Ricardo Flores Magón
Discursos
Discurso pronunciado por Omar Cortés
Aclaraciones a la vida y obra de Ricardo Flores Magón
Discurso pronunciado el 16 de septiembre de 1910
Discurso del 1º de junio de 1912
Orientación de la Revolución Mexicana
La intervención y los presos de Texas
El miedo a la burguesía es la causa de la intervención
La patria burguesa y la patria universal
Presentación
Se conoce a Ricardo Flores Magón a través de sus escritos, pero muy poco por su actividad oratoria, a pesar de que, en sus primeras luchas políticas obtuvo mayor distinción como orador que como periodista.
En el inicio de su acción contra la dictadura porfirista, ocurrida en el año de 1892, Ricardo Flores Magón obtuvo la admiración del estudiantado por la firmeza con la cual pronunció su discurso contra el régimen de Porfirio Díaz.
Nueve años después volvería a destacarse por su oratoria cuando, en el Congreso Liberal de San Luis Potosí, asqueado por la forma en que los oradores evitaban censurar a la dictadura de Díaz, tomó la palabra y, sin vacilar, tocó el punto esencial: la necesidad de combatir al régimen dictatorial hasta lograr su destrucción. Este hecho le permitió conseguir la simpatía de las corrientes progresistas de la época.
Riqueza de vocabulario, facilidad de palabra, lucidez de exposición y, sobre todo, una gran habilidad para abordar de lleno el punto principal a tratar, son las cualidades que sobresalen en la oratoria de Ricardo Flores Magón.
En los discursos que aquí presentamos, mismos que en su origen fueron recopilados por el Grupo Cultural Ricardo Flores Magón y publicados en el año de 1925 en una obra que titularon Tribuna Roja, el lector encontrará al Ricardo Flores Magón bronco; al que no para en mientes incitando al enfrentamiento, a la rebelión, a la violencia.
Palabras incendiarias, frases virulentas que nos recuerdan a los líderes religiosos de las sectas milenaristas del medievo, pronunciadas con el profundo sentido apocalíptico propio de los iluminados, de los que se permiten hablar en tales tonos porque están plenamente convencidos de que su voz es tan sólo un instrumento de designios superiores, omnipotentes, irrebatibles.
Si los milenaristas del medievo, para preparar el advenimiento del Reino de Dios en la Tierra, llamaban al exterminio por medio del hierro y el fuego de los impíos, arguyendo un cristianismo belicista e implacable, Ricardo Flores Magón hace lo propio en pos de la implantación de su anhelada sociedad sin clases.
Pero, para comprender en su justa medida los exabruptos virulentos de que Ricardo Flores Magón hace uso en sus discursos, debemos situarnos en la época en que fueron pronunciados. Eran años de convulsión, incertidumbre, enfrentamiento, en pocas palabras, tiempos de guerra.
El México de ese entonces era el escenario de combates, tomas de poblaciones, ejecuciones... El país entero se agitaba en las turbulencias de una revolución sumamente violenta.
Otro factor a tomar en cuenta es que, en el ámbito internacional privaba similar incertidumbre e iguales brotes de enfrentamientos violentos que finalmente conducirían a la sangrienta contienda bélica conocida con el nombre de Primera Guerra Mundial.
Un mundo severamente convulsionado en el que las sociedades humanas buscaban febrilmente los caminos que lograsen sacar a la humanidad de ese reino de miseria, tinieblas y desesperanza que se cernía sobre la inmensa mayoría de la población mundial.
En ese contexto es en el que deben ser leídos los discursos de Ricardo Flores Mágón que a continuación publicamos.
En cada palabra incendiaria, en cada frase incitando a la violencia, debemos paralelamente escuchar la miseria, el sufrimiento, el llanto y la desesperación de cientos de miles, si no es que de millones, de personas viviendo en condiciones infrahumanas.
Ciertamente esa época en la que Ricardo Flores Magón pronuncio sus incendiarios y violentísimos discursos, pertenece al pasado. Pero resulta imposible negar que en el México de hoy siguen presentes: esa miseria, ese dolor, ese llanto, esa desesperanza espantosa en amplios sectores de la población.
Finiquitar esa miseria, aliviar ese dolor, transformar el llanto en risa y alegría, erradicar para siempre la desesperanza metamorfoseándola en alegría de vivir, es el primordial objetivo que debe alcanzarse sin tener ya que transitar, ¡nunca más!, por los senderos de la violencia y de la destrucción.
Chantal López y Omar Cortés
Discurso pronunciado por Omar Cortés
En el 77avo aniversario luctuoso de Ricardo Flores Magón
Señoras, señores, jóvenes:
Estamos aquí reunidos hoy, domingo 21 de noviembre de 1999, para rendir un sentido homenaje a Ricardo Flores Magón, el liberal y el anarquista, en su setenta y siete aniversario luctuoso.
Iniciaré esta intervención relatando, de manera breve, cómo se generó mi encuentro con el homenajeado.
Fue a raíz de los trágicos acontecimientos ocurridos en nuestra ciudad en el año de 1968, cuando yo, uno de los muchísimos jóvenes preparatorianos pertenecientes a la clase media, que fuimos materialmente sacudidos por aquellos acontecimientos, y que de manera desesperada buscamos entender, con las limitaciones propias de nuestra edad, qué ocurría en nuestro país que orillaba a que las autoridades ordenasen que se nos persiguiera como si fuéramos perros rabiosos, me topé con la figura de Ricardo Flores Magón.
Poco a poco fui descubriéndole, y conforme desarrollaba mis estudios en la facultad de derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México, más y más me acercaba a él.
Quede sorprendido de que también él hubiese cursado estudios de derecho en la Escuela Nacional de Jurisprudencia, y de que, al igual que yo y que muchos de mis amigos y compañeros, hubiese también sido traído por sus padres a la ciudad de México, buscando que contara con un clima más favorable para su desarrollo personal.
Porque Ricardo Flores Magón, al igual que un alto porcentaje de la población que residimos en el Distrito Federal, no nació aquí, pero junto a esta ciudad inició su desarrollo y a ella aportó buena parte de su obra, como, por ejemplo, el ahora legendario periódico Regeneración.
Fue también en esta ciudad donde inició su labor periodística y política, y a esta ciudad pensaba volver para instalar, en ella, de nuevo, las oficinas de su queridísimo periódico Regeneración, cuando se encontraba prisionero en los Estados Unidos, pero la muerte no se lo permitió.
Es evidente, pues, que el personaje a quien ahora rendimos homenaje, guarda una relación directa con nuestra ciudad y con muchos de los que como él, con ella nos hemos desarrollado sin olvidar jamás nuestro lugar de origen.
Sin embargo, pareciese una contradicción el hecho de que uno de los más importantes representantes, en el ámbito internacional, de la corriente anarquista comunista en su vertiente expropiadora, sea homenajeado de manera oficial por el gobierno de una ciudad, o sea, por un instituto que él mismo buscaba en vida finiquitar, para en su lugar erigir el dominio pleno de una sociedad laboral autogestionada.
Pudiese decirse que hay que compadecerse de los muertos, porque ya no pueden defenderse, porque ya no tienen fuerza, ni voz, ni aliento para erguirse y exponer su verdad; pero también podría decirse: ¡pobres de los vivos! ¡Pobres de aquellos que sabiendo cuál fue la lucha del difunto, cuáles fueron sus anhelos y esperanzas, callan convirtiendo su silencio en la complicidad de la mentira, del mundo de las apariencias y de la impunidad moral!
Yo no pienso que debamos caer en el lugar común de las medias verdades, de las palabras medidas para no herir susceptibilidades, para no despertar rabias de jefes, subjefes, encargados, subencargados, etc., etc., etc.
Yo pienso, por el contrario, que los tiempos de transición que nuestra República Federal está experimentando, requieren de reflexiones profundas capaces de trascender los lugares comunes a los que por lo general se tiende en eventos de este tipo.
Hablemos pues con verdad; hablemos sin tapujos; pongamos en práctica el derecho de libre expresión consagrado por nuestra Constitución, y cuyo ejercicio condujo a que Ricardo Flores Magón fuese en vida perseguido, vilipendiado y encarcelado.
Digámoslo claro, sin miedo: Ricardo Flores Magón no se enorgullecería porque un gobierno le rindiese un homenaje; porque su lucha no tuvo como objetivo la instauración de esa instancia.
Debemos entonces encarar el asunto y reflexionar seriamente sobre si Ricardo Flores Magón acertó o se equivocó en esa faceta de su lucha.
Hace tan sólo unas semanas se inició una polémica, de por sí representativa de los momentos que vivimos, entre un connotado intelectual mexicano residente en nuestra ciudad y el más famoso guerrillero de la actualidad en el ámbito mundial, sobre el tema del posibilismo y el maximalismo; sobre si es posible y tácticamente recomendable buscar ir, en lo que a transformaciones políticas, sociales y económicas se refiere, más allá de lo que posibilitan o permiten las estructuras existentes.
Pues bien, yo pienso que esa polémica, directamente relacionada con el qué hacer político del personaje a quien rendimos homenaje, hoy por hoy permea a la sociedad en su conjunto y se manifiesta de mil maneras.
Como muestra de ello podemos citar, además de la trágica situación que se vive en Chiapas, lo que ocurre en la Universidad Nacional Autónoma de México y en el movimiento de los barzonistas.
Curiosamente nuestro homenajeado conoció y practicó las dos facetas de esta polémica. Tanto fue posibilista como maximalista. Lo primero cuando buscó ocultar los reales anhelos que en su lucha perseguía, por temor a quedar aislado, y lo segundo cuando, una vez creado un ambiente favorable a sus ideas, no dudo ni un instante en convocar a los por él llamados los desheredados del banquete social a ir por ese todo del que habían sido injustamente despojados.
Sobre estas dos facetas de su accionar existen muchos escritos suyos.
Ahora, setenta y siete años después de su muerte, podemos, y yo pienso que debemos, analizar, discutir y reflexionar sobre esas dos facetas de su labor política en la medida en que los momentos que vivimos no sólo lo permiten, sino incluso lo exigen.
Muy lamentable sería que por infundados temores dejásemos pasar la oportunidad que se nos brinda, para incidir sobre la importancia de nuestro homenajeado bajo el prisma de lo actual, de lo contemporáneo, de lo que todos estamos viviendo.
Porque no podemos tampoco pasar por alto que Ricardo Flores Magón supo aprovechar de manera inteligente las oportunidades que se le presentaron para manifestar su verdad y difundir su ideario.
No debemos olvidar que su fama se inicia cuando en el seno de una reunión a la que asistieron los más progresistas y honestos gestores de los movimientos opositores existentes en el México de principios de siglo, él se alzó emitiendo su opinión y señalando los caminos que debían seguirse.
Ese momento, ese instante en el que Ricardo Flores Magón tomó la palabra para señalar de manera sencilla, sin rebuscamientos ni lirismos, sin trampas ideologizantes, sino expresándose con sinceridad y sencillez sobre lo que él consideraba como el más grande estorbo e impedimento para que la sociedad del México de aquellos tiempos se encaminase por los senderos del progreso y de la felicidad común, cuando Ricardo Flores Magón dijo: ¡El problema de México lo es la dictadura del Sr. Porfirio Díaz! Fue entonces cuando aquél acto de completa honestidad cambio, por completo, el contenido de aquella reunión.
Está ya por terminar el siglo XX; dentro de cuarenta y tantos días dará comienzo un nuevo milenio. La sociedad en que vivimos y la ciudad en que habitamos no pueden ni deben quedar estancadas en el lirismo de un pasado que se supone épico y al cual se le apuntala con un sin fin de anécdotas y de míticos superhéroes.
No pienso que sea ni conveniente ni justo el otorgar a Ricardo Flores Magón el patético papel de un héroe derrotado, asimilándole a la imagen de Cristo crucificado, adolorido, sangrante, indefenso y de semblante suplicante, que nos pueda servir de escudo, que nos permita sentirnos aliviados de nuestra miseria cotidiana.
Yo pienso que en vez de homenajear y recordar a Ricardo Flores Magón como un héroe de la patria, debemos exaltar su figura humana, señalar sus errores y aplaudir sus virtudes, sin olvidar que al igual que nosotros él vivió su vida, tomó sus decisiones, cometió sus errores, saboreó sus triunfos y sufrió sus derrotas.
Y jamás debemos de pasar por alto que si la memoria de Ricardo Flores Magón se mantiene viva, ello se debe a que nosotros existimos; porque nosotros somos ahora lo importante, porque es nuestra vida, nuestros anhelos, nuestras esperanzas, nuestras risas y nuestras lágrimas lo que ahora importa.
¡Dejemos pues los mortales restos de Ricardo Flores Magón aquí en su tumba, en esta Rotonda de Hombres y Mujeres Ilustres!
¡Recordémosle con su nombre grabado en letras de oro en la Asamblea Legislativa de nuestra ciudad!
Pero a la vez unámonos a la voz del poeta y entonemos con él sus versos repitiendo:
¡Basta de historia y de cuentos!
¡Allá los muertos! Que entierren
Como Dios manda a sus muertos.
Ni vivimos del pasado,
Ni damos cuerda al recuerdo.
Somos, turbia y fresca, un agua que atropella sus comienzos.
Somos el ser que se crece.
Somos un río derecho.
Somos el golpe temible de un corazón no resuelto.
Muchísimas gracias.
Omar Cortés Gabiño.
México D. F. a 21 de noviembre de 1999.
Aclaraciones a la vida y obra de Ricardo Flores Magón
Tendría yo unos 18 años cuando mi hermano mayor, Jesús, trajo a casa un libro titulado: Los nihilistas. Podemos decir que ese fue el primer libro que vino a despertar en nuestros cerebros ideas sociales más concisas de las que ya nos bullían.
Pobres y miserables éramos, como pobres y miserables lo hemos sido en toda nuestra vida. De humildísima cuna, naturalmente siempre vivimos en contacto con el dolor de los desheredados; y este malestar social, desde pequeños, hizo marca en nuestro carácter, dejando huella profunda que jamás se ha borrado. Los nihilistas, despertó en nosotros ansias de libertad, mejor definidas en Ricardo, que contaba dos y medio años más que yo.
Algo que también trabajó mucho en nosotros, para empujarnos hacia la lucha y afianzar más aún nuestra nostalgia por la justicia social, fue el profundo contraste que a simple vista resultaba entre pobres y ricos, mucho más aún en la época porfiriana que en la presente. Por un lado, en la avenida principal de Plateros, ahora Francisco I. Madero, se podía contemplar el lujo insultante de aquella burguesía, principalmente en días festivos, arrastrada en lujosos carruajes, llena de pedrería, de sedas y perfumes, soberbia y altanera, mientras que a tiro de piedra, al salir de Plateros, sobre el Zócalo se encontraba uno entre una multitud de seres demacrados, casi desnudos, pobres y miserables.
Cuando Ricardo y Jesús cayeron presos en mayo de 1901, Eugenio Arnoux y yo, aunque torpes para el manejo de la pluma, y con la ayuda de algunos artículos que los presos lograban enviar de contrabando desde sus calabozos, sostuvimos vivo a Regeneración, hasta que el dictador lo mató. En esa ocasión me encontré entre los libros de Ricardo, Mentiras convencionales de nuestra civilización y La conquista del pan. Por demás está decir que devoré aquellos libros, que despejaron en mi cerebro las confusas ideas germinadas en él; y que, estoy seguro, hicieron igual efecto en el de Ricardo con anterioridad.
Cuando en julio de 1902 Ricardo arrendó el periódico El hijo del Ahuizote que entre él y yo redactábamos, fuimos lectores apasionados de Faure, Malatesta, Grave, Kropotkin, Gorki y Proudhon, consiguiéndonos difícilmente sus obras, por ser sumamente escasas en México en aquel entonces.
Cuando en septiembre del mismo año, 1902, Ricardo cayó preso junto con Evaristo Guillén y Federico Pérez Fernández, también caí yo junto con ellos; y en la prisión militar de Santiago Tlatelolco, donde fuimos hospedados por la tiranía reinante, fue cuando por primera vez hablamos seriamente Ricardo y yo sobre la conveniencia de propagar los ideales comunistas anárquicos que ya profesábamos, concluyendo por considerarlo inoportuno, dado el medio en que vivíamos, de una tiranía aplastante, que no nos permitiría ir muy lejos; y menos aún cuando en México había un prejuicio tremendo contra el anarquismo. Hasta el tibio socialismo de Estado sembraba espanto en el ánimo popular.
A últimos de enero de 1903 salimos de aquel presidio, para caer en la cárcel de Belén dos meses más tarde, con cualquier pretexto, pero en realidad por haber convertido una manifestación monstruo porfirista en antiporfirista. Fue entonces cuando más de ochenta personas- entre ellas hasta niños voceadores de nuestro periódico-, fuimos reducidos a prisión.
Ahí volvimos a hablar seriamente, Ricardo y yo, sobre la posibilidad de la propaganda anarquista. En esta ocasión, Juan Sarabia tomó participación en nuestras discusiones; pero no pudo llegar a estar de completo acuerdo con nosotros, deteniéndose siempre en el límite de un socialismo parlamentario por demás moderado.
El hijo del Ahuizote fue asesinado por Díaz; pues aunque estábamos presos, escribíamos desde nuestros calabozos como cuando estuvimos en la prisión militar. Excélsior, nuestro periódico serio y en el cual cada uno firmaba sus artículos, para dar aliento con nuestro ejemplo de valor civil, sólo alcanzó a publicarse hasta el cuarto número. Muertos nuestros dos periódicos, publicamos El alacrán, que al tercer número murió. Entonces publicamos El padre del Ahuizote, y muerto éste, El nieto del Ahuizote; después El bisnieto del Ahuizote; todos ellos con vida efímera, pues pronto eran suprimidos. Hasta que Porfirio Díaz decretó que ningún periódico o escrito nuestro podría ser publicado en México, so pena de severos castigos a los impresores que lo hicieran y decomisación de imprenta.
Desarmados por completo, sin quien se atreviera a publicar algo nuestro, pensamos en la mejor manera de salir adelante. Fue en esa ocasión cuando Ricardo y yo maduramos nuestro programa de acción para el futuro.
Nuestro primer paso debería de ser salir del país, marchándonos a Estados Unidos, a la entonces llamada República Modelo, que tenía fama de que los refugiados políticos eran respetados. Nuestros primeros trabajos deberían encaminarse al derrocamiento de la secular dictadura porfiriana; a cuyo efecto, reorganizaríamos el Partido Liberal Mexicano, estableciendo nosotros en aquél país la Junta Organizadora del mismo, para agrupar a todos los elementos antiporfiristas que ya habíamos reunido, y los que siguiésemos conquistando, bajo una misma bandera.
Conocedores del medio en que vivíamos y de la psicología, tradiciones, prejuicios, atavismos, etc., etc., del pueblo mexicano, y teniendo en cuenta el antagonismo, o mejor dicho, el miedo, del pueblo de entonces ante las ideas avanzadas, comprendimos desde luego lo imprudente que hubiera sido declarar nuestros postulados anarquistas; imprudencia que hubiera dado por resultado que quedásemos aislados y nuestra labor reducida prácticamente a nada. Por tal motivo, nuestro plan fue organizar el Partido Liberal Mexicano, fortalecerlo y después darle un programa cualquiera a seguir, como lo fue el de julio de 1906, que nos sirviera de pretexto para soliviantar en armas al pueblo mexicano en contra de Porfirio Díaz, para entonces, una vez en plena rebelión armada, cuando la conciencia de la propia fuerza convierte a los cobardes en audaces y las mentes conservadoras se espantan menos con las ideas avanzadas, presentarnos abiertamente como anarquistas, buscando orientar al movimiento armado hacia una finalidad libertaria, o al menos lo más avanzada posible, de manera que si nuestros esfuerzos no daban todo el fruto apetecido, sirvieran siquiera de base para futuras reivindicaciones.
Fue ese el plan que más tarde fuimos desarrollando y a nadie en absoluto revelamos, para impedir que una indiscreción diera al traste con nuestros trabajos. Acariciábamos en la mente nuestros altos ideales, que celosamente guardábamos en nuestros cerebros, esperando el momento oportuno para que, al esparcirlos diesen fruto seguro. Fue para nosotros altamente penoso tener que ocultar nuestra identidad anarquista y concretar nuestros escritos a arengas patrióticas que no sentíamos y a simular ser políticos cuando abominábamos de la política.
Después del primer levantamiento de 1906, apareció en junio de 1907 nuestro periódico Revolución. Como ya los ánimos populares estaban excitados, consideramos entonces conveniente comenzarle a inyectar a nuestra propaganda liberal algo de propaganda anárquica; pero siempre bajo la etiqueta liberal. Podemos decir que Revolución fue el órgano del Partido Liberal Mexicano en su periodo de transición al anarquismo, por cuyos ideales nuestra propaganda se hacia más y más definida, aunque siempre con resabios liberales, que iban siendo borrados mientras más se acercaba el día que habíamos fijado para el levantamiento armado, el 25 de junio de 1908, Práxedis G. Guerrero y yo, de acuerdo con Ricardo y Rivera, presos con Villarreal desde agosto de 1907. A principios de ese año y para darle una orientación social más definida a nuestro movimiento, acostumbramos poco a poco a nuestros camaradas a cambiar nuestro viejo lema de Reforma, Libertad y Justicia, por el de Pan, Libertad y Justicia, aunque en ocasiones aún usábamos el anterior, principalmente en los documentos oficiales, para no descubrirnos aún por completo.
Nuestro levantamiento de 1908, aunque fracasó, sirvió para despertar más al pueblo mexicano y sacarlo de la abyecta sumisión en que se hallaba bajo la bota del sanguinario Porfirio Díaz, dándole mayores arrestos revolucionarios, mayores atrevimientos y más ansias de libertarse de aquella opresión agobiante.
De ahí que cuando Regeneración reapareció en 1910, ya le diéramos una orientación marcadamente anarquista; pero siempre vigilando cuidadosamente de prenderle a nuestra propaganda una etiqueta liberal, tomándonos la precaución de cuidar que jamás se nos escapase escribir o pronunciar la palabra anarquía o anarquista, que hubieran espantado a los timoratos que abundaban en nuestras filas, los que propagaban ya nuestras ideas anarquistas, sosteniendo de buena fe que eran liberales. Ese cuidado tuvimos hasta en nuestro Manifiesto del 23 de septiembre de 1911, en el que con toda pureza campean lo ideales anarquistas comunistas, pero sin que se encuentre en todo ese documento ni una sola vez, esas palabras, que aún sembraban el espanto en la inmensa mayoría de los mexicanos. Su hubiéramos cometido la imprudencia de escribir esas palabras, dicho documento no hubiera alcanzado el larguísimo tiraje que tuvo, ni hubiera sido aceptado como la nueva bandera a seguir, con su nuevo lema de finalidad social amplia y profunda: Tierra y Libertad.
Fue en 1914, cuando salimos de la Penitenciaría de MacNeil y nos apuramos a regresar a nuestros puestos de combate, que abiertamente nos presentamos ya como anarquistas. Había terminado el peligro de quedarnos aislados y de que nuestros esfuerzos fueran infructuosos. La familia anarquista entre los mexicanos hacia ya número y nuestras ideas habían echado hondas raíces en la conciencia popular de este país lo bastante para dar garantías para el futuro.
Inevitablemente, los políticos han sabido aprovecharse de nuestros esfuerzos. El número de los que trafican con el bienestar de los demás, para su propio provecho, es infinito. Por otra parte, en tiempo de revoluciones, como cuando hay torbellinos, la basura sube inmediatamente, mientras se asienta el tiempo; después todo cae, la polvareda se calma y la naturaleza vuelve a sonreír a sus hijos.
La revolución social mexicana no ha terminado aún; solamente toma un pequeño descanso, después de largos diez años de constante batallar, arma al brazo. La basura aún está arriba; pero no debe cantar triunfo todavía. La revolución social mexicana está en un periodo de receso, mientras que engrasa el mosquete y reorganiza mejor sus fuerzas, para seguir adelante, con sangre nueva, joven, vigorosa.
De los viejos iniciadores de aquella contienda quedamos vivos muy pocos; muchos han muerto, muchísimos otros, como Antonio de P. Araujo, han defeccionado lastimosamente, encanallándose a los pies de la basura, al parecer triunfante.
Pero en cambio, un buen porcentaje de sangre joven ha entrado a nuestro movimiento, inyectándole nueva vida y nueva fuerza. Estos buenos muchachos serán los continuadores de la obra, dentro de poco; y con ellos iremos los viejos a colaborar con nuestros esfuerzos y nuestra experiencia duramente adquirida, con la esperanza halagadora de poder seguir siendo útiles en algo a la causa común.
Ahora, estamos en paz, algo menos que la paz tradicional de Varsovia, esparciendo constantemente nuestra propaganda por todos los medios que nuestra miseria nos permite, esperando a que el tiempo madure, como diría nuestro querido Errico Malatesta.
Mientras tanto, nuestras ideas avanzan, hallando campo fructífero en los desengaños políticos frecuentes, que sufren los que aún creen en la necesidad de tener un arriero como los asnos, que les curta el cuero a palos, para poder caminar por la senda de la vida. Afortunadamente, como digo, los desengaños son frecuentes, con cada merolico que sube al poder ofreciendo miles de remedios sociales, pero sin curar ningún mal. Todos los que suben son amigos de los trabajadores y van a hacer su felicidad. Así hablan esos aventureros, porque estando ya en nuestra atmósfera un ambiente radical, no pueden atraerse a la gente y conseguir sus votos si no es hablando radicalmente.
Los políticos son el mejor espejo del pensamiento popular. Si ellos, hablan radicalmente, es porque el pueblo piensa más radicalmente de lo que ellos se permiten hablar; naturalmente, siempre buscando torcer las ideas para su conveniencia personal. Pero tanto ofrecen sin cumplir nada; tantos suben y bajan sin que el pueblo halle remedio a sus males, que nuestras filas van aumentando. Con lo que la revolución social, mientras toma un pequeño descanso, sigue engrosando sus filas.
Esto, afortunadamente, no lo ve la basura desde lo alto del plano en que se mueve a impulsos del remolino revolucionario; y aunque hablando aún radicalmente y expidiendo decretos anodinos, dizque para remediar la condición de los de abajo, sin conseguir más que crear nuevos puestos para nuevas sanguijuelas públicas que chupen la sangre del pueblo, procuren a la vez ir restringiendo las pocas libertades conquistadas, con la esperanza de regresar a los buenos tiempos porfirianos. Y, naturalmente, todo esto va devolviendo sus fuerzas a la fatigada revolución social que espero podrá ponerse pronto en marcha nuevamente, con mayores bríos y con una finalidad ya bien definida: hacia el comunismo anárquico.
Enrique Flores Magón.
De La Protesta del 30 de marzo de 1925.
A manera de prólogo
Discurso pronunciado por el C. Diputado federal Antonio Díaz Soto y Gama a raíz de la muerte de Ricardo Flores Magón
Compañeros:
Tengo el honor, como uno de los últimos, de los más indignos compañeros que fui de Ricardo Flores Magón, tengo el honor de dar a esta Cámara la noticia de su muerte, ocurrida ayer en Los Ángeles, Cal.[1]
Yo no diré que quisiera ser orador para hablar de Ricardo Flores Magón.
Los hombres grandes, dice Martí, no necesitan, para ser elogiados, de grandes palabras. Para hablar de los hombres grandes se debe hablar, urge hablar con frase clara y sencilla, como clara y sencilla fue la vida de esos hombres.
Nadie quizá más grande entre los revolucionarios mexicanos, que Ricardo Flores Magón. Ricardo Flores Magón, modesto; Ricardo Flores Magón, que tuvo la fortuna, la dicha inmensa de jamás ser vencedor; Ricardo Flores Magón, que sólo conoció las espinas y los dolores de la revolución, es un hombre delante del cual debemos inclinarnos todos los revolucionarios que hemos tenido, quizá, la desgracia de saborear algo de los manjares servidos en el banquete de la revolución.
Para Ricardo Flores Magón no debe haber frases de dolor ni tribunas enlutadas: sería demasiado burgués, demasiado indigno de ese hombre grande, de ese rebelde excelso, venir aquí y pedir cosas burguesas; yo quiero en este momento tener algo de la rebeldía de aquel numen de la rebeldía, de aquel hombre inquieto, para decir: No necesitamos luto, ni llevamos luto en el alma los compañeros, los camaradas de Ricardo Flores Magón; llevamos respeto, mucho respeto íntimo, respeto y admiración profunda por el gran luchador, por el inmenso hombre de carácter que se llamó Ricardo Flores Magón.
Ricardo Flores Magón que no fue vencedor y por eso no se le honró; Ricardo Flores Magón que no llegó a la presidencia como Madero, ni a la Primera Jefatura como Carranza, ni a los honores como hoy llegan los jefes militares de la revolución; Ricardo Flores Magón, sin embargo, es el precursor de la revolución, el verdadero autor de ella, el autor intelectual de la revolución mexicana.
Y por eso, porque no fue vencedor, no se le honra; no necesita honores: necesita simplemente la admiración de todos los revolucionarios, y esa admiración la tenemos los que no nos inclinamos ni ante el éxito, ni ante los honores, ni ante los grandes.
Para Ricardo Flores Magón sólo debe de haber frases de admiración y de justicia; Ricardo Flores Magón nunca pidió que se enlutara esta tribuna, no lo pediría; Ricardo Flores Magón tuvo el gesto de grandeza de rechazar la pensión que esta Cámara decretó en su honor, y no seria yo quien manchara su nombre pidiendo que así como se enluta la tribuna por un magistrado caduco, representativo de las ideas viejas, fuera a enlutarse esta tribuna que no es digna de la figura de Flores Magón, porque él fue más que la Cámara, fue más que la Representación Nacional, porque fue la inspiración, la videncia que llevó al pueblo a la revolución.
De manera que para él no pido más que respeto profundo; que lo respeten los que quieran respetarlo, que se inclinen ante él los que tengan para él admiración; poco nos importa que la prensa no lo honre y que los reaccionarios lo desprecien; poco nos importa que la plutocracia norteamericana lo haya marcado con el hierro candente de su maldad y de su ferocidad, y que a esa plutocracia se deba la muerte de Flores Magón.
Es mejor que esa plutocracia no haya concedido la libertad del gran rebelde; es infinitamente mejor que Ricardo Flores Magón haya cerrado su vida como la abrió: siempre rebelde, siempre sin prosternarse.
¡Mejor así! Ricardo Flores Magón, he dicho, fue el precursor de la revolución y el autor intelectual de ella; Ricardo Flores Magón preparó el terreno a Madero, y Madero y el maderismo vinieron a encontrarse el terreno preparado, la mesa puesta, por lo menos en el terreno ideológico de la preparación de las masas; pero como Madero triunfó, es el ídolo; como Ricardo Flores Magón murió en una cárcel, Flores Magón pasará quizá desapercibido para los ojos ingratos.
Flores Magón vio la revolución totalmente, íntegramente en una visión plena de vidente, no de visionario.
Ricardo Flores Magón abarcó todo el problema de la revolución, como no lo abarcó Madero ni tampoco Carranza; basta comparar sus palabras luminosas, sus frases candentes, sus frases de visión y rebeldía, sus presentimientos, anteriores al movimiento de 1910; basta leer cualquiera de sus artículos al acaso y compararlos con el mezquino, con el anodino Plan de San Luis o con el ridículo Plan de Guadalupe.
Para justificar mis palabras, quiero leer un trozo de artículo que al acaso, como si adivinara lo que iba a suceder, leí hace unos pocos días en un viaje a Morelos.
Decía Ricardo Flores Magón la víspera misma del rompimiento de las hostilidades contra Porfirio Díaz; decía en Regeneración, con fecha 19 de noviembre de 1910, abarcando todo el problema, toda la videncia de la revolución:
No es posible predecir, repito, hasta dónde llegarán las reivindicaciones populares en la revolución que se avecina...
Aquí está todo el programa de la revolución hecho con una videncia que ya quisieran para sí los científicos. Esta todo, está el problema de la tierra; está la posibilidad científica, la posibilidad humana; está la expresión que apenas puede uno creer que exista en los labios de un hombre tan radical y tan vehemente como Flores Magón; casi la videncia del político, del estadista: ... pero hay que procurar lo más que se pueda.
Todo lo previó este hombre: previó que la conquista de la tierra era la base de todas las demás libertades, y que, conquistada la libertad económica del campesino, sobre esa libertad se edificaría todo el edificio revolucionario.
Y lo dice con esa claridad, con esa llaneza de los apóstoles, sin galas retóricas, sin tonalidades líricas, con una sencillez enorme. Y si nada más eso se obtuviera:
Ya sería un gran paso hacer que la tierra fuera de la propiedad de todos, y si no hubiera fuerza suficiente o suficiente conciencia entre los revolucionarios para obtener más ventaja que esa, ella sería la base de reivindicaciones próximas, que por la sola fuerza de las circunstancias, conquistaría el proletariado.
¡Qué diferencia entre esto y los alardes de radicalismo excesivo, peligroso y utópico! ¡Qué grandeza en la expresión! Por la sola fuerza de las circunstancias. Una vez realizada la emancipación del campesino, una vez hecha la justicia en el reparto de la tierra, todo lo demás vendrá por añadidura.
Y cuando un hombre como éste desaparece, y desaparece grande, justo es recordar su memoria, de paso, en tropel, en montón, en desorden como en desorden escribió sus artículos, como en desorden fue su vida.
Yo no quiero absolutamente hacer aquí alarde de frases oratorias que ni están en mi carácter ni podría tenerlas, ni debo tenerlas en este momento; pero si quiero acordarme en globo, en tropel, quizá desordenadamente, de algo de esa personalidad; quisiera acordarme, en medio del tropel de recuerdos, de algo que ponga de manifiesto, si posible es, la personalidad de aquel luchador.
Me acuerdo, de pasada, como en una pincelada, de aquella su peregrinación por esta ciudad de México, entonces más mercachifle todavía que ahora, entonces más terrible todavía, para los revolucionarios, porque hoy se posterna ante ellos, aunque sea hipócritamente, a reserva de herirlos por la espalda cuando pueda, porque los ve fuertes. Y entonces no; entonces ser oposicionista era ser visto con desprecio y marcado con el estigma de toda la sociedad metropolitana; y en aquellos momentos, allá por el año de mil novecientos dos, cuando floreció el imperio de las bayonetas en las manos de Bernardo Reyes, atravesaba Ricardo Flores Magón, enhiesto, altivo, entre dos filas de soldados en unión de dos personas ilustres, Juan Sarabia y Librado Rivera, atravesaba las calles de la Metrópoli, repito, entre dos filas de soldados para ser llevado a la prisión de Santiago Tlatelolco; y Ricardo Flores Magón, en medio de la admiración y de la estupefacción de los transeúntes, lanzó vivas a la revolución, vivas al porvenir y mueras a Porfirio Díaz, sabiendo muy bien que aquellos mueras le podrían causar la muerte.
Entonces éramos jóvenes, teníamos el pecho anhelante y el alma pujante, y, sin embargo, nos sobrecogíamos de admiración ante aquella rebeldía; aquél gesto, aquellos gritos fueron los precursores de la revolución.
¡Cuántos de los jóvenes y hombres presentes aprendieron a ser revolucionarios y bebieron la linfa revolucionaria de la pluma de los Flores Magón! ¡Cuántos deben haber abierto su cerebro y su alma al nuevo aliento, a la nueva vida, por Ricardo Flores Magón!
Por eso tratándose de este hombre no caben frases, sino sentimientos; me parece verlo en la cárcel de Belén, escribiendo, garrapateando cuartillas con su letra menuda, chiquita, apretada, con su miopía que debería convertirse en ceguera en las prisiones norteamericanas; me parece verlo siempre con fe, siempre con ánimo, jamás desfalleciente, siempre con una serenidad espartana, siempre dándonos lecciones y clases de civismo, de honradez, de energía; me parece verlo en aquellos días de nuestra juventud cuando muchos jóvenes, que hoy somos ya hombres, sentíamos el aleteo impuro y malsano de esta ciudad cortesana, de esta ciudad de placeres, verlo solo, consagrado a su idea, a esa obsesión gloriosa, a esa sublime obsesión que le duró veinte años.
¿Qué clase de hombre era este, qué clase de carácter era este? Era el carácter del indio de Oaxaca, del indio mixteco o zapoteco, y por eso nosotros los revolucionarios nos enorgullecemos grandemente; ya que los reaccionarios, los hombres enamorados de un pasado que no volverá, se enorgullecen con tener un Porfirio Díaz, nosotros los revolucionarios, los agraristas, nos enorgullecemos con que Ricardo Flores Magón sea también hijo de Oaxaca.
¡Antítesis curiosa del destino! Frente al tirano más grande y abominable, el más grande de los agitadores libertarios.
Si Oaxaca se deshonró por haber nacido allí un Porfirio Díaz, Oaxaca se enalteció y lavó su mancha con haber engendrado a Ricardo Flores Magón.
Para nosotros, los revolucionarios, es un culto el que tenemos para esos hombres que, como Flores Magón, dio su vida por su ideal lentamente, gota a gota, en la prisión obscura; que no tiene grandezas militares, ni aplausos de las multitudes, ni sonrisas de las hermosas; pero esa gloria, que no es la aureola militar, es más respetable para nosotros que la gloria del que vence en los campos de batalla.
Y por esto nosotros, los rebeldes, los que no somos militaristas, nos inclinamos y nos inclinaremos siempre más ante un Flores Magón y un Zapata que ante un Madero o ante un Carranza, o ante cualquiera de los vencedores presentes o futuros.
Y por esto, señores, yo, al bajarme de esta tribuna, no quiero más que esto: un grito ahogado en el alma, pero que quiera decir respeto y admiración para este hombre, y en lugar de pedir a ustedes algo de luto, algo de tristeza, algo de crespones negros, yo pido un aplauso estruendoso, que los revolucionarios mexicanos, los hermanos de Flores Magón dediquen al hermano muerto, al gran rebelde, al inmenso inquieto, al enorme hombre de carácter jamás manchado, sin una mancha, sin una vacilación, que se llamó Ricardo Flores Magón.
Discurso pronunciado el 16 de septiembre de 1910
Compañeros:
Un recuerdo glorioso y una aspiración santa nos congrega esta noche.
Cada vez más claro, según el tiempo avanza; cada vez más definido, según pasan los años, vemos aquel acto grandioso, aquel acto inmortal llevado a cabo por un hombre que en los umbrales de la muerte, cuando su religión le mostraba el cielo, bajó la vista hacia la Tierra, donde gemían los hombres bajo el peso de las cadenas, y no quiso irse de esta vida, no quiso decir su eterno adiós a la humanidad sin antes haber roto las cadenas y transformado al esclavo en hombre libre.
Yo gusto de representarme el acto glorioso. Veo con los ojos de mi imaginación la simpática figura de Miguel Hidalgo. Veo sus cabellos, blanqueados por los años y por el estudio, flotar al aire: veo el noble gesto del héroe iluminar el rostro apacible de aquel anciano. Lo veo, en la tranquilidad de su aposento, ponerse repentinamente en pie y llevar la mano nerviosa a la frente.
Todos duermen, menos él. La vida parece suspendida en aquel pueblo de hombres cansados por el trabajo y la tiranía; pero Hidalgo vela por todos, Hidalgo piensa por todos. Veo a Hidalgo lanzarse a la cabeza de media docena de hombres para someter un despotismo sostenido por muchos miles de hombres. Con un puñado de valientes llega a la cárcel y pone en libertad a los presos; va a la iglesia después y congrega al pueblo, y, al frente de menos de cincuenta hombres, arroja el guante al despotismo.
Ese fue el principio de la formidable rebelión cuyo centenario celebramos esta noche; este fue el comienzo de la insurrección que, si algo puede enseñarnos, es a no desconfiar de la fuerza del pueblo, porque precisamente fueron sus autores los que aemente son los más débiles.
No fueron los ricos los que rodearon a Hidalgo en su empresa de gigante: fueron los pobres, fueron los desheredados, fueron los parias, los que amasaron con su sangre y con sus vidas la gloria de Granaditas, la tragedia de Calderón y la epopeya de Las Cruces.
Los pobres son la fuerza, no porque son pobres, sino porque son el mayor número. Cuando los pueblos tengan la conciencia de que son más fuertes que sus dominadores, no habrá más tiranos.
Proletarios: la obra de la Independencia fue vuestra obra; el triunfo contra el poderío de España fue vuestro triunfo; pero que no sirva este triunfo para que os echéis a dormir en brazos de la gloria. Con toda la sinceridad de mi conciencia honrada os invito a despertar.
El triunfo de la revolución que iniciasteis el 16 de septiembre de 1810 os dio la Independencia nacional; el triunfo de la revolución que iniciasteis en Ayutla os dio la libertad política; pero seguís siendo esclavos, esclavos de ese moderno señor que no usa espada, no ciñe casco guerrero, ni habita almenados castillos, ni es héroe de alguna epopeya: sois esclavos de ese nuevo señor cuyos castillos son los bancos y se llama el Capital.
Todo está subordinado a las exigencias y a la conservación del Capital. El soldado reparte la muerte en beneficio del Capital; el juez sentencia a presidio en beneficio del Capital; la máquina gubernamental funciona por entero, exclusivamente, en beneficio del Capital; el Estado mismo, republicano o monárquico, es una institución que tiene por objeto exclusivo la protección y salvaguarda del Capital.
El Capital es el Dios moderno, a cuyos pies se arrodillan y muerden el polvo los pueblos todos de la Tierra. Ningún Dios ha tenido mayor número de creyentes ni ha sido tan universalmente adorado y temido como el Capital, y ningún Dios, como el Capital, ha tenido en sus altares mayor número de sacrificios.
El Dios Capital no tiene corazón ni sabe oír. Tiene garras y tiene colmillos. Proletarios, todos vosotros estáis entre las garras y colmillos del Capital; el Capital os bebe la sangre y trunca el porvenir de vuestros hijos.
Si bajáis a la mina, no es para haceros ricos vosotros, sino para hacer ricos a vuestros amos; si vais a encerraros por largas horas en esos presidios modernos que se llaman fábricas y talleres, no es para labrar vuestro bienestar ni el de vuestras familias: es para procurar el bienestar de vuestros patrones; si vais a la línea del ferrocarril a clavar rieles, no es para que viajéis vosotros, sino vuestros señores; si levantáis con vuestras manos un palacio, no es para que lo habiten vuestra mujer y vuestros hijos, sino para que vivan en él los señores del Capital.
En cambio de todo lo que hacéis, en cambio de vuestro trabajo, se os da un salario perfectamente calculado para que apenas podáis cubrir las más urgentes de vuestras necesidades, y nada más.
El sistema de salario os hace depender, por completo, de la voluntad y del capricho del Capital. No hay más que una sola diferencia entre vosotros y los esclavos de la antigüedad, y esa diferencia consiste en que vosotros tenéis la libertad de elegir vuestros amos.
Compañeros: habéis conquistado la Independencia nacional y por eso os llamáis mexicanos: conquistasteis así mismo, vuestra libertad política, y por eso os llamáis ciudadanos; falta por conquistar la más preciosa de las libertades; aquélla que hará de la especie humana el orgullo y la gloria de esta mustia Tierra, hasta hoy deshonrada por el orgullo de los de arriba y la humildad de los de abajo.
La libertad económica es la base de todas las libertades. Ante el fracaso innegable de la libertad política en todos los pueblos cultos de la Tierra, como panacea para curar todos los dolores de la especie humana, el proletariado ha llegado a la conclusión de que la emancipación de los trabajadores debe ser obra de los trabajadores mismos, y este sencillo axioma es el cimiento de granito de toda obra verdaderamente revolucionaria.
Compañeros, conozco al mexicano. La historia me dice todo lo que puede hacer el mexicano. Abrid la página de ese gran libro que se llama historia de México, y en ella encontraréis los grandes hechos de los hombres de nuestra raza.
Es grande el mexicano cuando rechaza, con su pecho desnudo y sus armas de piedra, al bandidaje español caído en nuestra tierra, en son de conquista; es grande el mexicano cuando vencido y torturado, cuando sus carnes arden en el suplicio del fuego, lanza una mirada despreciativa a sus verdugos y formula, con la sonrisa en los labios, aquella pregunta digna de un dios en desgracia y que es algo así como la nota más alta de la ironía, arrancada a los horrores de la tragedia: ¿Estoy acaso en un lecho de rosas?
Es grande el mexicano cuando sepulta, bajo una tormenta de guijarros, la altura altanera de la alhóndiga de Granaditas; es grande el mexicano en Cuautla, grande en el cerro de El Sombrero, grande en Padierna y Chapultepec, grande en Calpulalpan, grande en Puebla, grande en Santa Isabel y en Querétaro.
Grandes sabéis ser en el infortunio y grandes en el triunfo: ahí está la historia que lo dice.
Cada vez que el humano progreso da un paso, dais vosotros un paso también. No queréis ir atrás, os avergüenza quedaros a la zaga de vuestros hermanos de las otras razas, y aun bajo el peso de la tiranía, cuando la conciencia humana parece dormir, y cuerpo y espíritu son esclavos, viven en vosotros, con la vida intensa de las cualidades de la raza, el estoicismo de Cuauhtémoc, la serena audacia de Hidalgo, el arrojo indomable de Morelos, la virtud de Guerrero y la constancia inquebrantable de Juárez, el indio sublime, el indio inmenso, el piloto gigante que llevó a la raza a seguro puerto en medio de los escollos y de las tempestades de un mar traidor.
Mexicanos: vuestro pasado merece un aplauso. Ahora es preciso que conquistéis el aplauso del porvenir por vuestra conducta en el presente. Habéis cumplido con vuestro deber en las grandes luchas del pasado; pero falta que toméis la parte que os corresponde en las grandes luchas del presente.
La libertad que conquistasteis no puede ser efectiva, no podrá beneficiaros mientras no conquistéis la base primordial de todas las libertades: la libertad económica, sin la cual el hombre es miserable juguete de los ladrones del gobierno y de la banca, que tienen sometida a la humanidad con algo más pesado que las cadenas, con algo más inicuo que el presidio y que se llama la miseria, ¡el infierno trasplantado a la Tierra por la codicia del rico!
Os independizasteis de España; independizaos, ahora, de la miseria. Fuisteis audaces entonces; sed audaces ahora uniendo todas vuestras fuerzas a las del Partido Liberal Mexicano en su lucha a muerte contra el despotismo de Porfirio Díaz.
En pos de la libertad
Disertación leída el 30 de octubre de 1910
La humanidad se encuentra en estos momentos en uno de esos periodos que se llaman de transición, esto es, el momento histórico en que las sociedades humanas hacen esfuerzos para transformar el medio político y social en que han vivido, por otro que esté en mejor acuerdo con el modo de pensar de la época y satisfaga un poco más las aspiraciones generales de la masa humana.
Quienquiera que tenga la buena costumbre de informarse de lo que ocurre por el mundo, habrá notado, de hace unos diez años a esta parte, un aumento de actividad de los diversos órdenes de la vida política y social.
Se nota una especie de fiebre, una ansia parecida a la que se apodera del que siente que le falta aire para respirar. Es este un malestar colectivo que se hace cada vez más agudo, como que cada vez es más grande la diferencia entre nuestros pensamientos y los actos que nos vemos precisados a ejecutar, así en los detalles como en el conjunto de nuestras relaciones con los semejantes.
Se piensa de un modo y se obra de otro distinto; ninguna relación hay entre el pensamiento y la acción. A esta incongruencia del pensamiento y de la realidad, a esta falta de armonía entre el ideal y el hecho, se debe esa excitación febril, esa ansia, ese malestar, parte de este gran movimiento que se traduce en la actividad que se observa en todos los países civilizados para transformar este medio, este ambiente político y social, sostenido por instituciones caducas que ya no satisfacen a los pueblos, en otro que armonice mejor con la tendencia moderna a mayor libertad y mayor bienestar.
El menos observador de los lectores de periódicos habrá podido notar este hecho. Hay una tendencia general a la innovación, a la reforma, que se exterioriza en hechos individuales o colectivos: el destronamiento de un Rey, la declaración de una huelga, la adopción de la acción directa por tal o cual sindicato obrero, la explosión de una bomba al paso de algún tirano, la entrada al régimen constitucional de pueblos hasta hace poco regidos por monarquías absolutas, el republicanismo amenazando a las monarquías constitucionales, el socialismo haciendo oír su voz en los Parlamentos, la Escuela Moderna abriendo sus puertas en las principales ciudades del mundo y la filosofía anarquista haciendo prosélitos hasta en pueblos como el del Indostán y la China: hechos son éstos que no pueden ser considerados aisladamente, como no teniendo relación alguna con el estado general de la opinión, sino más bien como el principio de un poderoso movimiento universal en pos de la libertad y la felicidad.
Lo que indica claramente que nos encontramos en un periodo de transición, es el carácter de la tendencia de ese movimiento universal.
No se ve en él, en manera alguna, el propósito de conservar las formas de vida política y social existentes, sino que cada pueblo, según el grado de cultura que ha alcanzado, según el grado de educación en que se halla, y el carácter más o menos revolucionario de sus sindicatos obreros, reacciona contra el medio ambiente en pro de la transformación, siendo digno de notarse que la fuerza propulsora, en la mayoría de los casos, para lograr la transformación en un sentido progresivo del ambiente, ya no viene desde arriba hacia abajo, esto es, de las clases altas a las bajas de la sociedad, como sucedía antes, sino desde abajo hacia arriba, siendo los sindicatos obreros, en realidad, los laboratorios en que se moldea y se prepara la nueva forma que adoptarán las sociedades humanas del porvenir.
Este trabajo universal de transformación no podía dejar de afectar a México, que, aunque detenido en su evolución por la imposición forzosa de un despotismo sin paralelo casi en la historia de las desdichas humanas, de hace algunos años a esta parte, da también señales de vida, pues no podía sustraerse a él en esta época en que tan fácilmente se ponen en comunicación los pueblos todos de la Tierra.
Los diarios, las revistas, los libros, los viajeros, el telégrafo, el cable submarino, las relaciones comerciales, todo contribuye a que ningún pueblo quede aislado y sin tomar carácter mundial, y México toma la parte que le corresponde en él, dispuesto, como todos los pueblos de la Tierra en este momento solemne, a dar un paso, si es que no puede dar un salto —que yo creo que sí lo dará—, en la grande obra de la transformación universal de las sociedades humanas.
México, como digo, no podía quedar aislado en el gran movimiento ascensional de las sociedades humanas, y prueba de lo que digo es la agitación que se observa en todas las ramas de la familia mexicana.
Haciendo a un lado preocupaciones de bandería, que creo no tener, voy a plantear ante vosotros la verdadera situación del pueblo mexicano y lo que la causa universal de la dignificación humana puede esperar de la participación de la sociedad mexicana en el movimiento de transformación del medio ambiente.
No por su educación, sino por las circunstancias especiales en que se encuentra el pueblo mexicano, es probable que sea nuestra raza la primera en el mundo que dé un paso franco en la vía de la reforma social.
México es el país de los inmensamente pobres y de los inmensamente ricos. Casi puede decirse que en México no hay término medio entre las dos clases sociales: la alta y la baja, la poseedora y la no poseedora; hay, sencillamente, pobres y ricos.
Los primeros, los pobres, privados casi en lo absoluto de toda comodidad, de todo bienestar; los segundos, los ricos, provistos de todo cuanto hace agradable la vida.
México es el país de los contrastes. Sobre una tierra maravillosamente rica, vegeta un pueblo incomparablemente pobre.
Alrededor de una aristocracia brillante, ricamente ataviada, pasea sus desnudeces la clase trabajadora.
Lujosos trenes y soberbios palacios muestran el poder y la arrogancia de la clase rica, mientras los pobres se amontonan en las vecindades y pocilgas de los arrabales de las grandes ciudades.
Y como para que todo sea contraste en México, al lado de una gran ilustración adquirida por algunas clases, se ofrece la negrura de la supina ignorancia de otras.
Estos contrastes tan notables, que ningún extranjero que visita México puede dejar de observar, alimentan y robustecen dos sentimientos: uno, de desprecio infinito de la clase rica e ilustrada por la clase trabajadora, y otro de odio amargo de la clase pobre por la clase dominadora, a la vez que la notable diferencia entre las dos clases va marcando en cada una de ellas caracteres étnicos distintos, al grado de que casi puede decirse que la familia mexicana está compuesta de dos razas diferentes, y andando el tiempo esa diferencia será de tal naturaleza que al hablar de México, los libros de geografía del porvenir dirán que son dos las razas que lo pueblan, si no se verificase una conmoción social que acercase las dos clases sociales y las mezclase, y fundiese las diferencias físicas de ambas en un solo tipo.
Cada día se hacen más tirantes las relaciones entre las dos clases sociales, a medida que el proletariado se hace más consciente de su miseria y la burguesía se da mejor cuenta de la tendencia, cada vez más definida, de las clases laboriosas a su emancipación.
El trabajador ya no se conforma con los mezquinos salarios acostumbrados. Ahora emigra al extranjero en busca de bienestar económico, o invade los grandes centros industriales de México.
Se está acabando en nuestro país el tipo de trabajador por el cual suspira la burguesía mexicana: aquel que trabajaba, para un solo amo toda la vida, el criado que desde niño ingresaba a una casa y se hacía viejo en ella, el peón que no conocía ni siquiera los confines de la hacienda donde nacía, crecía, trabajaba y moría.
Había personas que no se alejaban más allá de donde todavía podían ser escuchadas las vibraciones del campanario de su pueblo. Este tipo de trabajador está siendo cada vez más escaso.
Ya no se consideran, como antes, sagradas las deudas con la hacienda, las huelgas son más frecuentes de día en día y en varias partes del país nacen los embriones de los sindicatos obreros del porvenir.
El conflicto entre el Capital y el Trabajo es ya un hecho, un hecho comprobado por una serie de actos que tienen exacta conexión unos con otros, la misma causa, la misma tendencia; fueron hace algunos años los primeros movimientos de los que despierta y se encuentra con que desciende por una pendiente; ahora es ya la desesperación del que se da cuenta del peligro y lucha a brazo partido movido por el instinto de propia conservación. Instinto digo, y creo no equivocarme.
Hay una gran diferencia en el fondo de dos actos al parecer iguales. El instinto de propia conservación impele a un obrero a declararse en huelga para ganar algo más, de modo de poder pasar mejor la vida. Al obrar así ese obrero, no tiene en cuenta la justicia de su demanda. Simplemente quiere tener algunas pocas comodidades de las cuales carece, y si las obtiene, hasta se lo agradece al patrón, con cuya gratitud demuestra que no tiene idea alguna sobre el derecho que corresponde a cada trabajador de no dejar ganancia alguna a sus patrones.
En cambio, el obrero que se declara en huelga con el preconcebido objeto de obtener no solo un aumento en su salario, sino de restar fuerza moral al pretendido derecho del Capital a obtener ganancias a costa del trabajo humano, aunque se trate igualmente de una huelga, obra el trabajador en este caso conscientemente y la trascendencia de su acto será grande para la causa de la clase trabajadora.
Pero si este movimiento espontáneo, producido por el instinto de la propia conservación, es inconsciente para la masa obrera mexicana, en general no lo es para una minoría selecta de la clase trabajadora de nuestro país, verdadero núcleo del gran organismo que resolverá el problema social en un porvenir cercano.
Esa minoría, al obrar en un momento oportuno, tendrá el poder suficiente de llevar la gran masa de trabajadores a la conquista de su emancipación política y social.
Esto en cuanto a la situación económica de la clase trabajadora mexicana.
Por lo que respecta a su situación política, a sus relaciones con los poderes públicos, todos vosotros sois testigos de cómo se las arregla el gobierno para tener sometida a la clase proletaria. Para ninguno de vosotros es cosa nueva saber que sobre México pesa el más vergonzoso de los despotismos.
Porfirio Díaz, el jefe de ese despotismo ha tomado especial empeño en tener a los trabajadores en la ignorancia de sus derechos tanto políticos como sociales, como que sabe bien que la mejor base de una tiranía es la ignorancia de las masas.
Un tirano no confía tanto la estabilidad de su dominio en la fuerza de las armas como en la ceguera del pueblo. De aquí que Porfirio Díaz no tome empeño en que las masas se eduquen y se dignifiquen.
El bienestar, por si solo, obra benéficamente en la moralidad del individuo; Díaz lo comprende así, y para evitar que el mexicano se dignifique por el bienestar, aconseja a los patrones que no paguen salarios elevados a los trabajadores. De ese modo cierra el tirano todas las puertas a la clase trabajadora mexicana, arrebatándole dos de los principales agentes de fuerza moral: la educación y el bienestar.
Porfirio Díaz ha mostrado siempre decidido empeño en conseguir que el proletariado mexicano se considere a sí mismo inferior en mentalidad, moralidad y habilidad técnica y hasta en resistencia física a su hermano el trabajador europeo y norteamericano.
Los periódicos pagados por el gobierno, entre los que descuella El Imparcial, han aconsejado en todo tiempo, sumisión al trabajador mexicano, en virtud de la supuesta inferioridad, insinuando que si el trabajador lograse mejor salario y disminución de la jornada de trabajo, tendría más dinero que derrochar en el vicio y más tiempo para contraer malos hábitos.
Esto, naturalmente, ha retrasado la evolución del proletariado mexicano; pero no es lo único que ha sufrido bajo el feroz despotismo del bandolero oaxaqueño.
La miseria en su totalidad más aguda, la pobreza más abyecta, ha sido el resultado inmediato de esa política que tan provechosa ha sido así al despotismo como a la clase capitalista.
Política provechosa para el despotismo ha sido esa, porque por medio de ella se han podido echar sobre las espaldas del pobre todas las cargas: las contribuciones son pagadas en último análisis por los pobres, exclusivamente; el contingente para el ejército se recluta exclusivamente entre la masa proletaria; los servicios gratuitos que imponen las autoridades de los pueblos recaen también, exclusivamente, en la persona de los pobres.
Las autoridades, tanto políticas como municipales, fabrican fortunas multando a los trabajadores con el menor pretexto, y para que la explotación sea completa, las tiendas de raya reducen casi a nada los salarios, y el clero los merma aún más vendiendo el derecho de entrada al cielo.
No se sabe que tanto tiempo tendría que durar esta situación para el proletariado mexicano si por desgracia no hubieran alcanzado los efectos de la tiranía de Porfirio Díaz a las clases directoras mismas.
Estas, durante los primeros lustros de la dictadura de Porfirio Díaz, fueron el mejor apoyo del despotismo. El clero y la burguesía, unidos fuertemente a la autoridad, tenían al pueblo trabajador completamente sometido; pero como la ley de la época es la competencia en el terreno de los negocios, una buena parte de la burguesía ha sido vencida por una minoría de su misma clase, formada de hombres inteligentes que se han aprovechado de su influencia en el poder público para hacer negocios cuantiosos acaparando para sí las mejores empresas y dejando sin participación en ellas al resto de la burguesía, lo que ocasionó, naturalmente, la división de esa clase, quedando leal a Porfirio Díaz la minoría burguesa conocida con el nombre de los científicos, mientras el resto volvió armas contra el gobierno y formó los partidos militantes de oposición a Díaz y especialmente a Ramón Corral, el vicepresidente, bajo las denominaciones de Partido Nacional Democrático y Partido Nacional Antirreeleccionista, cuyos programas conservadores no dejan lugar a duda de que no son partidos absolutamente burgueses.
Sea como fuere, esos dos partidos forman parte de las fuerzas disolventes que obran en estos momentos contra la tiranía que impera en nuestro país, de las cuales la del Partido Liberal constituye la más enérgica y será la que en último resultado prepondere sobre los demás, como es de desearse, por ser el Partido Liberal el verdadero partido de los oprimidos, de los pobres, de los proletarios; la esperanza de los esclavos del salario, de los deheredados, de los que tienen por patria una tierra que pertenece por igual a científicos porfiristas como a burgueses demócratas y antireeleccionistas.
La situación del pueblo mexicano es especialísima, Contra el poder público obran en estos momentos los pobres, representados por el Partido Liberal, y los burgueses representados por los partidos Nacionalista democrático y Nacional antirreeleccionista.
Esta situación tiene forzosamente que resolverse en un conflicto armado. La burguesía quiere negocios que la minoría científica no ha de darle. El proletariado, por su parte, quiere bienestar económico y dignificación social por medio de la toma de posesión de la tierra y la organización sindical, a lo que se oponen, por igual, el gobierno y los partidos burgueses.
Creo haber planteado el problema con claridad suficiente. Una lucha a muerte se prepara en estos momentos para la modificación del medio en que el pueblo mexicano, el pueblo pobre, se debate en una agonía de siglos, Si el pueblo pobre triunfa, esto es, si sigue las banderas del Partido Liberal, que es el de los trabajadores y las clases que no poseen bienes de fortuna, México será la primera nación del mundo que dé un paso franco por el sendero de los pueblos todos de la Tierra, aspiración poderosa que agita a la humanidad entera, sedienta de libertad, ansiosa de justicia, hambrienta de bienestar material; aspiración que se hace más aguda a medida que se ve con más claridad el evidente fracaso de la república burguesa para asegurar la libertad y la felicidad de los pueblos.
Francisco Ferrer
Discurso pronunciado el 13 de octubre de 1911
Compañeras y compañeros:
Capital, Autoridad, Clero: he ahí la hidra que guarda las puertas de este presidio que se llama Tierra.
El ser humano, tan orgulloso, tan jactancioso, tan pagado de sus llamados derechos, de sus pretendidas libertades, ¿qué otra cosa es sino un galeote, un presidiario rotulado y numerado desde que viene al mundo, sujeto a un reglamento vergonzoso que se llama ley, castigado o premiado según su habilidad para violar la ley, en su provecho y en perjuicio de los demás?
Estar vivo es estar preso, me decía con frecuencia aquel mártir del proletariado cuya vida ejemplar de abnegación y de sacrificio ha prendido en tantos nobles pechos proletarios el ansia de imitarlo. Me refiero al joven mártir de Janos, a Práxedis G. Guerrero, al primer libertario mexicano que tuvo la audacia de lanzar por primera vez en México, el grito sublime de ¡Tierra y Libertad!
La Tierra es un presidio más amplio que los presidios que conocemos; pero presidio al fin. Los guardianes de la prisión son los gendarmes y los soldados; los carceleros son los presidentes, reyes, emperadores, etc., los comités de vigilancia de cárceles son las asambleas legislativas, y por ese tenor pueden parangonarse perfectamente los ejercicios de los funcionarios de un presidio con los ejercicios o actos de los funcionarios del Estado.
La gleba, la plebe, la masa desheredada, son los presidiarios, obligados a trabajar para sostener al ejército de funcionarios de diferentes categorías y a la burguesía holgazana y ladrona.
Librar a la humanidad de todo lo que contribuye a hacer de esta bella Tierra un valle de lágrimas, es tarea de héroes, y esa fue la que se impuso Francisco Ferrer Guardia.
Como medio escogió la educación de la infancia, y fundó la Escuela Moderna, de la que deberían salir seres emancipados de toda clase de prejuicios, hombres y mujeres aptos para razonar y darse cuenta de la naturaleza, de la vida, de las relaciones sociales.
En la Escuela Moderna se estimulaban en el niño hábitos de investigación y de raciocinio, para que no aceptase, a ojos cerrados, los dogmas religiosos, políticos, sociales y morales con que se atiborran las tiernas inteligencias de los niños, en las escuelas oficiales.
Se procuraba que el niño llegase a comprender por sí mismo la historia natural de la creación de la Tierra y del universo, el surgir de la vida, la evolución de ésta, y de la naturaleza entera, la formación de las sociedades humanas y su lento desarrollo a través de los tiempos, hasta nuestros días.
El clero español veía con disgusto esta educación que contrarrestaba sus esfuerzos por perpetuar las preocupaciones, las tradiciones, los atavismos; el clero español de hoy es el mismo clero de Loyola y de la Inquisición.
Para este clero, fomentador de fanatismos que hagan posible la resignación enfrente de la tiranía y la explotación capitalista, la obra de Ferrer era una obra reprobable, y, haciendo la señal de la cruz, decretó en la sombra, como los cobardes, la muerte de la obra de su autor.
La oportunidad no tardó en presentarse.
Un bello día una vistosa comitiva recorría las calles de Madrid en celebración del matrimonio de Alfonso XIII, con Enna de Batenberg.
Todo era seda, perfumes, colores, figuraciones de oro, lujo, derroche de riquezas en aquella brillante comitiva.
La aristocracia del dinero y de los pergaminos hacía aquel día ostentación de su fuerza, de su influencia, de su insultante lujo, del altanero desprecio con que los de arriba ven a los de abajo, mientras en los barrios, miles y miles de seres humanos se ahogaban en el infierno de sus cuchitriles por el único delito de trabajar y sudar para que aquella canalla hiciera derroche de oro y de sedas.
Las bandas militares llenaban el espacio de armonías heroicas; las burguesas, dichosas, reían; los soldados hacían retroceder a culatazos a las muchedumbres espectadoras; las calles lucían adornos patrióticos.
El Rey y la Reina formaban parte de aquel desfile de las más grandes sanguijuelas de España.
De los balcones y de las azoteas de las casas llovían flores.
De las manos de un hombre, desde una azotea, se desprendió un hermoso ramo, cuyas flores sonreían al sol: ese ramo hizo explosión.
¡Era una bomba adornada con flores! El que la había arrojado era un amigo de Ferrer.
El monstruo del clericalismo tuvo un estremecimiento de satisfacción. Mateo Morral, amigo de Ferrer. ¡Ya lo tenemos!, gritó el clero Y mientras Mateo regaba con su sangre de libertario la tierra que soñó ver poblada por una humanidad libre, las manos de los polizontes prendían, en Barcelona, al noble fundador de la Escuela Moderna.
El proceso fue largo. Se pretendía a todo trance encontrar culpable a aquel inocente, hasta que, después de año y medio de prisión, el gobierno se vio obligado a ponerlo en libertad.
La bestia clerical volvió a acechar, a espiar los movimientos de aquel hombre extraordinario. Hasta que se presentó una nueva oportunidad.
España estaba en guerra con los moros a mediados de 1909. Los trabajadores conscientes estaban opuestos, naturalmente, a ese torpe derramamiento de sangre proletaria para defender los intereses de unos cuantos dueños de minas en el norte de África.
El gobierno, defensor del Capital, enviaba soldados y más soldados al campo de la guerra. Las manifestaciones de descontento contra esa guerra criminal se multiplicaban por toda España.
En Barcelona se declaró la huelga general contra el envío de más soldados a pelear por los intereses de sus opresores. Los choques entre la policía y los huelguistas comenzaron, y la insurrección se hizo general en toda la ciudad.
Grupos de revolucionarios prendieron fuego a las iglesias y a los conventos, y se batían como leones en las calles de la gran ciudad hasta que, reconcentradas tropas en gran número, los revolucionarios tuvieron que guardar sus armas en espera de mejor oportunidad.
Entonces comenzaron las persecuciones, siendo Ferrer el blanco de ellas, aunque Ferrer, como ha quedado bien demostrado, no tomó participación alguna en la insurrección.
Arrestado, fue juzgado por jueces que llevaban la consigna de sentenciarlo a muerte, y, a pesar de haberse visto bien claro su inocencia, fue fusilado el 13 de octubre de 1909 en el fuerte de Montjuich.
He aquí demostrado, compañeros, la imposibilidad de resolver el problema social por medios pacíficos. El Capital, la Autoridad y el Clero, con toda la influencia que tienen, con todas las fuerzas de que disponen, están dispuestos a defender sus intereses y a ahogar en sangre aún las manifestaciones más pacíficas de la actividad de los que queremos y nos esforzamos por el advenimiento de Libertad, de Igualdad y de Fraternidad.
La obra de Ferrer estaba siendo conducida de una manera perfectamente legal; no se salía una línea de las garantías que otorgan las constituciones políticas que tanta sangre han costado a los pueblos; no aconsejaba la violencia para alcanzar el querido sistema comunista, y sin embargo, el ensangrentado cadáver del maestro proclama a todo el mundo que la libertad política es una mentira vil; que por la vía pacífica se llega seguramente al martirio, pero no a la victoria, que es lo que los desheredados necesitamos.
Los mexicanos no negamos las excelencias de una educación racionalista; pero hemos comprendido, por las lecciones de la historia, que luchar contra la fuerza sin otra arma que la razón, es retardar el advenimiento de la sociedad libre, por miles y miles de años, durante los cuales la explotación y la tiranía habrán acabado por convertir al proletariado en una especie distinta, incapaz por atavismo de rebelarse y de aplastar con sus puños a burgueses, a tiranos y a frailes.
Las clases privilegiadas no permitirán jamás que el proletariado abra los ojos, porque eso significaría el derrumbamiento estruendoso de su imperio, que sostiene tanto por la fuerza de las armas como por la ignorancia de los desheredados.
Compañeros: que la muerte del maestro sirva para convencer a los pacifistas de que para acabar con la desigualdad social, para dar muerte al privilegio, para hacer de cada ser humano una personalidad libre, es necesario el uso de la fuerza y arrancar, por medio de ella, la riqueza a los burgueses que se interpongan entre el hombre y la libertad.
La revolución que fomenta el Partido Liberal Mexicano está basada en la experiencia de que la razón, sin la fuerza, es una débil paja a merced de las represiones de la reacción enfurecida, y por eso los libertarios mexicanos no se rinden; por eso luchan sin tregua; por eso, audaces y gallardos, se mantienen en pie y enarbolando la bandera roja de las reivindicaciones proletarias, cuando los idólatras esperan que los déspotas les arrojen un mendrugo, sin pensar ¡insensatos! que tienen el derecho de tomarlo todo.
Los mártires de Chicago
Discurso del 11 de noviembre de 1911.
Camaradas:
Apóstoles del pacifismo; creyentes de la acción política del proletariado, como el mejor medio para alcanzar la emancipación económica, volved los ojos hacia Chicago, donde cuatro negros zanjones, practicados en la tierra, guardan los restos de cuatro mártires, cuyo silencio es el testimonio elocuente de que la justicia gemirá encadenada mientras no brille el arma en la mano de cada trabajador, y no hierva en los pechos robustos este formidable sentimiento: ¡Rebeldía!
Los cuatro sepulcros donde duermen Spies, Engel, Fischer y Parsons proclaman esta verdad: la razón debe armarse; y esta otra: la violencia contra la violencia.
No os crucéis de brazos; no pidáis. Pedir es el crimen del humilde: ¡por eso se le mata! Si se os ha de matar por pedir, ¡mejor tomad!
Escuchad lo que os dicen esos cuatro sepulcros: Aquí guardamos los restos de los mejores de los vuestros. Aquí, en nuestras entrañas sombrías, duermen cuatro hombres generosos que soñaron conquistar el bienestar de la humanidad por la virtud de este solo hecho: cruzarse de brazos en la huelga general.
Cruzarse de brazos en la huelga pacífica es tanto como tender el pescuezo para que el verdugo descargue el golpe de su hacha.
La libertad no se conquista de rodillas, sino de pie, devolviendo golpe por golpe, infringiendo herida por herida, muerte por muerte, humillación por humillación, castigo por castigo. Que corra la sangre a torrentes, ya que ella es el precio de su libertad.
¿Qué paso hacia delante, qué progreso, qué adelanto humano en las relaciones políticas y sociales de los hombres ha tenido éxito sin el grito de rabia de los oprimidos, sin el grito de cólera de los opresores, sin el derramamiento generoso de sangre, sin el incendio, reduciendo a cenizas cosas e instituciones, sin la catástrofe que bajo sus escombros sepulta cadenas, cetros y altares?
¿De qué se trata? ¿No se trata de destruir, de aniquilar un sistema que está en pugna abierta con la naturaleza? Pues bien, el sistema no puede ser destruido cruzándonos de brazos. Mejor que solicitar del enemigo un favor, ¡aplastémoslo!
La burguesía nunca ha de dar. Si un movimiento contra ella toma proporciones que constituyan una amenaza, por pacífico que sea ese movimiento, por tranquila y serenamente que sea conducida la contienda, cuando ésta amenace llegar a un punto en que —aún por el mero cruzamiento de brazos puedan caer en los bolsillos de los proletarios unas cuantas monedas más o se disminuya, en unos cuantos minutos de duración la jornada de trabajo— la burguesía, de acuerdo con el gobierno, fabricará un proceso y las cabezas de los más dignos de nuestros hermanos caerán por tierra a los golpes de las hachas de los verdugos. ¡Eso fue lo que pasó en Chicago el 11 de noviembre de 1887!
Mexicanos: ni nos crucemos de brazos ni nos conformemos con mejoras. ¡Todo o nada! ¡Tierra y Libertad o muerte! ¡Ser o no ser! La huelga ha pasado de moda: ¡viva la expropiación! ¡Viva la bandera roja de los libertarios de México!
Por el hierro y por el fuego debe ser exterminado lo que por el hierro y por el fuego se sostiene.
La fuerza es el derecho de los hartos: ¡pues que sea la fuerza el derecho de los hambrientos!
Así hablan los rebeldes que en estos momentos en México hacen pedazos las leyes solapadoras de los crímenes de los de arriba, incendian los archivos en que duermen los papelotes que amparan el robo de los ricos, ejecutan a las autoridades defensoras del privilegio y ponen la reata en el pescuezo de los que hasta ayer fueron los amos de los pobres, y gritan al pueblo: Eres libre; organiza por ti mismo la producción y sé feliz, tanto cuanto puedas.
¿Qué es esto un crimen? No: ¡es justicia a secas! Es la justicia que, por ser justicia, no está escrita en leyes. Es la justicia soñada por la especie humana desde que aparecieron entre los pueblos estos tres bandidos: El que dijo: esto es mío; el que gritó: ¡Obedecedme! Y el que, alzando los ojos al cielo, balbuceó hipócritamente: Soy el ministro de Dios.
Es la justicia, cuyo sentimiento purísimo hace que el corazón se oprima de indignación al ver cómo en las grandes casas de los que nada hacen existe la abundancia, y cómo en las casitas de los que todo hacen existe la miseria.
Esto es: los bandidos, arriba, gozando cuanto placer puede imaginarse, mientras los trabajadores, los que sudan, los que se sacrifican bajo los rayos del sol, entre las tinieblas de las minas, en esos presidios que se llaman barcos y en todos los lugares de explotación, viven en el infierno de la miseria, escuchando, en lugar de risas, los sollozos de los niños que tienen hambre.
Toda conciencia honrada se subleva ante tanta injusticia amparada por la ley y sostenida por el gobierno. Contra una injusticia así, sólo existe un remedio: ¡La rebelión! Pero no la rebelión que tenga por objeto quitar a Pedro para poner en su lugar a Juan, sino la revolución salvadora que vaya hasta el fondo de las cosas, que destruya privilegios, que estrangule prejuicios, que se encare con lo que hasta aquí era considerado sagrado: el principio de autoridad y el derecho de propiedad individual, y, con toda la fuerza de la cólera tragada en silencio durante siglos y siglos de miseria y de humillaciones, rotas las cadenas, abiertos los presidios y vibrante intensamente la gran campana de la libertad de la especie humana, aniquilar de una vez y para siempre el viejo sistema e implantar el nuevo de Libertad, de Igualdad y de Fraternidad.
Esto es lo que están haciendo los mexicanos.
La revolución no murió el 26 de mayo con el pacto de dos bandidos. La revolución siguió su marcha porque no tenía como causa la ambición de un payaso, sino la necesidad largamente sentida por un pueblo despojado de todo. Es el león que ha despertado y lanza a los cuatro vientos, como un reto a la injusticia, estas bellas palabras: ¡Tierra y Libertad!
Y toma la tierra, incendia las guaridas de sus verdugos, y sobre las humeantes ruinas clava, con puño firme, la bandera de los libres, la gloriosa bandera roja.
Contra la ley armada hasta los dientes, el derecho del proletario armado también; contra el fusil, el fusil; contra la tiranía, la barricada y la expropiación.
¡Viva la Revolución Social!
Discurso del 1º de junio de 1912
Camaradas:
¡No quiero ser esclavo! grita el mexicano, y tomando el fusil ofrece al mundo entero el espectáculo grandioso de una verdadera revolución, de una catástrofe social que está sacudiendo hasta los cimientos el negro edificio de la Autoridad y del Clero.
No es la presente, la revuelta mezquina del ambicioso que tiene hambre de poder, de riqueza y de mando. Esta es la revolución de los de abajo; este es el movimiento del hombre que en las tinieblas de la mina sintió que una idea se sucedía dentro de su cráneo, y grito: Este metal es mío; es el movimiento del peón que, encorvado sobre el surco reblandecido con su sudor y con las lágrimas de su infortunio, sintió que se iluminaba su conciencia y gritó: ¡Esta tierra es mía y míos son los frutos que la hago producir! Es el movimiento del obrero que, al contemplar las telas, los vestidos, las casas, se da cuenta de que todo ha salido de sus manos y exclama emocionado: ¡Esto es mío! Es el movimiento de los proletarios, es la Revolución Social.
Es la Revolución Social, la que no se hace de arriba para abajo, sino de abajo para arriba; la que tiene que seguir su curso sin necesidad de jefes y a pesar de los jefes; es la revolución del desheredado, que asoma la cabeza en el festín de los hartos, reclamando el derecho de vivir.
No es la revuelta vulgar que termina con el destronamiento de un bandido y la subida al poder de otro bandido, sino una contienda de vida o muerte entre las dos clases sociales: la de los pobres y la de los ricos, la de los hambrientos contra los satisfechos, la de los proletarios contra los propietarios, cuyo fin será, tengamos fe en ello, la destrucción del sistema capitalista y autoritario por el empuje formidable de los valientes que ofrendan sus vidas bajo la bandera roja de ¡Tierra y Libertad!
Y bien: esta lucha sublime, esta guerra santa, que tiene por objeto librar del yugo capitalista al pueblo mexicano, tiene enemigos poderosos que a todo trance, y valiéndose de toda clase de medios, quieren poner obstáculos a su desarrollo.
La libertad y el bienestar —aspiraciones justísimas de los esclavos mexicanos— son cosas molestas para los tiburones y los buitres del Capital y la Autoridad.
Lo que es bueno para el oprimido, es malo para el opresor. El interés de la oveja es diametralmente opuesto al interés del lobo. El bienestar y la libertad del mexicano, de la clase trabajadora, significa la desgracia y la muerte de la explotación y de la tiranía. Por eso cuando el mexicano pone la mano vigorosa sobre la ley para hacerla pedazos, y arranca de las manos de los ricos la tierra y la maquinaria de producción, gritos de terror levantan del campo burgués y autoritario, y se piden que se ahoguen en sangre los esfuerzos generosos de un pueblo que quiere emanciparse.
México ha sido presa de la rapacidad de aventureros de todos los países, que han sentado sus reales en aquella rica y bella tierra, no para beneficiar al proletariado mexicano, como falsamente lo ha asegurado en todo el tiempo el gobierno, sino para ejercer la explotación más criminal que haya existido sobre la Tierra.
El mexicano ha visto pasar la tierra, los bosques, las minas, todo, de sus manos a las de los extranjeros, apoyados éstos por la Autoridad, y ahora que el pueblo se hace justicia con su propia mano, desesperado de no encontrarla en ninguna parte; ahora que el pueblo ha comprendido que es por medio de la fuerza y por sí mismo como debe recobrar todo lo que los burgueses de México y de todos los países le han arrebatado; ahora que ha encontrado la solución del problema del hambre; ahora que el horizonte de su porvenir se aclara y cuando sueña con días de ventura, de abundancia y de libertad, la burguesía internacional y los gobiernos de todos los países empujan al gobierno de los Estados Unidos a intervenir en nuestros propios asuntos, con el pretexto de garantizar la vida y los intereses de los explotadores extranjeros.
¡Esto es un crimen! ¡Esta es una ofensa a la humanidad, a la civilización, al progreso!
¡Se quiere que quince millones de mexicanos sufran hambre, humillaciones, tiranía, para que un puñado de ladrones vivan satisfechos y felices!
Forman parte de esa intervención la ayuda decidida que el gobierno de los Estados Unidos está prestando a Francisco I. Madero para sofocar el movimiento revolucionario, permitiendo el paso de tropas federales por territorio de este país para ir a batir a las fuerzas rebeldes, y la persecución escandalosa de que somos objeto los revolucionarios a quienes se nos aplica esa legislación bárbara que lleva el nombre de leyes de neutralidad.
Pues bien: nada ni nadie podrá detener la marcha triunfal del movimiento revolucionario.
¿Quiere paz la burguesía? ¡Pues que se convierta en clase trabajadora! ¿Quieren paz los que hacen de autoridad? Pues que se quiten las levitas y empuñen, como hombres, el pico y la pala, el arado y el azadón.
Porque mientras haya desigualdad; mientras que unos trabajan para que otros consuman; mientras existan las palabras burguesía y plebe, no habrá paz; habrá guerra sin cuartel, y nuestra bandera, la bandera roja de la plebe, seguirá desafiando la metralla enemiga sostenida por los bravos que gritan: ¡Viva Tierra y Libertad!
En México han pasado a la historia las revoluciones políticas. Los cazadores de empleos están fuera de su tiempo. Los trabajadores conscientes no quieren más parásitos. Los gobiernos son parásitos: por eso gritamos: ¡Muera el gobierno!
Camaradas: saludemos nuestra bandera. Ella no es la bandera de un solo país, sino del proletariado entero. Ella condensa todos los dolores, todos los tormentos, todas las lágrimas, así como todas las cóleras, todas las protestas, todas las rabias de los oprimidos de la Tierra.
Y esta bandera no encierra sólo dolores y cóleras; ella es el símbolo de risueñas esperanzas para los humildes y encierra todo un mundo nuevo para los rebeldes.
En las humildes viviendas, el trabajador acaricia las cabecitas de sus hijos, soñando emocionado en que esas criaturas vivirán una vida mejor que la que él ha vivido; ya no arrastrarán cadenas; ya no tendrán que alquilar sus brazos al burgués ladrón, ni tendrán que respetar las leyes de la clase parasitaria, ni los mandatos de los bribones que se hacen llamar autoridad.
Serán libres, sin el amo, sin el sacerdote, sin la autoridad; la hidra de tres cabezas que en estos momentos, en México, arrinconada, convulsa de rabia y de terror, todavía tiene garras y colmillos que los libertarios le arrancaremos para siempre.
Esa es nuestra tarea, hermanos de cadenas; aplastar al monstruo, por el único medio que nos queda: ¡La violencia! ¡La expropiación por el hierro, por el fuego y por la dinamita!
La hipócrita burguesía de los Estados Unidos dice que los mexicanos estamos llevando a cabo una guerra de salvajes.
Nos llaman salvajes porque estamos resueltos a no dejar que nos exploten ni los mexicanos ni los extranjeros, y porque no queremos presidentes ni blancos ni prietos.
Queremos ser libres, y si un mundo nos detiene en nuestra marcha, un mundo destruiremos para crear otro.
Queremos ser libres, y si todas las potencias extranjeras se nos echan encima, lucharemos contra todas las potencias como tigres, como leones.
Repito, esta es una lucha de vida o de muerte. Están frente a frente las dos clases sociales: los hambrientos de una parte; de la otra, los hartos, y la contienda terminará cuando una de las dos clases sea aplastada por la otra.
Desheredados: nosotros somos los más; ¡nosotros triunfaremos! ¡Adelante! Nuestros enemigos tiemblan; es necesario ser más exigentes y más audaces; que nadie se cruce de brazos: ¡arriba todos!
Camaradas: nada lograra que los mexicanos se aparten de la lucha: ni la engañifa del político que promete delicias para después del triunfo, para que se le ayude a escalar el poder; ni la amenaza de los esbirros de ese pobre payaso que se llama Francisco I. Madero; ni los aprestos militares de los Estados Unidos.
Esta contienda tendrá que ser llevada hasta su fin: la emancipación económica, política y social del pueblo mexicano; cuando hayan desaparecido de aquella bella tierra el burgués y la autoridad, y ondee, triunfadora, la bandera de Tierra y Libertad.
¡Viva la Revolución Social!
Orientación de la Revolución Mexicana
Discurso del 14 de febrero de 1914
Camaradas:
Durante el periodo del terror, en la revolución francesa, un reo de buen humor dijo una vez: la cárcel es un vestido de piedra; pues bien; amigos míos, yo acabo de quitarme uno de esos vestidos, y heme aquí entre vosotros una vez más después de uno de mis acostumbrados viajes al presidio. Me despedí de vosotros como hermano, y como hermano vuelvo a vuestro lado; revolucionario me despedí, y revolucionario vengo; soy el mismo rebelde, y como rebelde os hablo.
Escuchad:
Este mitin tiene por objeto explicar que el movimiento mexicano es una verdadera revolución social.
Unos cuantos hombres en América, y otros cuantos hombres en Europa, se han impuesto la tarea, nada envidiable ciertamente, de arrojar dudas sobre el carácter del movimiento mexicano, con el fin de que no se preste al Partido Liberal Mexicano el apoyo moral y material que necesita para llevar a buen término su obra de encauzamiento de la revolución por medio de la palabra, del escrito o del acto.
Movidos por no sé qué baja pasión, esos hombres que se jactan de ser revolucionarios, propalan, jesuíticamente, unos —porque son cobardes— y francamente otros —porque son cínicos—, que el movimiento mexicano no tiene carácter social, y que es simplemente un movimiento de caudillos que ambicionan el poder, como lo han sido la mayor parte de los movimientos armados que han tenido por escenario la América latina, desde la independencia de sus Estados hasta nuestros días.
Y bien: esta es, compañeros, una mentira, una vil y cobarde mentira que no sé porque no quema los malditos labios que la arrojan.
La revolución social existe en México, allí vive, allí alienta, allí arde con todos sus horrores y todas sus excelsitudes, porque las revoluciones tienen resplandores de infierno y aureolas de gloria; porque las revoluciones son azote y son beso, lastiman y acarician: son el amor y el odio en conflicto; son la justicia y la arbitrariedad librando el formidable combate del que resultará muerta una de las dos, y del cadáver nacerá la tiranía, si la justicia es vencida, o la libertad, al resultar victoriosa.
La revolución mexicana no es el resultado del choque de las ambiciones de caudillos que aspiren a la presidencia de la República; la revolución mexicana no es Villa, no es Carranza, ni Vázquez Gómez, ni Félix Díaz: estos hombres son la espuma que la ebullición arroja a la superficie. Podéis quitar esa espuma, y subirá otra nueva; y si repetís la operación, nuevas espumas subirán hasta que el contenido del crisol quede libre de impurezas. Esta es la revolución mexicana.
La revolución mexicana no se incubó en los bufetes de los abogados, ni en las oficinas de los banqueros, ni en los cuarteles del ejército; la revolución mexicana tuvo su cuna donde la humanidad sufre, en esos depósitos de dolor que se llaman fábricas, en esos abismos de torturas que se llaman minas, en esos ergástulos sombríos que se llaman talleres, en esos presidios que se llaman haciendas.
La revolución mexicana no salió de los palacios de los ricos ni alentó en los pechos cubiertos de seda de los señores de la burguesía, sino que brotó de los jacales y ardió en los pechos curtidos por la intemperie de los hijos del pueblo.
Fue en los campos, en las minas, en las fábricas, en los talleres, en los presidios, en todos los sombríos lugares en que la humanidad sufre, donde el hombre y la mujer, el anciano y el niño tienen que sufrir la brutalidad del amo y la injusticia del gobierno, donde alentó la revolución mexicana durante siglos y siglos de humillaciones, de miserias y de tiranías.
El periodo de incubación de la revolución mexicana comienza desde que el primer conquistador arrebató al indio la tierra que cultivaba, el bosque que le surtía de leña y de carne fresca, el agua con que regaba sus sembrados; continuó desarrollándose en esa noche de tres siglos llamada época colonial, en que los ijares del mexicano chorrearon sangre castigados por la espuela del encomendero, del fraile y del Virrey, y continuó su curso bajo el Imperio y la República federal, bajo la Dictadura y la República central, bajo el Imperio extranjero de Maximiliano y la República democrática de Juárez, hasta llegar a hacer explosión bajo el dorado despotismo de Porfirio Díaz, en que alcanzó su máximo de horror la odiosa tiranía de cuatro siglos.
Bajo el despotismo de Díaz que duró treinta y cuatro años, se acentuaron los males del proletariado. En esta época acabó de perder el pueblo los pocos jirones de libertad y de bienestar que había logrado poner a salvo a través de la tormenta de cuatro siglos de servidumbre; las pocas hectáreas de tierra con que contaban los pueblos para su subsistencia les fueron arrebatadas por los hacendados, y los habitantes de México se vieron obligados a aceptar una de dos cosas: o trabajar para beneficio de sus amos a cambio de una miserable pitanza, o morir de hambre.
La miseria se hizo insufrible; la tiranía era cada vez más brutal, y el pueblo comprendió que su miseria y su esclavitud provenían de la circunstancia de encontrarse la tierra en poder de unas cuantas manos, y de que quince millones de seres humanos no tenían un terrón para reclinar la cabeza.
Para dar muerte a esas condiciones de miseria y de tiranía se levantó le pueblo mexicano, decidido a conquistar su libertad económica, y con admirable buen sentido ha comprendido que la garantía de su libertad y de su bienestar debe consistir en la posesión de la tierra por el que la trabaja.
¿No es esto, compañeros, una revolución social? Y si tuviéramos tiempo para analizar los actos revolucionarios que han tenido lugar en México en estos últimos tres años, veríamos comprobada esta verdad: el pueblo mexicano se ha levantado en armas, no para tener el gusto de echarse encima un nuevo presidente, sino para conquistar, por el hierro y por el fuego, Tierra y Libertad.
Tierra y Libertad no son más que palabras, es cierto; pero estas palabras llegan a lo sublime cuando la mano del trabajador rompe la ley, quema los títulos de propiedad, incendia las iglesias, da muerte al burgués, al fraile y al representante de la autoridad, y con gesto heroico toma posesión de la Madre Tierra para hacerla libre con su trabajo de hombre libre.
¿Qué otros ejemplos queremos de esta revolución para comprender que es de carácter social? Ejemplos de esta naturaleza se multiplican hasta el infinito; ya es el poblado rebelde, cuyas mujeres toman el arado y el rastrillo para cultivar la tierra conquistada a sangre y fuego, mientras los hombres, rifle en mano, tienen a raya a los soldados del sistema burgués; o bien, los hombres mismos labran la tierra conquistada, llevando cruzado a la espalda el fusil libertador, o, cuando hacer más no se puede, incendian el plantío y la casa del burgués, desbordan las aguas, hacen volar en mil pedazos la fábrica, desploman la mina, destruyen el ferrocarril, paralizando la vida de los negocios por medio de este sabotaje que no se atreve aún a practicar su hermano el trabajador de otros países, demostrando con hechos que esta revolución no nació en los bufetes de los abogados, ni en las oficinas de los banqueros, sino que es el movimiento espontáneo de la plebe, que se venga de sus verdugos.
Es el movimiento del pobre contra el rico, del hambriento contra el harto, del esclavo contra el amo, llevado a cabo por el único medio, el medio eficaz que tiene que emplear el desheredado en todo el mundo para destruir el sistema actual, y es este: el fusil, la dinamita y la expropiación.
Para que este movimiento sublime no pierda su carácter social desviado por los caudillos que aspiran la presidencia, trabajan, sufren y mueren —lanzando el grito de Tierra y Libertad— los miembros del Partido Liberal Mexicano.
Centenares de los mejores de los nuestros han perdido la vida en esta prolongada contienda en cumplimiento del sagrado deber de velar por el bienestar y la libertad de la clase trabajadora, y, sin embargo, hay corazones ruines, hay espíritus pequeños que aprovechan toda oportunidad que se les presenta para desfigurar, ante las miradas de los trabajadores de todo el mundo, la verdadera significación de la revolución mexicana, y cubrir de lodo los sacrificios de los miembros del Partido Liberal Mexicano, cuya historia es una trágica historia de luchas, de dolores, de penalidades, de martirios sufridos con abnegación y con valor para conquistar, para todos, Pan, Tierra y Libertad.
¡Ah! ¡Que hablen los traidores, que la envidia muerda, que la tiranía oprima, asesine y torture; mientras quede un solo liberal en armas temblarán de miedo y de rabia el Capital, la Autoridad y el Clero!
La trilogía maldita que palidece cuando a sus oídos llega este grito formidable: ¡Viva Tierra y Libertad!
La trilogía maldita que corre a ocultarse cuando el liberal agita en el bosque, en la sierra, en la ciudad, en el llano, el símbolo bendito de la guerra de clases: la bandera roja. La bandera roja bajo cuyos pliegues están cayendo, heridos de muerte, nuestros hermanos.
¡Arriba, proletarios, y tended vuestras manos a los esclavos que forcejean con la muerte para conquistar la vida!
¡Arriba, hermanos de todo el mundo, y como un solo hombre, demos nuestra inteligencia, nuestro bienestar y nuestro dinero al esclavo, que por fin ha roto sus cadenas y con ellas resquebraja el cráneo del burgués, del sacerdote y del representante de la autoridad!
Y si alguien se atreve a vituperar la revolución mexicana, ¡que se alcen todos los puños y obliguen al traidor a tragarse sus hediondas palabras! Y si alguien se atreve a manchar la reputación del Partido Liberal Mexicano, ¡aplastadlo, como se aplasta un reptil!
Camaradas: no olvidemos en esta noche de fiesta a los que sufren por defender los principios de Pan, Tierra y Libertad para todos.
No olvidemos a Rangel, no olvidemos a Alzalde, no olvidemos a Cisneros, no olvidemos a nuestros hermanos de Texas.
Pensemos que mientras nosotros, unidos como hermanos, celebramos esta fiesta del trabajo, en los calabozos de Texas sufren frío, hambre y maltratos un puñado de los nuestros, cuyo crimen es su deseo ardiente de ver a la humanidad libre y feliz, sin dioses y sin amos.
Enviémosles nuestro saludo y nuestro aplauso, y algo mejor que todo esto: enviémosles nuestro dinero para que compren su libertad, porque, camaradas, bien lo sabéis, la justicia burguesa es una prostituta y a las prostitutas se les conquista con oro.
Hagamos un sacrificio: rellenemos de oro el hocico de esa prostituta —la justicia burguesa— para salvar de la horca a los mártires de Texas.
Os invito para que, a la hora de abandonar esta sala, depositéis en la mesa que se encuentra a la puerta vuestro óbolo para los mártires de Texas, teniendo presente que cada una de vuestras monedas es parte de la fuerza con que los desheredados tenemos que debilitar la garra ahora prendida a los cuellos de nuestros hermanos, y que éstos, en el fondo de sus calabozos, sentirán en sus corazones la dulzura de vuestra noble acción.
Enviad a esos infortunados hermanos un rayo de luz; demostradles que sois solidarios diciendo al enemigo: ¡Atrás, miserable! No te conformas con exprimirnos la sangre en la sección del ferrocarril, en la mina, en el campo; no te conformas con destruir nuestra salud con tu explotación, sino cuando los mejores de nuestros hermanos marchan a los campos de batalla a luchar por nuestra libertad y nuestro bienestar, te interpones tú y quieres ahorcarlos. ¡Atrás bandido!
Camarada: una parte del camino de la redención está andada. Está puesta la primera piedra del edificio del porvenir, y no nos queda otra cosa que hacer que seguir adelante, ¡adelante!, el triunfo o la derrota, no importa; adelante, aunque en nuestra marcha hacia la vida tropecemos con la muerte.
¡Viva Tierra y Libertad!
La intervención y los presos de Texas
Discurso del 31 de mayo de 1914
Camaradas:
Que resuene esta vez mi palabra como una condenación a los poderosos de la Tierra; que se levante airada y sin miedo para anunciar a los verdugos de los pueblos que hay una voluntad más grande que las de los tiranos, que hay una fuerza más poderosa que el puño del déspota, y que esa voluntad y esa fuerza residen en nosotros, en los de abajo, entre los despreciados por los mismos que nos explotan, entre los que con nuestras manos y nuestra inteligencia fabricamos los edificios y con nuestro sudor y nuestra sangre cultivamos los campos, tendemos la vía férrea, horadamos los túneles, arrancamos del seno de la tierra los metales útiles, y que, cuando la desesperación llena nuestros pechos, con las mismas manos que creamos la riqueza, levantamos la barricada y disparamos el fusil.
La necesidad del momento es la verdad y el valor. Hay que decir la verdad, cueste lo que cueste: si las fuerzas norteamericanas han clavado en un costado de México la bandera de las barras y las estrellas, no ha sido para satisfacer un alto anhelo de humanidad y de justicia.
Esa bandera ha sido clavada en Veracruz como un puñal en el pecho de la justicia; esa bandera no ha aparecido en aquellas playas como símbolo luminoso de la civilización y de la cultura, sino el trapo negro con que el crimen se cubre la cara para vaciar los bolsillos de la víctima; esa bandera es la careta de los grandes bandidos de la industria, del comercio y de las finanzas de todos los países que tienen interés en que el trabajador mexicano sea el esclavo de los aventureros de todo el mundo; esa bandera es puñal y es látigo, es cadena y es horca; no brilla como una insignia de redención y de progreso, sino que flota el aire como un sudario mecido en la noche por el soplo de la muerte.
Porque, ¿en virtud de qué noble impulso llegó ese trapo a las playas de México? ¿Qué brisa amable lo arrastró hacia aquellas tierras? ¿Qué gallarda idea representa encima de una ciudad cogida por sorpresa?
El miedo y la codicia: esto es lo que hay en el fondo de este sainete, que puede terminar en tragedia.
El miedo que todos los opresores y todos los explotadores de la humanidad sienten ante el despertar inequívoco de las masas esclavas que forcejean por romper sus cadenas.
Si la revolución mexicana fuera un movimiento que tuviera por objeto quitar a un presidente para poner a otro en su lugar, reirían los verdugos del pueblo, porque tal movimiento no les perjudicaría, pues quedaría intacto el sistema social y político que les permite hacerse ricos y poderosos a costa del sufrimiento de los trabajadores; pero no es eso lo que ocurre en México.
Ante los ojos espantados de la burguesía internacional, y de los gobiernos, se desarrolla en aquel hermoso país uno de los dramas más emocionantes y sublimes de la historia de los pueblos.
Allí se disputa, arma al brazo, el derecho que todo ser humano tiene de vivir; allí el trabajador hace pedazos los títulos de propiedad de los ricos, y mostrando las manos al mundo que contempla, asombrado, lo que la tradición y la ley llaman sacrilegio, lanza este grito heroico: ¡No más títulos sancionados por la ley; de hoy en adelante, para vivir y gozar de la riqueza, no habrá más títulos de propiedad que los callos de las manos!
La burguesía internacional y los gobiernos todos temen que la chispa que arde en México sea el principio del formidable incendio, que, tarde o temprano, hará del mundo una sola llama, que reducirá a cenizas el sistema capitalista cuando el trabajador deje caer la herramienta que sólo le sirve para enriquecer al patrón, y enarbole el pendón de Tierra y Libertad.
Porque el ejemplo es contagioso: el hambriento de los Estados Unidos, el paria francés, el esclavo ruso, el siervo inglés, el desheredado de todos los países pueden tomar lección de su hermano mexicano, y emprendiendo por su cuenta la obra de su libertad y de su bienestar, aplique la tea y la dinamita al poder político y al poder del dinero, único medio que le queda al pobre para deshacerse de sus verdugos.
El miedo y la codicia fueron las manos temblorosas que llevaron a México la bandera de las barras y las estrellas; el miedo que los opresores y los explotadores de todo el mundo tienen de que sus respectivos rebaños imiten al trabajador mexicano y hagan ondear, en todos los países, la bandera roja de Tierra y Libertad; el miedo de que posesionado de la tierra el trabajador mexicano, y libre, por ese solo hecho, se niegue a alquilar sus brazos para enriquecer parásitos.
No fueron a México las fuerzas norteamericanas en nombre de la civilización y de la humanidad: esas fuerzas fueron a asesinar mexicanos en provecho de los bandidos del dinero y del principio de autoridad.
Esas fuerzas han sido empujadas por el capitalismo para matar a los trabajadores que no quieren más amos, que quieren ser libres, que ya no suplican, que no piden más, y que resueltos, altivos y viriles, arrancan del pecho del rico el negro corazón, que nunca se contrajo frente al dolor de los humildes.
Tal es el motivo de la intervención, y en esa negra página de política internacional, como la serpiente que se desliza sin ruido entre la hierba, para morder el talón de su víctima, se arrastran dos reptiles, a quienes hay que aplastar a tiempo: Villa y Carranza, dos engendros de Judas.
El plan fraguado en la sombra es sencillísimo: con la ayuda de las fuerzas norteamericanas, Villa y Carranza podrán llegar a la ciudad de México, sentarse en el poder, y entregar atado de pies y manos al trabajador mexicano a la explotación capitalista.
La amenaza de las fuerzas norteamericanas a la ciudad de México, por el camino de Veracruz, no es otra cosa que un juego militar que tiene por objeto entretener, por ese lado, las fuerzas mexicanas que se oponen a la invasión, mientras Carranza y Villa pueden avanzar sin gran tropiezo hacia el corazón del país.
Santa Anna murió, pero reencarnó en dos bandidos: Carranza y Villa. Estos son los hombres que invitan al capitalismo norteamericano a invadir a México; estos son los buitres que esperan que las armas norteamericanas den el tiro de gracia a la libertad de los mexicanos, para sentarse a devorar el cadáver.
Sin el consentimiento de Villa y Carranza, el capitalismo norteamericano no se habría atrevido a invadir el territorio mexicano, y esta lección, como tantas otras, debería servir a los trabajadores para no confiar a nadie la resolución de sus asuntos; pues mientras los proletarios, sordos a la voz de la razón, ciegos a la luz de la experiencia, encarguen a uno o varios individuos la misión de darles su libertad, y hacer su felicidad, las cadenas de la esclavitud seguirían siendo el premio a su buena fe y a su confianza.
Los proletarios que siguen a Carranza y a Villa no los siguen, ciertamente, por darse el gusto de cambiar de amos, ni por permitirse el lujo de cambiar de yugo, sino que en su sencillez creen todavía que alguien puede darles la libertad y el bienestar, cuando, oídlo bien, proletarios, la libertad no es un bien que se regala, sino una conquista de los oprimidos alcanzada por ellos mismos, y la libertad, entendedlo bien, ni existe, no puede existir lado a lado de la miseria, sino que es un producto directo, lógico, natural, de este hecho: la satisfacción de todas las necesidades humanas, sin depender de nadie para lograrlas.
El hombre es libre, verdaderamente libre, cuando no necesita alquilar sus brazos a nadie para poder llevarse a la boca un pedazo de pan, y esta libertad se consigue solamente de un modo: tomado resueltamente, sin miedo, la tierra, la maquinaria y los medios de transporte para que sean propiedad de todos, hombres y mujeres.
Esto no se conseguirá encumbrando a nadie a la presidencia de la República; pues el gobierno, cualquiera que sea su forma —republicana o monárquica—, no puede estar jamás del lado del pueblo.
El gobierno tiene por misión cuidar los intereses de los ricos. En miles de años no se ha dado un solo caso en que un gobierno haya puesto la mano sobre los bienes de los ricos para entregarlos a los pobres. Por el contrario, dondequiera se ha visto y se ve que el gobierno hace uso de la fuerza para reprimir cualquier intento del pobre para obtener una mejora en su situación.
Acordaos de Río Blanco, acordaos de Cananea, donde las balas de los soldados del gobierno ahogaron, en las gargantas de los proletarios, las voces que pedían pan; acordaos de Papantla, acordaos de Juchitán, acordaos del yaqui, donde la metralla y la fusilería del gobierno diezmaron a los enérgicos habitantes que se negaban a entregar a los ricos las tierras que les daban la subsistencia.
Esto debe serviros de experiencia para no confiar a nadie la obra de vuestra libertad y vuestro bienestar.
Aprended de los nobles proletarios del sur de México. Ellos no esperan a que se encumbre un nuevo tirano para que les mitigue el hambre. Valerosos y altivos, no piden: toman.
Ante la compañera y los niños que piden pan, no esperan que un Carranza o un Villa suban a la presidencia y les dé lo que necesitan, sino que, valerosos y altivos, con el fusil en la mano, entre el estruendo del combate y el resplandor del incendio, arrancan a la burguesía orgullosa la vida y la riqueza.
Ellos no esperan a que un caudillo se encarame para que se les dé de comer: inteligentes y dignos, destruyen los títulos de propiedad, echan abajo los cercados y ponen la fecunda mano sobre la tierra libre.
Pedir es de cobardes; tomar es obra de hombres. De rodillas se puede llegar a la muerte, no a la vida. ¡Pongámonos de pie!
Pongámonos de pie, y con la pala que ahora sirve para amontonar el oro a nuestros patrones, abramos su cráneo en dos, y con la hoz que troncha débiles espigas cortemos las cabezas de burgueses y tiranos. Y sobre los escombros de un sistema maldito, clavemos nuestra bandera, la bandera de los pobres, al grito formidable de ¡Tierra y Libertad!
Ya no elevemos a nadie; ¡subamos todos! Ya no colguemos medallas ni cruces del pecho de nuestros jefes; si ellos quieren tener adornos, adornémoslos a puñaladas.
Quienquiera que esté una pulgada arriba de nosotros es un tirano: ¡derribémosle!
Ha sonado la hora de la justicia, y al antiguo grito, terror de los burgueses: ¡la bolsa o la vida!, Sustituyámoslo por éste: ¡la bolsa y la vida!
Porque si dejamos con vida a un solo burgués, él sabrá arreglárselas de modo de ponernos tarde o temprano otra vez el pie en el pescuezo.
A poner en práctica ideales de suprema justicia, los ideales del Partido Liberal Mexicano, un grupo de trabajadores emprendió la marcha un día del mes de septiembre del año pasado, en territorio del Estado de Texas.
Esos hombres llevaban una gran misión.
Corrompido por la ambición de los jefes, el movimiento revolucionario del Norte, iban bien abastecidos de ideas generosas a inyectar nueva savia al espíritu de rebeldía que en esa región degenera rápidamente en espíritu de disciplina y de subordinación hacia los jefes.
Esos hombres iban a establecer un lazo de unión entre los elementos revolucionarios del sur y del centro de México, y los elementos que se han conservado puros en el norte.
Bien sabéis la suerte que corrieron esos trabajadores: dos de ellos, Juan Rincón y Silvestre Lomas, cayeron muertos a los disparos de los esbirros del Estado de Texas, antes de llegar a México, y el resto, Rangel, Alzalde, Cisneros y once más, se encuentran presos en aquel Estado, sentenciados unos a largas penas penitenciarias, otros de ellos a pasar su vida en el presidio, mientras sobre Rangel, Alzalde, Cisneros y otros va a caer la pena de muerte.
Todos estos trabajadores honrados son inocentes del delito que se les imputa. Sucedió que una noche, en su peregrinación hacia México, resultó muerto un shériff texano llamado Candelario Ortíz, y se descarga la culpabilidad de esa muerte sobre los catorce revolucionarios.
¿Quién presenció el hecho? ¡Nadie! Nuestros compañeros se hallaban a gran distancia de donde se encontró el cadáver del esbirro. Sin embargo, sobre ellos se trata de echar la responsabilidad de la muerte de un perro del Capital, por la sencilla razón de que nuestros hermanos presos en Texas son pobres y son rebeldes.
Basta con que ellos sean miembros de la clase trabajadora y que hayan tenido la intención de cruzar la frontera, para luchar por los intereses de su clase, para que el capitalismo norteamericano se les eche encima tratando de vengar en ellos la pérdida de sus negocios en México.
Si nuestros compañeros fueran carrancistas o villistas; si ellos hubieran tenido la intención de ir a México a poner en la silla presidencial a Villa o Carranza, para que éstos dieran negocio a los norteamericanos, nada se les habría hecho, y antes bien las mismas autoridades norteamericanas les habrían protegido; pero como son hombres dignos que quieren ver completamente libre al trabajador mexicano, la burguesía norteamericana descarga sus iras sobre ellos y pide la pena de muerte, como una compensación a los prejuicios que está sufriendo en sus negocios por la revolución de los proletarios.
En cambio, los asesinos de Rincón y de Lomas están libres. La misma burguesía norteamericana, que pide la muerte de Rangel y compañeros, colma de honores y de distinciones a los felones que arrancaron la vida de dos hombres honrados.
He aquí, proletarios, lo que es la justicia burguesa. El trabajador puede morir como un perro; ¡pero no toquéis a un esbirro!
Aquí y donde quiera el trabajador no vale nada; ¡los que valen son los que nada hacen!
Las abejas dan muerte a los zánganos de la colmena que comen, pero no producen; los humanos, menos inteligentes que las abejas, dan muerte a los trabajadores —que todo lo producen— para que los burgueses, los gobernantes, los polizontes y los soldados, que son los zánganos de la colmena social, puedan vivir a sus anchas, sin producir nada útil.
Esa es la justicia burguesa; esa es la maldita justicia que los revolucionarios tenemos que destruir, pésele a quien le pese y caiga quien cayere.
Mexicanos: el momento es solemne. Ha llegado el instante de contarnos: somos millones, nuestros verdugos son unos cuantos. Disputemos de las manos de la justicia capitalista a nuestros hermanos presos en Texas. No permitamos que la mano del verdugo ponga en sus nobles cuellos la cuerda de la horca. Contribuyamos con dinero para los gastos de la defensa de esos mártires; agitemos la opinión en su favor.
Basta ya de crímenes cometidos en personas de nuestra raza. Las cenizas de Antonio Rodríguez no han sido esparcidas todavía por el viento; en las llanuras texanas se orea la sangre de los mexicanos asesinados por los salvajes de piel blanca.
Que se levante nuestro brazo para impedir el nuevo crimen que en la sombra prepara la burguesía norteamericana contra Rangel y compañeros.
Mexicanos: si tenéis sangre en las arterias, uníos para salvar a nuestros hermanos presos en Texas. Al salvarlos no salvaréis a Rangel, a Alzalde, a Cisneros y demás trabajadores: os salváis vosotros mismos, porque vuestra acción servirá para que se os respete.
¿Quién de vosotros no ha recibido un ultraje en este país, por el solo hecho de ser mexicano? ¿Quién de vosotros no ha oído relatar los crímenes que a diario se cometen en personas de nuestra raza? ¿No sabéis que en el sur de este país no se permite que el mexicano se siente, en la fonda, al lado del norteamericano? ¿No habéis entrado a una barbería donde se os ha dicho, mirándoos de arriba abajo: aquí no se sirve a los mexicanos? ¿No sabéis que los presidios de los Estados Unidos están llenos de mexicanos? ¿Y habéis contado, siquiera, el número de mexicanos que han subido a la horca en este país o han perecido quemados por brutales multitudes de gente blanca?
Si sabéis todo eso, ayudad a salvar a vuestros hermanos de raza presos en Texas. Contribuyamos con nuestro dinero y nuestro cerebro a salvarlos; agitemos en su favor; declarémonos en huelga por un día como una demostración de protesta contra la persecución de aquellos mártires, y si ni protestas, ni defensas legales valen; si ni la agitación y la huelga producen el efecto deseado de poner a los catorce prisioneros en absoluta libertad, entonces insurreccionémonos, levantémonos en armas y a la injusticia respondamos con la barricada y la dinamita.
Contémonos: ¡somos millones!
¡Viva Tierra y Libertad!
El miedo a la burguesía es la causa de la intervención
Discurso del 4 de julio de 1914
Camaradas:
Hipocresía, ambición irrefrenable, miedo: estos son los ingredientes malditos que entran en la composición de ese acto de piratas que se conoce con el nombre de intervención norteamericana.
El atentado de Veracruz no es el acto gallardo del hombre que se interpone entre el verdugo y la víctima, sino el asalto brutal del bandido, llevado a cabo por sorpresa y por la espalda.
La invasión de Veracruz por las fuerzas del capitalismo yanqui, no es el asalto audaz a la trinchera, en pleno día y a sangre y fuego, sino el golpe asestado en las tinieblas por un brazo invisible.
La mano que clavó en las alturas de la ciudad sorprendida la bandera de las barras y las estrellas no fue la robusta mano del héroe, inspirado en altos ideales, sino la mano temblorosa del negociante, que lo mismo sabe vaciar de un zarpazo los bolsillos del pueblo, como azuzar sus perros contra el mismo pueblo cuando éste muestra poca disposición para ser desvalijado.
El miedo a la bandera roja
La burguesía de los Estados Unidos —y la de todo el mundo— ve con espanto que el trabajador mexicano ha tomado por su cuenta la obra de su emancipación.
La burguesía de todos los países no se siente tranquila ante el hermoso ejemplo que el proletariado mexicano está dando desde hace cuatro años, y teme que el ejemplo cunda a todos los países de la Tierra; teme que de un momento a otro, aquí mismo, en los Estados Unidos, así como en Europa y por todas partes, el desheredado enarbole la bandera de la rebelión, y, a ejemplo de su hermano el desheredado mexicano, prenda fuego a los palacios de sus señores, tome posesión de la riqueza y arranque la existencia de autoridades y ricos.
El insulto a la bandera
La burguesía de todos los países tiene interés, además, en que México esté poblado por esclavos para que no disminuyan los negocios. Quiere ver al mexicano eternamente encorvado, dejando en el trabajo su sangre, su salud y su porvenir en provecho de sus amos.
Estos son los motivos de la invasión norteamericana. ¡Mentira que el insulto a la bandera de los Estados Unidos haya precipitado la guerra con México! Si los ricos y los gobiernos no tuvieran interés en que los explotados de todo el mundo no sigan el ejemplo de los desheredados de México; si el derecho de propiedad privada y el principio de autoridad no bamboleasen en México al empuje de los dignos proletarios rebeldes, no declararían la guerra, así pudiera permanecer eternamente en la bandera estrellada la saliva de Huerta.
Es, pues, el miedo de los grandes de la Tierra la causa de la guerra con México: el miedo a que se extienda por todo el mundo el movimiento mexicano, y el miedo a perder, para sus negocios, ese rico filón de oro que se llama México.
La libertad económica
Los hechos desarrollados en México desde hace cuatro años muestran que el desheredado mexicano está levantado en armas con el fin de conquistar de una vez para siempre, su libertad económica; esto es, la posibilidad de satisfacer todas sus necesidades tanto materiales como intelectuales, tanto las del cuerpo como las del pensamiento, sin necesidad de depender de un amo.
La toma de posesión de la tierra y de los instrumentos de labranza, llevada a cabo en distintas regiones del país por las poblaciones sublevadas, indica que el proletariado mexicano ha empuñado el fusil, no para darse el extraño gusto de echarse encima de los hombros un nuevo gobernante, sino para conquistar la posibilidad de vivir sin depender de nadie, que es lo que debe entenderse por libertad económica.
Acción directa
El capitalismo ríe cuando el trabajador emplea la boleta electoral para conquistar su libertad económica; pero tiembla cuando el trabajador hace pedazos, indignado, las boletas que sólo sirven para nombrar parásitos, y empuña el rifle para arrancar resueltamente de las manos del rico el bienestar y la libertad.
Ríe el capitalismo ante las masas obreras que votan, porque sabe bien que el gobierno es el instrumento de los que poseen bienes materiales y el natural enemigo de los desheredados, por socialista que sea; pero su risa se torna en convulsión de terror cuando, perdida la confianza y la fe en el paternalismo de los gobiernos, el trabajador endereza el cuerpo, pisotea la ley, tiene confianza en sus puños, rompe sus cadenas y abre, con éstas, el cráneo de las autoridades y los ricos.
Quieren esclavos
Veis, pues, que el capitalismo de todos los países tiene interés en que los trabajadores de otras partes del mundo no tomen ejemplo de los trabajadores mexicanos, y ese es el motivo que los ha empujado a obligar al gobierno de los Estados Unidos a intervenir en México.
Poco importa a los capitalistas el insulto a la bandera de las barras y las estrellas; ellos mismos se ríen de ese trapo; ellos mismos hacen escarnio de ese hilacho, adornando con él las colas de los caballos y de los perros.
Lo que a los capitalistas les interesa es que el trabajador mexicano siga trabajando de sol a sol, por un salario de hambre; lo que a los capitalistas les interesa, es que el trabajador mexicano siga encorvado sobre el surco, fecundando con su sudor una tierra que no es suya; lo que a los capitalistas interesa es que haya un gobierno estable en México que responda, a balazos, las demandas de los trabajadores.
El gobierno, protector de los ricos
¡Un gobierno! Eso es todo lo que piden los capitalistas, tanto mexicanos como de todo el mundo, porque ellos saben bien que gobierno es tiranía; porque ellos —los capitalistas— son los verdaderos gobernantes; pues los gobernantes, lo mismo sean presidentes como sean reyes, no son otra cosa que los perros guardianes del Capital.
¿Qué beneficio le viene al pobre con tener un gobierno? ¿Tiene, siquiera, pan, albergue, vestido y educación para sus hijos? ¿Es respetado el pobre por los representantes de la autoridad?
Para el pobre, el gobierno es un verdugo. El pobre tiene que trabajar para pagar contribuciones al gobierno, y el gobierno tiene por misión defender los intereses de los ricos. ¿No es esto un contrasentido? El gobierno tiene gendarmes destinados a velar por los intereses de los ciudadanos; pero ¿qué intereses materiales tiene que perder el pobre?
Desengañémonos, trabajadores: los pobres tenemos que pagar para que los bienes de los ricos sean protegidos; somos las víctimas las que tenemos que mantener, con nuestro sudor y nuestros sufrimientos, a los encargados de velar por la seguridad de los bienes de nuestros verdugos, los bienes que en manos de los ricos son el origen de nuestra esclavitud, son la fuente de nuestro infortunio.
Por eso los liberales gritamos: ¡muera todo gobierno! Y nuestros hermanos, los miembros del Partido Liberal Mexicano, luchan y mueren en los campos de la acción con el propósito de liberar al pueblo mexicano de ese monstruo de tres cabezas: gobierno, Capital, clero.
Y en su acción redentora el esclavo de ayer se enfrenta a sus señores, ya no como el siervo de antes, sino como hombre, con la bomba de dinamita en una mano y tremolando con la otra la bandera roja de Tierra y Libertad.
La expropiación
Es que ha llegado el momento de tomar. Pasó, tal vez para no volver jamás, la época de la súplica y del ruego. Ya no piden pan más que los cobardes; los valientes toman. A los que se rompen la cabeza para obtener de sus amos la jornada de ocho horas, se les ve con lástima; los buenos no solamente rechazan la gracia de las ocho horas, sino que rechazan el sistema de salarios, y consecuentes con sus doctrinas, con la misma mano con que se apoderan de la riqueza que indebidamente retiene el rico, parten el corazón de éste en dos, porque saben que si el burgués sobrevive a su derrota, la derrota se transforma en reacción y la reacción en la amenaza de la revolución.
Por todo esto la revolución mexicana es el espectáculo más grandioso que han contemplado las edades. El proletariado rebelde hace pedazos la ley, quema los archivos judiciales y de la propiedad, incendia las guaridas de la burguesía y de la autoridad, y con la mano con que antes hacía el signo de la cruz, con la mano que antes se extendía suplicante ante sus señores, con la mano creadora que sólo había servido para amasar la fortuna de sus amos, toma posesión de la tierra y de los instrumentos de trabajo, declarándolo todo, propiedad de todos.
La ruina de la burguesía
Ya comprenderéis, hermanos desheredados, la impresión que este generoso movimiento habrá producido en el ánimo de los burgueses de todo el mundo. Ellos, que nos quisieran ver agonizantes a las plantas del hacendado y del cacique; ellos, que sueñan con que el país vuelva a estar en las mismas condiciones en que se encontraba bajo el despotismo de Porfirio Díaz.
Pero esos tiempos se fueron para no volver jamás. Hoy para cada burgués tenemos un puñal; para cada gobernante tenemos una bomba. Pasaron aquellos tiempos en que el burgués hacía tranquilamente la digestión mientras sus esclavos se arrastraban sobre el surco o se consumían de anemia y de fatiga, en el fondo de la mina y de la fábrica. Ahora el burgués tiene que franquear las fronteras del país, si no quiere balancear de un poste de telégrafo.
No quieren la guillotina
Por humanidad, dicen los burgueses, es necesario que los Estados Unidos intervengan en México.
¡Por humanidad! ¿Quiénes nos hablan de humanidad? Nos hablan de humanidad los chacales carniceros que han bebido la sangre de los pobres. Nos hablan de humanidad los vampiros que no han tenido una mirada de compasión para los pobres.
Ellos saben bien que en nuestros hogares no hay lumbre; ellos saben bien que nuestros pequeñuelos tienen hambre; ellos han visto nuestras covachas; ellos se han reído de nuestros andrajos; ellos nos han apartado con el bastón en el paseo para que no les ensuciemos sus vestidos; ellos nos han visto reventar de hambre a la vuelta de una esquina; ellos nos explotan mientras nuestros brazos son fuertes, y nos arrojan a la calle cuando somos viejos; ellos explotan los bracitos de nuestros hijos, imposibilitándolos para ganarse el pan más tarde; ellos conocen todos nuestros sufrimientos, sufrimientos causados por ellos, sufrimientos de los cuales ellos sacan su poder y su riqueza.
¿Cuándo han tenido para los pobres una mirada de lástima siquiera? No, hermanos de infortunio, no es por humanidad por lo que los burgueses están urgiendo la intervención; lo que ellos quieren es que se salve el sistema capitalista amenazado hoy de muerte por la acción del proletariado en armas; lo que ellos quieren es salvar sus riquezas y ahorrar a la guillotina el trabajo de cortarles el pescuezo.
Tierra y Libertad o muerte
Pero todos los esfuerzos de la arrogante burguesía resultarán inútiles. El trabajador ha levantado la cabeza; el trabajador sabe que entre las dos clases —la de los hambrientos y la de los hartos, la de los pobres y la de los ricos— no puede haber paz, no debe haber paz, sino guerra sin tregua, sin cuartel, hasta que la clase trabajadora triunfante haya echado la última paletada de tierra sobre el sepulcro del último burgués y del último representante de la autoridad, y los hombres redimidos puedan, al fin, darse un abrazo de hermanos y de iguales.
Nuestros mártires
A luchar por ese principio, un grupo de trabajadores se dirigía a México en septiembre del año pasado. Sabéis bien quiénes eran: Rangel, Alzalde, Lomas, Rincón, Cisneros y otros más. No eran carrancistas, ni villistas, ni huertistas, eran soldados de la revolución social. No iban a México para encumbrar a nadie en la presidencia de la República, sino a arrancar de las manos de los ricos la tierra, la maquinaria, las casas, los medios de transportación y a poner toda esa riqueza en las manos de los pobres. Son pues, nuestros hermanos de clase, son pobres como nosotros y por los pobres iban a arriesgar contentos su vida; por los trabajadores iban a ofrecer su sangre y su inteligencia.
En su marcha para México fueron atacados cobardemente por fuerzas del Estado de Texas, muriendo el compañero Silvestre Lomas. Nuestros hermanos hicieron prisioneros a sus asaltantes y continuaron su marcha hacia el sur. Por la noche, uno de los prisioneros, Candelario Ortíz, que era empleado de policía de Texas, al pretender desarmar al compañero José Guerra fue muerto por éste. Poco después una numerosa fuerza de esbirros norteamericanos arrestaba a los dignos trabajadores, y al hacer el arresto, otro de los nuestros, Juan Rincón, fue muerto alevosamente por los asaltantes.
De entonces acá, los catorce trabajadores arrestados están sufriendo en los calabozos de Texas. Multitudes de norteamericanos salvajes han pretendido lincharlos; en los calabozos se les maltrata, se les ultraja porque son mexicanos; se les mata de hambre; no se les permite escribir ni a sus familias; no pueden recibir periódicos ni visitas de sus amigos y parientes.
Para los ensoberbecidos burgueses norteamericanos, los catorce hombres presos no son catorce héroes de la causa del trabajo, sino catorce mexicanos despreciables. Todo el odio que el norteamericano patriota siente por nuestra raza lo ha reconcentrado en esos catorce trabajadores, uno de los cuales ha sido sentenciado a pasar el resto de su vida en una penitenciaría de Texas; otros, a pasar largos años de encierro en las Bastillas texanas, mientras que sobre Rangel, Alzalde, Cisneros y otros pesa la amenaza de la pena de muerte.
¿Cuál es su crimen?
El crimen cometido por estos hombres no es la muerte de un esbirro, pues no fueron los presos quienes lo mataron, sino José Guerra, como lo saben muy bien los perseguidores; el crimen cometido por éstos hombres es el de dirigirse a México. Ese es el verdadero crimen; el hecho de pretender poner su brazo y su cerebro al servicio de la causa de los desheredados. Ese es el crimen que la burguesía no perdona.
Estos hombres se habían hecho el propósito de unir su fuerza a la de sus hermanos que se encuentran luchando contra el Capital y la autoridad; ellos iban serenos y altivos a destruir todos los privilegios, todos los despotismos, todas las explotaciones; ellos iban a decirles a sus hermanos de miseria: ¡Levantad vuestras frentes, pues si alguien tiene derecho a gozar de la vida, sois vosotros, trabajadores, que todo lo producís con vuestras manos creadoras; y si alguien debe estar en la miseria, es el insolente patrón que os chupa vuestra sangre, es el burgués que nada produce y os roba vuestro trabajo!
Comprendéis, trabajadores, que, para el burgués holgazán, estos hombres son unos bandidos; pero para nosotros, para los que sufrimos miserias y desprecios, ellos son nuestros héroes y nuestros mártires. Para nosotros, los que vivimos en el último peldaño de la escala social, el rico y el gobernante son los bandidos.
La raza proscrita
El deber de todos los trabajadores es salir a la defensa de nuestros presos; y para los que somos de raza mexicana, el deber es doblemente imperioso. Bien sabéis, mexicanos que en este país nada valemos. La sangre de Antonio Rodríguez todavía no se orea en Rock Springs; está caliente aún el cuerpo de Juan Rincón; está fresca la sepultura de Silvestre Lomas; en las encrucijadas de Texas blanquean las osamentas de los mexicanos; en los bosques de Louisiana, los musgos adornan los esqueletos de los mexicanos.
¿No sabéis cuántas veces ha recibido el trabajador mexicano un balazo en mitad del pecho al ir a cobrar su salario a un patrón norteamericano? ¿No habéis oído que en Texas —y en otros Estados de este país— está prohibido que el mexicano viaje en los carros de los hombres de piel blanca? En las fondas, en los hoteles, en las barberías, en las playas de moda, no se admite a los mexicanos. En Texas se excluye de las escuelas a los niños mexicanos. En determinados salones de espectáculos hay lugares destinados para los mexicanos.
Justicia o rebelión
¿No constituye todo esto un ultraje? ¿Y cómo detener tanto ultraje si permanecemos con los brazos cruzados?
Si tenemos vergüenza, ahora es cuando debemos ponernos en pie. Unámonos como un solo hombre para demandar la libertad absoluta de nuestros hermanos presos en Texas; agitemos la opinión; demostremos que sabemos unirnos enfrente de la injusticia y de la tiranía, y si a pesar de nuestros esfuerzos y de demostrar su inocencia, no se pone en libertad a nuestros hermanos, levantémonos en armas, que es preferible morir a arrastrar una vida de humillaciones y de vergüenza.
Si no se hace justicia a los nuestros, enarbolemos la bandera roja aquí mismo y hagámonos justicia con nuestras propias manos.
Acción reclaman los tiempos que corremos; pero no la acción de poner en tierra las rodillas y elevar los ojos al cielo, sino la acción viril que tiene como compañeras la dinamita y la metralla.
Hay que hacer entender a los perseguidores que si el verdugo pone la cuerda de la horca en el cuello de Rangel y compañeros, nosotros, los trabajadores, pondremos nuestras manos en el cuello de los burgueses.
¡Ahora o nunca! Esta es la oportunidad que se nos presenta para detener esa serie de infamias que se cometen en este país en las personas de nuestra raza por el único delito de ser mexicanos y pobres, pues hasta hoy no se ha visto que un burgués mexicano, haya sido atropellado.
Es contra nosotros los pobres, contra los trabajadores contra quienes se comete toda clase de atentados. Unámonos todos los desheredados resueltos a ser respetados o a morir, y gritemos a la burguesía ensoberbecida: ¡Justicia o rebelión! ¡Viva Tierra y Libertad!
La Rusia americana
Discurso del 3 de diciembre de 1916.
Camaradas, ¡Salud!
Vivimos en un momento solemne, y nuestros pensamientos y nuestros actos deben estar a la altura de las circunstancias.
Las dos fuerzas históricas que han obrado en los destinos humanos: la fuerza conservadora, que quiere atarnos al pasado, y la fuerza progresiva que nos impele hacia el porvenir, están a punto de llegar a una crisis.
El choque es inminente; la catástrofe se avecina. ¡Preparemos nuestros corazones para cuando llegue el ansiado momento de romper, al fin, nuestras cadenas en los cráneos de nuestros verdugos!
El enemigo oye el toque a somatén y se prepara; ¡preparémonos nosotros también!
¡El enemigo! ¿Para qué deciros quién es nuestro enemigo? Harto lo sabéis: el enemigo es el burgués; el enemigo es el gobernante; el enemigo es el clérigo, los tres pilares que sostienen la tupida trabazón del negro edificio que ha pesado sobre la humanidad desde que apareció el primer bandido que dijo: ¡Esto es mío!, y surgió de las sombras de la historia el protector del ladrón, gritando: ¡Obedecedme!, acompañado de un negro pajarraco que, alzando los ojos al cielo, prorrumpió en este graznido: ¡Sed sumisos!, graznido cuyo eco fúnebre ha tenido a la humanidad de rodillas a los pies de sus tiranos.
Pues bien: ese negro edificio amenaza desplomarse. Agrietado por todos sus costados, ya no bastan reformas; el sistema capitalista se desmorona, se desmorona sin remedio, y sus pilares crujen.
La hidra de tres cabezas apela a los extremos para reafirmar su dominio en todo el mundo. No se resigna a perecer sin oponer antes una feroz resistencia, y da un salto atrás, a las tinieblas de la Edad Media, y si no lo remediamos los de abajo, si los oprimidos nos cruzamos de brazos ante la bestia hosca, bien pronto, ante nuestros ojos asombrados, volverán a encenderse las llamas de la Inquisición.
¿Nos resignaremos a este espantoso regreso a la barbarie, adonde nos arrastra iracunda la tiranía capitalista?
Porque hacia la barbarie estamos siendo arrastrados, camaradas; se nos lleva al borde de un abismo, donde nos esperan, siniestros y torvos, Pedro Arbués y Torquemada.
Lancemos una amplia mirada en torno nuestro y nos convenceremos de la magnitud del estrago que el enemigo opera en nuestras filas.
¿Cuántos de los nuestros se pudren en los calabozos de esta libre América? ¿Podríais contarlos siquiera? Rangel y compañeros, condenados a seguir la suerte de Ortíz y de Alzalde en las penitenciarias texanas; Tresca y compañeros, candidatos a la silla eléctrica en Minnesota; McNamara, Suhr y Ford condenados a pasar toda su vida en los presidios de California; Schmid y Caplan, que no saben si el esbirro que se acerca a su reja les lleva una sentencia de presidio por vida, o una orden de muerte en la horca; Billings, en Folsom, por toda su vida, mientras Nolan, los dos Mooney y Weinberg, sus compañeros de martirio, esperan en las mazmorras de San Francisco la acometida brutal del enemigo; en la prisión de Pittsburg, ocho buenos luchadores visten el traje del presidiario, ¡el traje rayado con que nos ofende la sociedad burguesa, y que yo quisiera verlo enarbolado bien pronto por la plebe enfurecida como bandera de venganza!
¿Para qué, camaradas, seguir enumerando uno por uno a los buenos de los nuestros que en estos momentos pueblan los calabozos del país de la libertad, como graciosamente se titula a esta Rusia norteamericana?
No hay semana de cada mes que, al terminar su periodo de siete días, no lleve inscripto en su negro registro el nombre de uno, de cinco, de cincuenta y hasta de doscientos y trescientos de los nuestros, de los que como nosotros piensan y sienten, como consta en los obscuros archivos de los Estados de Pensilvania y de Washington. ¿Adónde vamos a dar? ¿No se nos lleva al abismo?
Y los que caen en las garras de la bestia capitalista son los mejores de los nuestros, es la vanguardia de la legión revolucionaria, son el cerebro y el nervio de la gran masa que gime aplastada, triturada, resquebrajada, escupida bajo las plantas del monstruo insaciable, que en cada moneda que engulle se lleva una gota de nuestra sangre y una lágrima de nuestros ojos.
¡El placer de los de arriba se obtiene al precio del dolor de los de abajo! Máxima vieja es esta, como vieja es la explotación, como vieja es la tiranía, y ella vive y vivirá en nuestras frentes de esclavos mientras no tengamos el valor de borrarla con la sangre de nuestros verdugos.
Las conquistas de nuestros padres; los sacrificios de nuestros abuelos; las generosas esperanzas de nuestros antepasados; todo el esfuerzo de nuestros mayores, todo, todo lo que se hizo para abrirnos un amplio camino que nos condujera a la libertad y al bienestar, todo eso que significa torrentes de sangre y mares de lágrimas está a punto de naufragar.
Los derechos del hombre, comprados al precio del sacrificio de millones de vidas, son flores muertas entre las páginas de las contribuciones políticas de las naciones de la Tierra. A esos derechos les falta la raíz de todos los derechos humanos, el derecho de los derechos: ¡el derecho de vivir!
Está a punto de abrirse un negro paréntesis al progreso humano, que, si no nos apresuramos a impedir que sea abierto, vendrán siglos y más siglos de tinieblas y opresión, hasta que del seno de madres activas broten hombres superiores a nosotros que sepan abrirse las arterias para ahogar a los tiranos con su sangre generosa.
Toda esta persecución a nuestros compañeros no es más que una persecución al progreso, un asalto brutal a la civilización, porque, en resumen, no es otra cosa que el resultado de una conspiración de la clase parasitaria para hacer fracasar la emancipación o el mejoramiento de la clase trabajadora.
Con la persecución se ataca el derecho de asociación, el derecho de huelga, la libertad de pensamiento, hablado y escrito. Persiguiéndose a los más activos, a los más enérgicos, a los más inteligentes y a los más avanzados agitadores, es como se pretende detener el progreso, la civilización que ha alcanzado la humanidad por el esfuerzo de los que trabajan y piensan.
Sin los que piensan y los que obran, la especie humana continuaría poblando las cavernas.
No es un signo de pesos el que audaz perfora la tierra y se interna en sus entrañas, palpando emocionado las paredes del vientre de nuestra madre común, en busca del metal o del carbón, sino el ser de carne y hueso, y cerebro y sangre que tiene una vida que perder, una familia que angustiada le espera, porque no sabe si el beso que le dio por la mañana al dirigirse a la mina sería la última muestra de afecto del padre, del hermano, del esposo, del hijo a quien rodean las tinieblas y sobre quien gravita la montaña que puede desplomarse.
No es un signo de pesos el hombre que, como una araña hermosa, se balancea en el espacio azul sentando sillar sobre sillar, ladrillo sobre ladrillo, adornando su obra de gigante con la melodía melancólica de un aire popular que parece condensar sus amores, sus angustias de esclavo, las amarguras del paria, mientras con los ojos de la mente ve la obscura covacha y, en su penumbra, moverse la figura de los seres queridos que le aguardan inquietos, con el temor de ver aparecer en el humilde dintel, en vez del ser risueño y amable que partió valeroso por la mañana, una masa de carne y huesos astillados, amontonada en una camilla.
No es un signo de pesos el valiente que desafía la intemperie en el campo, arañando la tierra para depositar en el surco luminoso la semilla que ha de nutrir a la humanidad.
No es un signo de pesos el atrevido que echa a andar el barco sobre el inquieto lomo del mar para transportar la riqueza a otras playas, o para sumergirse en la verde linfa en pos de esa sirena que duerme como el cadáver de una lágrima en una tumba de nácar, ¡la perla!, o para extraer de su seno pródigo los peces, sino el hombre que tiene afectos, que tiene un corazón para sentir, un cerebro para pensar, un par de ojos para dar salida al sentimiento puro, hermoso, límpido como una gota de cristal, y a quien, en la playa que la bruma hace invisible, esperan en vela los suyos, lanzando tristes miradas al horizonte hostil, interrogando con el corazón oprimido a las olas si han visto al padre, al hermano, al hijo, al amante, con el oído atento a los rumores del viento y del agua, con la esperanza de escuchar la voz del ser querido.
No es un signo de pesos el que bajo la nieve, o flagelado por el sol, o azotado por el viento helado, construye esas arterias de acero, por las que han de circular las riquezas y las personas llevando la vida y la alegría por todas partes, como la sangre circula por el cuerpo para sustentarlo, sino el trabajador que suspira cuando piensa en el porvenir de sus hijos, aquellos queridos pedazos de su carne, aquellos tiernos retoños de su cuerpo que por la tarde, cuando rendido de fatiga retorna a la pocilga, salen a recibirle bulliciosos, alegres, agitando los bracitos en demanda de caricias.
No es un signo de pesos el que mueve la industria; no es un signo de pesos el que cuece el pan; no es un signo de pesos el que teje las telas: es el trabajador sin el cual no habría civilización, se estancaría el progreso, regresaría la humanidad a la barbarie.
¿No es, pues, un atentado a la civilización y al progreso esta loca persecución contra los mejores de nuestros hermanos?
Las asociaciones de trabajadores amenazadas de muerte; la libertad de la palabra suprimida a balazos; la prensa obrera aplastada, ¿dónde vamos a dar los de abajo? Vamos al abismo, vamos a la esclavitud.
En Everett se asesina a nuestros hermanos por pretender ejercitar un derecho que hace cerca de siglo y medio, entre los acordes gentiles de La Marsellesa y el rugido colérico del bronce, se irguió majestuoso sobre las ruinas malditas de la Bastilla.
En San Francisco estalla una bomba que siembra el pánico en las filas de nuestros enemigos. ¿Qué valerosa mano la puso? No nos importa; ¡fue el pueblo oprimido el que la puso! Sí, fue el pueblo, que ya no quiere soldados, que ya no quiere mantener a sus propios verdugos, que ya no quiere guerra con otros pueblos en beneficio de sus amos, que no quiere la militarización del país, porque ve en ella una amenaza contra su libertad.
La bomba de San Francisco fue una protesta: no rugió la dinamita en ella: ¡fue el grito formidable de cien millones de seres humanos!
Pues bien; no pudiendo encontrar nuestros verdugos al que puso la bomba, arremetieron contra Nolan, contra Mooney y su compañera, la valerosa Rena Mooney, y contra Billings y Weinberg.
La prisión de estos queridos camaradas no tiene otro fin que arrancar, del seno de las organizaciones obreras de San Francisco, las personalidades fuertes, enérgicas, inteligentes y activas, y que son capaces de encauzar el movimiento obrero por la senda revolucionaria.
No es la explosión del 22 de julio la que tiene encadenados a nuestros amigos: ¡es el miedo a la barricada redentora! La antorcha de la revolución comenzaba a chispear en las manos audaces, y era necesario encadenar esas manos y apagar esas chispas.
¿Y qué decir de nuestra prensa? ¿Cuántos de nuestros periódicos han sido suprimidos de unos cuantos meses a esta parte? ¡Son más de doce y entre ellos tiene la honra de contarse Regeneración!
Regeneración ha merecido siempre ese honor: ¡el de ser perseguido! Se persigue al que se teme; se persigue al que hace daño. ¡Desgraciado el luchador que no sabe atraerse la tempestad sobre su cabeza!
¡Pobre del que lucha si no se siente mordido por la envidia y no pesa sobre sus hombros una montaña de odios! Ser perseguido y ser odiado: he ahí a lo que debe aspirar todo luchador sincero.
Miserable el que lucha por encaramarse sobre los hombros de los que sufren; pequeño el que aspira a descansar sobre los lomos del rebaño; insignificante el que siente bajo sus pies las blanduras del que suplica y del que adula; grande el que invita a la embestida, el que mira en torno suyo puños cerrados y sigue su camino a la luz de los relámpagos del odio. ¡El rayo no busca el matorral: hiere a la encina!
Regeneración es una cumbre: por eso atrae el rayo.
Regeneración es un baluarte: por eso lo acaricia la metralla.
Regeneración es el escudo del que sufre: ¿qué de extraño es que sobre él carguen todas las lanzas del enemigo?
Camaradas: que nuestra presencia en este recinto signifique el descontento de los que sufren; que nuestra presencia aquí sea no sólo una muestra de protesta, sino resolución inquebrantable de llegar a los extremos para refrenar las dementes embestidas del monstruo capitalista. Si con nuestra protesta no logramos detener el brazo que nos arrastra a los tiempos de Loyola, ¡rebelémonos!
Que cese ya esta represión criminal. Nuestros brazos más fuertes, nuestros cerebros más poderosos, la flor de las falanges de la plebe están en los presidios, y todo indica que no serán los únicos.
A los grandes corazones indios en Texas, al generoso poeta Carlo Tresca, al firme Suhr, al mártir Schmidt, al traicionado Caplan, a los trescientos I. W. W. de Everett, a todos nuestros mártires, que en estos momentos pasean, silenciosos e insomnes, en las tinieblas de sus calabozos, les irán a hacer compañía otros cientos, otros miles más de los buenos, a quienes el enemigo teme y odia porque son la levadura que hace fermentar en la muchedumbre esclava, el ansia de rebelión.
Arrancando a los buenos de nuestras filas, la fiera capitalista aplaza la barricada, impide el motín, mata el nervio de la insurrección y prolonga la existencia del sistema maldito que se nutre con nuestros pesares, que se bebe nuestras lágrimas. Sí: con la prisión de los buenos, ¿quién encarrilará a las uniones de trabajadores por la senda revolucionaria? ¿Quién soliviantará las masas a la revolución y a la protesta? ¿Quién hará vibrar el clarín que convoque al combate? ¿Qué mano se atreverá a desplegar, ante las miradas azoradas de los tiranos del mundo, la bandera roja de Tierra y Libertad?
Hermanos de cadenas: a la huelga de protesta por la libertad de nuestros hermanos, y si ni así ceden nuestros tiranos, entonces ¡a las armas!
¡Viva la anarquía! ¡Viva Tierra y Libertad!
La patria burguesa y la patria universal
Discurso del 19 de septiembre de 1915.
Camaradas:
La humanidad se encuentra en uno de los momentos más solemnes de su historia.
En el universo nada es estable: todo cambia, y nos encontramos en el momento en que un cambio está por efectuarse en lo que se refiere al modo de agruparse de los seres humanos al conjunto de las instituciones económicas, políticas, sociales, morales y religiosas, que constituyen lo que se llama sistema capitalista, o sea el sistema de propiedad privada o individual.
El sistema capitalista muere herido por sí mismo, y la humanidad, asombrada, presencia el formidable suicidio.
No son los trabajadores los que han arrastrado a las naciones a echarse unas sobre otras: es la burguesía misma la que ha provocado el conflicto, en su afán por dominar los mercados.
La burguesía alemana realizaba colosales progresos en la industria y en el comercio, y la burguesía inglesa sentía celos de su rival. Eso es lo que hay en el fondo de ese conflicto que se llama guerra europea: celos de mercachifles, enemistades de traficantes, querellas de aventureros.
No se litiga en los campos de Europa el honor de un pueblo, de una raza o de una patria, sino que se disputa, en esa lucha de fieras, el bolsillo de cada quien: son lobos hambrientos que tratan de arrebatarse una presa.
No se trata del honor nacional herido ni de la bandera ultrajada, sino de una lucha por la posición del dinero, del dinero que primero se hizo sudar al pueblo en los campos, en las fábricas, en las minas, en todos los lugares de explotación y que ahora se quiere que ese mismo pueblo explotado lo guarde con su vida en los bolsillos de los que lo robaron.
¡Qué sarcasmo! ¡Qué ironía sangrienta! Se hace trabajar al pueblo por un mendrugo, quedándose los amos con la ganancia, y después se hace que los pueblos se destrocen unos a otros para que esa ganancia no sea arrancada de las uñas de sus verdugos.
Protegernos los pobres, está bien: ése es nuestro deber, esa es la obligación que nos impone la solidaridad. Protegernos los unos a los otros, ayudarnos, defendernos mutuamente, es una necesidad que debemos satisfacer si no queremos ser aniquilados por nuestros señores; pero armarnos, y echarnos unos sobre los otros para defender el bolsillo de nuestros amos, es un crimen de lesa clase, es una felonía que debemos rechazar indignados.
A las armas, está bien; pero contra los enemigos de nuestra clase, contra los burgueses, y si nuestro brazo ha de tronchar alguna cabeza, que sea la del rico; si nuestro puñal ha de alcanzar algún corazón, que sea el del burgués. Pero no nos destrocemos los pobres unos a otros.
En los campos de Europa los pobres se destrozan unos a los otros en beneficio de los ricos, quienes hacen creer que luchan en beneficio de la patria.
Y bien; ¿qué patria tiene el pobre? El que no cuenta más que con sus brazos para ganarse el sustento, sustento del que carece si el amo maldito no se le antoja explotarlo, ¿qué patria tiene?
Porque la patria debe ser algo así como una buena madre que ampara por igual a todos sus hijos.
¿Qué amparo tienen los pobres en sus respectivas patrias? ¡Ninguno! El pobre es un esclavo en todos los países, es desgraciado en todas las patrias, es un mártir bajo todos los gobiernos.
Las patrias no dan pan al hambriento, no consuelan al triste, no enjugan el sudor de la frente del trabajador rendido de fatiga, no se interponen entre el débil y el fuerte para que éste no abuse del primero; pero cuando los intereses del rico están en peligro, entonces se llama al pobre para que exponga su vida por la patria, por la patria de los ricos, por una patria que no es nuestra, sino de nuestros verdugos.
Abramos los ojos, hermanos de cadena y de explotación; abramos los ojos a la luz de la razón.
La patria es de los que la poseen, y los pobres nada poseen. La patria es la madre cariñosa del rico y la madrastra del pobre. La patria es el polizonte armado de un garrote, que nos arroja a puntapiés al fondo de un calabozo o nos pone el cordel en el pescuezo cuando no queremos obedecer las leyes escritas por los ricos en beneficio de los mismos ricos. La patria no es nuestra madre: ¡es nuestro verdugo!
Y por defender a ese verdugo, nuestros hermanos los proletarios de Europa se arrancan la existencia los unos a los otros. Imaginaos el espacio que ocuparan más de 6.000.000 de cadáveres; una montaña de cadáveres, ríos de sangre y de lágrimas, eso es lo que ha producido hasta este momento la guerra europea. Y esos muertos son nuestros hermanos de clase, son carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre. Son trabajadores que desde niños fueron enseñados a amar a la patria burguesa, para que, llegado el caso, se dejasen matar por ella.
¿Qué poseían de sus patrias esos héroes? ¡Nada! No poseían otra cosa que un par de brazos robustos para procurarse el sustento propio y el de sus familias. Ahora las viudas, los dolientes de esos trabajadores tendrán que morirse de hambre. Las mujeres se prostituirán para llevarse a la boca un pedazo de pan; los niños robarán para llevar algo de comer a sus ancianos padres; los enfermos irán al hospital y a la tumba.
Burdel, presidio, hospital, muerte miserable: he ahí el premio que recibirán los deudos de los héroes que mueren por su patria, mientras que los ricos y los gobernantes derrochan en francachelas el oro que se ha hecho sudar al pueblo en la fábrica, en el taller, en la mina.
¡Qué contraste! Sacrificio, dolor, lágrimas para los que todo lo producen, para los creadores abnegados de la riqueza. Placeres y dichas para los holgazanes que están sobre nuestros hombros.
Sacudámonos, agitémonos, obremos para que caigan a nuestros pies los parásitos que acaban con nuestra existencia. Pongamos resueltamente nuestros puños en el cuello del enemigo. Somos más fuertes que él. Un revolucionario dijo esta inmensa verdad: Los tiranos nos parecen grandes porque estamos de rodillas; ¡levantémonos!
Y bien: horrible como es la carnicería insensata que convierte en matadero el territorio del viejo mundo, ella tiene que producir inmensos bienes a la humanidad, y en lugar de entregarnos a tristes reflexiones considerando tan sólo el dolor, las lágrimas y la sangre, alegrémonos, regocijémonos de que tal hecatombe haya tenido lugar.
La catástrofe mundial que contemplamos es un mal necesario. Los pueblos, envilecidos por la civilización burguesa, ya no se acordaban de que tenían derechos, y se hacía indispensable una sacudida formidable para despertarlos a la realidad de las cosas.
Hay muchos que necesitan del dolor para abrir sus cerebros a la razón. El maltrato envilece al apocado y al tímido; pero en el pecho del hombre de vergüenza despierta sentimientos de dignidad y de noble orgullo que lo hacen rebelarse.
El hambre doblega al cobarde y lo entrega de rodillas al burgués; pero es al mismo tiempo un acicate que hace encabritar a los pueblos. El sufrimiento puede conducir a la resignación y a la paciencia: pero también puede poner, en las manos del hombre valiente, el puñal, la bomba y el revólver. Y esto será lo que suceda cuando termine esta guerra infame, o lo que la hará terminar.
Las grandes batallas cámpales terminarán con la barricada y el motín de los pueblos rebelados, y las banderas nacionales se desvanecerán en el espacio, para dar lugar a la bandera roja de los desheredados del mundo.
Entonces la revolución que nació en México, y que vive aún como un azote y un castigo para los que explotan, los que embaucan y los que oprimen a la humanidad, extenderá sus flamas bienhechoras por toda la Tierra y en lugar de cabezas de proletarios rodarán por el suelo las cabezas de los ricos, de los gobernantes y de los sacerdotes, y un solo grito subirá al espacio escapado del pecho de millones y millones de seres humanos: ¡Viva Tierra y Libertad!
Y por primera vez el sol no se avergonzará de enviar sus rayos gloriosos a esta mustia Tierra, dignificada por la rebelión, y una humanidad nueva, más justa, más sabia, convertirá a todas las patrias en una sola patria, grande, hermosa, buena: la patria de los seres humanos; la patria del hombre y de la mujer, con una sola bandera: la de la fraternidad universal.
Saludemos, compañeros de fatigas y de ideales, a la revolución mexicana. Saludemos esa epopeya sublime del peón convertido en hombre libre por la rebeldía, y pongamos todo lo que esté de nuestra parte, nuestro dinero, nuestro talento, nuestra energía, nuestra buena voluntad, y si necesario es sacrifiquemos nuestro bienestar, nuestra libertad y aún nuestra vida para que esa revolución no termine con el encumbramiento de ningún hombre al poder, sino que, siguiendo su curso reivindicador, termine con la abolición del derecho de propiedad privada y la muerte del principio de autoridad; porque mientras haya hombres que poseen y hombres que nada tienen, el bienestar y la libertad serán un sueño, continuarán existiendo tan sólo como una bella ilusión jamás realizada.
La revolución no debe ser el medio de que se valgan los malvados para encumbrarse, sino el movimiento justiciero que dé muerte a la miseria y a la tiranía, cosas que no mueren eligiendo gobernantes, sino acabando con el llamado derecho de propiedad privada.
Este derecho es la causa de todos los males que sufre la humanidad. No hay que buscar el origen de nuestros males en otra cosa, pues por el derecho de propiedad hay gobierno y hay sacerdotes. El gobierno es el encargado de ver que los ricos no sean despojados por los pobres, y los sacerdotes no tienen otra misión que infundir en los pechos proletarios la paciencia, la resignación y el temor de Dios, para que no piensen jamás en rebelarse contra sus tiranos y explotadores.
El Partido Liberal Mexicano —unión obrera revolucionaria— comprende que la libertad y el bienestar son imposibles mientras existan el Capital, la autoridad y el clero, y a la muerte de estos tres monstruos o de ese monstruo de tres cabezas, tienden todos sus esfuerzos, y a la propaganda y a la acción de los miembros de este Partido se debe el hecho de que no hay un gobierno estable en México, esto es, que no se fortalezca una nueva tiranía.
No queremos ricos, no queremos gobernantes ni sacerdotes; no queremos bribones que exploten las fuerzas de los trabajadores; no queremos bandidos que sostengan con la ley a esos bribones, ni malvados que en nombre de cualquier religión hagan del pobre un cordero que se deje devorar de los lobos sin resistencia y sin protesta.
Aquellos de vosotros que queráis conocer a fondo porque lucha el Partido Liberal Mexicano, no tenéis que hacer otra cosa que leer el Manifiesto del 23 de septiembre de 1911, promulgado por la Junta Organizadora del Partido.
Así como la guerra europea es un mal necesario, la revolución mexicana es un bien. Hay sangre, hay lágrimas, hay sacrificios, es cierto; pero ¿qué grande conquista ha sido obtenida entre fiestas y placeres? La libertad es la conquista más grande que puede apetecer un pecho digno, y la libertad sólo se obtiene arrostrando la muerte, la miseria y el calabozo.
Pensar que de otra manera se puede conquistar la libertad, es equivocarse lamentablemente.
Nuestra libertad está en las manos de nuestros opresores: de ahí que no podamos adquirirla sin lucha y sin sacrificio.
¡Adelante! Si en Europa se combate todavía por la patria, esto es, por los ricos, en México se lucha por Tierra y Libertad.
¡Adelante! El momento es solemne. En México el sistema capitalista se derrumba a los golpes de la plebe dignificada y los clamores de los ricos y los clérigos llegan a Washington a trastornar el seso de ese pobre juguete de la burguesía que se llama Woodrow Wilson, el presidente enano, el funcionario de sainete que, por ironía del destino, le ha tocado ser actor en una tragedia en la que solamente deberían tomar parte personajes de hierro.
¡Adelante! El remedio está a nuestro alcance. Para acabar con el sistema capitalista no tenemos otra cosa que hacer que poner nuestras manos sobre los bienes que se encuentran en las garras de los ricos y declararlos propiedad de todos, hombres y mujeres.
El hombre arriesga su vida por encumbrar a un gobernante, que por más amigo del pobre que se diga ser, nunca lo será más que lo es del rico, ya que su misión es velar porque la ley sea respetada, y la ley ordena que se respete el derecho de propiedad privada o individual.
¿Para qué matarse por tener un gobierno? ¿Por qué no, mejor, sacrificarse por no tener ninguno, con mayor razón cuando el mismo esfuerzo que se hace para quitar a un gobernante y poner otro en su lugar, es el mismo que se necesita para arrancar de las manos de los ricos la riqueza que detentan?
La expropiación: este es el remedio; pero debe ser la expropiación para beneficio de todos y no de unos cuantos. La expropiación es la llave de oro que abre las puertas de la libertad, porque la posesión de la riqueza da la independencia económica. El que no necesita alquilar sus brazos para vivir, ese es libre.
¡Adelante! No es posible detenerse y ser simples espectadores del drama formidable.
Que cada cual se una a los de su clase: el pobre con el pobre; el rico con el rico, para que cada quien se encuentre con los suyos y en su puesto en la batalla final: la de los pobres contra los ricos; la de los oprimidos contra los opresores; la de los hambrientos contra los hartos, y cuando el humo del último disparo se haya disipado, y del edificio burgués no quede piedra sobre piedra, que el sol alumbre nuestras frentes ennoblecidas y a la Tierra le quepa el orgullo de sentirse pisada por hombres y no por rebaños.
Aprendamos algo de nuestros hermanos los revolucionarios expropiadores de México. Ellos no han esperado a que se encarame nadie a la presidencia de la República para iniciar una era de justicia. Como hombres han destruido todo lo que se oponía a su acción redentora. Revolucionarios de verdad, han hecho pedazos la ley; la ley solapadora de la injusticia; la ley alcahueta del fuerte. Con mano robusta han hecho pedazos las rejas de los presidios y con los barrotes han hundido el cráneo de jueces y cagatintas. Al burgués le han acariciado el pescuezo con la cuenta de los ahorcados, y con gesto heroico, jamás presenciado por los siglos, han puesto las manos sobre la tierra que palpita emocionada al sentirse poseída por hombres libres...
¡Adelante! Que en este momento solemne cada quien cumpla con su deber.
¡Viva la anarquía! ¡Viva el Partido Liberal Mexicano! ¡Viva Tierra y Libertad!
El manifiesto del 23 de septiembre de 1911
Discurso pronunciado el 23 de septiembre de 1917.
Nos hemos reunido para celebrar el sexto aniversario de la promulgación del Manifiesto del 23 de septiembre de 1911, expedido por la Junta Organizadora del Partido Liberal Mexicano.
Esta fecha es de gran importancia en la historia revolucionaria del pueblo mexicano, porque ella marca el surgimiento claro, preciso y bien definido de una tendencia revolucionaria que, desde hacía años, venía acentuándose y tomando cuerpo, delineándose en la confusa masa de aspiraciones, de deseos, de propósitos de un pueblo ansioso de libertad y de justicia; pero que hasta entonces tomaron forma concreta, se precisaron y se definieron.
Los sólidos principios antiautoritarios, anticapitalistas y antirreligiosos que forman la espina dorsal de esta tendencia revolucionaria quedaron claramente expuestos en el Manifiesto del 23 de septiembre de 1911, disipándose así las dudas, evitándose de esta suerte las confusiones.
Desde ese momento no pudieron existir por más tiempo las equivocaciones. Ningún aspirante a ocupar puestos públicos, ningún capitalista ni ningún clérigo, podían tener cabida en nuestras filas, las que quedaron plenamente abiertas para recibir en su seno a todos los oprimidos, a todos los explotados, a todos los que sufren.
De entonces acá, todos aquellos que comprenden que gobierno y autoridad son sinónimos de opresión; todos aquellos que por experiencia propia o ajena saben que lo que se llama gobierno no da de comer al hambriento, ni en nada beneficia o protege al pobre; todos aquellos que han llegado a descubrir que el gobierno no garantiza ni el pan ni el bienestar; todos esos emancipados de los errores que rodearon nuestra cuna, y que hábilmente nos fueron fomentados cuando ya crecidos para que fuésemos durante toda la vida los más celosos defensores de las instituciones que nos hacen desgraciados: todos esos que despertaron y se dieron cuenta del engaño en que se les tenía sumergidos, están en nuestras filas, forman parte de esta agrupación proletaria que se llama Partido Liberal Mexicano.
Cada día aumenta el número de los convencidos de la inutilidad de la institución que se llama gobierno. De todos aquellos que antes de 1910 creían que el gobierno era malo porque se encontraban al frente de él Porfirio Díaz y los científicos, después de siete años de cambios de presidentes y de camarillas son muchos los que ahora se dan cuenta de que el gobierno es malo, ya se encuentre Pedro o Juan en el poder, y este convencimiento, adquirido en la dura escuela de la experiencia, aporta a nuestras ideas nuevos y decididos partidarios del ideal anarquista, con lo que se acerca el día de la verdadera libertad, la que se basa en la independencia económica del individuo, esto es, en la facultad de procurarse cada quien el sustento por medio de su trabajo, sin necesidad de depender de un amo.
Todos los que sufren, todos los que no tienen un terrón dónde reclinar la cabeza; el que tiene que ganarse el duro mendrugo atormentado por la fatiga, bajo la mirada del capataz, mirada de acero que lastima la dignidad como la espuela desgarra los ijares de la bestia; el que vive al día y por la noche se pregunta, angustiado, si encontrará al día siguiente el pedazo de pan que ha de sustentar a los seres queridos que de él dependen; el que ve con horror acercarse el vencimiento del alquiler de la pocilga; el paria, el ilota, el esclavo asalariado, para quienes el sol no brilla cariñoso, a quienes la luna rehúsa sus besos de plata; los desheredados, los trabajadores, los proletarios, los desposeídos de todo, de pan y de ciencia, de abrigo y de arte; los indigentes del mundo, sin tierra, sin libertad, sin justicia, sin amor, esos están con nosotros, esos forman nuestra legión, la fuerza que promueve el progreso, la fuerza que crea la riqueza sin participar de ella; pero que ahora, desengañada y desencantada, comienza a volver la espalda a los redentores de toda laya, ve con desconfianza a los jefes y a los mesías, porque ve en todos ellos a embaucadores y futuros tiranos, y dirige sus pasos de gigante hacia donde brilla el magnifico sol de la anarquía al grito prestigioso de Tierra y Libertad.
Es que nuestro ideal de justicia responde a una necesidad fuertemente sentida. El ser humano se siente acometido por todos lados por mil males que lo esclavizan y lo hacen desgraciado, que impiden su desenvolvimiento natural y libre; hojea la historia, y se convence que ningún gobierno ha hecho la felicidad del pueblo.
Reyes, emperadores, presidentes, todos han sido malos, todos han pesado sobre los hombros de los pueblos como una losa sepulcral; ningún gobernante ha sido el amparo del débil y el azote del fuerte; todos los gobiernos han sido madre tierna y amantísima del poderoso, y madrastra cruel y huraña del humilde.
En su desamparo, el ser humano vuelve los ojos al cielo con la esperanza de hallar el consuelo que necesita y que se le niega en la Tierra; pero pasa la vista por las crónicas religiosas y encuentra crueldad, odio, impostura y tiranía en los representantes de los dogmas religiosos, ve soberbios a los que aconsejan la humildad, contempla hartos a los que predican contra la gula; lascivos y bestiales a los que hacen alarde de castidad; victoriosos a los que aconsejan la continencia, y sólo, débil, desarmado, queda a merced del capitalista, del vampiro que le chupa la sangre y la vida; del ogro que no se apiada de las lágrimas, que no oye los quejidos del hambre y cuyo monstruoso corazón sólo late por el lucro, por la acumulación de fabulosos tesoros, que son la sangre y el sacrificio de los humildes, el dolor de las mujeres y el llanto de los niños.
¿Puede causar admiración que la autoridad pierda su prestigio, que los templos vayan quedando vacíos y que las manos busquen ansiosas el rifle o el puñal?
El Manifiesto del 23 de septiembre de 1911 es una luz que brilla en el caos que se llama revolución mexicana. Cuando esa luz sea advertida por un suficiente número de espíritus altivos y abnegados, ya no habrá brazos que empuñen el fusil para elevar un hombre al poder, sino para derribar a todos los que se encuentren arriba y establecer la igualdad.
¡Viva el Manifiesto del 23 de septiembre de 1911! ¡Viva Tierra y Libertad!
Discurso pronunciado en 1917
Deseo deciros algunas palabras acerca de un mal hábito, bastante generalizado entre los seres humanos. Me refiero a la indiferencia, ese mal hábito que consiste en no fijar la atención en asuntos que atañen a los intereses generales de la humanidad.
Cada quien se interesa por su propia persona y por las personas más allegadas a él, y nada más; cada quien procura su bienestar y el de su familia, y nada más, sin reflexionar que el bienestar del individuo depende del bienestar de los demás; y que el bienestar de una colectividad, de un pueblo, de la humanidad entera, es el producto de condiciones que la hacen posible, es el resultado de circunstancias favorables, es la consecuencia natural, lógica, de un medio de libertad y de justicia.
Así, pues, el bienestar de cada uno depende del bienestar de los demás, bienestar que sólo puede ser posible en un medio de libertad y de justicia, porque si la tiranía impera, si la desigualdad es la norma, solamente pueden gozar de bienestar los que oprimen, los que están más arriba que los demás, los que en la desigualdad fundan la existencia de sus privilegios.
Por lo tanto, el deber de todos es preocuparse por los intereses generales de la humanidad para lograr la formación de un medio favorable al bienestar de todos. Sólo de esa manera podrá el individuo gozar de verdadero bienestar.
Pero vemos que en la vida corriente ocurre todo lo contrario. Cada uno lucha y se sacrifica por su bienestar personal, y no lo logra, porque su lucha no está enderezada contra las condiciones que son obstáculo para obtener el bienestar de todos.
El ser humano lucha, se afana, se sacrifica por ganarse el pan de cada día; pero esa lucha, ese afán, ese sacrificio no dan el resultado apetecido, esto es, no producen el bienestar del individuo porque no están dirigidos los esfuerzos a cambiar las condiciones generales de convivencia, no entra en los cálculos del individuo que lucha, se afana y se sacrifica la creación de circunstancias favorables a todos los individuos, sino el mezquino interés de la satisfacción de necesidades individuales, sin hacer aprecio de las necesidades de los demás.
El que está trabajando sólo piensa en que no le quiten el trabajo y se alegra cuando en una rebaja de trabajadores no entra él en el número de los cesantes, mientras que el que no tiene trabajo suspira por el momento en que el burgués despida a algún trabajador para ver si, de esa manera, logra él ocupar el puesto vacante, y hay algunos tan viles, hay algunos tan abyectos, que no titubean en ofrecer sus brazos por menos paga, y otros que en un momento de huelga se apresuran a llenar los lugares desocupados momentáneamente por los huelguistas.
En suma, los trabajadores se disputan el pan, se arrebatan el bocado, son enemigos los unos de los otros, porque cada quien busca solamente su propio bienestar sin preocuparse del bienestar de los demás, y ese antagonismo entre los individuos de la misma clase, esa lucha sorda por el duro mendrugo, hace permanente nuestra esclavitud, perpetúa la miseria, nos hace desgraciados, porque no comprendemos que el interés del vecino es nuestro propio interés, porque nos sacrificamos por un interés individual mal entendido, buscando en vano un bienestar que sólo puede ser el resultado de nuestro interés por los asuntos que atañen a la humanidad entera, interés que, si se intensificara y se generalizara, daría como producto la transformación de las condiciones actuales de vida, ineptas para procurar el bienestar a todos porque están fundadas en el antagonismo de los intereses, en otras basadas en la armonía de los intereses, en la fraternidad y en la justicia.
Veis por lo tanto, compañeros, que, para alcanzar el bienestar, es preciso, es indispensable fijar la atención en los intereses generales de la humanidad, hacer a un lado la indiferencia, porque la indiferencia eterniza nuestra esclavitud. Todos nos sentimos desgraciados; pero no acertamos a encontrar una de las principales causas de nuestro infortunio, que es nuestra indiferencia, nuestra apatía por todo lo que significa interés general.
La indiferencia es nuestra cadena, y somos nosotros nuestros propios tiranos porque no ponemos nada de nuestra parte para destruirla. Indiferentes y apáticos vemos desfilar los acontecimientos con la misma impasibilidad que si se tratara de asuntos de otro planeta, y como cada quien se interesa únicamente por su propia persona, sin preocuparse de los intereses generales, de los intereses comunes a todos, nadie siente la necesidad de unirse para ser fuertes en las luchas por el interés general; de donde resulta que no habiendo solidaridad entre los oprimidos, el gobierno se extralimita en sus abusos y los amos de toda clase hacen presa de nosotros, nos esclavizan, nos explotan, nos oprimen y nos humillan.
Cuando reflexionemos que todos los que sufrimos idénticos males tenemos un mismo interés, un interés común a todos los oprimidos, y nos hagamos, por lo tanto, el propósito de ser solidarios, entonces seremos capaces de transformar las circunstancias que nos hacen desgraciados por otras que sean favorables a la libertad y al bienestar.
Dejemos ya de apretarnos las manos y de preguntar angustiados que será bueno hacer para contrarrestar las embestidas de la tiranía de los gobiernos y de la explotación de los capitalistas. El remedio está en nuestra mano: unámonos todos los que sufrimos el mismo mal, seguros de que ante nuestra solidaridad se estrellarán los abusos de los que fundan su fuerza en nuestra desunión y en nuestra indiferencia.
Los tiranos no tienen más fuerza que la que les damos nosotros mismos con nuestra indiferencia. No son los tiranos los culpables de nuestros infortunios, sino nosotros mismos.
Preciso es confesarlo: si el burgués nos desloma en el trabajo y exige de nosotros hasta la última gota de sudor, ¿a quién se debe ese mal sino a nosotros mismos, que no hemos sabido oponer a la explotación burguesa nuestra protesta y nuestra rebeldía?
¿Cómo no ha de oprimirnos el gobierno cuando sabe que una orden suya, por injusta que ella sea y por más que lastime nuestra dignidad de hombres, es acatada por nosotros con la vista baja, sin murmurar siquiera, sin un gesto que haga constar nuestro descontento y nuestra cólera? ¿Y no somos nosotros mismos, los desheredados, los oprimidos, los pobres, los que nos prestamos a recibir de las manos de nuestros opresores el fusil, destinado a exterminar a nuestros hermanos de clase, en los raros momentos en que la mansedumbre y la habitual indiferencia ceden su puesto a las explosiones del honor y del decoro? ¿No salen de nuestras filas, de la gran masa proletaria, el polizonte y el mayordomo, el carcelero y el verdugo?
Somos nosotros, los pobres, los que remachamos nuestras propias cadenas, los causantes del infortunio propio y de los nuestros.
El anciano que tiende la mano temblorosa en demanda de un mendrugo; el niño que llora de frío y de hambre; la mujer que ofrece su carne por unas cuantas monedas, son hechura nuestra, a nosotros deben su infortunio, porque no sabemos hacer de nuestro pecho un escudo; y nuestras manos, acostumbradas a implorar, son incapaces de hincarse, como tenazas, en el cuello de nuestros verdugos.
[1] Ricardo Flores Magón no murió en Los Ángeles, Cal., sino en la prisión federal de Leavenworth, Kansas. Nota de los editores.