Ricardo Mella
Psicología de la autoridad
Podría hacerse en dos plumazos.
Ayer mismo dos guardias presenciaron impasibles, en una plaza de Madrid, cómo se ahogaba un niño en una jofaina de agua. Luego dos agentes de policía, en la misma capital, separaban cruelmente a una pobre madre de sus dos hijos enfermos de difteria, para conducirlos a la Comisaría por pleito de unas ropas que valdrían tres o cuatro pesetas. La reclamación era de los honrados papás de una criatura a quien había criado la buena mujer. El inspector de guardia, compadecido, la envió al Juzgado. Eran las dos de la madrugada. Por fin hubo un hombre, el juez, que la dejó en libertad y la socorrió.
Nadie habrá olvidado el cruel suplicio de aquel hombre moribundo a quien pasearon por Madrid durante una noche entera, sin que las puertas de un hospital o de un asilo se abrieran para él.
Podríamos multiplicar estos hechos hasta el infinito. No son un accidente o una excepción. Son la regla general y constante, como se derivan de la naturaleza misma de la autoridad. No son tampoco cosa exclusiva de España. Son de todas las latitudes. En estos últimos días, el ministro de Justicia, de Inglaterra, Mr. Churchill, ha decretado la libertad de un individuo condenado a trece años de presidio por robo de dos pesetas y media. «El total de su pena se eleva a cincuenta y un años de prisión por sucesos pequeños y robos insignificantes. Su conducta en la cárcel ha sido irreprochable, y el infeliz tiene ahora 68 años».
«Al recobrar la libertad, en la que ya no creía, empezó a llorar y dijo que tantas veces como había delinquido lo hizo por necesidad y no por malos instintos».
Todo eso no lo decimos nosotros; lo dice la prensa rotativa y burguesa. Y nótese que lo excepcional en las dos relaciones es la conducta del juez y el acuerdo del ministro de Justicia. Como ejemplo, lo citan algunos periódicos. Luego lo firme, lo sustancial, es la iniquidad autoritaria, la fría indiferencia y la despiadada crueldad. El hombre, en cuanto a autoridad, ya no es hombre, queda por debajo del hombre. Su ética no tiene entrañas; es ética de bestias. Su oficio es un oficio de verdugos. El dolor ajeno no roza su dura epidermis. Su placer es el mal.
La función hace al órgano. Y así la función autoritaria ha creado el órgano autoridad, cuya psicología carece de rasgos humanos y se confunde con la de las alimañas.
Hombres ayer bondadosos, rectos en su conducta, abnegados con sus semejantes, se tornan hoy, ya investidos de autoridad, inhumanos, crueles, duros de corazón, más duros aún de intelecto. Una ordenanza, una disciplina, una, legislación cualquiera ahoga en ellos prontamente toda nobleza de sentimientos y de pensamientos. El frío cálculo invade sus sentidos. La noción del castigo, de la represión, de la pena, domina de absoluto su alma plena de instintos malvados. Para la autoridad, todo hombre es un delincuente, mientras no demuestre lo contrario. Y así se hace soez, grosera, brutal. Ya no es la función autoritaria elemento regulador de la vida común, balanza justiciera que a cada cual da lo suyo, servidora sumisa de los intereses generales. Es la fuerza prepotente, dueña de todo, superior a todo, por encima de todo.
Se la quiere imparcial, y su imparcialidad la pone fuera de toda humanidad. ¿Cómo podría serlo si tuviera alma humana, corazón y cabeza de hombre? Se la quiere recta, y su rectitud la coloca fuera de toda sensibilidad. Indiferente al dolor, suspicaz con el placer, va a su fin arrollando toda supervivencia piadosa, de amor, de compasión. Se la quiere justiciera, su justicia condena a presidio por toda una vida al que hurtó por hambre o cuelga de un palo al que mató por arrebato, por malvada educación social, por locura ingénita.
La psicología de la autoridad está precisamente en eso, en ser imparcial a costa de la humanidad, en ser recta a costa de todo sentimiento, en ser justa a costa de la libertad y de la vida de los hombres. No podría ser de otro modo.
La piedra berroqueña, el acero, el diamante, no son más duros que su dura alma. Su cerebro es un puro mecanismo de cálculo. La lógica de los hombres no reza con ella. Está fuera de la razón y de la humanidad. Está fuera del concierto universal de la vida. Está fuera de la Naturaleza.
La autoridad es un abismo que excede los límites de la inteligencia humana. Su psiquis no es la psiquis del hombre aunque el hombre la engendró. Acaso no tiene alma, y si la tiene es alma contrahecha y monstruosa que surgió de lo ignorado y se ejercita en el mal y por el mal dura y perdura. Por el bien de la humanidad, será menester aplastar al monstruo.