Rudolf Rocker
Socialdemocracia y anarquismo
La oposición entre la socialdemocracia y el anarquismo no reside tan sólo en la diversidad de sus métodos tácticos, sino en primer término en diferencias de principios. Se trata de dos concepciones distintas sobre la posición del individuo en la sociedad, de dos interpretaciones diferentes del socialismo. De esta diferencia en las premisas teóricas resulta por sí sola la diferencia en la elección de los métodos tácticos.
La socialdemocracia, principalmente en los países germánicos y en Rusia, se titula con preferencia partido del «socialismo científico» y acepta la doctrina marxista, que sirve de base teórica a su programa. Sus representantes afirman que el devenir de la sociedad debe ser considerado como una serie indefinida de necesidades históricas cuyas causas han de buscarse en las condiciones de producción de cada momento. Estas necesidades hallan su expresión práctica en la lucha continua de clases divididas en campos enemigos por intereses económicos distintos. Las condiciones económicas, esto es la forma en que los hombres producen y cambian sus productos, constituyen la base férrea de todas las demás manifestaciones sociales o, para emplear la frase de Marx, «la estructura económica de la sociedad es la base real sobre la cual se levanta la superestructura jurídica y política y a la que responde una determinada forma de la conciencia social». Las representaciones religiosas, las ideas, los principios morales, las normas jurídicas, las manifestaciones volitivas, etc., son meros resultados de las condiciones de producción de cada momento, porque es «la forma de producción de la vida material la que determina en absoluto el proceso de vida social, política y psíquica». No es la conciencia de los hombres la que plasma las condiciones en que viven, sino a la inversa, las condiciones económicas las que determinan su conciencia.
Así considerado el socialismo no es la invención de algunas cabezas ingeniosas, sino un producto lógico e inevitable del desarrollo capitalista. El capitalismo debe crear primero las condiciones de producción —división del trabajo y centralización industrial— en las cuales únicamente el socialismo puede realizarse. Su realización no depende de la voluntad humana, sino meramente de un determinado grado de la evolución de las condiciones de producción. El capitalismo es la premisa necesaria e ineludible que debe conducir al socialismo; su significado revolucionario reside precisamente en que lleva en sí, desde un principio, el germen de su propia destrucción. La burguesía moderna, en la que el capitalismo se sustenta, hubo de llamar a la vida, para fundar su poder, al proletariado moderno, creando así sus propios enterradores. Porque el desarrollo del capitalismo se efectúa con el rigor de una ley natural en vías perfectamente determinadas de las cuales no hay escape posible. Pues está en la esencia de este desarrollo el absorber las empresas industriales pequeñas y medianas, reemplazándolas por empresas cada vez mayores de modo que las riquezas sociales se concentren cada vez más en menos manos. Simultáneamente se realiza en forma incontenible la proletarización de la sociedad, hasta que por fin llega el momento en que se encuentran frente a frente una inmensa mayoría de esclavos asalariados y una minoría pequeñísima de empresarios capitalistas. Y como para entonces hará tiempo que el capitalismo se haya vuelto un estorbo para la producción llegará necesariamente la época de la revolución social, el momento en que pueda llevarse a cabo la «expropiación de los expropiadores».
Para que el proletariado esté en condiciones de asumir la dirección de la tierra y de los medios de producción debe apoderarse antes del poder político, el cual después de cierta época de transición, esto es después de la supresión total de las clases, se irá extinguiendo paulatinamente. La conquista del poder político es así la tarea principal de la clase obrera y para preparar la realización de esta obra es necesario que los trabajadores se organicen en partido político independiente para la lucha política contra la burguesía. En este tren de ideas la socialdemocracia ha convertido la acción parlamentaria en el punto central de su propaganda, subordinándole toda otra forma de acción. Bajo la influencia de la Socialdemocracia alemana la mayor parte de los partidos socialistas de los demás países han adoptado en mayor o menor grado el mismo carácter. En el transcurso de los últimos cincuenta años han conseguido organizar en sus filas millones de trabajadores, sentar pie en todos los cuerpos legislativos del Estado moderno de clases y penetrar en numerosos casos hasta la rama ejecutiva del gobierno. Una prensa fuertemente desarrollada y una propaganda impresa realizada en gran escala han ido abriendo constantemente a la socialdemocracia nuevos círculos en el mundo obrero y en la clase media. Esta obra es apoyada todavía por todo un ejército de agitadores a sueldo y empleados del partido que actúan en interés de sus respectivas organizaciones. Por la exclusión de los anarquistas y de otras tendencias que repudian la acción parlamentaria, la Socialdemocracia alemana consiguió aun eliminar sistemáticamente toda oposición real en los congresos socialistas internacionales. En esta forma dondequiera que le obedecían masas obreras considerables, este partido se ha desarrollado como un Estado dentro el Estado y por muchos años ha estado en condiciones de aplastar, con desconsideración sistemática e inescrupulosa, toda otra tendencia socialista. Sólo la catástrofe terrible de 1914 reveló el verdadero carácter de la socialdemocracia, destruyó su prestigio internacional y abrió brecha en un edificio que parecía ser para siempre invulnerable a todo ataque.
El anarquismo, es decir aquella tendencia en la ideología del socialismo que se enfrenta más irreconciliablemente con la socialdemocracia, parte de otras premisas en sus ideas sobre las condiciones sociales y la posición del individuo en la evolución histórica. Sus partidarios en manera alguna desconocen la poderosa influencia de las condiciones económicas en el proceso general de la evolución social, pero rechazan la fórmula unilateral y fatalista que Marx dio a esta comprobación. Ante todos son de opinión que en la investigación y apreciación de los fenómenos sociales puede sí procederse por métodos científicos, pero que de ningún modo es lícito considerar a la historia y a la sociología como ciencias. La ciencia sólo reconoce aquellos hechos ciertos que hayan sido irrefutablemente establecidos por la observación o la experimentación. En este sentido sólo pueden considerarse científicas las ciencias llamadas «exactas», como la física, la química, etcétera. La famosa ley de la gravitación de Isaac Newton, en que se apoyan todos nuestros cálculos astronómicos, es una ley natural, científica, porque se verifica en todos los casos y no admite jamás «la excepción a la regla».
El desarrollo de las formas sociales en la historia no se efectúa empero con la forzosa necesidad de las leyes de la física. Podemos en verdad hacer conjeturas sobre la conformación social de las condiciones de vida futuras, pero no existe la ciencia capaz de prever las condiciones sociales del futuro y establecerlas científicamente, como puede calcularse el período de revolución de un planeta. Y es complicada y muy desconocidos son aun sus detalles elementales para que podamos hablar de una que la historia de las formas sociales es demasiado ley natural férrea que pueda servir de base para apreciar siquiera con relativa certidumbre las fuerzas motrices del devenir histórico en los tiempos pasados o acaso aun para averiguar las formas sociales del futuro. Por esta razón el socialismo no es una ciencia, no puede serlo, y cuanto se diga de un «socialismo científico» es vana presunción y frívolo desconocimiento de los verdaderos principios de la ciencia.
Quien acepte la concepción anarquista no compartirá la creencia de que el desarrollo de las condiciones económicas deba conducir indefectiblemente al socialismo, que el sistema capitalista lleve ya en sí, por así decirlo, el germen del socialismo y que sólo sea preciso esperar su madurez para que rompa la envoltura. No verá en esta creencia otra cosa que la traducción del fatalismo religioso al campo de la economía, lo que resulta igualmente peligroso, pues ambas creencias paralizan el sentimiento impulsivo y el instinto de acción y engendran, en lugar de una visión viviente en constante lucha por ampliar sus perspectivas, la misma y yerta fe dogmática. El anarquismo en manera alguna ve en la división del trabajo y en la centralización industrial las condiciones previas que deban conducirnos al socialismo, sino por el contrario las condiciones elementales del sistema capitalista de explotación, agudamente opuestos por su propia esencia al socialismo. Bien puede conducirnos el desarrollo económico a nuevas fases de la existencia social, pero bien podrá también significar el ocaso de toda civilización. La horrible catástrofe de la guerra mundial habla en este sentido un lenguaje elocuente para todo aquél que tenga oídos y quiera oír. Si los pueblos de Europa no consiguen con su esfuerzo surgir del caos presente a formas nuevas y superiores de la civilización social ningún profeta será capaz de presagiar hacia qué abismo nos arrastra la fatalidad.
No, el socialismo no vendrá porque deba venir con la inalterabilidad de una ley natural; sólo vendrá si los hombres se arman de la firme voluntad y fuerzas necesarias para llevarlo a la práctica. Ni el tiempo, ni las condiciones económicas, sólo nuestra convicción interior, nuestra voluntad, podrá tender el puente que conduzca del mundo de la esclavitud asalariada a la tierra nueva del socialismo.
Tampoco comparte el anarquista la opinión de que la evolución de las formas sociales capitalistas constituyen el necesario antecedente psicológico que prepara la mentalidad del proletariado. Inglaterra, la patria del capitalismo y la gran industria, no ha provocado a pesar de ello un movimiento socialista de consideración, en tanto que otros países de economía casi exclusivamente agraria, como la Andalucía y la Italia meridional, cuentan desde hace muchos años con fuertes organizaciones socialistas. El campesino ruso, que trabaja todavía en condiciones primitivas, de producción, está más cerca de la ideología socialista porque está vinculado con sus vecinos mucho más íntimamente que nosotros. El comunismo agrario que el paisano ruso practicó por siglos implica una constante colaboración y solidaridad y ha desarrollado así un instinto social tal que difícilmente se hallará igual en el proletariado industrial de la Europa occidental y central. No obstante esto los teóricos de la Socialdemocracia rusa han anunciado en nombre de la ciencia que las instituciones comunales anticuadas de la población rural rusa están destinadas a desaparecer por no estar en concordancia con el desarrollo moderno y constituir en consecuencia un obstáculo para el socialismo.
Para los partidarios del anarquismo las formas del Estado y la legislación no son exclusivamente la superestructura política de la estructura económica de la sociedad; las ideas, los conceptos de justicia y otras formas de la conciencia humana no son meros productos del proceso productivo de cada momento, sino factores determinantes del espíritu humano que son, sí, influidos por las condiciones económicas pero que reaccionan a su vez sobre esas mismas condiciones económicas de la sociedad. En esta forma se origina una serie infinita de efectos recíprocos hasta ser a menudo imposible comprobar un factor básico. Pueden ser consideradas como materiales todas estas manifestaciones y puede suponerse con Proudhon que todo ideal es una flor cuyas raíces se encuentran en las condiciones materiales de vida. Pero en este caso las condiciones económicas serían sólo una parte de esas llamadas condiciones materiales generales; no constituirían la base férrea, determinante del absoluto proceso evolutivo de todas las demás manifestaciones vitales de la sociedad sino que estarían sometidas a la misma y nunca interrumpida interacción de todos los demás factores de la vida material. Así por ejemplo el Estado sería, sin la menor duda, en primer término un producto de monopolio privado de la tierra, institución nacida con la escisión de la sociedad en distintas clases con intereses también distintos. Pero habría también que admitir que una vez existente dedica todas sus fuerzas a la perpetuación de ese monopolio y a la manutención de las diferencias entre las clases con el objeto de conservar así la esclavitud económica. Se ha convertido de este modo el Estado, en el curso de su evolución, en el más formidable organismo de explotación de la humanidad. Tales efectos recíprocos pueden ser comprobados a voluntad en cualquier número y en todas las formas imaginables; son en verdad neomarxistas se ven obligados a hacer continuas y nuevas concesiones ante la crítica despiadada que va destruyendo su interpretación de la historia.
Si para la socialdemocracia la conquista del poder político es la tarea principal, previa a la realización del socialismo, para el anarquismo es de importancia decisiva la supresión de todo poder político. El Estado no ha sido formado por un acto de la voluntad social, sino que es una institución nacida en una determinada época de la historia humana como consecuencia del monopolio y de la división de la sociedad en clases. Es Estado no surgió para la defensa de los derechos de la colectividad, sino exclusivamente para la defensa de los intereses materiales de pequeñas minorías privilegiadas a expensas de la gran masa. El Estado no es otra cosa que el agente político de las clases poseedoras, la fuerza organizada que mantiene en pie el sistema de la explotación económica y el gobierno de clase. Han variado sus formas en el curso de la historia pero su índole esencial, su misión histórica, es siempre la misma. Para la gran masa del pueblo el Estado en todo tiempo y en cualquiera de sus formas sólo constituyó un instrumento brutal de opresión; por esto es imposible que sirva alguna vez a esas mismas masas como instrumento de liberación. La socialdemocracia, que en sus distintos matices estás todavía empapada de las ideas del jacobinismo, cree que es imposible prescindir del Estado porque sólo concibe la realización del socialismo de arriba abajo por medio de decretos y úcases. El anarquismo, que aspira a la destrucción del Estado, no ve más que un camino para la implantación del socialismo y ese camino va de abajo arriba por la actividad creadora del pueblo mismo y con ayuda de sus propias organizaciones económicas.
Surge aquí una cuestión en la que aparece claramente la diferencia fundamental entre ambas tendencias: la relativa a la posición del individuo en la sociedad. Para los teóricos del socialismo el individuo aislado es sólo un elemento insustancial en el engranaje general de la producción social, una «fuerza de trabajo», instrumento inanimado de la evolución económica, la cual determina irrevocablemente su vida mental y sus manifestaciones volitivas. Esta concepción es el resultado necesario de toda su doctrina. En cuanto tratan del individuo lo consideran siempre como un producto medio social al que aplican con todo rigor los conceptos generales. Los socialdemócratas se han amoldado a una determinada visión de la realidad viviente y son en cierta manera víctimas de una ilusión óptica en cuanto confunden el espejismo de su imaginación con la realidad misma. No ven en la evolución histórica sino las ruedas muertas, el mecanismo exterior, y olvidan así asaz fácilmente que detrás de las fuerzas y condiciones de producción hay seres vivos, hombres de carne y hueso, con deseos, inclinaciones e ideas propias y por eso las diferencias personales —que constituyen después de todo la verdadera riqueza de la vida— sólo les parecen aditamento superfluo y la vida misma algo completamente descolorido y esquemático.
El anarquismo sigue también aquí otras sendas. El punto de partida de sus especulaciones sociales es el individuo aislado; no el individuo como sombra abstracta desasida de su medio social, sino como ente social vinculado a los demás hombres por mil lazos materiales y espirituales. Para apreciar el bienestar social, la libertad y la civilización de un pueblo el anarquista no se basa en la producción cuantitativa o la «libertad» formal establecida en cualquier constitución ni en el grado cultural de un determinado período. Tarta de determinar por el contrario la participación individual que en el bienestar toca a cada ser, en qué medida éste se encuentra en condiciones de satisfacer dentro del marco de la colectividad sus inclinaciones, deseos y necesidades de libertad. Según estos datos formulará su juicio sobre el carácter general de la sociedad. Para el anarquista la libertad personal no es una representación indefinida y abstracta, sino que la concibe por el contrario como la posibilidad práctica de que cada cual deba desenvolver sus fuerzas, talentos y aptitudes naturales. Y como reconoce en la conciencia de la personalidad la expresión suprema del instinto de libertad rechaza fundamentalmente todo principio de autoridad, toda ideología de la fuerza bruta. La completa libertad basada en la igualdad económica y social es para él la premisa única de un futuro digno del hombre. Sólo en estas condiciones puede darse, según su opinión, la posibilidad de que se despliegue hasta su máxima aflorescencia en cada hombre el sentimiento de responsabilidad personal y de que se desarrolle en él la conciencia viva de la solidaridad en un grado tal que sus deseos y necesidades aparezcan, por así decirlo, como resultados de sus sentimientos sociales.
Para el carácter de los movimientos sociales su forma libertaria de organización es de importancia decisiva; pues es la que mejor responde a su naturaleza íntima; así es sólo natural que también en este sentido haya un abismo insalvable entre la socialdemocracia y el anarquismo. Los partidarios de la socialdemocracia, ya se titulen mayoritarios, independientes o «comunistas», son, por íntima convicción, jacobinos, representantes del principio de la centralización. La socialdemocracia es por su propia índole centralista, de igual manera que el federalismo responde mejor a la naturaleza íntima del anarquismo. El federalismo ha sido siempre la forma natural de organización de todas las corrientes realmente sociales y de las instituciones basadas en los interese colectivos, como han sido, por ejemplo, las federaciones libres de las tribus en los tiempos primitivos, las federaciones de las cooperativas de las ferias en los comienzos de la Edad Media, las guildas o corporaciones de artesanos y artistas en las ciudades libres y las uniones federativas de las comunas libres a las cuales debe la Europa una cultura tan maravillosa. Estas han sido normas de organización verdaderamente sociales, en la acepción amplia de la palabra; en ellas armonizaban la libre actividad individual y los intereses generales de la colectividad; eran agrupaciones humanas engendradas espontáneamente por las necesidades de la vida. Cada grupo era señor de sus propios asuntos y estaba federado al mismo tiempo a otras corporaciones para la defensa y la prosperidad de sus intereses comunes. El interés colectivo constituía el eje de sus aspiraciones y la organización de abajo arriba era la expresión más acabada de estas aspiraciones.
Sólo con la formación del Estado moderno comienza la era del centralismo. La Iglesia y el Estado fueron sus primeros y más conspícuos representantes. Los determinantes de la nueva forma de organización no fueron más los intereses de la colectividad, sino los intereses de las minorías privilegiadas que fundaban su poder en la explotación y en la esclavitud de la gran masa. El federalismo, la organización natural de abajo arriba, fue substituida por el centralismo, la organización artificial de arriba abajo. La libertad hubo de ceder ante el despotismo, el viejo derecho consuetudinario se transformó en la ley, la variedad en la uniformidad y el esquema, la educación y la formación de la personalidad en el amaestramiento intelectual, la responsabilidad personal en la obediencia ciega, el ciudadano libre en el súbdito. Es significativo para el carácter despótico de la socialdemocracia el hecho de que haya copiado su forma de organización en los modelos proporcionados por el Estado. La disciplina ha sido siempre y sigue siendo la divisa más característica de sus métodos educativos y con los mismos medios con que el Estado forma súbditos leales y buenos soldados, la socialdemocracia forma compañeros de disciplina probada. Ha unido a millones de partidarios bajo su bandera, pero ha ahogado también la iniciativa fecunda y la capacidad de acción autónoma en las masas. Ha engendrado en fin un árido gobierno de empleados, una nueva jerarquía, una especie de providencia política ante la cual la libre iniciativa y la independencia de pensamiento deben amainar las velas.
Sólo así se explica que la socialdemocracia haya podido extraviar completamente su acción en la atmósfera chata del parlamentarismo burgués, que la menuda y mezquina política del día pudiera llegar a constituir el ambiente espiritual de toda su propaganda. Ha organizado ella sus electores como el Estado sus ejércitos y ha erigido, como éste en principio supremo la impotencia espiritual. En el camino del poder político ha enterrado todo lo que originariamente había en ella de socialista, de tal suerte que no ha quedado otra cosa que un encubierto capitalismo de Estado que se introduce en el mercado político bajo un rótulo falso.
La burguesía no ha encontrado aun su «propio enterrador», pero no es por cierto debido a la socialdemocracia el hecho de que aquélla no haya podido llegar a ser hasta ahora la enterradora del socialismo.
El anarquismo es el enemigo indomeñable del Estado; rechaza en principio toda colaboración en los cuerpos legislativos, toda forma de acción parlamentaria. Sus partidarios saben que ni la más libre ley electoral será capaz de atenuar los abismales contrastes en la sociedad moderna y que el sistema parlamentario no tiene otro objeto que el de prestar apariencias de legalidad al sistema de la mentira y de las injusticias sociales e inducir al esclavo a sellar él mismo, con el sello de la ley, su propia esclavitud. El método táctico del anarquismo es la acción directa contra los defensores del monopolio y del Estado; trata de iluminar la conciencia de las masas por la palabra hablada y escrita. Participa en todas las luchas directas, económicas y políticas, de los oprimidos contra el sistema de la esclavitud asalariada y la tiranía del Estado y trata de comunicar a estas luchas, por su colaboración, un más profundo significado social, trata en fin de fomentar las propias iniciativas de las masas y de fortalecer el sentido de responsabilidad en ellas. Los anarquistas son los genuinos sostenedores de la revolución social, los que llevan adelante por todos los medios la guerra contra el poder y contra la explotación del hombre por el hombre, los que tienen como bandera de combate la liberación social, económica y política de la humanidad. Constituyen las huestes del socialismo libertario, los heraldos de la civilización social del porvenir.