Albert Libertad
La alegría de vivir
Ante las fatigas de la lucha, cuántos cierran los ojos, cruzan los brazos, se detienen, impotentes y desalentados. Cuántos, y de los mejores, están tan hastiado que se quitan la vida, no encontrándola digna de ser vivida. Con ayuda de algunas teorías de moda y de la neurastenia, los hombres consideran la muerte como la liberación suprema.
Contra tales hombres, la sociedad saca sus clichés. Se habla del fin «moral» de la vida: uno no tiene «derecho» a matarse, los dolores «morales» deben soportarse «valerosamente», el hombre tiene «deberes», el suicidio es una «cobardía», el que abandona es un «egoísta», etc.; frases todas ellas de tendencia religiosa y que no tienen valor alguno en nuestras discusiones radicales.
¿Qué es, entonces, el suicidio? El suicidio es el acto final en una serie de gestos que todos realizamos más o menos, según reaccionemos contra el medio o sea el medio el que reacciona contra nosotros.
Todos los días nos suicidamos parcialmente. Me suicido cuando consiento en residir en un lugar donde el sol no penetra jamás, en una habitación en la que el metro cúbico de aire está tan restringido que me siento como asfixiado al levantarme. Me suicido cuando hago, durante horas, un trabajo que absorbe una cantidad de energía que no podré recuperar, o bien un trabajo que sé inútil. Me suicido cuando no contento a mi estómago con la cantidad y calidad de los alimentos que me son necesarios. Me suicido cuando voy al regimiento a obedecer a hombres y leyes que me oprimen. Me suicido cuando doy a un individuo, mediante el gesto del voto, el derecho de gobernarme durante cuatro años. Me suicido cuando pido al alcalde o al sacerdote el permiso de amar. Me suicido cuando no recupero mi libertad de amante en cuanto el periodo del amor ha pasado. El suicidio completo no es más que el acto final de la impotencia total para reaccionar contra el medio.
Los actos de los que acabo de hablar son suicidios parciales, pero no son por eso menos suicidios. Es porque no tengo fuerzas para reaccionar contra la sociedad por lo que vivo en un lugar sin sol y sin aire, por lo que no como hasta saciarme, por lo que soy soldado o elector, por lo que someto mi amor a leyes y duraciones.
Los obreros suicidan todos los días sus cerebros al dejarlos en la inacción, al no hacerlos vivir; del mismo modo que suicidan en ellos el gusto por la pintura, la escultura, la música, hacia cuya satisfacción tiende nuestra individualidad, en reacción contra la cacofonía que la rodea.
No puede ser cuestión, a propósito del suicidio, de derecho o de deber, de cobardía o de valor: es un problema puramente material de potencia o impotencia. Se oye decir: «El suicidio es un derecho del hombre cuando constituye una necesidad... no se la puede arrebatar al proletario ese derecho a la vida o a la muerte».
¿Derecho? ¿Necesidad? ¿Cómo puede uno hablar de su derecho a no respirar más que a medias, es decir, a suicidar una porción de moléculas favorables a su salud en provecho de las moléculas desfavorables? ¿De su derecho a no comer hasta quedar saciado y, en consecuencia, de suicidar su estómago? ¿De su derecho a obedecer, es decir, a suicidar su voluntad? ¿De su derecho a amar siempre a tal mujer designada por la ley o elegida por el deseo de una época, es decir, a suicidar el deseo de las épocas que vendrán? Sustituid en estas frases la palabra «derecho» por la palabra «necesidad»; ¿resultarán más lógicas?
No se me ocurriría la idea de «condenar» esos suicidios parciales, como no se me ocurriría «condenar» el suicidio definitivo, pero encuentro dolorosamente cómico llamar derecho o necesidad a esta aniquilación del débil frente al fuerte sin haberlo intentado todo. No son más que excusas que uno se da a sí mismo. Todos los suicidios son imbecilidades; y el suicidio total más que los otros, puesto que en el caso de los primeros todavía puede tener uno la idea de recobrarse.
Parece que, llegada la hora de desaparición del individuo, toda la energía podría condensarse en un solo punto para tratar de reaccionar contra el medio, incluso si las oportunidades de éxito en tal esfuerzo fuesen de uno contra mil. Esto parece aún más necesario y natural por pocas personas queridas que uno deje tras de sí. Por esa porción de uno mismo, por esa parte de energía que os sustituye, ¿no puede uno acaso intentar emprender una gigantesca lucha en la que, por muy desigual que sea el combate, el coloso Autoridad siempre se tambalea?
Cuántos declaran morir ellos mismos víctimas de la sociedad. ¿No podrían pensar que, produciendo las mismas causas los mismos efectos, sus semejantes —es decir, aquellos a los que aman— pueden morir víctimas del mismo estado de cosas? ¿No les viene el deseo de transformar su fuerza vital en energía, en fuerza, el deseo de quemar la pila en lugar de separar sus elementos? Sin el temor a la muerte —de la desaparición completa de su forma humana rechazada—, uno puede emprender la lucha con tanta mayor fuerza.
Algunos nos responderán: «Tenemos horror a la sangre vertida; no queremos atacar a esta sociedad, a esos hombres que nos parecen inconscientes e irresponsables». La primera objeción no es tal. ¿Acaso la lucha solo adopta esa forma? ¿No es múltiple, diversa? ¿No pueden todos los individuos que han comprendido su utilidad encontrar el modo de emplearse en ella conforme a su temperamento? La segunda es demasiado imprecisa. Sociedad, conciencia, responsabilidad... he aquí palabras muy a menudo repetidas y poco explicadas. Ni conciencia ni responsabilidad tienen la zarza que obstruye el camino, la serpiente que muerde, el microbio de la tuberculosis y, sin embargo, nos defendemos de ellos. Todavía más irresponsables (en el sentido relativo del término), el trigo que segamos, el buey al que matamos, las abejas que robamos. Y, sin embargo, los atacamos.
Yo no veo irresponsables ni responsables. Veo motivos de mi sufrimiento, de la falta de desarrollo de mi individualidad, y todos mis esfuerzos tienden a suprimirlos o a ganarlos para mi causa por todos los medios. Conforme a mi fuerza de resistencia, asimilo o rechazo, soy asimilado o soy rechazado; eso es todo.
Hay otras objeciones, aunque más extrañas, que adoptan una forma neurasténicamente científica: «Estudiad astronomía; comprenderéis hasta qué punto es despreciable la duración humana en comparación con el infinito. La muerte es una transformación y no un fin».
Por mi parte, no concibo el infinito, puesto que soy finito, pero sé que la duración está hecha de siglos, los siglos de años, los años de días, los días de horas, las horas de minutos, etc. Sé que el tiempo no está hecho más que de la acumulación de segundos y que lo inmensamente grande no está hecho sino de lo infinitamente pequeño. Por corta que sea nuestra vida, tiene su importancia numérica desde el punto de vista del todo. Y si no la tuviera, poco me importaría, puesto que no contemplo la vida más que desde mi punto de vista, con mis propios ojos... y puesto que todo me parece no haber hecho sino prepararnos, a quienes me rodean y a mí mismo.
La piedra acaricia la cabeza cuando cae desde un metro de altura, la abre cuando cae desde veinte metros. Detenida a medio camino, desde el punto de vista del todo, nada más, nada menos, solo que entonces no habría tomado esa energía que hace de ella una potencia.
Ignoro el todo que no puedo concebir; es a mí a quien considero, y hay desaparición o, más bien, falta de asimilación de fuerza en mi detrimento, en el momento de un suicidio parcial o de un suicidio completo. La muerte es el fin de una energía humana, del mismo modo que la disociación de elementos de una pila es el fin de la electricidad que producía, del mismo modo que la disociación de los hilos de un tejido es el fin de la fuerza de ese tejido. La muerte es el fin de mi «yo», es algo más que una transformación. Hay quienes os dicen: «El fin de la vida es la felicidad», y afirman no poder alcanzarla. La vida es la vida; esto me parece más simple. La vida es la felicidad, la felicidad es la vida.
No experimento dolor más que cuando mis tentativas de asimilación son bloqueadas por un suicidio parcial. Todos los actos de la vida son para mí una alegría; al respirar aire puro, siento felicidad, mis pulmones se dilatan, una impresión de fuerza me hace resplandecer. La hora del trabajo y la del descanso me produce el mismo placer. La hora que reclama el almuerzo; el propio almuerzo con su trabajo de masticación; la hora que le sigue con su trabajo interior me ofrecen alegrías diferentes.
¿Habría de evocar las deliciosas esperas del amor, las poderosas sensaciones del encuentro sexual, esas horas tan voluptuosamente lazas de después? ¿Habría de hablar de la alegría de los ojos, del oído, del olfato, del tacto, de todos los sentidos, en una palabra, de todas las delicias de la conversación, del pensamiento? La vida es la felicidad. La vida no tiene un fin. Lo es. ¿Por qué querer una meta, un comienzo, un fin?
Repitámoslo. Cuando, lanzados contra las piedras de un barranco, destrozamos nuestra cabeza contra las rocas, cuando atrapados en el desmoronamiento de la sociedad actual, ávidos de ideal —para precisar este término vago: ávidos del desarrollo integral de uno mismo y de sus seres queridos—, interrumpimos nuestra vida, no obedecemos a una necesidad o a un derecho, sino a la obsesión por el obstáculo. No llevamos a cabo un acto voluntario, como pretenden los partidarios de la muerte; obedecemos a la presión del medio, que nos aplasta, y no partimos más que en la hora exacta en la que la carga resulta demasiado pesada para nuestros hombros.
«Entonces —dirán—, no partiremos más que a nuestra hora, y nuestra hora es a partir de ahora». Sí. Pero porque consideran su derrota por adelantado; resignados, no han desarrollado sus tejidos con vistas a la resistencia, no han hecho esfuerzos para reaccionar contra el sucio desmoronamiento del medio. Inconscientes de su belleza, de su fuerza, añaden a la fuerza objetiva del obstáculo toda la fuerza subjetiva de su aceptación. Como los resignados a los suicidios parciales, se resignan al gran suicidio. Son devorados por el medio, ávido de su carne, deseoso de aplastar toda la energía que promete. Su error consiste en creer que desaparecen por su voluntad para elegir la hora, cuando, en realidad, mueren aplastados despiadadamente por las canalladas de los unos y la apatía de los otros.
En un espacio infestado de los nocivos gérmenes del tifus, de la tuberculosis, yo no pienso en hacerme desaparecer para evitar la enfermedad, sino más bien en hacer que entre la luz del día y en echar desinfectante, sin temor a matar millares de microbios. En la sociedad actual, contaminada por las porquerías convencionales de la propiedad, la patria, la religión, la familia, la ignorancia, aplastada por las fuerzas gubernamentales y la inercia de los gobernados, tampoco quiero desaparecer, sino hacer que penetre el sol de la verdad, echar desinfectante, purificarla por cualquier medio. Incluso después de muerto, tendría el deseo de transformar mi cuerpo en fenol o en picrato para sanear a la humanidad. Y si resultase aplastado en el intento, no habría sido en vano; habría reaccionado contra el medio, habría vivido poco pero intensamente, habría abierto quizás la brecha por la que pasarán energías semejantes a la mía.
No, no es mala la vida, sino las condiciones en las que la vivimos. Así pues, no la tomemos con ella, sino con tales condiciones: cambiémoslas. Hay que vivir; desear vivir, todavía más. No aceptemos ya siquiera los suicidios parciales. Tengamos el deseo de conocer todos los goces, todas las felicidades, todas las sensaciones. No nos resignemos a disminución alguna de nuestro «yo». Seamos hambrientos de vida a los que los deseos hacen salir de la ignominia, de la apatía, y asimilemos la tierra a nuestra idea de belleza.
Que nuestras voluntades se unan, magníficas, y conoceremos al fin la alegría de vivir en todo su esplendor. Amemos la vida.