Albert Libertad
A nuestros amigos que se detienen
Bajo formas diversas y por múltiples camaradas, nos encontramos que se repite una misma queja: «¿Adónde van los anarquistas?» Eco de otras quejas igual de respetables: «¿Adónde va la patria?»; «¿Adónde vamos nosotros?»; «¿Adónde va el espíritu religioso?». Respetable cantinela que, para las gentes simples, se traduce en un «¡Ay, qué tiempos estos...!».
Las gentes que se han dormido o petrificado despiertan de golpe y, no reconociéndose ya o, más bien, no reconociendo ya su medio, que ha evolucionado lento pero seguro, se ponen a gritar: «Terreno resbaladizo, peligro, precaución, cuidado», tal como lo haría uno de nuestros abuelos ante la visión de los tranvías eléctricos.
Calmaos, amigos míos, no hay peligros a la vista. Sacudíos. Despertaos. La anarquía no es algo muerto. Vive, luego se transforma.
Para algunos, la anarquía puede no ser más que una escisión del socialismo revolucionario. Acaso cuando se lanzó tal idea no fuese más que eso. Actualmente, es otra cosa.
Se ha desprendido de todas las filosofías mundiales una filosofía nueva; de todas las filosofías muertas, una filosofía viva: Lao-Tse y Epitecto, Confucio y Epicuro, Rabelais y Pascal, Fourier y Proudhon, Marx y Bakunin, Stirner y Nietzsche —por no hablar del trabajo de creación y adaptación de cerebros todavía vivos— han cooperado con el fin de darle una forma asimilable por todos los individuos.
Todos los Enciclopedistas, con Diderot a la cabeza; todos los críticos del Antiguo Régimen, Voltaire, Rousseau; todos los auténticos demoledores de religiones: el cura Meslier, Volney, Dupuis, han aportado la fuerza de sus críticas.
Todos los sabios le conceden el apoyo de su ciencia y, si no la viven en sociedad, sí la viven al menos en sus laboratorios, aplicando en sus investigaciones el método del libre examen. De igual modo, lo quieran o no, cada uno de sus descubrimientos aumenta la fuerza de dicha filosofía y derriba a la autoridad rutinaria.
Esta filosofía —esta ciencia, diría yo—, que pone al individuo en el centro, dándole por fin su lugar propio, queremos llevarla a la práctica. Queremos sacarla de los libros en los que se había refugiado, de las cátedras en las que se enseñaba a unos pocos privilegiados, de los laboratorios en los que se limitaba a puros experimentos, y arrojarla al terreno múltiple de la vida, en lucha con los individuos en el campo de experiencias que es el mundo.
Ahí toma su verdadero nombre; la anarquía, es decir, la filosofía del libre examen, aquella que no impone nada por la autoridad y que procura probar todo mediante el razonamiento y la experiencia; aquella que no hace intervenir ninguna entidad, ninguna idea subjetiva en su dialéctica; aquella para la cual la ley —implacable hasta hoy— de las mayorías no podría imponerse a la unidad que tiene razón y lo demuestra.
Puede parecer a los espíritus superficiales que esta nueva forma abandona la lucha, mientras que, segura de sí misma, se compromete en todas las cuestiones. Porque, fatigada de atacar a entidades —Estado, sociedad, burguesía—, ataca a los individuos, intentando transformarlos, revolucionarlos; porque, mejor todavía, se vuelve sobre sí misma, preocupada por librar su propio terreno de las malas hierbas, las gentes de la víspera, los petrificados o los dormidos, gritan con voz de pesadilla: «¿Adónde vamos?».
Evadidos del socialismo, en ocasiones por estrechas querellas verbales, expulsados por una mayoría en un congreso, habían recogido la palabra «anarquía», que les habían tirado a la cara, sin apercibirse (en su mayor parte) del temible peso de tal epíteto: sin autoridad. No vieron la utilidad de la lucha, lucha que no emprendieron —muy valerosamente por otro lado— más que contra las formas tangibles de la autoridad; volvieron a los extravíos sociales que destruyeron la Bastilla y permitieron construir nuevas prisiones.
No más jefes, y su instinto les llevaba a crear nuevos pontífices; no más autoridad, y la anarquía, esa forma científica de ser, se convertía en un dogma fuera del cual no había salvación alguna.
Cuando Veidaux[1] aconseja cultivar el individualismo y llevar primero a cabo la revolución dentro de uno mismo, son los anarquistas partidarios de una forma social a priori y revolucionaria, los que profieren murmullos y gritos. No lo comprenden, queda fuera del camino trazado.
Ciertamente, me parece que Veidaux golpea en falso en el momento actual, y su artículo se dirige demasiado a esa forma pasada de anarquía cuya intransigencia infantil acaso no fuera inútil cuando nació, pero que, no teniendo ya razón de ser, se muere apaciblemente.
Cada vez más, el anarquista actual siente que, si la autoridad tiene una forma objetiva de la que el ejército, la policía, las prisiones son realidades materiales; cada vez más, digo, siente que aquella toma su fuerza de las ideas subjetivas que solo pueden arrancarse una a una de los cerebros.
El anarquista siente que, si no puede hurtarse a la forma exterior de la autoridad, le es igualmente difícil, si no más, hurtarse a su forma interior, arrojada dentro de él por un atavismo de siglos. Siente que no basta con suprimir el hechizo de las piedras de las iglesias (por más que tenga su utilidad), sino que hay que suprimir también el hechizo de las ideas religiosas de clericales y anticlericales. Ve que la cabeza cortada de Luis XVI, los puntapiés sucesivos propinados a los reyes y los emperadores en el pasado siglo no han demostrado nada y que toda una multitud está dispuesta a aclamar cualquier modo imperativo: realista o socialista. Y constata que, a pesar de todas las persecuciones, la idea de Galileo ha prevalecido: que una vez demolido el error de la tierra inmóvil y probada su doble rotación, se había hecho un camino en el que la humanidad no retrogradaría jamás.
Para él, todo consiste en probar que tiene la mayor parte de razón posible de su lado y en intentar demostrar que posee actualmente una verdad, aunque no viviese esta más de veinte años, como ha dicho Ibsen con un punto de ironía.
Sí, ahora ya no entiende las frases hechas. Las deja para aquellos que forman un partido y a los cuales puede imponérseles una disciplina, y para los que existe el oportunismo. La verdad no podrá ser contradicha por las críticas: no existe la causa de los discípulos de Pasteur ni la de los discípulos de Roux,[2] pues cualquiera puede destruir sus teorías si aporta la prueba de sus afirmaciones.
Los anarquistas dejan también que los socialistas se disfracen con el epíteto de revolucionarios. Lo cual resulta una bonita ironía encabezando los programas de esos hombres dispuestos a todas las concesiones, a todos los oportunismos; en la boca de aquellos con los que no puedes encontrarte sin que te recomienden siempre calma y dignidad, de aquellos a los que no se ve jamás en los lugares en los que la sola expresión de su pensamiento produce una agitación en la multitud rugiente semejante a una piedra arrojada en un charco.
¿Adónde van, pues, los anarquistas? ¡Van! Por más que digan los ciegos, van, están ahora por todas partes. La filosofía anarquista, esa filosofía que no es un dogma ni una metafísica y que se asiente sobre el firme terreno de la ciencia, se desliza por todos lados junto a ella.
Tal movimiento no teme a la reacción. Como el de 1892 o 1893, no es el producto de una curiosidad enfermiza o de una pose estética, ni siquiera de una cólera irracional e impulsiva contra un estado de cosas, movimiento que —convengo en ello y lo sé de buena tinta— puede hacer que se desvanezca un partido o calmar una represión terrible. No. Es algo razonado, se apoya en la ciencia, sabe dónde va o, mejor, dónde quiere ir. Ninguna represión puede nada contra él; no podría temerle más que a una demostración que probase su falsedad, su inutilidad. Entonces desaparecería y las fuerzas que lo componen irían en busca de otras formas más favorables, más útiles para el desarrollo del individuo.
Para nosotros, el anarquista es aquel que ha vencido dentro de sí a las formas subjetivas de la autoridad: religión, patria, familia, respeto humano, qué-dirán, y que no acepta nada que no haya pasado por la criba de su razón, en tanto sus conocimientos se lo permitan.
Convencido con Veidaux de que un individuo consciente de su meta vale por veinticinco mil, con Paraf-Javal[3] de que nada iguala el trabajo del fermento puro, nos esforzamos por vivir aquello que consideramos bueno, por formular aquello que vivimos, seguros de que ahí se encuentra la verdadera lucha. Y cuando llega la ocasión, sabemos emprenderla contra las formas materiales de la autoridad, más y mejor —lo decimos con orgullo— que aquellos que, embriagados de palabras, predican la calma en el momento de los gestos.
[1] André Veidaux (hacia 1860-?). Periodista, poeta simbolista y libertario hasta 1914. En particular, contribuyó al número especial sobre la anarquía de La Plume (1893) con un artículo sobre La filosofía de la anarquía. También trabajó para el Libertaire, donde, a partir de septiembre de 1900, publicó una serie artículos sobre Las utopías mayores, cuya tercera entrega estaba consagrada a la cuestión Comunismo e individualismo.
[2] Wilhelm Roux (1850-1924). Zoólogo y embriólogo alemán; fue uno de los fundadores de la embriología experimental.
[3] Georges Mathias Paraf-Javal, alias Péji (1858-1942). Anarquista en la época del asunto Dreyfus, colaborador del Libertaire y, más tarde, de l'anarchie. Autor de un manual de vulgarización científica, Paraf-Javal encarnaba el cientifismo en boga de los medios anarquistas de la época. Participó en la creación de las Causerie populaires y, junto a otros camaradas, en la del Groupe détudes scientifiques; grupos que, por cierto, llegarían a oponerse violentamente entre sí. También estuvo implicado en la fundación de la Liga Antimilitarista y, junto a Émile Armand, en la de la colonia anarquista de Vaux (1902-1907).