derecho a desarrollarse de acuerdo con las facultades y ventajas de que ha sido dotada, bien entendido, a condición de respetar el derecho ajeno. Si está en el destino de Italia determinar por su propia evolución política y económica la decadencia de su vecina, si ese resultado es fatal, ¡pues bien!, resignémonos y que se cumpla el decreto providencial. La humanidad no puede detenerse por la consideración de ninguna potencia. Se ha dicho que la revolución daría la vuelta al mundo: aparentemente no ha sido encadenada al territorio francés. Cuanto pido es que no se tomen los designios de la ambición por órdenes de la Providencia.

Me propongo demostrar en este capítulo y en los siguientes:

1º Que Napoleón III ha querido la emancipación de Italia, pero que la ha querido bajo la condición de una Confederación italiana y del mantenimiento de la prepotencia francesa, porque en las condiciones actuales de la civilización, dentro de los datos de la monarquía imperial, que son todavía los de los demás Estados, le era imposible actuar de otro modo.

2º Poniendo a un lado la cuestión de prepotencia, que un escritor imparcial no puede sostener a pesar de su patriotismo, y razonando exclusivamente desde el punto de vista federativo, afirmo que la condición propuesta a los italianos por el emperador de los franceses, es decir, la confederación, era para ellos más ventajosa que la unidad.

En consecuencia: que la democracia unitaria, tanto en Italia como en Francia, tiene la responsabilidad de un doble error, en primer lugar, oponiendo a las medidas de simple prudencia del emperador los proyectos más ambiciosos y amenazadores, y luego, haciendo perder a Italia, con el beneficio de la unidad, el de una revolución política, económica y social.

No pretendo exagerar nada, ni la virtualidad italiana tan débil en algunos aspectos que se duda en más de un punto del porvenir de ese país, ni la decadencia de nuestra nación, denunciada hace ya quince años con escalofriante lujo estadístico por M. Raudot. Pero como todo cambia y se mueve en las sociedades; como el movimiento histórico se compone para cada pueblo de una serie de evoluciones ascendentes y descendentes, y el hogar de la civilización aparece hoy situado aquí y mañana allí, es razonable, y por otra parte previsor, preguntarse lo que podría suponer para Francia, para Italia y para toda Europa, la constitución de un nuevo reino.

Francia, en el tiempo en que escribo, es una nación fatigada, insegura de sus principios y que parece dudar de su estrella. Italia por el contrario, surgida de su prolongado sueño, parece poseer toda la inspiración y el ardor de la juventud. La primera aspira al reposo, a las reformas pacíficas, a la depuración de sus costumbres, a la vigorización de su genio y de su sangre; la segunda no pide sino andar, no importa en qué condiciones ni bajo qué sistema. Si le nacen algunos hombres, un Richelieu, un Colbert, un Condé: en menos de una generación se convierte, como Estado federativo, en la más rica y dichosa de las repúblicas, como Estado unitario, ocupa un lugar entre los grandes imperios y su influencia puede llegar a ser, pero en detrimento de su felicidad interior, formidable en Europa. De estos dos destinos, tan diferentes entre sí, el primero asegurado si se hubiese puesto en ello empeño, el segundo Heno de riesgos, la democracia sólo ha entendido este último. Más ávida de gloria política y de acción gubernamental que de bienestar pata las masas, anuncia formalmente el designio de utilizar la centralización italiana, si llega a constituirse, frente a todos y contra todos.

Pongámonos por un momento ante un mapa de Europa. Italia es un puente tendido sobre el Mediterráneo, que va desde los Alpes hasta Grecia y que constituye la gran ruta occidental en Oriente. Con el ferrocarril que desde Génova, Coni o Ginebra, se prolonga hasta Tarento, Italia acapara, en primer lugar, todo el tránsito de viajeros de Europa Occidental con destino a los puertos de Levante, y Posteriormente, con la construcción del canal de Suez, de los que se trasladan a la India, a China, al Japón, Oceanía y Australia. Con el vapor y el ferrocarril, Italia se convierte de nuevo, como en otro tiempo, en centro del movimiento europeo: por su mediación, España, Portugal, Francia, Inglaterra, Bélgica, Holanda, el Rin, Prusia, Alemania, Suiza y una parte de Austria, se comunican con Sicilia, las islas jónicas, Gandía, Lepanto, Atenas, el Archipiélago, Constantinopla, Odesa y el Mar Negro, Esmirna, Chipre, Rodas, San Juan de Acre, Alejandría, Suez y todo el Próximo Oriente.

De hecho esta posición se deja ya sentir, los viajeros que desde Londres, París o Bruselas, se dirigen a Levante con el servicio de los Correos imperiales, ya no embarcan en Marsella: van por los ferrocarriles a hacer escala en Génova, lo que les ahorra veinticuatro horas de navegación. Y lo mismo ocurre para el regreso. Suponed el ferrocarril prolongado de Turín a Nápoles y a Tarento: es en uno de estos dos puertos por donde se efectuarán los embarques y desembarques, con gran satisfacción de los viajeros que, además de evitarse las molestias del mar, se encontrarán con una economía de tiempo. En estas condiciones va no habría un solo viajero francés, ni del centro, ni de Burdeos, Toulouse, Bayona o Perpiñán que, dirigiéndose a Egipto, Grecia o Asia Menor, fueran a embarcar en Marsella. Preferirían, siguiendo la línea del Mediodía o de Lyón, y luego la de Cette a Marsella, Tolón y Niza, ir a encontrar el ferrocarril italiano, evitándose así cuatrocientas leguas de navegación y cuatro días de mar. Francia perdería incluso la clientela de sus viajeros.

En cuanto a las mercancías en circulación sobre esa misma línea, es cierto que la marina francesa podría conservar las expedidas desde el país, o las destinadas al mismo; pero perdería el pasaje para Rusia, Bélgica y Alemania: la concurrencia de Génova y de Trieste no le dejaría nada. El Francocondado, la Borgoña, Alsacia, Lorena y el Norte, le serían disputados. Así lo exigiría, por otra parte, el principio del libre-cambio, inscrito por los cuidados del saint-simonismo anglo-unitario en nuestro Derecho público.

Pero esto no es todo. La Italia liberada no puede dejar de convertirse a su vez, como Austria y Alemania, en centro de producción manufacturera. Es natural que la materia prima, traída de la India o de América, se lleve a transformar al punto más cercano a los lugares de consumo: he aquí perdidos para Francia los mercados del Danubio, de Servia, de Bulgaria, Moldo-Valaquia, Rumelia y Greda.

He aquí que el Mar Negro desaparece de nuestras relaciones: todo ello motivado sin duda, no por odio hacia lo francés, sino por una diferencia media de 700 a 800 kilómetros de transporte, los cuales, a diez céntimos por kilómetro, representa un ahorro de 70 a 80 francos por cada 1.000 Kgs. Más de una vez hemos visto desplazarse al comercio por una ventaja menos estimable.

En esta situación, ¿cómo aspiraría Francia todavía a ser una potencia marítima, aislada de las grandes rutas comerciales, afectada por el libre-cambio que anularía su navegación, talados sus bosques por la enorme exigencia de alimentar los ferrocarriles? ¿De qué le servirá, digámoslo al paso, la construcción del canal de Suez, emprendido en las mismas barbas de Inglaterra con capitales casi exclusivamente franceses, y prometedor para Rusia, Grecia, las repúblicas danubianas, Austria, Turquía y sobre todo Italia, de una prosperidad sin rival. El pasaje de Suéz, si el éxito corresponde a las previsiones, será una causa de decadencia para Marsella y de ruina para el Havre, puesto que, de cualquier manera que enfoquemos esta cuestión, nada podemos obtener de ella: cuanto más útil sea para los extranjeros tanto más perjudicial nos resultará. Se habla de alianzas naturales, de comunidad de principios, de simpatías de raza, pero ¿qué significan esas frases en presencia del antagonismo de intereses?

Esta situación privilegiada de Italia es la que se trata de utilizar por parte de los unitarios, no en favor precisamente de la prosperidad de las poblaciones italianas, lo que estaría plenamente de acuerdo con el Derecho y contra lo que yo nada tendría que objetar, sino en favor del poder y la acción del nuevo gobierno, es decir, del desarrollo de una nueva y formidable monarquía, imperialista o constitucional; lo que redundaría en la humillación del poderío francés y en la perpetuidad del régimen unitario.

Desde el punto de vista estratégico, la ventaja de Italia sobre Francia no sería menor. En este sentido, quienes con tanta elocuencia nos predican la fraternidad de las naciones no dejarán de subrayar que el tiempo presente es refractario a la guerra, que el progreso de las costumbres empuja al desarme, que la civilización ya no admite sino las luchas pacíficas de la industria, etc. Acabamos de ver lo que será para Francia esta lucha industrial, y el tipo de prosperidad con que nos amenaza el libre-cambio. Pero, sin hablar de las duras condiciones previsibles para nuestros manufactureros y nuestros armadores, los hechos cotidianos demuestran por otra parte, para quien no es ciego ni sordo, que desde el 89 el estado de guerra no ha dejado de ser el estado normal de las naciones, y que si tras la caída del Primer Imperio los conflictos han disminuido en importancia, la causa no estriba en las instituciones económicas ni en la dulcificación de las costumbres, sino en los ejércitos permanentes, mantenidos con grandes gastos para la conservación de nuestro triste equilibrio.

Por consiguiente, siendo los peligros de conflagración los mismos de siempre, no diré en perjuicio de los intereses y de su solidaridad, sino precisamente en razón de los intereses, Italia, potencia central y de primer orden, una de las más interesadas, no puede dejar de entrar en liza. Pero entonces, ¿de qué lado se pondría? Sin duda del lado de sus intereses, los cuales, como acabo de demostrar, son radicalmente contrarios a los intereses franceses. Opuesta a Francia por sus intereses, Italia se convierte fatalmente en nuestra rival política y en nuestra antagonista. Lo uno es consecuencia de lo otro. Sólo el cretinismo y la traición pueden negarlo.

Ahora bien, examinemos por última vez el mapa: parece que la propia naturaleza, luego de haber otorgado a Italia su posición marítima, haya cuidado incluso de fortificaría, en previsión de una lucha contra Francia. Mirad ese dispositivo de bastiones, llamados los Alpes, que se extienden desde Niza hasta el Valais: ¿contra quién se vuelve esta inmensa fortaleza? No contra Inglaterra, ni contra Rusia, ni contra Alemania, ni contra Austria, y menos todavía contra Suiza: Italia por su posición marítima y continental es amiga de todos los pueblos, con excepción de uno, el pueblo francés.

Cinco pasos pueden favorecer una invasión de Italia por los franceses y, recíprocamente una irrupción de los italianos en Francia: paso de Génova al valle de Aosta por el San Bernardo; ferrocarril del MontCenis; paso por el Mont-Genévre; ferrocarril de Coni; paso de la Corniche.

Concentrar 100.000 hombres en Turín, en el centro del semi-círculo: esos 100.000 hombres, con capacidad para trasladarse rápidamente y en masa al punto atacado, bastan para guardar todos los pasos, en tanto que para triunfar en semejante concentración de fuerzas haría falta, como para el sitio de una plaza, un ejército triple o cuádruple. ¿De dónde obtendría Francia este ejército, amenazada como se vería en el norte y en el este por Inglaterra, Bélgica y el Rin?... Suponiendo a Francia solamente en guerra con Italia, la partida seguiría siendo desigual: el ejército ultramontano podría abastecer y renovarse sin cesar por el sur de la península, en tanto que el ejército francés, rechazado tras un primer esfuerzo, desmoralizado y disminuido, sería incapaz de volver a la carga. Italia utilizaría de nuevo contra nosotros, con redobladas facilidades y posibilidades mucho más numerosas, la táctica empleada en 1796 por el general Bonaparte contra los generales austríacos. De modo que mientras nos creemos protegidos por los Alpes, nos hallamos en realidad dominados por ellos: para trastocar la relación basta con crear del otro lado de esa inmensa muralla un Estado único, en lugar de los seis que existían previamente. Es lo que la democracia francesa, al fraternizar con la democracia italiana reclama hoy y lo que, en resumidas cuentas, se ha intentado llevar a cabo por los medios que veremos más adelante.

Sin duda que, y me complazco en repetirlo, si no hubiese para Italia, fuera de la opresión germánica o gala, otra posibilidad de existencia política que la de una monarquía unitaria; si para disfrutar de sus ventajas naturales no tuviera otro medio que hacer fuego sobre nosotros con todas sus baterías, tendríamos que resignarnos. Nuestra única posibilidad de salvación sería el transformarnos en provincia italiana, a menos que fuésemos lo suficientemente fuertes para convertir a la propia Italia en una dependencia del Imperio. Tanto en un caso como en el otro, la democracia no tendría motivos para vanagloriarse: habría demostrado una vez más que el genio de la paz y la libertad no reside en ella; que propende con mejor talante a armar unas naciones contra otras en lugar de organizarlas y que, igual que esos militares que ante los más encantadores paisajes y en los campos más fértiles sólo imaginan posiciones estratégicas, ella no acierta a ver en las fuerzas de la naturaleza más que instrumentos de destrucción. Obligada a conquistar para evitar ser conquistada, Italia apenas liberada por Francia, pero temible ya tanto para Francia como para Austria, podría considerarse perdida nuevamente.

La dignididad del periodista: Influencia del unitarismo sobre la razón y la conciencia de los escritores

He sido maltratado personalmente por la prensa unitaria, pero no utilizaré ante ella las represalias. Quiero por el contrario devolverle bien por mal al hacerles ver hace un instante, con el ejemplo de algunos de sus más acreditados representantes, el peligro que corren la razón y la conciencia del escritor cuando se deja dominar por un prejuicio de tal calibre, que pueda afectar a la independencia de su opinión.

Leo en una reciente publicación de M. Pelletan, La Tragédie italienne, página 43:

«Decidme si no halláis extraño y un tanto irritante que la prensa democrática, que la prensa volteriana, adorne sus solapas con las edificantes órdenes de San Mauricio y de San Lázaro, y que defienda a ultranza al Piamonte con la casaca del propio Piamonte. Y cuando nos insulta, como lo hace, porque no compartimos su admiración beata por la política piamontesa, tenemos perfecto derecho a decirle: ¡Quitáos vuestros perifollos si queréis credibilidad!»

El autor que cito alude en diversas ocasiones a tales perifollos, a los que había aludido en un trabajo anterior, La Comédie italienne. Ninguna protesta se ha elevado contra sus palabras.

Sin embargo, después de lo ocurrido en mi caso, el reproche de M. Pelletan carecería de exactitud, cuando menos en un punto, es decir, la fachada de la decoración. Los redactores de periódicos monárquicos, tales como Les Débats, La Patrie, Le Pays, utilizan su decorado; los redactores de los periódicos democráticos, como Le Siècle et L’Opinion Nationale, se abstienen. ¿Cuál es la razón? No es porque el decorado les haya sido ofrecido por un gobierno extranjero: en ese caso hubiera sido más sencillo rechazarlo; se trata de que no place a los demócratas el llevar insignias monárquicas. ¡Singular escrúpulo, verdaderamente!

De modo que he aquí lo que parece cierto:

Algunas condecoraciones han sido distribuidas a periodistas franceses por el gobierno de Piamonte, en reconocimiento a sus artículos sobre la unidad italiana;

Entre los que las han aceptado, unos, francamente vinculados al principio monárquico, no han encontrado dificultad alguna en adornarse; los demás, demócratas, o considerados como tales, toman más precauciones no lucen los ornamentos;

Pero, independientemente de las opiniones políticas, todos ellos están de acuerdo en que una recompensa honorífica otorgada a periodistas en razón de sus publicaciones, incluso por un gobierno extranjero, no resulta en modo alguno incompatible con los deberes de la profesión.

Ahora, ésta es precisamente la opinión que voy a combatir aquí.

Por una parte, la verdad es absoluta, no sufre aumento ni disminución. Debemos expresaría tal como se nos aparece, y nuestros semejantes tienen el derecho de exigirla de nosotros. La verdad velada, enmendada o coloreada es una mentira. Por otra parte, la práctica de la verdad es difícil, tan difícil como la de la justicia: es por esto por lo que el hombre que ha asumido la responsabilidad de decir y publicar la verdad debe ofrecer, como garantía de veracidad, el desinterés más absoluto, la independencia más completa. Tal es la verdad, tal debe ser su representante, tan incorruptible una como otro.

Para empezar, pues, un periodista no puede recibir, de no importa quien, como reconocimiento por sus artículos, ni gratificación ni condecoración y seguir siendo periodista. De dos cosas una: o bien renunciará a un testimonio que, por su celo, su talento y acrisolada probidad puede haber merecido o, si cree su deber aceptar, presentará su dimisión. Un periodista no puede ser condecorado, ni siquiera por sus conciudadanos, sino después de su muerte. La idea de una remuneración cualquiera, pecuniaria u honorífica, aparte de los honorarios debidos al escritor por su trabajo, es incompatible con su mandato. En sí misma, esta retribución atenta ya contra su desinterés y su independencia, y atentará con mayor razón si ha sido ofrecida por una parte interesada y por una causa dudosa.

Ciertamente, la misión del periodista es penosa: ello es lo que constituye su honorabilidad. El hombre que se consagra a la manifestación de la verdad debe estar expuesto a arriesgarlo todo por ella: fortuna, afectos, reputación seguridad. Tiene que romper con todos los vínculos de su corazón y de su espíritu, que pase por encima de popularidad, favores del poder, respeto humano. ¿Dónde está el heraldo verídico, el orador incorruptible, el escritor sin miedo y sin reproche? Cuando considero las tribulaciones que le esperan, las seducciones y a las trampas que le acechan, con el martirio pendiente de su cabeza, dudo de si puedo fiarme incluso de los nombres más santos: Sócrates, Confucio, Jesucristo.

Pero ésta no es la regla de conciencia de nuestros periodistas, y es necesario reconocer que las condiciones en que están situados, bajo la influencia de los prejuicios que comparten, de los intereses en que son parte, es difícil obtener esa elevada independencia, esa veracidad sin tacha que son las virtudes por excelencia, tanto del publicista como del historiador. Su verdad no es sino relativa, su virtud una media virtud, su independencia una independencia que tiene necesidad, para sostenerse, de una indemnización suficiente y previa.

Examinemos lo que es en nuestros días una empresa periodística.

Una sociedad se forma para la publicación de un periódico. Se compone de los ciudadanos más honorables, y será anónima; la redacción será, hasta donde sea posible, colectiva: toda opinión, toda preponderancia individual se rechaza de antemano. ¡Cuántas garantías de imparcialidad!... ¡Pues bien! esta compañía anónima, ese ministerio de publicidad emancipada de cualquier influencia particular es una asociación de mentira, donde la colectividad de redacción sólo sirve para disimular su artificio, digamos la palabra, su venalidad.

En primer lugar, esta sociedad necesita un capital. Este capital es provisto por acciones. Se trata de una sociedad comercial. Desde este momento la ley del capital se convierte en dominante en la empresa. El beneficio es su objetivo, el abono su preocupación constante. He ahí el periódico, órgano de la verdad, convertido en industria, en comercio. Para acrecer esos beneficios, para conquistar al abonado, el periódico deberá contemporizar, acariciar el prejuicio; para asegurar su existencia tendrá que contemporizar más aún con el poder, y sostendrá su política, combatiéndola en apariencia; uniendo la hipocresía a la cobardía y a la avaricia, se justificará alegando las numerosas familias a las que permite vivir. ¿Fidelidad a la verdad? No al comercio: tal será, mal que nos plazca, la primera virtud del periodista.

Empresario de anuncios y de publicaciones, el periodista podría salvar su responsabilidad limitando su ministerio a una simple inserción. Pero los abonados esperan más de él: exigen apreciaciones, pues son éstas las que hacen interesante la publicación. Por tanto, si el periódico se veda a sí mismo todo tipo de juicios desfavorables sobre las cosas que anuncia, porque ello equivaldría a enajenarse la arte más lucrativa de su comercio, habrá sin embargo ciertos objetos, ciertas empresas, que merecerán su apoyo y que, salario de por medio, recomendará al público. Lo importante para él estribará en colocar bien tales recomendaciones y en procurar no contradecirse. Constancia en las amistades, fidelidad y discreción respecto a la clientela: tal es la probidad del periodista. Es la del chico de recados que sentiría escrúpulos en sustraer un céntimo a la caja y que, en cambio, asalta villanamente al cliente. Desde este momento podéis contar que la prevaricación y la infidelidad están presentes en la confección de la hoja. No esperéis ninguna garantía de esta oficina, sucursal de las compañías y de los establecimientos que la subvencionan, traficando con sus reclamos, obteniendo tributos, con apoyo de sus estadillos de cuentas o boletines administrativos, por todo el mundo, bolsas, comercios, industria, agricultura, navegación, ferrocarriles, política, literatura, teatro, etc. Resulta toda una alquimia el extraer la verdad de la comparación de los artículos del periódico con los de sus concurrentes.

Pero es aún mucho peor, lo que ocurre con frecuencia, cuando esta sociedad, supuestamente formada para el servicio de la verdad, se desposa con una opinión política y se convierte en órgano de un partido. Entonces podéis considerarla definitivamente como una fábrica de falsa moneda y una cátedra de iniquidad. Cualquier medio le parece bueno contra el enemigo. ¿habló alguna vez una hoja democrática convenientemente de un gobierno monárquico, o hizo en alguna ocasión justicia una hoja realista a las aspiraciones de la democracia? ¡Qué juicios los aducidos, unos contra otros, por liberales y clericales ¡Famosa crítica la de esos escritores aficionados, sin especialidad, con frecuencia sin estudios, pagados para leer y enterrar cualquier clase de escritos y considerando la justicia literaria como una ampliación de retórica o una invectiva de club! Cuanta más violencia y mala fe testimonia el periódico, tanto más imagina haber llevado a cabo un acto virtuoso. Fidelidad al partido, como a la tienda y a la clientela, ¿no nos hallamos ante la ley suprema?

La prensa periódica ha recibido en nuestros días el más cruel ultraje que pueda infligiese a periodistas, cuando el gobierno decidió que los informes sobre las cámaras serían entregados a los periódicos por la oficina de información de las mismas. Sin duda no pretendo que tal oficina sea infalible, ni siquiera el Moniteur. No es por medio de tales medidas por las que me gustaría reformar la prensa. Pero digo que el castigo ha sido merecido. El abuso de la tergiversación como el de los reclamos y las campañas denigratorias se habían hecho clamorosas, y cuando los periódicos se quejan de las trabas del poder se les puede contestar que ellos mismos han forjado su destino. Que traten al público y a la verdad como quisieran que el gobierno les tratara y me atrevo a predecir que la verdad sería pronto libre en Francia, y la prensa con ella.

Debe comprenderse ahora, luego de esta monografía fuertemente resumida del periódico, la manera por la que cierto redactores de los principales periódicos de París han sido inducidos a aceptar las condecoraciones del gobierno piamontés. Nuestro sistema social está de tal suerte concebido que cualquier vida, cualquier profesión, depende necesariamente de un interés, de una secta, de una corporación, de una opinión, de un partido, de una clientela, en una palabra, de un grupo. En medio de tal situación el escritor está siempre dentro de la verdad y la probidad relativas. No existen para él verdades ni virtudes verdaderas. Para servir a la verdad sin ambigüedad sería necesario emanciparse de todas las servidumbres que constituyen la casi totalidad de la existencia, romper radicalmente todos esos grupos de altos y poderosos intereses, quebrantar todas esas unidades. Lo cual es imposible en tanto que el sistema político y social no haya sido transformado de arriba a abajo.

Con este estado de cosas, el empresario de publicidad se pregunta, naturalmente, por qué razón, después de los reiterados servicios que ha rendido a su opinión, a su partido y también, digámoslo, a sus conciudadanos, a su patria, no habría de recibir, bien una distinción honorífica, bien, incluso, un emolumento. ¿Por qué rechazar una recompensa de una causa extranjera, pero análoga a la que está encargado de defender en su país, unidas ambas un por vínculo solidario? ¿Qué hay de malo, por ejemplo, en que los órganos de la unidad, tales como Les Débats, Le Pays, La Patrie, Le Siècle, L’Opinion Nationale, etc., consideren a la monarquía italiana como una contrapartida de la monarquía francesa, o bien de la república una e indivisible, y acepten la condecoración del rey de Italia?

Y es a esto a lo que respondo, no como lo hace M. Pelletan, poniendo de relieve la inconveniencia de una condecoración monárquica luciendo sobre un pecho democrático, sino en nombre de la verdad misma, la cual, absoluta por su propia naturaleza, exige de aquel que se constituye en su paladín una garantía de independencia igualmente absoluta.

¿Se pide de esto una prueba irrecusable? Supongamos que en lugar de una condecoración se tratase de una subvención, como han corrido rumores. Aquellos que con toda tranquilidad de conciencia han recibido la condecoración de San Lázaro, ¿habrían aceptado igualmente una suma de dinero? No, ciertamente y si me permitiese acusarles de este hecho sería perseguido por ellos por difamación. Considerad, sin embargo, que la subvención podría justificarse del mismo modo que la condecoración; que cuanto se puede alegar en favor de ésta se podría repetir en favor de aquélla; que en rigurosa lógica, en fin, hay una paridad entre los dos hechos. ¿Por qué, pues, por una inconsecuencia que pone de relieve su honradez, esos mismos hombres ponen tal diferencia entre una y otra? Porque, en resumidas cuentas, sin dejar de reconocer que no representan sino una verdad relativa, de la que es testimonio la condecoración, comprenden que su verdadero mandato es el de una verdad absoluta; que esta misma verdad, aunque inaccesible en el medio en que viven, no deja por eso de mantener sus exigencias; que el público tiene conciencia de ello y que si tolera que los periódicos con que se ayudan para formarse una opinión, recojan por sus buenos oficios una ornamentación, no permitirían que recibiesen numerarios. Existe aquí una transacción de conciencia excusable por el estado de las costumbres, pero inadmisible por una moral, no digo rígida, pero cuando menos moderadamente racional.

Para mí, que hago profesión, no de rigorismo, pero sí de exactitud dogmática; para mí, que tengo fe en un sistema en que la justicia, la verdad y la independencia constituirían el bien más preciado del ciudadano y del Estado, concluyo igualmente, en lo que respecta a los periódicos, contra las subvenciones y contra las condecoraciones. Yo digo a los señores de la prensa unitaria: no representáis el derecho, sino sólo intereses; no sois más hombres de verdad que lo sois de libertad. Sois los representantes del equívoco y del antagonismo, y cuando os permitís inculparme a propósito de mis opiniones federalistas, que nadie ha condecorado ni subvencionado y que defiendo a todo riesgo, no os reconozco como iguales a mí; pues debéis saberlo: una prensa imparcial, honesta y verídica, no puede hallarse dentro de ese sistema de intereses centralizados donde se mueve vuestro pensamiento, donde el poder, objeto de la concurrencia de los partidos, es dirigido por una razón de Estado que es algo diferente a la verdad y al derecho; donde, por consiguiente, la verdad y el derecho, variando a tenor de las intrigas, son cosas venales, y la razón y la conciencia facultades mercenarias. Una prensa sin reproche, como la supone la libertad, y que el progreso de las instituciones exige, sólo puede existir allí donde la justicia es la ley suprema del Estado, el pivote de todos los intereses; o lo que es igual, en el sistema federativo.

La verdad comprendida predispone a la indulgencia: por tanto, no seré tan severo como M. Pelletan. Yo no diré como él a esos señores redactores de la prensa democrática: quitaos vuestra condecoración, si os atrevéis, a fin de que se os crea. Yo preferiré decirles: Poneos vuestra condecoración, si os atrevéis, a fin de que se os conozca; es decir, haced algo mejor, aceptad todas las subvenciones que os sean ofrecidas a condición de que deis cuenta pública de ellas; así conservaréis vuestra honorabilidad y todo se trocará en beneficio para vosotros. El público sabrá, cierto, que habláis como oradores pagados por el Piamonte, no como periodistas libres; se mantendrá en guardia contra vuestra palabra. Pero en fin, os leerá como si leyera una nota de la embajada del Piamonte, y tendréis aún la posibilidad de ser creídos. El abogado recibe sus honorarios, como el médico, y por ello no se resienten ni su reputación ni la autoridad de su palabra. Jules Favre, al exponer en favor de Orsini las circunstancias atenuantes, no era por ello cómplice del regicidio. ¿Por qué no gozaríais vosotros, periodistas oficiosos, de la misma ventaja?... Yo llegaría incluso a afirmar que aquéllos a quienes M. Pelletan acusa no son culpable sino de inadvertencia. En el ámbito unitario donde se mueve su pensamiento, era difícil que pudieran tener la noción exacta de sus derechos y de sus deberes, y me contentaré con advertirles contra el equívoco. Señores míos: ¿Cómo habláis, como periodistas o como abogados? Uno es tan respetable como el otro: pero sed explícitos, pues de esas dos cosas, igualmente respetables, la confusión haría una infamia.

Le Siècle, Aluciones unitarias de M. Delort

Vamos, M. Taxile Delort, hablad el primero. Haced vuestra confesión si, lo que no me atrevo a presumir, tenéis algo que confesar. Ya habéis leído el reproche de M. Pelletan; ya conocéis los rumores que corren y acabo de deciros en qué condiciones, si los hechos son ciertos, podéis conferirles inocencia. Me habéis llamado Janicot, a propósito de un trabajo sobre la unidad italiana. Sin duda que en vuestra opinión Janicot no representa gran cosa; sin embargo, no os devolveré injuria por injuria y me guardaré de trataros de vendido. Me contento con dirigimos esta simple pregunta: ¿Estáis o no condecorado con la orden de San Mauricio y de San Lázaro? Sí no lo estáis, ¿lo están M. Edmond Texier, o M. de la Bédollière, o M. Léon Plée, o M. Havin?. ¿Lo estáis todos vosotros, o ninguno de vosotros? No os hablo de subvención: se trata de una sospecha con que no puedo imputar a nadie. Hablad, pues, y francamente. En 1848 erais republicano, incluso socialista y ocasionalmente, mi colaborador en Peuple. En primer lugar, ¿qué hacéis en Le Siècle? Desde siempre se os ha considerado como un modelo de integridad y de puritanismo, y lo habéis demostrado, enseñando a los lectores de Le Siècle, en beneficio del Piamonte y a expensas mías, por qué razón no soy otra cosa que un Janicot. Pues bien, ciudadano Delort, condecorado o no, voy a demostramos que el amor a la unidad no obra solamente sobre la conciencia del periodista, sino que afecta también a su entendimiento y que, en lo que os concierne, cuando menos ha aletargado vuestro espíritu.

Contra mi opinión federalista, opinión que no es de ayer, M. Delort ha creído poder citar ciertas palabras mías, cuya indicación de fuentes le hubiera agradecido, pues tengo el inconveniente de no releerme nunca y lo que con mayor facilidad olvido son mis propios libros:

«Es necesario que la república diga a Austria: quiero que te retires de Italia, y Austria se retirará; dirá asimismo a los escitas: “quiero que abandones mi querida Polonia”, y los escitas reemprenderán el camino del desierto».

Me resulta hoy difícil adivinar lo que el tono de ese pasaje podía afectar a la obra de donde se ha tomado, pero, de cualquier modo ¿qué relación existe entre ese apóstrofe de la república al austríaco y al escita y la unidad italiana? Yo digo que la república, sólo la república, entendedlo, y una república federal, por añadidura, podría devolver la libertad a los italianos y a los polacos; y M. Taxile Delort, antiguo republicano, extrae de ahí un argumento en favor de la monarquía de Víctor Manuel. ¡Esos pobres piamontistas! ¡Ya no saben siquiera comprender lo que citan: cuando se les dice República o Federación, ellos entienden unidad y reino! ...

Otra cita de M. Delort, siempre sin indicación de la fuente:

«La insurrección de las nacionalidades italiana, húngara, polaca, croata, ¿qué significa sino la negación de esa gran feudalidad de las naciones creadas fuera de todo derecho y de toda ley por la Santa Alianza?» Niego decididamente la gran feudalidad de las naciones, tanto la de la Edad Media como la del presente siglo. Niego la feudalidad nobiliario y la feudalidad industrial. Niego la feudalidad de los Estados; ¿y por qué?, sin duda porque soy federalista. ¿Qué sentido tiene entonces recordarme esta frase? No me desdigo de ella y, por otra parte, ¿podríais decirme en qué os sirve? pero vos, que convertís la nacionalidad en sinónimo de unidad, y que por la unidad retornáis con tanta precisión, aunque republicano, a la monarquía, ¿qué hacéis sino reformar esa gran feudalidad cuya condición elemental es la unidad y la fórmula suprema de la Santa Alianza?

Es el propio Proudhon, prosigue M. Delort, quien escribía en la misma época: La revolución en Europa es idéntica y universal; la contrarrevolución es igualmente idéntica y universal. Todas las cuestiones que se debaten en este momento en Francia, en Hungría, en Roma y en toda Alemania, son en el fondo una misma cuestión. Su solidaridad e identidad son evidentes todo el mundo lo siente, lo ve, lo proclama.

¡Y sigo pensando hoy en los mismos términos! Estoy perfectamente convencido, por ejemplo, de que la cuestión polaca no puede resolverse de manera diferente que la cuestión italiana, y esta manera es la federación; es por esto por lo que me opongo radicalmente a lo que se denomina hoy restauración de Polonia, y que no es otra cosa que la reconstitución de una gran unidad política en beneficio de una aristocracia territorial justamente condenada por la historia. Pero, una vez más, ¿qué puede ganar el cliente de Le Siècle, el «rey galante», en todo esto?

M. Delort sigue citando, intrépidamente:

«Partidario ardiente del principio de las nacionalidades de 1849, M. Proudhon se mostraba adversario encarnizado de la Santa Sede: pedía el establecimiento inmediato de la república cristiana, cuyo centro ya no estaría en lo sucesivo en Roma, sino, como quería el emperador, en París».

Desconozcamos el epíteto de cristiana, el cual, en 1849 no escandalizaba a nadie, como tampoco escandaliza hoy a M. Delort, y que bajo pluma tornaba una significación que la ortodoxia ciertamente no le acuerda hoy. Me pregunto aún qué relación existe entre la república espiritual, que yo preveía a la sazón y que reafirmo hoy, y que en mi estimación no significaba otra cosa que la revolución y la justicia, y el unitarismo de M. Delort. En lo que me concierne ¿dónde está la contradicción? Del hecho de que, como justiciero y como revolucionario soy opuesto a la Iglesia ¿extraeréis la consecuencia que debo votar de vuestro lado por la transferencia de los Estado del Santo Padre a Víctor Manuel? ¡Famosa lógica!

Última cita, de acuerdo con M. Delort:

«La abolición del poder temporal de los papas ¿no significa la democracia entrando solemnemente en la ciudadela de los reyes, de los cónsules, de los emperadores, y de los papas? Desde un punto de vista más elevado, la caída del poder temporal de los Papas, indica la vuelta definitiva de la humanidad a la filosofía, la abjuración del catolicismo, el cual una vez desligado de la tierra, regresará al cielo, de donde la voluntad de Carlomagno lo hizo descender».

Admirad el artificio oratorio de M. Taxile Delort. Los abonados del Siècle son honrados liberales que pretenden permanecer dentro de los principios de la revolución; poco falta incluso para que se creyeran republicanos: a condición de que de tiempo en tiempo se les hable de revolución, democracia, ochenta y nueve, libertad, se sienten satisfechos, y no se crean problemas en cuanto a la aplicación de estas nociones. Guerra de Crimea, revolución; guerra de Lombardia, unidad italiana, revolución; exclusión del papa, revolución y revolución, etc., etc. Citadles, a través de ese galimatías, algunas frases de un autor donde las palabras revolución, democracia, libertad, abolición de poder temporal y espiritual de la Iglesia sean pronunciadas con diapasón un tanto sonoro: no hay duda, ese escritor revolucionario comparte la opinión del Siècle respecto a la creación del nuevo reino, es un partidario de la unidad, un amigo de Víctor Manuel. Pero he aquí que dais a conocer a esos excelentes abonados que el citado escritor protesta contra el reino en nombre de la federación: ¡Ah! entonces, debe tratarse de un impúdico renegado, de un contrarrevolucionario.

¿Cómo es eso?, ¿dais por tan descontada la estupidez de los lectores del Siècle para presentarles como un argumento en favor de la unidad italiana y un testimonio de las contradicciones de mi espíritu los pasajes más fulminantes que he escrito jamás contra vuestra tesis? Lo confieso, la abolición del poder temporal dentro de la Iglesia implicaba en mi espíritu en la época en que escribía ese pasaje, la abolición del espiritual: por esto es por lo que señalé la caída del poder temporal de los papas frente a la democracia triunfante como el siglo precursor de la decadencia del catolicismo. Pero la realeza piamontesa no es la democracia ante la cual, según el pensamiento que denunciáis, debe eclipsarse el Papado; pero la usurpación de los Estados, de la Iglesia, no es la exclusión de la Iglesia de toda participación en el Poder temporal; pero ni el Siècle ni nadie de entre los unitarios defiende esa exclusión, nadie admite que a la espiritualidad del Evangelio pueda suceder una espiritualidad de la revolución. Por el contrario, se solicita, tanto por parte de M. Taxile Delort como de los demás, el derecho de ciudad para la Iglesia, ofreciéndole al tiempo honores, pensiones, influencias, propiedades, y cuanto haya podido perder en el decrecimiento de su influencia. Por tanto ¿qué me reprocha M. Taxile Delort? Si hay contradicción en alguna parte, no está en mí, pues en mi ensayo sobre la unidad italiana me he abstenido de formular ninguna requisitoria ni en favor ni en contra de la Iglesia; esto más bien en el Siècle que tan pronto lleva a cabo actos de piedad cristiana y vota honores a la Iglesia, como provoca la destitución del Pontífice Rey. Lo lógico por parte del Siècle, sería que en lugar de una medida de expoliación, propusiese una ley de justicia que, separando a la sociedad de toda religión diera mayor satisfacción que el propio Evangelio a las necesidades morales de los pueblos; que, organizando la enseñanza superior, no solamente para algo más de cien mil sujetos privilegiados, sin¿ para la masa de siete millones y medio de niños de uno y otro sexo, destruyera finalmente todos los focos de ignorancia y erradicase el prejuicio. Lo lógico por parte del Siècle seria pedir en consecuencia la aplicación del Concordato, la supresión del presupuesto eclesiástico, la expulsión del senado de los cardenales, la confiscación de las propiedades entregadas a la Iglesia bajo un orden de ideas que en lo sucesivo ya no existirían. Entonces, el Siècle, podría burlarse de mis demostraciones anticristianas: tendría sobre mí la ventaja de la teoría y de la práctica, y se le creería animado por el verdadero impulso revolucionario. Atreveos pues, señores del Siècle, no digo de manifestar vuestra impiedad, sino sólo vuestro racionalismo, si es que en vuestra polémica contra el Papado haya algo de racional. Fuera de esto, no esperéis coaligarme a vuestra intriga piamontesa: pues del mismo modo que sitúo el derecho de la revolución y de la pura moral humana por encima de la Iglesia, del mismo modo y mil veces por debajo de la fe del Cristo os sitúo a todos vosotros, con vuestra unidad, vuestro volterianismo y vuestras hipocresías.

De todas las críticas que se han hecho de mi último ensayo, la que mayor pesar me ha causado, en razón del nombre del autor, es la de M. Taxile Delort. Ya se ha comprobado su peso real. El citador ha visto o ha querido ver en mis palabras lo contrario del sentido que les he acordado: eso es todo. En otro tiempo, cuando M. Delort trabajaba en Charivari, se le consideraba serio, frío y nada alegre; de donde se ha inferido que su sitio estaba en un periódico sesudo. Desde que M. Havin le llamó a su lado parece haberse hecho frívolo. Mariposea, y hace la competencia de su bufo cofrade M. Edmond: da incluso la impresión de ser excesivamente frívolo para los abogados del Siècle. ¡inventus est minus habens! El empequeñecimiento de sus personas, tal es el castigo de cuantos han abrazado la causa de la unidad.

La opinión nacional: Política basculante de M. Guéroult

Cada vez que pregunto a un periodista de la prensa democrática: ¿Está usted condecorado con la orden de San Lázaro?, el lector no debe suponer que la pregunta implique, en in¡ pensamiento, una acusación de corrupción, ni que el interpelado sea indirectamente calificado por mí de escritor venal: se trata de algo muy diferente: en lo que me concierne, lo repito, no creo en las subvenciones, por la excelente razón de que si el hecho fuera cierto, se disimularía, y yo no podría denunciarlo sin exponerme a una persecución judicial por calumnia. En cuanto a los condecorados, no conozco a ninguno. Lo que puedo decir es que el reproche ha sido proferido públicamente y que ningún desmentido ha tenido lugar; que, entre los condecorados, unos llevan su condecoración y otros se abstienen de hacerlo por una mera consideración de partido; que todos, por lo demás, la han aceptado sin ninguna dificultad. De acuerdo con mi manera de ver, se trata de un hecho grave. Todo particular tiene derecho a recibir una condecoración, e incluso una pensión, por parte de un soberano extranjero, pero el periódico es una función casi pública, el periodista una especie de escritor jurado: una prueba es la autorización que debe obtener y las condiciones que se le exigen; representa sobre todo la confianza implícita de los lectores. En rigor, un periodista no debe recibir distinciones honoríficas ni recompensa pecuniarias de nadie, ni siquiera del gobierno de su país. No debe conocer otro favor que el de la opinión, ni otro dinero que el de sus abonados. Es una cuestión de fe pública, no de moralidad privada; y es en este sentido como continúo mis interpelaciones, sin aceptación ni excepción de nadie.

M. Guéroult ha tenido a bien consagrarme en su periódico dos o tres artículos. Como hombre que conoce bien su oficio empezó intentando ridiculizarme sobre la tesis y la antítesis, olvidando que su maestro, M. Enfantin, se ocupó asiduamente de esas curiosidades metafísicas y no salió muy airosamente del trance. Luego hizo una descripción poco halagadora de mi carácter; le causó hilaridad mi súbito afecto por ese pobre Pío XI, el cual, añade, pronto no tendrá nadie para defenderle, a excepción de M. Guizot, el protestante, M. Cohen, el judío, y M. Proudhon el ateo. Ha explicado mí federalismo actual por mi anarquismo anterior: en resumen ha hecho cuanto ha podido por destruir mi idea sugiriendo la más extremada desconsideración del escritor.

Puesto que a propósito de federación y de unidad M. Guéroult ha creído interesante comprobar mis antecedentes de controversista, no le parecerá tampoco mal que yo diga algo de los suyos: se trata de las reglas del juego.

M. Guéroult pertenece a la escuela bancocrática, andrógina y pancreática de M. Enfantin, la cual, después de la catástrofe de Ménilmontant parece haber adoptado como regla servir indiferentemente a todas las opiniones y a todos los gobiernos. Es por esto por lo que el saint-simonismo, al hacerse enfantiniano, ha situado siempre redactores en la mayoría de los periódicos: M. Chevalier en Débats, M. Jourdan en Siècle, M. Guéroult en La République, de donde fue expulsado tras el golpe de Estado, y hoy en L’Opinion nationale, M. Emile Barraut ignoro actualmente dónde, y aún hay otros a derecha e izquierda. Esos tiradores en doble dirección ¡en merecen las tesis y las antítesis de M. Proudhon.

¿Cuál es actualmente la política de M. Guéroult?

Después del 2 de diciembre, el partido bonapartista llegó en masa al gobierno. Igual que de la emigración después de 1814, se puede decir sin injuria de ese partido, que era a la vez viejo y joven: viejo, en que ya no sabía, en materia de política, otra cosa que la gloria y la victoria, lo mismo que la emigración no conocía otra que la fe y el rey; joven, en que los problemas del día eran nuevos para él y se veía obligado a hacer su aprendizaje. De ahí, en parte, las oscilaciones del gobierno imperial, oscilaciones comunes a todos los gobiernos bisoños; de ahí también la formación del partido de dos tendencias, de dos políticas, inclinada una de ellas preferentemente a la conservación, e insinuando la otra sentimientos democráticos y pretensiones a la Revolución. Más de una vez, en sus advertencias a los periódicos, el gobierno imperial ha declarado que no aceptaría ninguna influencia, y debemos considerar tal hecho como cierto. En cuanto al partido en su conjunto, se le puede comparar con aquel hombre que caminaba sobre el Sena con un cubo en cada pie.

Por ejemplo, la cuestión de la unidad italiana se plantea ante el arbitraje imperial. Los bonapartistas de la resistencia protestan, alegan el respeto de las coronas, la legitimidad de las dinastías, lo desorbitado de las pretensiones piamontesas, el peligro de la agitación revolucionaria. Los bonapartistas del movimiento se declaran, en virtud del, principio de nacionalidad y de las tradiciones jacobinas, en favor de la aglomeración. Entre la fracción de izquierda y la fracción de derecha, ¿qué hace el centro, el grueso del partido? En espera de la decisión de Su Majestad, se va de M. Thouvanel a M. Drouyn de l’Huys tan pronto se da la razón a la Patrie y al Pays contra la France, como a la France contra I’opinion nationale y la Patrie... Nadie examina ni el derecho inaugurado en el 89 ni el interés económico de las masas ni el progreso de la civilización, ni la seguridad de Europa; con mayor razón todavía, nadie levanta la voz en favor de la única teoría que podría resolver el problema, la federación.

O bien, por otra parte, es la existencia del Papado la que se discute, como consecuencia de la propia unidad italiana. También aquí, el partido bonapartista se escinde de nuevo: los señores de Guéronnière y de la Rochejaquelein, unidos a los cardenales, tornan la defensa del poder temporal, que los señores Piétri y de Persigny atacan a ultranza. Nadie piensa en examinar la cuestión ni desde el punto de vista de la moral eterna contenida en los principios de la Revolución, ni desde el del principio federativo, el único capaz de hacer exacta justicia a las pretensiones del Pontificado. Lejos de ello, todos protestan de su respeto por el catolicismo, lo que implícitamente resuelve la cuestión en favor del papa-rey: solamente que, mientras unos se preguntan si el poder temporal no es una causa de desprestigio para la Iglesia, otros sostienen que representa para ella una garantía indispensable. En el fondo lo único serio del debate es la ambición del Piamonte, el cual, contra el derecho y la razón, después de haber tomado los Estados de Nápoles, Toscana, etc., quiere poseer asimismo los de la Iglesia, y que piensa haber conquistado también el consenso imperial al interesar por su causa a una de las fracciones del bonapartismo.

M. Guéroult se arrojó en el centro de la contienda: ¿Qué hace allí? Sencillamente, bascula. No se atreverá a negarlo, él, que sin dejar de hacer al catolicismo una guerra de difamación más que de controversia, reprocha a los señores Renan y La Roque, e incluso a mí mismo el ser ateos; como sí en la filosofía, como si en el pensamiento de la revolución, ateísmo y deísmo, materialismo y espiritualismo, fueran otra cosa que simples aspectos metafísicos. A propósito de la comedia de M. Augier, M. Guéroult tuvo buen cuidado de advertir a la opinión: y he ahí a Augier convertido en víctima de la persecución clerical. Pero descuidad: M. Guéroult goza de la protección del bonapartismo volteriano que asistía a la representación de Fils de Giboyer, el cual no permitirá que se toque un solo cabello de su periodista

He defendido la independencia de Bélgica, una nacionalidad tan respetable colmo cualquier otra, contra el apetito de los anexionistas, entre los cuales, y en primera línea, se encuentra M. Guéroult. Mas, ¿qué recompensa he obtenido? ¿La orden de Leopoldo? ¿El favor del palacio de Laeken? No, sobre mí se ha desencadenado un tumulto. Toda la prensa liberal se lanzó sobre mí. Es verdad que llegué a invocar en favor de la independencia belga la política de la federación y que, desde hace algún tiempo, el liberalismo belga y el gobierno del rey Leopoldo, por una contradicción que todos han percibido, parece inclinado a las ideas unitarias... Por otra parte, comprendo que un publicista tome partido por la unidad contra la federación: cuestión para la controversia libre. Admito incluso, a despecho de la etimología, que el martirio no es un testimonio certero de la verdad, como tampoco la venalidad del testigo es una demostración de falso testimonio: pero tengo derecho a saber si el escritor a quien leo habla como abogado o como profesor. M. Guéroult, ¿no estaríais condecorado con la orden de San Lázaro?

Pero llegando al fondo de la cuestión: ¿Ha aportado, cuando menos, M. Guéroult razones plausibles en favor de la causa que defiende? ¿Ha conseguido destruir mis argumentos en favor del federalismo? Su método de razonar es singular. Si he aludido a la geografía y a la historia, M. Guéroult considera estos hechos como lugares comunes. Sea: acepto el reproche. No he inventado ni la geografía, ni la historia; pero hasta que M. Guéroult no haya probado que las tradiciones históricas y las condiciones geográficas de Italia conducen a un gobierno unitario, seguiré considerando sólidas mis razones, precisamente porque son lugares comunes.

Pretende que la Italia unificada, en el caso de ingratitud y hostilidad contra Francia, nada podría contra nosotros. Sin haber estudiado estrategia, creo empero que lo contrario es lo que resulta de la simple inspección de las fronteras. ¿Es necesario ser un gran naturalista para afirmar, a la vista de un cuadrúpedo armado de fuertes garras y dientes, como el león, que este animal está organizado para la caza y destinado a nutrirse de carne viva y mitigar su sed con sangre? Otro tanto ocurre con una Italia armada hasta los dientes junto a Francia, inofensiva para nosotros sólo cuando está dividida. Ciertamente, M. Guéroult sostiene que ese rearme se orienta contra Austria; en cuanto a Francia, la similitud de los principios hace de Italia una hermana. ¡Dulce fraternidad! Por desgracia, la experiencia, otro lugar común, confiere a esos dos asertos el más flagrante desmentido. Es contra la patria de Breno contra la que Italia ha estado siempre en guerra; es de ese lado del que ha temido siempre las invasiones; es contra Francia contra la que, tras la muerte de Luis el Bueno la política romana movilizó a los alemanes; es como consecuencia de esta antipatía de la nación italiana contra la nuestra por lo que nos hemos lanzado ciegamente a la unidad y por lo que Austria sigue aún hoy en posesión de Venecia; finalmente, es contra Francia contra la que la casa de Saboya ha dirigido constantemente su política.

Habláis de la similitud de principios, pero en la actualidad existe más similitud de principios entre Austria y el Piamonte, ambos constitucionales, que entre éste y la Francia imperial; y es también un lugar común que si Austria, mediante indemnización consintiese en devolver Venecia, la más tierna amistad uniría las cortes de Viena y de Turín. ¿Acaso entiende M. Guéroult por similitud de principios que Francia, volviendo hipotéticamente a los hábitos constitucionales, hiciera posible un tratado de garantías constitucionales que uniría los intereses capitalistas de Francia, Italia y Austria? He demostrado anteriormente que esta consolidación del burguesismo, como decía Pierre Leroux, está en las coordenadas de la monarquía constitucional. En este caso, no hablemos más ni de nacionalidad ni de democracia abandonemos sobre todo la divisa saint-simoniana, que consideraba la emancipación de la clase más numerosa y más pobre como la finalidad de la revolución. La unidad italiana, vinculándose en esas condiciones con la unidad francesa y la unidad austríaca constituyendo con ellas una trinidad, se volvería entonces, ¿contra quién?, contra el proletariado de los tres países. ¿Se me dirá que calumnio los sentimientos democráticos y socialistas de M. Guéroult? Pero en este caso el pasado y el presente responden del porvenir: el saint-simonismo, que fue el primero en denunciar por el propio Saint-Simon la feudalidad industríal, asumió luego como misión, en la persona de Enfantin y sus discípulos, el llevarla a cabo. Es por esta razón que hemos visto operar su conversión, primero hacia la monarquía de julio, y luego hacia el Segundo Imperio: de manera que del republicanismo transitorio de M. Guéroult no queda nada, ni siquiera una intención.

M. Guéroult acusa al gobierno federativo de multiplicar los estados mayores. La objeción, por su parte, adolece de sinceridad, pues sabe que precisamente lo contrario es la verdad. ¿Quién creerá que un adepto de M. Enfantin, uno de esos sectarios que tanto han contribuido en los últimos veinte años a multiplicar las grandes compañías, se lamentan seriamente de lo que constituye la gran atracción de cuanto ama, las sociedades por acciones y las grandes unidades políticas? En mi último ensayo he recordado, tomando la estadística presupuestaria de los diferentes Estados europeos, y M. Guéroult conoce estos documentos tan bien como yo, que los gastos generales de gobierno progresan en razón directa y geométrico de la centralización, de manera que siendo la media de contribución, por cabeza, de 15 francos 77 céntimos en el cantón de Vaud, más la contribución federal que asciende también a 6,89 por cabeza, el total hace 22,66 francos; esta misma media se eleva a 30 francos en Bélgica y a 54 en Francia. Sin embargo, vemos que en Suiza, para una población de 2.392. 760 habitantes, existen 25 gobiernos cantonales, además del gobierno federal, en total veintiséis estados mayores, como dice M. Guéroult. No conozco los presupuestos de los restantes cantones, mas, suponiéndolos iguales al de Vaud, uno de los más poblados y ricos, tendríamos como gastos totales de esos veintiséis gobiernos una suma de 53.281.531 francos con 21 céntimos. En Francia, para una población de 38 millones de almas, es decir, 16 veces mayor que la de Suiza, hay un solo Estado, un solo gobierno, un solo estado mayor; pero cuesta, de acuerdo con las previsiones del último presupuesto, dos mil sesenta y ocho millones, es decir, 54, 40 francos por cabeza. Y en este presupuesto los gastos de las comunas, los de la ciudad de París, por ejemplo, cuyas tasas de arbitrios se elevan a 75 millones de francos, no están comprendidos. He ahí a lo que M. Guéroult hubiera tenido que contestar de haber tenido buena fe. Pero lo que es bueno conocer no es siempre bueno de decir, y M. Guéroult ha preferido, por más sencillo, arrojar sobre el federalismo el testigo de cargo que yo había presentado contra la unidad. Es así como se resuelven los negocios y como se redactan los periódicos.

M. Guéroult insiste con un interés especial en el reproche de anarquía, que llega a confundir con la federación. M. Guéroult sabe tan bien como M. Taxile Delort a qué público se dirige. Lo que el Papado es para los lectores del Siècle, por otra parte excelentes cristianos, lo es la anarquía, al parecer, para los abonados de L’Opinion Nationale, por lo demás, perfectos demócratas. Pero entonces, ¿seremos por siempre el mismo pueblo ignorante y apático? Se cuenta que cuando los venecianos enviaron embajadores a presentar excusas a Luis XIV, cierto burgués de París creyó morir de risa al conocer que los venecianos formaban una nación que vivía en república y que ésta era un gobierno sin rey. ¿A cuál de los lectores de M. Guéroult (y a éste mismo) es necesario hacer saber que la anarquía es el corolario de la libertad? Tendré que afirmar que en teoría es una de las fórmulas a priori del sistema político, con el mismo título que la monarquía, la democracia y el comunismo; que en la práctica figura en más de sus tres cuartas partes en la constitución de la sociedad, puesto que bajo esa denominación deben comprenderse todos los hechos que derivan de la iniciativa individual, hechos cuyo número e importancia aumentarán sin cesar, con gran disgusto de los autores, fautores, cortesanos y explotadores de las monarquías, teocracias y democracias; que la tendencia de toda persona laboriosa, inteligente y honesta, fue siempre y necesariamente anárquica y que el santo horror que inspira la anarquía ha sido fomentado por sectarios que, partiendo del principio de la malignidad innata y la incapacidad del sujeto humano acusan a la libre razón, celosos de la riqueza adquirida por el trabajo, desconfiando incluso del amor y de la familia, sacrificando los unos la carne al espíritu, los otros el espíritu a la carne y esforzándose por aniquilar toda individualidad y toda independencia bajo la autoridad absoluta de los grandes estados mayores y de los pontificados.

Tras ese simulacro de refutación, M. Guéroult se dedica a escrutar los misterios de mi conciencia. I)e acuerdo con él, el pensamiento que me ha llevado a escribir habría estado inspirado por el más diabólico maquiavelismo.

«¿Cuál es, por consiguiente, el interés que le mueve? -escribe dirigiéndose a mí-. ¿Es el interés de la Religión? ¿Es el afecto que tiene al Imperio y a la dinastía? Su pudor natural no admitiría esta explicación. En religión es ateo; en política es partidario de la anarquía, dicho de otro modo, de la suspensión de todo tipo de gobierno... Ahora bien, M. Proudhon es hombre demasiado honrado para trabajar en algo que no sean sus propias ideas., ¿Hemos, pues, de inferir que al defender el poder temporal espera trabajar en favor del progreso del ateísmo? ¿O que vinculando indisolublemente la causa del emperador a la del papa, espera comprometer y arrastrar a ambos en una, misma ruina, y hacer florecer la santa anarquía sobre los escombros de la Iglesia? Esto seria bien maquiavélico, pero no sería en modo alguno estúpido; y como M. Proudhon no escribe por escribir, sino que tiene un objetivo al escribir, avanzamos esta interpretación, hasta que la France nos indique otra más plausible ... »

En estos pasajes, M. Guéroult, intenta probar que es él, el critico respetuoso del pensamiento de Villafranca, el verdadero amigo del Imperio, y no yo, quien he utilizado de mala fe esta idea, comentándola pérfidamente y desarrollándola satánicamente. Pero veamos estos nuevos pasajes:

«Si, aún criticando los actos de ese gobierno con más frecuencia de lo que nos agradaría hacer, respetamos su principio, y si creemos que tiene ante sí una gran misión a cumplir, es precisamente porque basado en la voluntad nacional y continuando al Primer Imperio, no en sus excesos militares, sino en su papel organizador de los principios del 89, es hoy, de todas las formas de gobierno en perspectiva, la que mejor puede, sin crisis, sin convulsiones interiores, sin cataclismo exterior, favorecer la elevación moral, la emancipación intelectual de las clases laboriosas y su logro del bienestar; es él quien, popular y democrático por su origen, mejor puede hacer triunfar en Europa, gradualmente y a medida que los acontecimientos lo permitan, los principios que han prevalecido en Francia y los únicos que constituyen su fuerza y su legitimidad...».

«Por tanto, cuando M. Proudhon intenta unir indisolublemente el destino del Imperio fundado sobre e sufragio universal con el del poder temporal rechazad por la voluntad de los romanos y de toda Italia, desempeña su oficio de enemigo del Imperio, su papel de apóstol de la anarquía; intenta comprometer al Imperio con el pasado para embrollar con más seguridad el porvenir. Pero al llevarlo a cabo, M. Proudhon cumple su cometido y hace su juego».

En lo que respecta a mí, M. Guéroult hubiera podido ahorrarse esa especie de denuncia. Hasta que no se demuestre lo contrario, lo tengo por amigo devoto del Imperio, y no pienso discutirle el privilegio de las mercedes principescas ni en Italia ni en Francia, como tampoco disputo a los católicos el favor de las bendiciones panales. Pero hubiera sido para mí un bien no ser señalado como enemigo del Imperio y de la dinastía. Me rodean ya excesivas desconfianzas sin necesidad de añadir ahora los riesgos de la cólera imperial.

Lo que he manifestado de las relaciones entre el Papado y el Imperio, ¿es tan difícil de comprender realmente como para que M. Guéroult, después de haberse devanado el cerebro, no haya acertado a descubrir otra cosa que una espantosa trampa tendida por el más siniestro de los conspiradores? Sin embargo, he hablado como lo hace la historia. He dicho que cualquier institución, como cualquier familia, tiene su genealogía; que Napoleón I, tras haber cerrado la boca a los jacobinos arrojándoles títulos, condecoraciones y pensiones, tras haber creado bajo el nombre de Imperio una monarquía que se reclamaba al mismo tiempo de la revolución y del derecho divino, de la democracia y de la feudalidad, había reanudado a su manera la cadena de la historia; afirmé que su plan había consistido en continuar, bajo formas y condiciones nuevas, la tradición, no sólo de Carlomagno, sino la de Constantino y César; que su pensamiento había sido comprendido cuando sus soldados, después de Friedland, le saludaron como emperador de Occidente; que teniendo en cuenta este hecho, Napoleón I se había convertido en algo más que pariente del emperador germánico: en su verdadero heredero; afirmé asimismo que había manifestado con toda claridad su pensamiento desde el momento en que se constituía en colega del zar Alejandro, jefe de la Iglesia griega y continuador del Imperio de Constantinopla; que fuera de estos datos históricos, la Constitución imperial estaba desprovista de contenido y carecía de sentido. No hay duda acerca de que no comparto esas ideas de Napoleón I, pero no es menos cierto que como consecuencia de las citadas ideas Napoleón III no puede hoy, como Emperador, ni permitir la formación de la unidad italiana ni la desposesión del papa, ni organizar, como representante de la revolución, el sistema federativo. ¿Quiere esto decir que he distorsionalo la historia, calumniado la idea napoleónica, y que debo ser señalado como enemigo del Imperio y de la dinastía?

También yo poseo una tradición, una genealogía política que defiendo tanto como la legitimidad de mi nacimiento; soy hijo de la revolución, ella misma hija de la Filosofía del siglo XVIII, la cual tuvo por madre a la Reforma, por antepasado al Renacimiento y por antecedentes más lejanos todas las ideas, ortodoxas y heterodoxas, que se han continuado en el curso de los siglos, desde el origen del cristianismo hasta la caída del imperio de Oriente. Dentro de esta espléndida generación no debemos olvidar las Comunas, las Ligas, las Federaciones y hasta esa Feudalidad, que por su constitución jerárquica y su división en castas fue también, en su tiempo, una forma de libertad. ¿Y de quién es hijo el cristianismo, a quien yo no separo de esa genealogía revolucionaria? El cristianismo es hijo del judaísmo, del brahamanismo, del egipcianismo, del magiscismo, del platonismo, de la filosofía griega y del derecho romano. Si yo no creyese en la Iglesia (quería decir en la tradición), dice en alguna parte San Agustín, yo no creería en el Evangelio. Yo digo como Agustín: ¿Tendría yo confianza en mí mismo, y podría creer en la revolución, si no hallara en el propio pasado mis orígenes?

M. Guéroult no entiende ninguna de estas cuestiones. El enfantinismo, del que ha surgido, y que ni él ni su autor M. Enfantin, sabrían retrazar en sus orígenes históricos y filosóficos, el enfantinismo, digo, que ha fundado la promiscuidad del concubinato, glorificado la bastardía, inventado el panteísmo de la carne, que ha convertido el adulterio en fraternidad y que imagina que las instituciones humanas florecen, como los rotíferos, en el barro de los desaguaderos; el enfantinismo, digo, es el comunismo en lo que tiene de más grosero, la unidad en lo que tiene de más material; como tal, es enemigo juramentado de cualquier descendencia auténtica. Siente horror por la generación santa, los nombres patronímicos y las religiones domésticas. Los hijos de familia no son para él liberi, como decían los romanos, es decir hijos de la libertad, son criaturas de la naturaleza, nati, naturales; no pertenecen a sus padres, sino a la comunidad, son comunes: ello no impide que, a poco que ello les resulte útil, los enfantinistas se proclaman dinásticos, dado que la dinastía, después de todo, si bien se halla lejos de la teocracia enfantiniana, no deja menos de representar, aunque de manera imperfecta, la autoridad y la unidad, fuera de las cuales no hay salvación. No existe noción alguna de derecho en esta escuela carnal; lo que estima, en la democracia, es el anónimo. Lo que le complace en un gobierno es la concentración; lo que le agrada en el imperio fundado por Napoleón I y restaurado por Napoleón III, no es esta serie tradicional, ilusoria en mi opinión, pero llena de majestad, de la que sería un desarrollo, sino los golpes de mano que llevaron al fin de la república e impusieron silencio al pensamiento libre; lo que aquella secta, en fin, estima en la unidad italiana, es que se compone de una serie de futuras expropiaciones.

He preguntado a M. Guéroult si estaba condecorado con la orden de San Lázaro: hubiera debido preguntar a Víctor Manuel si aspiraba a reinar por la gracia de M. Enfantin.

La prensa, la patria, el país, los debates, el eco de la prensa, la revista nacional

Todo el mundo reconoce a M. Peyrat un notable talento para la inventiva y un arte todavía más grande para embrollar las cuestiones por medio de una fraseología tempestuosa y de una erudición indigesta. Dice que he sido el flagelo de la democracia en 1848, me compara con Hébert, y considera mi argumentación como lamentable; y después de haber afirmado que la unidad es necesaria a Italia para combatir a Austria, que los pequeños Estados han pasado, que la tendencia es a las grandes unidades, a la manera de un majestuoso león cuyo sueño se hubiera visto perturbado por un mulo, me arroja lejos de sí. ¿Qué queréis que responda a este esgrimidor, para quien ni la geografía, ni la historia, ni el derecho público y el derecho de gentes significan nada; a quien en toda su vida ha reflexionado cinco minutos sobre el sistema federativo, ni sobre la Carta de 1814 o sobre la Constitución del 93, y que ve el progreso y la revolución en la unidad y en el buen quehacer de los viejos jacobinos? ¿Estáis condecorado, M. Peyrat, con la orden de San Mauricio y de San Lázaro?

A M. Peyrats acaba de suceder en la dirección de La Presse M. de Girardin. Como esto acaba de suceder, me veo obligado a cambiar la forma de mi interpelación: ¿querría M. de Girardin adquirir los mismos méritos que su antecesor?

El antiguo redactor de La Presse ha reaparecido más vivaz que nunca. Seis años de ostracismo no le han envejecido: hay siempre en él la misma petulancia, el mismo impulso, la misma bravura. Su regreso ha insuflado un poco de vida a los periódicos. Sus proposiciones han divertido e interesado al público. Veterano de la libertad, que ha escogido como divisa, ¿por qué no empezó declarándose federalista?... Cierto que es él quien afirmaba en 1848: preferiría mejor tres meses en el poder que treinta años en el periodismo. ¡De donde se infiere que la libertad de M. de Girardin es prima hermana de la centralización! Siendo ya aventurado defender la unidad italiana en 1860, cuando, habiendo caído en Nápoles en manos de Garibaldi, todo el mundo daba por hecha la unidad, NI. de Girardin no vacila en tomarla bajo su protección cuando ésta se le desmorona por todas partes. La solución que propone consiste poco más o menos en lo siguiente: en nombre de la libertad y de la unidad, un decreto del emperador separaría a la Iglesia del Estado, suprimiría el presupuesto de cultos, retiraría la enseñanza popular de manos del clero. Excluiría a los cardenales del Senado. Hecho esto y convertido el gobierno imperial en anticristiano, como anteriormente el gobierno directorial, nada más sencillo que hacer volver a nuestros soldados de Roma, dar carta blanca al general Cialdini, y dejar el Santo Padre bajo la salvaguardia de la Providencia... Una parte de cuanto hace un instante desafiaba yo a Le Siècle, en la persona de M. Taxile Delort, a poner en práctica. Pero veamos, M. de Girardin, vuestras tendencias valen más que vuestras teorías: podríamos casi ponernos de acuerdo.

Notemos, sin embargo, un hecho. Si el emperador vuelve, en lo que concierne a la Iglesia, al statu quo de 1795-1802, es preciso que siga este desarrollo hasta el fin. Una idea no va nunca sola y la política no admite escisiones. El Consulado implicaba la reapertura de las iglesias, afirmaba M. Thiers: puede incluso afirmarse que una de las causas del éxito del 18 Brumario y de la popularidad del Consulado residió en que el Directorio no podía, por principios, dar satisfacción a la piedad pública. Romper con la Iglesia como lo propone M. de Girardin significaría, pues: adjurar de la tradición imperial, reemprendida en sentido inverso el 18 Brumario y el 2 de diciembre, abolir el principio dinástico, restablecer, con la Constitución de 1848, la libertad de la Prensa, el derecho de asociación y reunión, la libertad de la enseñanza; llevar a cabo, por fin, por encima de una revolución política, una revolución económica, social, moral; es decir, cuatro veces tanto trabajo como emprendieron en el 89 los Estados Generales, en el 93 la Convención, en el 99 el primer Consulado. Romper con la Iglesia, en una palabra, significaría atentar contra esa bella unidad, objeto del culto de M. de Girardin, y poner en peligro el sistema imperial.

¿Se siente M. de Girardin tan fuerte mental y anímicamente, como para sostener semejante tarea? Me atrevo a decir que no. Pero entonces, su proyecto de disolución se reduce a cero: ha hablado para no decir nada. Después de haber comprendido perfectamente que la cuestión papal implica a continuación la cuestión religiosa, se ha equivocado gravemente si ha imaginado que para resolver ésta, bastaría con privar al clero del presupuesto y de la propiedad, con arrojar a los cardenales del Senado, quitar a la Iglesia las escuelas y expulsar a la religión de la política. Es ocasión de recordarle el dicho: Expulsadlos por la puerta y entrarán de nuevo por la ventana. ¿Estáis en condiciones de reemplazar a la religión, a la cual sin duda y en modo alguno intentáis proscribir? Y si no estáis en condiciones de llevar a cabo esa sustitución, ¿podréis, señor de Girardin, evitar que bajo un régimen de libertad, las reuniones y asociaciones religiosas? ¿Podréis cerrar las escuelas libres? ¿Podréis excluir del derecho al sufragio, de las candidaturas y de los empleos, a los eclesiásticos?... Decretado el ostracismo por el gobierno, la Iglesia, en virtud de la legislación y la libertad, va a reaparecer, en lo temporal, en el Estado, en el gobierno. Se restablecerá en estos estamentos tanto más fuertemente cuanto más incapaces os hayáis mostrado de reemplazar su ministerio en las altas regiones del orden moría. Os apercibiréis entonces que la cuestión religiosa no se resuelve por decreto, como tampoco la cuestión de la unidad italiana puede resolverse entregando Nápoles, Roma y Venecia a Víctor Manuel.

Por otra parte, ¿es posible que se proponga seriamente al jefe de un Imperio surgido de dos golpes de Estado contra la revolución, aliado por la sangre a casi todas las familias principescas de Europa, hijo primogénito de la Iglesia, fiel a los intereses capitalistas, la adopción de semejante política? ¡Oh! Cuando he dicho que el Imperio era solidario del Papado, que sus destinos, a pesar de sus disputas, eran inseparables, yo estaba totalmente en lo cierto. El emperador sin la Iglesia, como lo quiere M. de Girardin, sería sencillamente Robespierre, a menos que no fuese Marat: Robespierre, siguiendo a pie, con un ramo de flores en la mano, la procesión del Ser Supremo, seis semanas antes del 9 Termidor; Marat, el día de su triunfo, dos meses antes de la visita de Charlotte Corday. Me parece oír exclamar al emperador, como el papa: ¡Non possumus!

Como sucede a todos los contrarios, M. de Girardin, cree poco en las ideas. Se burla de las discusiones de la Prensa y de la Tribuna y sólo tiene fe en los expedientes, a lo que llama, con sus viejos enemigos los jacobinos, política de acción. Desde el punto de vista de la unidad, allí donde la salvaguardia de los intereses, la de la dinastía, son ley suprema, donde el poder está de acuerdo con la clase dominante, donde la cuestión de la iglesia se asocia a la cuestión del Estado, M. de Girardin puede tener razón: la influencia de una prensa de oposición es poco temible. En cuanto a mentiras, la más voluminosa es engendrada por la mayor masa de intereses, y ésta absorbe y anula a todas las demás. En lo que se refiere a la verdad, es de tan escaso valor que no inquieta a nadie.

Pero estas coaliciones gigantescas son, a pesar de la necesidad que las provoca, sumamente inestables; y cuando la escisión estalla, la anarquía de los espíritus halla en la prensa su auxiliar más poderoso. Entonces la verdad, como si quisiera vengarse, asume un aspecto terrible; entonces los intereses se unen también de nuevo contra ella. Se hace un llamamiento inmediato a la comprensión, y se reingresa en el orden por la puerta del despotismo. Pero la verdad acabará por asomar a la luz: ¡y bien aventurados, dice Jesucristo, aquellos a quienes no escandalizará!

Después de La Presse, he aquí L’Echo de la Presse, Le Pays, La Patrie, periódicos fieles al Imperio, cuya fidelidad, por esta misma razón no puede estar en entredicho, como no lo podía la fidelidad de la mujer de César. Encarnizados contra el poder temporal del papa cuanto más favorables a la realeza, estos periódicos, al menos en lo que toca a la cuestión romana, pertenecen al sedicente sector avanzado del partido bonapartista. Conocer si son o no condecorados de San Lázaro, es algo que en este caso no me inquieta: de cualquier modo, me aseguran que no hacen de ello ningún misterio. Esto es precisamente lo que me gustaría:

«El artículo XII de la Constitución federal suiza, reformada en 1848, afirma:

Los miembros de las autoridades federales, los funcionarios civiles y militares de la confederación y los representantes o comisarios federales, no pueden recibir de ningún gobierno extranjero ni pensiones o tratamientos, ni títulos, dádivas o condecoraciones. Si están ya en posesión de pensiones, de títulos o de condecoraciones, deberán renunciar al disfrute de sus pensiones y a llevar sus títulos o condecoraciones mientras duren sus funciones».

Sería exigir demasiado, bajo un gobierno unitario, allí donde ninguna publicación periódica interesada en materias políticas puede existir sin autorización ni reglamentación, el solicitar: 1º, que a semejanza de lo que se practica en Suiza, los periodistas no pueden recibir ni condecoraciones ni subvenciones de un gobierno extranjero; 2º, que en este aspecto sean asimilados a los funcionarios públicos. Cuando menos saldremos ganando el no exponernos a ver los periódicos del gobierno defender al extranjero contra el propio país y a llevar una condecoración antinacional.

El Journal des Débats me ha reservado desde siempre el honor de sus más venenosas diatribas; solamente por mí pierde su sangre fría y olvida su aticismo. ¿Qué le he hecho? Jamás me ha inspirado ni cólera ni odio.

La actitud de ese grave y académico periódico, al tomar súbito partido por la unidad piamontesa, ante todo, me ha sorprendido, pero en el curso de mis reflexiones, su conducta acabó pareciéndome normal; pero al reconsiderar de nuevo la cuestión, me he sentido perplejo. No es, por tanto, cosa fácil arrojar la sonda en los arcanos políticos de Les Débats.

En primer lugar, el Journal des Débats pasa por adicto a la familia de Orleáns, unidos por estrecho parentesco a los Borbones de Nápoles. ¿Cómo es posible y aquí reside mi sorpresa, que el Journal des Débats haya podido dar su aprobación a un hecho que afecta gravemente a la dinastía de Borbón y, por consiguiente, a la de Orleáns? Algunos pretenden que está, o cerca de ello, vinculado al Imperio. En este caso, su posición es la misma que la de Le Pays y la de La Patrie: ¿por qué, teniendo que defender la prepotencia francesa, prestan su apoyo a la unidad italiana? ¿Por qué no sigue el ejemplo de La France?... Pero, por otra parte, el Journal des Débats está inviolablemente adherido al sistema de las grandes monarquías constitucionales, burguesas y unitarias, de las que los príncipes de Orleáns, después de todo, no son más que un símbolo; y se dice que, símbolo por símbolo, un Bonaparte equivale en definitiva a un Orleáns. Se puede incluso decir, en favor de Débats que en él el respeto al principio, quiero decir al interés burgués, se sobrepone al afecto por las personas. Este segundo razonamiento me ha parecido tan lógico, concluyente y natural como el primero. Ahora, ¿qué podríamos inferir?

El Journal des Débats ha sido desde 1830 v después de 1848, el órgano más encarnizado de la reacción: ésta es su gloria. Si la república volviese de nuevo, acaso habría que ajustar con ella más de una cuenta. ¿Cómo es posible que el periódico de los señores Molé, Guizot, Thiers, Falloux, etc., se haya declarado en favor del reino de Italia, una creación revolucionaria? Esto me ha sorprendido una vez más. Pero el Journal des Débats contribuyó a la revolución de julio; ha sido uno de sus principales beneficiarios. Si bien tiene en cuenta la legitimidad, no por ello le desagrada la usurpación. En una circunstancia como ésta, en que se trataba de conservar y de tomar a la vez, era posible decidirse por uno u otro partido, como dice Guizot. El motivo lo justificaba todo. Téngase en cuenta, por otra parte, que Napoleón III, a cuyo gobierno se dice que se ha vinculado finalmente el Journal des Débats, es al mismo tiempo la conservación y la revolución. Por consiguiente, ¿cuál es el motivo que ha impulsado al Journal des Débats en favor del Piamonte? ¿Se trata de un motivo de reacción o de un motivo de revolución?, ¿o se trata de ambos al mismo tiempo?

El Journal des Débats sostenía en 1846 el Sunderbund, en 1849 la expedición contra Roma: ¿cómo puede hoy combatir los derechos del Santo Padre? Pero el Journal des Débats es volteriano al mismo tiempo que cristiano, jansenista a la vez que jesuita, burgués y unitario tanto como dinástico, revolucionario tanto como conservador y amigo del orden. ¿Quién sabe? Acaso piensa que la religión ganaría con la desposesión del papa. Entonces, ¿habría algo más simple que, en interés de la gran coalición burguesa tanto como en el del triunfo de la Iglesia, sacrificar la temporalidad del Santo Padre a la unidad italiana? De cualquier lado que giréis, el Journal des Débats os presenta una argumentación. En fin, ¿cuál es su razón, su verdadera razón? Quaerite, et non invenietis.

Antes de 1848, el Journal des Débats era casi exclusivamente órgano del austero M. Guizot; pero era a la vez el de los señores Teste, Cubières y Pellapra... Es una desgracia, pero nadie puede responder de la virtud de sus amigos; a cada uno sus propias faltas.

La gente que lee les Débats y que sigue su trayectoria, admite de buen grado dos morales, la grande y la pequeña. Combinando estas dos morales se podría resumir toda la política de les Débats en la siguiente fórmula de un justo medio trascendente y de alta doctrina:

Hace falta virtud, dice el proverbio, pero no demasiada;
Hace falta religión, pero no demasiada;
Hace falta justicia, pero no demasiada;
Hace falta buena fe, pero no demasiada;
Hace falta probidad, pero no demasiada;
Hace falta fidelidad a los príncipes, pero no demasiada;
Hace falta patriotismo, pero no demasiado;
Hace falta valor cívico, pero no demasiado;
Hace falta pudor, pero no demasiado...
La letanía resultaría inacabable.

Las almas timoratas hallarán ese sistema poco edificante, porque, ¿qué suerte de impudicia, en efecto, qué cobardía, qué felonía, qué traición, qué infamia o qué crimen contra Dios y contra los hombres no pueden justificarse por medio de ese término medio entre la moral grande y la moral pequeña? Pero, después de todo, no se está obligado a superar la fe del carbonero, ni a tener más sabiduría que los proverbios. El Journal des Débats afecta modales de gran señor; adopta su elegancia y asume su impertinencia, vanagloriándose a la vez de ser, entre sus colegas, un modelo de buen tono y de buen gusto. Pero aquí doy el alto al Journal des Débats. Sus maneras aristocráticas sólo imponen a la gente que no es de aquí, como dice Alcestes. Pero su lenguaje es un modo invertido de expresión rufianesca. Se sabe desde la revolución de julio -¿no es el propio Journal des Débats quien lo dijo?- que hay canalla tanto arriba como abajo.

Por otra parte, el Journal des Débats la emprende con el federalismo italiano del mismo modo que Le Pays y La Patrie: no discute, cosa pedantesca, sino que distorsiona.

Preguntar al Journal des Débats si está condecorado con la orden de San Lázaro, después de todo, lo que ha dicho sobre el principio unitario en general y sobre la unidad italiana en particular, después de lo que todos saben en relación con los sentimientos monárquicos, religiosos, volterianos y burgueses de Débats, así como de sus antecedentes, sería algo sin sentido. ¿Por qué habría de rechazar una condecoración? ¿Es demócrata? ¿Y no es la causa de la unidad su propia causa, tanto como la de la monarquía constitucional? Cuando el Journal des Débats defiende esas grandes causas, combate pro aris et locis, es decir, por los grandes intereses generales y particulares; por consiguiente, no hemos de extrañarnos si recibe, aquí abajo, su recompensa.

Ahora bien, sin que sea necesario remontarse con exceso en la historia de Débats, se podría probar que la causa del Papado es también la suya, la de las dinastías legítimas y casi legítimas, también suya. El Journal des Débats podría lucir la orden de San Gregorio con tantos títulos como la de San Lázaro, la Cruz de San Luis con tanto mérito como la estrella de la Legión de Honor: ¿Quién sabe si no las posee todas? Antes de fundarse la solidaridad burguesa, antes que pudiera imaginarse la fusión del capital, antes de la monarquía constitucional y del sufragio restringido; anteriormente a toda- centralización sabia que, integrando toda energía individual y toda actividad local en una colectividad de fuerza irresistible facilite la explotación de las multitudes y haga escasamente temible a la libertad, la Iglesia había hecho de la unidad un artículo de fe y encadenado al pueblo previamente, por medio de la religión, al salariado. Antes de la existencia de la feudalidad financiera, la Carta de 1814, había dicho: «La antigua nobleza reasume sus títulos, la nueva conserva los suyos». El Journal des Débats no lo ha olvidado: es eso precisamente lo que en aquel tiempo motivó su respeto por la Iglesia y su fidelidad a la dinastía legítima. Por consiguiente, pregunto al Journal des Débats si, al aceptar la condecoración de San Lázaro y al pronunciarse implícitamente por la realeza del Piamonte contra el Papado, juzga a la Iglesia inútil en lo sucesivo, e, incluso, comprometedora para su sistema; si cree que la dinastía de Orleáns, como la de Borbón, están gastadas y, si, en consecuencia, ha elegido otro principio, la idea napoleónica, por ejemplo, o la de Mazzini, Dios y Pueblo, o cualquier otro, o bien si se limita a seguir pura y simplemente a la unidad a través de todos sus itinerarios, y no importa bajo qué bandera pueda caminar, de acuerdo con la máxima de Sosie:

«¿Es el verdadero anfitrión
aquél en cuya casa se almuerza?»

He dicho al principio de este trabajo que la unidad italiana me había parecido tan sólo, para los hábiles, una suerte de negocio. Notad, en efecto, que todo ese periodismo que ha asumido con tanto calor la causa del reino de Italia es un periodismo de negocios: esto explica todo. Le Siècle, periódico de negocios; La Presse, periódico de negocios; L’Opinion Nationale, periódico de negocios; La Patrie, Le Pays, Les Débats, periódicos de negocios. ¿Es que los señores Mirès, Millaud, Solar, Harvin, Bertin, Delamarte, etc., propietarios de los citados periódicos, y los saint-simonianos Guéroult, Jourdan, Michel Chevalier, etc., son hombres políticos? Por consiguiente he tenido razón al decir que la unidad italiana no había sido para la Prensa francesa, democrática y liberal, otra cosa que un negocio, un negocio provechoso y seguro, para algunos ya asegurado, pero cuyas acciones empiezan a vacilar en la hora presente. ¡Ah! los papanatas de la democracia me han preguntado si no me ruborizaba ante los aplausos de la prensa legitimista y clerical. Si este apóstrofe tiene alguna significación, se lo lanzaré a mi vez a Garibaldi. Le preguntaré si no se avergüenza, él, el patriota por excelencia, de verse respaldado por la prensa bolsística, prensa para la cual el derecho y el patriotismo, la idea y el arte son materias venales; esa prensa, que, trasladando a la política los hábitos de las sociedades anónimas, abarcando a Italia entera en la red de sus especulaciones, luego de haber agitado todas las formas publicitarias, ha hecho de la democracia y de la nacionalidad un doble reclamo.

El artículo de La Revue Nationale supera a todos los demás en violencia y actitud. Predomina en él un tono de personalismo y odio que no concibo, puesto que el autor es desconocido para mí. Ese artículo está firmado Lanfray. ¿Quién es M. Lanfray? Un celador de la república unitaria, uno de esos fogosos demócratas que se distinguen sobre todo por su horror al socialismo, a quienes hace estremecer la idea de una reforma económica y social y que, en su delirio de reactores, se disponen a intervenir en nuevas jornadas de junio. Se creen ya a punto para ocupar el poder y empiezan a escribir sus listas de proscripciones. Felicitaciones, M. Lanfray. Pero ¿por qué gritar, por qué injuriar? ¿Tenéis miedo de que vuestros amigos olviden vuestro celo, o que yo mismo me olvide de vuestro nombre? Tranquilizaos, digno periodista: nombres como el vuestro basta con distinguirlos una vez con una cruz para situarles donde deben estar. M. Lanfray ha escrito contra la Iglesia un panfleto que dista en mérito del de M. About ¡y ya se cree hombre político! Me reprocha de deslucir nuestras glorías: ¿Qué glorias? Que las nombre, de modo que me sea dado hacerles justicia de una vez por todas, añadiendo la suya propia. Me reprocha como un crimen el emplear el estilo oficial al hablar del emperador. Que me ofrezca un ejemplo, él, que ha hallado el secreto de publicar, con autorización del gobierno de emperador, una Revista, mientras que yo no he podido obtenerlo desde hace diez años. Se queja de que he llamado imbéciles a las gentes de su opinión. La cita no es exacta: he dicho también intrigantes: hay una elección. Hay individuos a los que incluso convienen los dos epítetos. Sí, imbéciles aquellos que, aspirando al desarrollo de la revolución y haciendo exhibición de patriotismo, no han visto que la unidad italiana era un complot dirigido a la vez contra la emancipación del proletariado, contra la libertad y contra Francia; e intrigantes quienes, por motivos de ambición o de especulación, ahora desenmascarados, han sorprendido la ingenuidad de las masas en provecho de Víctor Manuel, esas masas siempre fáciles de arrastrar con frases y con escarapelas. ¿Está M. Lanfray también condecorado?... La reprimenda que a este respecto dirige a M. Pelletan es pesada y conceptuosa: pero es cierto que se trata de la calidad habitual de su estilo.

«Le Temps», L’Independant de la Charenteinferieure, El Journal des Deux-Sevres: Servidumbre mental de M. Nefftzer

Es cosa difícil, por no decir imposible, conservar en nuestra liberal Francia la independencia de las opiniones propias, sobre todo después de que una cierta democracia, aderezada con unidad, autoridad y nacionalidad se ha constituido en guardiana y oráculo del pensamiento libre. Podríamos incluso decir que se trata de un empeño arriesgado, poco seguro. La influencia de esa Medusa se deja sentir hasta en los periódicos que han asumido como misión precisamente la de emanciparse de ella, mas cuyo vacilante energía no les permite sostener la fascinación de sus miradas. En buena democracia no se razona: el viento sopla no se sabe desde dónde, las veletas giran, y he aquí conformada a la opinión. La masa sigue sin reflexión, pensando como un solo hombre, levantándose y sentándose como un solo hombre. Las mejores conciencias, las inteligencias más sanas siguen, a su vez, contagiadas como por una fiebre endémica: eso se llama corriente de opinión. Ante esa corriente todo cede, los unos por humor rebañiego, los otros por respeto humano. ¡Milagrosa unidad! Se conocería mal a la democracia y al secreto de sus bruscos retrocesos, si no tuviera en cuenta este fenómeno. El ejemplo que voy a citar es de los más curiosos.

En tiempos de la fundación del Temps, el redactor jefe, M. Nefftzer, declaró al ministro en su petición de autorización, y previno de ello al público, que la intención del nuevo periódico era mantenerse al margen de todos los partidos.

De una manera general, una profesión de fe de este tipo es una banalidad, cuando no es un acto de cobardía o de cortesanía. El redactor jefe del Temps tenía ciertamente motivos más elevados: ¿cuáles eran esos

motivos? ¿Contra quién, en particular, se dirigía su declaración?

Ya se sabe que M. Nefftzer no es legitimista. También se sabía que no es orleanista. El modo empleado para dirigir últimamente La Presse probaba que tampoco era bonapartista ni ministerial, habitual de las Tullerías o del Palacio Real. En materia eclesiástica, la educación de M. Nefftzer, tanto como sus relaciones, le hubieran aproximado más al protestantismo que a la fe ortodoxa si, desde hace largo tiempo, no se hubiera dado a conocer por un espíritu exento de prejuicios. Además, M. Nefftzer podía llamarse hombre de mundo tanto como amigo de la libertad, partidario del progreso, dedicado a la mejora de la suerte de las clases trabajadoras. Ahora bien, cuando un escritor de la prensa cotidiana no es ni legitimista, ni orleanista, ni bonapartista, ni clerical, ni bancócrata, como M. Nefftzer; cuando por otra parte se presenta francamente como liberal, amigo del progreso y de las reformas prudentes y declara a la vez no estar vinculado a ningún partido, esto significa claramente que pertenece aún menos al partido democrático que a cualquier otro, puesto que, sin el cuidado que pone en negar su filiación, es indudable que se le reputaría miembro de este partido. Le Temps no pertenece a la democracia en tanto que considerada como partido, es decir, unión; su designio era el de preservar su independencia: he ahí lo que ha querido decir M. Nefftzer a fuerza de no decir nada en absoluto. Y en muchas ocasiones Le Temps ha probado, por sus discusiones con Le Siècle, L’Opinion Nationale y La Presse, que tal era en efecto el pensamiento de su redactor jefe.

Así, notemos lo siguiente: para conservar la libertad en Francia, para tener una opinión franca, independiente, no basta con separarse de las dinastías, de las Iglesias y de las sectas, es necesario aún, y sobre todo, alejarse de los demócratas.

Pero decir y hacer son dos cosas diferentes. Temo que M. Nefftzer haya reflexionado que no perteneciendo al partido de nadie, quedaba condenado a ser de su propio partido: lo que presuponía por su parte la indicación y el objetivo de su periódico, de la política que pretendía seguir, en una palabra, de sus principios. Hablar en nombre de la libertad, de la ciencia, del derecho, resulta vago. Todos los partidos hacen lo mismo. Definirse equivale a existir. Ahora bien, y pido perdón al honorable redactor, él no se ha definido. No se le conoce idea propia, su periódico carece de objetivo, como dicen los militares. Es más, se ha pronunciado, cuando menos en política, en favor de la Unidad, sin reflexionar en que la libertad, cuya tradición pretendía seguir, lo mismo que la de la filosofía, implica separación. El caso es que, de buen o de mal grado, ha recaído en el jacobinismo.

Le Temps ha tenido a bien consagrar algunos :artículos a la discusión de mi criterio sobre Italia. Yo esperaba por su parte algo original, pero, ¿qué ha presentado, en realidad? Nada, a excepción de lo qué le ha transmitido la democracia, tanto oficial como oficiosa. Le Temps, al declararse, sin ulterior y más detenido examen, unitario, tanto para Italia como para Francia, sin excluir a América, se ha puesto pura y simplemente en la fila del partido democrático, ha secundado los puntos de vista y los intereses de ese partido. No ha sabido, o no ha osado ser él mismo. Ha engrosado, gratuitamente, el grupo de M. Guéroult, Havin y Peyrat: ni siquiera le es dado decir hoy, a la manera de Horacio: nosotros constituimos número, útil sólo para consumir los frutos de la tierra; gratuitamente, decimos, porque es dudoso que ese diario sin colorido haya recibido ningún tipo de condecoración.

Digamos ante todo que Le Temps, al hilo de su razonamiento, se ha declarado en favor del reino. ¿A quién ha querido brindar el homenaje de su desinteresado sufragio? ¿Por qué razón la unidad italiana ha sido mejor acogida por él que la federación? El hecho es que Le Temps, obedeciendo a la seducción de las nacionalidades, se ha dejado arrastrar irreflexivamente por la corriente democrática. Habla del principio federativo como de una forma de gobierno indiferente incluso inferior, que igual se puede aceptar que rechazar, ad libitum: con lo que ha demostrado simplemente no haber jamás reflexionado sobre la materia. A no ser así, habría sabido que la federación es la libertad, toda la libertad, nada más que la libertad, de igual modo que es el derecho, todo el derecho y nada más que el derecho: lo que no puede decirse de ningún otro sistema.

Le Temps aduce como razonamiento, del mismo modo que los jefes de fila democráticos, la escasa importancia que las confederaciones han adquirido hasta el presente en el mundo político, así como la mediocridad de su cometido. Por parte de un amante del progreso, la objeción no deja de ser sorprendente. La verdad, tanto en política como en cualquier otra materia, se revela poco a poco; ni siquiera basta conocerla para poderla aplicar, sino que para ello se requieren condiciones favorables. Fue sólo después de la Sunderbund cuando los suizos adquirieron conciencia plena del principio que los rige desde hace cinco siglos; en cuanto a los Estados Unidos de América, la guerra civil que los desola, la obstinación del Sur en mantener a esclavitud y la extraña manera que el Norte utiliza para abolirla, el examen de su Constitución, los relatos de los viajeros respecto a sus costumbres, todo prueba que la idea de federación jamás arraigó entre ellos sino muy superficialmente, y que su república se halla todavía impregnada del prejuicio aristocrático y unitario. ¿Impide esto que el sistema federativo sea la ley del porvenir? El mundo político, que nos parece tan primitivo, se halla en plena metamorfosis; la república, lo mismo hoy que en los tiempos de Platón y Pitágoras es su ideal y todos pueden convencerse, por su propia reflexión, que ese ideal, ese mito republicano, siempre afirma pero jamás definido, no tiene otra fórmula que la federación. Por otra parte, sabemos que las causas que durante tantos siglos han retrasado el desarrollo de la idea federalista, tienden a desaparecer: es abusar del empirismo oponer a un principio, como argumento decisivo, la novedad de su aparición.

Hay algo que preocupa a Le Temps y le desvía de la idea federalista: es el impulso de las masas, de los italianos en particular, hacia la unidad. Nunca un publicista capaz de pensar por sí mismo, al margen de la acción de los partidos, hubiera alegado semejante argumento. ¿Qué prueba, como hecho de doctrina, la voz de las masas? Dejad, señor Nefftzer esos argumentos para M. Havin y sus cincuenta mil abonados, porque frailes no equivalen a razones, como afirmaba Pascal. La república ha aparecido y los republicanos no la han reconocido: era inevitable. La república es libertad, derecho y consecuentemente, federación; la democracia es autoridad, unidad. Es el efecto de su principio, y uno de los signos de la época es que la democracia haya perdido la comprensión de su propio porvenir. Ciertamente, el pueblo italiano, consultado respecto a la unidad, ha dicho sí. Pero he aquí que la fuerza de las cosas responde: No, y será inevitable que Italia pase por la fuerza de las cosas. El acuerdo de la unidad política con la descentralización administrativa es imposible; es como la cuadratura del círculo y la trisección del ángulo, uno de esos problemas de los que se sale por una aproximación artificial o por el escamoteo del mismo. A la corriente unitaria sucede en estos momentos tina contra-corriente federalista. Se grita en Italia: ¡Abajo la centralización! con más fuerza que se gritaba hace seis meses ¡Viva la unidad y Víctor Manuel! Se necesita toda la ingenuidad del Temps para no apercibir que la unidad italiana es en el futuro una causa gravemente comprometida, por no decir una causa perdida. A la observación hecha por mí de que la geografía de la península excluye la idea de un Estado único, o, cuándo menos, de una Constitución unitaria, Le Temps responde que la configuración territorial es una de esas fatalidades de las que la libertad humana debe triunfar, manifestándose precisamente en esta circunstancia por la unidad. Los señores Guéroult, Peyrat, etc., lo habían dicho en otros términos. ¿Cree necesario M. Nefftzer dar una prueba de su independencia con el apoyo de su estilo filosófico? ¿Qué respondería M. Nefftzer a quien le dirigiera el siguiente discurso: «El cuerpo es para el hombre ‘una fatalidad de la que debe intentar emanciparse si quiere gozar de la libertad de su espíritu. Es lo que enseña el apóstol San Pablo en aquellas palabras en las que invoca a la muerte: Cupio dissolvi et esse cum Christo. De donde infiero que el primero de nuestros derechos y el más santo de nuestros deberes es el suicidio ... »? M. Nefftzer contestaría muy germánicamente a este hipocondríaco: «¡Id al diablo y dejadme tranquilo! ... » Yo me contentaría con hacer observar a M. Nefftzer que lo que toma por una fatalidad antiliberal es precisamente, en el caso que nos ocupa, la condición misma de la libertad; que el suelo es a la nación lo que el cuerpo es al individuo, parte integrante del ser, una fatalidad si se quiere, pero una fatalidad con la cual hay que resignarse a vivir, que se nos ordena incluso de cuidar lo mismo que nuestro espíritu, lo mejor que nos sea dado, so pena de aniquilación del cuerpo, del alma, y de la libertad misma.

Los ferrocarriles, prosigue M. Nefftzer serán un poderoso medio de unificación. Es también la opinión de M. Guéroult. Por el ejemplo del Temps se evidencia más cada vez que basta con aproximarse a la vieja democracia para convertirse de inmediato en borrego de Panurgo. He replicado a M. Guéroult y consortes que los ferrocarriles eran máquinas indiferentes por sí mismas a las ideas, prontas a servir tanto a la unidad como a la federación, a la libertad como al despotismo, al bien como al mal; máquinas admirables que transportan rápida y económicamente lo que se les ordena transportar, del mismo modo que el asno lleva su carga o el recadero sus encargos; y que, en consecuencia, en manos federalistas los ferrocarriles servirían enérgicamente para reanimar la vida política en las localidades que lo tuvieran y que, por culpa de la centralización, la hubieran perdido; para crear el equilibrio económico en beneficio del proletariado; en tanto que, en manos unitarias, esos mismos ferrocarriles, manejados en sentido inverso a la libertad y a la igualdad, operando el despojo de las provincias en beneficio del centro, conducirían al pueblo a la miseria y la sociedad a la ruina.

A propósito de la cuestión romana, Le Temps, como perfecto teólogo que es, y como buen y viejo demócrata que no puede evitar ser, se ha entregado a extensas elucubraciones sobre lo temporal y lo espiritual. Ha llegado incluso a asombrarse, junto con el grueso de su partido, ante el inesperado apoyo que yo prestaba, a su juicio, a la causa del papa. Le Temps no ha calibrado este aspecto de la dificultad mejor que los restantes aspectos, y su docilidad ha perjudicado gravemente a su raciocinio. Al tomar partido por el Reino contra la Iglesia, no se ha apercibido de que sacrificaba una unidad a otra unidad, lo que entra siempre dentro del paralogismo unitario. En primer lugar, no es a la teología a quien hay que pedir la solución de la cuestión romana, sino al derecho público, es decir, en este caso, al principio federativo. Cuanto se ha dicho sobre la distinción económica de las dos potencias es un despropósito, cuyo menor defecto es el de poner hipócritamente el Evangelio al servicio de una ambición dinástica. En cuanto a saber si la desposesión del Santo Padre no haría progresar la destrucción del catolicismo, en cuyo caso yo debería aplaudir antes que ningún otro, haré notar a M. Nefftzer que la destrucción de las religiones, que yo sepa, no ha figurado en ningún programa actual de la democracia; que Garibaldi marchaba rodeado de sacerdotes y de frailes patriotas, como nosotros hacíamos en 1848; que uno de los más graves reproches que me dirige M. Guéroult es mi condición de ateo; que el propio M. Nefftzer, luego de la fundación de Le Temps volvió la espalda a Hegel para mostrarse favorable a las ideas místicas; que también en este caso ha seguido el ejemplo del jacobinismo, desde Robespierre hasta M. Guéroult; que dado este estado de cosas, tenía yo base para imaginar que la democracia, al vincularse definitivamente a las ideas religiosas no podía ser, a los ojos de cualquier libre pensador y más que una guerra de usa secta a otra secta; que dado que la revolución tiene tan poco interés por declararse en favor de Lutero o Calvino como de Pío IX o de Enfantin, mi deber era de abstenerme y denunciar la intriga; y que el día que se plantee el debate entre la revolución y la Iglesia, tendremos que acometer una tarea que no será precisamente la de transportar el Papado a Aviñón o a Saboya.

Le Temps, al refutarme lo mejor que ha sabido, me ha tratado con consideración, algo en verdad insólito en la vieja democracia, por lo que le doy las gracias en la misma medida que le felicito. Que tenga finalmente el valor de caminar en el sentido de su propia libertad y de su independencia, como lo enunciaba al ministro y, no importa las diferencias de opinión que ocurran entre nosotros, puede contarme entre sus amigos. A pesar de lo dicho, y aunque M. Nefftzer no me ha llamado Janicot ni Eróstrato, ni farsante, ¿dejaré por ello de preguntarle, como a los demás, si está condecorado con la orden de San Lázaro? Es una interpelación inexcusable de la que no puedo exceptuar a nadie, y que Le Temps ha merecido al faltar a su palabra de mantenerse al margen de todos los partidos.

Un estimable periodista de provincia, M. Vallein, redactor de L’Indépendant de la Charente-Injérieure, después de la lectura de mi último ensayo, ha creído su deber declarar que hasta este momento se había honrado considerándose mi discípulo, pero que en lo sucesivo se alejará de mí. Me he enterado de esto por L’Opinion Nationale, que no ha desaprovechado la oportunidad de airearlo. No tenía yo el honor de conocer a M. Vallein, cuyas simpatías lamento con toda sinceridad haber perdido. Por consiguiente, no discutiré con él. Sólo le preguntaré si él, mi sedicente discípulo, y que acaba de repudiarme en una cuestión tan fundamental, está seguro de haber comprendido ni una sola palabra de mis obras; si, ahora, atraído al viejo cauce de la democracia, se siente positivamente con el corazón más libre, con el espíritu más lúcido, y si, en fin, en vez de verme defender al papa, como dicen sus nuevos amigos, hubiera preferido verme obtener, por mi entusiasmo unitario, la condecoración de San Lázaro.

Tampoco me extenderé en la respuesta al Journal des Deux-Sèvres, el cual, mezclando con palabras afectuosas ciertos signos de viva impaciencia, exclama en algún pasaje: «No, este hombre nunca ocultó en la cabeza otra cosa que la monarquía constitucional ... » Notad que es en nombre de la monarquía italiana, constitucional, burguesa y unitaria, y por odio a la federación, por lo que se me dirige ese reproche. Este caso recuerda al de M. Taxile Delort, descubriendo en mis antiguas declaraciones federalistas y revolucionarias testimonios en favor de Víctor Manuel. ¡Decid, pues, después de lo que antecede, que la confusión no se ha apoderado de los demócratas ¡Pobre muchacho! y, sin embargo, así es cómo los discípulos, en el siglo XIX, comprenden a sus maestros, y así es cómo escriben la historia.

«Le progrés» (de Lyon), Paralogismos católico-jacobinos de M. Fr. Morin

Le Progrès (de Lyon), había abierto contra mí el fuego de sus baterías con la vivacidad de un condecorado, cuando intervino M. Frédéric Morin, corresponsal del periódico, que conminó al redactor, cuando no a mejores sentimientos, sí a una mayor imparcialidad de espíritu.

M. Morin es uno de los escritores más distinguidos aparecidos en la prensa cotidiana después del golpe de Estado. Pertenece a la democracia en Italia, de la que, por otra parte se halla lejos de compartir todos sus prejuicios ni de seguir la inspiración, como ha evidenciado en mi caso. Con un espíritu de este temple acaso la controversia hubiera sido tan agradable como útil: no jugando en ella el amor propio ningún papel, los interlocutores, como dos paladines de la verdad, hubieran propuesto por turno sus hipótesis, examinando las soluciones y deduciendo los principios, sin más pasión que la de la verdad y la justicia. Por consiguiente, hubiera iniciado con infinito placer una discusión de este género teniendo como opositor a M. Fr. Morin, si en los dos artículos llenos de benevolencia que ha publicado sobre mi ensayo, hubiera yo hallado una elevación crítica en sí estimuladora. Por desgracia, me veo obligado a afirmarlo, M. Fr. Morin, no ha superado el nivel de su partido. Superior por la conciencia, ha quedado a nivel de la masa por su pensamiento; y si aludo a algunas de sus proposiciones, si más lejos me permito dirigirle aún algunas preguntas, es únicamente con el fin de demostrarle, con su propio ejemplo, que, en el medio político donde se ha situado, su razón de publicista y filósofo ya ha empezado a extraviarse y a perder su esplendor. Sí, lo repito, son las preocupaciones centralizadoras y unitarias las que, falseando la razón de sus escritores y de sus oradores, han arrojado a la democracia francesa a un callejón sin salida; esto es lo que contribuye hoy a hacernos la libertad y el derecho ininteligibles, imposibles, del mismo modo que antes de la hipótesis de Copérnico, y bajo la influencia de la teoría de Ptolomeo, el sistema del mundo era ininteligibles imposible.

M. Frédéric Morin, tras haber constatado que, «según M. Proudhon, el único sistema político conciliable con la verdadera revolución y capaz de llevar a cabo tanto la igualdad política como la igualdad económica es el sistema federal», añade que ha establecido la falsedad de esta idea. (Progrès del 11 de noviembre.)

Ignoro dónde M. Morin ha establecido tal cosa. No he hallado tal demostración en los artículos que ha publicado en relación con mi ensayo; y puesto que vuelvo hoy, con mayor amplitud de referencias sobre el principio federativo, le agradecería la gentileza de volver a reproducir con nuevos desarrollos su propia tesis. Siento curiosidad por saber qué medios arbitrará para probar que la libertad y la igualdad pueden derivar de la indivisión del poder, de la centralización administrativa, de la concentración de las fuerzas económicas, del acaparamiento y de la supremacía de los capitales, ni cómo la mutualidad económica podía asumir otra forma que no fuera la de una federación.

M. Fr. Morin rechaza conmigo «esa falsa unidad que absorbe toda vida local en el abismo inmóvil del Estado», pero pretende que existe un término medio entre la centralización absoluta y el federalismo. Hace observar que las formas de la sociabilidad humana no se reducen a dos; que son extremadamente numerosas; que la ciudad griega no era el mismo género de asociación política que el municipio italiano, ni éste la misma que la Comuna de la Edad Media, de la que fue antecedente; que la Comuna fue a su vez superada por la nacionalidad moderna, muy diferente de lo que en la antigüedad se consideraba un pueblo; que existen Estados unitarios y descentralizados a la vez, como Bélgica, Inglaterra y Prusia; y concluye con un llamamiento a la burguesía francesa a la que invita, siguiendo el ejemplo de la aristocracia inglesa, a tomar en sus manos, en interés de las masas y del suyo propio, las riendas del gobierno, y a reconstituir la unidad nacional procediendo al mismo tiempo a descentralizarla.

Confieso que estaba lejos de adivinar semejantes conclusiones por parte de un demócrata tan bien definido como M. Morin, y temo que esas bellas ideas, cuyo desconocimiento por mi parte atribuye a una distración de mi espíritu, no sean sino el efecto de una confusión del suyo.

Hay algo, sin embargo, que explica estas opiniones de M. Morin. Pertenece de manera absoluta a su partido, es decir, es jacobino; por consiguiente, partidario del gobierno de la burguesía; de aquí, vinculado al gobierno unitario, paliado por una dosis acentuada de justo-medio. Es en este sentido como formula su protesta contra toda oligarquía y centralización absoluta. Lo que pide en el fondo M. Fr. Morin, a pesar de las reservas en que sé envuelve, es una remodelación o fusión de la monarquía constitucional y de la república unitaria, dos formas políticas que difieren una de otra, como bajo Luis Felipe difería la oposición dinástica de la mayoría ministerial. Llegados a este punto, Hamo la atención del Journal des Deux-Sèvres, que de modo tan juicioso me ha reprochado el no haber jamás cobijado en in¡ espíritu otra idea que la monarquía constitucional.

En algunas líneas, M. Morin ha suscitado más temas que los que podríamos tratar cada uno en doscientas páginas; por tanto, me contentaré con replicar a sus lacónicas observaciones por medio de otras que procuraré hacer tan sumarias como la suya.

Por consiguiente, y en primer lugar, le diré que su hipótesis de un Estado unitario y descentralizado a la vez es pura quimera, y se puede desafiar al más hábil de los publicistas a que haga una exposición inteligible de la misma sin que los ejemplos citados puedan ser destruidos sin gran esfuerzo. Es cierto, por ejemplo, que la pretensión del gobierno belga ha sido de reunir la doble ventaja de la unidad y de la descentralización; pero también lo es, y reconocido por todos los belgas, no importa cual sea su nivel de instrucción, que la centralización crece en Bélgica, en tanto que el viejo espíritu comunal y federativo tiende a desaparecer; que el poder central hace a éste una ominosa oposición y sin esconderse en lo más mínimo. Ya he dicho que una de las causas del descontento que he originado en Bélgica con mi artículo sobre el unitarismo italiano, se debe a que atacando a éste, yo combatía indirectamente el unitarismo belga. Un fenómeno análogo ocurre en Inglaterra, en Prusia, y doquiera el principio federativo no está fuertemente constituido ni rigurosamente definido. La guerra de los Estados Unidos es una prueba más de este aserto.

Todo poder tiende a la concentración y a la monopolización: las tradiciones, la raza, el genio, nada pueden contra tal tendencia; es suficiente, para que esta tendencia centralizadora se convierta en realidad, que exista de hecho o de derecho una oposición de clases, burguesía y pueblo. Es una consecuencia fatal del antagonismo de los intereses, que trabajan de acuerdo con la concentración del poder. Bélgica, citada por M. Morin, es un triste ejemplo de lo que señalo. Guardémonos, pues, de tomar por una forma de sociabilidad lo que no es otra cosa que un fenómeno de desnaturalización política, el paso de la federación a la unidad, o viceversa. Guardémonos, sobre todo, de hacer derivar de esta pretendida forma un patronato que sería solamente el restablecimiento del principio condenado de las castas, al que llegaríais en línea recta en vuestro desafortunado llamamiento a la burguesía. No olvidéis que todo se mueve, todo cambia y todo está en incesante evolución dentro de la sociedad, y que si vuestro sistema político no se organiza de manera que desarrolle incesantemente la libertad, creando, por mediación de ésta el equilibrio, vuestro gobierno volverá siempre a la centralización y al absolutismo.

Es indudable que las formas de la asociación humana son innumerables: es la parte que corresponde por derecho a la libertad en la constitución del Estado; pero las Leyes son constantes, tanto más que de este modo expresan más rigurosamente el derecho. Ahora bien, creo haber demostrado que todas las formas de gobierno, en primer lugar apriorísticas o teóricas, y luego a posteriori o empíricas, se contienen las una! en las otras; que se trata de tantas maneras diferentes, hipotéticas, variables hasta el infinito, de crear el equilibrio entre la autoridad y la libertad; pero que de todas estas combinaciones gubernamentales no existe ni puede existir una sola que satisfaga plenamente las condiciones del problema, a la libertad y al derecho a la realidad y a la lógica, excepto la federación. Todas las demás formas restantes son esencialmente transitorias y corruptibles; solamente la federación es estable y definitiva. ¿Qué sentido tiene, pues, hablar aquí de variedades de formas o de términos medios? Sin duda que las confederaciones no se parecerán todas entre sí, en cuanto a los detalles; pero se parecerá en cuanto a los principios, del mismo modo que hoy todas las monarquías constitucionales se parecen. ¿Qué utilidad tiene recurrir a la clase burguesa con sus preocupaciones del justo medio, cuando el espíritu de la democracia consiste en procurar que no haya ni clase inferior ni clase elevada, sino un solo y mismo pueblo? ¿Poseéis los elementos de una burguesía, en mayor medida que los de una nobleza? Francia exige el gobierno del derecho por una institución de justicia y de libertad capaz de subsistir por sí mismo, inmutable en su ley, variable sólo en el detalle de las aplicaciones.

Esta institución, os veis obligados, periodistas de la democracia, a buscarla como yo mismo; y, como sólo tenéis dos alternativas, la autoridad o el contrato, estáis obligados a justificar vuestra unidad, no a mutilarla ni a degradarla, lo que no conseguiréis, o bien, por el contrario, a aceptar la federación.

He desconocido, según M. Morin, la idea moderna de nacionalidad, pero lo que él llama, como otros muchos, nacionalidad, es el producto de la política mucho más que de la naturaleza. Ahora bien, la política, habiendo sido hasta hoy tan defectuosa como los gobiernos que la han engendrado, ¿qué valor puedo acordar a las nacionalidades surgidas de sus manos? Carecen incluso del mérito del hecho consumado, puesto que siendo precaria la institución que les ha dado origen, las sedicentes nacionalidades, obra de un vano empirismo, son tan precarias como ellas, nacen y desaparecen con ella. ¿Qué digo? Las nacionalidades actualmente existentes, llegado al momento de derrumbarse con la descomposición del sistema que las ha establecido, dejarían el sitio a las primitivas nacionalidades cuya absorción sirvió para formarlas, y que considerarían como una liberación lo que vosotros calificaríais, en vuestro sistema, de destrucción.

Convengo en que, si mañana la Francia imperial se transformase en Confederación, los nuevos Estados confederados en número de veinte o treinta, no procederían de entrada a darse cada uno, por el placer de ejercitar su autonomía, un nuevo Código civil, un Código de comercio, un Código penal, otro sistema de pesos y medidas, etc. En sus albores, la federación se limitaría a la independencia administrativa; por lo demás, la unidad se mantendría de hecho. Pero a no mucho tardar las influencias de raza y de clima al recobrar sus prerrogativas, irían creando poco a poco diferencias en la interpretación de las leyes y de los textos; las costumbres locales adquirirían autoridad legislativa, de tal modo que los Estados se verían conducidos a añadir a sus prerrogativas la de la propia legislación. Entonces contemplaríais nacionalidades, cuya función, más o menos arbitraria y violenta constituye la Francia actual, reaparecer en su pureza primigenio y en su desarrollo original, bien lejos de las figuras de ficción que hoy saludáis.

Estas son en esencia las observaciones que opongo a las de M. Morin, y sobre las cuales lamento no haber insistido más. O mucho me equivoco o creo que le convencerían en cuanto a que lo que le hace vacila r ante el principio federativo y le vincula a la unidad, no es una razón política seria: es el hecho establecido, siempre tan prestigioso; es la tradición jacobina y el prejuicio de partido; es que, a los ojos de la vieja democracia la cuestión se juzgó de una vez por todas ante la Gironda; es que el pueblo francés ha comprendido siempre el gobierno como comprendía la guerra en el 93: ¡en masa contra el enemigo! Es decir, centralización y unidad; es, en fin, que en lo concerniente a las cosas de la revolución, la razón de los filósofos no ha hecho hasta el momento sino seguir el talante de las masas. Que M. Morin ponga la mano sobre su corazón: ¿no es cierto que en la hora actual le resultaría duro separarse de sus amigos los demócratas unitarios? ¿Y a qué se debería este hecho? Porque la revolución es todavía para el pueblo cosa de sentimiento, no de derecho ni de ciencia; es porque, en opinión de este mismo pueblo preferir el derecho y la ciencia al sentimiento equivale a separarse de él, y que M. Fr. Morin rehusa separarse ni un solo instante del pueblo, ni siquiera en interés de la propia causa popular.

Independientemente de las relaciones de partido que le vinculan a la democracia, tengo aún otros motivos para recelar de la independencia de espíritu de M. Morin. En su artículo del 11 de noviembre, relativo a la cuestión romana, hallo el siguiente pasaje:

«M. Proudhon reconoce que Roma pertenece a los romanos. Que se consulte, pues, a os romanos. y que todo el mundo se incline ante el veredicto, que, en derecho, es soberano y que, de hecho, es el único capaz de sacarnos de una situación contradictoria».

Esta observación es exactamente la misma que me ha sido dirigida, en términos de perfecta cortesía, por un respetable pastor protestante de Rotterdam. Ello significa que, en el pensamiento de M. Fr. Morin, ferviente católico, la unidad religiosa, que un día debe reunir en una misma profesión de fe a todos los creyentes, tiene como condición para realizarse el estar netamente separada de la unidad política. De modo que M. Morin es doblemente unitario: lo es en su corazón y en su entendimiento, lo es en religión y en política. ¿Cómo puede, con todo esto, considerarse demócrata, liberal, e incluso revolucionario? Confieso que resulta un enigma para mí.

Como quiera que sea, ni M. Morin ni mi corresponsal holandés me han comprendido. En primer lugar, ¿acaso he negado que los romanos tuvieran el derecho a zanjar, en tanto que dependiente de ellos, la cuestión de lo temporal, excluyendo al Santo Padre? Nunca. Para mí no es éste el problema. El problema está en pronunciarse entre la federación y la unidad. Sobre esto me limito a decir, haciendo abstracción de los derechos o pretensiones dinásticas de la Santa Sede, que si los romanos, lo mismo que los napolitanos y toscanos, dan preferencia al reino sobre la federación, tienen perfecto derecho a hacerlo; solamente que en este caso, y en mi opinión, atentan contra la tradición de Italia, contra las garantías de la libertad y de los verdaderos principios del derecho. Por otra parte no sintonizan con el mundo católico. Digo que en lugar de avanzar, con esta política, por la vía revolucionaria, en realidad retroceden; que en lugar de conducir a la razón al catolicismo, lo que ciertamente no está en su intención, le preparan una recrudescencia.

En cuanto a lo temporal pontificio, que M. Morin, como católico y en interés de la Iglesia querría suprimir, me limitaré a hacerle una simple pregunta: ¿Niega que, en caso de que los sesenta u ochenta mil curas existentes en Francia, perseguidos en su existencia material, juzgasen oportuno elegir de entre ellos candidatos al Cuerpo legislativo para presentarlos a las próximas elecciones en los ochenta y nueve departamentos, tendrían derecho para obrar de esta suerte? ¿Niega que si el sufragio universal acogiese a la mayoría de esas candidaturas no tendrían el derecho de participar en masa en el gobierno? ¿Niega que entonces, en esas circunstancias, la política se convertiría legítimamente no sólo en algo cristiano, sino también eclesiástico? No, no puede negarlo, porque ello está previsto en nuestro derecho público. Pero precisaré más: ¿No se sentiría feliz con ese triunfo M. Morin, demócrata y católico? Sin ninguna duda. Por consiguiente, la separación de lo temporal y de lo espiritual es en sí una quimera, como he manifestado en otras ocasiones; por consiguiente, puesto que por una parte lo espiritual y lo temporal guardan relación y que, por otra parte los intereses que componen lo temporal son divergentes, la unidad de la religión es tan quimérica como la de gobierno; por tanto, no es en virtud de ese principio tres veces falso, el de unidad religiosa, unidad gubernamental y de su separación efectiva, por el que el partido de la revolución debe atacar a la Iglesia y reivindicar los Estados del Santo Padre; por tanto, la verdadera y única cuestión entre el partido de la fe y el partido del progreso es la cuestión moral, cuestión en la que podemos estar ciertos de sucumbir y en la que nos condenamos nosotros mismos al hacer a nuestro antagonista una guerra desleal y al unir a la expoliación la hipocresía. Lo que sostiene a la Iglesia contra todos los ataques y hace del partido católico el más fuerte de todos los partidos, y M. Morin debe saberlo mejor que nadie, no es la unidad, sino la afasia de las conciencias, a quienes no sostiene ya ninguna idea esencial ni de abajo ni de arriba; es el materialismo de nuestra enseñanza, el abandono del pensamiento revolucionario sostenido por el más detestable de los fariseísmos; es nuestro impuro romanticismo y nuestro libertinaje volteriano.

De acuerdo con M. Morin, «al estudiar la hipótesis de la supresión de la temporalidad papas, me habría aterrado la imagen de una autoridad temporal coronándose a sí misma con una realeza absoluta sobre las «almas» — agradezco a mi honorable crítico el hecho de buscar motivos elevados a mi conducta respecto del Papado; mas aquello no constituyen mi preocupación. No creo en -y espero — el fin de la temporalidad papas, puesto que creo en — y espero — la justicia absoluta y la pura moral de la humanidad, de la que la Revolución francesa ha sido precursora, en mi opinión. Por consiguiente, creo que un día llegará en que la autoridad espiritual ya no se distinguirá de la temporal, puesto que ambas estarán fundidas en la misma conciencia, la misma justicia, la misma razón y la misma libertad. Lo que me preocupa lo que me haría llorar lágrimas de sangre sería cualquier falsa reforma, derivada de Lutero o de Calvino; cualquier ridiculez de religión de Estado o de Iglesia nacional copiada de Enrique VIII; peor que esto aún, cualquier nuevo culto del Ser supremo o de la razón; mascaradas como las de Ménilmontant, una Teofilantropía, o cualquier otra locura espiritista y mormónica. En la degradación de las almas, en materia de superstición, lo creo todo posible. Nuestro pretendido volterianismo no me infunde seguridades. No me inspiran ninguna confianza esos espíritus fuertes qué sólo saben bromear y disfrutar de los placeres. La filosofía, si no está reforzada con virtud, sólo me inspira desdén. He aquí por qué, manteniendo frente a la Iglesia la posición que mantiene la revolución en el mundo moderno, denuncio al mismo tiempo y públicamente, las maniobras de la democracia unitaria y las oscilaciones de un panteísmo sin principios y de camarillas sin arraigo.

Después del apoyo indirecto prestado al Papado, en tanto que potencia temporal, M. Morin me reprocha haber sostenido, «no sólo la federación republicana, sino incluso la misma federación monárquica de «Villafranca». A contrapelo, M. Cersnuschi, jefe de las barricadas de Roma, principal autor de la república romana de 1849, cuyo nombre olvidé citar en mi última publicación junto a los de Farrari, Montapelli, Ulloa, Henri Cersnuschi, digo, me decía el otro día: «A su república unitaria yo hubiera preferido cien veces una federación de monarquías». Y no desagrade a M. Morin que mi opinión coincida en este caso con la de Cersnuschi. Se puede apostar diez contra uno a que una república unitaria, como la de los jacobinos, llegará a convertirse, en virtud de la unidad, en una monarquía constitucional; y puede así mismo afirmarse que una federación de monarquías llegaría a convertirse, en virtud del principio federativo, en república federativo. Así lo exige la lógica de los principios, según la cual, el elemento preponderante acaba por arrastrar a los demás. ¿Desde cuándo las ideas deben condenarse por odio a quienes las imaginan o divulgan? ¡Sorprendente pudor jacobino! Es un emperador, Napoleón III, quien propone a los italianos la federación; por consiguiente, será rechazada porque viene de un emperador y se preferirá, ¿qué? un reino. Serían príncipes constitucionales los representantes de la aludida Confederación: por consiguiente, debería rechazarse también porque los Estados confederados serían monarquías y a la Confederación se preferiría, ¿qué? ¡un reino militar, un concurrente del emperador!

Por otra parte, no nos dejemos engañar por esta delicadeza jacobina. El jacobinismo es ante todo unitario, es decir, monárquico, con rey o sin él. M. Morin lo reconoce por su parte al pronunciarse contra la federación. El jacobinismo es burgués en interés del orden establecido: M. Morin lo declara al hacer un llamamiento a la burguesía. En fin, el jacobinismo es justo medio: M. Morin no lo disimula, al preconizar al mismo tiempo un sistema de unidad y de descentralización. Unitarismo, burguesismo, justo medio: he ahí, en el fondo, por qué el jacobinismo es opuesto a la federación, he ahí por qué la democracia ha censurado tanto el tratado de Villafranca. ¿Hemos llegado al final de todas las contradicciones? No. Como los sentimientos de M. Morin le vinculan con preferencia a la plebe, he aquí que sin dejar de apelar a la burguesía ni de sostener la unidad, deja entrever su temor de que el gobierno de Víctor Manuel sea demasiado unitario, demasiado burgués, demasiado justo medio. Esto nos recuerda a Robespierre, persiguiendo con sus invectivas a girondinos, dantonistas, hebertistas y moderados, sin que él mismo fuera capaz de definir su propia opinión. Al enrolaros en el jacobinismo, M. Morin, ¿qué habéis hecho de vuestra independencia como filósofo? ¿Qué habéis hecho con vuestra. independencia de cristiano? Habéis perdido incluso vuestra lógica, y os halláis en este momento incapacitado para formular claramente una opinión.

Pero tengo aún observaciones más graves que dirigir al corresponsal del Progrès: ellas serán el objeto de los siguientes capítulos.

Cuestiones morales y políticas de la razón del Estado

M. Fr. Morin me ha reprochado, y se trata de su último y principal agravio, mis ataques a Mazzini. A este respecto se ha creído obligado, para instruirme, a establecer un balance de la hoja de servicios del gran conspirador y a hacer su apología.

Doy una vez más las gracias a M. Morin por la manera cortés con que en esta ocasión apela a mis sentimientos en favor de Mazzini. Sus simpatías no han sido en modo alguno ocasión para dirigirme ni una sola palabra denigratoria. Siendo esta moderación de lenguaje modélica en cuanto a ejemplo a seguir y a buen gusto, me esforzaré por imitarle, sin que por ello sufra la verdad que los librepensadores se deben unos a otros.

Ante todo y con toda la consideración que me merece el carácter de M. Morin, debo hacer observar que el elogio de Mazini, muy sincero, sin duda alguna, y por el lugar que ocupa, me parece sin embargo haber tenido por objeto facilitar el resto del artículo. M. Morin necesitaba ese artificio para dar a entender a sus lectores lyoneses, sin exponerse él mismo a perder su confianza, que un hombre podía muy bien rechazar la unidad italiana y combatir la política de Mazzini, sin por ello ser un enemigo del pueblo y de la libertad. Es así que M. Pelletan, al protestar en sus dos opúsculos contra el unitarismo italiano, se ha creído en la obligación de unir a sus críticas, por un lado un pomposo elogio de Garibaldi, aunque tenga que condenar su expedición, y, por otro, una diatriba contra Austria, aunque con anterioridad dijera: ¡La libertad como en Austria!, lo que le valió un mes de prisión.

La miseria intelectual de la democracia llega en nuestros días hasta el extremo de que sus más abnegados defensores no pueden aventurar la menor observación, al margen del prejuicio corriente, sin hacerse de inmediato sospechosos.

¿Por medio de qué espantoso juramento es necesario infundimos seguridad?

Un escritor demócrata debe tener presente sin cesar en su memoria este verso de Hipólito a Teseo: ¡Ser Morin y Pelletan y resignarse a las horcas caudinas de una justificación perpetua!...

¡Pues bien! hablamos todavía de Mazzini. Repito, y lo haré por última vez, que no se trata aquí del hombre, sino del tribuno; que creo a Mazzini tan virtuoso y honorable en su vida privada como Savonarola o , Garibaldi y que nadie me gana en cuanto a admiración por la constancia de su carácter. Pero añado, después de hecha esta observación, que resulta humillante para la democracia que se deba renovar incesantemente la misma observación, y el que, siendo yo quien soy, afirmando la federación y negando enérgicamente la unidad y en consecuencia el principio y toda la política de Mazzini, deba inclinarme finalmente ante su reputación como agitador. ¿A qué quedarían reducidas la libertad de opinión, la sinceridad de la tribuna de y de la prensa si, luego de haber refutado sus errores e inmoralidad, hubiera que ofrecer una corona a su autor? ¿Es así como entiende la política el propio Mazzini? Si no he incurrido en error, primero en la apreciación que he hecho de los acontecimientos habidos en la península, y luego en la teoría que he presentado sobre el sistema federativo, me asistía la razón al afirmar que Mazzini había sido el azote de la libertad italiana y de la revolución, y tengo derecho a exigir que como tal, se retire. ¿De qué manera el ascetismo del jefe de un partido podría servir de tapadera a los desastres originados por su sistema?

Mazzini es el hombre de una idea y de una política. Lo que le distingue entre todos es que profesa la religión de su idea, y que, para servirla, no vacila en seguir sus máximas hasta las últimas consecuencias. Pocos hombres tienen ese valor. Por eso es por lo que se distinguen los innovadores dignos de este nombre, lo que les hace grandes ante la historia, cuando por azar sus ideas responden a la conciencia de sus contemporáneos. juzguemos, pues, la política de Mazzini sin prevención, pero sin debilidad, y dejemos al hombre. Si cometo algún error agradeceré que se me haga ver, y me apresuraré a retractarme, menos por consideración a Mazzini, cuya persona queda al margen del debate, que en consideración a la propia democracia, de la que en este caso se erige en representante.

Mazzini es demócrata, de la misma manera que lo era Robespierre y que lo son todos los jacobinos. Es decir, que si por su punto de partida y por los intereses que representa la libertad es, en general, su tendencia dominante, se trueca pronto en autoridad pura en la sustitución de la soberanía colectiva por la soberanía dinástica. Esto resulta de la vida, de los escritos y de toda la política de Mazzini. La libertad individual, el derecho del hombre y del ciudadano, ocupa poco espacio en sus preocupaciones. El contrato social no es a sus ojos otra cosa que un contrato tácito, unilateral, donde el hombre se diluye en la masa, donde la individualidad es sacrificada a la unidad. Su consigna, Dios y Pueblo, su horror por la anarquía y por el socialismo, sus esfuerzos en favor de la unidad italiana, demuestran que ese demócrata, como Robespierre, es un hombre de autoridad.

M. Morin, cuyo carácter dogmático, así como las preferencias unitarias y hábitos puritanos que le son propios, le dan cierto parecido con Robespierre y Mazzini, debería decirme en primer lugar si, en lo concerniente a la relación entre autoridad y libertad, participa de los sentimientos de los dos célebres tribunos. La teoría que he desarrollado en relación con el sistema federativo en la primera parte de este trabajo, así como las consecuencias que he deducido posteriormente, en la práctica, de la teoría unitaria, le permitirán comprender el sentido y el alcance de mi pregunta. (Véase en lo que antecede, la II parte, capítulo III.)

De la manera de concebir la relación entre autoridad y libertad se deduce de inmediato la máxima política que dirige el gobierno, o, dicho de otro modo, su razón de Estado. Si la libertad es preponderante, esta máxima será el Derecho: no puede ser de otro modo. Si prepondera la autoridad la máxima será una idea, Dios, por ejemplo, la religión, la Iglesia o el sacerdocio, el interés de la nobleza, el respeto de la autoridad, la dinastía, o todos estos elementos reunidos. Para Mazzini, como para Robespierre, aquella máxima será, ante todo, la unidad.

La consecuencia es terrible. Si la máxima política o razón de Estado es la justicia, en virtud del principio incontestable de que el fin justifica y determina los ,medios, todo deberá estar, en interés de la nación, subordinado al derecho, derecho público, derecho civil, derecho económico, derecho de gentes. El interés mismo de la nación, si por hipótesis fuera concebible que en un momento dado el interés de la nación estuviera fuera del derecho, debería sacrificarse a éste, lo que significa que la nación debería constituirse en mártir de la justicia. Pero si por el contrario, la máxima política, derivando del principio de autoridad es una idea, un dogma, ese dogma, sobreponiéndose a la justicia, podría sacrificar a la justicia, todo derecho y toda moral, a lo contingente, a la razón de Estado, como lo hace deducir la famosa divisa de los jesuitas, Ad majorem Dei gloriam, o esta otra, simple corolario de la anterior, Salus populi suprema lex esto, etc. De modo que habrá dos tipos de moral, una moral de Estado, corolario de la razón de Estado, superior al derecho y a la justicia, y una moral vulgar con fuerza de ley en todos los casos en que no sea necesario apelar a la razón de Estado.

La soberanía de la razón de Estado ha sido admitida hasta este momento por todos los gobiernos sin excepción, y tanto por los gobiernos republicanos como por los democráticos. Ha sido hasta hoy la condición sine qua non y el estigma de la política. En esta soberanía atroz, la libertad y la justicia, desde el momento en que pueden contrariar la acción del príncipe o del gobierno, son proscritas sistemáticamente. A esta luz, el ideal del gobierno sería aquél en que la razón de Estado se igualara a todas las demás razones o, para decirlo de otro modo, aquél en que la justicia y la libertad serían ellas mismas tomadas como razón de Estado. Ahora bien, este sistema existe, es el sistema federativo.

¿Concibe M. Morin la justicia como única razón de Estado, o considera, por el contrario, como lo hacen Mazzini, Robespierre y Maquiavelo, así como los reyes, emperadores, pontífices y todos los tribunos del pueblo, que pueda existir otra? ¿Considera M. Morin que existen circunstancias en que la república y la sociedad estarían en peligro si no se sacrificase la «justicia» a un interés pretendidamente superior, a un ideal político, religión, Iglesia, sacerdocio, nobleza, dinastía, democracia, nacionalidad, unidad, autoridad, comunidad, etc.? ¿Está, en resumidas cuentas, en favor de la prerrogativa del derecho contra cualquier otra prerrogativa, o admite, en ciertos momentos si no siempre, una ley de orden más elevada y que prevalezca sobre el derecho? El tema es de los más trascendentes. Buen número de demócratas declinan esta soberanía de la justicia, la cual, efectivamente, tiende nada menos que a eliminar a todos los viejos sistemas, incluyendo entre ellos a la democracia unitaria. Excluir de la política cualquier tipo de razón de Estado y conferir la soberanía exclusiva al derecho solamente, es afirmar la confederación; es como si el legislador dijera a las masas invirtiendo las palabras del decálogo: no tendré otra ley que vuestro propio interés, ni otro soberano que vuestro acuerdo. Esto equivaldría a abolir la idolatría unitaria.

Una consecuencia de todo esto, según que nos declaremos exclusivamente en favor de la justicia o que se reconozca una razón de Estado superior a la misma, es la siguiente, la cual, en la práctica, tiene su importancia.

De acuerdo con Mazzini, no estando el gobierno fundado en un contrato positivo, sino en un contrato tácito, unilateral, análogo al que vincula al niño a ,su familia; no derivando originariamente de la libertad, como principio, preponderante, sino de una idea anterior y superior a toda convención «como la autoridad divina, Dio o popolo, o cualquier otra, se sigue de ello que a los ojos de Mazzini, república, democracia, monarquía e imperio son fórmulas que pueden tener en el uso corriente su importancia, pero que no afectan al fondo de las cosas y pueden muy bien equivalerse; que lo esencial es que la idea anterior y superior sea respetada y la máxima de Estado obedecida; que en consecuencia un hombre como él, Mazzini, pueda ocasionalmente, sin escrúpulo, y sin dejar de considerarse republicano y demócrata, gritar y hacer gritar ¡Viva el rey! Basta para ello que esté sirviendo a la idea superior, la unidad. Solamente hay una cosa que el republicano demócrata Mazzini y sus adictos no pueden permitirse, y ello sería denominarse federalistas, puesto que al afirmar la federación renunciarían a su idealismo político, a su razón de Estado.

No ocurre lo mismo a quien se ha unido por convicción y de corazón a la idea federal. Para él, reposando el sistema político y el orden social, por entero, no ya sobre un mito, un ideal político o cualquier otra concepción, sino sobre el derecho puro expresado en el contrato, no le es dado bajo ningún pretexto, reconocer como expresión de ese principio, ni realeza ni pontificado, pues al hacerlo mentiría a su conciencia. El federalista puede desear salud, prosperidad y larga vida al príncipe, igual que a cualquier individuo cuyas opiniones no comparta: su buena voluntad se extiende a todos los hombres. De igual modo no hace profesión de odio a la realeza ni proclamación alguna de regicidio: sabe que la libertad es progresiva, que la realeza es de institución transitoria, lo mismo que la adoración y el sacrificio, y respeta a todas las instituciones. Pero, de igual modo que el cristiano que, orando por César, se negaría en cambio a hacer sacrificios al genio y a la fortuna de César porque ello fuera idolatría, de igual modo el federalista, aun haciendo votos por la persona del monarca, no gritará jamás con Mazzini y Garibaldi, ¡viva el rey! Está es la razón que separa al federalismo y al jacobinismo: el primero, es indiferente en lo relativo a las personas, pero intratable sobre los principios; el segundo, es débil para las ideas, poderoso solamente para el odio, pero sabiendo en caso de necesidad imponer silencio a sus resentimientos y hacerse factible.

Del juramento político

La cuestión del juramento político es una de las más delicadas que pueda proponerse un publicista.

El juramento tiene algo de sacramental que lo distingue esencialmente de cualquier otra promesa, obligación o compromiso, tácito o formal. Así, en el matrimonio el juramento es exigido de los esposos porque la obligación que contraen al prometerse el uno al otro no resulta del hecho exclusivo de la cohabitación y de la promesa de amor recíproco, y que sin el juramento, prestado ante el magistrado asistido por testigos, ni ellos ni nadie podría decir si el pacto que los une es voluntad de casamiento o convención de concubinato. Aun cuando se aboliese la formalidad de la comparecencia de los desposados ante el funcionario civil y se declarase el juramento suficientemente válido para el contrato de matrimonio, precedido de las amonestaciones legales y seguida de la cohabitación, no por ello dejaría el juramento de existir. Sería considerado como efectivo. El trabajo tomado en asegurar la ceremonia probaría su esencialidad. Sería a la manera del billete de banco, que sirve de moneda pero que no hace otra cosa que testimoniar la importancia misma de la moneda.

En los testimonios, arbitraje y certificaciones, el juramento es asimismo requerido y por análoga razón. El individuo convocado como experto, árbitro o testigo es considerado como al margen de cualquier interés personal, directo o indirecto, y a quien le es indiferente tanto callar como manifestar la verdad. Pero puede ser influido por la amistad, el odio y el temor; puede ser seducido o intimidado; y el juramento tiene por objeto hacerle servir la verdad, elevándolo por encima de consideraciones vulgares, interesando su honor por temor del perjurio y liberándolo de todo temor y respeto humano.

En una palabra, en el matrimonio el juramento es una consagración, sacramentum, que hace a los desposados inaccesibles a cualesquiera otros; en los casos de testimonio, arbitraje, certificación, el juramento es también una consagración que pone al testigo, árbitro o experto, a cubierto de cualquier reproche proveniente de las partes. Fuera de esos casos especiales y de algunos otros, no se acostumbra a jurar. Es suficiente con la promesa verbal o escrita. No se jura pagar las deudas, cumplir con el deber de doméstico, de empleado, de asociado o de mandatario; esto parecería, y con toda razón, inconveniente, ridículo. Sin embargo, el juramento puede ser exigido al deudor de mala fe que sostiene haber pagado su deuda y ante el cual no existe evidencia de lo contrario, del mismo modo que al acreedor que niega haber sido pagado y cuyo recibo se ha perdido. En estos dos casos, el juramento es una execración, por la cual el que lo presta es entregado a la infamia si su aserto es falso.

Los mismos principios se aplican al juramento exigido de los funcionarios públicos al asumir funciones juramento que es preciso no confundir con el juramento político u homenaje feudal, aunque por su alcance no parecen diferir mucho.

El juez, el administrador, el funcionario ministerial, los agentes de la fuerza pública e, incluso, el guarda jurado, prestan juramento. Ello significa no solamente que prometen cumplir con honor y probidad sus funciones, lo que es natural y no exige más juramento que la obligación del inquilino de pagar su alquiler; ello significa también que estos funcionarios, no debiendo mostrar ningún género de preferencias personales, quedan a cubierto de todo odio o resentimiento como consecuencia de funciones de su ministerio. Aquel que, oficiosamente, por un interés personal, denuncia un delito, se hace odioso en ocasiones; pero el funcionario jurado, cuyo mandato consiste en velar por la ejecución de la ley y en llevar a los infractores ante los tribunales, es honorable. A menos que abuse de su poder para atormentar a los inocentes, no suscita resentimientos. ¿De dónde proviene esta diferencia? Del juramento.

Después de lo dicho es fácil de ver que el juramento de los funcionarios públicos, del mismo modo que el de los desposados, testigos, árbitros, etc., no puede ser transferido al soberano. El funcionario, en lo que concierne al ejercicio de sus funciones, jura sobre su conciencia, pero nada más. Hacerle, prestar juramento al príncipe, incluso a la nación, es suponer que su deber está subordinado a un orden superior; que la justicia no es su ley suprema, sino la razón de Estado: lo que entra ya en la política maquiavélico y mazziniana y altera la naturaleza del juramento.

Entendida esta premisa, podemos hacernos una clara idea del juramento hecho al príncipe, de su alcance, y de los casos en que puede ser exigido.

El juramento político es también un contrato de fidelidad, por tanto unilateral, cuyo objeto es unir al ciudadano que lo presta al príncipe que lo recibe por una consagración personal, superior a cualquier otra consideración de hecho y de derecho: siendo el propio príncipe a los ojos de quien le rinde homenaje el derecho personificado, o mejor aún, la fuente misma del derecho.

En una monarquía absoluta, en una democracia idealista y unitaria, donde la razón de Estado es algo superior al derecho, es natural que el juramento sea exigido y que, además, sea prestado ante el hombre o la asamblea que representa la autoridad pública, la razón de Estado. En el antiguo régimen, por ejemplo, el gobierno era personal, autocrático, y de ello testimoniaba suficientemente la indivisión del poder. El sistema político se encarnaba en el príncipe, emperador o rey, el cual, al morir, era reemplazado electiva o hereditariamente, pero fuera del cual, sólo existía el vacío. Suponer que el funcionario o el soldado, que el ciudadano, hubiera podido decir a ese hombre «Yo no os conozco»; he ahí el Estado derribado, la sociedad disuelta. Es indudable que todos los que formaban la sociedad no prestaban juramento: ¿es que los hijos prestan juramento a sus padres? Pero todos debían hacerlo, y el día en que el soberano llamaba a alguno de ellos para conferirles dignidades, la deuda adquiría carácter obligatorio a los ojos de aquellos elegidos.

En una república federativo donde la autoridad está subordinada, el gobierno es impersonal, y el Estado se funda sobre un contrato, las cosas no pueden ya ocurrir del mismo modo. El juramento no puede ya prestarse o no importa quien. De cualquier modo, ya no al príncipe: el príncipe, en los casos en que exista, el presidente, el mandatario, o quienquiera que se os ocurra, es un funcionario inferiorizado; ni siquiera se prestará a la propia nación o a la asamblea de la nación, puesto que la nación sólo existe en virtud del pacto y se compone de Estados independientes, iguales en dignidad, que han establecido entre ellos un contrato de garantía mutua, contrato sinalagmático y conmutativo que excluye toda idea de juramento.

Acaso se me objetará que los fundadores de la libertad helvético se vincularon por juramento en la llanura de Grutli, y que más de una vez, en sus guerras nacionales, los suizos lo renovaron. Pero, aparte de que no hay que ver en ese pacto inicial otra cosa que una forma verbal, solemne y apasionada de compromiso sinalagmático, ¿no puede asimismo afirmarse que el juramento de Grutli fuera, como todos los juramentos prestados en casos similares, una suerte de de ab-juracion o de execración, por el cual los confederados se declaraban a sí mismos libres de todo homenaje, formando entre ellos una sociedad política de nuevo tipo, fundada sobre el contrato libre? Aquí, el juramento significa el solemne adiós al antropomorfismo político; es el rechazo del juramento. jamás han aparecido los suizos más sublimes a nuestros ojos que al renovar, de siglo en siglo, esta abjuración de sus antepasados.

De las consideraciones que anteceden concluyo que el juramento político es esencialmente contrario al espíritu republicano en general, pero, sobre todo, al espíritu federativo. Confieso que en 1848 me sentí vivamente sorprendido ante el modo en que fue abolida, en nombre de la república, la formalidad del juramento. Esta abrogación estaba mal fundada; contenía un no sé qué indecente, poco sincero e injurioso a la nación y a la república. Parecía con ello significarse que desde el 89 todos los juramentos habían sido perjurios, que era inútil imponerle, que no era posible fiarse de nadie, que ni la propia república podía confiar en la fidelidad de sus constituyentes. Y como si bajo otra forma hubiera querido continuarse esta tradición de perjurio, se gritaba con acusado énfasis: ¡Viva la república! ¡Suprimamos este grito a la vez que el juramento!... Observad que, por una inconsecuencia, que fue claramente constatada, ese mismo juramento, abolido para todo el mundo, era exigido, excepcionalmente al presidente de la república. Lo cierto es que la prestación del juramento es un contrasentido en una república; desgraciadamente había aquí algo que falseaba el principio y convertía a todos en hipócritas. La república, al ser unitaria, al rechazar, bajo la divisa de Derecho al trabajo, a la federación industrial, soportando con impaciencia la marea democrática, admitiendo principios anteriores y superiores que no se definían y abrían la puerta al idealismo, no fundamentaba el derecho de considerarse vinculados por la única virtud del contrato, y ante la abrogación prematura del juramento la conciencia nacional protestaba por medio del grito redoblado de: ¡Viva la república!

En la monarquía constitucional, sistema híbrido y equívoco, fundado al mismo tiempo sobre la autoridad y sobre el contrato, el juramento de fidelidad al príncipe es exigido por parte de los funcionarios y de los representantes; pero es, a la vez, exigido del príncipe, a su advenimiento, el juramento de fidelidad exigido a la Constitución. Ahí el poder está dividido en cuanto a las categorías ministeriales, pero la administración está centralizada; ahí el gobierno es impersonal, en el sentido de que toda disposición del rey debe ser confirmada por un ministro, pero se hace personal desde el momento en que es el rey quien elige a los ministros, y que es muy difícil que, en caso de necesidad, no halle uno dispuesto a firmar por él. Todo esto, cuando se examina de cerca, es bastante heteróclito, y la experiencia así lo ha probado. Pero en fin, esto es comprensible; después de todo, resulta más razonable que la monarquía absoluta, incluso hemos reconocido que de todas las fundaciones del empirismo, había resultado hasta el presente la más feliz. Por consiguiente, puede admitirse que en una sociedad en que la monarquía se reconoce como parte integrante del sistema político, en concurrencia con la soberanía del pueblo, el juramento puede ser exigido por la corona. Monarca y súbditos están vinculados recíprocamente, como lo estaba en la Edad Media, pero por medio de un pacto o juramento diferente del de aquélla. Es lo que los hombres del 89 expresaron con la fórmula: la nación, la ley, el rey.

Pero volvamos ahora a Mazzini y a su política.

Mazzini es el hombre de la unidad, lo que implica si no de un modo absoluto la monarquía constitucional, sí al menos la república unitaria, esencia pura de monarquía. En virtud de su principio, no solamente Mazzini podría exigir de sus adherentes el juramento de fidelidad a la república, una e indivisible, superior al derecho y a la libertad, y de la que ha hecho un ídolo; podría incluso prestarlo y hacerlo prestar a todo representante, individual o colectivo, de esa república, a Víctor Manuel, por ejemplo, del que podría decirse que se ha comprometido con él por juramento al ofrecerle su apoyo, a condición de que Víctor Manuel hiciera por su parte profesión de fe unitaria. Es poco más o menos de esta manera cómo los jacobinos de Robespierre prestaron, en 1804, juramento a Napoleón y posteriormente, en 1814, a Luis XVIII. Sólo por parte del republicano federalista, para quien el gobierno es exclusivamente el producto y la expresión de un contrato, cabe esperar en pura lógica y derecho, que se niegue a prestar juramento. El pacto federativo y el homenaje feudal o imperial están en flagrante contradicción.

A no mucho tardar tendremos en Francia elecciones. Naturalmente, M. Morin, jacobino, mazziniano y católico romano, admitirá, aunque sólo fuere por estas razones, que en virtud del principio de unidad que constituye el alma y la razón de Estado de su partido, los candidatos de la democracia pueden perfectamente prestar juramento al emperador. Para ello no es necesario sentir afecto por su persona o aprobar su política, como tampoco en otro tiempo el realista, al prestar juramento, estaba obligado a amar o estimar al rey; tampoco M Thiers, al entrar en el gobierno y prestar juramento,: tenía necesidad de convertirse en el alma atormentada de Luis Felipe. Es bastante, y hoy como ayer, que el príncipe sea la expresión del pensamiento general a que se une quien presta juramento.

Así, se puede inferir de la confesión de la democracia y del propio M. Fr. Morin, por una parte que en la Constitución francesa, realista, imperial o democrática, el título y la forma son secundarios, al ser una constitución fundada sobre un contrato, pero era el que entra más autoridad que libertad y que en consecuencia admite, en cierta medida, la personalidad del gobierno; por otra parte, habiendo sido nombrado Napoleón III por el sufragio universal representante de la nación y jefe del Estado, ha podido lógica y legalmente hacer obligatorio un juramento que nada le obliga a exigir: en este caso, no hay duda de que ningún buen demócrata pueda en conciencia acceder a prestarlo. Entre la oposición democrática y Napoleón III, no lo perdamos de vista, no hay más diferencia que entre Luis Felipe y Lafayette, Víctor Manuel y Garibaldi, La negativa al juramento, por la que se distinguieron los elegidos por la democracia en 1852, se dirigía a la persona del soberano, pero no afectaba a su dignidad. Ahora el juramento ya no es rechazado, lo que equivale a decir que la democracia, si bien critica la política imperial, reconoce en definitiva el derecho del emperador y la consanguinidad que los une. Mantiene, sí, su postura de oposición, pero esta oposición no es otra cosa que lo que en Inglaterra se llama eufemísticamente Oposición de Su Majestad.

Con el fin de que M. Morin comprenda mejor la importancia de esta cuestión, le haré observar que Mazzini, después de haber prestado juramento, posee, en el caso en que tuviera motivos de descontento con el príncipe, y siempre en virtud de su teoría, un medio para liberarse. Si la máxima del Estado no se respeta; si, por ejemplo, la unidad de Italia, objetivo de la democracia italiana, no se lleva a efecto; si Víctor Manuel se muestra incapaz o en mala disposición; si cede a las influencias extranjeras, Mazzini puede declarar al príncipe infiel a la razón de Estado, traidor a la unidad y a la patria y proclamarse, en consecuencia, desligado de su juramento. De esta misma manera, en la Edad Media, cuando un rey se hacía reo de algún atentado a la moral pública o doméstica, a los derechos de la nobleza o a la autoridad de la Iglesia, era excomulgado por el Soberano Pontífice y sus súbditos quedaban desligados de juramento. Pero esta teoría de la disolución del juramento, ya muy dudosa cuando la disolución se pronunciaba en nombre de la sociedad cristiana por el jefe de lo espiritual, y que levantó las más vivas reclamaciones contra los papas, resulta mucho más reprochable aún cuando la decisión a adoptar depende únicamente de la conciencia del individuo. En este caso se trata de una simple aplicación de la máxima jesuítica: jura, perjura, etc. Pues, en fin, prestar juramento bajo reserva, hacerse juez del caso en que deberá mantenerse el juramento y de aquél en que no lo será, o incluso tratar un acto tan grave como simple formalidad, significa, en principio, desconocer la esencia de juramento; en general equivale a negar el derecho del príncipe, saludado en primer lugar como parte integrante de la Constitución; equivale, en una palabra y sin necesidad de ello, a perjurar.

¿Admite M. Morin esta teoría del perjurio? ¿Considera, de igual modo que buen número de demócratas, que sea posible, con la conciencia limpia, y después de haber prestado juramento de fidelidad al jefe del Estado, considerarse desvinculado tan pronto como estime que el citado jefe ha faltado, por su política personal a las condiciones del pacto formado entre él y el pueblo?

Eso no es todo: desvinculado de su juramento hacia Víctor Manuel, Mazzini pueda conspirar contra el rey, destronarle, pues Víctor Manuel, declarado traidor a la unidad, ya no sería el representante de la Italia. una e indivisible; es Mazzini y todos aquellos que como Mazzini están juramentados por la unidad y la nacionalidad, quienes han condenado la política de expectativa de Víctor Manuel. Del mismo modo que la teoría del perjurio, la del regicidio se desprende de la teoría de la excomunión; es una copia de la misma. En todo esto, Mazzini y los jacobinos no hacen sino imitar a los papas.

He preguntado a todos los italianos conocidos míos sí consideraban a Mazzini hombre capaz de aplicar en la práctica las consecuencias de su teoría. Todos han contestado afirmativamente; que eso precisamente constituía el carácter, la moralidad y la fuerza política de Mazzini, y que ése era el sentido de las palabras finales de adiós, dirigidas al rey de Italia, a guisa de despedida: ¡Conspiraremos! Puede ser, aunque me guardaré de afirmarlo, puede ser, digo, que la conspiración y el asesinato político sean concebidos si tienen como fin salvar la justicia, superior a toda razón de Estado y a la patria misma. Pero, sin contar que esas prácticas de la razón de Estado repugnan a la justicia, sabemos que la justicia, por sí misma, no es la máxima de Mazzini; que tampoco era la de Orsini, ni la del desconocido asesino de Rossi.

¿Piensa M. Morin, junto con sus colegas, que- lo que apenas se podría justificar por la necesidad de salvar la justicia, el mayor bien de la humanidad, pueda legitimarse en consideración a un sistema, tal como el de la unidad mazziniania, por ejemplo?

Observemos que el republicano fe no por qué atormentarle con esos espantosos casos de conciencia. Para él, siendo el sistema político exclusivamente contractual y la autoridad subordinada a la libertad; siendo el magistrado un ser impersonal en tanto que funcionario y como hombre legal de todos los conciudadanos, no necesita prestar juramento a nadie; al hacerlo faltaría a la federación, a su derecho y a su deber, al jurar se haría reo de complicidad en la destrucción de las libertades públicas. Y si las circunstancias exigieran la renuncia a la federación, entonces el republicano federal se abstendría de toda participación en la vida política, devorando su amargura y ocultando sus esperanzas; o bien, en caso de considerar su concurso necesario a la patria, respetaría su juramento.

Ultima consecuencia del juramento político y de su corolario es la razón de Estado. Siendo soberana la razón de Estado, no es sólo contra un príncipe, un ministro, un escritor, declarado infiel, como un ciudadano virtuoso como Mazzini puede hallarse investido de una dictadura vengadora; sino también contra los pueblos y las provincias, contra una población entera. En lo que toca a Italia, tal como Mazzini ha decidido que sería, la unidad corresponde a la nacionalidad. Ahora bien, la nacionalidad se halla por encima de la nación, como la idea se halla por encima de su propia realización. Por consiguiente, igual que el dictador romano, padre de la patria, el cual, sólo frente a su ejército culpable, tenía el derecho de diezmarlo como perjuro, y lo diezmaba de hecho; del mismo modo que los jacobinos en el 93, sostenidos por el pueblo de París y por las sociedades patrióticas de una docena de departamentos se reservaron, en virtud de su propia interpretación de la revolución, de arremeter contra la masa de la nación que se les manifestaba contraria; de igual modo, Mazzini tendría el derecho de tratar como rebeldes a todos aquellos, aunque se tratase de veinticinco millones, que se opusieran a la política de unidad y faltasen al misterioso pactó jurado entre ellos y Víctor Manuel; en virtud de ese pacto podría exterminar como a malhechores a los partidarios de la federación, así como incendiar las ciudades, devastar los campos, diezmar, depurar, sancionar a todo un pueblo, culpable, según Mazzini, de lesa majestad hacia él mismo. ¿No es esto lo que hacen ya los piamonteses desde hace dos años en Nápoles, en Calabria, en todas partes donde la autoridad de Víctor Manuel se ve resistida?

¿Tiene algo que objetar M. Morin a esta deducción de la política mazziniana? Que medite bien su respuesta. No he tratado de sorprenderle,, y por esta razón, no enmascaro ni suavizo las cuestiones sobre las que le he interpelado. Pero que no ha inducido a error: esta política unitaria que atribuyo a Mazzini, política de razón de Estado, de juramento y perjurio, no difiere en absoluto de la de los jacobinos del 93, proscribiendo en nombre del pueblo francés a la inmensa mayoría de ese mismo pueblo; es la misma seguida por el patriciado romano, arrogándose derecho de vida y muerte tanto sobre la milicia ciudadana como sobre sus hijos y esclavos, y delegando luego posteriormente ese derecho al cónsul; la de Moisés, haciendo- masacrar a los israelitas idólatras en el desierto; la de la inquisición romana y española, enviando al verdugo a todo individuo culpable o solamente sospechoso de herejía; de Fernando e Isabel, expulsando de sus hogares a moros y judíos; de Catalina de Médicis al perpetuar la noche de San Bartolomé; la de la Santa Liga y la de los jesuitas, haciendo asesinar, por turno, a Guillermo el Taciturno, Enrique III, Enrique IV, etc. Es en resumen la política de toda teocracia, de todo absolutismo y de toda demagogia. Sólo el sistema federativo fundado sobre el libre contrato, al hacer por consiguiente de la justicia pura su máxima soberana, se presenta como opuesta a esa política de incendio y de masacre.

La esclavitud y el proletariado

Lo que ocurre del otro lado del Atlántico, a tres mil leguas de distancia de las regiones sobre las cuáles planea la idea mazziniana, es una prueba clamorosa de la verdad de que fuera del federalismo la política, no importa cuál sea la virtud y moderación de los jefes de Estado, tiende a degenerar en tiranía, expoliación y exterminio.

Después de medio siglo de existencia, la república de los Estados Unidos pasaba por modelo de sociedades y de forma de gobierno. Se desplegaba en ellos una libertad incomparable rodeada de inusitada prosperidad. Pero esta república, de formas federalistas, se hallaba infectada de vicios profundos. La fiebre de la explotación, importada de Europa con la religión y con las leyes, el orgullo de la sangre y de la riqueza, habían desarrollado hasta extremos espantosos el principio de la desigualdad y la distinción de clases, y hacía inevitable el retorno al gobierno unitario.

Tres categorías de personas componían la sociedad americana: los trabajadores negros, esclavos; los trabajadores blancos, cada día más hundidos en el proletariado; la aristocracia territorial, capitalista e industrial. La esclavitud y el proletariado eran incompatibles con las costumbres republicanas, y por ello, los Estados del Sur, bien que proclamándose demócratas por excelencia, concibieron los primeros la idea de centralizar los Estados Unidos y de dominar la Confederación. Querían, a la vez, desarrollar en toda la superficie de la república su institución particular, a saber, la esclavitud de los negros. Rechazados por los del Norte, en gran mayoría, que se a tenían con preferencia a la denominación de republicanos; afectados ellos mismos en sus intereses locales por aquella mayoría que, pretendía utilizar a su vez el poder y hablar en nombre de toda la Unión, proceden a romper el pacto federal y se constituyen en democracia esclavista, presuntamente unitaria.

Para salvar a la Unión se hubiera necesitado, haciendo intervenir un común acuerdo y una voluntad enérgica, dos cosas: 1º, Emancipar a los negros y conferirles derechos ciudadanos, lo que los Estados del Norte aplicaban sólo a medias y los del Sur rechazaban decididamente; 2º, Combatir enérgicamente el aumento del proletariado, lo que no entraba en los cálculos de nadie. Amenazada en el Sur y en el Norte por la servidumbre negra y por el proletariado blanco, la Confederación estaba en peligro: la obstinación de las dos partes hacía imposible todo remedio. En efecto, era previsible que si las cosas eran abandonadas a sí mismas, si la clase propietaria del Norte y la aristocrática del Sur permanecían homogéneas, ocupadas sólo de explotar sus respectivas propiedades, sin hacer lo más mínimo por sus trabajadores asalariados o esclavizados, ni preocuparse por el momento en que las poblaciones se unirían, la multitud democrática del Sur se infiltraría en la masa republicana del Norte, a la vez que ésta se desbordaría sobre aquélla. En esta situación, la mezcla de trabajadores negros y blancos hubiera llevado a un entendimiento entre ellos, la clase de los explotadores no habría podido, para garantizar sus intereses contra la rebelión servil y proletaria, otra cosa que transformar la Confederación en Estado unitario, con fuerzas policiales y gendarmería, ejército permanente y numeroso, administración centralizada, etc., si no querían exponerse a ver a sus esclavos y proletarios marchar contra ella y nombrar, de acuerdo con el ejemplo de Haití y de México, un emperador. Si, por el contrario, la diferencia de razas explotadas y sí la divergencia de los hábitos contraídos por los explotadores y la contradicción de sus intereses hacía inevitable la separación, hasta el punto de que ninguna fuerza pudiera impedirla, la suerte del Norte iba a verse gravemente comprometida desde el triple punto de vista político, económico y estratégico, y era entonces previsible que la mayoría republicana, en un momento determinado, solicitaría la alianza con la minoría esclavista, en las condiciones exigidas por esta misma. De cualquier modo, la Confederación iba a morir.

En esta situación, fue el Sur quien tomó la iniciativa, proclamando su independencia: ¿cuál fue la conducta del Norte? Celoso por conservar la supremacía y habida cuenta de que el territorio de los Estados Unidos, según su criterio, no representaba sino una única nación, empezó por tratar a los separatistas como rebeldes; luego, para quitar todo pretexto a la escisión, se decide transportar fuera de la república, por medio de indemnización a los propietarios, a todos los esclavos, concediendo empero autorización para permanecer a cuantos de entre aquéllos lo solicitaran, pero en una condición inferior, semejante a la de los parias hindúes. Así, al mismo tiempo que se declara rebeldes a los confederados del Sur, los cuales, para salvar su explotación particular piden salir de una Confederación inviable, se decreta autoritariamente, se legaliza, se hace irrevocable la separación política y social de los hombres de color: ¡Una nueva manera de aplicar el principio de nacionalidad! Tal es el proyecto Lincoln. Está claro que si el proyecto se lleva a cabo, la servidumbre negra no hará otra cosa que cambiar de forma; que gran número de negros, indispensables para el cultivo de las zonas tórridas, serán retenidos en los Estados que habitan; que la sociedad americana no será por ello más homogénea y que, por otra parte, el deseo de impedir en lo sucesivo cualquier tentativa de separación de los Estados del Sur hará franquear un paso más hacia la centralización, de manera que la constitución geográfica, viniendo en este caso en apoyo de la constitución social, la república federativo de los Estados Unidos no habrá hecho, de la mano de la solución Lincoln sino encaminarse más rápidamente hacia el sistema unitario.

Ahora bien, la democracia que entre nosotros sostiene la unidad italiana, sostiene de igual modo, tomando pretexto la abolición de los esclavos, la unidad americana; pero para testimoniar de manera más evidente que a sus ojos esas dos unidades no son otra cosa que dos expresiones burguesas, casi monárquicas, cuyo objeto es consolidar la explotación humana, aplaude a la conversión de la esclavitud de los negros en proletariado, propuesta por M. Lincoln. ¡Unid esto a la proscripción que desde 1848 ha hecho del socialismo y tendréis el secreto de esta filantropía democrática que no soporta la esclavitud!..., pero que se acomoda maravillosamente a la más insolente explotación; entonces tendréis el secreto de todas esas unidades cuyo móvil es quebrantar, por la centralización administrativa, cualquier fuerza de resistencia de las masas; tendréis ante vosotros la prueba de que lo que gobierna la política de los sedicentes republicanos y demócratas en América no es la justicia, no es el espíritu de libertad e igualdad, no es incluso un ideal, sino el más puro egoísmo, la más cínica de las razones de Estado.

Si en estas discusiones sobre la cuestión americana la prensa democrática hubiera aportado tanto discernimiento como celo; si en lugar de empujar al Norte contra el Sur y de gritar: ¡Mata! ¡Mata! hubiera buscado los medios de conciliación, se habría puesto en condiciones de ofrecer sabios consejos y nobles ejemplos a las partes beligerantes. Habría podido decirles:

«En el seno de una república federativo, el proletariado y la esclavitud aparecen igualmente inadmisibles; la tendencia correcta debe encaminarse a su abolición».

«En 1848, la Confederación helvético, después de haber insuflado en su nueva constitución el principio de igualdad ante la ley y después de abolir todos ..os antiguos privilegios de burguesía y dé familia no vaciló, en virtud de ese nuevo principio, en conferir a los heimathlosen (apátridas) la cualidad y derechos de los ciudadanos. ¿Puede la Confederación americana, sin faltar a su principio y sin retrogradar, negar a los hombres de color, ya emancipados, que pululan por su territorio, las mismas ventajas que Suiza acuerda a sus heimathlosen? En lugar de rechazar a esos hombres y de abrumarlos con injurias, ¿no es justo que los anglosajones, los del Norte tanto como los del Sur los reciban en su comunión y saluden en ellos a conciudadanos, a iguales y a hermanos? Ahora bien, la consecuencia de esta medida será la de admitir en la isonomía, junto a los hombres libres, a los negros mantenidos hasta el momento en la servidumbre.

«En 1860, el zar Alejandro 11 de Rusia, después de haber liberado a los campesinos de sus Estados, un número superior a los veinticinco millones de almas y de haberlos incitado al disfrute de los derechos civiles y políticos tal como los entendía el gobierno de su imperio, les otorgó en propiedad las tierras en las cuales previamente eran sólo siervos, reservándose, como le fuera dado, la tarea de indemnizar a los nobles desposeídos. ¿Hará menos la Confederación americana por sus negros emancipados que hizo el zar Alejandro, un autócrata, por sus campesinos? ¿No será también justo que les confiera la tierra y su propiedad, a fin de que puedan eludir una servidumbre peor que aquella en que ahora se hallan?

«La Confederación americana está llamada, por el encadenamiento de las ideas que la animan, y por la fatalidad de la situación, a hacer algo más aún: debe, so pena de sufrir recriminaciones por parte de los Estados del Sur, atacar en sus fuentes el problema del proletariado blanco, posesionando a los asalariados y organizando, junto a las necesarias garantías políticas, un sistema de garantías económicas. Es al Norte a quien en este caso corresponde tomar la iniciativa de esta reforma, y arrastrar al Sur, más por la fuerza del ejemplo que por la de las armas.

«Aparte de lo dicho, el ataque del Norte contra el Sur, hipócrita e impío, sólo puede desembocar en la ruina de. todos los Estados y en la destrucción de la república».

Cuando menos, M. Lincoln, obligado a contar con el espíritu aristocrático y las repugnancias morales de la raza anglosajona, es hasta cierto punto excusable, y la sinceridad de las intenciones debe hacer perdonar a su singular filantropía. Pero en cuanto a los franceses, hombres formados en la escuela de Voltaire, de Rousseau y de la revolución, en quienes el sentimiento igualitario debe ser innato, ¿cómo no han llegado a percibir que la intimidación del Norte implicaría todas esas consecuencias? ¿Cómo pueden contentarse con la aparente emancipación de Lincoln? ¿Cómo tienen el valor de aplaudir el llamamiento de los esclavos a la rebelión, llamamiento que por parte del Norte, situado entre la espada y la pared, no es otra cosa que un medio de destrucción, que reprueban por igual el derecho de la guerra y el derecho de gentes?... ¿Dónde está la excusa de los sedicentes liberales? ¿Acaso no dejan traslucir claramente que el sentimiento que los anima no es el amor por la humanidad, sino un frío cálculo de fariseo economista, que se dice a sí mismo luego de haber comparado las tasas de ganancia: es ciertamente más ventajoso para el capitalista y el jefe de industria; para la propiedad y el Estado, cuyos intereses son aquí solidarios, emplear trabajadores libres que deberán vivir de su propio salario, en vez de trabajadores esclavos, sin preocupación por su subsistencia, creando más problemas que los asalariados y ofreciendo proporcionalmente menos beneficios?

Una vez establecidos estos hechos, analogías y consideraciones, he aquí las cuestiones que planteo a M. Morin.

El principio federativo aparece aquí íntimamente relacionado con los de la igualdad social de las razas y del equilibrio de las fortunas. El problema político, el económico y el de razas constituyen un mismo y único problema, que se trata de resolver por la misma teoría y por la misma jurisprudencia.

Notad, en lo que respecta a los trabajadores negros, que la fisiología y la etnografía los reconoce como pertenecientes a la misma especie que los blancos; que la religión los declara, igual que los blancos, hijos de Dios y de la Iglesia, redimidos por la sangre del mismo Cristo y, por consiguiente, hermanos espirituales de aquéllos; que la psicología no advierte ninguna diferencia de constitución entre la conciencia del negro y la del blanco, lo que ocurre asimismo con el entendimiento de éste y el de aquél; en fin, aparece probado por una experiencia cotidiana, que con la educación y, si necesario, con el cruce de razas, la raza negra pueda ofrecer arquetipos tan notables por el talento, la moralidad y la industria como la blanca, y que en más de una ocasión ha sido para ella un inestimable socorro en la inyección de vitalidad y juventud.

Por lo que antecede, pregunto a M. Morin:

Si los americanos, después, de haber trasladado por la fuerza a los negros desde África a su país para esclavizarles en tierras americanas, tienen hoy derecho a expulsarles, cuando ya no les interesan;

Si esta deportación, que no hace sino renovar en sentido inverso el hecho odioso del primer secuestro de los negros, no constituye, por parte de los sedicentes abolicionistas, un crimen similar al de los negreros;

Si, tras un siglo de esclavitud, los negros no han adquirido derecho de asentimiento en tierra americana y de uso de la misma;

Si les sería dado a los propietarios franceses decir a sus compatriotas proletarios, a todos cuantos no poseen ni capital ni fondos y que subsisten mediante el alquiler de sus brazos: «La tierra es nuestra; no poseéis un solo palmo de ella, y no necesitamos vuestros servicios: marchaos»; y si esto bastaría para que los emplazados se marchasen, en efecto;

Si el negro, tan libre como el blanco, tanto por la naturaleza como por su dignidad de hombre, puede, al recobrar la posesión de su persona, momentáneamente perdida, ser excluido del derecho de ciudadanía;

Si tal derecho no le corresponde tanto por su emancipación reciente cuanto por el hecho de su anterior residencia;

Si la condición de paria que el proyecto Lincoln reservaría al negro no sería más oneroso, para esta raza minoritaria, que la propia servidumbre;

Si esta emancipación irrisoria no significa una vergüenza para el Norte, y no otorga ventaja moral a la reivindicación del Sur;

Si federales y confederales, combatiendo exclusivamente por un tipo determinado de servidumbre, no deben ser declarados, ex aequo, blasfemadores y renegados del principio federativo y sometidos a un tribunal de las naciones;

Si la Prensa de Europa, que, por sus incitaciones, su unitarismo y sus tendencias anti-igualitarias se ha hecho cómplice de ambos bandos, no merece asimismo, a su vez, ser flagelada por la opinión;

Y ahora, generalizando mi pensamiento, pregunto a M. Morin si cree que la desigualdad de las facultades entre los hombres sea tal que pueda legitimar una desigualdad en cuanto a prerrogativas;

Si la desigualdad de las fortunas, a la que la desigualdad de las facultades sirve de pretexto y que crea en la sociedad tan temibles antagonismos, no es, con mucho, más obra del privilegio, la astucia y el azar, que de la propia Naturaleza;

Si, en consecuencia, no es primer deber de los Estados reparar, por medio de instituciones de la mutualidad y de un vasto sistema de enseñanza, las injurias del nacimiento y los accidentes de la vida social;

Si no le parece, por tanto, que el principio de igualdad ante la ley no deba tener como corolario, 1º, el principio de la igualdad de razas; 2º, el principio de la igualdad de condiciones; 3º, el de la igualdad cada día más acentuada de las fortunas;

Si, después de lo que ocurre ante nuestros ojos le parece que esos principios, negación de todo privilegio político, económico y social, de toda distinción de personas y de razas, de todo trato de favor, de toda preeminencia de clase, puedan aplicarse y garantizarse seriamente bajo otro gobierno que no sea el gobierno federativo;

Si, por fin, de acuerdo con lo que la lógica, la historia y los hechos contemporáneos permiten inferir, no existe decididamente incompatibilidad entre el derecho y el destino del género humano y las prácticas y aspiraciones del sistema unitario.

Inmoralidad y servidumbre, he ahí lo que, por mi parte, descubro en el fondo de esa política unitaria defendida por Mazzini y por los jacobinos; que será mañana la del presidente Lincoln, si una aspiración mejor no llega a iluminarle y a disuadirle, a él y a sus compatriotas, de sus funestas e implacables prevenciones.

Conclusión

El pueblo francés, falto de una idea, se desmoraliza. Le falta la comprensión de la época y de su propia situación: sólo ha conservado el orgullo de una iniciativa cuyo principio y finalidad escapan a su control. Ninguno de los sistemas políticos ensayados ha respondido plenamente a su esperanza, y no es capaz de imaginar otros.

La legitimidad apenas suscita en las masas un sentimiento de piedad, ni la realeza de julio, un pesar. ¿Qué importa que por fin, las dos dinastías, reconciliadas, se fusionen o dejen de hacerlo? Ambos no tienen, ni pueden tener, sino una sola y misma significación, la monarquía constitucional. Ahora bien, ya conocemos a esta monarquía constitucional; la hemos visto en, acción y tenemos elementos de juicio para juzgarla: edificio de transición que hubiera podido durar un siglo y del que cabía esperar más pero que se ha destruido en el curso de su propia construcción. La monarquía constitucional está acabada: la prueba es que carecernos de lo que se precisaría para reconstruirla y. que si, aun admitiendo lo imposible, consiguiéramos rehacerla, se derrumbaría de nuevo, víctima de su propia impotencia.

La monarquía constitucional es, en efecto, el reino de la burguesía, el gobierno del Tercer Estado. Pero ya no hay burguesía, ni siquiera elementos para formar una. En el fondo, la burguesía era una creación feudal, ni más ni menos que el clero y la nobleza. Carecía de significación, y sólo le era dado recobrar una por la presencia de las dos, primeras órdenes, la nobleza y el clero. Del mismo modo que sus mayores, la burguesía fue herida en el 89; el establecimiento de la monarquía constitucional ha constituido el acto de su común transformación. En lugar de esa burguesía monárquica, parlamentaria y censataria, que absorbió por un momento a las dos órdenes superiores y brilló fugazmente sobre sus ruinas, tenernos hoy la igualdad democrática y su manifestación legítima, el sufragio universal. ¡Intentad con estos elementos rehacer la burguesía!...

Añadamos que la monarquía constitucional, si volviera a instaurarse, sucumbiría en el empeño de esta hora. ¿Sería capaz de redimiese? ¿Cómo? ¿Procedería a reducir los impuestos? Pero el incremento de los impuestos está en la esencia misma del gobierno unitario, y nos encontraríamos además, como gasto extraordinario, con las facturas de la reinstalación del sistema. ¿Procedería aquélla a disminuir el ejército? Si lo hacía ¿qué fuerza podría oponer a la democracia?... ¿Intentaría una liquidación? Pero hay que tener en cuenta que volvería precisamente para evitarla. ¿Devolvería al país la libertad de Prensa, la de asociación y reunión? ¡No, y mil veces no! La forma en que la prensa burguesa ha utilizado desde hace diez años el privilegio de publicación que le acordé el Imperio, prueba por sí sola que el amor por la libertad y por la verdad no está en su esencia, y que el régimen de represión, organizado desde 1835 contra la democracia social y desarrollado en 1848 y 1852, se impondría a ella con la violencia de una fatalidad. Una vez restaurada, ¿intentaría la monarquía constitucional, como se hizo en 1849, restringir el derecho al sufragio? En caso afirmativo, ello significaría una declaración de guerra a la plebe, y en consecuencia, el preludio de una revolución. En caso negativo, febrero de 1848 predice su destino y antes o después sucumbiría al mismo: una nueva revolución. Reflexionad un instante y comprenderéis que la monarquía constitucional, situada entre dos fatalidades revolucionarías, pertenece ya a la historia y que su restauración en Francia representaría una anomalía.

El Imperio existe, afirmado con la autoridad de la posesión y de la masa. Pero ¿quién no ve que el Imperio, que ha conocido en 1852 su tercera transformación, se halla a su vez erosionado por la fuerza desconocida que modifica incesantemente todas las cosas y que empuja a las instituciones y a las sociedades hacia fines que desbordan con mucho las previsiones de los hombres? El Imperio, en la medida que lo permite su naturaleza tiende a aproximarse a formas contractuales. Napoleón I, al volver de la isla de Elba, se ve obligado a jurar los principios de 89 y a modificar en sentido parlamentario el sistema imperial; Napoleón III ha modificado ya más de una vez, en el mismo sentido, la Constitución de 1852. Sin dejar de contener a la Prensa, le deja más libertad que le permitió su predecesor imperial; sin dejar de moderar a la tribuna, como si no le cansaran las arengas del Cuerpo legislativo, invita a hablar al Senado. ¿Qué significan esas concesiones, sino que, encima de las ideas monárquicas y napoleónicas planea en el país una idea primordial, a idea de un pacto libre, dispensado, adivinad por quién, oh príncipes? ¡Por la libertad!... En el dilatado curso de la historia, todos los Estados se nos aparecen como transiciones más o menos brillantes: el Imperio también es un transición. Puedo decirlo sin ofensa: el Imperio de los Napoleones está en plena metamorfosis.

Nos queda una idea inexplorado, afirmada súbitamente por Napoleón III, del mismo modo que, ce cano el fin del reino de Tiberio, el misterio de 1 redención fue afirmado por el sumo sacerdote Jerusalén: tal idea es la federación.

Hasta el momento, el federalismo sólo había despertado en las conciencias ideas de disgregación estaba reservado a nuestra época concebirlo como sistema político.

  1. Los grupos que componen la Confederación lo que en otros sitios se llama Estado, son ellos mismos Estados, que gobiernan, juzgan y aplican la soberanía de acuerdo con sus propias leyes;

  2. La Confederación tiene como fin unirlos e un pacto de garantía mutua;

  3. En cada uno de los Estados confederados el gobierno está organizado de acuerdo con el principio de la separación de poderes: la base del sistema reside en la igualdad ante la ley y en el sufragio universal.

He ahí todo el sistema. En la Confederación, las unidades que forman el cuerpo político no son individuos, ciudadanos o súbditos, sino grupos, dados a priori por la naturaleza, y cuyo volumen medio no sobrepasa al de una población reunida sobre un territorio de algunos centenares de leguas cuadradas. Estos grupos constituyen por sí mismos pequeños Estados, organizados democráticamente bajo la protección federal, y cuyas unidades son los jefes de familia o, lo que es igual, los ciudadanos.

Sólo la federación, constituida de acuerdo con este modelo puede resolver el problema del acuerdo entre la libertad y la autoridad, dando a cada una de ellas su justa medida, su verdadera competencia y toda su iniciativa. En consecuencia, sólo ella es capaz de garantizar, con el respeto inviolable del ciudadano y del Esta do, el orden, la justicia, la estabilidad, la paz.

En primer lugar, el poder federal, que es aquí poder central, órgano de la gran colectividad, ya no puede absorber las libertades individuales, corporativas y locales que son anteriores a él, puesto que le han dado nacimiento y sólo ellas le sostienen; y que, además, dada la constitución que le han otorgado y en vista de ésta, la otorgada por ellas a sí mismas, son superiores al poder federal. Sentadas estas premisas, desaparece todo riesgo de involución: la agitación política no puede ya sino abocar a una renovación de las personas, nunca a un cambio del sistema. Podéis entonces hacer libre a la prensa, a la tribuna, a la asociación, a las reuniones; podéis suprimir toda policía política: el Estado no tiene por qué desconfiar de sus ciudadanos, ni éstos del Estado. En éste, la usurpación es imposible; en aquéllos la insurrección impotente y sin objeto. El Derecho es el pivote de todos los intereses y se convierte él mismo en razón de Estado; la verdad es la esencia de la prensa y el pan cotidiano de la opinión.

Nada cabría temer por parte de la propaganda religiosa, de la agitación clerical, de las repulsiones del misticismo, del contagio de las sectas. Que las Iglesias sean libres, del mismo modo que las opiniones y la fe el pacto les garantiza la libertad, sin temor a las consecuencias de la misma. La Confederación las envuelve y la libertad las equilibra: aun suponiendo que los ciudadanos se vieran unidos por la misma creencia, animados por un mismo ardor, su fe jamás se podría volver contra su derecho, ni su fervor prevalecer contra su voluntad. Suponed a Francia federalizada: toda la recrudescencia católica que observamos en nuestros días amaina sin remedio. Es más, cabe prever que, invadida la Iglesia por el espíritu de la revolución, se ve obligada a contentarse con la libertad, y a confesar que no tiene nada mejor que ofrecer a los hombres.

Con la federación podéis impartir enseñanza superior a todo el pueblo y garantizaras contra la ignorancia de las masas, lo que resulta imposible, e incluso contradictorio, con el sistema unitario.

Sólo la federación puede procurar satisfacción a las necesidades y a los derechos de las clases laboriosas, resolver el problema del acuerdo entre el trabajo y el capital, el de la asociación, el del impuesto, el del crédito, la propiedad, el salario, etc. La experiencia ha demostrado que la ley de caridad, el precepto de beneficencia y todas las instituciones de la filantropía resultan aquí radicalmente impotentes. Queda, pues recurrir a la justicia, soberana en economía política tanto como en gobierno. Queda el contrato sinalagmático y conmutativo. Ahora bien, ¿qué nos exige, que nos dice la justicia, expresada en el contrato? Reemplazar el principio del monopolio por el de mutualidad en todos los casos en que se trate de garantía industrial, de crédito, de seguros, de servicio público: cosa fácil en régimen federativo, pero que repugna a los sistemas unitarios. Así, la reducción y la distribución equitativa del impuesto no pueden obtenerse bajo un poder altamente centralizado, puesto que para reducir e igualar el impuesto habría que empezar por descentralizarlo; con tal gobierno la deuda pública no se liquidará jamás, sino que aumentará siempre con mayor o menor celeridad, tanto bajo una monarquía burguesa como bajo una república unitaria; de igual modo, las exportaciones al exterior, que deberían aportar a la nación un suplemento de riqueza, quedan neutralizadas por la restricción del mercado interior ante la enormidad de los impuestos. Asimismo, los valores, precios y salarios jamás se regularizarán en un medio antagónico en que la especulación, el tráfico y la tienda, el banco y la usura prevalecen más cada vez sobre el trabajo; de igual modo, la asociación obrera seguirá siendo una utopía en tanto que el gobierno no comprenda que los servicios públicos no deben ser prestados por él mismo, ni convertidos en empresas privadas y anónimas, sino confiados por contrato v a precios ajustados a compañías de obreros solidarios responsables. No más intrusión del poder en el trabajo y en los negocios, no más estímulos artificiales al comercio y a la industria, no más subvenciones, no más concesiones ni préstamos; no más gratificaciones deshonrosas, ni acciones honorarias o industriales; no más especulación: ¿de qué sistema podéis esperar reformas semejantes, si no es del sistema federativo?

La federación otorga amplia satisfacción a las aspiraciones democráticas y a los sentimientos burgueses de conservación, dos elementos que se muestran por doquier irreconciliables: ¿y cómo ocurre esto? Precisamente por esa garantía político-económica, la expresión más elevada del federalismo. Francia devuelta a su ley, que es la propiedad mediana, que es la honesta mediocridad, el nivel cada día más equivalente de las fortunas, la igualdad; una Francia reintegrada a su genio y a sus costumbres, convertida en un haz de soberanías garantizadas unas por o tras, no tiene nada que temer ante el diluvio comunista ni ante las invasiones dinásticas. La multitud inconsciente, es importante en lo sucesivo par a destruir con su masa las libertades públicas, lo es asimismo para apoderarse de las propiedades o confiscarlas. Mejor aun, se convierten en la barrera más fuerte contra la feudalización de la tierra y de los capitales a la que tiende fatalmente todo poder unitario. Mientras que el ciudadano sólo estima la propiedad por el beneficio, el campesino cultivador la estima por sí misma: es por esta razón que la propiedad no es nunca tan completa ni está mejor garantizada que cuando, por medio de una división continua y bien ordenada, se aproxima a la igualdad, a la federación. No más burguesía, ni tampoco democracia adulterada; solamente ciudadanos, como exigíamos en 1848: ¿no es esto la última palabra de la revolución? ¿Dónde hallaríamos la realización de este ideal, si no es en el federalismo? Cierto que, e independientemente de lo que se haya dicho en el 89, no hay nada menos aristocrático ni menos antiguo que la federación; pero también es necesario confesar que no hay nada menos vulgar.

Bajo una autoridad federal, la política de un gran pueblo es tan simple como su propio destino. Crear un ámbito para la libertad, procurar a todos trabajo y bienestar, cultivar las inteligencias, fortificar las conciencias eso en cuanto a lo interior; hacia el exterior: dar ejemplo. Un pueblo confederado es un pueblo organizado para la paz. ¿Qué haría con los ejércitos? Todo el servicio militar se reduce a la gendarmería, a comisionados de estado mayor y encargados especiales a cuyo cargo estarían los almacenes de material y las fortalezas. Tampoco habría necesidad de alianza, ni de tratados comerciales: entre naciones libres basta con el derecho común. Libertad de intercambio, salvo las deducciones del fisco y en ciertos casos debatidos en consejo federal, de una tasa de compensación: esto en cuanto a los negocios; libertad de circulación y de resistencia, salvo el respetó debido a las leyes en cada país: esto en cuanto a las personas, en espera del advenimiento de ¡a comunidad de patrias.

Tal es la idea federalista y tal es su deducción. Añadid que la transición puede ser tan insensible como se pretenda. El despotismo es de construcción difícil y de conservación arriesgada; es siempre fácil, útil y legal volver a la libertad.

La nación francesa está perfectamente dispuesta para esta reforma. Acostumbrada de largo tiempo a perturbaciones de todo tipo y a pesadas cargas, es poco exigente; esperará diez años hasta la terminación del edificio, a condición de que éste levante un nuevo piso cada año. La tradición no es contraria a este cometido: quitad de la antigua monarquía la tradición de castas y los derechos feudales; Francia, con sus Estados provinciales, sus derechos consuetudinarios y sus burguesías, no es otra cosa que una vasta Confederación, con el rey como presidente federal. Es la lucha revolucionaria quien nos ha dado la centralización. Bajo este régimen, la Igualdad se ha mantenido, al menos en las costumbres; la libertad ha decrecido progresivamente. Desde el punto de vista geográfico, el país no ofrece menos facilidades: perfectamente agrupado y delimitado en su circunscripción general, dotado de una maravillosa aptitud para la unidad, extremo en exceso comprobado, conviene empero no menos felizmente a la federación por la independencia de sus valles, cuyas aguas se vierten en tres mares. A las provincias corresponde primeramente hacer oír su voz. París, convirtiéndose de capital en ciudad federal, no tiene nada que perder en esta transformación; hallaría, por el contrario, una nueva y más satisfactoria existencia. Me atrevo a decir que la absorción que ejerce sobre las provincias le congestiona: menos sobrecargado, menos apoplético, París sería más libre, ganaría y daría más al resto del país. Al asegurar la riqueza y la actividad de las provincias una exportación superior a la de todas las Américas, recobraría en negocios reales todo lo que perdería por disminución del parasitismo; la fortuna de sus habitantes y su seguridad dejaría de sufrir endémicas intermitencias.

No importa cual sea el poder encargado de los destinos de Francia, me atrevo a afirmar que no existe para él otra política a seguir, ninguna otra idea ni cauce de salvación. Que haga, pues, la señal de las federaciones europeas; que se constituya en aliado, jefe y modelo de las mismas, y su gloria se hará tanto más espléndida, cuanto que servirá para coronar todas las glorias.