Rudolf Rocker
La influencia de las ideas absolutistas en el socialismo
Del absolutismo de la idea al de la acción
Los ideales condicionados al medio
El absolutismo punto de partida del socialismo autoritario
El modelo del Estado totalitario
Saint-Simón y las teorías de la época
Del absolutismo de la idea al de la acción
Nuestra idea sobre las causas profundas que originaron la actual catástrofe mundial, no sería exacta si se dejara de lado el papel que el socialismo contemporáneo y el moderno movimiento obrero desempeñaron en la preparación de la tragedia cultural que hoy día se está desarrollando. En este aspecto, tienen especial importancia las tendencias intelectuales del movimiento socialista en Alemania, ya que, durante décadas, ejercieron una influencia considerable sobre los partidos socialistas de Europa y de América
El socialismo moderno no es, en el fondo, sino la continuación natural de las grandes corrientes liberales de los siglos XVII y XVIII. Fue el liberalismo el que asestó el primer golpe mortal al sistema absolutista de los príncipes, abriendo, al mismo tiempo, nuevos cauces para la vida social. Sus representantes intelectuales, que vieron en el máxima libertad personal la palanca de toda reforma cultural, reduciendo la actividad del Estado a los más estrechos límites, abrieron perspectivas completamente nuevas en cuanto al desarrollo futuro de la humanidad; desarrollo que, forzosamente, hubiera llevado a la superación de toda tendencia absolutista, así como a una organización racional en la administración de los bienes sociales, si sus concepciones sobre la economía hubieran avanzado al mismo paso que su conocimiento de lo político y social. Más, desgraciadamente, éste no fue el caso.
Bajo la influencia cada vez más acentuada, de la monopolización de todas las riquezas, tanto de las naturales como de las creadas por el trabajo social, se desarrollo un nuevo sistema de servidumbre económica. Este sistema ejerció un influjo cada vez más funesto sobre todas las aspiraciones primitivas del liberalismo y sobre los principios auténticos de la democracia política y social, conduciendo, por lógica interna, hacia ese nuevo absolutismo que ha encontrado, hoy día, una expresión tan perfecta como vergonzosa en la estructura del Estado totalitario.
El movimiento socialista hubiera podido oponer un dique a ese desarrollo, pero el hecho es que la mayoría de sus representantes se dejó arrastrar por el torbellino de este proceso, cuyas consecuencias destructoras se manifestaron en la catástrofe general de la cultura que hoy contemplamos. El movimiento socialista hubiera podido convertirse en el ejecutor testamentario del pensamiento liberal al ofrecer a éste una base positiva en la lucha contra el monopolio económico, con el afán de que la producción social llegase a satisfacer las necesidades de todos los hombres. Constituyendo así el complemente económico de las corrientes de ideas, políticas y sociales del liberalismo, se hubiera convertido en un elemento poderoso en la conciencia de los hombres, y en vehículo de una nueva cultura social en la vida de los pueblos. En efecto hombres como Godwin, Owen, Thompson, Proudhon, Pi y Margall, Pisacane, Bakunin, Guillaume, De Pape, Reclus y, más tarde, Kropotkin, Malatesta y otros más, concibieron el socialismo en este sentido. Sin embargo, la gran mayoría de socialistas, con increíble ceguera, combatieron estas ideas de libertad basadas en la concepción liberal de la sociedad, considerándolas meramente como derivado político de la llamada Escuela de Manchester.
De este modo se refrescó y fortaleció sistemáticamente la creencia en la omnipotencia del Estado, creencia que había recibido un golpe sensible con la aparición de las ideas liberales de los siglos XVIII y XIX. Es un hecho significativo que los representantes del socialismo autoritario, en la lucha contra el liberalismo, tomaran prestadas sus armas, a menudo, del arsenal del absolutismo, sin que este fenómeno haya sido ni tan sólo advertido por la mayoría de ellos. Muchos, y especialmente los representantes de la escuela alemana, la cual, más tarde, había de lograr una influencia predominantes sobre todo el movimiento socialista, eran discípulos de Hegel, Fichte y otros representantes de la idea absolutista del Estado; otros sufrieron una influencia tan poderosa de la tradición del jacobinismo francés, que sólo podían concebir la transición al socialismo bajo la forma de dictadura; otros más, creyeron en una teocracia social, o en una especie de «Napoleón socialista», que habría de aportar la salud al mundo.
Sin embargo, la peor superstición fue la concepción de la «misión histórica del proletariado» que, según Marx, había del convertirse, fatalmente, en el «sepulturero de la burguesía». La palabra clase no constituye, en el mejor de los casos, sino un concepto de clasificación social; concepto que puede no ser válido en determinadas circunstancia, pero que ni Marx, ni nadie, ha sido capaz, hasta hoy día, de trazar un límite fijo para ese concepto, dándole una definición exacta. Sucede con las clases lo que con las razas: nunca se sabe dónde termina una y dónde empieza la otra. Existen en el llamado proletariado tantas gradaciones sociales como las que existen en la burguesía o dentro de cualquier otra capa del pueblo. Pero el mayor error es atribuir a una clase determinada ciertas tareas históricas y convertirla en representante de ciertas corrientes ideológicas. Si se pudiese demostrar que los hombres nacidos y educados bajo ciertas condiciones económicas se distinguían esencialmente, en cuanto a su pensamiento y sus actos, de los demás grupos sociales, entonces ni siquiera será necesario ocuparnos de esto, ya que, frente a hechos evidentes, no cabe sino la resignación. Más ahí, precisamente, nos encontramos en el punto crucial. El pertenecer a una capa determinada de la sociedad no ofrece ni la menor garantía en cuanto al pensamiento y la actuación de los hombres. El mero hecho de que casi todos los grandes vanguardistas de la idea socialista hayan salido no del proletariado sino de las llamadas clases dominantes, debería darnos que pensar. Entre ellos se encuentran aristócratas, como Saint Simón, Bakunin y Kropotkin; oficiales del ejército, como Considerant, Pisacane y Lawroff; comerciantes, como Fourier; fabricantes, como Owen y Engels; sacerdotes, como Moslier y Lamenais; hombres de ciencia, como Wallace y Düring, así como intelectuales de todos los matices, tales como Blanc, Cabet, Godwin, Mars, Lassalle; Garrido, Pi y Margall, Hess y centenares más.
¡Que se consuelen los adeptos de la teoría de la «misión histórica del proletariado» con la idea de que el fascismo no es sino un movimiento de la clase media! Pero esa concepción no altera el hecho de que los casi catorce millones de votantes que en Alemania dieron su voto a favor de Hitler, salieron del proletariado. Precisamente en un país como Alemania en que la enseñanza marxista había encontrado tanta difusión, aquel hecho tiene doble importancia. Si es cierto que los representantes intelectuales del antiguo absolutismo, es decir, los Hobbes, Maquiavelo, Bossuet, etc., pertenecieron a las capas superiores, mientras que los representantes del absolutismo moderno, o sean los Mussolini, Stalin y Hitler, son extracciones de las capas más bajas, esa circunstancias nos demuestran precisamente que ni las ideas revolucionarias ni las reaccionarias se hallan ligadas a un determinado grupo social.
Los partidarios del determinismo económico y de la teoría de la «misión histórica del proletariado» afirman, cierto es, que, en su caso, no se trata de una concepción ordinaria, sino de la necesidad interna de un proceso natural, que se desarrolla independientemente de la volición humana; más es precisamente este punto el que necesita ser aprobado previamente. La concepción marxista mismo no es sino una especulación, una creencia, como cualquier otra, en que el deseo es el padre de la idea. La creencia es un desarrollo mecánico de todo acaecer histórico sobre la base de un proceso inevitable, que tiene su fundamento en la naturaleza de las cosas, es lo que más daño ha hecho al socialismo, pues destruye todas las premisas éticas, imprescindibles precisamente para la idea socialista. El absolutismo de la idea conduce, en ciertas circunstancias históricas, a un absolutismo de la acción. La historia más reciente ilustra ese hecho con los más impresionantes ejemplos.
El ideario de Proudhon
Entre los grandes precursores de la idea socialista, Proudhon fue uno de los hombres que mejor comprendieron la importancia histórica del socialismo. Hasta hoy no se ha podido destruir su influencia intelectual sobre el movimiento socialista de los países latinos y es una fuente viva para lograr nuevos estímulos y nuevas posibilidades de desarrollo. Proudhon reconoció, con gran clarividencia, que la obra de la Revolución Francesa sólo se había realizado a medias; que la tarea de la «Revolución del siglo XIX» debía ser la continuación de esa obra, llevándola a la perfección, a fin de conducir a nuevos caminos el desarrollo social de Europa, ya que la trayectoria de la Gran Revolución se agotó en el momento en que puso fin a la tutela monárquica allanando el camino para que los pueblos pudiesen tomar en sus propias manos su destino social, después de haber estado durante varios siglos sirviendo al absolutismo de los príncipes cual rebaño sin voluntad, asegurando la existencia de éstos por medio de su trabajo.
Ahí residía la gran tarea de la época, tarea que Proudhon reconoció más claramente que la mayoría de sus contemporáneos. Cierto que la Gran Revolución había eliminado a la monarquía como institución social y política, pero no logro eliminar, junto con la monarquía la «idea monárquica», como decía proudhon, la cual despertó a una nueva vida debido a la centralización política del jacobinismo y a la ideología del Estado nacional unitario. Esa herencia nefasta que nos ha quedado de tiempos pasados, se expresa hoy nuevamente en el llamado «principio del caudillo» del Estado totalitario; pero no es sino una nueva forma de la antigua «idea monárquica».
Proudhon advirtió claramente que el absolutismo, ese eterno principio de tutela para un fin querido por Dios, cerrado a toda objeción humana, era lo que mayores trabas ponía a los hombres en sus aspiraciones de alcanzar formas más elevadas de existencia social. Para él, el socialismo no significaba tan sólo un problema de economía, sino también una cuestión cultural, que abarcaba todos los dominios de la actividad humana. Proudhon sabía que no era posible eliminar las tradiciones autoritarias de la monarquía tan sólo en un terreno, conservándolas en todos los demás, a no ser que se quisiera entregar la causa de la liberación social a un nuevo despotismo. Para él, la explotación económica, la opresión política y la servidumbre intelectual no significaban sino diferentes fenómenos producidos por una misma causa. Proudhon veía en la monarquía el símbolo de toda esclavitud humana. Para él, no era tan sólo una organización política sino un estado social el que producía determinadas consecuencias inevitables, tanto espirituales como psicológicas, que se advertían igualmente en todos los terrenos de la vida social. En este sentido, llamaba al capitalismo la «monarquía de la economía», pues convierte al trabajo en atributo del capital, del mismo modo que la sociedad rinde tributo al Estado y al espíritu de la iglesia.
«El concepto económico del capital», dice proudhon, «la idea política del Estado o de la autoridad, así como la concepción teológica de la iglesia, no son sino representaciones idénticas, que se completan recíprocamente, fundiéndose unas con otras. Por tanto, resulta imposible combatir una y mantener intacta otra. Es éste un hecho sobre el que hoy día están de acuerdo todos los filósofos. Lo que el capital hace respecto al trabajo, eso hace el Estado en relación a la libertad, y la iglesia en lo que se refiere al espíritu. Esa trinidad del absolutismo resulta, en la práctica, tan nefasta como en la filosofía. Para oprimir al pueblo eficazmente es preciso encadenar tanto a su cuerpo como a su voluntad y su corazón. Si el socialismo tiene la intención de revelarse en una forma exhaustiva, universal y libre de todo misticismo, no tiene que hacer sino llevar a la conciencia del pueblo la importancia de esa trinidad».
Partiendo de estos conceptos, Proudhon veía en el desarrollo de los grandes Estados modernos y en la influencia, cada vez incrementada, del monopolio económico, el mayor peligro para el porvenir de Europa. Ese peligro quería conjurarlo por medio de una preparación conciente, basada en la experiencia, creando una federación de comunidades libres, sobre la base de la igualdad económica y tratados recíprocos. Sabía claramente que ese estado de cosas no podía desarrollarse de un día para otro, sino que se trataba, en primer lugar, de hacer hombres aptos para un mejor conocimiento, por medio del pensamiento y actividades constructivas. Sólo así sería posible encauzar sus aspiraciones en cierta dirección, a fin de que, por propio impulso, pudiesen contrarrestar el peligro que les amenazaba.
Cualquier tentativa de eliminar las tendencias absolutistas dentro del organismo social y poner límites más estrechos al monopolio económico, significaba, para Proudhon, un verdadero paso adelante en el camino de la liberación social. Todo cuanto se opusiera a ese gran fin, contribuyendo, concientemente, a fortalecer a la monarquía espiritual, económica o política mediante nuevas pretensiones de poderío, no haría sino eternizar el círculo vicioso de la ceguera y allanar el camino para la reacción social, incluso si tales esfuerzos se hacían con el nombre de la revolución.
La mayor parte de los socialistas contemporáneos ni siquiera se toman el trabajo de penetrar en las ideas de Proudhon, cuyas obras son tan ignoradas por la mayoría de aquellos como es aquellos como es ignorado por lo zulús el teorema de Pitágoras o la teoría de la unidad del universo. Lo único que conocen de sus obras de una manera superficial en su enseñanza del «libre crédito» y su intento de instituir un «banco popular», intentó que nunca llegó a realizarse debido a la intervención del gobierno francés. Y aun el conocimiento de esa mínima parte de la obra de Proudhon, lo tienen a través de la imagen deformada que de ella hicieron algunos escritores marxistas, la cual de la impresión de que Proudhon no fue sino un charlatán ordinario, que no hubiera hecho otra cosa durante su vida que pregonar, ante la pobre humanidad, sus remedios contra toda clase de enfermedades sociales.
En realidad, Proudhon fue entre todos los antiguos socialistas precisamente el que más decididamente e insistentemente se opuso a la creencia en una panacea universal que curaba todos los vicios sociales. Sabía que la tarea reservada al socialismo no era en modo alguno un nudo gordiano que podría ser desatado mediante un golpe de espada. Precisamente por eso no tenía confianza alguna en los llamados remedios universales, mediante los cuales, según muchos pensaban, podría lograrse, con un solo golpe, la transformación general de todas las instituciones sociales. Su crítica aguda y convincente de las tendencias socialistas de su época nos proporciona una impresionante prueba de ese alegato.
Proudhon era un hombre que no tenía metas fijas, pues se daba cuenta perfectamente de que la verdadera naturaleza de la sociedad debía buscarse en el eterno camino de sus formas, y que la serviríamos tanto mejor cuanto más reducidas sean las barreras artificiales levantadas las barreras artificiales levantadas y cuanto más firme y conciente sea la participación que los hombres tomen en esos cambios. En ese sentido, dijo Proudhon en cierta ocasión, que la sociedad se parece a un aparato de relojería, que lleva dentro de sí su propio impulso pendular, sin necesidad de ninguna ayuda ajena para permanecer en movimiento. La liberación social significaba, para él, un camino y no una meta, ya que compartía la opinión de Ibsen que dijo: «Quien posee la libertad de otro modo a como aspira, la posee muerta y sin espíritu, porque el concepto de libertad tiene precisamente la propiedad de ir amplificándose constantemente mientras vamos apoderándonos de ella. Por tanto, si sucede que uno se detiene en medio de la lucha, diciendo «ahora es mía», demuestra por eso mismo que ya la ha perdido».
Partiendo de este punto de vista, hay, que valorizar también las tentativas prácticas de Proudhon. Estos intentos se derivan de las circunstancias de la época, y sólo pueden ser explicados y comprendidos en relación con la misma. Como sucede con todo pensador cuya actividad pertenece al pasado, también existe en la obra de Proudhon aspectos que han sido superados por el tiempo, quedando sin embargo intacta la importancia creadora de su obra. Incluso nos parece sorprendente cuánto sigue siendo vivo, alcanzando nuevo significado precisamente en relación con la actual situación mundial.
Proudhon, que comprendió la esencia del Estado mejor que la mayoría de sus contemporáneos socialistas, no se hacía ilusiones en cuanto a las consecuencias inevitables de todas las tendencias absolutistas, cualquiera que fuesen las formas en que éstas pudiesen aparecer y cualquiera que fuese el grupo que las estimulase. Por tanto, también se daba cuenta del carácter verdadero de todos los partidos políticos, y estaba convencido firmemente que no podría salir de ellos ningún trabajo creador para una auténtica transformación social. Pro eso advertía a los socialistas, extraviados en la vía de las tendencias socialistas, tratando de explicarles que, tan pronto como el socialismo llegará a gobernar, terminaría su papel y quedaría entregado irremediablemente a la reacción.
«Todos los partidos políticos, sin excepción alguna» decía Proudhon, «en tanto aspiren al poder público, no son sino formas particulares del absolutismo. No habrá libertad para los ciudadanos: no habrá orden en la sociedad, ni unidad entre los trabajadores, mientras que en nuestro catecismo político, no figure la renuncia absoluta a la autoridad, armazón de todo tutelaje».
Proudhon fue, entre los socialistas más viejos, quizá el único que declaró la guerra contra todo sistema cerrado, ya que había advertido que las condiciones de la vida socia son demasiado múltiples y heterogéneas para poder ser apresadas dentro de un determinado molde, sin que se cometa violencia contra la sociedad sustituyéndose una vieja forma de tiranía por otra nueva. Por tanto, sus ataques no se dirigían tan sólo contra los representantes del orden social actual, sino también contra los representantes de los llamados «libertadores», que únicamente querían cambiar sus puestos, con los poderhabientes de entonces, prometiendo a las masas tesoros en la luna para poder más fácilmente abusar de ellas en beneficio de su ambición personal. De un significativo pasaje, tomado de una carta de Proudhon a Carlos Marx, que transcribimos a continuación, se puede deducir cuán libremente pensaba Proudhon:
«Tratemos en común, si usted quiere, de conocer las leyes de la sociedad; fijar su modo de ser y seguir el camino que allanamos al someternos a este trabajo. Pero, ¡Por Dios!, no pensemos, por nuestra parte, en ejercer una tutela sobre el pueblo, después de haber destruido, a priori, todo dogmatismo. No caigamos en la contradicción de su compatriota Martín Lutero, el cual, después de haber refutado los dogmas de la teología católica, procedió con celo incrementando y gran lujo de interdictos y juicios condenatorios, a dar vida a una teología protestante. Desde hace tres siglos, Alemania está preocupada en eliminar esa nueva revestidura aplicada por Lutero al viejo edificio. No debemos colocar a los hombres, mediante nuevas confusiones y un disfraz de los viejos fundamentos, ante una nueva tarea. De corazón celebro su idea de dar expresión a todas las opiniones del día. Tratemos de hacerlo en la forma de una explicación amistosa; demos al mundo el ejemplo de una tolerancia sabia y clarividente; y no tratemos, por el hecho de hallarnos a la cabeza de un movimiento, de convertirnos en caudillo de una nueva intolerancia. No hemos de hacernos pasar por apóstoles de una nueva religión, ni siquiera de la religión de la lógica y la razón. Recibamos y estimulemos toda protesta; estigmaticemos todo exclusivismo, todo misticismo. No consideremos jamás agotada una cuestión; y, después de haber gastado nuestro último argumento, empecemos de nuevo, si fuese necesario, con elocuencia e ironía. En estas condiciones me adheriría con placer a su asociación. Pero si no, no».
Este escrito, fechado el 17 de mayo de 1846, es doblemente importante. En primer lugar, es característico para mostrar el modo de ser franco y sincero de Proudhon, revelando su profunda aversión contra todo dogmatismo y todo sectarismo; y es importante, además, porque fue la causa inmediata de la ruptura que tuvo lugar entre Marx y Proudhon.
Proudhon fue un pensador solitario, mal comprendido, no sólo por sus adversarios demócratas y socialistas, sino también, a menudo, incluso por sus partidarios posteriores, los cuales confundieron ciertas proposiciones prácticas de Proudhon, nacidas al calor de las condiciones de la época, con la verdadera obra de su vida. Su correspondencia voluminosa (que consta de catorce tomos grandes) contiene innumerables explicaciones de sus ideas, que demuestran lo dicho anteriormente, y que son indispensables para un estudio concienzudo de sus obras. La mirada de Proudhon iba dirigida demasiado profundamente hacia las relaciones internas de los fenómenos sociales para que hubiera podido encontrar un eco en aquellos ciegos imitadores de la tradición jacobina, que esperaban la salud únicamente de una dictadura. Fue, entre los antiguos socialistas, uno de los pocos que pretendió llevar a un fin el pensamiento político del liberalismo, dándole un contenido económico.
Es característico que precisamente los representantes de la escuela marxista trataran, cada vez de nuevo, de refutar el pretendido utopismo, de Proudhon, haciendo hincapié, con evidente alegría maliciosa, en que el enorme fortalecimiento del poder central del Estado y la influencia constantemente incrementada de los modernos monopolios económicos, probaba claramente el atraso intelectual de las ideas y aspiraciones de Proudhon, como si por el hecho de tal desarrollo alterara en lo más mínimo la cosa misma. Con el mismo derecho se podría sostener hoy que la doctrina de la llamada «misión histórica del proletariado» no ha conducido totalmente hacia el fascismo y al advenimiento del Tercer Reich.
Proudhon previó claramente las consecuencias ineludibles de un desarrollo en esa dirección, y no escatimó esfuerzo alguno para hacer concientes a sus contemporáneos de la magnitud del peligro. Más que nadie concertó todas sus fuerzas en guiar a los hombres hacia nuevos caminos para prevenir la catástrofe inminente. Y no fue culpa suya el que se haya despreciado sus advertencias, y que su palabra se haya perdido en medio del estruendo de pasiones de los partidos políticos. Todo el desarrollo económico, político y social, sobre todo después de la guerra franco-alemana de 1870-71, nos muestra con claridad aterradora cuanta razón tuvo Proudhon en su juicio sobra la situación general. Precisamente hoy, cuando con velas desplegadas nos dirigimos hacia un nuevo período de absolutismos político y social; en un momento en que el moderno capitalismo centralizado pisotea, hasta dar muerte, con brutal desprecio de todo consideración humana, los últimos restos de independencia económica, y cuando las pretensiones dictatoriales son más intensas, revela claramente toda la inopia intelectual de nuestra época; precisamente hoy se manifiesta en todo su alcance, la importancia histórica de la obra de Proudhon.
Sobre todo revela que la liberación social no constituye tan sólo un problema económico. La Gleichchaltung, el ajuste más perfecto de las fuerzas económicas, no ofrece garantía alguna para la liberación auténtica y total de la humanidad. Incluso, bajo ciertas circunstancias, produce el efecto de una nueva esclavización mucho mayor que la que hemos conocido hasta hoy. La ciega fe de tantos socialistas en que la estatificación de la economía pudiera resolver la cuestión social, se basa en una concepción totalmente errónea de la tarea que incumbe al socialismo. Los acontecimientos económicos en los llamados Estados Totalitarios, y especialmente el ejemplo instructivo que nos dio la «dictadura del proletariado» en Rusia, nos han demostrado con harta claridad que la estatificación de la vida económica marcha paralelamente a una total denegación de todos los derechos y libertades personales; y que ha de ser así fatalmente, ya que la estatificación de la economía ayuda a subir al poder a una jerarquía burocrática, cuya influencia, en tanto que clase dominante, no resulta menos nefasta para el pueblo trabajador que el papel que desempeñan las clases poseedores en los Estados capitalistas, e incluso supera aún en cuanto a sus consecuencias espirituales, físicas y morales. La igualdad económica que reina en las prisiones o en los cuarteles no constituye ciertamente ningún modelo adecuado para la cultura social más elevada del futuro. También en ese aspecto Proudhon se muestra como profeta, pues predijo que una unión del socialismo con el absolutismo habría de conducir a la mayor tiranía de todos los tiempos.
Los ideales condicionados al medio
Ese rasgo antiliberal que se advierte en el campo del socialismo, contribuyó con una parte no pequeña, aunque inconciente y no deliberadamente, a allanar el camino para la concepción del Estado totalitario. El hecho es que la llamada «dictadura del proletariado» en Rusia llevó a la práctica las primeras ideas de un Estado totalitario, que más tarde había de servir como Modelo, en muchos aspectos, a Mussolini y a Hitler. La oposición dentro del campo comunista, es decir, los partidarios de Trotsky y otros grupos disidentes, admitieron más tarde abiertamente que el stalinismo fue el precursor de la reacción fascista en Europa: pero con ello olvidaron algo esencial, o sea, que Lenin y Trotsky fueron los precursores de Stalin. No es la persona del dictador lo que decide la cuestión, sino la institución de la dictadura como tal, de la cual procede todo el mal y que, conforme a su naturaleza, nunca puede ser otra cosa que la precursora de una nueva reacción social, incluso si el socialismo y la liberación del proletariado le sirven como hoja de parra para ocultar su verdadero carácter.
Fue sin duda fatal para el desarrollo del movimiento socialista el que, ya en su primera fase, sufriera fuerte influencia de las corrientes de ideas autoritarias de la época, ideas que se derivaban de las tradiciones jacobinas de la Gran Revolución así como del largo período de las guerras napoleónicas. Tal vez este proceso fue inevitablemente, ya que toda época histórica da vida a un determinado modo de pensar, a cuya influencia sólo unos cuantos son capaces de sustraerse, pues los hombres se hallan demasiado vinculados a las condiciones sociales de su época.
Cuando William Godwin, en 1793, lanza al mundo su Political Justice, los pueblos se hallaban aún completamente bajo la impresión producida por los grandes acontecimientos en Francia, y eran reacios a cualquier concepción nueva en el terreno de la vida política y social. Fue esta la razón de que las ideas liberales de Ricardo Price, José Priestley y, sobre todo Tomás Payne, ejercieron entonces una influencia tan penetrante sobre las capas intelectualmente vivas del pueblo inglés; influencia cuyos efectos se advirtieron aún durante largo tiempo, cuando la reacción, debido a la guerra contra la República francesa, se extendió poderosamente, tratando de dar muerte violenta a todas las tendencias liberales. El desarrollo ideológico se hallaba entonces aún en línea ascendente, y no había perdido su vuelo interior, como había de suceder en años posteriores debido a grandes decepciones sufridas por la multitud.
Las circunstancias habían cambiado considerablemente, sin embargo, cuando aparecieron Saint-Simón, Fourier y Owen con sus planes para una transformación de la vida social. En Saint Simón, esos planes sólo después de 1817 reciben su verdadero carácter social, mientras que Fourier desarrolló ya durante el primer Imperio sus ideas socialistas en su obra titulada Theorie des quatre mouvements (1808). Pero ambos hombres encontraron un número considerable de adeptos tan sólo después de tener lugar la caída de Napoleón, cuando se había ya extendido sobre Europa la sombra de la Santa Alianza. Hacia la misma época, también Roberto Owen dio a luz pública sus planes de reforma social. En las siguientes tres décadas aparecieron a uno y otro lado del Canal, grandes olas de nuevos pensamientos sobre las tareas sociales de la época, creyendo poder resolverlas por medio de una transformación radical de las condiciones económicas.
Pero todas esas tendencias se manifestaron tan sólo en el momento en que Europa apenas había terminado una de las épocas más duras y agitadas de su historia, época cuyas repercusiones espirituales y materiales habían de notarse aún durante mucho tiempo. Las tempestades de las Gran Revolución, que habían sacudido profundamente los cimientos de la sociedad Europea, ya habían pasado. Quedó de ellas tan sólo la guerra, que había sido desencadenada en 1792, convirtiendo a los países más importantes del continente durante veintitrés años, con pocos intervalos, en verdaderos campos de batalla. También se había desvanecido ya el prestigio y la omnipotencia militar del imperio, que había devorado a seis millones de vidas humanas, dejando tras de sí pueblos completamente agotados. En todos los países reinaba una terrible miseria, falta de trabajo y ruina completa de la economía. Los hombres eran presa de terrible desaliento que les hacía incapaces de cualquier resistencia. El ardiente entusiasmo que la toma de la Bastilla había despertado antaño en todos los países, se había desvanecido hacía tiempo ya. Se había derrumbado hasta las últimas esperanzas fundadazas en la caída de Napoleón, debido al descarado perjurio de los príncipes, dando lugar a una nueva resignación ante lo inevitable. Los hombres se hallaban tan agotados, que ya no fueron capaces, de tomar de nuevo vuelo.
Fue aquella una época de agotamiento físico y desmoralización intelectual que tiene mucho de común con nuestra época actual, y a la que, basándonos en nuestras propias experiencias, podemos juzgar hoy día mucho mejor que lo pudimos hacer tomando como base los libros de historia. Lo mismo que en nuestra época la Revolución rusa, aclamada por los trabajadores socialistas del mundo entero con tanto entusiasmo, degeneró bajo la dictadura de los bolcheviques, convirtiéndose con un despotismo sin espíritu que había de allanar el camino para la reacción fascista, así ahogó el terror ejercido por los jacobinos, con su absurda matanza de masas, el eco poderoso de la Revolución, en un principio, había encontrado en toda Europa, abriendo así el camino para la dictadura de la espada de Napoleón, cuya herencia política pasó más tarde a manos de la Santa Alianza. Y lo mismo que la guerra de 1914-18 y sus inevitables fenómenos secundarios agotaron completamente a Europa, condensándose en una crisis económica permanente de inmensa envergadura, así destrozaron las desgraciadas guerras, que tuvieron lugar bajo la República y más tarde bajo Napoleón, el equilibrio económico de Europa; y lo destrozaron tan concienzudamente que durante mucho tiempo ya no pudo prosperar nada, excepto la pobreza de las masas y una miseria infinita. En ambos casos, la decepción de las masas y la inseguridad económica condujeron a una reacción internacional, que no se limitaba tan sólo a las actividades de los gobiernos, sino que se manifestaba también en todos los ramos de la vida social. El carácter de esa reacción fue diferente, desde luego, en ambos períodos, conforme a las diferentes condiciones de la época, pero sus consecuencias espirituales produjeron resultados idénticos.
Si no hubiese tenido lugar la guerra, la nueva estructura social de Francia se hubiera, probablemente, desarrollado tomando un sesgo distinto, y no hubiera permitido la dictadura de un solo partido. El hecho es que, en un principio, todos los partidos, con excepción de una pequeña minoría, adoptaron una actitud hostil frente a la dictadura pues cada grupo temía convertirse en víctima de otro, en caso de que el azar diera a éste el poder. Pero la guerra condujo fatalmente a una serie de medidas que ayudaron a facilitar el camino a la dictadura. El sentimiento de inseguridad y la desconfianza general, que en todas partes olfateaba enemigos escondidos, deseosos de suprimir a las grandes conquistas de la Revolución para restablecer el antiguo estado de cosas, también hicieron lo suyo, despertando en el pueblo creencia en la necesidad provisionales de la dictadura, a fin de acabar con la crisis. Más si se llega una vez a ese extremo, entonces deja de decidir la superioridad intelectual; es entonces la brutalidad de los medios lo que decide, así como la astucia personal y las opiniones libres de todo escrúpulo moral. Pero esas cualidades suelen ir a mano a mano con la limitación ideológica y la mediocridad de las concepciones. Ya que para lo representantes de la dictadura la fuerza brutal significa la primera y la última palabra de la auto-conservación, nunca se ven obligados a defender sus acciones basándose en consideraciones de otra especie. La famosa frase de Cavour de que «por medio del estado de sitio cualquier asno puede gobernar», puede aplicarse mejor aún a la dictadura, pues toda dictadura no es otra cosa que una nación en permanente estado de sitio.
En condiciones normales, existen ciertas posibilidades de crear nuevos caminos de desarrollo, que surgen siempre mientras no se ha estrangulado completamente, con medidas tiránicas, la libertad de discusión sobre las condiciones sociales. Incluso los representantes más decididos del conservadurismo político no pueden sustraerse por completo, en tales circunstancias, a las repercusiones morales de una orientación democrática. Lo mismo que la iglesia romana tuvo que resignarse, poco a poco, a la existencia de las diferentes tendencias protestantes, así el conservadurismo político y social se ve obligado a la resignación ante ciertos resultados de la conciencia democrática del pueblo, las cuales son consecuencias de las revoluciones contra el absolutismo de los príncipes. Una tal resignación ante los hechos históricos resulta inevitable ante circunstancias normales, ya que ni la revolución ni la reacción son capaces de aniquilar completamente al adversario. Para restablecer, después de las grandes sacudidas, el equilibrio social, y hacer posible la cooperación social, se desarrollan paulatinamente ciertos principios en los que se funden, imperceptiblemente, lo viejo y lo nuevo, y que se condesan, en el curso del tiempo, hasta convertirse en determinado estado legal, que no se puede violar arbitrar5iamente en cualquier momento, si no se quiere que la sociedad se halle permanentemente en abierto estado de guerra.
Ese estado legal, así creado, varía de grado, según se gane o se pierda fuerza en la vida pública una u otra tendencia, peri su fundamento moral queda intacto en tanto que las condiciones sociales generales no se conviertan en insostenibles por su propia fuerza, empujando hacia un cambio revolucionario del estado de cosas establecido. Incluso si la parte más fuerte intenta doblegar el derecho vigente e interpretarlo a su favor, eso sucede en tiempos tranquilos siempre sobre la base de los conceptos legales en vigor, a fin de evitar conflictos mayores que pudieran poner en peligro el equilibrio social. Hasta el más empedernido Tory no llegaría a defender, en circunstancias normales, la restauración del absolutismo monárquico, sino que adoptaría sus tendencias al estado de legalidad general, a fin de poder hacerlas valer. Intentará, en caso de parecerle propicia la ocasión, limitar los efectos de ciertos derechos y libertades, con los cuales tiene que convivir, ya que constituyen una parte esencial del orden social existente. Es está la razón también de que las revoluciones no se puedan crear artificialmente todos los días, sino que depende, lo mismo que los períodos de reacción social, de condiciones dadas. Sólo desde ese punto de vista podemos apreciar con exactitud la influencia que las corrientes políticas del tiempo ejercen sobre el desarrollo histórico del socialismo.
Las concepciones autoritarias
La influencia de las diferentes corrientes políticas sobre el desarrollo del pensamiento socialista, pueden ser determinada netamente en cualquier país, y a impreso un sello especial que se manifiesta, sobre todo, en l actitud que asumen sus partidarios frente al Estado. No existe, en efecto, concepción política alguna, desde la teocracia hasta la anarquía que no haya encontrado cierta expresión en el movimiento socialista. Los grandes precursores del socialismo moderno tenían en común una cosa: veían en la desigualdad de las condiciones económicas la verdadera causa de todos los males sociales, y se esforzaban en llevar esa convicción a la conciencia de sus contemporáneos. Saint-Simón y Fourier habían presenciado las tempestades de la Gran Revolución, y también Owen había sido testigo de las repercusiones inmediatas que tuvo el gran drama histórico en cuanto a la nueva estructura de Europa. La mayoría de sus discípulos procedían de la época del primer Imperio; por lo tanto habían visto directamente los efectos inmediatos de la Revolución, así como el bonapartismo y las tendencias contrarrevolucionarias del período de la restauración, juzgándolo, muchas veces, de modo muy distinto de cómo lo hicieron las generaciones posteriores, las cuales conocían todo aquello tan sólo a través de las descripciones de los historiadores, pues las impresiones vivas que recibimos del acaecer inmediato suelen ser muy diferentes de las representaciones que nos formamos a través de la respectiva del tiempo.
Al considerar las ideas y actividades de aquellos primeros portavoces del socialismo en relación con su época, comprendemos su posición, con todos sus aspectos fuertes o débiles, sin tener que recurrir a esa clasificación, arbitraria e insignificante, de socialismo «utópico» y socialismo «científico». El hecho es que hombres como Saint Simón, Considerant, Blanc, Vidal, y, sobre todo Proudhon en modo alguno consideraban al socialismo como revelación del cielo, sino como resultado natural del desarrollo económico, llegando así a conclusiones que tampoco lograron superar los pretenciosos representantes del llamado «socialismo científico».
Con excepción de aquellas tendencias cuyas aspiraciones procedían, de modo inmediato, de las tradiciones políticas del jacobinismo, de la doctrina comunista de Babeuf y de su «conjura de los iguales», casi todas las escuelas del socialismo de Francia e Inglaterra tienen de común considerar que la realización de sus fines podían lograrse mediante una transformación pacífica de las instituciones sociales y la educación de las masas. Algunos han querido explicar ese rasgo característico por la carencia personal de temperamento revolucionario; otros destacan en él una extraña ignorancia de las «leyes de desarrollo social». Para ambas tentativas de explicación carecen de validez, por el mero hecho de que no toman en consideración el fundamento del problema.
Muchos de aquellos llamados «utopistas» desempeñaron un papel importante en las conspiraciones de las sociedades secretas contra los Borbones. Entre ellos se hallan precisamente aquellos que, más tarde, como representantes de la nueva doctrina, nada esperaban de las insurrecciones revolucionarias. Bazard, Leroux, Buchez, Cabet y muchos otros fueron los miembros más activos de la Carbonaria francesa. Algunos de ellos habían estado afiliados a la sociedad secreta de los «Amigos de la verdad». Buchez, el cual, después de la fracasada tentativa de la sublevación de 1821, había sido detenido y juzgado, escapó a la muerte gracias a un solo voto. Fue su amistad con Saint-Simón la que le llevó a otros caminos. Saint-Simón mismo, en su juventud, había participado en la sublevación de las colonias norteamericanas contra Inglaterra, y había combatido bajo el mando de Washington. Por tanto, difícilmente podría afirmarse que las inclinaciones revolucionarias fueran completamente ajenas a aquellos hombres. El hecho de que, después de experimentar un esclarecimiento interior por medio del socialismo, dejaran de esperar el éxito de los movimientos insurreccionales se explica teniendo en cuenta la nueva dirección de su pensamiento, así como por las condiciones prevalecientes en su tiempo. Habían reconocido que las raíces del mal social se hallaban a demasiada profundidad para que fuera posible eliminarlas simplemente mediante medidas violentas; además, no se podía esperar, en aquel entonces, apoyo de alguno de las masas agotadas por las largas guerras y sus consecuencias secundarias.
Así sucedió que la educación de las masas se convirtió, para la mayoría de los antiguos socialistas, en campo esencial de su actividad. Las experiencias dolorosas de la época les habían enseñado que una transformación más radical de la vida resulta imposible mientras que en la fracción pensante del pueblo no se hallan presididas aún las nuevas ideas, y no se encuentre ésta convencida de la magnitud de la tarea que le incumbe. Las últimas palabras de Saint-Simón, dirigida a su discípulo predilecto Rodríguez, «no olvides nunca, hijo mío, que es preciso tener el corazón lleno de entusiasmo por una idea para poder llevar a cabo grandes cosas», son la expresión más profunda de ese conocimiento. Pues las condiciones externas de vida no son sino el suelo alimenticio del que brotan las ideas de los hombres; pero son las ideas mismas las que hacen a los hombres aptos para cualquier nueva forma de existencia social y crean nuevas condiciones de vida.
Porque también la fe en la omnipotencia de la revolución no es, al fin y al cabo sino una ilusión que ha hecho mucho daño. Las revoluciones no hacen sino desarrollar los gérmenes que ya existían anteriormente y que penetraron profundamente en la conciencia de los hombres. Pero no pueden crear ellas mismas esos gérmenes, haciendo surgir de nuevo mundo de la nada. Una revolución es el desencadenamiento de nuevas fuerzas que ya actuaban dentro del seno de la vieja sociedad; fuerzas que cuando ha llegado el momento, hacen saltar las viejas ligaduras, cual niño que, habiendo cumplido su tiempo de embrión, hace reventar la vieja envoltura para iniciar su propia existencia. Es característica de la naturaleza de la revolución, la circunstancia de que la renovación de las condiciones sociales de vida no proceda desde arriba, sino que dependa de la actividad inmediata de amplías masas del pueblo, sin las cuales sería imposible una transformación auténtica. En este aspecto, la revolución supone siempre la conclusión de un terminado proceso de desarrollo, y al mismo tiempo, representa el camino de una nueva estructura de la sociedad.
Pero ese rejuvenecimiento de la vida social por medio de la revolución sólo es concebible, sin embargo, cuando tiene lugar una expansión cada vez mayor de nuevas ideas y representaciones dentro del viejo cuerpo social; y también depende del modo más o menos decisivo de actuación de sus representantes. Al destacarse cada vez más, hasta quedar desnudas, las viejas formas de vida; al desarrollarse nuevas formas de valor, morales y sociales, se da lugar, paulatinamente, a una nueva atmósfera espiritual, cuya expansión continua socava el prestigio de las viejas instituciones sociales y de sus representantes, hasta que éstas se desmoronan completamente, incapaces de toda resistencia. El primer impulso hacia una transformación verdadera procede siempre de las minorías intelectuales vivas; pero la revolución sólo llega al despliegue total de sus fuerzas cuando amplias masas del pueblo se hallan imbuidas de necesidades de un cambio radical de las condiciones sociales, desarrollando actividades en esa dirección. En un principio, la multitud lucha instintivamente, hasta que los impulsos se condensan, en grandes partes del pueblo, convirtiéndose en conceptos firmes y en convicciones íntimas.
Sin tener lugar tal desarrollo intelectual, no es concebible una revolución. Es la primera condición previa cualquier cambio social, que estimula al pueblo a la resistencia y le da una mayor conciencia de su dignidad humana. Cuanto más profundamente penetran las nuevas ideas en las masas, ejerciendo su influjo sobre el pensamiento de los hombres, tanto más imborrables son las huellas que dejan en la vida de la sociedad. Por eso sería completamente erróneo considerar la revolución meramente como una transformación violenta de las viejas formas sociales dando la máxima importancia a la parte destructora de su obra. El aspecto destructor de la revolución no constituye sino un fenómeno secundario, que depende casi exclusivamente del grado de resistencia que ofrece el adversario. No en lo que destruye, sino en lo nuevo que crea, y que ello ayuda a dar la vida, se revela su esencia. Son las tendencias creadoras, que ella libera de las tenazas de las viejas formas sociales, las que dan a la revolución su importancia social e histórica.
Una revolución, por tanto significa mucho más que un mero motín callejero, cuyos motivos están determinados por varios accidentes, cosa que nunca ocurre tratándose de una revolución auténtica., pues ésta constituye siempre el último eslabón en la cadena de un largo proceso de desarrollo, que sólo llega al término final por medios violentos. Allí donde no existen esas condiciones previas, una sublevación, en el mejor de los casos, podría producir un cambio superficial de las condiciones políticas, haciendo ascender al poder a nuevos partidos políticos; pues el pueblo aun no se hallará maduro para un conocimiento más profundo, esperando por tanto su salud únicamente de un nuevo gobierno, como el creyente en la providencia divina.
La violencia por sí misma no crea nada nuevo. En el mejor de los casos, puede eliminar viejas y gastadas normas y abrir los senderos hacia un nuevo desarrollo, si las posibilidades fueran favorables. Pero no puede dar luz a ideas que primero han de prosperar y madurar en el cerebro de los hombres, antes de manifestarse en forma práctica. En este aspecto, la violencia ha sido, en mayor envergadura, en la historia, una característica típica de la reacción, que se servía de ella para estrangular cualquier impulso creador y fijar el pensamiento de los de los hombres dentro de determinadas formas, mientras que la revolución tendía precisamente hacia lo contrario, allanando, sólo por esto, el camino para todos los cambios sociales más profundos.
La ruptura, mediante la violencia, con todas las viejas formas, muertas ya internamente, constituye a menudo el único medio para abrir camino a nuevas formas, pero nada tiene que ver con el «culto de la violencia», que se preconiza, sistemáticamente, por la reacción. Esta es la causa también de cada revolución, tan pronto como desemboca en un nuevo sistema de violencia, ejercido por determinado partido, pierde su verdadero carácter y da lugar a la contrarrevolución.
El que desconoce este hecho por mucho que presuma de convicción revolucionaria, sigue siendo, en el fondo de su ser, tan sólo un partidario revolucionario del golpe de Estado, el cual, conciente o inconcientemente, se halla en el campo de la contrarrevolución. Max Nettlau dio una expresión muy profunda a esta concepción.
«La idea babeufista y blanquista, que preconiza la llegada violenta al poder estatal y la dictadura, se aceptó, sin previo examen concienzudo, también fuera de aquellos círculos concienzudamente autoritarios: surgió la creencia en la omnipotencia de la revolución. Por mucho que ya lo desee, y por mucho que respete esa creencia, su origen, sin embargo, es autoritario: es un pensamiento napoleónico que desconoce, lo cual no tiene importancia para los autoritarios, la auténtica penetración de cada individuo por el espíritu, el sentimiento y la comprensión sociales. El hecho de que éstos automáticamente se coloquen en una situación mejorada, es otro supuesto algo sumario, y no constituye una prueba convincente de que la nivelación alcanzada por el terror, sea ningún argumento a favor de las revoluciones autoritarias».
El absolutismo punto de partida del socialismo autoritario
La mayoría de los precursores del socialismo no esperaban nada, a favor de su causa, de las conjuraciones e intentos de sublevación, porque muchos de ellos, por propia experiencia, habían visto la esterilidad de tales intentos; otros extraían las conclusiones de los resultados inmediatos de la historia contemporánea. Comprendían que era posible querer, por medio de la violencia, llevar las cosas a su madurez, puesto que se hallaban en la primera fase de su desarrollo natural y que, por el momento, sólo habían encontrado un eco espiritual en una pequeña minoría. Su concepción es tanto más comprensible cuanto que, en su caso, no se trataba de un cambio de gobierno ordinario, sino de la transformación de todas las condiciones sociales de la vida, objetivo imposible de lograr sin contar con la disposición espiritual de amplias masas populares. No era pues ni ingenuidad personal ni inconsistencia en las convicciones lo que dio lugar a semejantes reflexiones, sino tan sólo la total importancia de unos individuos situados en una época que había perdido todas las vinculaciones sociales, conociendo únicamente las órdenes de mando y una sumisión sin resistencia.
Más tampoco los grandes precursores del socialismo pudieron sustraerse a las influencias autoritarias del tiempo, por mucho que sus ideas se hubieran adelantado a la época. Las concepciones liberales, que en otro tiempo habían encontrado expresión en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, habían pasado al segundo plano al nuevo absolutismo de Napoleón, herederos de la Revolución. Los pueblos se habían nuevamente transformado en rebaños, cuyo destino descansaba en manos de nuevos hombres superiores, que le daban forma. El jacobinismo había refrescado la creencia en la omnipotencia del Estado, creencia que, debido a la Revolución, había perdido su brillo durante algún tiempo. Pero Napoleón, por su propia autoridad, se había convertido en «mecánico que inventa la máquina», como Rousseau solía llamar al legislador. Los inmensos éxitos militares y políticos del conquistador corso en todo el continente, desencadenaron una verdadera ola de admiración, que sobrevivió a su caída. La creencia milagrosa en los «grandes héroes» de la historia, los cuales moldeaban, a su antojo, el destino de los pueblos, cual panadero que amasa la pasta, celebraba sus mayores triunfos y hacía que se turbara la mirada de los hombres ante todo suceso orgánico. La fe en la omnipotencia de la autoridad se convirtió, de nuevo, en el contenido de la historia y encontró expresión en los escritos de Haller, Hegel, De Maestre, Bonald y otros más. El lema de De Maestre: «Sin Papa, no hay soberanía, no hay unidad; sin unidad, no hay autoridad; sin autoridad no hay orden», se convirtió en el leitmotiv de esa nueva reacción que se iba extendiendo sobre toda Europa.
Sólo al tener en cuenta la época en que el espíritu de autoridad celebraba sus mayores triunfos, cuando no existía ninguna contracorriente política capaz de debilitar el sentimiento de dependencia total, podemos explicarnos el que Saint-Simón, en 1813, escribiera su famosa carta a Napoleón a fin de estimular a éste a llevar a cabo una reorganización de la sociedad Europea; o que Roberto Owen dirigiera un largo escrito a Federico Gentz, escritor tan espiritual como falto de carácter, a sueldo de Santa Alianza, para proponerle que presentara ante el congreso de los príncipes Aquisgrán (1818) sus planes para combatir la miseria social; o bien como Fourier hiciera una sugestión semejante cerca del ministro de justicia de Napoleón, esperando, más tarde, durante diez años, al hombre que había de poner a su disposición un millón de francos, suma con la que pretendía hacer un ensayo práctico, de gran envergadura, para la realización de sus ideas.
En el año de 1809 apareció, en París, una obra en dos tomos titulada «La philosophie du Ruvarebohni», uno de los productos más in geniosos de la literatura socialista de aquella época. La obra contiene toda una serie de reflexiones brillantes sobre las bases de una sociedad socialista, en el detalle de las cuales no podemos entrar. Lo característico en este libro es que su autor imagina la liberación de la sociedad por el gran jefe Poleano, el cual, con ayuda de las investigaciones científicas de los más grandes sabios del pueblo de los Icanarfs, inicia y dirige el gran renacimiento de la humanidad. Lo mismo que el cónsul romano Cincinato, que después de la guerra volvió a su arado, así el gran Poleano renuncio a voluntariamente a su poder, para vivir igual que sus conciudadanos, gozando con ellos los frutos de la obra que había llevado a cabo tan brillantemente. Poleano no es, desde luego, sino una deformación de Napoleón y el pueblo de Icanarfs es otra designación para el de los franceses (francais).
Sin duda, los autores de ese extraño libro se sintieron estimulados a escribirlo por los múltiples planes de Napoleón, mediante los cuales éste esperaba romper la resistencia de los ingleses y convertir la industria francesa en la primera del mundo. Sus innumerables conferencias con hombres de ciencia, técnicos, industriales y representantes del alto capital, así como con aventuraros de toda laya, impostores y toda clase de charlatanes, cuyo único objetivo era el de llenarse los bolsillos, sólo tenían a la vista esa única meta. En tales circunstancias era comprensible que nuestros dos filósofos abrigaran la esperanza de ganar al emperador para sus proyectos, haciendo del absolutismo el punto de partida del socialismo.
El modelo del Estado totalitario
La esperanza de ganar a Napoleón para la causa de una transformación socialista de la sociedad, no constituía, por lo demás, ningún fenómeno aislado. La objeción de que hombres como Saint-Simón, Fourier y los dos autores de la mencionada obra creyeran en la posibilidad de una ayuda, brindada por Napoleón, únicamente a causa de su aversión íntima contra todas las tentativas revolucionarias, no es válida, pues encontramos tendencias semejantes también en aquellos círculos que habían permanecido fieles a las tradiciones jacobinas, esperando de una dictadura revolucionaria la realización de sus planes socialistas. También Miguel Buonarroti, compañero de Babeuf, y al que Bakunin calificó como el más grande conspirador del siglo, fundaba sus esperanzas en Napoleón, y creía seriamente que éste estaba destinado a ser el instrumento de una nueva revolución, para acabar lo que la primera había dejado inconcluso.
Cuando Napoleón, en virtud de la sentencia de las grandes potencias europeas fue desterrado a Elba, sus antiguos camaradas en el ejército se acercaron al resto de los jacobinos, formando con ellos asociaciones secretas dirigidas contra el gobierno de Luís XVIII que había sido impuesto en Francia.
Napoleón que poseía una fina comprensión en cuanto a la lógica de los hechos, sabía perfectamente que no podía esperar ayuda alguna de la burguesía francesa, que le habían fríamente abandonado cuando la invasión de los ejércitos aliados. Por lo tanto, se veía obligado a apoyarse en las clases populares más bajas, alimentando a éstas con grandes promesas, a fin de ponerlas en movimiento. Cuando regresó a las Tullerías, el 20 de marzo de 1815, visitó arrabales y fábricas, dejó que los obreros le presentaran informes sobre su situación económica y les prometía que dedicaría el resto de su vida a la paz, para mostrar al mundo que «no era solamente el Emperador de los soldados, sino también de los campesinos y proletarios». Algunos viejos demócratas, antiguos enemigos del Emperador, entraron en el gobierno, para que el pueblo reconociese que se tomaba en serio el prometido «reino de la paz y la democracia». Se abolió la censura y se suprimió el control policíaco sobre el comercio de los libros. Su adversario de muchos años, Benjamín Constant, que se sentaba en el mismo gobierno al lado de Carnot, recibió el encargo de elaborar el proyecto de una nueva Constitución. Fue, en efecto, «una época de vértigo» ese período de los «Cien Días», que había de encontrar un fin tan rápido y sangrienta en la batalla de Waterloo.
Bonapartistas y jacobinos habían abandonado, ya desde el regreso de los Bobones, su viejo feudo, pronunciándose ambos a favor del restablecimiento del Imperio. La política crea a veces extraños compañeros, pero tales pactos, por regla general, suelen celebrarse tan sólo si los pactantes tienen idénticos aspiraciones básicas. Se han hecho diversas conjeturas sobre cómo se hubiera desarrollado el futuro de Europa si Napoleón hubiese tenido la oportunidad de llevar a cabo las reformas sociales que él había prometido. Pero resulta difícil que hubiera cumplido sus promesas de no haber sucumbido tan rápidamente ante sus adversarios militares. Un hombre de su carácter, que se había acostumbrado tan perfectamente a la idea de desempeñar, en Europa, el papel de la providencia, considerando su propia voluntad como ley suprema, difícilmente hubiera sido capaz de ir por otros caminos. No es imposible que realmente abrigase la idea de grandes cambios sociales. Sus planes primitivos de fundir a Europa en una gran unidad económica bajo la hegemonía de Francia así como otras ideas, parecen hablar a favor de esa hipótesis. Pero esas reformas sólo hubieran sido adecuadas a su propia naturaleza: un Estado de termitas sobre la base de una moral de cuartel, que ahogara todo lo individual y lo sometiera al ritmo autómata de una máquina, que todo lo reduce al mismo nivel.
Si Fourier y Saint-Simón creyeron poder ganar a Napoleón para la causa de una gran reforma social fue porque Napoleón, a sus ojos, encarnaba en sí todas las posibilidades que podían facilitar un nuevo desarrollo de la vida social. Esperaban, sin embargo, que un intento serio en esa dirección haría, con el tiempo, superflua toda la base política y militar sobre la que descansaba el dominio del Emperador, sustituyéndola por nuevas instituciones sociales. Fue este un error psicológico, que se explica, sin embargo, teniendo en cuenta la situación política y social de la época.
De modo distinto hemos de juzgar, por otra parte, la posición de Buonarroti y de sus partidarios comunistas posteriores en las sociedades secretas de Francia. Entre ellos y Napoleón existía cierto parentesco interno, aunque ellos no se dieran cuenta de esto. Buonarroti, que antaño había pertenecido al círculo de los íntimos de Robespierre, creía con el mismo fervor en la omnipotencia de la dictadura; lo mismo que a Napoleón, nada le parecía imposible mientras tuviera tras sí a un ejército. También Buonarroti contaba con los hombres como si fuesen números, y si Napoleón estaba convencido firmemente de poder quebrantar toda resistencia por medio de la fuerza, aquél y sus partidarios creían que era preciso forzar a los hombres a realizar su felicidad por medio del terror revolucionario. En el fondo, Napoleón continúo solo, con mayor envergadura, lo que Robespierre y sus discípulos ya habían iniciado, es decir, la centralización de todas las ramas de la vida social. Por tanto, no era, en verdad, el heredero de la Revolución que había proclamado la «Declaración de los Derechos del Hombre», sino tan sólo el representante del jacobinismo, que había convertido estos derechos en coacción, ilustrando su interpretación mediante la guillotina.
A menudo, en la vida política, los extremos se tocan, pero sólo cuando existen puntos de atracción comunes, que, en ciertas circunstancias, se orientan hacia la misma dirección. Todas las reformas de Napoleón fueron producto de una atmósfera de cuartel. El comunismo igualitario de Babeuf, Bounarroti y de toda la escuela posterior de babeufistas, obedecían a idénticas premisas. Es el parentesco íntimo del pensamiento y del sentimiento lo que lleva a cabo tales alianzas. El pacto en jacobinos y bonapartistas en la época de la restauración; la adhesión que Lassalle buscó en Bismark, y que no encontró, porque no tenía tras sí ninguna potencia equivalente; la alianza entre Stalin y Hitler, que se convirtió en la causa inmediata de la guerra mundial de hoy, todo ello sólo puede comprenderse así. En todos estos casos se trata de determinadas consecuencias de principios absolutistas idénticos, aunque bajo diferentes formas. Al que no comprenda profundamente esas relaciones internas, nada podrá revelarle la historia.
Toda la escuela babeufista del socialismo, que encontró sus representantes en hombres como Barbés, Blanqui, Teste, Voyer d`Argenson, Bernard, Meillard, Nettré, etc., quienes al desplegar su actividad en asociaciones secretas tales como la «Sociedad de las Familias» y la «Sociedad de las Estaciones» se mostraban absolutamente autócratas en todas sus tendencias. Según un informe secreto que fue aceptado en 1840 por todas las secciones de la sociedad, un directorio compuesto de tres personas había de organizar la sublevación próxima; después de la victoria, el mismo directorio sería instituido como gobierno provisional. En lo sucesivo ese cuerpo dictatorial debía ser elegido no por el pueblo, sino por los conspiradores mismos. El gobierno asumiría la dirección de la industria, así como la agricultura y la distribución de los productos. Para establecer la igualdad hacia el Estado, los niños, a partir de los cinco años de edad, serían quitados a sus padres para ser educados en institutos oficiales. De este modo, pues, los socialistas elaboraron ya el modelo de Estado totalitario. También la idea de Lenin del «revolucionario profesional» no es sino una copia del «estado mayor revolucionario» de Blanqui. La «idea monárquica» a la que Proudhon había declarado la guerra, estaba arraigada más profundamente de lo que pudiera sospechar, y como, aún hoy día no ha perdido su efecto.
También la escuela socialista de Esteban Cabet, Luís Blanc, Constantino Pecqueur y de otros más, está impregnada de pensamientos absolutistas. Sólo en Fourier y sus partidarios encontramos a menudo ideas liberales y tendencias conscientemente federalistas. El socialismo inglés de la vieja escuela, así como el posterior, muestra un espíritu mucho más liberal, porque las grandes corrientes de ideas liberales ejercieron una influencia mucho mayor sobre sus representantes; lo mismo sucede en España, donde las tradiciones federalistas estaban arraigadas más profundamente en el pueblo, desarrollándose el socialismo anarquista y convirtiéndose en un movimiento de masas. E igual podemos decir de Italia, donde las doctrinas de Pisacane y del socialismo libertario constituyeron un eficaz contrapeso frente a las tendencias autoritarias de la época.
Saint-Simón y las teorías de la época
Entre los socialistas de la vieja escuela no sólo encontramos muchas veces una hostilidad pronunciada contra todas las aspiraciones liberales y un coqueto manifiesto con las concepciones del absolutismo político, sino incluso inclinaciones teócratas, que procedían directamente de las concepciones del catolicismo romano. Así es especialmente en los discípulos de Saint-Simón y en los partidarios del llamado comunismo teosófico. Entre las doctrinas de Saint-Simón y los conceptos sociales vestidos en su escuela por sus discípulos existe una divergencia tan grande que resulta imposible, a menudo, la conciliación; y sólo podríamos calificarla como una degeneración de las ideas originarias del maestro. Entre los grandes precursores del socialismo, Saint-Simón fue, no cabe duda, una de las figuras más notables, pues con sus ideas, fecundó todas las tendencias socialistas posteriores desde las marxistas hasta las anarquistas. Sus amplios conocimientos y su extraordinaria facultad de observación histórica le dieron lugar junto a los más importantes pensadores de su época, lugar que mantiene con indiscutible derecho. Se le ha llamado una «naturaleza de Fausto», y no sin razón, pues él llamó a muchas puertas ocultas; y el hambre eterna de conocimientos cada vez más profundos, constituye el constituye el contenido de toda su vida singular, tan rica por su originalidad emocionante en grandeza trágica.
Saint-Simón nunca estableció una teoría determinada en cuanto a la solución del problema social, ni tampoco se perdió en la búsqueda de representaciones abstractas, como lo hicieron sus discípulos posteriores. Su enorme superioridad intelectual queda demostrada por el hecho de que una serie de espíritus importantes de su época no pudieran sustraerse al hechizo de sus pensamientos. Augustín Thierry, el gran historiador francés; el geólogo Le Play; Augusto Comte, el fundador de la «filosofía positivista»; el jurista Lerminier; H. Carnot, que fue más tarde ministro de Instrucción Pública; compositores como León Halévy y F. David; ingenieros como Barrault, Mony y Lesseps, el constructor del Canal de Suez; economistas y financieros como Michel Chevalier, Adolph Blanqui, O. Rodríguez, Emile Péreire; hombres que más tarde había de desempeñar un papel destacado en el movimiento socialista, como por ejemplo, A. Bazard, P. Enfantin, P. Leroux, J. Reynaud, Ph. Buchez y muchos más, todos ellos salieron de la escuela de Saint-Simón o bien sufrieron una fuerte influencia de sus concepciones. También Enrique Heine y la novelista Jorge Sand se sintieron un espíritu muy superior podía dar lugar a producir un influjo tan fuerte y duradero.
La verdadera grandeza de Saint-Simón radica en su brillante juicio sobre las nuevas condiciones económico-políticas, resultado de la Revolución francesa, así como en sus profundas ideas sobre la importancia de la industria moderna, a la que consideró, con razón, como uno de los factores más decisivos para el desarrollo económico y político de la sociedad europea. Al mismo tiempo, la industria no significaba para él tan sólo un fenómeno material, sino también un elemento espiritual, pues por medio de ella, el espíritu podía vencer a la materia y crear, a la vez, ciertas normas éticas de vida, que no conocía la vieja sociedad: la valorización del trabajo humano.
Saint-Simón fue uno de los primeros grandes filósofos sociales que trazaron un límite neto entre la organización política del Estado y la estructura natural de la sociedad, tratando de determinar claramente la esfera de influencia de ambos. En su escrito Du systéme industriel (1821) atribuye el estallido de la Gran Revolución a la tutela ejercida pro el Estado y la regulación de la industria, extrayendo de ello la conclusión de que el peso principal de toda actividad humana no debía basarse en las formas políticas del gobierno, sino en las condiciones económicas y generales de la época. Mientras la humanidad no había aún sobrepasado su estado de infancia, la tutela ejercida por el gobierno no era sino una función natural, fundada en las mismas circunstancias que la tutela ejercen los padres sobre el hijo. Pero lo mismo que el hombre adulto deja de necesitar esa tutela y en su madurez traza su vida conforme a sus propias necesidades y con su propia responsabilidad, así también la humanidad, como totalidad, ha de suprimir, poco a poco, al gobierno, aprendiendo a ser independiente. «El arte de gobernar a los hombres desaparecerá para dar lugar a un nuevo arte: el de administrar las cosas». La época de la madurez social se inicia según Saint-simón, con la creación de la industria. Y ésta no sólo ha de liberar a los hombres de la maldición de la pobreza, sino también de la necesidad de ser gobernados.
Más los discípulos de Saint-simón no supieron qué hacer con las ideas luminosas del maestro, las que Proudhon acogió y desarrolló mientras ellos se convirtieron no sólo en los representantes de un nuevo catolicismo, sino también de una nueva jerarquía, a la que llamaban la «Iglesia santsimoniana». El fin al que aspiraban era una teocracia social, en la que los representantes del arte, de la ciencia y del trabajo habían de constituir la estructura interna del Estado. En oposición a la mayoría de tendencias socialistas, los saintsimonianos eran adversarios de la República, pues veían en la forma republicana del Estado la expresión de una escisión interna. «La República», dijo Rodríguez, «es imposible: nunca se realizará. Desaparecerá hasta su nombre, que será sustituido por el de asociación. Es un error creer que el saintsimonismo es republicano».
Mientras que los representantes de la escuela liberal querían impedir el abuso del poder público por medio de una división de los poderes y, sobre todo, por la separación del poder legislativo y del ejecutivo, los saintsimonianos veían en esta división tan sólo un fraccionamiento de las fuerzas sociales, que habría de conducir fatalmente a una corrupción de la comunidad. Ellos aspiraban a la unión de todos los poderes políticos y sociales, concentrados en una solo persona. «El jefe de Estado es, al mismo tiempo, legislador y juez. El determina las líneas directrices del orden público y decide sobre su aplicación. El es la ley viva, el órgano del que procede todo, elogio y censura».
Como, según la concepción de los saintsimonianos, la existencia material de los hombres se halla ligada estrechamente a la religión, la nueva iglesia, como unión sintética y unidad orgánica, se eleva sobre todas las estructuras de la vida económica y social. Por ello, toda la dirección de la sociedad descansa en manos del sacerdote, pues la iglesia deja de ser una institución de la sociedad y se convierte en la sociedad misma. Todo el orden social se edifica sobre la base de tres grandes principios: «amor, pensamiento y fuerza», representados por tres clases sociales: artistas, sabios y trabajadores, que forman la jerarquía de la vida social. En una tal comunidad no hay lugar para intereses individuales y personales; todo lo individual desaparece fundiéndose en el organismo de la sociedad. El sacerdote es el intermediario en todas las relaciones sociales. No sólo decide sobre los asunto de la vida espiritual, sino que también asigna su lugar a cada miembro de la comunidad y cuida el equilibrio social mediante una distribución justa de la producción general y el reparto adecuado de los productos del trabajo.
La «Asociación Universal de Trabajadores» de los saintsimonianos posee el carácter de una teocrática social, a cuya cabeza se halla el Papa industrial, cuyas órdenes cada individuo tiene que obedecer sin objeción, ya que son obligatorias para todos de igual modo. Es el modelo de un Estado totalitario que mantiene las manifestaciones de la vida dentro de los rieles justos, cuidando que cada uno reciba la parte que le corresponda en virtud de su posición y rango social. Se trata de la representación de una iglesia social como símbolo de la fraternización humana, iglesia que asigna a cada individuo el lugar que ha de ocupar para hacer prosperar los intereses de la comunidad. Ese era el ideal político de los saintsimonianos, los cuales, conciente o inconcientemente, se encuentran, en ese punto, con los representantes rigurosos del principio absolutista de autoridad. También su organización tenía el sello teocrático de una nueva iglesia. Esta era dirigida por un «Sagrado Colegio», a cuya cabeza figuraban como sacerdotes supremos, Bazard y Enfantin. Poseía comunidades, obispados y sedes episcopales en París, Tolosa, Angers, Lyon, Metz, Blois, Burdeos, Nantes, Limoges, Tours, Dijon y una serie de ciudades, contando con representantes activos también en el extranjero, sobre todo en Bélgica.
Particularmente después de la muerte de Bazard, cuando Enfantin se convirtió en cabeza única, o «Padre» de la nueva iglesia, el fervor religioso de sus adeptos cobró, a menudo, un carácter que hoy día difícilmente podemos explicar. Por ejemplo, le escribió una vez Reynaud, desde Córcega: «El beso de mi padre me dará fuerzas; su palabra, elocuencia. Pongo toda mi confianza en mi Padre, pues sé que él conoce mejor a sus hijos que éstos así mismos. Y, sin embargo, ¿por qué empiezo a temblar al sentir su cercanía?» Y Barrault, uno de los oradores más brillantes, y apóstol de la nueva iglesia, escribió a Enfantin: «Padre, ¡tu eres el mensajero de Dios en la tierra y el rey de todos los pueblos! Jerusalén vio a su Cristo y no lo reconoció. París ha visto tu rostro y ha a oído tu voz. Pero Francia solo conoce tu nombre».
No cabe duda que Enfantin estimuló ese bochornoso fervor religioso para dar a su influencia una base espiritual, contra la que se estrellaban los argumentos del sentido común. Si con ello comparamos la actitud de la iglesia política del comunismo moderno, cuyos ciegos miembros siempre se hallan dispuestos, por orden superior, a calumniar todo lo que aun ayer habían celebrado, se nos hacen comprensibles muchas cosas que nos parecen extrañas al estudiar aquella época desvanecida.
Fernando Lassalle y su socialismo
La influencia de las corrientes absolutistas en el desarrollo de las ideas socialistas en los primeros períodos de su desenvolvimiento, fue sin duda nefasta, aun que sus causas nos parecen comprensibles teniendo en cuenta las condiciones de la época. Pero en Francia no existía tan sólo una tradición jacobina y autoritaria, sino que también la Gran Revolución había dejado profundas huellas en el pensamiento de los hombres; huellas imperecederas que ofrecían puntos d contacto para nuevas posibilidades de desarrollo. Y aunque es un hecho indiscutible que ciertas tendencias del socialismo francés estaban impregnadas del absolutismo político y clerical, esas tendencias encontraron ciertamente un eficaz contrapeso en las reflexiones histórico-filosóficas de Saint-Simón; en la idea de la asociación federalista del fourierismo y en su doctrina del «trabajo atractivo», así como, sobre todo, en la influencia predominante de la filosofía social anarquista de Proudhon.
Pero muy distinta era la situación en Alemania, donde faltaba toda tradición revolucionaria; donde el liberalismo fue siempre un débil sustituto del modelo inglés, y donde las ideas de la democracia burguesa nunca habían encontrado arraigo en el pueblo. Alemania siguió siendo, hasta el final de la primera guerra mundial, un estado medio absolutista, y todas las victorias electorales de la socialdemocracia alemana no pudieron cambiar en nada ese hecho histórico. Los primeros comienzos del movimiento socialista en Alemania fueron importados de Francia: pero como sus más destacados representantes habían salido, sin excepción casi de la escuela de Hegel y de Fitche sus concepciones adoptaron, desde un principio, un carácter especial, que las diferenciaba esencialmente de todas las tendencias socialistas prevalecientes en Europa occidental. Hegel, el «filósofo del Estado prusiano», como se le ha llamado con razón, había hecho del Estado el «Dios de la tierra», y Fitche, en su escrito «El Estado mercantil cerrado», había elaborado el proyecto de una sociedad socialista estatificada que podría servir de modelo a cualquier estructura de Estado totalitario. Cuando Federico Engels dijo en su escrito «el desarrollo del socialismo de utopía a ciencia»: «nosotros los socialistas alemanes, estamos orgullosos de nos descender tan sólo de Saint-simón, Fourier y Owen, sino también de Kant, Fitche y Hegel», no hizo otra cosa sino constatar un hecho. Pero otra cuestión es saber si ese hecho dio realmente al socialismo alemán la superioridad intelectual que Engels le atribuye.
La agitación llevada a cabo por Fernando Lassalle allanó el camino para el moderno movimiento obrero alemán. Su influencia sobre este movimiento siguió notándose largo tiempo y volvió a despertar nuevamente sobre todo antes de la primera guerra mundial y después de la revolución de noviembre de 1918. Lassalle fue durante toda su vida un partidario fanático de la idea hegeliana del Estado. Sus discípulos estaban tan convencidos de la «misión libertadora del Estado» que su fe en el mismo a veces adoptaba formas grotescas. En el extranjero se cree a menudo que Alemania fue siempre el país más marxista del mundo, y la lucha bárbara de los jerifaltes del Tercer Reich contra el «marxismo» en mucho esa opinión. En realidad, las cosas son muy distintas: el número de auténticos marxistas era relativamente pequeño en Alemania, pues la posición política de la socialdemocracia alemana se hallaba mucho más bajo la influencia de Lassalle que bajo la de Marx y Engels. De él heredaron los socialistas alemanes su ferviente fe en el Estado y la mayor parte de sus tendencias autoritarias. De Marx tomaron tan sólo el determinismo económico, la creencia en el poder invencible de las condiciones económicas y la terminología de los conceptos.
Lassalle no era absolutista tan sólo por sus ideas, sino que también por su carácter. Era uno de autócratas natos, convencidos tan profundamente de su propia infalibilidad que cualquier objeción les parecía un pecado contra el «Santo Espíritu». Plenamente conciente de ello, hizo que arraigara tan profundamente en las cabezas del pequeño número de sus adeptos fanáticos la creencia en su «misión histórica» que éstos lo contemplaban con entusiasmo exaltado, cual a un nuevo Mesías que tenía en sus manos la salud de la humanidad. Animado por tal Espíritu, «El Nuevo Socialdemócrata», el órgano de la escuela de Lassalle, escribió lo siguiente:
«¿Por qué somos tan entusiastas, tan enérgicos: porqué, los lassallianos estamos poseídos de un fanatismo tan ardiente? Porque la doctrina de Lassalle es una doctrina infalible, y porque los lassallianos, al proclamarla, tiene que considerarse así mismo infalibles en ese aspecto. La doctrina de Lassalle es la única verdadera; es infalible, y la fe en ella puede mover las montañas. Sin tener una fe firme en su doctrina los primeros cristianos no hubieran vertido su sangre por ella; sin la infalibilidad de esa religión, no hubiese llegado a ser conocida como tal. Y sin la fe de Lassalle el socialismo nunca logrará echar, entre los obreros alemanes, esas raíces que un día harán florecer el árbol de la humanidad feliz».
Comparemos con esas efusiones de ardiente rabia religiosa la repetida apelación a la «necesidad del fanatismo» en los discursos de Hitler, y comprenderemos que los dos están hechos de la misma madera. Lassalle poseía todas las cualidades del citador, sólo le faltaban las circunstancias de las que procede la dictadura. Toda su organización tenía un sello dictatorial a pesar de los adornos democráticos. El Allgemeiner Deutscher Arbeiter-Verein (Asociación General de los Obreros Alemanes) eligió a Lassalle como su presidente, para cinco años, con poder dictatorial. Desarrolló entonces el llamado «principio del caudillo», que hoy forma la piedra angular del «Tercer Reich», y lo desarrolló con lógica asombrosa. Así, en su famoso discurso de Ronsdorf, en mayo de 1864, dijo:
«Aun he de mencionar otro elemento sumamente notable de nuestro éxito: es ese espíritu cerrado a la más rigurosa unidad y disciplina que reina en nuestra asociación. También en ese aspecto, y sobre todo en el, hace nuestra asociación época y aparece como un fenómeno completamente nuevo en la Historia. Esta gran asociación, extendiéndose a casi todos los Estados alemanes, se mueve y actúa con la unidad cerrada de un solo individuo. Pocas comunidades me conocen personalmente, pues no he podido visitarlas, y, sin embargo, desde el Rhin al Mar del Norte, y desde el Elba al Danubio nunca se me contestado con un «no»: aunque la autoridad que vosotros me habéis confiado descansa en vuestra constante y más alta libertad de elección. A dondequiera que he llegado, en todas partes he oído de los obreros palabras que podrían resumirse en este frase: ¡Debemos fundir todas nuestras voluntades en un solo martillo, poner este martillo en las manos del hombre, en cuya inteligencia, carácter y voluntad tengamos la debida confianza, a fin de que sea capaz de asestar certeros golpes!»
El concepto liberal del Estado, que sólo reconoce al mismo derecho de proteger la libertad de los ciudadanos y del país contra los agresores de dentro y de fuera fue calificada por Lassalle de «idea de velador». También sobre ese punto pensaba completamente como un hegeliano. «si la burguesía fuese consecuente al pronunciar su última palabra», decía Lassalle, «entonces tendría que confesar que, conforme a esa idea suya, el Estado sería completamente superfluo, si no existieran ladrones». Lassalle no quería saber nada de todas estas ideas, lo que lo diferenciaba de Marx. Para él, el Estado no era sino «el todo ético» de Hegel, «que tiene la función de conducir al género humano hacia la libertad».
Fue precisamente esa concepción, absolutamente falsa desde el punto de vista histórico, lo que le movió a buscar una alianza con Bismarck. El coqueteo de Lassalle con la «monarquía social», «apoyada en el puño de la espada» para llevar a cabo la gran tarea, «si tuviera decidida a perseguir fines verdaderamente grandes, nacionales y populares». Ese coqueteo, fue la causa de que la prensa del Deutsche Fortschrittspartei (Partido Alemán Progresista) lanzara contra Lassalle y sus partidarios la acusación de que servían a los intereses de Bismarck. Para esta acusación, cierto es, no se puede aducir ninguna prueba material. La posición de Lassalle descansaba en su modo de pensar. No servía a los intereses de Bismarck, sino que creía poder utilizar, sino que creía poder utilizar a Bismarck para que sirviera a los suyos, y ahí precisamente se encontraba el punto peligroso de su juego audaz, pues era Bismarck el que podía «apoyarse en el puño de la espada» y no Lassalle. Su biógrafo, Eduardo Bernstein, calificó las manifestaciones de Lassalle, en aquel entonces, de «lenguaje propio del cesarimos», y con razón, tanto más cuanto que llegó al extremo de decir que la Constitución prusiana vigente era «un favor otorgado por la realeza a las clases burguesas». En un país como Alemania, semejante concepción, hecha por un llamado «demócrata» había de resultar doblemente fatal.
Lassalle era un hombre de grandes dotes, y como dijo él mismo una vez, «armado con toda la armazón intelectual de su tiempo». Pero de muchas manifestaciones suyas, contenidas en discursos y escritos, y en algunas de sus cartas dirigidas a Sofía de Solutzew y a la condesa Hatzfeld, así como de muchos otros detalles, puede colegirse que en ese hombre extraordinario, venerado por muchos obreros alemanes como un semi-dios, la ambición personal fue el motivo verdadero de sus acciones. Por esta razón, nadie podría decir adonde hubiera llegado Lassalle, si la bala del aristócrata húngaro von Rakowitza no hubiese dado un fin prematuro a su vida. Esa ambición realmente malsana se manifiesta en él ya en su adolescencia. Escribió, por ejemplo, después de asistir a una representación teatral del Fiesco Schiller, en su diario, estas palabras significativas:
«A pesar de profesar convicciones revolucionarias democrático-republicanas como el que más, me parece que puesto en el lugar del conde Lavagna, hubiera obrado como éste y no me hubiese conformado con ser el primer ciudadano de Génova, sino que hubiera tendido mi mano hacia la corona. De esto se deduce, al examinar el caso fríamente que soy un egoísta. Si hubiese nacido príncipe o monarca, en cuerpo y alma sería aristócrata. Pero como soy un humilde hijo de burgués, seré demócrata a su debido tiempo».
También los ídolos tienen sus lados de sombra, al examinarlos a la luz del día. Y Lassalle tenía una gran cantidad de sombras.
Las teorías de Marx y Bakunin
De índole muy diferente fue la influencia que Marx ejerció sobre el movimiento obrero alemán. Marx no era un orador fascinante como Lassalle, que pudiera ejercer un influjo inmediato sobre su auditorio por medio de la palabra viva; las ideas de Marx sobrepasaban a menudo la facultad de comprensión incluso de los obreros más inteligentes, y sólo podían llegar a éstos por medio de explicaciones populares de segunda mano. Además, vivió en el extranjero durante la mayor parten de su vida, mientras que Lassalle actuaba en Alemania, y, por tanto, podía apreciar mejor las necesidades inmediatas de su propaganda. Aparte de esto, había en las doctrinas de ambos hombres una serie de diferencias esenciales, que encontraban su expresión sobre todo en su posición respeto al Estado. También Marx tomaba como punto de partida determinados conceptos absolutos, puesto que condicionaba el desarrollo de la vida social a necesidades forzosas, fundadas en las condiciones de producciones que prevalecen en una época dada. «El modo de producción de la vida material condiciona el proceso vital, social, político y espiritual, en general», como se expresa en su famosa introducción a la Crítica de la economía política.
Marx estaba firmemente convencido de haber descubierto las leyes de movimiento de la sociedad burguesa. Por tanto, se empeñaba en fundamentar a las pretendidas leyes de la física social como «puras y absolutas». En el primer tomo de El capital, califica la llamada acumulación del capital de ley absoluta y general, según la cual «la riqueza de una nación está en proporción con su población; y la miseria, en proporción con su riqueza». Como discípulo de Hegel, se representó ese proceso de desarrollo como una trilogía del acaecer, producida, con necesidad rigurosa, automáticamente, por las condiciones económicas de vida. Así leemos en el primer tomo de El Capital:
«El modo de producción capitalista tiende a la acumulación del capital. De aquí que la propiedad privada capitalista constituya la primera negación de la propiedad privada individual, basada en el propio trabajo. Pero, la producción capitalista engendra, con la necesidad del proceso natural, su propia negación. Es la negación de la negación. Esta no restablece la propiedad privada, sino la propiedad individual a partir de las conquistas de la era capitalista: sobre la base de la cooperación y la propiedad común del suelo y de los medios de producción, originados por el trabajo mismo».
Esa concepción mecanicista y fatalista de los hechos históricos que se presentan aquí como verdad absoluta, produjo, al crecer la influencia del movimiento alemán sobre las tendencias socialistas de todos los países, un efecto paralizador en cuanto a la formación de la idea socialista, aunque Marx esperaba que con el desarrollo progresivo de los hechos económicos se llegaría a la superación de todos los poderes absolutistas del estado. Precisamente, en este aspecto, se distingue esencialmente de Lassalle, el cual, durante toda su vida, permaneció hegeliano en cuanto a su concepción del Estado. En el Manifiesto Comunista se dice:
«En el curso del tiempo, una vez hayan desaparecido las diferencias de clases y esté concentrada toda la producción en manos de individuos asociados, el poder público perderá su carácter político. La fuerza política es, en verdad, la fuerza organizada de una clase para la opresión de otra clase. Si el proletariado, en su lucha contra la burguesía, se une necesariamente formando una clase, y a través de una revolución, se convierte en clase dominante, poniendo fin por la fuerza a las antiguas condiciones de producción, entonces suprime junto con estas condiciones de producción la existencia de la contradicción de clase, las clases mismas, y, con ellas, su propio dominio de clase... en lugar de la vieja sociedad burguesa con sus clases y contradicciones de clases, aparece una asociación, en la que el libre desarrollo de cada uno está condicionado por el libre desarrollo de todos».
Incluso en el panfleto, lleno de odio, L’Alliance de la Démocratie socialiste et l’Association internationale de Trvailleurs, redactada por Marx, junto con Engels y Lafarge contra Bakunin y el ala libertaria de la Internacional, se repiten otra vez las palabras contenidas ya en aquella famosa Circular del Consejo General, Les prétendues scissions dans L’Internationale:
«Todos los socialistas entienden por ANARQUÍA esto: una vez alcanzada la meta del movimiento proletario, es decir, la supresión de las clases, desaparecerá el poder del Estado, que sirve para mantener a la gran mayoría productora bajo el yugo de una minoría explotadora y las funciones de gobierno se convertirán en simples funciones administrativas».
La meta política que Marx tenía a la vista era, pues, indudablemente, la eliminación del Estado en la vida de la sociedad. En este aspecto, estaba por completo bajo la influencia de las ideas de Proudhon. Sólo en la forma en la que pretende alcanzar esa meta se distinguía esencialmente de Bakunin y de las federaciones libertarias dentro de la Internacional. Bakunin y sus amigos defendían el punto de vista de que una transformación social había de suprimir el aparato político del Estado junto con las instituciones de explotación económica, a fin de hacer posible un libre desarrollo de la nueva vida social. Marx, por el contrario, quería utilizar el Estado, bajo la forma de «dictadura del proletariado», como medio para llevar a cabo prácticamente al socialismo y suprimir las contradicciones de clases dentro de la sociedad. Sólo después de desaparecer las clases, habría de ser destinado el aparato político del Estado, para dar lugar a la mera administración. La oposición entre ambas opiniones y la tentativa de Marx y sus partidarios, en el Consejo General, de imponer una forma de organización centralizada a las federaciones de la Internacional, y con normas fijas a su políticas, fueron las verdaderas causas que más tarde originaron la escisión y descomposición interna de la gran asociación obrera.
La Historia contemporánea ha decidido quién tuvo la razón en esa controversia. El experimento del bolcheviquismo en Rusia ha demostrado claramente que por medio de la dictadura se puede llegar al capitalismo de Estado, pero nunca al socialismo. También una sociedad sin propiedad privada puede esclavizar a un pueblo. La dictadura puede suprimir una vieja clase, pero siempre se vera obligada a acudir a una casta gobernante formada por sus propios partidarios, otorgándoles privilegios que el pueblo no posee. La dictadura como «como movimiento de liberación» es impulsada por lógica de las circunstancias a ser un instrumento de opresión, sustituyendo cualquier forma antigua de esclavitud por otra nueva. También la llamada «dictadura del proletariado» no es, en realidad, sino una dictadura sobre el proletariado, incluso si es imaginada tan sólo como provisional, como período de transición. Porque «todo gobierno provisional muestra la tendencia a convertirse en permanente», como predijo Proudhon, con su profunda comprensión de los fenómenos. El que este conocimiento tuviera que ser adquirido al precio de tanta sangre, tantas lágrimas y tantas esperanzas perdidas, constituye, sin duda, uno de los aspectos más trágicos de la Historia.
El 20 de julio de 1870, Marx escribió a Engels estas palabras, tan expresivas de su carácter y su personalidad:
«Los franceses necesitan de azotes. Si ganan los prusianos, también ganará la centralización del peor Estado, útil para la centralización de la clase obrera alemana. El predominio alemán cambiará, además, el centro de gravedad del movimiento obrero de Europa, de Francia a Alemania, y basta tan sólo comparar el movimiento de 1866, hasta hoy día, en ambos países, para advertir que la clase obrera alemana es superior, en teoría y en organización, a la francesa. Su predominio, en el teatro mundial, sobre la francesa significaría, al mismo tiempo, el predominio de nuestra teoría sobre la de Proudhon, etc.»
Marx tenía razón. La victoria de Alemania sobre Francia significó, en efecto, un punto crucial en la historia de Europa y el movimiento socialista internacional. El socialismo libertario de Proudhon fue postergado por la nueva situación, dejando el campo libre para las concepciones de Marx y Lassalle, autoritarias hasta la médula. La facultad de desarrollo vivo, creador e ilimitado, del socialismo, fue sustituida, en los siguientes cincuenta años por un dogma rígido, que se presentó ante el mundo con la pretensión de ser una ciencia, pero que, en realidad, sólo descansa sobre un tejido de argucias teológicas y de erróneas conclusiones fatalistas que vinieron a sepultar a toda idea auténticamente socialista. Esa manía de superioridad tomaba a veces formas verdaderamente grotescas. Los alemanes se consideraban como guían del socialismo» y como «maestros del movimiento obrero internacional», olvidando completamente que la Alemania de Bismark era un Estado militar y policíaco semi-despótico, que aun había de conquistar lo que otros países de Europa occidental poseían hacía mucho tiempo: conquistas con las que ni siquiera se osaba soñar en el país de las marchas de parada, de la arbitrariedad policíaca y de la «obediencia de cadáver».
El hecho de que un proletario que no tenía tras sí ni las más mínimas tradiciones revolucionarias, que conocía la idea socialista tan sólo en la forma del fatalismo económico de Marx y a través de la fe ciega en el Estado de Lassalle, haya podido convertirse en el guía del movimiento socialista internacional, fue tan nefasto para el socialismo como lo fue la política de Bismark, para el destino de Europa. Mi inolvidable amigo, el poeta Erich Mühsam, asesinado por los nazis en el campo de Oranienburg, creó para esa tendencia singular la palabra «bismarxismo», la definición mejor y más acertada que le hubiera podido encontrar.
El camino de las dictaduras
El gran cambio político, que tuvo lugar después de la guerra franco-alemana de 1870-71, había de producir afectos semejantes también sobre el socialismo. En lugar de crear grupos poseídos de ideas socialistas y de levantar organizaciones de combate en el campo de la economía, en las que las fracciones progresivas de la Primera Internacional veían las células de la sociedad futura y los órganos naturales para la transformación de la economía en un sentido socialista, los modernos partidos obreros, trasladaron el centro de gravedad del movimiento de la idea de la conquista del suelo y de las empresas industriales a la de la conquista del poder política. Así se fue desarrollando en el curso de los años una ideología completamente nueva. El socialismo fue perdiendo cada vez más el carácter de un nuevo ideal de cultura, cuya misión hubiera sido preparar a los pueblos espiritualmente para la desaparición de la civilización capitalista, y capacitarlos prácticamente, no deteniéndose, por tanto, ante los estrechos límites del Estado nacional.
En las cabezas de los líderes de esa nueva fase del movimiento, se mezclaban los intereses del Estado nacional con los del partido, hasta que, al fin, ya no fueron capaces de guardar cierto límite, acostumbrándose a considerar al socialismo a través de los llamados «intereses nacionales». Así tuvo que suceder fatalmente que el moderno movimiento obrero se incorporase sucesivamente a la estructura del Estado, favoreciendo, conciente o inconcientemente, las tendencias absolutistas de los gobiernos. Sería erróneo atribuir esta extraña conducta a traición cometida por los líderes, como se ha dicho a menudo. En realidad, se trata tan sólo de una adaptación paulatina con el mundo de ideas de la vieja sociedad, condicionada por la actividad práctica de los partidos obreros de hoy y que, fatalmente, había de tener repercusiones sobre la actitud intelectual de sus representantes políticos. Los mismos partidos que fueron educados para conquistar, bajo la bandera del socialismo, el poder político, se veían por la lógica implacable de las circunstancias, acorralados cada vez más hasta tomar una posición que los forzaba a sacrificar uno tras otro, todos sus principios socialistas a la política nacional del Estado. Por medio de una política nacional querían conquistar el socialismo, pero lo que realmente lograron fue que la política nacional conquistara a su socialismo.
Como fascinados contemplaban los éxitos electorales de la socialdemocracia alemana y se admiraba el poderoso aparato de partido que había construido, pero se olvidaba que, pese a todos aquellos éxitos, no había cambiado nada en la realidad alemana. La centralización de hierro del partido y la disciplina de cuartel, copiada de antemano como modelo del Estado prusiano, ahogaba toda iniciativa viva. La organización, que sólo había de ser un medio para alcanzar un fin, se convirtió en fin, matando el espíritu que hubiera podido darle un contenido vivo. Citemos un ejemplo para demostrar que lo dicho no es en modo alguno una exageración: Cuando, después de la caída de Bismarck, el nuevo canciller del Reich, Von Caprivi, nombrado por el emperador, elogió abiertamente, en una sesión del Reichstag, el celo de los soldados socialdemócratas en el ejército alemán, le contesto el líder más prestigioso del partido, Augusto Babel:
«Eso no me extraña nada, y sólo demuestra que los señores de la derecha y del gobierno tienen una opinión completamente falsa de la capacidad de los socialdemócratas. Incluso creo que la buena disposición con que precisamente los miembros de mi partido se sometieron a la disciplina reglamentaria, es realmente consecuencia de la disciplina que les domina. La socialdemocracia constituye en cierto modo, una escuela primaria para el militarismo».
Ante una actitud semejante, ¿acaso nos puede extrañar que la Revolución alemana de 1918 fallara tan lamentablemente? El Vorwarts (órgano socialdemócrata), aun en vísperas del 9 de Noviembre, recordó a sus lectores que el pueblo alemán todavía no estaba maduro para la república. Nadie objeta a la socialdemocracia alemana el que no intentara introducir después de la guerra el poder político que durante tanto tiempo había aspirado, implantando una sociedad socialista: en realidad, el pueblo alemán, en virtud de la educación recibida no estaba capacitado para ello. Pero, el primer gobierno puramente socialista que ocupó el poder después de la guerra, sí hubiera podido hacer una cosa: acabar con el poderío nefasto del junquerismo prusiano en Alemania, atacando a la gran propiedad de la tierra, en la que descansaba el poder político de los junker. Los revolucionarios burgueses de la Revolución francesa, que no tenían ideas socialistas, comprendieron perfectamente que sólo podían liberar a Francia del predominio político de la aristocracia y del clero si expropiaban si expropiaban a los terratenientes, despojándolos así del verdadero poder de su influencia política. Más los socialitas alemanes no tomaron tal medida, la única por la cual la República hubiera podido atraerse a los pequeños campesinos, quienes, más tarde, habían de convertirse en sus más enconados enemigos. El resultado fue que, después, dos junker prusianos, el hijo de Hindenburg y Franz von Papen, hicieran el juego a Hitler, haciendo pasar el poder a sus manos.
Lo que muestra la incapacidad de la socialdemocracia alemana que ni siquiera se pensó en tocar la fortuna de los príncipes alemanes. Mientras que las masas, medio muertas de hambre, se iban hundiendo cada vez más en la miseria, el Gobierno republicano seguía pagando a las familias del ex Kaiser sumas fabulosas, como «indemnizaciones», y había tribunales serviles que cuidaban celosamente de que ni un centavo se dejara de pagar a aquellos parásitos. Los homhenzollern solos reclamaban una indemnización de 200 millones de marcos oro. Las exigencias totales de los príncipes alemanes sobrepasaba cuatro veces el empréstito Dawes. Si los líderes del movimiento obrero alemán hubiesen procedido de una manera más radical con la fortuna y las prerrogativas de junkers y príncipes, medidas siquiera la mitad de radicales que las que aplicaron los nazis, cuando robaron a los obreros las cajas fuertes de los sindicatos y todas sus propiedades que sumaban un valor de millones, Alemania se hubiese ahorrado la vergüenza del Tercer Reich y hubiera ahorrado al mundo la catástrofe más sangrienta de todos los tiempos. Por otra parte, el Partido comunista alemán sólo se alimento de las faltas y omisiones de la socialdemocracia, sin que desarrollara por sí mismo alguna idea creadora. No fue nunca otra cosa que el órgano sumiso de la política exterior rusa, aceptando sin pestañear cualquier orden de Moscú. Así insuflaba el partido la fe de la necesidad inevitable de la dictadura en aquella parte del proletariado socialista ya que había perdido la confianza en la socialdemocracia. Sobre todo entre la juventud, el partido comunista desarrolló un fanatismo sin par, que la hacía sorda y ciega a cualquier apreciación sensata de la situación. Su protesta ruidosa contra las medidas reaccionarias del gobierno llevaba, desde el principio, el sello de simulación e hipocresía, puesto que no podía honradamente defender a la libertad, cuando se aspiraba implantar la dictadura, que es la negación de la misma. Todo fin se encarna en sus medios. Al despotismo del método siempre corresponde el despotismo de la idea. La dictadura, a la que los comunistas alemanes aspiraban hacía años, llegó efectivamente, pero procedió del lado opuesto, triturándolos bajo su engranaje.
No cabe duda para todo observador sincero de la situación actual y de las causas que la originaron, que el maniobrar con conceptos absolutistas, en el campo socialista, no sólo quebrantó la fuerza de resistencia del movimiento socialista en muchos países, y sobre todo en Alemania, sino que favoreció, espiritualmente, la reacción fascista. Porque el socialismo o ha de ser libre o no existirá.