Ricardo Mella
Ideas y realidades
Los amigos de «Acción Libertaria» me perdonarán si les pido de nuevo hospitalidad. Un número de «Cultura Obrera» que llega a mis manos y la lectura de un artículo que, por mitad, se me dedica, me inducen a emborronar cuartillas.
Para conocimiento de Lirio Rojo, autor del artículo en cuestión, advierto que no se trata aquí de un militante del anarquismo,[1] de un hombre de partido, necesitado, como todos los que lo son, de impulsar las realidades político-sociales en dirección de su programa de aspiraciones. La posición adoptada en el artículo «Justicia y justiciables», es, a mi entender, lo que conviene a una ecuanimidad de juicio la más completa posible, y es la misma que seguiré en estas cuartillas.
Si la distinción entre la violencia y la resistencia, establecida por Lirio Rojo, fuera algo más que un artificio tras el que apunta una falta de valor o de sinceridad para afirmar la justicia de las represalias, valor y sinceridad de que antes hacían alarde algunos anarquistas partidarios de la mal llamada propaganda por el hecho, hubiera creído que, realmente, Lirio Rojo refutaba mi artículo «Justicias y justiciables».
No es así, puesto que condena la violencia y la declara antianarquista, extremo a que yo no llegué.
La resistencia al mal, ¿quién puede negarla? Sólo un teólogo, un místico, puede afirmar y predicar la no resistencia. Está tan en la naturaleza resistir lo que daña, que el cristianismo ha sido estéril durante veinte siglos y el tolstoísmo lo será por todo el curso de los tiempos.
Pero hay tantas formas de resistir, hay tantas y tales consideraciones de solidaridad humana de por medio, que sólo un pensamiento rectilíneo y absolutista es capaz de arribar a la afirmación rotunda a que llega Lirio Rojo cuando afirma que si cada anarquista fuera un resistente (¿por qué no un vengador, un justiciero o un victimario?) del temple de Angiolillo, Pardiñas, Caserío, Bresci, etc., el número de los violentadores estilo Cánovas, Canalejas, Carnot, se hubiera reducido mucho y se nos violentaría menos.
Olvídase que Rusia, con atrocidades casi inconcebibles, sus matanzas atroces de arriba y de abajo, pone sordina a esas importantes palabras que denuncian al enamorado de la fuerza por encima del hombre de convicciones filosóficas. Repitamos: «Para sofocar todas las rebeldías tendría el Estado que mantener una horca y un ejecutor en cada esquina. Para acabar con todas las injusticias tendría el pueblo que poner un victimario en cada calle. Faltarían encrucijadas para victimarios y víctimas». Y agreguemos: no tiene sentido humano la pretensión de que salgamos por esos mundos a matarnos unos a otros sin compasión para dirimir la contienda social en que todos andamos metidos de tan diversa manera.
A pesar de todos los vengadores y de todos los resistentes, mientras en la mentalidad humana y en la evolución social no hayan abierto brecha profunda el espíritu de justicia, que es recíproco respeto, y el sentimiento vivo de libertad, y la clara percepción de solidaridad humana que es igualdad y amor, no será posible el salto revolucionario en el desconocido porvenir. Esa es la razón de todas las propagandas, sin excluir la anarquista; la razón de todos los esfuerzos por llevar a las inteligencias un rayo de luz, a las voluntades un motivo de acción, al sentimiento un acicate de expansionamiento.
No es una desgracia que el instinto de conservación domine las cualidades combativas del hombre. Felizmente somos cada día menos fieros, cada vez menos bestias, aun en medio de la bárbara lucha a que fatalmente estamos entregados, o es una mentira enorme el progreso moral y el influjo de las ideas humanitarias.
La absoluta inadaptación al medio es una quimera. Cierto que los inadaptados o semi-inadaptados impulsan, pero no hay absolutamente nadie capaz, no puede haberlo, de vivir en total rebeldía con el mundo ambiente. No es tampoco necesario. No es deseable.
En el semi-acomodamiento forzoso al medio actual, puede el revolucionario, lo mismo que el hombre de ciencia y el artista ir preparando el porvenir, sembrando ideas de justicia, sentimientos de humanidad, de respeto, de amor al prójimo. Esta es la obra del idealismo y ésta es la que quisiéramos fuese la de la realidad. Pero la realidad está impregnada de barbarismo y es superior a nuestras ideas, ¿quién lo duda?
Pues porque está impregnada de barbarismos impone la violencia, o la fuerza, o la matanza allí donde se quiere amor y paz y justicia. ¿Elevaremos a teoría, a principio de conducta las fatalidades ambientes? Eso parecen querer los que, como Lirio Rojo, padecen de obsesión de los remedios heroicos.
Hay antinomia indudable. No están en error los que piensan a un mismo tiempo que toda violencia, es antianarquista y que a la anarquía sólo por la violencia se puede llegar. Quiero entender que anarquía, es negación de toda violencia o forzamiento, puesto que afirma la completa libertad de acción. Violentar es, pues, un acto antianarquista. ¿Nos cruzaremos de brazos? Más que como anarquistas, como hombres se está obligado a resistir el mal y aniquilarlo en la medida de lo posible. Sojuzgados, vencidos, explotados, tiranizados, habremos de reaccionar contra todos los obstáculos que se oponen a nuestro libre desenvolvimiento. ¿Cómo? La no violencia, está en las ideas y en los sentimientos; la violencia es la realidad. No podremos, aun queriendo, excusarnos de la llamada suprema apelación a la fuerza. El cómo de la conducta es el gran problema para los militantes de todas las ideas revolucionarias. Inútil pretender la revolución a todo pasto. Peligroso convertir en filosofía, la barbarie ambiente. Suicida dejarse llevar a una sensiblería que nos condenaría a la esclavitud voluntaria. Hay en todos los momentos un punto de vacilación porque nada determina claramente las fronteras de lo justo y de lo injusto, del respeto y del abuso, de la libertad y de la imposición.
Yo digo que no es ni anarquista ni humana la justificación de la violencia. Digo más: digo que no es racional ni conveniente para sí mismos que un partido o doctrina de amor, de equidad, de justicia, se convierta en propulsor de la matanza. La obra actual de todos los idealismos humanitarios es corregir la brutal realidad en que vivimos, porque de ella brotan con terrible empuje todas las bestialidades de la carne, todas las iniquidades de los hombres, todas las infamias, todas las villanías y todas las torturas que queremos suprimir.
Si condeno en bloque todas las violencias, no puedo condenar sino condicionadamente las de abajo mientras subsistan las de arriba. La realidad es más fuerte que la filosofía, pero no puedo ni quiero acatar la realidad que me repugna, que me asquea y que me arrolla como ser pensante y como ciudadano libre. La necesidad de la revolución se me impone. Soy, pues, revolucionario porque a la libertad y a la justicia sólo se puede llegar salvando el abismo revolucionariamente. Dadme la posibilidad de una transformación social sin apelaciones a la fuerza y dejaré de ser revolucionario. De otra suerte, tan enemigo de la violencia como se quiera, vendré obligado a reconocer que la violencia es una fatalidad de las condiciones de convivencia actuales, y en mi labor modesta de ciudadano que lucha por el bienestar general, no podré hacer más que poner la mayor dulzura posible, el humanismo más vivo, en los términos de la contienda. A esto vengo obligado como hombre, obligados deben sentirse también aun los que ensalzan sin tasa los gestos heroicos y las actitudes trágicas.
Creo que en este sentido hay bastante que corregir en las predicaciones de algunos anarquistas, sin duda más impulsivos que hombres de serena reflexión. Tras algunas palabras muy fervorosas de libertad y de humanismo, se ve al Torquemada rojo. Se disfraza, pero se afirma el lema jesuítico, «el fin justifica los medios». Se llama filosofía a lo que es teologismo puro, ciencia a un cierto misticismo jacobinista. Andamos saturados de viejas influencias, de revolucionarismos arcaicos, todavía nos encanta la magia de la acción secreta, del carbonario a la moderna que se atribuye la representación y la vendetta popular, del comité de Salud Pública que decreta en la sombra la huelga general o la revolución. Y todo esto no es nada anarquista ni concuerda con las ideas actuales de evolución social y de redención humana.
Contra ese sedimento del pasado hay que pronunciarse abiertamente, curándose de dañosos prejuicios y de entusiasmos malsanos.
Los pequeños episodios sociales que convierten en delincuentes a hombres unas veces heroicos, ridículos otras, no han de ocuparnos tanto que nos hagan perder de vista, la gran trascendencia de la transformación social a que aspiramos.
[1] Estas palabras necesitan una explicación: Mella firmó este artículo y «Justicias y justiciables» con el seudónimo Dr. Alain, que nunca había empleado, por creer que así podía dar al lector una impresión de opiniones acerca de la violencia con «entera independencia de juicio», sin consideración a «los convencionalismos que obligan al hombre de partido a no decir todo lo que piensa en momentos determinados». Creía además que ocultando por de pronto su nombre, esos artículos despertarían más inquietud y comentario entre los anarquistas y hasta provocarían una seria polémica, en cuyo caso contaba volver de nuevo sobre el tema, pero firmando ya como de costumbre. (Nota de los editores).