Ricardo Mella
Esperanzas
Todo en la vida material ha cambiado prodigiosamente. En la vida social, el obrero esclavo del salario, existe todavía para alimentar, recrear y conservar a una casta de hombres que tiene de su parte la supremacía del dinero.
Para el resto de los humanos que no pertenecen a esa casta, la civilización es abstracta, ideal, no traducida en hechos; el progreso una engañosa ilusión con cuya conquista se pavonean los servidores privilegiados del tercer estado enriquecido.
El pueblo carece de todo; carece primeramente de pan. Civilización, progreso, ciencia, arte, e industria, no son para él más que terribles mentiras, torturas inventadas por la novísima inquisición de los satisfechos.
¿Qué efecto pueden producir los museos atestados de maravillas artísticas, los gabinetes científicos con sus gigantescas oraciones, las fábricas con sus obreros colosos, los almacenes reventando con el hartazgo de mercancías que no se venden y los lindos escaparates con todos los refinamientos, del gusto y del lujo?
Hablad de todo esto a los millares de desarrapados que se llevan penosamente las manos hacia la región del estómago vacío, que arrastran sus pies desnudos por el fango de las calles, que mal cubren con harapos los pellejos que sirven de único revestimiento a un manojo de huesos, que crujen a cada paso como queriéndose romper, y sólo obtendréis un gesto doloroso, expresión del organismo aniquilado, indiferente, al borde de la tumba, esperando impasible la muerte, antes que buscando la prolongación de la vida.
¿Quién osará sostener que esta permanente perturbación, este inmenso desequilibrio es natural y eterno?