Piotr Kropotkin
Expropiación
I
Se dice de Rothschild que, viendo su fortuna amenazada por la revolución de 1849, se le ocurrió la siguiente estratagema: “Estoy dispuesto a admitir”, dijo, “que mi fortuna ha sido acumulada a expensas de otros, pero si fuera dividida entre los millones de europeos mañana mismo, la parte que le pertenecería a cada uno sería solo de cinco chelines”.
Habiendo dado publicidad a su promesa, nuestro millonario procedió a pasear tranquilamente, como tenía costumbre, por las calles de Frankfurt. Tres o cuatro transeúntes le demandaron sus cinco chelines, que él desembolsó con una sonrisa sardónica. Su estratagema tuvo éxito y la familia del millonario permanece aún en posesión de sus riquezas.
Los cerebros astutos de las clases medias razonan de esta misma manera cuando dicen: “Ah, expropiación, yo sé lo que significa. Tú tomas todos los abrigos y los pones en un montón, y cada uno es libre de mirar por sí mismo y pelear por el mejor”.
Pero tales burlas son irrelevantes, así como poco serias. Lo que queremos no es una redistribución de abrigos. Tampoco queremos repartir la riqueza de los Rothschilds. Lo que queremos es organizar las cosas para que todo ser humano nacido en este mundo tenga asegurada la oportunidad de aprender alguna ocupación provechosa y pueda llegar a ser hábil con ella; después será libre de trabajar sin amos ni propietarios, y sin entregar a los arrendadores o capitalistas la parte del león de lo que produce. En cuanto a la riqueza celebrada por los Rothschilds o los Vanderbilts, nos servirá para organizar nuestro sistema de producción comunal.
El día en que el trabajador pueda cultivar la tierra sin pagar la mitad de lo que produce, el día en que las máquinas necesarias para preparar la tierra y tener buenas cosechas estén a libre disposición de los agricultores, el día en que el obrero de la fábrica produzca para la comunidad y no para el monopolista, ese día veremos a los trabajadores bien vestidos y alimentados; y no habrán más Rothschilds ni otros explotadores. Nadie tendrá que vender su fuerza de trabajo por un salario que solo representa una fracción de lo que produce.
“Muy bien,” dicen nuestros críticos, “pero vendrán los Rothschilds. ¿Cómo harás para prevenir que una persona amase millones en China y luego se instale entre vosotros? ¿Cómo evitarás que se rodee de siervos y esclavos asalariados y los explote y se enriquezca a su costa?”
“No puedes llevar la revolución a todas partes del mundo al mismo tiempo. Pues bien. ¿Vas a establecer aduanas en tus fronteras, para vigilar todo lo que entre en tu país, y confiscar el dinero que traigan? La policía anarquista disparando a los viajeros, ¡eso si que sería un buen espectáculo!”
Pero en la raíz de este argumento hay un gran error. Aquellos que lo proponen nunca se paran a examinar de donde proviene la fortuna del rico. Basta pensarlo un poco para ver que estas fortunas tienen su inicio en la miseria de los pobres. Cuando no haya indigentes no habrá ricos para explotarlos.
Echemos una ojeada a la Edad Media, al momento en que las grandes fortunas empezaron a aparecer.
Un barón feudal toma posesión de un fértil valle. Pero mientras este fértil valle esté vacío de gente nuestro barón no se hará rico. Su tierra no le da nada, igual le valdría tener una propiedad en la luna. Ahora bien, ¿qué hace nuestro barón para enriquecerse? ¡Busca campesinos!
Pero si cada campesino o granjero tuviera un trozo de tierra, libre de alquiler y tasas, si tuviera además las herramientas necesarias para su trabajo, ¿quién querría arar las tierras del barón? Cada uno se ocuparía de las suyas. Pero hay familias enteras desamparadas y arruinadas por las guerras, sequías o enfermedades. No tienen ningún caballo ni arado. (El hierro era muy caro en la Edad Media, y un caballo de tiro todavía más).
Todas estas criaturas desamparadas intentan mejorar su condición. Un día ven en la carretera, en los límites de la hacienda de nuestro barón un tablón de anuncios que indica, con ciertos signos adaptados a su comprensión, que el trabajador que quiera instalarse en su hacienda recibirá las herramientas y materiales para construir su casita y sembrar sus campos, y una porción de tierra de renta libre durante cierto número de años. El número de años está representado por unas cuantas cruces en el cartel, y el campesino entiende el significado de estas cruces.
Así, estos pobres miserables se juntan en las tierras del barón, haciendo carreteras, drenando pantanos, construyendo aldeas. A los nueve años, éste empieza a cobrarles impuestos. Cinco años después exige un alquiler. Luego lo dobla. El campesino acepta estas nuevas condiciones porque no puede encontrar otras mejores; y poco a poco, con la ayuda de leyes hechas por los opresores, la pobreza de los campesinos llega a ser la fuente de la riqueza del propietario. Y no solo sufren la rapiña del Señor del Castillo. Un ejército entero de usureros se lanza sobre las aldeas, aumentando en número conforme la miseria de los campesinos aumenta. Así es como ocurrió en la Edad Media, ¿y no ocurre hoy lo mismo? Si las tierras estuvieran libres para que el campesino pudiera cultivarlas como quisiera, ¿pagaría 50 a algún señor para que le vendiera un pedazo? ¿Se cargaría a sí mismo con un arriendo que absorbe una tercera parte de lo que produce? ¿Consentiría —con el sistema de aparcería— en dar la mitad de su cosecha al terrateniente?
Pero como no tiene nada, acepta estas condiciones, ya que a duras penas puede sobrevivir, y cultiva la tierra y enriqueciendo al propietario.
Así que en el siglo XIX, como en la Edad Media, la pobreza del campesino es la fuente de la riqueza del propietario de la tierra.
II
El propietario debe sus riquezas a la pobreza de los campesinos, y la riqueza de los capitalistas tiene la misma fuente.
Tomemos el caso de un ciudadano de clase que, de una manera u otra, se encuentra en posesión de 20000? Este ciudadano podría, por supuesto, gastar su dinero a un ritmo de 2000 al año, una mera bagatela en estos días de fantásticos e insensatos lujos. Pero no le quedaría nada al cabo de diez años. Así que, siendo una “persona práctica” prefiere mantener su fortuna intacta, y ganar por sí mismo una pequeña renta anual.
Esto es muy fácil en nuestra sociedad, por la sencilla razón de que los pueblos y aldeas están llenos de trabajadores que no tienen los recursos para vivir durante un mes, ni siquiera durante una quincena. Así que nuestro respetable ciudadano abre una fábrica: los bancos se apresuran a prestarle otros 20000, especialmente si tiene una reputación de “hombre de negocios”; y con esta cuantiosa suma puede disponer del trabajo de quinientas manos.
Si todos los hombres y mujeres en el campo tuvieran su ración de pan diaria y sus necesidades diarias satisfechas, ¿quién trabajaría para nuestros capitalistas, o estaría deseando manufacturar para ellos por un salario de media corona al día, mercancías que se venden en el mercado por una corona o incluso más?
Desafortunadamente —lo sabemos muy bien— los pobres alojamientos en nuestros pueblos y en las aldeas vecinas están llenos de pobres miserables, cuyos niños claman por pan. Así antes de que la fábrica esté abierta, los trabajadores se apresuran a ofrecerse. Cuando se necesitan cien, mil asedian sus puertas y si nuestro capitalista no es un estúpido, ganará limpiamente 40 al año por cada operario empleado.
Así, conseguirá una pequeña fortuna, y si escoge un negocio lucrativo, y tiene “talento para los negocios”, incrementará sus ingresos doblando el número de hombres explotados.
Nuestro ciudadano se convierte así en un personaje importante y puede ofrecer banquetes a otros personajes importantes, a los magnates locales, y a los dignatarios cívicos, legales y políticos. Con su dinero “llamará al dinero”, en seguida podrá escoger puestos para sus hijos, y más adelante quizás recibir algo provechoso del gobierno —un contrato para el ejército o para la policía—. Su oro engendra oro; hasta que al fin una guerra, o incluso un rumor de guerra, o una especulación en la Bolsa de Valores le proporcionan grandes oportunidades.
Nueve de cada diez de las grandes fortunas creadas en los Estados Unidos son (como Henry George ha mostrado en su “Problemas Sociales”) el resultado de esta bellaquería a gran escala, con la ayuda del Estado. En Europa nueve de diez de las fortunas creadas en nuestras monarquías y repúblicas tienen el mismo origen. No hay más de dos formas de convertirse en millonario.
Este es el secreto de la riqueza; encontrar hambrientos e indigentes, pagarles dos chelines, hacerles producir diez chelines por día, amasar así una fortuna, y luego incrementarla con un golpe de suerte, con la ayuda del Estado.
¿Necesitamos hablar de las pequeñas fortunas atribuidas por los economistas a la previsión y la frugalidad, cuando sabemos que el mero ahorro por sí mismo no aporta nada, mientras los peniques conseguidos no sean usados para explotar a los hambrientos?
Tomemos a un zapatero cualquiera. Garanticemos que su trabajo está bien pagado, que tiene mucha clientela, y que, a fuerza de estricta frugalidad se las arregla para conseguir de dieciocho peniques a 2 chelines por día, quizás al mes.
Supongamos que nuestro zapatero nunca está enfermo, que no se priva de la mitad de su alimento, a pesar de su pasión por la economía; que no está casado y no tiene hijos; que no muere de cansancio; supongamos todo esto.
Pues bien, a los cincuenta años no habrá arañado más de 800; y no tendrá bastante para vivir durante su vejez, cuando ya no pueda trabajar. Seguramente, así no es como se hacen las grandes fortunas. Pero supongamos que nuestro zapatero, tan pronto como consigue unos pocos peniques, como es ahorrativo lo lleva a las cajas de ahorros y estas lo prestan a los capitalistas quienes enseguida emplearán mano de obra, es decir, explotarán a los pobres. Luego nuestro zapatero toma un aprendiz, el hijo de algún pobre diablo que se sentirá afortunado si en cinco años su hijo ha aprendido el oficio y es capaz de ganarse la vida.
Mientras tanto si a nuestro zapatero le funciona bien el negocio, pronto podrá tomar un segundo y luego un tercer aprendiz. Al poco tomará dos o tres pobres jornaleros, agradecidos de recibir dos chelines por un trabajo valorado en cinco chelines, y si nuestro zapatero “tiene suerte”, es decir, si es lo suficientemente astuto, sus jornaleros y aprendices le aportarán cerca de 1 libra por día, del producto de su trabajo. Más adelante podrá ampliar su negocio. Poco a poco se irá haciendo rico, y dejará de sufrir para satisfacer las necesidades de la vida. Y podrá dejar una pequeña fortuna a su hijo.
Esto es lo que la gente llama “ser ahorrativo y tener hábitos moderados y frugales”. En el fondo no se trata más que de llevar a la miseria a los pobres.
El comercio parece una excepción a esta regla. “Un hombre así”, nos dice, “compra té en China, lo lleva a Francia y recibe un beneficio del treinta por ciento de su inversión inicial. Y no ha explotado a nadie”.
Sin embargo, el caso es similar. Si nuestro mercader hubiera transportado sus fardos cargados a la espalda, ¡bien! En la temprana Edad Media, así es como el comercio exterior era llevado a cabo, y por esto no se alcanzaban sumas de dinero tan vertiginosas como en nuestros días. El mercader medieval ganaba, después de un largo y peligroso viaje, unas pocas monedas de oro. Pero era menos el amor al dinero y más la sed de viajes y aventuras lo que inspiraba estas empresas.
En nuestros días el método es más simple. Un mercader que tiene algún capital no necesita moverse de su escritorio para hacerse rico. Solo telegrafía a un agente para que compre cien toneladas de té y fleta un barco que transporte su carga. Ni siquiera toma los riesgos del viaje porque su té y su barco están asegurados, y si ha gastado cuatrocientas libras recibirá más de quinientas: es decir, si no ha intentado especular con alguna nueva mercancía, en cuyo caso tiene la posibilidad de doblar su fortuna o perderla completamente.
Ahora, ¿cómo podrá encontrar hombres deseando cruzar el mar, viajar a China y volver, soportar privaciones y trabajo servil, y arriesgar sus vidas por una miserable pitanza? ¿Cómo podrá encontrar trabajadores portuarios deseando cargar y descargar sus barcos por salarios miserables? ¿Cómo? Pues porque estos hombres están necesitados y hambrientos. Basta ir a los puertos, visitar las tabernas en los muelles para ver a los hombres que vienen a venderse atestando los muelles desde el amanecer, esperando que se les permita trabajar en los barcos. Mira a esos marineros, felices de ser contratados para un largo viaje, después de semanas o meses de espera. Todas sus vidas han bajado al mar en barcos, navegando hasta el día en que perezcan entre las olas.
Entra en las cabañas y mira a los niños harapientos, malviviendo hasta el retorno de sus padres, y tendrás la respuesta a esta pregunta. Los ejemplos se multiplican, observa donde quieras el origen de todas las fortunas, grandes o pequeñas, sea mediante el comercio, las finanzas, la fabricación o la tierra. En todas partes encontrarás que la fuente de la riqueza es la pobreza de los pobres. Una sociedad Anarquista no necesita temer la llegada de un Rothschild cualquiera que quisiera asentarse en su seno si cada miembro de la comunidad sabe que después de unas pocas horas de trabajo productivo tendrá derecho a todos los placeres que la civilización procura, y las más profundas fuentes de goce que las artes de la ciencia ofrecen a quienes las buscan, y no venderá su fuerza de trabajo por un salario miserable. Nadie trabajaría voluntariamente para el enriquecimiento de nuestro Rothschild. Sus guineas de oro solo serán piezas de metal —útiles para variados propósitos, pero incapaces de generar más—.
Respondiendo a la anterior objeción tendremos en el momento indicado el alcance de la Expropiación. Debe extenderse a todos los que, sean financieros, propietarios o arrendadores, se apropian del producto del trabajo de otros. Nuestra fórmula es simple y comprensible.
No queremos robar a nadie su abrigo, pero si deseamos dar a todos los trabajadores todas aquellas cosas cuya carencia hace que sean presas fáciles de los explotadores, y haremos todo lo posible para que a nadie le falte nada, para que ni un solo hombre sea forzado a vender su fuerza de trabajo para obtener una mera subsistencia para sí mismo y sus hijos. Esto es lo que queremos decir cuando hablamos de expropiación; que será nuestro deber durante la revolución, cuya llegada esperamos, no de aquí a doscientos años, pero pronto, muy pronto.
III
Las ideas del Anarquismo en general y de la Expropiación en particular, encuentran mucha más simpatía entre hombres de carácter independiente, y entre aquellos para quienes la ociosidad no es el ideal supremo. “¡Quieto!”, nos advierten a menudo nuestros amigos, “¡ten cuidado, no vayas demasiado lejos!”. La Humanidad no puede ser cambiada en un día, así que no tengas demasiada prisa con tus ideas de Expropiación. Encontramos el impulso revolucionario detenido a mitad de camino, agotándose en medidas incompletas, que no contentarán a nadie, y que mientras tanto producen una tremenda agitación en la sociedad, deteniendo sus actividades habituales, no tendrían poder sobre sus propias vidas, y solamente propagarían el descontento e inevitablemente prepararán el camino para el triunfo de la reacción.
Hay, en efecto, en un Estado moderno relaciones establecidas que son prácticamente imposibles de modificar si se las ataca solo en detalle. Hay ruedas dentro de ruedas en nuestra organización económica —la maquinaria es tan compleja e interdependiente que ninguna parte puede ser modificada sin perturbar la totalidad—. Esto se verá claro tan pronto como hagamos un intento de expropiación.
Supongamos que en cierto país una forma limitada de Expropiación es llevada a cabo; por ejemplo, como recientemente sugirió Henry George, solo la propiedad de los grandes terratenientes sea confiscada, mientras las fábricas se dejan sin tocar; o que en cierta ciudad, la propiedad de las viviendas es tomada por la comunidad, pero las mercancías son dejadas en manos privadas; o que en algún centro industrial, las fábricas son colectivizadas, pero no se interfiere con la propiedad de la tierra.
El mismo resultado tendríamos en cada caso —un terrible colapso del sistema industrial, sin los medios para reorganizarlo por nuevas vías—. La industria y el comercio llegarían a un punto muerto, sin que los primeros principios de justicia hayan sido alcanzados, y la sociedad se encontraría impotente para construir un conjunto armonioso.
Si la agricultura se liberara de los grandes propietarios, mientras la industria sigue siendo esclava de los capitalistas, el comerciante y el banquero, nada podría ser realizado. El granjero sufre hoy no solo por tener que pagar la renta al propietario; es oprimido por todos lados por las condiciones existentes. Es explotado por el comerciante, que le hace pagar media corona por una azada que, valorándola por el trabajo realizado con ella, no valdría más de seis peniques. Es abrumado con impuestos por el Estado, el cual no podría hacerlo sin su formidable jerarquía de funcionarios, y necesita mantener un costoso ejército, porque los comerciantes de todas las naciones están combatiendo perpetuamente por los mercados, y cualquier día una pequeña riña sobre la explotación de alguna zona de Asia o África puede acabar en guerra.
Además, de nuevo el granjero y el agricultor sufren por la despoblación de los campos: los jóvenes se ven atraídos hacia las grandes fábricas por el cebo de los altos salarios pagados por los fabricantes de artículos de lujo, o por las atracciones de una vida más excitante. La protección artificial de la industria, la explotación industrial de los países extranjeros, el predominio del agiotaje, la dificultad de mejorar la tierra y la maquinaria de producción —todas estas causas trabajan juntas contra la agricultura, la cual es agobiada no solo por las rentas, sino también por la complejidad de las condiciones desarrolladas en una sociedad basada en la explotación. Así, aunque la expropiación de la tierra fuera realizada, y no se pagaran rentas, la agricultura, disfrutaría de —aunque en ningún momento puede darse por garantizado— una prosperidad momentánea, pero pronto retrocedería al cenagal en que se encuentra hoy. Todo tendría que empezar una y otra vez, con dificultades incrementadas.
Lo mismo puede decirse de la industria. Tomemos el caso opuesto; traspasemos las fábricas a aquellos que trabajan en ellas, pero dejemos a los trabajadores esclavizados al granjero y al terrateniente. Acabemos con los fabricantes, pero dejemos al propietario de la tierra su tierra, al banquero su dinero, al comerciante su Bolsa, mantengamos todavía a los peores holgazanes que viven de las fatigas de los trabajadores, a los mil y un intermediarios, al Estado con sus innumerables funcionarios, y la industria se estancará. No encontrando compradores entre la masa del pueblo, tan pobre como siempre, no teniendo materias primas, incapaz de exportar productos, y desconcertada por el estancamiento del comercio, la industria solo se debatiría débilmente, y miles de trabajadores se verían lanzados a las calles. Esta muchedumbre hambrienta estaría deseando someterse al primer capitalista que quisiera explotarlos, incluso consentirían en volver a la vieja esclavitud.
O, finalmente, supongamos que expulsamos a los propietarios de la tierra, y entregamos las fábricas a los trabajadores sin interferir con el enjambre de intermediarios que drenan el producto de nuestros fabricantes y especulan con el maíz, la harina, la carne y los comestibles en nuestros grandes centros comerciales. Pues bien, si el intercambio se detiene y los productos cesan de circular, si Londres se queda sin pan, y Yorkshire no encuentra compradores para sus tejidos, una terrible contrarrevolución barrerá los pueblos y aldeas con balas y obuses; habrán proscripciones, pánico, huidas, quizás masacres judiciales de la Guillotina, como en Francia en 1815, 1848 y 1871.
Todo es interdependiente en una sociedad civilizada; es imposible reformar cualquier cosa sin alterar la totalidad. En nuestros días, cuando golpeamos la propiedad privada, bajo cualquiera de sus formas, territorial o industrial, estamos obligados a atacar todas sus manifestaciones. Solo así podrá tener éxito la Revolución.
Además no podemos limitarnos a una expropiación parcial. Una vez el principio del “Derecho Divino de Propiedad” es sacudido, ninguna teorización evitará su derribo, aquí por los esclavos de la tierra, allá por los esclavos de la máquina.
Si una ciudad grande, como París por ejemplo, se limitara a tomar posesión de las viviendas o las fábricas, todavía se vería obligado a denegar el derecho de los banqueros a gravar a la Comuna una tasa de 2.000.000 en forma de intereses por antiguos préstamos. La gran ciudad estaría obligada a ponerse en contacto con los distritos rurales, y su influencia inevitablemente urgiría a los campesinos a liberarse de los propietarios. Sería necesario colectivizar los ferrocarriles para que los ciudadanos pudieran tener comida y trabajo, y finalmente, para prevenir la perdida de suministros, y para protegerse contra las argucias de los especuladores de maíz, como aquella de la que la comuna de 1793 fue víctima; pondría en las manos de los ciudadanos el trabajo del aprovisionamiento de sus almacenes con sus mercancías, y el reparto de los productos.
Sin embargo, algunos Socialistas buscan aún establecer una distinción. “Por supuesto”, dicen, “la tierra, las minas, las fábricas deben ser expropiadas; estos son los instrumentos de producción y esto es lo que podríamos considerar de propiedad pública. Pero los artículos de consumo, comida, ropas y viviendas deben seguir siendo de propiedad privada”.
El sentido común tiene la mejor respuesta a esta sutil distinción. No somos salvajes que puedan vivir en los bosques, sin otro refugio que las ramas. El hombre civilizado necesita un techo y una chimenea, un dormitorio y una cama. Es verdad que la cama, la habitación y la casa del no–productor son también parte de la parafernalia de los ociosos. Pero para el trabajador una habitación apropiadamente cálida e iluminada, es también un instrumento de producción como la herramienta o la máquina. Es el lugar donde los nervios y tendones recuperan fuerzas para el trabajo del día siguiente. El descanso del trabajador es la reparación diaria de la máquina.
El mismo argumento se aplica incluso de forma más obvia a la comida. Los así llamados economistas de los que hablamos difícilmente podrían negar que el carbón quemado en la máquina es indispensable para el productor. Tanta sofistería es digna de la metafísica escolástica. Los banquetes de los ricos son cosa de lujo, pero la comida del trabajador es una parte de la producción, como el fuel para la máquina de vapor.
Lo mismo ocurre con la ropa: si los economistas que establecen la distinción entre artículos de producción y consumo vistieran a la moda de Nueva Guinea, entenderíamos su objeción. Pero los hombres que no escribirían ni una palabra sin una camisa puesta no están en posición de trazar una linea tan dura y rápida entre su camisa y su pluma. Y si bien los delicados vestidos de las damas deben ciertamente ser clasificados como objetos de lujo, hay sin embargo cierta cantidad de lino, algodón y lana que es una necesidad vital para el productor. La camisa y zapatos con que va al trabajo, la gorra y la chaqueta que se quita cuando acaba su jornada de trabajo, son tan necesarios como el martillo al yunque.
En todo caso, nos guste o no, esto es lo que el pueblo entiende por una revolución. Tan pronto como hayan acabado con el Gobierno, buscarán primero asegurarse viviendas decentes y suficiente comida y ropas —libres de rentas y tasas—.
Y el pueblo estará en lo cierto. Los métodos del pueblo estarán más en concordancia con la ciencia que los de los economistas que trazan tales distinciones entre los instrumentos de producción y los artículos de consumo. El pueblo entiende que este es solo el punto en que la Revolución empieza; y colocarán los fundamentos de la ciencia económica digna de tal nombre, una ciencia que podría ser llamada: “El Estudio de las Necesidades de la Humanidad, y los Medios Económicos para satisfacerlas”.