Piotr Kropotkin
La descomposición de los Estados
La situación económica de Europa se resume en dos palabras; caos industrial y comercial y quiebra de la producción capitalista. La situación política se caracteriza por lo siguiente: descomposición galopante y próxima bancarrota de los Estados.
Recorredlos todos, desde la autocrática Rusia hasta la oligarquía burguesa de Suiza, y no hallaréis ni uno siquiera que no vaya a pasos de gigante hacia su descomposición y por consecuencia a la revolución. Viejos impotentes, sin fuerza en su base para sostenerse, roídos por enfermedades constitucionales, incapaces de asimilarse la multitud de ideas nuevas, derrochan las escasas fuerzas que les restan, viven artificialmente y aceleran más su caída, arañándose como viejas gruñonas.
Una enfermedad incurable les amenaza a todos: la vejez senil, la decrepitud. El Estado, esta organización que deja en poder de unos cuantos los asuntos de todos, es una forma de organización humana que ha dado de sí cuanto tenía, y por eso la humanidad intenta nuevas formas de agrupación.
Luego de haber llegado a su apogeo en el siglo diez y ocho, los viejos Estados de Europa han entrado ya en la fase del descenso. Los pueblos, sobre todo los de raza latina, aspiran a la destrucción de ese poder que no sirve más que para cohibir su libre desenvolvimiento. Quieren la autonomía de las provincias, de los municipios, la asociación entre sí de los grupos obreros, supresión de poderes que impongan, establecimiento de lazos de apoyo mutuo y libre acuerdo. Tal es la fase histórica en que entramos, y nada puede impedir su realización.
Si las clases directoras tuvieran el sentimiento de su conservación se darían prisa en ponerse al frente de estas aspiraciones; pero envejecidas con la tradición, sin otro culto que el de la bolsa, se oponen con todas sus fuerzas al progreso de las nuevas ideas, y ese procedimiento nos lleva fatalmente hacia una conmoción violenta. Las aspiraciones humanas se abrirán paso, aunque para ello la metralla y el incendio hayan de hacer funciones importantes en la lucha.
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Cuando después de la caída de las instituciones en la Edad Media, los Estados nacientes hacían su aparición en Europa, y se afirmaban y engrandecían por la conquista, por la astucia y el asesinato, sus funciones se reducían a un pequeño círculo de los negocios humanos.
Hoy el Estado ha llegado a inmiscuirse en todas las manifestaciones de nuestra vida; desde la cuna a la tumba nos tritura con su peso. Unas veces el Estado central, otras el de la provincia, otras el municipio; un poder nos persigue a cada paso, se nos aparece al volver de cada esquina y nos vigila, nos impone, nos esclaviza. Legisla sobre todos nuestros actos, y amontona tal cúmulo de leyes que confunden al más listo de los abogados. Crea cada día nuevos engranajes que adapta zurdamente a la vieja guimbarda recompuesta, llegando a construir una máquina tan complicada, bastarda y obstructiva, que subleva a los mismos encargados de hacerla funcionar.
El Estado crea además un ejército de empleados, arañas con largas uñas que no conocen del universo más que lo visto a través de los sucios cristales de la oficina o lo contenido en los textos absurdos que llenan el papelote de los archivos; multitud estúpida que no tiene otra religión que el dinero, ni más preocupación que la de pegarse a un partido cualquiera, negro, azul o blanco, que le garantice un máximum de sueldo por un mínimum de trabajo.
Los resultados nos son por desgracia harto conocidos. ¿Hay una sola rama de la actividad del Estado que no indigne a quien tenga algo que ver con ella? ¿Hay un solo ramo en el que el Estado, luego de muchos siglos de existencia de reformas, no de pruebas evidentes de completa incapacidad?
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Las sumas inmensas que el Estado arranca a los pueblos, a pesar de ser mayores cada día, no son nunca suficientes. El Estado vive siempre a cargo de las futuras generaciones; se llena de deudas y marcha por todos lados a la ruina.
La deuda pública de los Estados de Europa alcanza la suma fabulosa, increíble, de más de cien mil millones de millones de francos. Si todos los ingresos de los Estados se destinaran íntegramente a cubrir esta deuda, necesitarían para ello nada menos que veinte años. Pero lejos de disminuir, estas deudas aumentan de día en día. Por la fuerza natural de las cosas, las necesidades de los Estados son mayores que los medios de que disponen; es preciso que cubran sus atribuciones, y por eso cada partido que sube al poder viene obligado a crear nuevos empleos para sus clientes: esto es fatal.
Por consecuencia, el déficit y la deuda pública van cada día en aumento hasta en tiempo de paz. En tiempo de guerra la deuda aumenta de un modo increíble; y la cosa no tiene remedio; imposible salir del atolladero. Los Estados marchan a toda máquina hacia la ruina, hacia la bancarrota. El día que los pueblos, hartos de pagar cuatro millones de intereses anuales a los banqueros, declaren la quiebra de los Estados, está mucho más próximo de lo que parece.
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Decir «Estado» es lo mismo que decir «guerra». El Estado procura ser fuerte, más fuerte que sus vecinos, si no se convierte en juguete de ellos. Procura además, debilitar y empobrecer los otros Estados para imponerles su ley y su política, y para enriquecerse en detrimento de ellos. La lucha por la preponderancia, que es la base de la organización económica burguesa, es también base de la organización política. Por esto la guerra es hoy condición normal en Europa. Guerras pruso-dinamarquesa, pruso-austríaca, franco-prusiana; guerra de Oriente, guerra continua en Afganistán. Nuevas guerras se preparan: Rusia, Inglaterra, Alemania, Francia, etc., están próximas a lanzarse sus ejércitos. Actualmente hay motivos de guerras para treinta años.
La guerra es, pues, la perdición, la crisis, el aumento en los impuestos, el amontonamiento de deudas. Es más; cada guerra es un fracaso moral para los Estados. Luego de terminar la lucha los pueblos se dan cuenta que el Estado da pruebas de incapacidad, hasta en sus principales atribuciones. No sabe organizar la defensa del territorio, y hasta victorioso fracasa. Fijémonos, si no, en la fermentación de ideas que nació de la guerra de 1871, lo mismo en Alemania que en Francia, o en el descontento general en Rusia luego de la guerra de Oriente.
Las guerras y los ejércitos matan los Estados, aceleran su bancarrota moral y económica. Una o dos grandes guerras más y darán el golpe de gracia a esas viejas máquinas.
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Al lado de la guerra exterior está la interior.
El Estado, aceptado por los pueblos con la condición de ser el defensor de los débiles contra los fuertes, se ha convertido hoy en fortaleza de los ricos contra los explotados, del propietario contra los proletarios.
¿Para qué sirve esta inmensa máquina que llamamos Estado? ¿Es para impedir la explotación del obrero por el capitalista, del campesino por el rentista? ¿Es para facilitar y asegurar el trabajo, para defendernos contra el usurero, para suministrarnos alimentos cuando la esposa amada no tiene más que agua para calmar el hambre del niño que llora agarrado a su exhausto seno? No, y mil veces no. El Estado protege la explotación, la especulación y la propiedad privada, producto del robo. El proletario que no tiene otra fortuna que sus brazos, no puede esperar nada del Estado si no es una organización fundada para impedir su emancipación.
Todo para el propietario holgazán; todo contra el proletario trabajador; la instrucción burguesa que desde la más tierna edad corrompe la infancia, inculcándola prejuicios de esclavitud; la Iglesia que confunde el cerebro de la mujer; la ley que impide la difusión de ideas de solidaridad e igualdad; el dinero, que sirve a veces para corromper a los que se hacen apóstoles de la solidaridad de los trabajadores; la cárcel y la metralla a discreción para reducir a silencio a quien no se deja corromper. He ahí la misión del Estado.
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¿Durará mucho lo existente? ¿Puede prolongarse esta situación? No; por cierto. Una clase entera de la sociedad, la que todo lo produce, no puede continuar sosteniendo por más tiempo una organización establecida especialmente contra ella. Por todas partes, bajo la brutalidad autocrática como bajo la hipocresía gambettista, el pueblo descontento se subleva. La historia de nuestros días es la historia de los gobiernos privilegiados contra las aspiraciones igualitarias del pueblo. Esta lucha constituye la principal preocupación de los gobernantes, e influidos por ella dictan todos sus actos. Ya no es por principios, por consideraciones de bien público por lo que actualmente se fabrican leyes u obran los gobiernos, sino para combatir al pueblo, para conservar privilegios.
Solo esta lucha sería suficiente para derribar la más fuerte organización política. Pero, cuando esta lucha se opera en los Estados que van arrastrados por la fatalidad histórica hacia la decadencia; cuando estos Estados corren vertiginosamente a la ruina, y más aun destruyéndose entre sí como se destruyen; cuando en fin el Estado todopoderoso se hace odiar hasta por aquellos a quien protege, cuando tantas causas concurren hacia un punto único, el resultado de la lucha no puede ponerse en duda. El pueblo que tiene la fuerza derrotará a sus opresores; la caída de los Estados es ya cuestión de poco tiempo relativamente, y la más tranquila filosofía dibuja ya en el horizonte el incendio de una gran revolución que se anuncia.