Albert Libertad
¡Asombrosa victoria!
Un punto, y se acabó. Algunos puntos... Son balas.
El orden queda restablecido en la ciudad lemosina. Se terminó... Le Journal y La Petite République, Le Matin y L'Humanité cierran la sección «En Limoges». Le Figaro expresa su alegría por la victoria.
Así que el orden había sido perturbado. ¿El orden económico? No, este es muy respetado por todos. ¿Pedían los hombres una vida distinta de la que llevaban en los presidios porcelanistas? ¿Querían poner patas arriba la organización que hace de ellos borregos? ¿Querían mantener la lana sobre los lomos? En absoluto. Para tales menesteres, los honestos obreros poseen la temible arma del voto... cada cuatro años.
El orden perturbado era el «orden moral». Un perro de la fábrica Haviland[1] quería cubrir a las ovejas y, también en algunas ocasiones, por capricho de amo, a los borregos. Esquilaba más o menos ovejas o borregos dependiendo de la gracia y la juventud de estos. Los obreros se sublevaron de indignación. Decidieron que no seguirían llevando su lana al patrón más que bajo la dirección de un perro que desease sus pantorrillas, pero no más arriba.
Intratables en el asunto del honor, se pusieron en huelga. Y el pastor se solidarizó con su perro. ¿No había que consentir ciertos caprichos a este preciado auxiliar? ¿Qué? ¿Es que todas esas personas que entregan sus cerebros, sus brazos, sus espíritus y sus fuerzas no podían, por añadidura, entregar también sus culos? ¿Cómo podían permitirse reservar una parte del terreno de trabajo que él, el patrón, compraba de tal a tal hora?
¿No tiene acaso el patrón derecho a inclinar al obrero sobre las herramientas y el torno hasta desviar su columna vertebral? ¿No puede el patrón hacer trabajar al pintor con ese blanco de cerusa que corroe las carnes? ¿No puede el patrón mantener junto a la boca de los hornos, durante horas y horas, a los hombres necesarios para la mejor cocción de porcelanas de lujo?
¿No puede acaso el patrón acuclillar, tumbar a los obreros, hacerlos trabajar sobre la espalda, sobre el vientre, cabeza arriba, cabeza abajo, con los ojos llenos de polvos cegadores, los oídos ensordecidos, la garganta quemada? «¡Pero cómo no! ¡Sí, sí, el patrón tiene todos esos derechos y muchos otros además! No nos rebelamos por todo eso. Hace falta un patrón. Hacen falta obreros. Es necesario que el patrón sea el amo y los obreros sus esclavos. Es bueno, para que él vaya en carroza, que nosotros llevemos collar.
«No nos rebelamos sino contra la posición, boca abajo o sobre la espalda, según los sexos, que quiere imponernos el señor director. Esto no entra en el contrato».
¿Es todo, amigos míos? ¿Por qué no lo habéis expedido limpiamente, desde cualquier esquina o aprovechando un cita, como un paquete postal para el otro mundo? El conflicto se hubiera calmado más rápidamente.
«¿Por quiénes nos tomáis? Somos honestos ciudadanos. Nunca resolvemos nuestros asuntos nosotros mismos. No queremos destruir la causa tan rápido, sabemos que tan solo hay que paliar los efectos. ¿En qué se emplearían, si no, los perros de nuestros rebaños, esos que nosotros mismos elegimos?
»Y si nuestros sindicatos no fuesen administrativamente convocados para resolver tales cuestiones con todo detalle, ¿de qué se ocuparían? ¿Y qué razones nos quedarían a nosotros para no hacer nada por nuestra emancipación integral?»
Los patrones han contestado a la huelga con el lock-out y avisado a los obreros-soldados para que los defendiesen. Los soldados obedecieron. Allá que fueron, como quien practica el tiro al blanco de buena mañana. ¡Y menudo blanco! El blanco humano que siempre habían estado esperando. No se puede enseñar a los hombres a matar sin que estos esperen con impaciencia el momento de mostrar sus aptitudes. ¡Todo son ventajas! No hay riesgo en el negocio. Las gentes que están enfrente no llevan armas. Están condenados por el orden social. No tienen más que obedecer a sus patrones. Peor para ellos.
El pueblo obrero es un cuerpo que, en ocasiones, necesita de sangrías con el fin de reducir su temperamento sanguíneo. Hay, pues, una sangría, muertos y heridos. Y otra vez adentro, formalitos, muy formalitos. ¿Dónde se entra? «En el taller, mi buen amigo. Con el ejemplo de la víspera ha bastado, no somos los más fuertes. No tenemos armas, no tenemos fusiles». ¡Pues tomadlos! «No somos ladrones». Fabricadlos. «La ley prohíbe manipular materiales peligrosos. Y, por otro lado, nosotros no nos servimos de tales medios. Somos revolucionarios legales».
Entonces que os esquilen, imbéciles. Y esta noche, haced un chaval más, con el fin de que, más tarde, se haga un soldado más que reprimirá vuestros nerviosismos, un obrero más para cebar al patrón, un elector más para el candidato socialista.
Antes de hablar, echad un vistazo a la noticia: «El señor Haviland no recurrirá a los servicios del señor Pernaud». Leed nuestro orden del día: «La corporación porcelanista, gracias a la solidaridad obrera y a su energía, ha logrado una asombrosa victoria».
Dos muertos oficiales, otros dos enterrados por la tropa, heridos en un bando y en el otro, algunos de los cuales no llegarán muy lejos, hombres dejados en las temibles manos de los picapleitos; este es el balance. ¿Y el epílogo?
[1] Este artículo de Libertad tiene como telón de fondo los llamados acontecimientos obreros de Limoges: una serie de huelgas y manifestaciones que tuvieron lugar entre febrero y abril del año 1905. El movimiento comenzó entre los trabajadores de las fábricas de zapatos y sombreros, que protestaban por los bajos salarios y los abusos de los capataces, y más tarde se extendió por todo el tejido productivo de la ciudad. Los trabajadores de la porcelana se unen a la huelga en abril y en la fábrica de Théodore Haviland —una de las dos que los Haviland, industriales de origen estadounidense, tenían en la ciudad— se iza la bandera roja. A partir del 14 de ese mismo mes, el ejército interviene para reducir a los obreros en lucha. Se levantan barricadas en los barrios populares, estallan bombas, el coche de Théodore Haviland es incendiado... Comienzan los arrestos masivos. El día 17 de abril, una manifestación organizada después de un mitin de la CGT llega hasta la prefectura y exige la liberación de los detenidos. Tras el rechazo de las peticiones por parte del prefecto, los manifestantes se dirigen al Ayuntamiento y piden la mediación del alcalde socialista Émile Labussière. Su intervención también fracasa. La multitud se dirige entonces a la prisión departamental y echa abajo la puerta de entrada. Las cargas de la caballería acabarían con numerosos heridos entre los obreros y, al menos, con un muerto: Camille Vardele, obrero porcenalista de 19 años a cuyo funeral, dos días después, acudirán varias decenas de miles de personas. Más sobre los acontecimientos de Limoges en VV.AA., 1905, le printemps rouge de Limoges, éditions Culture et patrimoinse en Limousin, Limoges, 2005.