Ricardo Mella
Las grandes obras de la civilización
Perdonad que un desconocido por su saber o por su arte, ose dirigiros la palabra. Requerimientos de la amistad me obligan a correr el riesgo de un fracaso casi cierto.
Estimo, no obstante, que aun desprovisto de elocuencia y de ciencia, todo hombre medianamente culto y enteramente sincero, tiene algo interesante que decir a sus conciudadanos y, si la ocasión se le ofrece, debe manifestarlo, ya que de la recíproca comunicación de ideas y de sentimientos brota la armonía de la vida intelectual y afectiva y de la material también, que es, en último análisis, la suprema aspiración de los hombres. Tal es, a mis ojos, la razón que, si no me justifica, me disculpa.
No me propongo entreteneros con la minuciosa crónica de las grandes obras de la civilización. Aparte de que es labor erudita que requiere mayor espacio que el de una sola conferencia, conozco que fuera ocioso molestaros exponiendo aquí lo que todos más o menos conocéis por la cotidiana observación o por el estudio. Mi objeto es otro. No soy maestro de hada y por ello no he de explicaros una lección sobre la materia; bastará, a mis fines, que lo que aquí diga sugiera en vosotros la apetecida reflexión sobre las condiciones de nuestros progresos.
En conjunto, las obras de la civilización pueden ser divididas en dos grupos bien definidos: el primero comprende las obras materiales, de utilidad y aplicación a la industria, a las comunicaciones, al comercio, a la vida práctica en su totalidad; el segundo abarca el amplio campo del desenvolvimiento intelectual y ético, de la ciencia, del arte, de la vida superior, en fin, de la especie.
Trataré, pues, de las grandes obras de la civilización sumariamente y por el orden indicado, advirtiendo, empero, que habré de ocuparme más de sus consecuencias que de su misma importancia intrínseca.
El carbón y el hierro han cambiado la faz de la Tierra. La máquina de vapor es el moderno signo de redención, maravilloso generador de progresos incalculables. Reina y gobierna soberanamente todas las manifestaciones de la actividad. Nos emancipa del trabajo innoble y ennoblece el trabajo útil; convierte a la bestia que tira, en cerebro que dirige, y después de haber convertido en un placer el supuesto castigo, todavía nos regala comodidades y deleites desconocidos por siglos de siglos.
Apenas es necesario hablaros de las maravillas de la mecánica. Se empezó por sencillos artefactos casi del todo inútiles. A poco, millares de modificaciones, sucediéndose con rapidez vertiginosa, produjeron mecanismos asombrosos de práctica aplicación a todas las industrias y a todas las artes. Y en la plenitud de la evolución, verificada en menos de un siglo, se ha realizado el prodigio de obtener con el máximo de sencillez, el máximo de aplicación. La inventiva humana conquistó así el más feliz de los éxitos.
Nada, sin embargo, nos sorprende ya. El menos ilustrado de los obreros vive a diario en íntima familiaridad con los colosos de la industria. Las generaciones, apenas deletrean, tienen a su alcance innumerables medios de adquirir pleno conocimiento del mundo en que entran. Los enormes productos de la industria, los prodigios de las invenciones nuevas, apenas atraen un momento nuestra atención. Todo ha llegado a ser cosa común de la vida ordinaria.
Por el contrario, se nos antoja parsimoniosa la velocidad de los trenes, molesto el ruido de los tranvías, de los motores de gas, de las máquinas de vapor; poco artística la espesa malla de los conductores aéreos de electricidad, una bagatela los 30.000 kilómetros próximamente de la red ferroviaria de Europa y queremos más, mucho más.
El vapor, que dijo no sé quién es el soberano del tiempo y del espacio, será vencido, cm presiente todo el mundo; sera vencido también el alambre. Los ferrocarriles eléctricos, la telegrafía sin hilos, las mil aplicaciones novísimas de la electricidad inauguran en estos instantes una nueva época.
¡Qué magnífico triunfo, no obstante, el de nuestros días! Se arranca a las entrañas de la Tierra, a enormes profundidades, cuantiosas riquezas. Nubla el Sol la densa humareda de millares de fábricas. Va la loca viajera, con asombrosa rapidez, a través de profundos abismos y de gigantescas montañas y ora sube a las más culminantes alturas, ora desciende al llano y llega jadeante hasta la playa donde la besa el mar. Las ciudades se iluminan como por ensalmo, vuela y más que vuela la palabra del uno al otro confín, las aguas se pueblan de millares de naves que burlan la tempestad, los aires surcan y penetran en las tinieblas del fondo del océano, los pedregales se convierten en campos fértiles, los harapos en hermosas telas y apenas nos percatamos en el tráfago incesante de la vida actual, de que el hombre ha creado una existencia nueva, diametralmente distinta de aquella que nuestros tristes antepasados conllevaron casi del todo indefensos y frente a frente de temibles enemigos.
¿Qué importa ante la grandiosidad de esta labor, comenzada ayer, desarrollada vertiginosamente en un centenar de años, la exactitud de las fechas y las nomenclaturas y las preferencias o méritos individuales y nacionales? Es la obra de todos, poderosos y humildes, sabios es ignorantes; es la obra común de una época entera cuyo conjunto oscurece toda incidencia.
Y de esta obra común en que cada uno puso su grano de arena, más que de los hechos mismos, con ser muy importantes, han de solicitar nuestra atención las consecuencias.
En cada instante de la vida puede contarse por centenares de millares el número de hombres que viajan de uno al otro extremo del mundo; por millares de millones el de comunicaciones escritas y verbales que se transmiten a campos, villas y ciudades; por millones de millones de kilogramos el de las mercancías transportadas a las más diversas distancias. Una de las más grandes obras de la civilización ha sido la de suprimir todo género de barreras entre los hombres, estableciendo el cambio continuo de impresiones, de acuerdos, de necesidades, de servicios, en tal forma, que puede afirmarse vive cada individuo por completo en toda la humanidad y recíprocamente. El prodigio ha sido este: expansión ilimitada de la personalidad.
¿Y qué no diremos de la inmensa diversidad de productos con que nos ha enriquecido la industria? El abrigo, la alimentación, la vivienda, todo ha progresado extraordinariamente así en calidad como en cantidad. La agricultura se transforma rápidamente. Los tubos de calefacción, los invernaderos, el suelo artificial, la maquinaria acabarán con la rutina inveterada del campesino. La ciudad invadirá el campo y el campo entrará triunfante por las calles de las aglomeraciones urbanas. El telar mecánico asegura para siempre no solo el vestido, sino las satisfacciones del gusto y hasta el lujo. La higiene purifica las ciudades; el arte las embellece; no hay recurso a que no apele el ingenio humano para completar la gran obra, y el reinado de la abundancia llama a las puertas del mundo con fuertes aldabonazos.
No lo dudéis; las grandes obras de la civilización han hecho posible para todos los hombres la comodidad y el bienestar. Digan lo que quieran teorías arcaicas, aunque se cubran con el manto de la ciencia, es lo cierto que el trabajo humano puede producir pan, abrigo y vivienda confortable para todo el mundo. Pensad en la cifra que representaría la enorme cantidad de caballos de vapor que suponen los millares de máquinas que no cesan de trabajar en todos los países de la Tierra. Pensad en la equivalencia de esa fuerza convertida a brazos. Pensad en el despilfarro de trabajo humano que se hace en campos y ciudades y en el considerable provecho que se obtendría si se organizase como demandan nuestros conocimientos y nuestras necesidades actuales. Se podrían ocupar muchas horas enunciando cantidades y haciendo cálculos.
El resultado sería invariablemente el mismo: exceso de producción. No de otra suerte se explican casi todas las crisis económicas de nuestros días. A cada paso se hace indispensable para el industrial reducir la producción. Con la más elemental de las previsiones, sin embargo, apenas habría que ocuparse del mañana si el trabajo estuviese dirigido en el sentido de las necesidades generales y no en el de los beneficios particulares.
No sobran productos en el mercado porque falten consumidores, esto es, porque no haya necesidades que satisfacer; sobran porque no hay compradores, que no es lo mismo; porque las necesidades no van acompañadas de la posibilidad de satisfacerlas. La riqueza ha aumentado y aumenta tan prodigiosamente por medio de los modernos inventos y de las geniales creaciones de la humanidad, que sería locura negar la posibilidad del bienestar para todos.
Verdad, y verdad amarga, que el contraste en nuestros mismos días es cruel para el menesteroso. El hartazgo y el hambre se codean; lujo y desnudez andan juntos por calles y plazuelas; hay madres sin amparo, huérfanos perdidos en el arroyo, en el asilo y en la cárcel, ancianos arruinados fisiológica y moralmente por la fatiga del trabajo excesivo, reducidos a vivir de la compasión pública: hay al lado de todas las maravillas que benefician al hombre, las maravillas de la destrucción y de la muerte, los horribles artefactos de la guerra, bárbara y perenne amenaza al porvenir de paz y de justicia; hay todo un mundo de espantosas fealdades, de vicios, de corrupciones que envuelve y ahoga toda belleza, toda virtud y toda bondad.
Séanme perdonados estos que suelen llamarse lugares comunes. La verdad debe decirse toda entera. Y forzoso es que la música triunfal de la civilización no suene al oído con una armonía de que carece.
Las grandes obras de la época moderna tienen a su cuenta la producción fatal de un fenómeno, patente a las más limitadas inteligencias, que es causa de todas nuestras luchas. Este fenómeno que lleva la pobreza allí donde va la mayor riqueza, es el desequilibrio enorme en que vivimos.
Aun para aquella parte de la sociedad más modesta a quien han llegado los beneficios de la civilización, el sello de ese equilibrio marca muy claramente la característica de nuestros adelantos. El proletariado de levita, la clase media pobre, jóvenes que mal viven de sueldos mezquinos, sostenidos por la falaz esperanza de un aburguesamiento posible, son testimonios indudables de nuestra miseria social, de la forma servil del trabajo moderno. ¿Qué decir de las clases llamadas torpemente inferiores? Ciertamente que millones de obreros gozan de las ventajas del ferrocarril. Pero algunos, muchos, los segadores gallegos, por ejemplo, viajan como en rebaño, llenos de inmundicia apiñados en cajones de madera, sin luz y sin aire, y viajan además a paso de tortuga con tiempo bastante para morirse en el camino víctimas de una peste cualquiera. Cierto que el trabajo en la mina puede hacerse con todo género de seguridades y en condiciones de comodidad muy apreciables, pero en todas las minas del mundo ocurren a diario espantosas catástrofes sin que, por la frecuencia de tales sucesos, nadie se inquiete. Recuerdo a este propósito el horrible trabajo en las minas de azufre de Italia. Mosso, en su obra «La Fatiga», cita informaciones oficiales que hielan la sangre en las venas.
Centenares de muchachos y muchachas trepan, excesivamente cargados, por angostas escaleras o rápidos declives, hostigados por los pellizcos de los capataces. Cuando esto no basta, ¡espantaos!, les aplican a las rodillas linternas encendidas que achicharran las carnes de las infelices criaturas. Y cita más: en una sola provincia, de 3.672 jóvenes trabajadores de la las sulfataras, solamente 203 fueron útiles para el servicio militar.
Cierto, asimismo que el más humilde puede permitirse el lujo de cruzar los mares en magníficos transatlánticos, pero habrá que cerrar los ojos ante el cuadro aterrador de las innarrables miserias de esas grandes levas de desarrapados que recuerdan el antiguo tráfico de esclavos. Cierto que existen maravillosas fábricas bien oreadas, higiénicas, amplísimas, como la que cita Kropotkin en uno de sus libros, fábricas cuyo horno no se adivina a treinta pasos de distancia no obstante temperaturas superiores a mil grados; pero en talleres y fábricas malsanos, oscuros, sucios, agonizan lentamente millares de hombres y, lo que es peor, de mujeres y niños. ¿Qué más? La misma clase media se extenúa en una semivida espantosamente triste bajo el torcedor de la impotencia. Todas las ventajas de la civilización no se obtienen sino mediante la esclavitud apenas disimulada de millones de criaturas humanas.
Y, sin embargo, las colosales obras de la civilización son fruto del trabajo continuo y tenaz de multitudes de sabios y de obreros igualmente desposeídos, igualmente sacrificados: las grandes empresas financieras casi no hacen otra cosa que percibir los intereses. Héroes y mártires de la ciencia, héroes y mártires del trabajo, señalan la ruta de nuestros progresos. Algunos, muy pocos, han tenido por compensación a las pasadas angustias, un nombre en la posteridad; otros que forman legión, héroes y mártires ignorados, sacrificaron o sacrifican en aras de la civilización todo su saber y todas sus energías, perdidos en el ambiente de usura y de mercantilismo que les ahoga. Laboriosos artesanos, modestos factores de todos los adelantos, luchan penosamente por conservarse en una situación decorosa que permita a su prole la continuación honrada de un trabajo semilibre. Y después, después la gran masa, los millones de hombres sin oficio, los tristes jornaleros de dos pesetas, legionarios de la esclavitud, supervivencia de un mundo que nos holgamos haber destruido, rinden a la civilización su vida entera, y sobre las piltrafas de su carne y sobre las esquirlas de sus huesos se levanta orgulloso el monumento espléndido de todos los adelantos, de todas las innovaciones, de todos los prodigios del mundo.
Es que las grandes obras de la civilización carecen de aquel carácter de generalidad que requiere la justicia para que todos quememos en su altar el incienso de nuestra fe. ¡Se han generalizado, universalizado tantas cosas insignificantes, inútiles y hasta perjudiciales a la existencia normal de la humanidad, que nos ha faltado tiempo para hacer llegar a todos la obra de todos! Los beneficios de la civilización son privilegio de unos pocos hombres; para los más son torturas y martirios. Y en cambio de este particularismo del progreso, fijaos como el mal hiere a todos, siquiera sea en diversos grados; hiere a los grandes y a los pequeños, a los poderosos y a los humildes, a los sabios y a los ignorantes. El espectáculo de la miseria desafía la indiferencia de la riqueza; la pestilencia de los arrabales, invade las lujosas vías de la gran ciudad; las tinieblas de la ignorancia esterilizan toda sabiduría; la crueldad y la violencia engendran violencia y crueldades; la resignación de la masa convierte a la humanidad en rebaño hambriento y sucio. Nadie puede abstraerse a las influencias de un medio deprimente y malsano.
Sería inútil callarlo; inicuo negarlo. Ha progresado el mundo rápidamente y este mismo progreso, reducido al cenáculo de los venturosos, produce grave desequilibrio social que nos hace infelices en medio de la posibilidad de todas las dichas. Se imponen soluciones de armonía, de paz y de justicia, soluciones de liberación total. Es menester que la civilización consume su obra; el bienestar para todos.
Y ahora permitidme que desde la prosa de la vida, que dirían los poetas que cantan a la luna sin que esta les escuche, salte a los dominios del cerebro y de la afectividad.
Si el carbón y el hierro y la maquinaria han cambiado la faz de la Tierra, las ciencias, la inmensa suma de los conocimientos adquiridos, han transformado radicalmente al hombre. La imprenta, con sus mil lenguas, ha hecho el prodigio de avivar millones de cerebros dormidos. La astronomía, la física y la química nos han dado nociones precisas del universo y de nosotros mismos y han emancipado el pensamiento de la superstición y del fanatismo. La derrota de la teología y de la metafísica señala el comienzo de una nueva existencia para los hombres. El experimentalismo nos ha traído a la realidad viviente donde toda verdad, conocida o ignorada, palpita. La gran mecánica del universo nos es tan familiar como el funcionalismo de la máquina humana. Los principios conforme a los cuales se desenvuelve nuestra vista la existencia cósmica y la existencia individual son de día en día más y mejor conocidos. La certidumbre de las reacciones químicas en virtud de las que obran y reobran desde lo infinitamente grande hasta lo infinitamente pequeño nos conduce a maravillosos resultados que abren al porvenir amplios horizontes.
Inútil cantar la bancarrota de las ciencias. Lo que quiebra son las creencias, los dogmas. El pensamiento recaba su absoluta libertad.
El desarrollo intelectual de nuestra época es la consecuencia afortunada del triunfo de las ciencias y la consagración de la libertad en todas las manifestaciones de la vida. Las generaciones se suceden cada vez mejor dispuestas para recibir la herencia cuantiosa del saber conquistado. No se dan ciertamente generaciones de sabios y de genios; pero así como el ejercicio especial de ciertos órganos produce generaciones mejor adaptadas a ciertas funciones, así el ejercicio mental produce cerebros más aptos para la adquisición rápida de todos los conocimientos. No de otra suerte se explica por la razón inversa, la atrofia intelectual de determinadas razas; no de otra suerte la mujer ha quedado rezagada en el desenvolvimiento de la civilización.
No he de hablaros de las encarnizadas contiendas acerca de la esfericidad y de los movimientos de la Tierra y del destino del universo; de las luchas sangrientas sostenidas en el tránsito de la magia, de la alquimia y de la astrología, achicharradas por las hogueras de la fe, a la física, la química y la astronomía triunfante a la hora presente por la sola fuerza de la verdad, en cuyo holocausto se han sacrificado millares de existencias. El triunfo definitivo de la inteligencia quedó consagrado el día glorioso que en el campo del telescopio apareció con precisión matemática, el mundo perdido en los espacios que el cálculo de los hombres había previsto.
Nos basta en estos instantes patentizar las consecuencias de este triunfo.
Desde el momento en que hemos aprendido que la Tierra es diminutísimo grano de arena en la inmensidad de los espacios poblados de millones de mundos; que nuestro sistema planetario no es sino parte pequeñísima del gran todo en que multitud de otros sistemas giran sin cesar dentro de órbitas incalculables; desde el momento en que nos ha sido dado el conocimiento de miriadas de existencias por debajo y por encima de nosotros y que el universo entero es todo vida que se desenvuelve en lo infinito del tiempo y del espacio, movimiento eterno que, palpable o impalpable, hace vibrar a la materia tan una en su esencia como diversa en su forma; desde el instante en que hemos sabido que el corazón está constituido conforme a los principios de la hidráulica, que el organismo humano es magnífico laboratorio químico y asiento de las más precisas leyes de la dinámica; desde el instante en que nos hemos dado cuenta de las estaciones, de nuestros propios huesos y de nuestra propia carne, de los agentes físicos y también de los agentes artificiales derivados de la constitución política, económica y social de los pueblos, el concepto de la personalidad cambió radicalmente.
La educación idealista y teológica hubo de sumir a la humanidad en la barbarie. La educación de las ciencias, si queréis positiva y materialista, nos ha elevado, dignificándonos y redimiéndonos. Fijaos bien cómo bajo la influencia de las quimeras de antaño, se cayó en todos los horrores de la guerra, en todas las crueldades del fanatismo, en todas las degradaciones del cuerpo y del alma. Se condenaba la carne, y la carne se embrutecía y se prostituía. Y tras de la carne se precipitaba en los abismos de la lujuria y de la bestialidad todo lo que hay de más hermoso y más noble en el hombre: afectos, sentimientos, gustos, aspiraciones.
Fijaos bien cómo bajo el influjo de las certidumbres de la verdad científica va el mundo caminando hacia la paz y el amor y la justicia; cómo por el conocimiento de la humildad de nuestro organismo, se agiganta el hombre, se enaltece la personalidad haciéndola apta para las más bellas empresas y para los más puros ideales; cómo se dignifica la carne y se lleva al alma por los senderos del más allá inacabable, tanto más lejano cuanto más a él nos aproximamos en el correr sin tregua tras el bienestar sin límites del individuo y de la especie.
La subordinación del pensamiento y de la conciencia, la quimérica aspiración a los goces inefables de una justicia y de un amor fuera de nosotros mismos, nos conducían a la anulación moral es intelectual y nos hundía en la más deprimente esclavitud. El triunfo de la inteligencia, emancipando conciencia y pensamiento, nos lleva a la total dignificación humana por la liberación de las fatalidades ambientes, de los atavismos mentales y de los errores históricos. Exaltación de la personalidad, ante la que abre anchos horizontes el desarrollo espléndido de los conocimientos: he ahí la gran obra.
Concurren, como veis, las grandes obras de la civilización todas al mismo fin. Materialmente nos han dado el aseo, la comodidad, la hartura, la posibilidad de satisfacer todas las necesidades cualquiera que sea su desarrollo; intelectualmente la dignidad, la ciencia, la posesión de nosotros mismos.si admirable es por el progreso del trabajo industrial la civilización, mucho más lo es por el desenvolvimiento intelectual y ético.
Mas ¡ay! que por desdicha también aquí la música triunfal de los adelantos modernos suena inarmónicamente a nuestros oídos.
Las conquistas científicas no han llegado sino a muy contados cerebros. En el campo, millones de hombres lo ignoran todo. En las ciudades ¡cuántos y cuántos no desconocen los más elementales rudimentos de la ciencia! Y aun las gentes cultas, los que estudian, los que sienten ansias de saber, ¡qué deficiente caudal el suyo! Superviven errores, supersticiones y fanatismos que nos destrozan. Persiste la imposibilidad de emanciparse por insuficiencia de medios. La abundancia es la tortura del menesteroso intelectual y fisiológicamente.
No agitan al mundo aquellas graves contiendas entre los partidarios de las teorías geocéntrica y heliocéntrica, pero la multitud cree firmemente que el sol sale todos los días por oriente y se pone por occidente. Sobre esta inmensa ignorancia todavía reina el error y el fanatismo. No se ponen ya en tela de juicio las verdades de la física y de la química, pero las gentes abrigan en sus cerebros las más estupendas ideas y creen, con más o menos firmeza, en la cabalística de los charlatanes y de los vividores. Un milagrero de esos que lo curan todo, merece mayor fe que el médico mejor reputado. La magia ridícula es insolente de cualquier arpía, tiene más crédito que el más sabio consejo de la prudencia o de la amistad. Continúan inexplicables para la masa, los fenómenos del movimiento, de la luz, del calor, del sonido, de la electricidad. No mencionemos siquiera las relaciones de causas a efecto. La semicultura en que vivimos no ha logrado que nos diferenciemos de aquellos que perduran en la barbarie sino por la forma de expresar nuestros absurdos.
¡Qué tremenda ignorancia de todas las cosas por doquier! La sonrisa de la incredulidad es la mueca horrible de un mundo bestializado que se precia de sabio.
¿Necesitaré deciros que este abismo intelectual que separa a los hombres, agrava extraordinariamente el conflicto de la existencia y sus cruentas luchas? ¿Necesitaré deciros que hace más y más lejano el buen acuerdo entre los combatientes?
No son deficiencias de las leyes o pequeños lunares de la organización social los que ocasionan nuestra incultura. Es la organización misma, es la imposibilidad de satisfacer las necesidades adecuadamente, lo que nos sume en la ignorancia.
No soy de los que juzgan de la cultura de un pueblo por la estadística de analfabetos. Con tenerlo en mucho pienso que es dato insuficiente, porque el caudal de los conocimientos actuales no puede llegar a la multitud por medio del pobre y trabajoso deletreo de unos cuantos renglones. Casi todo el mundo, contra lo que generalmente se cree, aprende a leer y escribir; pero cuando pudiera beneficiarse de esta ventaja, vienen las apremiantes necesidades de la vida material a arrojar sin piedad en el infierno del taller, de la mina o del surco, a tiernas criaturas que se agotan y se embrutecen y lo olvidan todo en la rudeza del trabajo esclavo. Es así como, a despecho de todas las pragmáticas, se perpetuán la ignorancia y el error y así también como por la resignación y el consentimiento general permanecen acaparados, lo mismo que los beneficios intelectuales, los beneficios materiales de la civilización.
Hay, pues, necesidad, y necesidad perentoria, de generalizar los conocimientos tanto como los medios de existencia; urge llevar a todas partes con el alimento para el cuerpo el pan de la inteligencia. Nuestra civilización será incompleta mientras esta justicia no se cumpla.
Y permitidme que haga aquí un paréntesis que juzgo conveniente. En tanto la evolución humana no colma la aspiración final del bienestar y del saber para todos, hay mucho que hacer, muchos y grandes empeños para los hombres de corazón y para los pensadores.
Así como todas las ideas tuvieron sus apóstoles y sus sacrificios, es menester que los tenga la ciencia. Que el sabio salga de su gabinete a orearse con el puro ambiente; que nadie se encierre en su torre de marfil. Tal como se organizan estas conferencias, ¿por qué no extenderlas más allá de los cuatro muros del edificio? ¿Por qué no llevar al valle y a la montaña, en días que pueden ser de agradable solaz, un poco del saber universal? ¿Por qué no decidirse a poner ante los ojos del atónito campesino el conocimiento experimental de ciertas verdades que son ya para muchas gentes cosas vulgares? En los mismos grandes núcleos urbanos, ¿qué no podría hacerse si catedráticos, doctores, grandes o modestos talentos fueran a derramar su ciencia entre las multitudes desheredadas?
Ya sé que por regla general faltan medios donde sobran ciencia y voluntad. Es la impotencia económica que aquí también pone de relieve el desequilibrio en que vivimos. Mas, ¿no podría suplirse en parte la deficiencia económica con un poco de iniciativa y un mucho de asociación? Júntense los entusiastas del progreso social, los que aman la ciencia y los que la cultivan; broten espontáneas las iniciativas individuales y surja la cooperación necesaria y bien pronto podrá el céntimo lo que puede el millón y campos y ciudades se poblarán de predicadores de la buena nueva. Que no se lleven solo palabras: en este proselitismo nuevo a favor de la verdad, es necesario que la sencilla experiencia haga la luz en los cerebros que dormitan. La ignorancia aun ante la realidad es incrédula.
Y terminando este paréntesis, vuelvo a mi tema y concluyo.
Son tan verdaderos los hechos y consecuencias que muy a grandes trazos he apuntado, que juzgo innecesario esforzarme en acumular datos y pruebas que los confirmen. ¿Quién podría negar los beneficios morales y materiales de la civilización? ¿Quién los profundos males, causa de las luchas contemporáneas? ¿Quién, por otra parte, ha de negarse a reconocer que vivimos en permanente desequilibrio por la ausencia de paralelismo entre los inmensos adelantos realizados y la posibilidad de su goce para todos?
No hablamos en nombre de ninguna idea predeterminada, de ninguna fe, de ningún dogma. Pero puede afirmarse en nombre de la verdad que la especie humana lucha con justicia por un ideal supremo: la independencia y el bienestar para todos.
Acallemos las pasiones; pongamos freno al encono de los intereses, a la dogmática de las creencias. Y si la bondad habla, si habla la justicia, si hay un solo destello de serena razón, vendremos obligados a reconocer que nuestro deber de hombres es acelerar este movimiento de avance que quiere para todos el bien, para todos la justicia, para todos la paz, para todos amor.
Cualquiera que sea el estado de la humanidad, es siempre transitorio. Transitorias son todas las cosas de la existencia. Así como la verdad está en perpetua formación, así también el organismo social se vacía en la variabilidad continua de las necesidades y de las aspiraciones. ¡A qué empeñarnos en conservar el fruto de nuestras reformas, si ellas contienen el germen de otras nuevas! Las formas, se dice, son transitorias, mas no la ley. Y bien; la misma ley no es más que un compromiso, una convención provisional de nuestro entendimiento. ¡No os amparéis, pues, en la pretensión de que vivimos según la ley!
Aun en la propia esfera de las ciencias cuando decimos que las cosas suceden conforme al ritmo de tal o cual ley, mejor haríamos si dijéramos que el modo como las cosas suceden nos infiere la necesidad de establecer lo que se llama ley. Parece, de otro modo, que los mundos se han hecho por las leyes, y así es como se fortalece nuestra educación dogmática y sectaria, hasta que punto de que no sea raro que muchos libros de reputados científicos estén plagados de pueriles decretos sobre el curso de los sucesos y el funcionalismo de la existencia.
¿Estamos seguros de que el universo entero obedece y obedecerá, sin variación posible, las leyes según las concebimos actualmente? ¿Estamos seguros de que el principio del movimiento por el cual se explican los fenómenos todos, luz, calor, sonido, etcétera, no es también aplicable a las leyes mismas?
No hablaremos aquí de los medios adecuados a la consecución de la suprema finalidad humana, es a saber; el bienestar de la especie y la libertad del hombre.
Hay una gran verdad reconocida; que vivimos mal y todo concurre a que vivamos bien, que vivamos esclavos y todo concurre a que vivamos libres.
Se llegará por mil caminos distintos, pero se llegará a la conquista del contenido de la evolución. No es la fe quien contesta; es el curso de los sucesos.
A los que piensen en el correr necesario de siglos y siglos y hagan paso a la voz de los egoísmos brutales que viven en nosotros, convendría recordarles como en brevísimo tiempo ha realizado Europa un avance prodigioso y un cambio profundo.
La manera cómo después de dormitar largo tiempo innumerables generaciones en la posesión de algunas verdades elementales, se avanzó de pronto en medio de las más maravillosas innovaciones, prueba que la evolución no es todo lo parsimoniosa que quisieran los doctores del quietismo y que la ley con arreglo a cuyo metro querrían que todo sucediese, dista bastante de estar bien establecida.
Mas sea del tiempo y de la oportunidad lo que quiera, es lo cierto que la obra de la civilización resulta deficiente, incompleta; que el propio desenvolvimiento de la industria y de los conocimientos implica la solución al problema de la miseria y de la ignorancia; y que, en fin, la más grande de las obras de la civilización está por realizar y será aquella que conduzca a todos los humanos al bienestar y a la libertad, solución de armonía y de paz social que el rápido caminar en los tiempos impondrá fatal y felizmente.