Albert Libertad
El trabajo antisocial y los movimientos inútiles
Existía, hace algunos años, un tal Harduin,[1] que empleaba todo su espíritu en defender a los ociosos... ¡Los pobres ociosos, los buenos ociosos! Este hombrecito de baratillo reunía todos los lugares comunes, todas las ideas banales expresadas por el ciudadano de a pie, les imprimía un giro novedoso y enseguida las lanzaba a la cabeza de todos como el nec plus ultra de la originalidad. Junto a la Iglesia, que declara que «los ricos son los depositarios y los administradores de las riquezas de la tierra, luego deben responder de ellas»; junto a Leroy-Beaulieu[2] y la economía política, que dicen que «el capital (y los capitalistas) garantiza la riqueza de una nación»; junto a todos los resignados, todos los pobres, el pueblo entero —diríamos incluso—, que afirman «que tiene que haber, desde luego, ricos para hacer trabajar a los obreros», el señor Harduin cantaba la epopeya de los ociosos, esos dioses del Olimpo capitalista.
Lo hacía de un modo que puede parecer exagerado, brutal, tocando acaso en demasía la fibra sensible del pueblo, pero el señor Harduin, educado en la escuela del republicanismo burgués y volteriano, sabía todo lo que el pueblo puede aguantar, todas las culebras que se le pueden hacer tragar mediante la persuasión, todo lo que se le puede hacer aceptar mediante el uso del bastón y la violencia. Parece haber ido muy lejos, pero no fue para tanto. Decía en voz alta lo que el ciudadano de a pie decía en voz baja: «Si los ociosos no existiesen, habría que inventarlos. Al no hacer nada, son más útiles que muchos otros que trabajan. No ocupan el puesto de nadie. No son competencia para nadie; no son más que sacos rotos. No tienen necesidad de cometer acciones bajas o deshonestas para ganarse la vida. Esparcen su dinero y fecundan así el trabajo de los otros. Son, en definitiva, los ciudadanos perfectos y forman, por su menguado número, la aristocracia de una nación. Además todo el mundo envidia su suerte». He aquí lo que decía el señor Prudhomme[3]-Harduin, dirigiendo la voz de don Pánfilo-Bonachón. No hacía más que traducir las ideas de muchos.
¿Qué pensar de un hombre que diga «si no hubiera parásitos, habría que inventarlos»? ¡Que está loco! Se ha visto, en algunas ocasiones, que los hombres recurrían a ciertas especies de animales para destruir a otra más prolífica. Nos servimos, para que un organismo enfermo se restablezca, de ciertos remedios que provocan una perturbación, pero sanan el mal. ¿Se pueden concebir individuos que apelarían, que bendecirían, que cantarían al mal y al sufrimiento?
El ocioso, ese parásito de la humanidad, es aceptado por el pueblo con la resignación de un Benito Labre,[4] que dejaba que la miseria cubriese su cuerpo en nombre de Dios. El pueblo va más lejos: glorifica al ocioso.
Podría continuar con el ejemplo. ¿No dice acaso el simple: «los piojos son la salud del cuerpo»? De la misma manera, los ociosos son la salud de la sociedad. La resignación, al igual que la holgazanería, ha llevado a los hombres a la aceptación de la indecencia y el parasitismo. Por temor al agua y por el esfuerzo del lavado, los hombres llegan a considerar la capa de mugre que los recubre como el espesor de su propia piel, de la que no podrían desembarazarse sin despellejarse. Por temor al movimiento, por pereza de actuar, los hombres llegan a considerar el hecho de ser devorados por numerosos parásitos como inherente al hecho de vivir en sociedad.
El ocioso es semejante a uno de esos dioses a los que los fieles llevaban los mejores productos. La estatua, con los brazos cruzados, no suponía competencia alguna para el trabajo de los hombres, pero no por eso su culto dejaba de ser una pesada carga para ellos. Los ociosos de aquellos tiempos no osaban lucir el título de tales. Ocultaban su holgazanería detrás de una divinidad cualquiera. Los hombres de entonces no habrían sido tan tontos como para extraer una parte del fruto de su actividad y dársela a holgazanes confesos.
Ahora, el volteriano Harduin y sus amigos han hecho una divinidad del propio ocioso. No más subterfugios. Ese hombre al que veis con los brazos cruzados es un ocioso. Es decir, que no trabaja. No hace esfuerzo alguno. No labora, no siembra, no forja, no teje, no enseña. A cambio, consume diez, veinte veces más que cualquiera. Su mesa está cubierta con los más finos platos. Se pone el mismo traje dos o tres veces como mucho. Necesita, haga frío o calor, cincuenta pared de zapatos. Su vivienda es grande, más que la de cien familias juntas.
Es un ocioso. Tiene, como misión social, la de consumir. Su cualidad social consiste en no producir. Dentro de la gran familia humana, es el niño mimado que, en la mesa familiar, coge los mejores platos y los vacía cuando le place... Cuanto más come —incluso hasta llegar a la indigestión—, más útil resulta a sus hermanos, los cuales compartirán después las migajas tenga a bien dejarles.
El ocioso da, al venir al mundo entre mantillas bordadas, una prueba de inteligencia sin par y excita la admiración «del ciudadano cuya inteligencia es tan poco superior a la del caballo que ha de penar durante diez horas con el fin de ganar tres francos».
El ocioso no le quita el puesto a nadie para trabajar; a cambio, quita el puesto a varios para consumir. Ni siquiera es el obrero de la hora undécima,[5] al que las circunstancias han podido apartar de la labor; es, sistemáticamente, el obrero de la duodécima, el obrero del almuerzo. Se alaba su cualidad de no ser competencia para nadie a la hora de la producción. Y estoy de acuerdo. Pero convendría en alabarle aún más, en imponerle incluso, la cualidad de no ser competidor a la hora del consumo.
Prudhomme-Harduin declara —en nombre del populacho de resignados— que «el ocioso no tiene necesidad de cometer acciones bajas o semi-deshonestas para asegurar su existencia». ¡Vaya cualidad! Tampoco se tizna el rostro, tampoco tiene callos en las palmas de las manos. Teniendo su existencia garantizada no se sabe gracias a qué toque de varita mágica y bien sabemos gracias a qué aceptación por parte de todos, no necesita de turbias maquinaciones para mantenerse. No se mancha ni se curte las manos, pues no hace nunca otro esfuerzo que el de digerir. Cuando Prudhomme habla así, habla una vez más como todos. ¡Respeta las manos blancas, las uñas largas, las conciencias sin mácula! Bien estaría que contemplase a los ociosos mundanos seguir su código de honor (!?) a través de las mil dificultades de la existencia.
Pero, entonces, ¿qué es lo que hace el ocioso? Pone su dinero en circulación. Pues no es ocioso quien quiere. Una de los principales rasgos del ocioso oficial es tener dinero. Para llegar a dicha posición, a tal aristocracia, no hay necesidad de cualidades naturales; es preciso, simplemente, un capital determinado. El capital es un billete para el viaje de la vida que nunca caduca.
El ocioso sin dinero se llama holgazán, vagabundo, mendigo o macarra. Tiene una cualidad; la de no ser competencia; pero carece, sin embargo, de la de ser un saco roto. No comparte el esfuerzo, sea; más tampoco consumo, o tan poco que ni siquiera vale la pena hablar de ello. Apenas utiliza para su servicio el trabajo de otro hombre. El ocioso auténtico, de buena marca, hace trabajar para él a una veintena, a un centenar de personas, y ahí se encuentra su cualidad. Produce poco o nada, consume mucho.
¿No está aquí la razón del gran odio que se siente contra el avaro? No produce y se le perdona, pero tampoco consume; hete aquí su gran crimen. No pide al zapatero los zapatos que no calza, al pastelero tartas que se echarán a perder. Se contenta con llevar una vida mediocre. ¡El ocioso tiene que consumir! Si el ocioso no tiene brazos, que al menos posea una enorme bocaza para zampar, un estómago para digerir.
Así pues, el ocioso tiene dinero y lo esparce. El dinero que posee tiene un valor incontestable y aceptado por todos. Al intercambiarlo, tiene derecho a todos los respetos. Pero —diréis— no puede intercambiarlo y seguir teniéndolo aún. ¡Pues sí! El ocioso ve cómo se cumple para él este asombroso milagro. Da dinero a cambio de felicidad. Se queda con la felicidad y también con el dinero. El cofre que lo guarda no se agota jamás. Si el nivel de oro baja en alguna ocasión, el productor aporta el dinero que ha recibido. Entrega sus rentas, paga alquileres al ocioso, al que su industria nutre, aloja y viste. El ocioso no da nada, no da jamás, ¡siempre recibe! Consume, derrocha, despilfarra; y cuanto más despilfarra, más méritos hace a los ojos del ciudadano de a pie.
A lo largo de los siglos han desfilado muchas aristocracias. Se vio a la aristocracia de los intelectuales en Atenas, la aristocracia de los fuertes y hermosos en Esparta, la aristocracia de los sacerdotes en Jerusalén, la aristocracia de los guerreros en la Europa medieval; hoy en día vemos, sin velos ni hipocresía, a la aristocracia de las bocazas, de los estómagos y los vientres, a la aristocracia de los ociosos. El ocioso no posee cierta riqueza que la humanidad le compra a alto precio; no es el más hermoso, el más fuerte, el más instruido, el más valeroso; es aquel que consume y esto le basta para ser el amo de quienes producen.
El ocioso es el peso muerto con el que penosamente carga la evolución humana en su marcha hacia delante. No solo él mismo no hace esfuerzo alguno, sino que paraliza, en su provecho, el esfuerzo de los demás hombres. Del zapatero al sabio y del artista al minero, todos los trabajadores penan para procurar el mayor goce a la aristocracia de los ociosos.
¿Por qué anomalía se ha convertido la sociedad en una asociación de individuos que han tomado como fin asegurar la felicidad de una décima parte de ellos, con los cuales no tienen ninguna afinidad y por los cuales no siente ningún amor? ¿Quién podría responder?
Lo que ha sido, lo que es, ¿debe seguir siempre siendo? ¿Durará la aristocracia de los ociosos? ¿No se presenta ante los ojos de los hombres la mentira de la utilidad de los parásitos?
Hay que destruir la famosa leyenda, la fábula de los miembros y del estómago. Si los ociosos, los ricos, son solo estómagos, no son, en todo caso, el estómago que asimila el alimento con el fin de llevarlo hasta los miembros. Los ociosos tienen como misión no ser útiles. Son animales de lujo que la humanidad comete la tontería de mantener en su detrimento. [...]
La felicidad individual y la felicidad colectiva están hechas de la acumulación de fuerza, la cual conlleva la abundancia de cosas útiles y disminuye, en consecuencia, el esfuerzo necesario para adquirirlas. La libertad no es otra cosa que un poder. Cuanto más fuerte es uno, más libre es. Hay que hacerse fuerte, pues. Pero no es posible que el hombre se haga fuerte sin el concurso de los hombres. Hay, pues, que asociarse con ellos. Hay que persuadirse de que el trabajo de cada uno es provechoso a todos y para siempre.
El objetivo principal del hombre debe hallarse en la producción y la conservación de las cosas indispensables para la vida. Y si tal objetivo hubiese sido, a lo largo de los tiempos, la preocupación de la humanidad, la riqueza de las generaciones presentes sería tan grande que el comunismo se impondría a todas ellas debido al poco valor de los objetos necesarios para el consumo humano. ¿Qué hacer, entonces?
El hombre que vive consume; es decir, destruye cierta cantidad de materias asimilables. Se convierte en un peligro para los demás hombres si no hace recuperar a la sociedad, del modo que sea, produciendo para reparar, ya intelectualmente, ya manualmente, el consumo que acaba de realizar.
El hombre ocioso o productos de inutilidades es comparable a un foco de incendio. No solamente quema, despilfarra la materia que toma del «dominio» de sus contemporáneos, del dominio de los hombres de mañana, sino que llega a perecer por falta de alimentos, pues jamás piensa en reformar un nuevo campo para el consumo.
Es un individuo peligroso. Toda la perturbación social procede del hecho de que los hombres no han sabido interesarse por la producción y la conservación de fuentes alimentarias con capacidad para satisfacer el consumo.
Incluso cuando el hombre se ocupa tan solo de adaptarse intelectualmente, se convierte en un peligro para los demás y para sí mismo; se convierte en un «degenerado», podríamos decir, porque descuida las adaptaciones «físicas» en el momento mismo en el que multiplica sus necesidades.
En el momento en el que sus nuevos gustos le obligan a consumir más, en el que tiene necesidad de literatura, de música, de arte, de apartamentos más vastos, cesa de producir, incluso objetos de primera necesidad, y demanda de los demás hombres que produzcan, para su satisfacción, objetos de lujo.
Los hombres que consienten en producir esos objetos de lujo demandan, a su vez, de otros hombres que produzcan para su consumo objetos de primera necesidad. Llega un momento en el que un puñado de hombres satisface las auténticas necesidades de la humanidad.
De aquí se sigue una doble corriente de degeneración. La primera golpea a aquellos que no saben asimilar la materia a sus necesidades y que no podrían pasarse del concurso de los demás hombres, ociosos, peores que los enfermos privados del uso de los miembros esenciales del cuerpo; la segunda ataca a quienes el exceso de trabajo físico vuelve inaptos para todo trabajo intelectual al tiempo que desgasta prematuramente su organismo.
Aquellos que no producen, del mismo modo que aquellos que producen mal o inútilmente y aquellos que producen demasiado, son obstáculos al desarrollo normal de los hombres. Son nocivos, hay que prevenirse contra ellos.
Los sabios ya se preocuparon de la cuestión de los seres nocivos, de los degenerados, pero abandonaron voluntariamente la cuestión a mitad de camino, no queriendo aplicar la lógica más que a cierta parte de la humanidad. El ocioso rico no era un degenerado en las mismas condiciones que el holgazán pobre; y el que se alcoholizaba con vitriolo se transformaba en un ser nocivo, peligroso de forma muy diferente que el noctívago distinguido que frecuenta los cabarés de noche.
Nosotros, sin embargo, podemos llevar nuestro pensamiento hasta el final: el objetivo es apropiarse de la riqueza total del globo terrestre con vistas al interés de los hombres, utilizando lo mejor posible tanto la materia terrestre como el esfuerzo humano. Todo hombre que quiera siempre recibir sin dar jamás es un obstáculo para su prójimo. Cualquiera que sea la razón, ya se le llame «criminal», «decadente», «capitalista», es una traba para la felicidad de los demás hombres, pues es improductivo, sea porque no emplea su fuerza, sea porque la emplea mal.
El burgués que consume sin producir nada jamás no es mayor peligro que el obrero que consume sin producir nada útil. El capitalista que amontona acciones unas sobre otras debe ser destruido de la misma manera que el empleado de metro que hace agujeros en el cartón durante toda la jornada. A fin de cuentas, ¿no tiene el obrero, auténtico productor, que alimentarlos, vestirlos, alojarlos y satisfacer sus necesidades?
Todo hombre improductivo debe ser destruido sin odio y sin cólera, como se destruye a las chinches a los parásitos. Digamos que este trabajo de destrucción es, actualmente, un trabajo de primera necesidad como el incendio que quema las zarzas del campo inculto con el fin de permitir la siembra de trigo fecundo.
Para mantener el actual estado de cosas, para colmar el consumo de la población que habita este hexágono irregular llamado Francia —es evidente que esta crítica puede adaptarse a cualquier país—, una gran parte de esa población trabaja: los hombres, una media de once horas por día: las mujeres, una media de diez horas. Así lo establecen las leyes.
Pero nadie ignora que tales medias no son más que un mínimo y que estadísticas hechas con todas las garantías darían una media de catorce a quince horas de trabajo tanto para los hombres como para las mujeres. Durante esas horas de trabajo, en la mayoría de los casos, el obrero despliega una atención continua, una energía intensiva, ya sea controlando el motor mecánico, ya sea intentado vencer a la posible competencia. Por todo el país se preocupan de disminuir de forma efectiva la duración de la permanencia en el puesto de trabajo, y también la atención intensiva y deprimente empleada durante dicha permanencia.
Los obreros se han sindicado: es decir, se han reunido en corporaciones de oficio, o más o menos, y han afrontado el problema, cada uno desde su particular punto de vista. Han dejado a la puerta su mentalidad, sus desiderata de hombre, para asumir la del pintor de rótulos o la del revisor de metro. Los diferentes sindicatos se han agrupado, por similitud de oficios, en federaciones, adquiriendo así un nuevo interés especial, sin por ello perder nada de su ya señalada condición. Tales federaciones forman la Confederación del Trabajo. Esta última ha de tener en cuenta y respetar los intereses federativos y, más allá de estos, los intereses de los sindicatos.
La Confederación General del Trabajo se declara autorizada para resolver los apasionantes problemas de los que hablábamos hace un momento: disminución de la duración del trabajo, disminución de la intensidad de dicho trabajo.
Veamos los primeros actos de la CGT con vistas a acelerar la solución de tal problema económico. Por decreto fechado en... se ha decidido que los obreros no trabajarán más de ocho horas a partir del 1 de mayo de 1906. La cifra queda fijada: no son ocho horas y cuarto ni siete horas y tres cuartos, son ocho horas exactas. Nada ha cambiado desde 1848 en la economía social; son ocho horas ahora de la misma manera que hace sesenta años. Sin detenernos en el fetichismo de la fecha del 1 de mayo, con todo, tan poco regocijante y tan ridícula para los obreros, ni en la reflexión socialista sobre el 3 x 8,[6] examinemos de qué forma la CGT pretende llegar a la buena solución.
Para empezar, pone en marcha una campaña de propaganda con el fin de inducir a la opinión a mostrarse favorable a la jornada de ocho horas. Carteles, murales, adhesivos afirman que el obrero no deberá trabajar más que ese lapso de tiempo a partir del 1 de mayo de 1906. Y esto, evidentemente, conservando el mismo salario mínimo recibido por diez horas.
Hablaremos solo a título indicativo del lenguaje tan especial empleado en carteles y murales... Es el mismo, palabra más, palabra menos, que el empleado por los del cuarenta y ocho, los republicanos, los socialistas... y «el proletariado entero» roza «la liberación de la clase obrera».
Concentrémonos en conocer los medios que quiere emplear, después de que la propaganda haya dado sus frutos, en la ejecución de tal croquis social. Si los individuos vinculados a una labor cualquiera durante diez horas (oficial), doce, catorce horas (realidad), no trabajan más que ocho horas, dicha labor necesitará 1/5 (oficial), 1/4, 1/3 incluso (realidad) de mano de obra de más, o bien la intensidad de su trabajo aumentará 1/5, 1/4, 1/3, según las circunstancias. ¿El número de parados es lo bastante grande como para reemplazar a esa mano de obra? Es bien evidente que no.
En tal caso, la intensidad de la labor durante la presencia en el puesto de trabajo aumentará y la otra cara del problema quedará irresuelta. ¡Los obreros podrán recibir el mismo salario por ocho horas que por diez horas! Pero ¿quién ignora que el salario es la relación que marca las necesidades inmediatas del obrero? El valor del salario no existe en sí mismo, sino en la capacidad que otorga para comprar objetos de consumo. Si el precio de coste de dichos objetos aumenta, ciertamente aumentará el precio de venta y, con la misma suma de dinero, se obtendrán menos productos. Casi habría que llegar a pedir, junto a la reducción de las horas de trabajo, en el caso de que nueva mano de obra viniese a añadirse a la primera, un aumento de salarios para poder vivir tan bien como se hacía antes.
Queda claro que, por el momento, nos situamos en la relatividad de la organización actual. Consideramos que la vía seguida por la CGT es impracticable; y decimos más: la CGT no puede resolver tales problemas; es, por su propia esencia, incompetente en la materia. Los medios que se han de emplear acarrean su inmediata disolución. ¿Por qué?
La CGT es una asociación de federaciones. Las federaciones son asociaciones de sindicatos. Los sindicatos son asociaciones de obreros del mismo oficio. La CGT debe, pues, respetar y favorecer los intereses de ciertos hombres en tanto que obreros de cierto oficio. Ahora bien, el problema de la disminución del trabajo no puede resolverse más que mediante la supresión del trabajo inútil y mediante la conducción de tales esfuerzos hacia el trabajo útil. Para esto, un gran número de corporaciones de oficios debería desaparecer.
Sin entrar en una nomenclatura demasiado larga de los oficios que clasificamos como útiles, y de aquellos que clasificamos como inútiles, podemos decir que son útiles todos los oficios que ayudan al desarrollo de nuestros sentidos, a la satisfacción de nuestras necesidades. Pintar reclamos, rótulos, fabricar contadores de gas, imprimir billetes de banco, etc. nos parecen trabajos inútiles.
Todos estos oficios son, por otra parte, la consecuencia directa o indirecta de la desigualdad económica, es decir, de la propiedad individual, que tienen como fin salvaguardar o legitimar. Ya no tendrían razón de ser en una sociedad de hombres liberados.
En consecuencia, no más armeros, no más fabricantes de contadores, no más impresores de billetes de banco, no más monederos (auténticos o falsos), no más revisores de metro.
Muchas de estas corporaciones, cuyo trabajo es inútil, tienen su puesto en la CGT. ¿Va a decidir esta su desaparición? No puede.
Admitiendo por un instante la utilidad de las agrupaciones federativas de oficio del tipo de la CGT, llegamos a concluir que, lógicamente, la CGT debería disolverse y reformarse sobre nuevas bases si quisiera poder hacer un trabajo económico de alguna envergadura.
No aceptaría, entonces, más que representar a las corporaciones de oficio que tuviesen una utilidad evidente. Convocaría a todos los hombres que deseasen trabajar útilmente. No se ocuparía, como ahora, de asociar al mayor número de obreros, sino al mayor número de hombre útiles.
Para disminuir la parte de trabajo de cada uno, hay que disminuir el trabajo global. También se puede aumentar el número de aquellos que comparten dicho trabajo. Todos nuestros esfuerzos deben dirigirse, pues, hacia ese fin. [...]
Los hombres actuales, por muy avanzados que sean, reclaman dos cosas: trabajo y dinero. No demandan, no toman pan, ropas, libros: quieren trabajo, dinero. No se preocupan jamás por saber si el trabajo que ejecutan les aportará a ellos, a sus próximos, a los hombres, una mejora en las condiciones de vida. Trabajan. Les complace trabajar por trabajar. Realizan gestos de loco con la misma serenidad que gestos razonables. Y el revisor de metro pone al perforar un pedazo de cartón el mismo énfasis que podría poner al realizar el «gesto augusto del sembrador».
Pero, lejos de intentar disminuir el trabajo inútil, el hombre, al contrario, frena cualquier movimiento tendente a dicho fin. Cuando se quiso mostrar al obrero que el maquinismo no le era hostil, no se le dijo: «disminuye tu esfuerzo, te sustituye en la dura labor», sino más bien: «aumentará la suma total de trabajo, impulsará el falso consumo». ¡Y la máquina en cuya confección han trabajado centenares de hombres diez o doce horas por día y que servirá para distribuir pastillas de chocolate o fichas de teléfono se considera como algo bueno porque da trabajo al obrero! La clase poseedora, por su parte, piensa que es una de las buenas vías de escape por las que se va el esfuerzo humano. Cada vez que la ciencia, al desarrollar la mentalidad de los hombres, va a suprimir algunos gestos inútiles, los hombres en tanto que obreros, en tanto que trabajadores, se interponen. Su sindicato, su federación vienen al rescate.
El viejo que duerme en el Elíseo había visto todo el ridículo, todo el servilismo del acto que consiste en enviar un pedazo de cartón sobre el cual, previamente, se había hecho inscribir nombre, apellidos y títulos. Muchas otras altas personalidades se quejaron con él. La tarjeta de visita iba a ser suprimida. Era un esfuerzo inútil menos, sin contar todas las demás ventajas individuales. Inmediatamente, el Sindicato de Tipógrafos, la Federación Francesa de Trabajadores del Libro se agitaron y, después de muchas idas y venidas, el viejo consintió en dejarse sepultar por todos aquellos cuadraditos de palpable cortesía.
Sería interesante citar pormenorizadamente los «considerandos» obreros. No se le ocurrió a la CGT decir: «No es cierto que, porque ya no se impriman tarjetas de visita, porque se fabriquen menos imprentas Magand, todo aquello que consumían los hombres que imprimían o fabricaban tales objetos quede fuera de la circulación económica; luego dichos hombres, sin riesgo alguno para los demás, pueden continuar viviendo como anteriormente».
Ocurrió también que, en una ocasión, la autoridad gubernamental constató que había suficientes armas en los almacenes del Estado y cesó a una parte de los obreros de la fábrica de Saint-Étienne. El diputado de la circunscripción, un tal Aristide Briand, hizo oír su voz en nombre de «aquellos trabajadores injustamente sacrificados», y se les readmitió para hacer fusiles, sables, etc. ¡Trabajo útil! (Ya se ha visto en Limoges y en Villeneuve-Saint-Georges).
No mostramos aquí más que reformas oficiales. Podríamos citar el orden del día en la Cámara de Diputados presentado por el señor Jules Coutant, socialista, en compañía del señor marqués de Dion,[7] de Georges Berry[8] y de otras gentes igualmente chic. En nombre de la clase obrera, de esos mecánicos cuyo trabajo, al parecer, conoce por propia experiencia, el diputado obrero propone la puesta en marcha de una Exposición de los Deportes. Este hombre, que defiende los intereses de quienes habitan viviendas insalubres, que representa a una parte de esa población privada de aire y de luz, habla de construir palacios que se destruirán pasado un año con el fin de ocupar al trabajador. El internacionalista habla además de la competencia extranjera y del desarrollo de la industria francesa. ¡Hay que dar trabajo al obrero! Y aún se oye el grito de los del cuarenta y ocho: ¡trabajo!
Ninguna organización económica o parlamentaria ha emprendido el verdadero camino para asegurar la disminución del esfuerzo humano. Ni siquiera la jornada de ocho horas es una tentativa de disminución de dicho esfuerzo, sino más bien una tentativa de su generalización.
La CGT, al reemprender una campaña, no se desembaraza en absoluto de los errores del pasado. Sigue la ruta marcada por los políticos y los sentimentales. No puede resolver la cuestión de las ocho horas o, por decirlo más exactamente, la cuestión de la disminución de la duración diaria del esfuerzo humano, más que amputándose a sí misma. Las tres cuartas partes de los oficios que tienen oficina en las Bolsas de Trabajo son oficios inútiles, que sirven para mantener la organización actual. Si esta última es mala, no queda sino dirigir el esfuerzo contra ella.
¿Qué pensar de un médico que dejase que un hombre absorbiese un veneno que trastorna su organismo, no haciendo más que reducir la dosis? Que tal médico tiene necesidad de clientes. La CGT solo quiere tocar la organización actual con manos delicadas: en su superficie: sin atacar jamás al principio de explotación del hombre, se dedica a discutir los detalles. Y obtiene reformas legales, como la de las oficinas de colocación, cuyo ridículo e imbecilidad se hacen visibles tan pronto se ponen en práctica. ¿Qué pensar sino que la CGT tiene necesidad de clientes?
Disminuir la jornada de trabajo no es una reforma, es un descalabro social; las academias doctrinales, los cuerpos legalmente organizados no tienen nada que hacer en esta ocasión. Es asunto de la ciencia y de los fuertes meter el hacha entre los oficios que hay que podar, en lugar de dejar a los imbéciles dar mandobles a diestra y siniestra.
¿Por qué trabajan los hombres (y lo mismo los demás seres, evidentemente)? ¿Con qué fin? La respuesta es simple. Si el hombre frotaba dos pedazos de madera entre sí durante largo tiempo, si tallaba el sílex, si lo desgastaba contra el suelo durante horas, era para obtener fuego, para obtener un arma o, más bien, un útil. Si derribaba árboles, era para construirse una choza; si tejía fibras vegetales, era para componerse vestidos o redes. Todos esos gestos eran gestos útiles.
Cuando la simplicidad de sus gustos, y también el horizonte necesariamente limitado de sus deseos, le procuraron tiempo libre, como consecuencia de su destreza y de los medios descubiertos por él mismo y sus semejantes, el hombre consideró bueno realizar gestos cuya utilidad no era evidente, pero que le producían una cantidad de placeres que no se le antojaban despreciables. Dio a la piedra formas que le parecieron agradables; trazó sobre la madera imágenes que le habían chocado.
De cualquier modo, los gestos que hacía, imprescindibles para satisfacer sus necesidades inmediatas o para sus placeres, eran gestos a los que no negaba la utilidad; y por otro lado, le estaba permitido no realizar los de segundo orden.
No me propongo describir por qué fases el hombre de entonces, que trabajaba el cuerno de reno voluntariamente, para su placer, pasó hasta llegar al hombre de hoy, que trabaja el marfil a la fuerza, para el placer de otro.
Para millares de hombres, los gestos agradables, hechos voluntariamente, se han convertido en un «oficio» sin el cual no pueden vivir. Los gestos que servían para embellecer su medio se transforman en la condición inevitable de sus vidas. Los gestos que hacían para agudizar sus sentidos no hacen actualmente más que debilitarlos, desgastarlos prematuramente.
Los demás hombres se encuentran entonces en la obligación de hacer los gestos necesarios para mantener la vida social, y desgastan su fuerza en esos mismos gestos. Trabajan para aquellos que hacen de los gestos agradables su «oficio», para aquellos que viven en la inactividad absoluta como consecuencia de un malentendido social.
Aquellos que no trabajan, aberración completa, extraordinaria, hacen controlar en su provecho el trabajo útil o agradable de los otros. Y este servicio de control aumenta el número de gentes que no hacen trabajo útil alguno, ni tampoco agradable. En consecuencia, aumenta la parte de labor de los demás.
Por mucho que el cerebro realice un trabajo perpetuo con vistas a mejorar la labor del cuerpo, por mucho que realice constantes descubrimientos, constantes invenciones, el resultado es casi nulo, pues el número de intermediarios, de controladores, de inútiles aumenta en la misma proporción.
Una suerte de locura acaba por adueñarse del mundo. Llegamos a preferir los gestos agradables sobre los gestos de primera utilidad, e incluso los gestos puramente inútiles. Al punto de que quien no tiene qué comer, o muy poco, mandará hacer tarjetas de visita en papel bristol. Al punto de que quien no tenga camisa llevará falsos cuellos de una blancura impecable. ¡Cuántas estupideces engendradas por los prejuicios de la imbécil vanidad de los individuos!
Como consecuencia de una fuerza puramente ficticia, uno emplea sus cualidades a tontas y a locas. Ciertos hombres, cuyos hogares son negros y sucios, pintarán fachadas con pinturas Ripolin; otros, cuyos hijos no pueden ir a la escuela, compondrán o imprimirán prospectos o menús de gala; otros aun tejerán maravillosos cortinajes, en tanto sus esposas en el hogar ni siquiera tienen una falda cálida que ponerse sobre el preñado vientre.
El hombre ha olvidado que, primitivamente, realizaba gestos de trabajo, en primer lugar, para vivir y, a continuación, para sentirse agradablemente.
En un estudio sobre el trabajo, no podría silenciarse el problema del maquinismo. ¿Ha sido la máquina útil al hombre? ¿Ha disminuido su esfuerzo, permitiéndole el desarrollo de sus facultades? Si se toman estas cuestiones al pie de la letra se puede responder simplemente «no» a ambas dos.
Puede parecer, es incluso verdad, que el empleo de la máquina ha disminuido el esfuerzo en duración y en cantidad, pero se puede también afirmar que ha sido de manera ficticia.
La máquina, que trabaja con una mayor rapidez, reduce la permanencia en el taller; pero no permite las paradas, el descanso, los garbeos, y aumenta la duración efectiva del esfuerzo.
La máquina ya no deja realizar al hombre que la lleva —la lengua tiene sus ironías— más que unos pocos movimientos, siempre los mismos. En ningún momento le exige ingenio, reflexión, iniciativa. Su cerebro se mantiene inactivo. La repetición de los mismos gestos acarrea la fatiga de los mismos órganos y lleva a una lasitud, a una fatiga, que envenenan todo el organismo humano.
Además, la monotonía de los gestos lleva a un tedio que duplica, que triplica la fatiga producida. Si el placer es uno de los factores de la digestión, se puede decir también que es uno de los mejores factores de la producción. Aumenta la calidad de la energía ofrecida, al tiempo que disminuye la cantidad del esfuerzo exigido.
Pasaré rápidamente, a título de inventario, sobre otros perjuicios que pueden reprocharse al maquinismo: la arrogancia patronal provocada por la facilidad de reemplazar la mano de obra; el paro derivado de la sobreproducción de la máquina; el empleo de niños, vista la simplicidad de los gestos que hay que llevar a cabo; la movilidad que ocasiona en la vida de los obreros debido a la facilidad de su desplazamiento, etc.
Examinado lo anterior, ¿podemos decir que hemos encontrado inconvenientes inherentes a la máquina misma? Se puede asegurar que no. No es sino la forma de servirse de la máquina la que está aquí en cuestión, no es sino la organización del maquinismo la que resulta defectuosa. Es la forma de hacerla producir y la forma de hacer circular aquello que produce las que son malas.
Los hombres la emprenden contra la máquina como el niño que se corta la emprende contra el cuchillo: ambos dos deberían emprenderla contra su torpeza, su ignorancia o su debilidad. La razón está en que, después de haberla construido de arriba abajo, dejan la dirección de su rendimiento a ciertos individuos que les hacen creer que el oro y la plata sirven para engrasar la máquina, que la máquina no es provechosa más que para algunos.
El maquinista no se fatiga por conducir la máquina de metro: no es un esfuerzo por encima de su potencia muscular, ni por encima de la atención de sus sentidos. Se fatiga por conducirla durante demasiado tiempo, por repetir los mismos gestos demasiado a menudo. Que ponga en su lugar al perforador de cartones, o al recaudador de arandelas de cobre o al revisor que se pasea. Yo iría aún más lejos y citaría a otros, aparte de estos inútiles: ¿por qué no podría coger él la escoba para sanear los pasillos o verificar las horas de salida de los trenes para evitar accidentes, mientras que los que hacen estos trabajos se ocuparían sucesivamente de la palanca?
¿Por qué? No a causa de la máquina, sino a causa de la mala organización que preside el empleo de dicha máquina. ¿Cómo, entonces, habiendo tantos hombres que quisieran consagrar sus esfuerzos a labores útiles, no se ve aumentar la instrucción técnica que les permitiría el empleo de facultades que ahora permanecen inactivas? ¿El envenenamiento, como consecuencia de la fatiga, de los músculos y los nervios de un hombre no es, sin más, una pérdida para el conjunto de los hombres al completo? ¿No hay que intentar poner remedio a la repetición y la duración de los gestos que lo provocan?
No se le ocurriría a nadie responder negativamente si todos los hombres estuviesen organizados para obtener el máximo de producción con el mínimo de esfuerzos. Pero, ironía, los hombres se han organizado para obtener el máximo de placer para algunos de ellos a costa del esfuerzo de todos los demás. Sin embargo, es a aquellos a los que se confía la dirección del trabajo. Por eso es forzosamente mala: la buena organización de la labor humana no es algo que pudiera interesarles.
La máquina es el temible medio que sirve para encadenar aún más a los hombres. Cuando así lo quieran, será la temible arma que someta la naturaleza a sus deseos. Pero para eso, es preciso examinar la gran máquina social, desembarazarla con cuidado de todos los pesos muertos, de todos los engranajes inútiles, y arrojar a la fundición todos los viejos restos que no sirvan más que para entorpecer su marcha. Entonces podrán los hombres pensar útilmente en hacer de la máquina su más poderosa auxiliar.
El trabajo antisocial, en sí mismo desastroso, acarrea consecuencias todavía más graves.
Los hombres se pasan las tres cuartas partes de sus vidas adelantando la llegada de la muerte. La muerte es la gran preocupación de los vivos; ya se preparen para darla, ya fabriquen instrumentos para producirla, ya se consagren a su culto o cultiven y mantengan su dominio.
Los hombres realizan gestos de muerte. Es una obsesión trágica. Pero, en ciertos momentos, la obsesión se convierte en aterradora. La población entera parece moverse, vivir para elegir a los sacerdotes que se consagran al culto de la muerte. La hora de partida del reemplazo es, entre todas, la hora del sacrificio a la enfermedad, a la inacción, a la muerte.
Todos los años, individuos en la flor de la edad abandonan un trabajo de vida para comenzar un trabajo de muerte. Se ganan el alimento, la vestimenta, el alojamiento, trabajan a su gusto; consagran sus fuerzas, su ingenio, sus aptitudes a recuperar, junto a otros hombres, lo que consume el mantenimiento de su organismo. Después, de repente, sin que ningún motivo de descanso aparente se manifieste, detienen su actividad, salen de la vida. Comienzan a practicar la pereza, entran en la muerte.
Servían a su propia individualidad, servían a la sociedad... ahora van a servir a la patria.
Servían a algo tangible, a un individuo, a una asociación de individuos de la que formaban parte; van a servir a una entidad, a una asociación de entidades de la que los hombres no podrían jamás formar parte.
Mientras los hombres no consagran apenas, o no consagran en absoluto, una parte de si mismos a garantizar la vitalidad del organismo de los niños (que, transformados en hombres, asegurarán la vitalidad del suyo), del organismo de los enfermos (penosa situación en la que podrían encontrarse ellos mismos), del organismo de los ancianos (condición en la que se encontrará casi con completa seguridad el suyo propio), mientras, digo, que los hombres no garantizan la vitalidad del organismo de niños, enfermos, ancianos, deciden garantizar la vitalidad del organismo de hombres que se encuentran entre los más sanos y fuertes. Deciden amasar su pan, tejer su ropa, construir su casa.
¡Qué aberración!
Pero cuando se complica, cuando se convierte en más extraordinaria la aberración de los primeros individuos, y también la de los segundos, es en el momento en el que los unos, no contentos con no llevar ya a cabo actos de vida, se ejercitan en actos de muerte, y los otros, no contentos con trabajar para la existencia de perezosos aficionados, se ponen a trabajar para fabricarles juguetitos asesinos, cañones, fusiles, sables.
Así, ciertos individuos consienten en dejar inactivos y alimentar en su inactividad a cantidad de otros individuos, y, de añadidura, al tiempo que la sociedad les obliga a realizar un trabajo manual extenuante, fabrican, para divertir a tales perezosos, complicadas máquinas cuya construcción les exige un esfuerzo considerable.
Al mismo tiempo que los hombres se sirven todavía de barcos de pesca muy rudimentarios, construyen enormes acorazados cuya utilidad es hacer la guerra, cuyo fin es matar; al mismo tiempo que los hombres se ahogan diariamente en cualquier costa sin que exista aparato alguno para salvarlos, construyen maravillosos submarinos cuya función es destruir en un minuto el trabajo de centenares de ellos a lo largo de todo un año.
Al mismo tiempo que los hombres empujan penosamente el arado sobre la dura tierra, fabrican cañones, fabrican fusiles para matar a los labradores; al mismo tiempo que los hombres viven en cabañas o en alojamientos insalubres, construyen fuertes y reductos que no albergan a familia alguna. Al mismo tiempo, al mismo tiempo... la lista de los gestos de muerte seria larga y fastidiosa.
El trabajo de muerte ocupa a más hombres que el trabajo de vida. El ejército es un doloroso chancro que vive del organismo humano, y los remedios precisos gastan más energía que el mantenimiento de todo el resto del cuerpo.
Los pueblos, las sociedades, los hombres mantienen a ese chancro, el ejército; favorecen su supuración, las guerras; veneran sus manifestaciones trágicas y dolorosas, los héroes y las víctimas de la patria; frecuentan los antros en los que se atrapa, los cuarteles. Lo que es más, enseñan a los niños a amar piadosamente ese mal y sus purulencias, el patriotismo y el militarismo. Y vemos a generaciones enteras profesarse un odio recíproco porque no han cogido la enfermedad frecuentando a la misma patria, a la misma Marianne,[9] porque no se vendan con apósitos del mismo color, con banderas de la misma forma. Y nos encontramos, en las calles de las ciudades, en todos los países, con gentes hinchadas de alcohol y patriotismo que gritan: «¡Viva el ejército, viva la sífilis, vivan los soldados, vivan las ladillas, viva la mugre, viva el honor!».
Las instituciones sociales del momento, por anticuadas, por anormales que nos parezcan, están profundamente ancladas en la sociedad, y no es trabajo menor el intentar erradicarlas. Tales instituciones han sabido ligarse, no solamente a sus beneficiarios, sino también a aquellos a los que explotan más duramente. Y cualquiera que quiera tocarlas choca con la masa anónima de los productores de energía, de la que son o parecen ser los necesarios transmutadores.
Si se toca al ejército, si se habla de reducir sus efectivos o bien de recortar los créditos destinados a su desarrollo, no es solamente toda la jerarquía militar la que se agita, la que se levanta, es toda la gente obrera, fabricante de cañones, de fusiles, de sables, de pólvora, de acorazados, de torpedos y de todo lo demás... No solo es el «porvenir roto» de la progenitura soldadesca, sino la miseria y el dolor para toda una infancia obrera, las que despiertan el sentimentalismo de la población.
Ciudades enteras son construidas y viven del chancro militar, de la podredumbre patriótica, de la constante elaboración de un trabajo de muerte. Las ciudades de arsenales, las ciudades de manufactura de armas, son purulencias exclusivamente militares. Si, por higiene social, amputáis semejantes carroñas, semejantes purulencias, los hombres, que viven en ellas para mejor morir, no sabrán dirigir sus esfuerzos hacia una actividad mejor, hacia una más sana forma de vida. O, en cualquier caso, se les ha persuadido de tal cosa y defienden lo que llaman su sustento.
Si, de repente, la demostración de que la absenta, de que el tabaco son venenos se convirtiese en una evidencia para todo el mundo, cabe preguntarse si los millares de hombres a los que emplea su industria no pedirían a los otros hombres que continuasen envenenándose con el fin de permitirles vivir.
Sin embargo, hasta ahora dichos «obreros» no habían intentado apuntalar su absurdo con razonamientos basados en la lógica; si mantenían de forma oculta la especulación que les permitía —por decirlo así— vivir, no adoptaban su defensa pública.
Hace algunos años, a propósito de un artículo sobre las historias de la Separación que Rene Chaughi[10] hizo publicar en Les Temps nouveaux, el autor recibió una carta de respuesta de un tal señor Étienne Decrept,[11] ensayista libertarizante a tiempo parcial. Una de las quejas más serias de este singular contradictor consistía en el desempleo al que irían a parar ferreteros, carpinteros, mosaiquistas, organistas, fabricantes de hostias, encajeras, etc.
Si aceptamos como verdaderas las cifras de Decrept y como real la situación que denuncia, me hace feliz que esos cien mil obreros de las iglesias y sus familias se queden sin pan, pues de este modo rehusamos seguir costeando un trabajo de ridícula religiomanía, para vestir el altar o al arzobispo, de sastrería para el ídolo y de bisutería para la virgen. Del mismo modo, me haría feliz que los hombres se decidiesen a dejar de pagar el trabajo de los cañones, de los fusiles, de la pólvora, aunque de ello resultase el fin de los obreros que viven de la carroña militaresca. Estoy convencido de que la tierra recuperaría enseguida sus efectivos humanos, y de mucha mejor calidad, si se me permite expresarme así.
Si, que los hombres, incluso los anarquistas, vencidos por la competencia, por la necesidad de comer en medio de la imbecilidad de sus contemporáneos, desempeñen un oficio inútil, ridículo, ¡sea! Pero, si por esto o por aquello, se arranca un cáncer del organismo, ¿puede hacerse otra cosa que regocijarse, que constatar el progreso?
Y digo más: no solo deberían los hombres rechazar un trabajo asesino o pueril, en tanto el esfuerzo de sus brazos y sus cerebros sea de toda necesidad para un trabajo de vida y utilidad, sino que deberían decidirse a considerar como parásitos, en iguales condiciones que los sacerdotes, los oficiales, los rentistas, a aquellos que se consagran, mediante una aportación cualquiera, a la Iglesia, el ejército o la renta.
El interventor de cuentas y el revisor de trenes, el verdugo y el vigilante de banco, el tejedor de casullas y de condecoraciones de la Legión de Honor, el corrector y el impresor del Código y del Evangelio, el buscador de oro y de diamantes pueden desaparecer, derribados por el torbellino del progreso, sin que yo mueva un dedo para impedirlo. Si la ciencia debiese detenerse ante los problemas y trastornos que causa a los imbéciles, a los parásitos, a las bestias feroces, nos encontraríamos todavía en el más cruel de los salvajismos.
La hiedra, tras haberse implantado en el muro, declara que es ella la que lo sostiene. Y la verdad es que, en un momento dado, después de años y años de parasitismo, tal cosa es cierta. No importa; arranquemos la hiedra del muro, aunque este último se derrumbe. Yo diría aún más: arranquémosla para que se derrumbe. En ese momento, veremos de construir un muro que ligará el cimiento de la camaradería y el esfuerzo útil y en el que ya no se implantará la hiedra de la competencia y de los gestos inútiles.
Hechos recientes podrían hacemos reflexionar sobre tales cosas. En dieciocho meses, los molineros de la región de Saint-Jean-d'Angély han recibido más de cien mil quilos de talco, nos dice la investigación del procurador de la República. Teniendo en cuenta la torpeza del operador, las protecciones de quienes, por un medio u otro, escapan a esta estadística, se podría doblar la cantidad. Los industriales entregaban, pues, diariamente, bajo la denominación de harina, más de trescientos quilos de talco.
El talco es una materia mineral, silicato de magnesio, que, por más que no sea tóxica, puede producir perturbaciones en la buena marcha del organismo. No tiene, evidentemente, ninguna de las cualidades nutritivas de la harina y llena el estómago sin proveer al cuerpo elementos reconstituyentes. Todo lo contrario: como no se asimila, continúa sobrecargando el estómago hasta convertirse en un peligro y provocar, entonces, el efecto de un enérgico astringente.
Más de una cincuentena de industriales trabajaban, pues, en envenenar a sus contemporáneos, tomando como base de sus operaciones una materia esencialmente indispensable. Se me permitirá considerar como secundaria la cuestión del valor. No la citaré más que a título informativo. Mientras que la harina se cotiza entre 30 y 35 francos los 100 quilos, el talco no se vende más que a 3,10 francos y, tomado en gran cantidad, se vende bastante más barato aún. Pero esto importa poco.
Examinaremos con mayor atención los engranajes de la sociedad, cómplice de su propio envenenamiento. Desde hace mucho tiempo, los jefes de las explotaciones de las canteras de talco encuentran salida a dicho producto no en empleos útiles, sino en la falsificación de otros productos. Quienes enviaron diez mil quilos de talco a los molinos de Saint-Jean-d’Angély —y a otros lugares— sabían precisamente a qué uso se destinaba dicha materia. Lo sabían de tal manera que, por una complicidad tácita y aceptada, aumentaban los precios de venta con el fin de participar en los beneficios fraudulentos que producía este género de operación: hacer comer talco como si fuera harina.
Si los jefes de los almacenes expendedores podían no conocer el uso de la materia expedida, los jefes de los almacenes receptores no podían ignorarlo. A la vista de todo el mundo, se falsifican las materias que sirven para la vivienda, para la vestimenta; a la vista de todo el mundo, se falsifican las materias que sirven para la alimentación, es decir, que pueden provocar la muerte de quienes las consumen.
La opinión pública se indignará contra los industriales implicados en este asunto. Quien vende algodón como si fuera lana, un mueble de madera de pino como si fuera roble, se encontrará con virtuosos gritos de indignación. El pueblo mostrará el puño —de lejos, respetuosamente— ante la casa de los culpables. Los habrá que ni siquiera se vean afectados por la reprobación y la vindicta pública. Estos son, en mi opinión, los más culpables —tan culpables como se pueda ser—, habida cuenta de la comunidad de bienes y de intereses que los vincula a las víctimas del envenenamiento.
Se trata de ios obreros de los molinos, de los empleados de las almacenes y, sin duda, de los aprendices de panadero. Descargaban con igual despreocupación el talco y la harina. Preparaban la mezcla con sus expertas manos. Amasaban la pasta falsificada, que debía producir el pan envenenado. Manipulaban, de un modo u otro, la materia que produciría una perturbación en el organismo de sus amigos, de sus parientes.
¿Acaso el aprendiz prepararía incluso, por orden del panadero, el pan de los ricos con otras harinas, con harinas superiores? ¿Y no se le ocurriría, sin duda, la idea de preguntarse por qué dos masas? ¿Y no se preocuparía jamás por la extraña untuosidad de dicha harina? ¿No era un obrero, igual que el empleado de almacén, igual que el mozo del molino, es decir, el esclavo que no podría tener responsabilidad alguna de sus actos ni solidaridad alguna con otros hombres laboriosos?
Los hombres, para asegurar su tranquilidad, para velar por su higiene, por su salud, por su vida, delegan en un gran número de ellos. No se les ocurre nunca la idea de garantizársela por sí mismos, lo que sería, sin embargo, más simple.
Sería necesario que los hombres cesaran de emplear esta constante duplicidad que les hace ser, unas veces, los actores del delito y, otras, los actores de su represión. Un tal, que será jurado en el asunto de las harinas, rellenará el aceite con el mismo talco. Otro, que se indignará contra la falsificación del pan, habrá despachado carne caducada.
Los hombres gastan una gran parte de energía en controlar los actos de los otros, sin pensar jamás en controlar sus propios actos. Establecen leyes, reglamentos, estatutos que se empeñan en infringir ellos mismos. «Ojos que no ven, corazón que no siente». Se complacen en realizar un baile de huevos en medio del lío legislativo.
La ley de Esparta que castigaba a quien se dejaba coger, mientras aplaudía las fechorías de los pícaros, está muy desprestigiada hoy en día; por mucho que se diga, sigue en vigor, aunque se disfraza de hipocresía.
Si los hombres dedicaran los esfuerzos que emplean en coger en falta y castigar después a los demás hombres en instruirse y transformarse; si empleasen el tiempo que ocupan en conocer lo que les está prohibido, las leyes que les afectan y las penas a las que se exponen, en conocer los gestos que resultan perjudiciales y perniciosos para su salud, en saber cuáles son los accidentes que resultan de la infracción de las leyes de la naturaleza; si pusieran el ingenio que despliegan en protegerse los unos de los otros en procurar aumentar mutuamente su valor y su poder, vivirían intensamente.
Algunos burgueses constituidos en jurado acaban de declarar que desean conservar la pena de muerte contra los apaches, es decir, contra los desheredados del orden social. ¿Qué pensarían si los obreros, los campesinos envenenados por los patrones de los molinos —los favorecidos por el orden social— decidiesen aplicar la pena de muerte a aquellos que han diezmado sus familias por la muerte o destruido la potencia de sus cuerpos a causa de la enfermedad?
Por el deterioro del brazo de un agente —engranaje inútil—, se pide la muerte de otro hombre; por el deterioro del organismo de un cultivador —engranaje útil—, ¿no podría pedirse la muerte? Tanto más cuanto que en esta ocasión existe premeditación, circunstancia agravante según la ley.
Los negociantes en talco y en harina están despreocupados de lo que les vendrá. Sus envenenamientos interesan al juez; hacen necesaria la intervención del médico. Emplean una de las formas de trabajo previstas por el orden social. Hacen trabajar a las profesiones liberales (?). Gracias a ellos, el pequeño boticario ha adulterado materias medicamentosas y el empleado del archivo del tribunal copiará sus notificaciones. Hacen también, pues, trabajar al obrero.
He leído la opinión pública en varios periódicos. Se dice «que no se dejará jugar impunemente con la ley y la salud pública». Lo mismo sería hablar, inmediatamente, de suprimir todos los engranajes sociales, de destruir la sociedad actual.
Con el asunto de los molineros de Saint-Jean-d’Angély, traficando con harina mezclada con talco, envenenando el pan que horneaban, se debate el proceso siempre pendiente de todas las falsificaciones, de todos los tráficos, de todas las mentiras. Ahora bien, estos son inherentes a la organización social. Todos somos mentirosos, traficantes, envenenadores; engañados, vendidos y envenenados. No podemos ser otra cosa que enfermos en esta pestilencia. Si queremos ser individuos sanos, es preciso que nos decidamos a demoler la máquina política, moral y económica hasta en sus más ínfimos engranajes. Se necesitaría todo un volumen para señalar con detalle todas las ocupaciones humanas espantosas.
Cada día, algunos nuevos hechos despiertan en mi esa obsesión del obrero que construye su propia prisión, la ciudad asesina en la que se encerrará, en la que respirará el veneno y la muerte.
Veo alzarse ante mí, mientras yo intento conquistar más felicidad, al monstruo del proletariado, al obrero honrado, al obrero previsor. No es el espectro del capital ni las panzas burguesas lo que me encuentro en mi camino: expulsaría a tal fantasma y reventaría tales panzas: es la masa de los trabajadores de la gleba, de la fábrica, la que entorpece mi paso... Son demasiado numerosos. No puedo nada contra ellos.
Hay que vivir... Y el obrero engaña, roba, envenena, asfixia, ahoga, quema a su hermano porque hay que vivir. Oh, cómo resuena dolorosamente en nuestros oídos la eterna razón de vivir, que lleva la muerte a los hermanos de la misma familia, a los individuos con los mismos intereses.
El tigre que acecha a su presa en la jungla o el pelicano que hunde su pico en el agua para atrapar su alimento lucha contra las otras especies con el fin de vivir. Pero ni el pez ni el antílope intercambian vanas zalemas con el tigre y el pelícano. Y el tigre y el pelícano no forman sindicatos de solidaridad con el antílope y el pez.
Sin embargo, la mano que estrecháis ha vertido malas aguas, aguas envenenadas, en la leche que habéis bebido hace un rato en la mantequería. Sin embargo, ese hombre que se acuesta a tu lado, en el mismo lecho, acaba de despachar en el mercado la carne corrompida que coméis a mediodía en el restaurante que hay junto a la fábrica. A cambio, sois vosotros los que habéis fabricado los zapatos de cartón cuya humedad ha llevado a uno a la cama, o bien los que habéis construido el muro de contención del metro en mal estado que se ha derrumbado sobre la madre de tal otro.
Os frecuentáis, charláis, os besáis, fratricidas mutuos, asesinos de vosotros mismos. Y cuando uno de vosotros cae, bajo vuestros repetidos golpes, os quitáis el sombrero y acompañáis su carroña hasta la tumba, de forma que, incluso ya muerto, continúe su papel de asesino, de envenenador, y lance los últimos tufos de su carne pútrida para envenenar la joven carne de sus hijos y los vuestros.
Alzad la voz contra el ejército, sed antimilitaristas, gritad contra el envío de soldados a las huelgas, oh mujeres cuyo vientre se abre para dejar caer a los pequeños quintos; oh obreros que confeccionáis la librea, tejéis los galones, fabricáis el fusil, edificáis el cuartel, construís el buque de guerra y que recibís la prima, participáis en los beneficios de la construcción de torpedos, todos vuestros gritos son manifestaciones hipócritas. Sois vosotros, vosotros los obreros, los que fabricáis la materia viva y la materia modificada para mataros mutuamente. No habléis cerca de mí de humanidad, de solidaridad, fratricidas cuyo cerebro está obstruido por el agrio deseo de llenarse la panza.
He aquí, de nuevo, lo que acabo de leer, de lo que nos informan los periódicos: Tolón, 30 de junio de 1907. «Como consecuencia de la penuria causada en la fabricación de torpedos por la competencia de los talleres austriacos de Fiume, el ministro de la Marina acaba de prescribir el estudio de un sistema de participación en los beneficios; esta medida tendrá come efecto aumentar la fabricación concediendo una prima a los obreros cuando cierta media de trabajo haya sido superada».
Ahí está, la bonita participación en los beneficios, la prima por la sobreproducción, la sobreproducción de obuses, de ingenios asesinos. Venga, obreros, valor, que hay prima al final, que hay, podría decirse, un trago más, pues ¿no es más alcohol lo que la prima promete? Inclinaos sobre los tornillos, poned cuidado en la fabricación, evocad en vuestro interior las carnicerías que provocarán las piezas que salen de vuestras manos. Confeccionad, obreros antimilitaristas, obreros sindicados, el arma que matará a vuestros hermanos de Austria o de Italia... Hay que vivir.
Y vosotros, austriacos, gentes de Fiume, ayudad a construir torpedos para Francia, esos torpedos que se lanzarán contra vosotros mismos cuando estéis hacinados en barcos de guerra.
No es por la patria ni por la defensa del territorio por lo que uno se convierte en obrero de la muerte, pues los talleres nacionales intercambian internacionalmente sus productos asesinos, facilitándose mutuamente los últimos perfeccionamientos; es para defender la organización actual de la sociedad.
Si el obrero se inclina por el trabajo, es porque hay que vivir. Para llenarse la panza a gusto, para vaciar el bajo vientre a placer, el obrero envenena y mata a sus contemporáneos.
¿Cómo esos hombres, que se sindican para discutir el tiempo que entregarán o la prima que recibirán, no conciben la idea de reunirse para decidir que no continuarán confeccionando armas para matarse?
¿Por qué? ¡Porque todos los obreros tienen dentro de sí la secreta esperanza de convertirse en el vividor y el patrón!
¿Por qué? Porque todas estas gentes son honradas y ahorradoras, felices por sentir su virtud y sus cuartos a salvo bajo el colchón gracias al gendarme y al fusil Lebel.[12]
¿Por qué? Porque su banalidad y su estupidez son felices al sentir planear la idea de patria y de Dios, en las que encuentran vanas esperanzas, del mismo modo que las encuentran, más rápidas, en la absenta que engullen golosamente.
¿Por qué? Porque así era ayer y deberían abandonar su holgazanería, su indecencia, para que mañana fuese de otra forma.
¿Por qué? Porque hay que continuar con los viejos modos, con las viejas costumbres, cuando menos en el fondo, pues si está permitido modificar la forma y seguir una moda.
¿Por qué? Porque, igual que el burgués degenerado necesita especias y cantaridina,[13] el obrero no puede concebir su vida fuera del alimento, la bajeza y la obediencia, fuera del alcohol y la pestilencia.
Estar empleado en la construcción de un navío de guerra no implica forzosamente una adhesión moral al militarismo, pero sí una adhesión efectiva desde el punto de vista del gasto de energía. Un hombre que sea soldado puede decir lo mismo. No es militarista, moralmente hablando, pero es, de todos modos, una unidad desempeñando la función del militarismo. El soldado podría incluso ofrecer, más razonablemente que el obrero del arsenal, el siguiente argumento: él puede afirmar no estar dispuesto a ejecutar jamás, de forma efectiva, la tarea que se le ha encomendado, mientras que el susodicho obrero fabrica armas todos los días.
No es suficiente con actuar simplemente cuando la «producción esté bien organizada», sino que hay que hacer los movimientos necesarios para que la producción esté bien organizada. No es verdad que si «toda actividad está dirigida al enriquecimiento de una minoría propietaria, importe poco que realicemos movimientos inútiles»; muy al contrario, hay que realizar movimientos útiles para que nuestra actividad esté mejor dirigida.
Algunos dicen: «Con el fin de suprimir esas funciones —malas e inútiles—, deseamos crear una nueva sociedad». Lo que equivale a decir «Con el fin de suprimir las enfermedades, deseamos crear un hombre sano».
Nosotros decimos: «Hay que suprimir tales funciones para llegar a formar una sociedad mejor». O lo que es lo mismo: «Curemos nuestras enfermedades para ser hombres sanos». Cuando el hombre está sano, ya no es cuestión de curar sus enfermedades, sino solamente de prever que no vuelva a cogerlas; del mismo modo, si la sociedad está bien organizada, ya no sería cuestión de destruir el parasitismo, el funcionarismo, la labor nociva, etc., sino solamente de evitar el retomo de estas taras económicas.
Se nos dice también: «Los hombres trabajan para ganar un salario. Esto nada tiene que ver con nuestras concepciones económicas». Los agentes del señor Lépine[14] y los gendarmes de Draveil pueden responder de manera semejante. Esto es verdad tanto en un caso como en el otro. Por eso, debemos empeñarnos en probar a los hombres que sería bueno no «trabajar» por un salario, que no es más que una representación de nuestras necesidades, sino más bien para satisfacer nuestras necesidades mismas.[15]
Yo no sé qué vale más, desde el punto de vista económico, si el aprendiz de panadero, todavía patriota, porque no se le ha sabido mostrar el absurdo y el peligro de la idea de patria, o el obrero antimilitarista del arsenal, que, sabiendo que hace mal, continúa armando con carabinas a los dragones del 18° y del 27° regimientos.
«Haremos esto, haremos aquello». Yo prefiero decir: «Hagamos esto, hagamos aquello», por mínimo que sea el esto y el aquello en el presente y por importante que sea el esto y el aquello del futuro. He escuchado demasiado a menudo a las gentes que se casan, que se envilecen, que se aburguesan, decirme: «En el día de la revolución, estaremos a vuestro lado», mientras que en el presente son nuestros enemigos.
Pienso que, para plantear sólidamente nuestra doctrina, hay que poder vivir un mínimo de ideas, sabiendo mostrar, al mismo tiempo, que la herencia y el ambiente nos impiden vivir la fórmula de una forma perfecta. Por mi parte, desconfío de las bellas promesas y quiero intentar vivir mis ideas para poder revisarlas. Las frases no tienen suficiente relieve a mis ojos como para que no sienta los errores que pueden esconder.
No sé qué se hará después del Amanecer Revolucionario. No serán, tal vez, cañones del 120 corto o torpedos, sino más bien medallas conmemorativas de la revolución y bustos de los héroes y de los mártires, pero el aprendiz patriota seguirá haciendo pan para aquellos que burilen la fisonomía de los «hombres del día» de ese «gran amanecer».
No frecuento a los camaradas que dicen: «Sí, la ciudad futura, muy bonita, pero está muy lejana», sino a los amigos que no conciben el mañana más que marchando delante de ellos, y solicitan un minuto mejor viviendo el minuto presente. La destrucción total está hecha de destrucciones parciales. No se decreta la conciencia social, se forma todos los días.
No, «los anarquistas no producen, no consumen como sus contemporáneos: es decir, de forma irreflexiva» (hablo para aquellos que se esfuerzan por serlo, no mañana, sino hoy). Si, en ocasiones, llegan a producir irreflexivamente, es a su pesar y «saboteando» entonces tales productos; pero siempre se esfuerzan por no consumir más que útilmente. Una vida anarquista es una vida de reacciones constantes. Se vive bajo todos los regímenes. Yo no concibo otra.
Los hombres conscientes trabajan para disfrutar, para la satisfacción de su estómago y de todos sus sentidos, y lo saben. No quieren revestir los gestos realizados con tal fin de oropeles y máscaras. El trabajo no les parece una virtud, una fuerza, cuando está hecho de gestos improductivos.
Tras nosotros, no tenemos ni un Dios que glorificar, ni una patria que defender, ni un honor que conservar; no queremos trabajar por trabajar, trabajar por las primas, por participar en beneficios ficticios; queremos trabajar con vistas a la producción útil o agradable, trabajar para aumentar nuestro disfrute. Somos gente laboriosa que quiere trabajar por su felicidad. [...]
Realicemos gestos útiles o agradables, y nada más que estos.
La máquina que se compone conforme al esquema del inventor incluye centenares de piezas. Está expuesta, en todo momento, a averías, a enfermedades. Tan pronto es una pieza, tan pronto es otra, cuyo desplazamiento viene a entorpecer la buena marcha del organismo metálico. Pero, poco a poco, las observaciones del mecánico, e incluso las del aprendiz, consiguen transformar el mecanismo, mejorar su marcha. Los esfuerzos se dirigen siempre a la supresión de una pieza, al cese de un movimiento. De repente, nos apercibimos de una fuerza inutilizada, de un engranaje de doble uso, e inmediatamente se realizan todos los gestos para aprovechar esta constatación. Siempre o casi siempre, el progreso tiende hacia la simplificación.
El cuidado que ponen los hombres en la simplificación de los engranajes de la máquina más pequeña no se aplica, sin embargo, cuando se trata de la máquina económica. Por una razón o por otra (no quiero más que hacer una constatación), el metal humano, el mecanismo humano, el trabajo humano son empleados con profusión sin que nadie se preocupe de suprimir una pieza, un engranaje, un trabajo inútil. La máquina es horriblemente complicada y las tres cuartas partes de la fuerza se consagran a hacer funcionar mecanismos de los que todo el mundo reconoce la completa inutilidad.
Se habla de hacer trabajar menos tiempo a esa máquina humana y, en consecuencia, de hacerle producir menos, mientras que el beneficio que produce no parece siquiera estar en condiciones de alimentar el gasto de la caldera... Pero nadie quiere disminuir, suprimir las partes inútiles; bielas que no mueven nada, engranajes que no engranan con nada continúan funcionando con esfuerzo, y bielas que no pueden llegar a alcanzar su objetivo siguen funcionando bajo una pesada carga.
La máquina humana no está hecha, no está concebida con el fin de funcionar para producir; funciona por funcionar, funciona en el vacío. Funciona por palabras. Funciona por la patria, funciona por Dios, funciona por el honor, funciona por un montón de cosas; no funciona jamás por si misma. El hombre, que es su motor, que es su combustible, ve entrar el producto de su esfuerzo en la panza de los que miran y cuyos cuidados —cuando los hay— se dirigen a los engranajes inútiles, que al menos tienen en común con ellos el no servir para nada.
Ahora bien, el hombre agotado, extenuado por el trabajo, no tiene fuerzas, absorbidas por el mecanismo monstruo, para realizar los gestos de observación y de selección que serían necesarios y fabrica nuevos órganos para que —por decirlo así— lo representen, para examinar el mecanismo y suprimir el peso muerto, pero que, en definitiva, aumentan el número de engranajes inútiles. Así se crea, sucesivamente, todo el personal del papeleo administrativo de las Bolsas de Trabajo y de las cooperativas, sociedades mutualistas o sindicales, junto a todo el personal del papeleo ministerial y parlamentario.
Sin ocuparse de las condiciones e implicaciones, los hombres deciden el día en que se hará tal trabajo durante tantas horas. No se les ocurre la idea de suprimir un trabajo de una hora, de una jornada, lo que representaría un esfuerzo mínimo, pero un esfuerzo al fin y al cabo. Decretan «azul o blanco» por razones de un vago sentimentalismo, que nada tienen que ver con la cuestión económica.
Sin cambiar nada de la sociedad actual, hablan de limitar el esfuerzo humano. Dejan que el patrón y sus empleados se enreden en papeleos o duerman mientras el obrero se machaca entre tornos y tornillos; los empleados del metro distribuyen y perforan pedacitos de cartón mientras el maquinista permanece diez horas en su jaula: el accionista del ferrocarril soba sus cupones y el jefe de estación ostenta su blanca gorra mientras el mozo acarrea los equipajes; el revisor pasa de un vagón a otro inspeccionando cuadraditos de papel mientras el conductor se cuece junto a la caldera; el poli se pasea con las manos a la espalda junto al hombre que se afana tirando de un carro de mano. Dejan todo en su estado actual y hablan de reformas... ¿de qué reformas?
La máquina humana, en ocasiones, cesa bruscamente de trabajar durante paradas a las que se llama huelgas; esto ocurre casi siempre (pero los hombres de trabajo no saben reconocerlo) en el momento preciso en el que una acumulación de productos afectaría al mercado de los hombres que no hacen nada. El motivo de estas paradas es, nueve de cada diez veces, «un punto de honor». Ya vencedores, los trabajadores vuelven a ponerse en marcha con todos sus músculos para intentar recuperar el tiempo perdido. A esto lo llaman una victoria obrera: el honor es más que la vida.
Puesto que se habla de preparación, de organización, puesto que se le concede a este trabajo preliminar un plazo bastante largo, veamos si no sería posible, en lugar de emplearlo en una falaz limitación de la duración del esfuerzo cotidiano, hallar los engranajes que realizan una doble función o son completamente inútiles con el fin de suprimirlos, y las fuerzas inutilizadas o mal utilizadas con el fin de emplearlas. En lugar de esa limitación, que, en el estado actual, implicaría tantas excepciones (y, en ocasiones, con toda razón), decidamos no volver a poner la mano sobre un trabajo inútil o nefasto, en un trabajo de lujo ridículo o de control arbitrario.
Que el hombre que engasta rubíes o confecciona cadenitas de oro para engalanar el cuello de la prostituta «legítima» o «ilegítima»; que aquel que trabaja el mármol o el bronce con el fin de recubrir la carroña de algún ilustre ladrón; que aquel o aquella que, durante horas, enhebra cuentas de cristal para dar forma a la corona hipócrita de los remordimientos conyugales o de cualquier otro tipo; que aquellos cuyo único trabajo consiste en embellecer, en aumentar, en fabricar lujo para los ricos, para los holgazanes, en ataviar a las muñecas, hembras o machos, hasta convertirlas en «relicarios» o «abalorios», decidan cesar en dichos trabajos con el fin de consagrar sus esfuerzos a hacer lo necesario para ellos y los suyos.
Que aquellos que fabrican el blanco de cerusa o materias envenenadas; que aquellos que trituran la mantequilla, que adulteran vinos y cervezas, que despachan carnes pasadas de fecha, que fabrican tejidos mezclados o pieles de cartón; que aquellos que elaboran lo falso, lo trucado, que engañan, que envenenan para «ganarse la vida», cesen de prestar su mano a ese trabajo imbécil y que no puede aprovechar más que a los amos, cuyo sustento es el robo y el crimen. Que se pongan a querer hacer trabajos sanos, trabajos útiles.
Que todos aquellos que perforan papel, que controlan, que vigilan, que inspeccionan; que los tiparracos a los que se viste de librea para transformarlos en perros inquisidores; que aquellos a los que se pone en la entrada para verificar paquetes o controlar billetes; que aquellos cuyo esfuerzo consiste en asegurar el buen funcionamiento de la máquina humana y su buen rendimiento para las arcas del amo, que todos estos, digo, abandonen ese rol imbécil de soplones y supervisen el valor de sus propios gestos.
Que aquellos que fabrican cajas fuertes, que acuñan moneda, estampan billetes, forjan rejas, templan armas, funden cañones, abandonen ese trabajo de defensa del Estado y de la fortuna y trabajen por destruir aquello que defendían.
Aquellos que hacen un trabajo útil y agradable lo harán por aquellos que quieran ofrecer su esfuerzo en un intercambio mutuo. ¡Pero cuánto habrá disminuido la cantidad de trabajo! Las manos consagradas hasta entonces a trabajar para el rico se disputarán el esfuerzo útil. La máquina humana, liberada de los engranajes inútiles, mejorará día a día. No se trabajará ya por trabajar, se trabajará para producir.
Así pues, camaradas, cesemos de fabricar el lujo, de controlar el trabajo, de cercar la propiedad, de defender el dinero, de ser perros guardianes, y trabajemos por nuestra propia felicidad, por lo que nos es necesario, por lo que nos resulta agradable.
Hagamos la huelga de los gestos inútiles.
[1] Henri Harduin, colaborador de Temps nouveaux y del Matin.
[2] Paul Leroy-Beaulieu (1843-1916). Economista y ensayista francés. Se licenció en derecho en París y amplió estudios en Bonn y Berlín. De vuelta a su país, se consagra al estudio de las ciencias económicas y sociales. Fiel a los principios liberales, aunque interesado por la llamada cuestión social, pronto se convierte en el principal representante de una nueva generación de economistas. En 1874 publica De la colonisation chez les peuples modernes, en la que defiende la expansión colonial del imperio francés.
[3] René Armand François Prudhomme, conocido como Sully Prudhomme (1839-1907). Poeta francés al que se concedió el primer Premio Nobel de literatura (1901). Su poesía tardía incorporó preocupaciones de orden científico y filosófico, muy alejadas del sentimentalismo de sus textos juveniles.
[4] San Benito José Labre (1748-1783). Santo de la Iglesia Católica que, habiendo sido rechazado por diversas órdenes religiosas, acabó llevando una existencia de mendigo y peregrino.
[5] Referencia a la parábola evangélica de igual nombre. La parábola de los obreros de la hora undécima se encuentra en el Evangelio según Mateo, Cáp. 20, versículos 1 a 16, y pertenece a las enseñanzas de Jesús en Judea, antes de su entrada en Jerusalén. Los tales obreros son aquellos que llegan al final de la jornada y, sin embargo, cobran el mismo jornal que los que trabajaron durante todo el día. Cuando estos últimos pretenden hacer ver al dueño de la viña la injusticia de semejante proceder, el dueño les responde: «Amigo, no te hago ninguna injusticia; ¿acaso no conviniste conmigo en un denario? Toma lo tuyo y vete; quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿No puedo hacer yo con lo mío lo que quiero? ¿O es que vas a ver con malos ojos que yo sea bueno? Así los últimos serán primeros y los primeros últimos».
[6] Sistema de organización de los horarios que consiste en la rotación de tres equipos durante ocho horas consecutivas con el fin de asegurar el funcionamiento continuo del mismo puesto de trabajo durante toda la jornada, con excepción de los fines de semana.
[7] Albert Dion (1856-1946). Pionero de la industria automovilística francesa. Junto a Georges Bouton y Charles Trépardoux, creó, en el año 1883, la sociedad de automóviles De Dion-Bouton.
[8] Georges Berry (1855-1915). Diputado por el Sena desde 1893 hasta 1915, doctor en Derecho y abogado. Era un monárquico que se definía a sí mismo como «republicano asociado». Llevó a cabo encuestas sobre la pauperización y presidió diversas sociedades de beneficencia. En 1905, se opuso a la separación de las iglesias y el Estado.
[9] Mujer tocada con un gorro frigio que representa a la República Francesa. Es además la figura simbólica de la madre patria, fiera guerrera y amorosa protectora a partes iguales.
[10] Henri Gauche, conocido también como René Caughi y Henri Chaughi (1870-1926). Aunque de origen burgués, se integró en el movimiento anarquista a partir de 1892. Fue colaborador de La Révolte de Jean Grave y uno de los fundadores de La Revue anarchiste. Por hostigamiento policial, se vio obligado a exiliarse en Bélgica y Holanda en 1894. A su regreso a Francia se convertirá en uno de los primeros colaboradores de Les Temps nouveaux, y seguirá siéndolo durante veinte años.
[11] Étienne Decrept (1868-1938). Co-autor, junto a Charles Colin, de la ópera cómica Maitena (1909) y colaborador del Mercure de France.
[12] Fusil adoptado por el ejército francés en 1887. Fue ampliamente utilizado por la infantería francesa hasta las postrimeriás del Pimera Guerra Mundial y, en menor grado, hasta la Segunda. Recibió su nombre de uno de los miembros de la comisión que contribuyó a su creación: el coronel Nicolas Lebel.
[13] Compuesto químico venenoso que se obtiene mediante la desecación y pulverización de la cantárida, un coleóptero meloidae de color verde. Consumida por vía oral produce irritaciones en el aparato urinario y la erección del pene; de ahí que se tomase, erróneamente, por un afrodisíaco.
[14] Louis Jean-Baptiste Lépine (1846-1933). Prefecto de policía del Sena desde 1893 y, tras un periodo como gobernador general de Argelia (1897-1899), hasta el año 1913. Fue el creador del Concurso Lépine, que cada año premia a los inventores más originales.
[15] Draveil: comuna situada a 19 kilómetros al sudoeste de París. En el verano de 1908, los mineros de Draveil se pusieron en huelga para protesta contra un salario mediocre, en contraste con la dureza de su trabajo; el movimiento fue duramente reprimido por las fuerzas policiales. Los acontecimientos de Draveil llevaron al enfrentamiento abierto entre el gobierno de Clemenceau y la CGT, que salió debilitada del lance. Más en Théo Rival, Juillet 1908: Draveil-Villeneuve, la CGT à l'heure de la vérité (2008), en http://alternativelibertaire.org.