Voltairine de Cleyre
Esclavitud sexual
¡Noche en la cárcel! ¡Una silla, una mesa, un pequeño lavabo, cuatro paredes vacías, fantasmagóricas a la tenue luz del pasillo de fuera, una ventana estrecha, con barrotes y tapiada, una puerta chirriante! Tras la temible celosía de hierro, entre las paredes — ¡un hombre! Un hombre anciano, arrugado y con el cabello gris, cojo y doliente. Ahí se sienta, en su gran soledad, aislado del resto del planeta. ¡Ahí camina de un lado a otro, dentro de su espacio asignado, apartado de todo cuanto ama! Allí, cada noche de los próximos cinco años, seguirá caminando solo, mientras la edad encanece su cabeza, mientras los últimos años del invierno de su vida se acumulan y su cuerpo se acerca a las cenizas. Cada noche de los cinco largos años que vienen estará solo este cautivo cuya pena se cobra el Estado (y sin más contrapartida que la que el plantador sureño daba a sus negros), cada noche se sentará entre las cuatro paredes blancas. Cada noche de los próximos cinco luengos años una mujer sufrirá tumbada en su cama, anhelando, anhelando el fin de esos tres mil días, añorando el rostro amable y la mano paciente que nunca le habían faltado durante tantos años. Cada noche de los cinco largos años que vienen, el espíritu orgulloso se rebelará, el corazón amoroso sangrará, y el hogar roto debe ser profanado. Mientras yo hablo, mientras me escucháis, allí en la celda de esa maldita penitenciaría cuyas piedras han absorbido el dolor de tantas víctimas asesinadas, igual que fuera de esos muros, por esa pausada putrefacción que devora la existencia, poco a poco... mientras yo hablo y vosotros escucháis, ¡allí está Moses Harman!
¿Por qué? Cuando los asesinos campan en vuestras calles, cuando los sitios de iniquidad han crecido tanto que la competencia ha llevado el precio de la prostitución al nivel de los salarios de los tejedores hambrientos; cuando los bandidos se sientan en los senados estatales y nacional y en el Congreso; cuando la supuesta «fortaleza de nuestras libertades», el sufragio electivo, se ha convertido en un casino donde los grandes apostantes juegan con vuestras libertades; cuando los peores depravados ocupan los cargos públicos y viven a cuerpo de rey alimentados por los idiotas que los apoyan, ¿cómo es que Moses Harman está en esa celda? Si es un criminal tan grande, ¿por qué no está con el resto de su calaña cenando en Delmonico’s o viajando por Europa? Si es un hombre tan malvado, ¿qué maravilla hizo que acabase en prisión?
Ah, no, no es porque hiciera nada malo, sino porque, con ánimo entusiasta, buscó y buscó siempre la causa de la miseria de la gente que amaba con esa forma amplia de amor que sólo puede dar un alma pura, buscó los datos del mal. Y en su búsqueda encontró que el vestíbulo de la vida era la celda de una prisión; encontró que la parte más santa y pura del templo del cuerpo, si es que realmente hay una parte más pura o santa que otra, el altar donde se debe depositar el amor verdadero, era destruida, saqueada, pisoteada. Encontró bebés desamparados, pequeños entes sin voz, generados por la lujuria, malditos por naturalezas morales impuras, atacados antes de nacer por los gérmenes de la enfermedad, condenados a llegar a este mundo para penar y sufrir, a odiarse a sí mismos, a odiar a sus madres por tenerles, a odiar a la sociedad y a ver devuelto ese odio; una desgracia para sí mismos y para su raza, sorbiendo los poros del crimen. Y dijo este criminal ahora vestido con el uniforme a rayas, «¡Dejad que las madres de la raza sean libres! Dejad que los niños sean frutos del amor puro, del mutuo deseo de ser padres. Dejad que los grilletes del esclavo se rompan, y que no nazcan más esclavos ni se conciban más tiranos».
Este hombre obsceno observó con claros ojos esa rapiña que llamas moralidad, estampada con el sello del matrimonio, y vio en ella la consumación total de la inmoralidad, la impiedad y la injusticia. Observó que la mujer casada era una esclava que adopta el nombre de su amo, come su pan, obedece sus órdenes y sirve a sus deseos: que atraviesa las penurias del embarazo y los esfuerzos del parto por el dictado de él y no por el deseo de ella; que no puede controlar propiedad alguna, ni siquiera su propio cuerpo, sin su consentimiento; que los niños que de ella nacen pueden ser arrancados de sus brazos al nacer, o que se puede firmar que estén lejos de ella incluso antes de salir de su vientre. Se dice que la lengua inglesa tiene una palabra más hermosa que ninguna otra, —hogar. Pero Moses Harman escudriñó debajo del concepto y descubrió el hecho de que era una prisión más horrible que aquella en la que se sentaba ahora, cuyos pasillos se extienden por toda la tierra y con tantas celdas que nadie puede contarlas. ¡Sí, amos! ¡La tierra entera es una prisión, el matrimonio una celda, las mujeres sus prisioneras, y vosotros sois los carceleros!
Este corruptor vio cómo en esas celdas se producían tales atropellos como para dar sudores fríos en la frente, apretar las uñas contra los puños, rechinar los dientes y sentir los labios lívidos de agonía y odio. También conoció cómo de esas celdas no salía ninguna esclava a romper sus cadenas, cómo ninguna se atrevía a expresarse, cómo todos esos asesinatos se producen de forma silenciosa, y que ocultos a la sombra del hogar, y santificados por la bendición angélica de un trozo de papel y al cobijo de un certificado de matrimonio, las violaciones y el adulterio campan a sus anchas.
Sí, es adulterio el que la mujer se someta sexualmente al hombre, sin deseo por su parte, para «mantenerlo en la senda correcta», «tenerlo en casa», como dicen. (Bueno, si un hombre no me quiere ni se respeta a sí mismo lo suficiente como para «preservar su virtud» sin prostituirme se puede ir con viento fresco. No tiene virtud que preservar). Y es violación el que un hombre fuerce a una mujer a tener sexo, se lo permita la ley del matrimonio o no. Y es la más cruel de todas las tiranías el que un hombre haga que una mujer a la que dice amar soporte la agonía de tener niños que ella no quiere y para los que, como es más bien la regla que la excepción, los padres no pueden alimentar. Es peor que cualquier otra opresión humana: ¡es en verdad divina! No hay en la Tierra tirano similar al sexual: ¡uno debe ir a los cielos para encontrar un monstruo que dé vida a sus hijos para luego matarlos de hambre, maldecirlos, expulsarlos y condenarlos! Y sólo por la ley del matrimonio se puede lograr dicha tiranía. El hombre que engaña a una mujer fuera del matrimonio (y que lo hará dentro del matrimonio, claro) puede no reconocer a su propio hijo, si es suficientemente cruel. Él no puede arrancar el bebé de los brazos de ella, ¡no puede tocarlo! La chica a la que afrontó podrá morir en la calle o pasar hambre gracias a la pureza y rectitud de vuestra moralidad. Él no puede forzar su odiosa presencia ante ella otra vez.
Pero a su esposa, caballeros, a su esposa, la mujer a la que respeta tanto que consiente que ella fusione su personalidad con la de él, pierda su identidad y se convierta en su cautiva, no sólo podrá hacerle hijos aunque ella no quiera, humillarla a su conveniencia y mantenerla como un mueble cómodo y barato; si ella no obtiene un divorcio (y por esa causa no se concede) él puede seguirla a donde quiera, ir a la casa de ella, comer su comida, forzarla a volver a la cárcel, ¡y matarla en virtud de su autoridad sexual! Ella no tiene ninguna forma de responder a menos que él sea suficientemente indiscreto como para abusar de ella de alguna forma menos brutal pero no permitida. Conozco un caso en vuestra ciudad en el que una mujer estuvo perseguida durante diez años de esta forma por su marido. Creo que al final tuvo el buen gusto de morirse: por favor, aplaudidle lo único bueno que hizo en su vida.
¿No es extraña toda esta parla de la preservación de la moral por parte de la ley matrimonial? ¡Cuánto cuidado en preservar lo que no tenéis! ¡Qué grande es la pureza por la cual se teme que los niños no sepan quién es su padre porque de hecho tendrían que fiarse de la palabra de su madre en vez de los certificados comprados a algún sacerdote de la Iglesia o de la Ley! Me pregunto si realmente los niños están mejor sabiendo lo que sus padres han hecho. Yo preferiría con mucho no saber quién era mi padre que saber que había tratado a mi madre como un tirano. Preferiría con mucho ser ilegítima de acuerdo con los estatutos de los hombres que según la ley inmutable de la Naturaleza. ¿Qué importa el haber nacido de forma legítima «según la ley?» En nueve de cada diez casos el hombre reconoce su paternidad simplemente porque está obligado a hacerlo, y su concepción de la virtud se expresa en la idea de que «el deber de una mujer es mantener a su marido en casa»; consiste en ser el hijo de un mujer a la que le importa más la bendición de Doña Perfecta que el simple honor de la palabra de su amante, y que concibe la prostitución como algo puro, como un deber, cuando la realiza en beneficio de su marido. Consiste en tener a la Tiranía como progenitor y la esclavitud de cuna. Consiste en correr el riesgo de ser fruto de una preñez indeseada, de sufrir debilidad de constitución «legal», moralidad corrupta antes de nacer, posiblemente de tener un instinto asesino, o de heredar una libido excesiva o nula, cuando cualquiera de los dos casos es enfermedad. Consiste en tener en más estima un trozo de papel, un andrajo de los ropajes rotos del «Contrato Social» que la salud, la belleza, el talento o la bondad; nunca he visto a nadie negar que los hijos ilegítimos son casi siempre más hermosos e inteligentes, incluso las mujeres más conservadoras. Qué terrible debe ser verlos en comparación con sus hijos esmirriados, enfermizos y nacidos de la lujuria, sobre los que pesan las cadenas de la servidumbre de la madre, ver a esos niños hermosos y sanos y decir «¡Qué pena que su madre no fuera virtuosa!». ¡Nunca dicen nada sobre la virtud del padre de sus hijos, porque saben demasiado bien que no es así! ¡Virtud! ¡Enfermedad, estupidez, crimen! ¡Qué cosa más obscena es esa «virtud»!
¿Qué es ser ilegítimo? Ser despreciado o compadecido por aquella gente cuyo desprecio o compasión no vale la pena siquiera devolver. Ser descendiente, posiblemente, de un padre suficientemente desgraciado como para engañar a una mujer, y de una mujer cuyo crimen más grave fue creer en el hombre al que quería. Es ser libre de la maldición de una madre esclava, venir al mundo sin el permiso de ningún cuerpo de tiranos que acorralan la tierra, y dictan leyes que rigen qué deben cumplir los no nacidos para tener el privilegio de habitar entre nosotros. ¡Eso son la legitimidad y la ilegitimidad del nacimiento! Escoged vosotros.
El hombre que camina de un lado a otro en la penitenciaría de Lansing esta noche, este hombre malvado, dijo: «Las madres de la raza levantan sus ojos vacuos hacia mí, sus labios sellados hacia mí, sus corazones sufrientes hacia mí. ¡Buscan sin cesar una voz! ¡Los no nacidos que no pueden hacer nada, piden desde sus prisiones, reclaman una voz! ¡Los criminales, con el veto invisible sobre sus almas que les empuja a su infierno tumultuoso, buscan una voz! Yo seré la voz de todos ellos. Yo desvelaré los atropellos del lecho matrimonial. Yo les haré saber cómo nacen los criminales. Yo lanzaré un grito que será escuchado por todos, y lo que sea, ¡sea!». Él publicó mediante una carta del Doctor Markland un caso en el que una joven madre que había sufrido daños por una mala operación tras el nacimiento de su bebé, y que se estaba recuperando, había sido apuñalada sin compasión, de forma cruel y salvaje, no por una daga, sino por el órgano de procreación de su marido, ¡apuñalada hasta casi la muerte, sin rectificación alguna!
Por llamar al pan y al vino, y por usar el nombre de ese órgano, publicado en el diccionario Webster y en todos los diarios médicos del país, Moses Harman se pasea hoy por su celda. Él dio un ejemplo concreto de las consecuencias de la esclavitud sexual, y por ello ha sido encarcelado. Ahora somos nosotros los que debemos continuar la lucha, y abolir la regla con la que le han castigado, difundir el conocimiento sobre este crimen de la sociedad contra un hombre y la razón de dicho castigo; cuestionar este enorme sistema de crimen autorizado, su causa y su efecto, a nivel de toda la raza. ¡La causa! Dejemos que la Mujer se pregunte: «¿Por qué soy la esclava del Hombre? ¿Por qué se dice que mi cerebro no es un igual al suyo? ¿Por qué mi trabajo no se paga como el suyo? ¿Por qué mi cuerpo debe estar controlado por mi marido? ¿Por qué puede tener mi trabajo en la casa y darme como pago lo que le parezca bien a él? ¿Por qué puede quitarme a mis hijos, o mandar que se les envíe lejos antes de que nazcan?» Dejemos que haga esas preguntas.
Hay dos razones para ello, que se pueden reducir a un solo principio: la idea de un Dios autoritario y con un poder supremo, y sus dos instrumentos: el Clero (esto es, los sacerdotes) y el Estado (esto es, los legisladores). Desde el nacimiento de la Iglesia, engendrada entre el miedo y la ignorancia, ésta ha enseñado que la mujer es inferior. En una u otra forma a través de las leyendas y credos míticos subyace la creencia en la caída del hombre por la persuasión de la mujer, su condición de encarnación del castigo, su vileza natural, su absoluta depravación, etc.; y desde los días de Adán hasta la Iglesia Cristiana de hoy, con la que tenemos que lidiar de forma particular, ha hecho a la mujer la excusa, el chivo expiatorio de los actos malvados del hombre. Tan profundamente ha impregnado esta idea en la sociedad que muchos de los que han repudiado a la Iglesia siguen inmersos en esa creencia que adormece la auténtica moralidad. Tan insertado está el autoritarismo en la generación masculina que incluso aquellos que han ido más lejos y han repudiado el Estado se aferran al dios-sociedad y abrazan la idea antigua de que deben ser «cabezas de familia» en armonía con la maravillosa fórmula «de sentido común» de que «El Hombre debe ser la cabeza de la Mujer del mismo modo que Cristo es cabeza de la Iglesia».
No hace ni una semana que un anarquista (?) me dijo que «yo seré el jefe de mi propia casa»: esto lo dice un «comunista-anarquista», si queréis, que no cree en «mi casa». Hace un año otro destacado orador libertario dijo delante de mí que su hermana, que tenía una hermosa vez y se había unido a una banda de música, debía «quedarse en casa con sus niños: ese es su lugar». ¡La misma vieja idea de la Iglesia! Este hombre fue un socialista, y derivó en anarquista: sin embargo, su más elevada idea para las mujeres consistía en la servidumbre hacia su marido y sus hijos, en la farsa actual que llamamos «hogar». ¡Quedaos en casa, descontentas! ¡Sed pacientes, obedientes, sumisas! ¡Cosed los calcetines, arreglad nuestras camisas, lavad los platos, cocinad para nosotros, esperadnos al llegar a casa y cuidad de los niños! Vuestras voces hermosas no deben deleitar al público ni a vosotras mismas; vuestro genio inventor no debe ser empleado; vuestra sensibilidad artística no debe ser cultivada; vuestro instinto de negocios no debe ser desarrollado; cometisteis el error de nacer con esos talentos, ¡sufrid por vuestra necedad! ¡Sois mujeres, y por tanto amas de casa, sirvientas, camareras y amas de cría!
En Macón, en el siglo VI, según August Bebel, los padres de la Iglesia se reunieron y propusieron la pregunta: «¿Tiene alma la mujer?» Una vez comprobaron que el permiso para poseer una no-persona no iba a dañar sus privilegios, se decidió por una exigua mayoría la espinosa cuestión en nuestro favor. Bueno, santos padres, fue un buen truco por vuestra parte lo de ofrecer vuestra patética charlatanería de «salvación o condenación» (normalmente lo segundo) como un cebo para estimular la sumisión terrenal; no estaba mal en esas épocas de ignorancia y de fe. Sin embargo, afortunadamente tras mil cuatrocientos años ya el tema huele. Vosotros, radicales de la tiranía, no tenéis ningún cielo que ofrecer: no podéis dar ninguna hermosa quimera en vuestros diplomas; tenéis, exceptuando la marca, el respeto por los demás, los buenos oficios y las sonrisas de un negrero. ¡Y todo ello a cambio de nuestras cadenas de por vida! ¡Gracias! La cuestión de las almas ya es antigua: queremos nuestros cuerpos, ahora. Estamos cansadas de promesas: Dios es sordo, y su iglesia es nuestro peor enemigo. Contra ella presentamos la acusación de ser la fuerza moral (o inmoral) detrás de la cual se esconde la tiranía del Estado. El Estado ha dividido los panes y los peces con la Iglesia: los jueces, al igual que los sacerdotes, cobran cánones por cada matrimonio; los dos brazos de la Autoridad se han aliado en la concesión de licencias para que los padres se reproduzcan, y el Estado, como antes la Iglesia, proclama: «¡Mirad cómo protegemos a las mujeres!» Pero el Estado ha hecho más. Muchas mujeres con amos bondadosos, sin conocimiento de las tropelías cometidas contra sus hermanas menos afortunadas, me han preguntado: «¿Y por qué no se marchan?»
¿Por qué no corres cuando tus pies están engrilletados? ¿Por qué no gritas cuando tu boca está amordazada? ¿Por qué no alzas las manos sobre tu cabeza cuando las tienes atadas a la espalda? ¿Por qué no gastas miles de dólares cuando no tienes un céntimo? ¿Por qué no vais a la costa o a las montañas, pobres idiotas acaloradas por la ciudad? Si hay algo que me enfada sobre todas las demás miserias de este maldito tejido de falsa sociedad, es la imbecilidad con la que se dice, con la auténtica flema de la bobería impenetrable: «¿Por qué no se marchan las mujeres?» ¿Me diréis a dónde irán y qué es lo que harán? Cuando los legisladores del Estado se han concedido a sí mismos el control absoluto de las oportunidades de vida; cuando a través de este poderoso monopolio el mercado de trabajo está tan abarrotado que los trabajadores y trabajadoras están rajándose el cuello entre sí para disfrutar del privilegio de servir a sus amos; cuando se envían chicas desde Boston hacia el sur y el norte, en vagones como para ganado, para llenar los antros de Nueva Orleans o los infernales campamentos de leñadores de mi propio estado de Michigan; cuando oyen y ven estas cosas a diario, los biempensantes preguntan: «¿Y por qué no se marchan las mujeres» y al hacerlo sólo merecen lástima.
Cuando América aprobó la ley de los esclavos fugitivos, llevando a las personas a cazar a sus iguales con más ahínco que a los perros salvajes, el Canadá aristocrático y monárquico extendió sus brazos a aquellos que pudieran refugiarse en él. Pero no hay amparo en esta tierra para el sexo esclavizado. Allí donde estemos debemos cavar nuestras trincheras y luchar o morir. Ésta es la tiranía del Estado: niega a mujeres y hombres el derecho a ganarse la vida, y concede ese privilegio a unos pocos privilegiados que deben entregar un pago del noventa por ciento a sus concesionarios. Estas dos cosas, la dominación de la mente por parte de la Iglesia y la del cuerpo por parte del Estado, son las dos causas de la esclavitud sexual.
En primer lugar, han introducido en el mundo el crimen artificial de la obscenidad: han introducido una escala de valores morales tan extraña que llamar a los órganos sexuales por su nombre es una grave ofensa. Me recuerda a una calle de vuestra ciudad que se llama «Callowhill». Antes se la llamaba Gallows’ Hill, por la colina a la que llevaba, que hoy es «Cherry Hill» y que fue lo último que tocaban los pies de muchos asesinados en nombre de la Ley. El sonido de esas palabras era demasiado duro, así que lo dulcificaron, aun cuando los asesinatos no se dejaron de cometer y la oscura sombra de los ahorcamientos sigue colgada sobre la Ciudad del Amor Fraternal. La idea de la obscenidad ha tenido el mismo efecto: ha colocado la virtud en la cáscara de una idea, y ha etiquetado como «bueno» todo lo que queda dentro de la Ley y las costumbres respetables (?), mientras que todo lo malo es lo que contraviene lo que está dentro de esa cáscara. Ha rebajado la dignidad del cuerpo humano por debajo de la de los otros animales. ¿Quién diría que un perro es impuro u obsceno porque su cuerpo no está cubierto con ropas pesadas y agobiantes? ¿Qué pensaríais de un hombre que le pone una falda a su caballo y le hace andar o correr con semejante impedimento para sus patas? La «Sociedad para la Prevención de la Crueldad contra los Animales» lo mandaría arrestar, le quitarían el animal y le enviarían a un asilo de locos en busca de la impureza de su mente. Por el contrario, caballeros, esperáis que vuestras esposas, las criaturas que decís respetar y amar, lleven las faldas más largas y los cuellos más altos, para ocultar el obsceno cuerpo humano. No hay sociedad alguna para la prevención de la crueldad contra las mujeres. ¡Y vosotros, aunque algo mejor, mirad lo que lleváis en este calor abrasador! ¡Cómo maltratáis vuestro cuerpo con la lana que habéis robado a las ovejas! ¡Cómo os castigáis a sentaros en una casa abarrotada de gente con vuestros abrigos y chaquetas, porque Doña Perfecta se escandalizaría ante la «vulgaridad» de las mangas de camisa o del brazo desnudo!
Mirad cómo el ideal de belleza se ha visto corrompido por esta noción de la obscenidad. Contemplad a una de esas esclavas de la moda, con su cintura rodeada por una alta valla llamada corsé, con sus brazos y caderas en un ángulo por la presión que tienen arriba y abajo; los pies calzados con la parte más estrecha donde debería estar la más ancha, sus piernas aprisionadas por la impenitente falda de prisionera; su pelo atado de forma tan ajustada que le provoca dolores de cabeza, que a su vez está cubierta por una cosa sin sentido ni belleza llamada sombrero; en una proporción de diez a uno tendrá una joroba a la espalda como un dromedario... ¡Contempladla e imaginad algo así tallado en árbol! Pensad en una estatua en Fairmount Park con un corsé y un polisón. Pensad en la imagen que da ver a una mujer a caballo. Se nos permite montar, siempre que nos sentemos en una posición que destroza al caballo, que llevemos un hábito lo suficientemente largo como para tapar el obsceno pie humano, y que además llevemos diez libras de piedras para impedir que el viento nos mueva al soplar, arriesgándonos con ello a quedarnos paralíticas si algún accidente nos saca de la silla. ¡Pensad en cómo nadamos! Tenemos que llevar ropa incluso en el agua, ¡y nos enfrentamos a la chufla general si nos atrevemos a atacar las olas sin medias! Pensad en un pez tratando de remontar la corriente con un ropaje de franela empapado obstruyéndole. Pero eso no os resulta suficiente. El vil estándar de la obscenidad mata a los niños con sus ropas. La raza humana muere de forma horrible «en el nombre del» Vestido.
Y en el nombre de la Pureza ¡cuántas mentiras! Qué moralidad más rara se genera. Tenéis miedo de contar a vuestros hijos la verdad sobre cómo nacieron: la más sagrada de todas las funciones, la creación de un ser humano, se ve sujeta a la falsedad más abyecta. Cuando vienen a vosotros con una simple y clara pregunta que tienen derecho a hacer, les decís: «no preguntes esas cosas» o les contáis alguna fábula hueca, o justificáis ese vacío conceptual con otro: ¡Dios! Decís: «Dios te hizo». Sabéis que mentís cuando lo decís. Sabéis, o deberíais saber, que la curiosidad no se verá tapada con eso. Sabéis que lo que podríais explicar de forma correcta, obsequiosa y pura (si es que os queda algo de pureza) lo van a aprender ellos a través de muchos tanteos a ciegas, y que alrededor de ellos estará el pensamiento sombrío de estar haciendo algo malo, engendrado por vuestra negativa a explicarlo y alimentado por esa opinión social prevalente por doquier. Si no sabéis esto, estáis ciegos ante los hechos y sordos ante la voz de la Experiencia.
Pensad en el doble estándar social en el que ha evolucionado la esclavitud de nuestro sexo. Las mujeres que se consideran muy puras y decentes se reirán de la prostituta pero dejarán entrar en sus casas a los mismos hombres que la maltratan. Los hombres, como mucho, compadecerán a esa chica cuando ellos son la peor clase de prostitutos. ¡Compadeceos a vosotros mismos, caballeros, os hace falta! ¡Y cuántas veces vemos a una mujer o un hombre disparar a otra persona por celos! El estándar de pureza lo avala: «muestra coraje», «tiene justificación» el matar a otra persona por hacer lo mismo que hiciste tú, ¡amar a la misma persona! ¡Moralidad! ¡Honor! ¡Virtud! Pasando de la fase moral a la física, coged las estadísticas de cualquier asilo para locos y encontraréis que de las distintas clases, la más abundante es la mujer no casada. Para mantener vuestro cruel, malvado e indecente estándar de pureza (?) volvéis locas a vuestras hijas, mientras que matáis a vuestras mujeres. Así es el matrimonio. No me creáis a mí: consultad las estadísticas de cualquier asilo psiquiátrico o los registros de un cementerio.
Mirad cómo crecen vuestros hijos. Desde su más tierna infancia se les enseña a suprimir sus naturalezas amorosas, ¡a controlarlas en todo momento! Vuestras malditas mentiras incluso oscurecen el beso de un niño. Las niñas no deben ser marimachos, no deben ir descalzas, no deben trepar los árboles ni aprender a nadar ni hacer nada que Doña Perfecta decretara como «impropio». Los niños pequeños sufren el escarnio de los otros, con nombres como «afeminado» o «niña tonta» si deciden que quieren remendar o jugar con una muñeca. Cuando crecen se dice: «¡Oh, los hombres no saben cuidar de la casa ni de los niños como las mujeres!» ¿Cómo van a hacerlo, cuando habéis puesto el esfuerzo más grande de vuestras vidas en arrancarles ese impulso? «Las chicas no pueden soportar esas cosas como los hombres». Entrenad a cualquier animal o planta como a vuestras niñas y tampoco podrá aguantar nada. ¿Nadie va a decirme por qué debe impedirse a ningún sexo realizar deportes atléticos? ¿O por qué ningún niño debería tener restricciones para usar sus brazos y piernas?
Tales son los efectos de vuestro estándar de pureza, de vuestra ley matrimonial. Esta es vuestra obra: ¡contempladla! La mitad de vuestros hijos mueren antes de los cinco años, las niñas se vuelven locas, vuestras mujeres casadas son cadáveres andantes, y vuestros hombres tan pérfidos que muchas veces ellos mismos admiten que la PUREZA tiene una deuda con la prostitución. Este es el hermoso efecto de vuestro dios Matrimonio, ante el que el Deseo Natural debe postrarse y negarse a sí mismo. ¡Estad orgullosos de ello!
Con respecto al remedio, está en una palabra, la única que ha traído igualdad en algún sitio: ¡LIBERTAD! Siglos y siglos de libertad son lo único que traerá la desintegración y el abandono de estas ideas putrefactas. ¡Es lo único que pudo calar las sangrientas persecuciones religiosas! No se puede curar la servidumbre sustituyendo al amo. No os toca a vosotros decir «de esta forma debe amarse la raza humana». Dejad a la raza en paz.
¿Habrá crímenes atroces? Sin duda. Es un necio el que dice que no los habrá. Pero no puedes detenerlos cometiendo el crimen más grave de poner palos a las ruedas del Progreso. Nunca marcharás bien hasta que empieces bien. Sobre el resultado final, no importa nada. Yo tengo mi ideal, muy puro y muy sagrado para mí. Pero el tuyo, igual de sagrado, puede ser diferente y podemos estar equivocados los dos. Pero estoy segura de que mediante la libre asociación, la forma que sobreviva será la más adaptada a cada tiempo y lugar, produciendo la más alta evolución de la especie. Si es la monogamia, la variedad de parejas o la promiscuidad no nos importa: sucederá en el futuro, que nosotros no dictamos.
En favor de esa libertad se expresó Moses Harman, y por ello lleva el uniforme de prisionero. Por eso está sentado en su celda esta noche. No sabemos si es posible que su sentencia sea acortada. Sólo podemos intentarlo. Aquéllos que quieran ayudarnos pueden poner su firma en esta simple petición de indulto dirigida a Benjamin Harrison. A aquéllos que deseen informarse de forma más detallada antes de firmar les digo: vuestra minuciosidad es digna de alabanza. Venid después de terminar la reunión y citaré exactamente lo que pone en la carta del doctor Markland. A esos Anarquistas extremistas que no pueden rebajar su dignidad a solicitar de una autoridad que no reconocen un indulto por una ofensa no cometida, dejadme deciros: la espalda de Moses Harman está encorvada por el peso de la Ley, y aunque nunca le pediría a nadie que se rebaje por sí mismo, le pido que lo haga por quien combate en favor de las esclavas. Vuestra dignidad es criminal: cada hora que pasa detrás de las rejas es un testimonio de vuestra alianza con Comstock. Nadie detesta las peticiones más ni tiene menos fe en ellas que yo, pero por mi paladín estoy dispuesta a buscar cualquier medio que no invada los derechos de otros, aunque tenga poca esperanza de que surta efecto.
Si más allá de estos, hay esta noche quienes hayan obligado a sus esposas al servicio sexual, quienes se hayan prostiuido en nombre de la Virtud, quienes hayan traído niños enfermos, no deseados o fruto de la inmoralidad al mundo, sin poder atenderles, y hoy salgan de esta sala para decir que «Moses Harman es un hombre sucio que ha sido justamente castigado» entonces os digo a vosotros, y ojalá mis palabras resuenen en vuestros oídos HASTA QUE MURÁIS: ¡Seguid así! ¡Llevad la oveja al matadero! ¡Aplastad a ese hombre anciano, enfermo y renqueante bajo vuestros pies de gigante! ¡En el nombre de la Virtud, la Pureza y la Moralidad, hacedlo! ¡En los nombres de Dios, el Hogar y el Cielo, hacedlo! ¡En el nombre del Nazareno que predicaba la regla de oro, hacedlo! ¡En los nombres de la Justicia, los Principios y el Honor, hacedlo! En los nombres de la Valentía y la Magnanimidad ¡poneos del lado de los bandidos en los palacios gubernamentales, los asesinos de las convenciones políticas, los libertinos en los lugares públicos, la fuerza bruta de la policía, la gendarmería, los tribunales y la cárcel, para perseguir a un pobre viejo que se enfrentó solo a vuestros crímenes legales! Hacedlo. Y si Moses Harman muere en el «Infierno de Kansas» ¡celebrad cuando lo hayáis asesinado! ¡Matadlo! Así aceleraréis el día en el que el futuro os enterrará bajo diez mil sombras de vergüenza. ¡Matadle! Y así las rayas de sus ropajes de prisionero os azotarán como un látigo cruel. ¡Matadle! Y los locos os mirarán con ojos salvajes brillantes por el odio, los bebés sin nacer llorarán su sangre sobre vosotros, ¡y las tumbas que habéis llenado en el nombre del Matrimonio darán de comer a una raza que se burlará de vosotros, hasta que la memoria de vuestras atrocidades se convierta en un fantasma sin nombre, parpadeando con las sombras de Torquemada, Calvino y Jehová sobre el horizonte del Mundo! ¿Os gustaría verle muerto? ¿Diríais «nos hemos librado de este obsceno»? ¡Imbéciles! ¡Su cadáver se reiría de vosotros desde sus ojos muertos! Los labios inertes se reirían de vosotros, y las manos solemnes, sin pulso, escribirían tranquilamente el último edicto que ni el tiempo ni vosotros pueden eliminar. ¡Matadle, y escribiréis con ello su gloria y vuestra vergüenza! ¡Moses Harman en su uniforme de prisionero está muy por encima de todos vosotros, y Moses Harman muerto seguirá viviendo de forma inmortal en la raza que murió para liberar! ¡Matadle!