Saul Newman
La política del post-anarquismo
Nuevos paradigmas de lo social. Post-estructuralismoy análisis del discurso.
En los últimos años, a la política de izquierda revolucionaria[1] se le han planteado algunos nuevos desafíos. Uno de ellos, y no de menor importancia, es el resurgimiento del Estado autoritario y agresivo con su nuevo paradigma de la seguridad y de la biopolítica. La “guerra al terrorismo”, última máscara que utiliza para reafirmar el principio de la soberanía del Estado, traspasando los límites tradicionalmente impuestos por instituciones legales, o por las políticas democráticas. A ello, se ha sumado la hegemonía de los proyectos neoliberales de la globalización capitalista, y el obscurantismo ideológico de la así llamada Tercera Vía. La profunda desilusión sufrida al inicio del colapso de los sistemas comunistas —hace casi dos décadas— produjo un vaciamiento teórico de la izquierda revolucionaria. Esta casi siempre se ha opuesto, sin éxito alguno, tanto al crecimiento de la extrema derecha en Europa, cuanto al “conservadurismo larvado”, cuyas derivaciones ideológicas siniestras recién comienzan a vislumbrarse.
El Momento anarquista
Posiblemente, esa sea la confusión en la que, hasta hoy, se encuentra sumida la izquierda; y lo que ha provocado el resurgimiento del interés por el anarquismo como posible alternativa revolucionaria al marxismo. En efecto, el anarquismo siempre fue una especie de “tercera vía” entre el liberalismo y el marxismo. Y ahora, a causa del descontento generalizado tanto respecto del estilo “libertad de mercado” del liberalismo, cuanto del socialismo centralista, el atractivo, o por lo menos, el interés en el anarquismo tiende a crecer. Este resurgimiento se origina también en la notoriedad que cobró el movimiento llamado antiglobalización. Este movimiento se opone a la dominación impuesta por la globalización neoliberal en todas sus manifestaciones — desde la codicia de las corporaciones, pasando por la degradación ambiental, hasta los alimentos genéticamente modificados. Tiene una amplia y variada agenda de protestas sociales, a la que se incorpora una gran cantidad de temas y de identidades políticas. Sin embargo, asistimos como testigos a una clara y nueva forma de política revolucionaria, la que básicamente se diferencia tanto de la política individualizada por identidad que, por lo general, ha prevalecido en las sociedades occidentales liberales; cuanto del viejo estilo marxista de la lucha de clases. Por un lado, el movimiento antiglobalización reúne diferentes identidades en torno a una lucha en común. Sin embargo, el punto de confluencia no se determina con anticipación, ni se basa en la prioridad de un interés de clase en particular; se articula de una manera contingente durante la misma lucha. La radicalidad de este movimiento surge de su imprevisibilidad y de su falta de precisión, por la forma en que se establecen inesperados vínculos y alianzas entre diferentes identidades y grupos; que de otra manera muy poco tendrían en común. Por ello, si bien este movimiento es universal por tener un horizonte de emancipación común a la identidad de los participantes, rechaza la falsa universalidad de las luchas marxistas, donde se niegan las diferencias y se subordinan otras luchas al rol central del proletariado. Para ser más preciso, rechaza el rol de vanguardia del Partido.
Justamente ese rechazo a la política centralista y jerárquica, su apertura a la pluralidad de las diferentes identidades y luchas, es lo que hace que el movimiento antiglobalización sea un movimiento anarquista. No porque allí predominen grupos anarquistas, sino porque sin ser conscientemente anarquista —y eso es lo más importante— encarna la forma anarquista de la política, tanto en su estructura, cuanto por su organización[2] —descentralizada, pluralista y democrática— como así también por su inclusividad. Así como los anarquistas clásicos, por ejemplo Bakunin y Kropotkin, en oposición a los marxistas, insistían en que la lucha revolucionaria no se puede restringir, ni decidirse según los intereses de clase del proletariado industrial, y que debía estar abierta para recibir a los campesinos y al lumpen-proletariado, a los intelectuales desclasados, etc., de igual manera el movimiento contemporáneo incluye una amplia gama de luchas, identidades e intereses — sindicatos, estudiantes, ambientalistas, grupos originarios, minorías étnicas, pacifistas, etc.
Post-marxistas como Ernesto Laclau y Chantal Mouffe afirman que el proletariado ya no es lo que domina el horizonte político revolucionario, sino su lucha contra el capitalismo. Y señalan una larga serie de nuevos movimientos sociales e identidades: negros, feministas, minorías étnicas y sexuales, que no se incluyen en la categoría marxista considerada “lucha” de “clases”. “El común denominador de todos ellos sería su diferenciación de las luchas de los trabajadores, consideradas como luchas de clase”.[3] Por consiguiente, la clase ya no sería la categoría central que define la subjetividad política actual. Más aún, la lucha contra el capitalismo no se define por las luchas políticas actuales, sino que estas estarían señalando nuevos sitios de dominación y planteando nuevos escenarios de antagonismos — racismo, privatización, vigilancia en lugares de trabajo, burocratización, etc. Tal como Laclau y Mouffe sostienen, estos movimientos sociales, en primer lugar, han sido luchas contra la dominación más que contra la mera explotación económica, como el paradigma Marxista supondría: “Por la novedad, que se le atribuye al hecho de que cuestionan las nuevas formas de subordinación”.[4] Es decir, que se trata de luchas antiautoritarias, que se oponen a la falta de reciprocidad en algunas relaciones de poder. Aquí, la explotación económica sería considerada parte de una problemática de dominación aún mayor, donde se incluyen también formas de subordinación sexual y cultural. En ese sentido, se podría decir que estas luchas y los antagonismos son indicadores del momento anarquista en la política contemporánea.
Según los post-marxistas, ya no se pueden explicar las condiciones políticas actuales mediante categorías y paradigmas teóricos, sobre los que se basa la teoría marxista. Conceptualmente, el marxismo está limitado por su esencialismo de clase y su determinismo económico, donde lo político se encuentra en un sitio estrictamente determinado por la economía capitalista y la emergencia dialéctica de lo que se consideraba sujeto emancipador universal. Es decir, el marxismo no podía comprender lo político como campo totalmente autónomo, específico y contingente por derecho propio. Siguió considerándolo efecto que excede a las estructuras de clase y a la economía. Por consiguiente, el análisis de la política quedó subordinado al del capitalismo. Por ello, el marxismo carece de una teoría de adquisición en las luchas políticas, que no se base en la clase, y que ya no giren en torno a temas de economía. El catastrófico fracaso del proyecto marxista —su culminación en la total perpetuación y centralización del poder del Estado y de la autoridad— demostraron que habían descuidado la importancia y la especificidad del campo político. En cambio, los post-marxistas actuales sostienen la primacía de lo político, como campo autónomo, como lugar creado por la dinámica de clases y lo laboral de la economía capitalista; el cual es totalmente contingente e indeterminado.
Lo sorprendente, entonces, es que la teoría post-marxista no haya reconocido la decisiva contribución del anarquismo clásico a la conceptualización de un campo político totalmente autónomo. De hecho, precisamente lo que caracteriza al anarquismo y lo diferencia del marxismo es el énfasis sobre la primacía y la especificidad de lo político. El anarquismo formuló una crítica socialista al marxismo, al señalar cuál es el punto débil en su teoría acerca del poder del Estado. A diferencia del marxismo, que considera poder político al derivado de la posición de la clase, anarquistas como Bakunin insistían en que el principrincipal obstáculo para la revolución socialista es el Estado, y que es opresivo sea cual fuere la forma que adopte y/o clase que lo controle: “Ellos (los marxistas) no saben que el despotismo no reside tanto en la forma del Estado, sino en el mismo principio de Estado y de poder político”[5] En otras palabras, la dominación existe en la propia estructura y lógica del Estado. Conforma un sitio o espacio autónomo de poder, uno que debe ser destruido en el primer acto de la revolución. Los anarquistas creían que el descuido de Marx respecto de ese campo acarrearía consecuencias nefastas para la política revolucionaria. Esta predicción se concretó durante la revolución bolchevique. Para los anarquistas, el poder político centralizado no sería fácilmente vencido. Siempre existió el peligro de que se consolide, salvo que se lo abordara específicamente. Por consiguiente, la innovación teórica del anarquismo radica en encarar el análisis del poder por fuera del paradigma reduccionista de la economía que plantea el marxismo. El anarquismo también señaló otros sitios de autoridad y de dominación, que descuidó la teoría marxista, por ejemplo, la Iglesia, la familia y las estructuras patriarcales, la ley, la tecnología, como así también la estructura y la jerarquía del propio Partido revolucionario Marxista.[6] Se presentaron nuevas herramientas teóricas para el análisis del poder político, y al hacerlo, se abrieron nuevos espacios de lo político como campo específico de la lucha revolucionaria y el antagonismo, los que ya no estarían subordinados solo a cuestiones económicas.
Tomando en cuenta la contribución del anarquismo a la política de izquierda revolucionaria, y, en especial, su proximidad teórica con los proyectos post-marxistas actuales; en la teoría revolucionaria contemporánea se observa un curioso silencio respecto de esa tradición revolucionaria. De todos modos, también sugeriría que la intervención del anarquismo debe ser tomada en cuenta solo como teoría contemporánea. El propio anarquismo resultaría muy beneficiado mediante la incorporación de perspectivas teóricas, en particular aquellas que derivan del análisis del discurso, del psicoanálisis y del post-estructuralismo. Quizás hasta podría decirse que, en la actualidad, el anarquismo ha sido más práctica que teoría. Por supuesto, pese a las intervenciones de algunos influyentes pensadores anarquistas de nuestros días como Noam Chomsky, John Zerzan y Murray Bookchin.[7] Ya me referí a la anarquía en acción que se observa en los nuevos movimientos sociales y que caracterizan nuestro panorama político. Sin embargo, esas mismas condiciones son las que han dado impulso al anarquismo: la pluralización de las luchas, de las subjetividades y de los sitios de poder. Asimismo, han señalado las contradicciones fundamentales y los límites de la teoría anarquista. La teoría anarquista, en gran parte, sigue basándose en el paradigma del Iluminismo humanista, con sus nociones esencialistas del sujeto humano racional, y su fe positivista en la ciencia y en las leyes históricas objetivas. Así como el marxismo estuvo limitado por sus categorías de clase, su determinismo económico y su mirada dialéctica del desarrollo histórico; podría decirse que el anarquismo también quedó limitado por su anclaje epistemológico a los discursos esencialistas y racionalistas del Iluminismo humanista.
Nuevos paradigmas de lo social. Post-estructuralismoy análisis del discurso.
El paradigma del Iluminismo humanista ha sido superado por el de la postmodernidad, al que puede considerarse como una mirada crítica de los discursos de la modernidad — “incredulidad respecto de las meta-narrativas”, tal como lo expresó Jean-François Lyotard.[8] En otras palabras, lo que el postmodernismo pone en duda, es precisamente la universalidad y el absolutismo de las estructuras tanto racional cuanto moral, derivados del Iluminismo. Desenmascara justamente las ideas que se daban por sentadas —nuestra fe en la ciencia, por ejemplo— mostrando la naturaleza arbitraria, y la forma en que se han construido con violenta exclusión de otros discursos y perspectivas. El postmodernismo también cuestiona las ideas esencialistas acerca de la subjetividad y de la sociedad — es decir de la convicción de que existe una verdad fundamental y estable en la base de nuestra identidad y de nuestra existencia social, verdad que solo puede ser revelada, cuando se han descartado las mistificaciones de la religión y de la ideología. En cambio, el post-modernismo destaca el cambio y la naturaleza contingente de la identidad, la multiplicidad de formas en que puede vivenciarse y comprenderse. Más aún, en lugar de considerar a la historia como desarrollo de una lógica racional o de una verdad esencial, como en la dialéctica, por ejemplo; desde la perspectiva postmoderna se la ve como una serie azarosa de accidentes y contingencias, sin origen ni objetivo. Por ende, el post-modernismo destaca la inestabilidad y la pluralidad de la identidad, la naturaleza construida a partir de la realidad social, lo inconmensurable de la diferencia y la contingencia de la historia.
Existen algunas estrategias teóricas de la crítica contemporánea que se ocupan de la post-modernidad. Pero, desde mi punto de vista, traen aparejadas consecuencias cruciales para la política actual. Entre estas estrategias se incluyen el post-estructuralismo, el análisis del discurso y el post-marxismo. Derivan de una multiplicidad de diferentes campos de la filosofía, de la teoría política, de la estética y del psicoanálisis, aunque lo que comparten, en gran medida, es la comprensión discursiva de la realidad social. Es decir, consideran identidades sociales y políticas a las construidas mediante relaciones de discurso y poder; fuera de ese contexto, carecen de sentido. Asimismo, esas perspectivas trascienden la comprensión determinista estructural del mundo, y señalan la indefinición de la propia estructura, y la multiplicidad de formas de articulación. Se podrían identificar muchas otras problemáticas teóricas claves; dominantes no solo dentro del campo político contemporáneo, sino también con derivaciones de importancia para el propio anarquismo.
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La opacidad de lo social. El campo sociopolítico se caracteriza por estar conformado por múltiples capas de articulación, antagonismo y disimulación ideológica. En lugar de una verdad social objetiva, más allá de la interpretación y de la ideología, solo existe el antagonismo de las articulaciones de lo social en conflicto. Esto surge del principio althusseriano (originalmente freudiano) de la sobredeterminación — según el cual el significado nunca es fijo, dando lugar a una pluralidad de interpretaciones simbólicas. Slavoj Zizek brinda un ejemplo interesante de esta operación discursiva siguiendo el debate de Claude Levi-Strauss acerca de las diferentes percepciones de los miembros de una tribu Winnebago con respecto a la ubicación espacial de las construcciones. Nos contaron que a la tribu se la dividió en dos grupos: ‘los de arriba’ y ‘los de abajo’. Cada tribu estuvo representada por un individuo, al que se le pidió que dibujara, en la arena o en un papel, el plano de su propia aldea. El resultado fue una marcada diferencia de las representaciones entre ambos grupos. Los “de arriba” hicieron una serie de círculos concéntricos, dentro de círculos, con un grupo de círculos concéntricos en el centro y una serie de círculos satélites alrededor. Este se correspondería con la imagen “conservadora-corporativista” de la sociedad que tienen las clases altas. Los “de abajo” también dibujaron un círculo, pero claramente dividido por una línea en dos mitades antagonistas, y que se correspondían con el antagonismo revolucionario sostenido por las clases bajas. Zizek comentó lo siguiente: La propia separación en dos percepciones “relativas” supone una referencia oculta, no objetiva, a una constante disposición “verdadera” de las construcciones, pero con un núcleo traumático; un antagonismo fundamental que los habitantes del pueblo no podían simbolizarlo, ni considerarlo, ni “internalizarlo” para poder expresarlo en palabras: ese desequilibrio en las relaciones sociales impedía que la sociedad se estabilizara en un todo armonioso.[9] Según este argumento, el concepto anarquista de objetividad social y el de totalidad serían imposibles de sostener. Siempre existe un antagonismo en el nivel de representación social que socava la consistencia simbólica en su totalidad. Las diferentes perspectivas e interpretaciones incompatibles con lo social no podrían considerarse derivadas tan solo de una distorsión ideológica, que impediría al sujeto captar la verdad de la sociedad. Lo que aquí se plantea, es que esta diferencia en las interpretaciones sociales —inconmensurable campo de antagonismos— conforma la verdad de la sociedad. En otras palabras, la distorsión no es ideológica sino, que se encuentra en la misma realidad social.
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La indeterminación del sujeto. Así como la identidad de lo social puede considerarse indeterminada, así también puede considerarse la del sujeto. Esto surge de diferentes abordajes teóricos. Post-estructuralistas como Gilles Deleuze y Felix Guattari intentaron considerar la subjetividad como campo de inmanencia y cambio[10] [becoming] que origina numerosas diferencias, en lugar de una identidad fija, estable. La supuesta unidad del sujeto se desestabiliza mediante conexiones heterogéneas que se establecen con otras identidades sociales y grupos ensamblados.[11] Un enfoque diferente del tema de la subjetividad puede encontrarse en el psicoanálisis lacaniano. En este caso, la identidad del sujeto siempre es deficiente o careciente, por la ausencia de lo que Jacques Lacan llama objeto “petit à” a la pérdida del objeto del deseo. Esta falta de identidad también se registra en el orden simbólico externo con el que se entiende al sujeto. El sujeto busca reconocimiento de sí mismo mediante la interacción con la estructura del lenguaje. Sin embargo, esta estructura es deficiente por sí misma, ya que existe un elemento —lo real— que se escapa de la simbolización.[12] Lo que está claro en este caso, es que ambos enfoques consideran que el sujeto ya no puede verse como identidad completa, total, autónoma, fija por su esencia, sino contingente e inestable. Por consiguiente, lo político ya no puede seguir basándose exclusivamente en los reclamos racionales de identidades estables, o en afirmaciones revolucionarias de una esencia humana fundamental. Antes bien, las identidades políticas son indefinidas y contingentes y pueden dar origen a una multiplicidad de luchas diferentes, muchas veces antagonistas precisamente a la hora de definir esa identidad. Este abordaje pone en duda de manera precisa lo que el anarquismo entiende como subjetividad, ya que lo considera basado en una esencia humana universal con características racionales y morales.[13]
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La complicidad del sujeto en el poder. La condición del sujeto se vuelve más compleja aún por su participación en las relaciones de poder y discurso. Este problema ha sido intensamente investigado por Michel Foucault, quien mostró las innumerables formas de construir subjetividades mediante regímenes y prácticas de poder/conocimiento. De hecho, la forma en que nos vemos a nosotros mismos, como sujetos introspectivos y con características y capacidades particulares, se basa en nuestra complicidad en las relaciones y prácticas del poder, que a menudo nos dominan. Esto arroja dudas sobre la idea de la autonomía del sujeto humano racional y de su condición en una política extrema de emancipación. Como dice Foucault, “El hombre que se nos describe, el que está invitado a ser libre, ya es, por sí mismo, el efecto de una subordinación mucho más profunda que él mismo”.[14] Esto tiene grandes consecuencias para el anarquismo. En primer lugar, antes de ser un sujeto cuya esencia humana natural está reprimida por el poder —como creían los anarquistas— esta forma de subjetividad en realidad es un efecto del poder. Es decir, esta subjetividad se produjo de una manera que se ve a sí misma como recipiente de una esencia reprimida; por eso, en realidad, la liberación es concomitante con su dominación continua. En segundo lugar, esta figura discursiva del sujeto humano universal es fundamental para el anarquismo, ya que, de por sí, se trata de un mecanismo de dominación que apunta a la normalización del individuo y a la exclusión de formas de subjetividad que no se corresponden con la normalidad. Esta dominación fue desenmascarada por Max Stirner, quien mostró que la figura humanista del hombre era, en realidad, una imagen invertida de dios, y que llevó a cabo la misma operación ideológica para oprimir al individuo y negar la diferencia.
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Visión genealógica de la historia. En este caso se rechaza la idea de considerar a la historia como ley fundamental, y se da énfasis a las rupturas, interrupciones y discontinuidades en la historia. Se la considera una serie de antagonismos y multiplicidades antes que una articulación de una lógica universal, tal como lo propone la dialéctica hegeliana, por ejemplo. No hay un “secreto atemporal y esencial” para la historia, sino simplemente —como dice Foucalt—, “el azaroso juego de las dominaciones”[15] Foucault ve en la genealogía nietzscheana un proyecto para desenmascarar conflictos y antagonismos. La “guerra tácita” que se desarrolla detrás del velo de la historia. El rol del genealogista es “detectar el pasado olvidado que hoy se encuentra en las formas que adoptan instituciones y legislaciones, cuáles han sido las luchas verdaderas, las victorias o derrotas ocultas, la sangre que se secó en los códigos de las leyes”.[16] En las instituciones, en las leyes y prácticas que aceptamos de hecho, o que consideramos naturales o inevitables, existe una condensación de luchas violentas y de antagonismos que han sido reprimidos. Por ejemplo, Jacques Derrida demostró que la autoridad de la ley se basa en un gesto fundacional de repudio a la violencia. La ley debe crearse sobre algo preexistente y, por consiguiente, su creación es ilegal por definición. Por consiguiente, el secreto de la existencia de la ley sería una ilegalidad repudiada, un crimen o un acto de violencia que produce un cuerpo de ley y que ahora se halla oculto en sus estructuras simbólicas.[17] En otras palabras, los orígenes de las instituciones sociales y políticas y de las identidades son políticos —o sea, antagonistas— antes que naturales.
Esos orígenes políticos fueron reprimidos en el sentido psicoanalítico. O sea, se “colocaron en algún lugar” en vez de eliminarlos por completo, y pueden ser reactivados en cualquier momento, si se rechaza el significado de estas instituciones y discursos. Aunque el anarquismo comparta con la autoridad política el compromiso de desconstrucción —por ejemplo rechazando la teoría de contrato social del Estado— seguirá suscribiendo a una visión dialéctica de la historia. Al desarrollo social y político se lo considera determinado mediante el descubrimiento paulatino de la esencia social racional y de las leyes naturales inmutables e históricas. El problema es, que si estas leyes inmutables determinan las condiciones para la lucha revolucionaria, entonces quedaría poco espacio para ver lo político como contingente e indeterminado. Más aún, la crítica genealógica podría extenderse a las instituciones y relaciones “naturales” que los anarquistas consideran opuestos al orden del poder político. Dado que la genealogía considera a la historia como conflicto de representaciones y antagonismo de fuerzas, donde las relaciones de poder son inevitables, esto desestabilizaría cualquier identidad, estructura o institución; inclusive aquellas que podrían existir en una sociedad anarquista post-revolucionaria.[18]
Estas cuatro problemáticas son fundamentales en el análisis del discurso/post-estructuralismo, por lo tanto traen consecuencias fundamentales para la teoría anarquista. Si el anarquismo teóricamente tiene vigencia hoy día, si debe estar totalmente comprometido con las luchas e identidades actuales, entonces debe abandonar la estructura del Iluminismo humanista con la que se articula, con sus discursos esencialistas, su comprensión positivista de las relaciones sociales y su visión dialéctica de la historia, la indefinición de la identidad, y la naturaleza antagonista de las relaciones sociales y políticas. En otras palabras, el anarquismo debe seguir con su insight (darse cuenta a partir de la introspección) respecto de la autonomía de la dimensión política y de sus implicaciones lógicas, y considerar lo político como campo intrínsecamente abierto de la indefinición, antagonismo y contingencia, sin garantía de reconciliación dialéctica y armonía social.
La problemática post-anarquista
Por consiguiente, al post-anarquismo se lo podría considerar un intento de revisión de la teoría anarquista, en sus líneas no esencialistas y no dialécticas, mediante la aplicación y desarrollo de insights a partir del post-estructuralismo/análisis del discurso. Y esto, a fin de discernir qué es lo innovador y qué lo fundante en el anarquismo; lo cual, precisamente, son la teorización de la autonomía y de la especificidad en el dominio político, y la crítica deconstructiva de la autoridad política. Estos son los aspectos cruciales de la teoría anarquista que deben salir a la luz y explorarse sus implicaciones. Deben ser liberados de las condiciones epistemológicas que, si bien al principio los generó, ahora los limita. El post-anarquismo realiza una operación de salvataje del anarquismo clásico, intentando lograr un insight fundamental acerca de la autonomía de lo político, e investigar sus implicancias en la política revolucionaria contemporánea.
El impulso para esta intervención post-anarquista proviene, en mi opinión, de que no solo la teoría anarquista en germen (in nuce) fue post-estructuralista, sino que el post-estructuralismo fue en germen anarquista. Es decir, que —como ya lo expresé— el anarquismo favoreció la teorización de la autonomía de lo político con sus múltiples sitios de poder y de dominación, así como múltiples identidades y sitios de resistencia (Estado, iglesia, familia, patriarcado, etc.) más allá de la estructura reduccionista de lo económico en el marxismo. Sin embargo, también dije que las consecuencias de estas innovaciones teóricas estaban limitadas por las condiciones epistemológicas de la época: las ideas esencialistas acerca de la subjetividad, la visión determinista de la historia y el discurso racional del Iluminismo. El post-estructuralismo, a su vez, al menos como orientación política, es fundamentalmente anarquista; en particular, su proyecto deconstructivo de desenmascarar y desestabilizar la autoridad de las instituciones, y de oponerse a las prácticas del poder en cuanto son de dominación y de exclusión. El problema con el post-estructuralismo fue que, si bien participaba de la política antiautoritaria, le faltó no solo un contenido ético político explícito, sino también una adecuada participación en la agency (autoridad o capacidad para actuar) individual. El problema central con Foucault, por ejemplo, fue que si el sujeto se construye mediante discursos y relaciones de poder que lo dominan, ¿cómo puede resistir la dominación? Por consiguiente, la propuesta de tratamiento conjunto del anarquismo y del post-estructuralismo se hizo con la intención de explorar maneras para que cada uno aclare y plantee problemas teóricos del otro.
Por ejemplo, la intervención del post-estructuralismo en la teoría anarquista demostró que el anarquismo tiene un punto débil en su teoría: no reconocía las relaciones ocultas en el poder, ni el potencial autoritarismo en las identidades esenciales, ni las estructuras epistemológicas y discursivas, que sentaban las bases de su crítica a la autoridad. La intervención anarquista en la teoría postestructural, en cambio, mostraba las deficiencias políticas y éticas, y en especial las ambigüedades al explicar la “agency” y la resistencia en el contexto de relaciones de poder generalizadas. Estos problemas teóricos se centraron en torno al tema del poder, en el lugar y en lo marginal. Se estableció que mientras el anarquismo podía postular una teoría respecto del sujeto revolucionario esencial, una identidad o lugar de resistencia al margen del poder; en análisis posteriores, ese mismo sujeto se encontraba enredado en relaciones de poder a las que se había opuesto. Considerando que el post-estructuralismo, si bien expone precisamente esta complicidad entre sujeto y poder, fue dejado de lado sin un punto de partida teórico —marginal— desde donde criticar al poder. Por consiguiente, el dilema teórico que intenté plantear desde Bakunin hasta Lacan, ha sido que mientras tengamos que asumir, que no hay un afuera esencialista salvo en el poder —ni un firme terreno ontológico ni epistemológico de resistencia, más allá del orden establecido por el poder— la política revolucionaria necesita, sin embargo, una dimensión teórica por fuera del poder, y una noción de agency revolucionaria que no ha sido definida en su totalidad por el poder. Exploré el surgimiento de esta aporía, y descubrí dos “quiebres epistemológicos” centrales en el pensamiento político revolucionario.
El primero, lo formuló Stirner en su crítica al humanismo del Iluminismo, que sentó la base teórica para la intervención post-estructuralista, dentro de la propia tradición anarquista. El segundo, fue planteado por Lacan, cuyas implicancias sobrepasaron los límites del post-estructuralismo[19] — señalando las deficiencias en las estructuras del poder y del lenguaje, y la posibilidad de una noción radicalmente indefinida de la agency que surge a partir de esta falta. Por consiguiente, el post-anarquismo no es un programa político muy coherente, sino una problemática antiautoritaria que emerge genealógicamente —es decir, mediante una serie de conflictos teóricos o aporías— desde un enfoque post-estructuralista hacia el anarquismo (o, de hecho, un enfoque anarquista del post-estructuralismo). Sin embargo, el post-anarquismo también implica una amplia estrategia para cuestionar y oponerse a relaciones de poder y jerarquías, descubrir sitios de dominación y de antagonismo nunca vistos. En este sentido, al post-anarquismo puede considerárselo un proyecto ético político con final abierto de deconstrucción de la autoridad. Lo que lo diferencia del anarquismo clásico es que se trata de una política no esencialista. O sea, el post-anarquismo ya no se apoya en una identidad esencial de resistencia; dejó de estar anclado en la epistemología del Iluminismo o en las garantías ontológicas del discurso humanista. Antes bien, su ontología es abierta intrínsecamente, y postula un horizonte radical indeterminado y vacío, en el que se puede incluir múltiples luchas e identidades políticas diferentes.
En otras palabras, el post-anarquismo es un antiautoritarismo que se resiste al potencial totalizador de un discurso o identidad cerrada. Esto no significa, por cierto, que el post-anarquismo carezca de contenido ético o de límites. De hecho, su contenido ético-político puede derivar de los principios de emancipación tradicionales de libertad e igualdad, principios cuya naturaleza incondicional e irreductible han sido afirmados por los clásicos anarquistas. Sin embargo, el punto es que estos principios ya no se basan en una identidad cerrada, sino que se han transformado en “significantes vacíos”[20] y abiertos a muchas articulaciones diferentes decididas en forma contingente durante el transcurso de la lucha.
Nuevos desafíos: biopolítica y sujeto
Uno de los desafíos centrales a la política radical actual sería la deformación del Estado nación en un Estado biopolítico, deformación que paradójicamente muestra su verdadero rostro. Tal como lo plantea Giorgio Agamben, la lógica de la soberanía más allá de la ley y la lógica de la biopolítica, se han cruzado transversalmente en forma de Estado moderno. Por consiguiente, la prerrogativa del Estado es regular, monitorear y vigilar la salud biológica de sus poblaciones internas. Tal como afirmó Agamben, esta función produce una especie de subjetividad particular, que él llama homo sacer, y que se define en la forma de “vida al desnudo”, o vida biológica despojada de sus significados político, y asimismo por el principio de asesinato legal, o asesinato con impunidad.[21] Lo paradigmático de esto sería la subjetividad del refugiado, y los campos de refugiados que vemos proliferar por todas partes. Dentro de esos campos, una nueva y arbitraria forma de poder se ejerce directamente en la vida desnuda del detenido. En otras palabras, el cuerpo del refugiado, que ha sido despojado de todos los derechos legales y políticos, es el punto de aplicación del biopoder soberano. Sin embargo, el refugiado es una mera muestra emblemática de la condición biopolítica, a la que todos nosotros estamos siendo reducidos. De hecho, esto apunta a un nuevo antagonismo que está surgiendo como tema central en la política.[22] Una crítica post-anarquista debería apuntar precisamente al vínculo existente entre poder y biología. Ya no basta con afirmar los derechos humanos del sujeto contra las incursiones del poder. Lo que debe examinarse críticamente, es la forma en que algunas subjetividades humanas se construyen como conductos del poder.
El vocabulario conceptual para analizar estas nuevas formas de poder y de subjetividad no habría Estado a disposición del anarquismo clásico. De todos modos, aunque en este nuevo paradigma de subjetivación del poder, el compromiso político y ético del anarquismo con la autoridad cuestionada, como así también su análisis respecto del Estado soberano, que va más allá de las explicaciones de clase, siguen siendo relevantes hoy día. El post-anarquismo es renovador, precisamente, porque combina lo crucial en la teoría anarquista, con una crítica post-estructuralista/analítico-discursiva del esencialismo. El resultado es un proyecto político antiautoritario con final abierto al futuro.
[1] Revolucionario. En este texto utilicé este término por radical de su original en inglés, ya que significa cambio de raíz en este contexto. (Nota de la traductora).
[2] Ver de David Graeber, Discussion of some of these anarchistic structures and forms of organization in “The New Anarchists,”New Left Review 13 (Jan/Feb 2002): 61-73.
[3] Ernesto Laclau and Chantal Mouffe, Hegemony and Socialist Strategy: Towards a Radical Democratic Politics. London: Verso, 2001. p. 159.
[4] Ibid., p. 160.
[5] Mikhail Bakunin, Political Philosophy: Scientific Anarchism, ed. G. P Maximoff. London: Free Press of Glencoe. p. 221.
[6] Ver Murray Bookchin, Remaking Society, Montreal: Black Rose Books, 1989. P 188.
[7] Los dos últimos en especial siguieron oponiéndose al post-estructuralismo/postmodernismo. Ver, por ejemplo, John Zerzan, “The Catastrophe of Postmodernism,”Anarchy: A Journal of Desire Armed (Fall 1991): 16-25.
[8] Ver Jean-Francois Lyotard, The Postmodern Condition: a Report on Knowledge. Trans. Geoff Bennington and Brian Massumi. Manchester: Manchester University Press, 1984.
[9] Ver Judith Butler, Ernesto Laclau and Slavoj Zizek, Contingency, Hegemony, Universality: Contemporary Dialogues on the Left. London: Verso, pp. 112-113.
[10] Cambio por becoming. En el sentido aristotélico de cambio que permite el desarrollo de las potencialidades, cual movimiento que se produce desde los niveles màs bajos hacia los más elevados. (Nota de la traductora).
[11] Ver Gilles Deleuze and Felix Guattari. Anti-Oedipus: Capitalism and Schizophrenia. Trans. R. Hurley. New York: Viking Press, 1972. p. 58.
[12] Para una discusión general de las implicancias politicas de este enfoque lacaniano acerca de la identidad, leer Yannis Stavrakakis, Lacan and the Political. London: Routledge, 1999. pp 40-70.
[13] Peter Kropotkin, por ejemplo, creía que el ser humano tenía un instinto natural para socializarse, y eso constituía la base de relaciones éticas; mientras que Bakunin aducía que la moral y la racionalidad del sujeto surge de su desarrollo natural. Ver, respectivamente: Peter Kropotkin, Ethics: Origin & Development. Trans, L.S Friedland. New York: Tudor, 1947; and Bakunin, Political Philosophy, op cit., pp. 152-157.
[14] Michel Foucault. Discipline and Punish: The Birth of the Prison. Trans. A. Sheridan. Penguin: London, 1991. p.30.
[15] Michel Foucault, “Nietzsche, Genealogy, History,”in The Foucault Reader, ed. Paul Rabinow. New York: Pantheon, 1984. 76-100. p. 83.
[16] Michel Foucault, “War in the Filigree of Peace: Course Summary,”trans. I. Mcleod, in Oxford Literary Review 4, no. 2 (1976): 15-19. pp. 17-18.
[17] Ver Jacques Derrida, ‘Force of Law: The Mystical Foundation of Authority,’in Deconstruction and the Possibility of Justice, ed. Drucilla Cornell et al. New York: Routledge, 1992: 3-67.
[18] Ver Jacob Torfing, New Theories of Discourse: Laclau, Mouffe and Zizek, Oxford: Blackwell, 1999.
[19] La cuestión de si Lacan puede ser considerado post-estructuralista o post-post-estructuralista constituye un tema central de litigio entre pensadores como Laclau y Zizek, habiendo sido ambos fuertemente influenciados por la teoría lacaniana. Ver Butler et al. Contingency, op. cit.
[20] Este concepto de “significado vacío” es fundamental para Laclau en la teoría de la articulación hegemónica. Ver Hegemony, op. cit. Ver Ernesto Laclau, “Why do Empty Signifiers Matter to Politics?” in The Lesser Evil and the Greater Good: The Theory and Politics of Social Diversity, ed. Jeffrey Weeks. Concord, Mass.: Rivers Oram Press, 1994. 167-178
[21] Ver Giorgio Agamben, Homo Sacer: Sovereign Power and Bare Life. Trans., Daniel Heller-Roazen. Stanford, Ca: Stanford University Press, 1995.
[22] Como Agamben sostiene: “La novedad de la próxima forma de política ya no será una lucha para controlar el Estado, sino una lucha entre el Estado y el no-Estado (humanidad)...” Giorgio Agamben, The Coming Community, trans., Michael Hardt. Minneapolis: University of Minnesota Press, 1993. p. 84.