Ricardo Mella
Voces en el desierto
Si nosotros, libertarios, tuviéramos la desdichada ocurrencia de hacer un llamamiento al buen sentido, es seguro que hasta nuestros propios amigos tendrían pronta la despectiva sonrisa que así implica burlas como menosprecio.
Estamos todos calcados en las rutinas que imponen moldes mentales y verbalismos consagrados. Apenas es permitido pensar y hablar fuera de los carriles que fija el programa político, la escuela filosófica, el idealismo social, a veces la vulgaridad disparatada que forja modas intelectuales y dicta el discurso, previamente preparado y adobado.
¿Salirse de lo corriente? Gran delito para los tartufos reaccionarios; gran dislate para los energúmenos radicales. Hay formas inmutables que es preciso acatar en público, pero a reserva de todas las burlas privadas.
Cada hombre es por fuera una cosa, por dentro otra. Pocos, muy pocos, osan mostrarse tal como son.
Suelen alardear de honestidad, de decencia, de honra, muchos andan enfangados en la vileza y en el crimen. Suelen ponderar arrestos patibularios muchos que son incapaces de matar a una mosca. Y hay también quienes a pesar de los dictados de la razón, prisioneros de uno o de otro convencionalismo, ahogan la voz de la rectitud y déjanse llevar por el cauce pestilente del mentidero humano. Puede costar muy caro romper lanzas contra la general tartufería.
Tal es la razón por qué en circunstancias dadas las gentes parecen desposeídas de todo juicio y desprovistas de aquel buen sentido que manda, en primer término, hacerse cargo de las cosas. Temerario seria entonces ponerse delante de la ola. La humanidad semeja un torrente impetuoso de locuras y muéstrase indigna de si misma. El hombre más sereno, más valeroso, haría estérilmente el sacrificio de su vida si intentara oponérsele. Bastante hará si acierta a callar y a compadecer.
Más hay un momento en que el silencio sería cobardía y es aquél en que la nerviosidad cede y la razón recobra sus fueros. Puede y debe hablarse de justicia, menospreciando injurias, infamias, calumnias, viles condenaciones.
Quien se considere suficientemente alto, hará bien en despreciar lo que, sin fundamento, desdora; hará mejor en proclamar reciamente, lo que en razón estima justo. No hay poder alguno capaz de tapar la boca del hombre que proclama la verdad según la entiende.
No es la justicia atributo exclusivo ni del individuo ni de la sociedad. Suele en manos del individuo, ser arbitraria; en manos de la sociedad, abusiva. La justicia que fine en el cadalso o en el puñal, no es justicia; es matanza, pura y simplemente. ¿Y quién osaría, reaccionario o radical, sostener la legitimidad de la matanza? Si la sociedad quisiera exterminar por este medio el mal, no habría en la tierra verdugos bastantes para cercenar cabezas. Si el individuo pretendiera la función de justiciero, cada uno de nosotros tendría que salir por campos y ciudades, en guisa de victimario, sacrificando vidas. Siempre habría, para la sociedad o para el individuo, motivo fundado o motivo especioso para el asesinato. La vida sería materialmente imposible.
¿Es éste el caso para ningún partido o escuela? Si lo es para alguno, será para aquél o aquéllos que afirman la vindicta social, la legitimidad de la pena, la necesidad de la horca. Para los que aspiramos a una vida mejor, a una vida de amor, de justicia, de fraternal consorcio humano, aun estando equivocados en lo ideológico, el caso es absolutamente inaplicable. Podrá la pasión, justamente excitada, proferir duras palabras; podrá la incultura abrigar errores funestos; podrá el fanatismo provocar impulsos delictivos; pero todo ello ¿es sólo imputable a un orden de ideas? No. Es imputable a todas las ideas y a todos los hombres. En donde quiera hay fieras, hay locos, hay enfermos. Y sobre haber fieras, locos y enfermos, hay un estado de violencia permanente que engendra otros estados de violencia y conduce a las sociedades a las más feroces luchas, a las más bárbaras matanzas.
No es la provocación revolucionaria; no es la ideología social; no es la sugestión de las propagandas libertarias lo que provoca la violencia. La violencia es un hecho de la vida general; es toda la vida misma estallando de mil bárbaras maneras. ¿Seremos nosotros culpables únicos de la insolidaridad entre los hombres, de todas las crueldades que rocían con sangre el camino áspero de la existencia? Los hechos son superiores a todos nosotros, blancos o rojos, altos o bajos, y de los hechos somos todos factores, directos o indirectos, con o contra nuestra voluntad. ¿Cómo querríamos gritar, lo mismo al que desde arriba usa y abusa del poder que al que desde abajo usa y abusa de la rebeldía, «¡crucificadle!», si nadie está limpio de culpas y de violencias?
Y si se tratare, como es seguro, de un accidente, de un suceso común y vulgar, ¿a qué la exaltación de las pasiones clamando iracundas venganzas?
Lamentos, protestas, ¿para qué? Faltarían tiempo y espacio para las innúmeras lamentaciones y las incontables protestas a que la brutal realidad nos conduciría.
Serán, las nuestras, voces en desierto. La humanidad presente no quiere saber de amores, de fraternidades, de justicias. Unos nos dirán falsarios; otros cobardes. Tal vez de entre los propios amigos haya quien nos señale con el dedo.
Bien está: despreciamos todo esto y decimos la verdad tal como la entendemos; decimos nuestra verdad. La matanza es indefendible, así sea la sociedad, así sea el individuo el ejecutor.
¿Fatalidades de la lucha? La razón está por encima de las fatalidades y no debe renunciar a sus fueros.
Tanto cuanto perdure la violencia, tanto más lejos estaremos de la vida libre y feliz que anhelamos. Demasiado durará sin que la invoquemos.
Dejemos, a los que no la quieren, que levanten horcas en que colgamos. Así darán cuenta de la insinceridad de sus protestas y probarán que son los honrados descendientes de los matachines que han escrito con sangre de incontables víctimas la historia de la humanidad.
No por ello el progreso dejará de cumplirse ni de advenir, en espléndida realidad, la aspiración universal al bienestar y a la justicia.