Daniel Barret
Cuba, el Socialismo y la Libertad: Una visión desde el anarquismo
Capítulo I. “Derechos humanos” y “socialismo”: Comillas y realidades
Capítulo II. ¿Hay socialismo en Cuba?
Capítulo III. El anarquismo y Cuba: La rectificación necesaria
Introducción
“Libertad ilimitada de propaganda, de opinión, de prensa, de reunión pública o privada... Libertad absoluta para organizar asociaciones, aunque sean con manifiestos fines inmorales... La libertad puede y debe defenderse únicamente mediante la libertad: proponer su restricción con el pretexto de que se la defiende es una peligrosa ilusión. Como la moral no tiene otra fuente, ni otro objeto, ni otro estimulante que la libertad, todas las restricciones a esta, con el propósito de defender a aquella, no han hecho más que perjudicar a una y a otra”.
Mijail Bakunin
“Queremos libertad, y creemos que es incompatible con la existencia de cualquier poder, cualesquiera que sean su origen y su forma, impuestos o elegidos, monárquicos o republicanos, inspirados en el derecho divino o en los derechos del pueblo”.
Piotr Kropotkin
“A los anarquistas les compete la especial misión de ser custodios celosos de la libertad, contra los aspirantes al poder y contra la posible tiranía de las mayorías”.
Errico Malatesta
Los pueblos no rompen relaciones y los gobiernos pueden hacerlo todas las veces que lo deseen; siempre y cuando sea en nombre propio, sin más invocaciones que sus ocasionales y mezquinos intereses, no mediando argumentos y “representaciones” que pretendan cubrir un radio más amplio que el de sus dominantes caprichos y en cada circunstancia que ello no involucre, directa o indirectamente, perjuicio alguno para la gente común y corriente: he aquí una máxima probable, a partir de la cual evaluar desde un punto de vista anarquista las escaramuzas verbales de los meses de abril y mayo de 2002 entre las cancillerías de Uruguay y Cuba y la consiguiente ruptura de relaciones diplomáticas entre ambos países o cualquier otra situación de idéntico o aproximado tenor.
Máxima que, sin embargo, quizás debamos desechar parcial o totalmente en el momento mismo de formularla, en tanto cualquier escarceo teórico —por ingenuo que sea— nos informará inmediatamente que es imposible separar o poner a buen resguardo a la gente indefensa de las acciones en las que sus gobiernos pretenden preservar, en el plano de las relaciones internacionales como en cualquier otro, sus insignificantes y arrogantes dignidades; algo de lo cual toda guerra convencional constituye un ejemplo magnífico y extremista.
Pero, no interesa demasiado en este momento abundar en el asunto[1] y —a efectos de ahorrarnos la exposición detenida de reflexiones varias sobre el punto— bien podemos nosotros ahora plegarnos a pies juntillas a buena parte de las posiciones sostenidas por la izquierda uruguaya en torno al tema. Por lo pronto, nos resulta enteramente condenable y digna del mayor de los desprecios esa conducta propia de los anélidos que consiste en barrer la tierra con el pecho y transformarse en el oscuro y genuflexo brazo ejecutor de los antojos destemplados, las arbitrariedades sin cuento y los desplantes inmisericordes del más poderoso de los Estados contemporáneos. Estamos dispuestos, por lo tanto, a sostener en forma convencida y convincente que el gobierno uruguayo fue estimulado por los Estados Unidos —vaya uno a saber cómo y exactamente a cambio de qué—[2] para adoptar la conducta diplomática que finalmente adoptó: proponer, en la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, la realización de una visita inspectiva del organismo a efectos de registrar la situación por la que atraviesa tal problemática en la Cuba actual.
Estamos dispuestos, también, a sostener que la posición uruguaya no está animada por ningún genuino sentimiento principista, que no existe coherencia diplomática que la sostenga —la actitud respecto a los acontecimientos recientes en Venezuela y Palestina alcanzan y sobran para demostrarlo— y que, ni este gobierno ni los anteriores, pueden constituirse en paladines y ejemplos de un reclamo político y vital que no les pertenece. Además, por extensión, agregación y transitividad, compartimos o auspiciamos o defendemos la idea de que la Organización de las Naciones Unidas posee una escasa autenticidad ética —o de cualquier otra especie— para intervenir y pontificar en los momentos y los lugares en que se lo propone, siendo como ha sido, es y seguramente también será la pila bautismal y la coartada de un orden mundial esencialmente injusto. Nada de esto, entonces, constituirá para nosotros un motivo demasiado incitante como para dejar asentadas aquí algunas diferencias teóricas de fondo o tan siquiera los matices a través de los cuales podríamos marcar un perfil singular y distintivo. No obstante; habida cuenta de la cerrada y cerril defensa del gobierno cubano que suele aflorar sin tasa ni medida en circunstancias como la actual, teniendo presentes las gruesas simplificaciones y las tonalidades panfletarias que están implícitas en dicha actitud, considerando que la misma no contribuye a una propuesta completa y en profundidad; lo que aquí queremos situar como centro del debate con la izquierda uruguaya y latinoamericana es otra problemática, que ya mismo puede presentarse simplificadamente bajo la forma de las siguientes preguntas:
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En primer lugar ¿el Estado y el gobierno cubanos, así como sus correspondientes titulares, sí son realmente respetuosos de los “derechos humanos” tal y cómo estos son habitualmente concebidos en tanto rasgo “universal” de la “civilización” y el “progreso” y en cuanto regla rara y difícilmente cuestionada de reconocimiento de la integridad de las personas y de la inviolabilidad de sus prerrogativas y facultades?;[3]
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En segundo término y suponiendo que la respuesta fuera negativa ¿hay alguna razón de peso, alguna excusa o alguna justificación que lleven a dejar en suspenso las exigencias en la materia o reducirlas a una mera confidencia entre íntimos y conjurados?;
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De inmediato —más incluyente, influyente y definitorio aún— ¿merece seguir siendo visualizado o percibido en el camino cubano, tal como lo fuera más fuertemente en tiempos idos, el modelo de la construcción latinoamericana del socialismo y encontrarse así con la coartada inmejorable de toda eventual violación?;
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Por último, ¿las realizaciones efectivas habidas en Cuba —se pretendan socialistas o no— son inteligibles en tanto desviación demorada de la ruta original o, por el contrario, la comprensión de su dinámica interna solo es posible a través de una impugnación a fondo de sus mismos orígenes y, por lo tanto, también de la eficacia de aquello que en algún momento se concibió como “transicional”?
Es, precisamente, de tales cosas que querremos hablar de aquí en más; extrayendo las conclusiones que correspondan y deduciendo las orientaciones políticas a adoptar; y no solo desde un punto de vista que, por muy discutible que parezca, debiera ser compartido por amplios sectores de la izquierda sino, también y sobre todo, como anarquistas convictos y confesos que de una vez por todas queremos saber qué hacer con Cuba y en Cuba, purgando nuestros errores de cálculo y nuestras medias voces de un pasado que quizás esté todavía demasiado cerca nuestro y que, en alguna medida, sigue marcando buena parte de nuestro entorno familiar y de nuestros pasos.
Y querremos hablar de ello, reflexionar sobre ello y definir los correspondientes cursos de acción por cuanto entendemos se trata de una temática extraordinariamente importante y de vastas derivaciones ideológico-políticas, en la cual, tal como se ha dicho, los anarquistas no estamos exentos de responsabilidad. El conjunto de la izquierda, mientras tanto, va más allá aún; extravía sistemáticamente el horizonte y el norte; oculta y escamotea situaciones, procesos y dilemas; se escabulle detrás de los mitos y las añoranzas; elude los problemas de fondo y, por último; bloquea toda posibilidad de entendimiento parapetándose detrás de los muros de la confianza ciega y de la fe. Más aún: el bagaje argumental que aquí pretendemos cuestionar parece sostenerse solo sobre la base de una cierta nostalgia de la integridad perdida,[4] que aflora casi exclusivamente cuando se habla de Cuba y que, en esos casos, quiere seguir siendo integridad sin aspirar ya a ser coherencia.[5] Porque, en efecto, no parece haber coherencia alguna en una política que se despliega de tales y cuales formas en lo que respecta a todos los mundos y galaxias conocidos —Uruguay incluido— y se llama prodigiosamente a silencio cuando se trata de aplicar al gobierno cubano los mismos criterios que se le aplicarían a cualquier otro gobierno. Querremos hablar de ello, entonces, por cuanto seguimos sintiendo —tontamente, quizás— que la coherencia es un componente fundamental de la acción política; un componente que la jerarquiza, la enaltece y la configura como uno más entre los campos de preocupación y de modelado esencialmente ético. Para nosotros, no hay ni puede haber admisión y mucho menos pregón de duplicidades o ambigüedades de discurso, sino la aplicación a rajatabla de principios que no admiten negociaciones ni mediatizaciones ni postergaciones oportunistas.[6]) Todo ello debería formar parte de un estilo, de un modo de hacer las cosas y hasta de una sensibilidad social y política que no pueden pasarse por alto ni minimizarse a la hora de bosquejar proyectos revolucionarios, de mirarse cara a cara con un futuro deseado e intuido de tonalidades libertarias y de resolver si lo hipotecamos o seguimos, consistentemente, apostando y jugándonos por él.
Capítulo I. “Derechos humanos” y “socialismo”: Comillas y realidades
Ahora bien, ¿cuál es, entonces y finalmente, la situación de los “derechos humanos” en la Cuba de hoy; un tema que para nosotros solo puede vincularse —digámoslo prontamente para evitar malentendidos, conjeturas y medias tintas— con el nombre y la imagen, el nervio y la sangre de la más completa libertad históricamente posible? El discurso pronunciado por Fidel Castro en el acto del último 1º de mayo[7] —respuesta directa y obvia a la situación diplomática planteada entre Cuba y Uruguay— nos ofrece las primeras pistas, los primeros esbozos, respecto a las percepciones y orientaciones sobre el tema de la clase dirigente cubana; y nada de ello parece apuntar a una prevalencia o tan siquiera a un reconocimiento específico en el sentido que acabamos de definir y jerarquizar. La operación intelectual primera que nos propone Fidel Castro consiste en la deslegitimación de sus detractores: los países latinoamericanos que votaron a favor de la visita inspectiva en la reunión de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU. Lo que básicamente sostiene Fidel Castro es que, en un continente arrasado por siglos de expoliación —con niños hambrientos o exponiéndose al riesgo de una muerte prematura, con legiones de desempleados y sub-empleados, con políticos corruptos y entreguistas, con medios de comunicación en manos oligopólicas, etc., etc., etc.—, difícilmente puedan darse las condiciones para la realización medianamente plena de la “libertad”, la “democracia” y los “derechos humanos”: una afirmación contundente y a la que podríamos endosarle ahora mismo nuestras propias convicciones y nuestros más encendidos entusiasmos. Bastante más discutible y oscura resulta ser su afirmación de que “una persona que es analfabeta”, “que vive en estado de pobreza o de pobreza extrema, o carece de empleo, o radica en barrios marginales” —esas “enormes masas de ciudadanos en lucha desesperada por la vida”— difícilmente esté “en condiciones de comprender los problemas complejos del mundo y de la sociedad” en que vive o de “ejercer la democracia” o “decidir cuál es el más honesto o el más demagógico e hipócrita de los candidatos”. Ahora sí; Fidel Castro perdió el rumbo, el ritmo y la pisada y extendió las limitaciones orgánicas de los modelos sociales, políticos y económicos latinoamericanos[8] a la capacidad de discernimiento de la gente. Frente a estas premisas y estos razonamientos: ¿cómo concluir el silogismo si no es a través de alguna otra fuente de discernimiento o de algún otro tipo de protagonismo heterónomo que —así sea por simple descuido— acabe sustituyendo a la gente misma? ¿quién, con qué “derecho”, con qué legitimidad, con qué respaldos, con qué fuerza o con qué lógica privada, misteriosa, infalible y excluyente discierne sobre la capacidad de discernimiento ajena? A esta altura, como vemos, la exposición ya comienza a deslizarse por esa pendiente anfractuosa, laberíntica y zigzagueante donde las críticas más justas corren el riesgo ominoso de transformarse en propaganda.[9]
Inmediatamente, nos aguarda, como no podía ser de otra manera por los antecedentes discursivos inmediatamente vistos, una típica operación del poder: los valores deseables —los “derechos humanos”, en este caso— resultan ser un espacio de intersección entre los objetivos sociales prioritarios y los logros reales de un régimen político dado. Así, Fidel Castro se detuvo largamente en la enumeración de los indicadores a través de los cuales se expresaría el respeto de la clase dirigente cubana por los “derechos humanos”, exponiendo un conjunto de realizaciones difícilmente discutibles: tasa de analfabetismo, tasa de escolarización —desglosada en preescolar, primaria y secundaria—, cantidad de habitantes por personal docente, mortalidad infantil, expectativa de vida, proporción de camas hospitalarias, tasa de partos con atención médica, cantidad de médicos y enfermeros cada 100.000 habitantes, tasas comparativas de rendimiento escolar en matemáticas y lenguaje, etc, etc. Se trató, en una palabra, de una detallada puntualización —con las comparaciones correspondientes a nivel latinoamericano— de aquellas cifras que estarían en mejores condiciones para expresar los avances cubanos en materia de educación y de salud; dos persistentes y compartibles preocupaciones de su conducción política. No obstante, lo que el procedimiento sustrae hábilmente es, por un lado, la realización de las comparaciones desventajosas y, por el otro, el hecho mismo de que no se trata de establecer rankings y cotejos a través de cifras que rara vez tienen un significado simple, despojado, directo y unívoco.[10]
En efecto, los “derechos humanos” no constituyen una materia que pueda iluminarse mediante el uso de una calculadora; y los propios avances cubanos en los campos de la educación y la salud pueden relativizarse severamente si se considera que ambos niveles de actuación han sido también continuamente instrumentados como mecanismos de vigilancia y control estatal, como canales de disciplinamiento y normalización profundamente autoritarios. Por lo pronto, es necesario reconocer enfáticamente que mucho de lo que hoy ya está planteado y experimentado, en otros lugares y en clave de ruptura, en las áreas de la educación y de las políticas sanitarias, apuntando al protagonismo y a la autonomía de los “usuarios” de esos servicios e impugnando el monopolio decisional de sus cuadros jerárquicos, está muy por encima de las pretensiones y de los logros cubanos en dichas materias.[11] Y ello es así porque la libertad raigal de los actores de un hecho educativo o de un hecho sanitario no constituyen motivo de desvelo alguno para la conducción política cubana sino que dicho lugar ha sido ocupado, sin competencia ni alternativa posible, por una planificación central que no deja margen reconocible para las iniciativas y, sobre todo, para el protagonismo de base. En otras palabras, lo que Fidel Castro y la clase dirigente cubana no pueden llegar a aquilatar es que los “derechos humanos” solo se sostienen si se los concibe no como una acción de gobierno sino precisamente como una vasta operación resistente, en el máximo grado de energía y radicalidad, contra los gobiernos.[12]
Luego de haber trazado, entonces, un eventual enfoque “alternativo”[13] sobre la temática de los “derechos humanos”, el discurso de Fidel Castro ingresa de lleno en el territorio de los cuestionamientos principales. Por muy extenso que sea el pasaje conviene reproducir textualmente el mismo:
“A los que tontamente hablan y repiten las consignas imperialistas de que no existe democracia ni respeto a los derechos humanos en Cuba, les respondo: nadie puede cuestionar que, a pesar de ser muy pequeño, nuestro país es hoy el más independiente del planeta, el más justo y solidario.[14] Es también por largo trecho el más democrático. Existe un Partido, pero este no postula ni elige. Le está vedado hacerlo: son los ciudadanos, desde la propia base, quienes proponen candidatos, postulan y eligen. Nuestro país goza de una envidiable y cada vez más sólida e indestructible unidad. Los medios masivos son de carácter público y no pertenecen ni pueden pertenecer a particulares, no realizan publicidad comercial alguna, no promueven el consumismo; recrean e informan, educan y no enajenan”.
Dejemos de lado la inicial invocación patriótica, destinada a reafirmar la identidad nacional de los concurrentes al acto y pasemos rápidamente a la defensa, por parte de Fidel Castro, del esquema de Partido único que, por el simple hecho de no permitir que el tal Partido postule y elija, constituiría a Cuba —en las percepciones o en los mensajes de su conducción política— en el régimen más democrático del mundo. Ante esta afirmación, cabe decir que lo realmente importante aquí no es que el Partido no postule ni elija a quienes habrán de ser los ocupantes de los cargos de representación sino a que ello, de todos modos, se da en un contexto de exclusividad en la acción política y, además, que tal cosa ha sido así no durante algunos días, semanas o meses sino a lo largo de más de cuatro décadas en las que la población ha sido compartimentada y cuadriculada por supervisiones de tipo policíaco. En ese marco, la virtual fusión entre el Partido único y el Estado —hasta que la muerte los separe y sin que haya antes o ahora ningún atisbo de modificación— no puede constituir otra cosa que el contexto incuestionado e incuestionable de reclutamiento y formación de una clase dominante; sin importar demasiado que lo sea no por la propiedad de los medios de producción sino por ese elemento configurador decisivo que consiste en la posesión, validada jurídicamente en lo interno, de prerrogativas políticas diferenciales y permanentes. En ese marco, por lo tanto, no hay ni puede haber posibilidad real alguna de avanzar en la socialización de las decisiones ni de coexistir con ninguna subjetividad política colectiva que contradiga los dictados del Partido único.[15] Ergo: ese contexto, ese marco, no es ni puede ser, bajo ningún aspecto racionalmente concebible, ya no un campo de realización de la libertad en sus formas más extremas y acabadas sino ni siquiera de las libertades civiles básicas o, si se prefiere, de los “derechos humanos”.
Menos puede ser todavía un campo de realización de la libertad si, además, “los medios masivos de comunicación son de carácter público”, puesto que en ese marco de articulaciones ello solo quiere decir que los mismos se inscriben, precisamente, en el territorio de fusiones entre el Estado y el Partido y, por lo tanto, se conforman no como un espacio social abierto sino como propiedad privada de la clase en el poder.[16] Situación con agravantes, también, toda vez que se considere que el complejo Estado-Partido es la única instancia legitimada, en esa específica configuración de poder, para hacer usos y abusos, para extender prohibiciones y permisos, en todo cuanto tenga que ver incluso con las libertades más elementales. Expresarse —a través de un fanzine, una radio o una pared; por medio de una novela, una canción, una mesa redonda o una simple catarsis callejera—, asociarse —con quien sea y por la razón que mejor le venga en gana a cada cual— desplazarse —de una provincia a otra, de un país a otro o a Jauja y Cucaña si alguien se encaprichara en realizar tal viaje— o hacer con el cuerpo propio las contorsiones, muecas y gestos que cada persona tenga a bien imaginar en la circunstancia que mejor le plazca son tan solo algunas de las propiedades y capacidades sociales y hasta biológicas básicas que, en Cuba, han sido subsumidas en ese omnipotente agujero negro de atribuciones y privilegios en el que solo los altos funcionarios del Estado y los principales dirigentes del Partido Comunista —y ni siquiera todos ellos, llegado el caso— están relativamente a salvo de los análisis, los exámenes, las inspecciones, las radiografías y las censuras del poder.[17]
Una vez ubicado el punto decisivo de la cuestión en torno a los “derechos humanos” vale la pena dejar el discurso del 1º de mayo de lado, extender un poco más nuestras consideraciones y realizar ahora una observación de cercanías sobre algunos de los mecanismos que habitualmente entran en juego en estos casos y abren espacios de malabarismos retóricos en los que Fidel Castro ha demostrado ser un maestro impar. De tal modo, podremos constatar que la propia Constitución cubana ofrece generosamente un conjunto de libertades que nada tienen que envidiar a las que son habituales en las constituciones liberales o en las múltiples declaraciones históricas conocidas sobre los “derechos humanos”. Así, por ejemplo, la libertad de palabra y de prensa resulta garantizada por el artículo 53, donde se afirma que “las condiciones materiales para su ejercicio están dadas por el hecho de que la prensa, la radio, la televisión, el cine y otros medios de difusión masiva son de propiedad estatal o social y no pueden ser objeto, en ningún caso de propiedad privada”; algo que —según se sostiene allí mismo— “asegura su uso al servicio exclusivo del pueblo trabajador y del interés de la sociedad”.[18] Sin embargo, todo el capítulo constitucional en el que quedan establecidas las libertades elementales[19] se desmorona estrepitosamente al llegar a su artículo 62, el cual nos brinda la información contextualizadora y determinante de que “ninguna de las libertades reconocidas a los ciudadanos puede ser ejercida contra lo establecido en la Constitución y las leyes, ni contra la existencia y fines del Estado socialista, ni contra la decisión del pueblo cubano de construir el socialismo y el comunismo”. Esto, por supuesto, debe ser leído conjuntamente con el artículo 5, que reza así: “El Partido Comunista de Cuba, martiano y marxista-leninista, vanguardia organizada de la nación cubana, es la fuerza dirigente superior de la sociedad y del Estado, que organiza y orienta los esfuerzos comunes hacia los altos fines de la construcción del socialismo y el avance hacia la sociedad comunista”. Ahora, finalmente, nos percatamos que las libertades graciosamente concedidas solo pueden ser usadas en esa estrecha franja de sociabilidades y quehaceres sobre los cuales el Partido Comunista no haya impartido todavía las directivas correspondientes ni se sienta particularmente molesto por el contenido de aquellas opiniones o iniciativas que no han tenido lugar en su propio seno.
Considérense, adicionalmente, disposiciones como las contenidas en el artículo 39 donde se dice que el Estado “fundamenta su política educacional y cultural en los avances de la ciencia y la técnica, el ideario marxista y martiano, la tradición pedagógica progresista cubana y la universal” o que “es libre la creación artística siempre que su contenido no sea contrario a la Revolución”[20] y tendremos ante nosotros una trama jurídica de efectos perversos, que rubrica y consagra una cierta forma de ejercicio del poder en la que todo aquello que acontece por fuera del Partido único y gobernante es inmediatamente sospechoso, escasamente merecedor de confianza y susceptible de condena y punición. El pueblo y su revolución han sido, conceptualmente y en los hechos, incorporados, cooptados y asfixiados en el Estado, el Estado se ha fusionado con el Partido y el Partido está sujeto a un liderazgo unipersonal vitalicio, inmarcesible, capaz de identificarse con la sabiduría misma y que interpreta a voluntad y sin objeciones todo cuanto pueda decirse de “revolucionario”, legítimo y provechoso sobre la política y la economía, el trabajo y el ocio, la familia y la educación, la ciencia y el arte, el deporte y la sexualidad: he aquí, frente a nuestra incapacidad de entendimiento, una auténtica teocracia laica que persiste en arrogarse la construcción del “socialismo” y monopolizar sus definiciones y sentidos.
Esta trama articulada y cerrada de concepciones fuertemente estatistas y autoritarias han sido, históricamente, el sustento teórico-ideológico de la represión a todos aquellos que intenten oponerse de palabra o de hecho a las directivas gubernamentales. Los anarquistas cubanos, como corriente claramente definida de pensamiento y acción, bien lo saben —al igual que tantos otros—, no han sido ajenos a esos extremos y, prácticamente desde los comienzos mismos del proceso de cambios, han sido perseguidos, encarcelados e incluso “ajusticiados” por haber planteado orientaciones poco gratas a una conducción política que rápidamente se desembarazó de algunos de los más caros sueños revolucionarios de la inicial gesta anti-batistiana. De ello hay abundantes y confiables testimonios; algunos de los cuales pueden considerarse todavía relativamente próximos, aun cuando luego se extravíen en la larga noche de los tiempos. Así, por ejemplo, pese a las enormes dificultades de comunicación y a una recurrente nebulosa informativa se hizo posible saber que a principios de los años 80, en medio de algunos conatos de organización de sindicatos independientes, fue reprimido el llamado Grupo Zapata, bajo la pueril acusación de “sabotaje industrial”. El saldo de las acciones punitivas del Estado no pudo ser más lamentable y, de acuerdo a ciertas fuentes, hubo que computar la muerte por torturas, en el centro de detención de Villa Marista, de Caridad Parón o el asesinato de Ramón Toledo Lugo y Armando Hernández o la condena a 30 años de prisión de los hermanos Carlos, David y Jorge Cardo, de Jesús Varda, de Israel López Toledo y de Timoteo Toledo Lugo. Un trabajoso flujo de noticias apenas si podía dar cuenta, en 1989, que todavía sobrevivía, probablemente en el Combinado del Este, próximo a La Habana, el militante libertario Ángel Donato Martínez.[21]
A pesar de estas cosas, una y otra vez reafirmadas y confirmadas, la marmórea e imperturbable elocuencia de Fidel Castro seguirá repitiendo, como lo hiciera en el acto del último 1º de mayo que “Cuba ocupa ya lugares cimeros en el mundo muy difíciles de superar en un creciente número de esferas fundamentales para garantizar la vida y los más esenciales derechos políticos, civiles, sociales y humanos, a fin de asegurar el bienestar y el porvenir de nuestro pueblo”. No obstante, más allá de las permanentes prédicas, las incesantes locuacidades y las invencibles vocaciones propagandísticas, el hecho incontrastable es que la única respuesta que podemos dar a la primera pregunta que delimita nuestro asunto es que la clase dirigente cubana —como cualquier clase dirigente, por otra parte, aunque con derroteros históricos y particularidades intransferibles de una a otra— no respeta los “derechos humanos” de su gente ni muestra mayor disposición a confiar en su libre albedrío, en su voluntad individual y/o colectiva, en su autonomía y en su capacidad de decidir en cada momento y como parte de un proyecto histórico instituyente sobre sus vidas, sus preferencias y sus muertes.
Pero, entonces, si de acuerdo a ciertas pautas convenidas tácitamente y más o menos comunes no podemos encontrar allí el respeto y la consideración que habitualmente exige la izquierda para los “derechos humanos”, ¿cuál es la razón por la que aquello que es inaceptable o insuficiente en cualquier otra parte del mundo puede ser aceptable y suficiente en Cuba? ¿Cuál es la concepción subyacente y no siempre explícita que permite sostener indignaciones hemipléjicas e incoherencias varias? En principio, parece claro que la peripecia cubana sigue exponiendo a su modo —y no sin algún tipo de razón— el enfrentamiento mítico entre David y Goliath; entre la entereza y el coraje de los débiles y la arrogancia y la prepotencia de los absolutamente fuertes. Más aún: una vez estallara en mil pedazos el bloque soviético y se extraviara la proyección histórica de un campo “socialista” política y económicamente integrado, la imagen que Cuba comenzó a irradiar, como complemento del embargo norteamericano, fue similar a la de la heroica y solitaria resistencia de Numancia frente al imperio romano.[22] Esa innegable situación de desvalimiento unida a la decisión de continuar su propio camino de construcción del “socialismo” dotaron a la experiencia cubana —ya en los años 90 del siglo XX— de atractivos redoblados, de admiraciones y solidaridades abroqueladas y poco dispuestas a una aproximación crítica con respecto a algunos derroteros que, si bien no eran enteramente nuevos, encontraban ahora una justificación adicional. Entonces, dadas ciertas manifestaciones —tanto de corrientes políticas opositoras o resistentes y más o menos organizadas como de cubanos comunes y silvestres sin otras necesidades que los simples gestos de “indisciplina”—, la represión subsiguiente, inmediata o más largamente pensada, siguió ubicándose en un cuadro compuesto por tres tipos de explicaciones alternativas o complementarias. En primer lugar, la represión se justificaría porque —aún asignándoles escasa gravitación y tratándolos como un mero producto ficcional de la propaganda enemiga— los objetivos de la misma no son más que “enfermos sociales” sin capacidad para integrarse armónicamente con las formas establecidas de ejercicio del poder o minorías necesitadas de un intenso proceso de “re-educación”. Se sostiene, también, que la represión estaría justificada por cuanto se aplica solo contra elementos decididamente “contrarrevolucionarios”, “gusanos”, “servidores del imperialismo” y otros facinerosos de idéntica calaña. Por último, la represión se justificaría también —y he aquí la formulación políticamente más sofisticada— como una práctica provisoria y preventiva del Estado sobre la cual no es sostenible ningún pronunciamiento externo y de pretensión superior que violente el principio absolutamente innegociable de la “autodeterminación de los pueblos”: así, la represión se conocerá y será nominada como represión en cualquier lugar del planeta, mientras que en Cuba tendrá el privilegio de transformarse en el legítimo ejercicio de la soberanía.[23]
Sin embargo, cada uno de estos supuestos difícilmente se sostendría por sí mismo de no ser por la recurrente invocación a las agresiones norteamericanas; ubicuas, omnipresentes, causa primera y realidad última, según las explicaciones oficiales, de todas las desgracias. Sin embargo, sostener aquí —como lo haremos— que dicha explicación es, en su cansadora monotonía, absolutamente insuficiente, no quiere decir que los Estados Unidos no hayan ofrecido en el correr del tiempo sobradas razones para el mantenimiento de tal discurso. Los Estados Unidos vuelven, perseverantemente, a enrostrarle a América y al mundo su inacabable batería de crueldades y de guarangadas, tal como lo hicieran recientemente al acusar a Cuba de la fabricación de armas biológicas, a modo de antesala de eventuales represalias directamente militares en el marco de su campaña universal de lucha contra el “terrorismo”. La propia persistencia del embargo económico norteamericano —abonado y engordado en los últimos tiempos por las leyes Helms-Burton y Torriccelli— no puede explicarse más que como el efecto combinado de una saña de proyecciones absolutistas en lo que hace al “nuevo orden mundial” y de la necesidad de congraciarse con el “radicalismo” político de los exiliados cubanos; los que, hace ya bastante tiempo, reportan importantes réditos electorales y a los que George Bush junior debe agradecer nada menos que su acceso a la presidencia de los Estados Unidos que, como es notorio, se resolvió precisamente en la Florida.
El cuadro de interminable y torpe intolerancia diplomática que han dibujado los Estados Unidos —con sus correspondientes e indigeribles materializaciones— ha permitido que la conducción política cubana pudiera presentarse frente a su pueblo y al orbe todo como la dirección militar de un país en guerra. Así, Cuba resulta ser una sociedad en estado de alerta, inflamada por el patriotismo y fuertemente movilizada toda vez que resuenan los clarines de la agresión externa. De tal modo, la diversidad, la disidencia y la disonancia que la dinámica innegablemente interna de la sociedad cubana produce —a partir de sus propias y específicas relaciones de poder— son decodificadas y resignificadas en el contexto de beligerancias previamente trazado, alineadas involuntariamente junto a las fuerzas del enemigo y combatidas como si realmente se tratara de una división regular del Pentágono. Cuba está, entonces, en guerra y si, además, esa guerra es librada por David contra Goliath o por Numancia contra el imperio romano nunca habrán de faltar simpatías que inmediatamente estén dispuestas a justificar el conjunto y la parte en aras de la unidad nacional que haga posible la resistencia y la victoria. La guerra es, por ende, la excusa mayor y el trasfondo de unificación y uniformización societal necesarias que todo lo justifica; incluso si se percibe y se acepta que la misma ha tenido fases perfectamente diferenciadas. La guerra actual no es aquella que comenzara con el asalto al cuartel Moncada ni exactamente la misma que pudo visualizarse cruentamente en Bahía de Cochinos o la que ostentara su virtual aureola atómica cuando la crisis de los misiles en 1962, ni es idéntica a la que se libró en los tiempos en que se creía posible “crear dos, tres, muchos Vietnams”, ni es tampoco la que llevó a miles de soldados cubanos a los campos de batalla africanos. Sin embargo, sea como sea, para la conducción política cubana es absolutamente vital trazar un arco de continuidades y acoger bajo el manto de una misma epopeya todo lo acontecido desde el asalto al cuartel Moncada hasta nuestros días: la guerra es contra el imperio, “patria o muerte” y “venceremos”.[24]
No obstante, cabe recordar ahora que no a toda nación perseguida y en guerra la izquierda estará dispuesta a justificarle cualquier cosa ni a suscribir de inmediato sus acrobáticas explicaciones. A la hora de juzgar, por ejemplo, las recientes acciones bélicas del Estado de Israel nadie en la izquierda vacilará demasiado en calificarlas como crímenes de guerra y es harto dudoso que alguien pueda considerarlas como dispositivos “defensivos” que se justificarían en la incalificable barbarie nazi sobre el pueblo judío.[25] Para cualquier analista u observador en sus cabales y animado por elementales sentimientos de respeto hacia las personas, la guerra desatada por los Estados Unidos contra Afganistán no justificaba bajo ningún aspecto concebible que las mujeres afganas no pudieran, bajo el gobierno de los talibanes, cursar estudios superiores o se vieran drásticamente limitadas en su posibilidad de abocarse a vulgares paseos callejeros. No: las guerras ni explican ni justifican solamente por si mismas aquellos exabruptos o excesos que en cualesquiera otras circunstancias serían tenidos como violaciones a los “derechos humanos”; de la misma manera que no constituyen, tampoco, una secuencia lineal de causalidades capaz de abarcar también los procesos internos que poca relación guardan con las cadenas de potencialidades que aquellas liberan. Porque, en definitiva, no debería haber demasiado lugar a vacilaciones para concluir que la disidencia o la resistencia cubana no es meramente un reflejo de “enfermedad social” alguna ni se agota en las conspiraciones “imperialistas” ni se resuelve en el marco de prestidigitaciones retóricas de la mentada “autodeterminación de los pueblos”. Entre otras cosas, porque las “enfermedades” y las “conspiraciones” no constituyen más que una explicación pueril y simplista —una burda reducción de la realidad social al formato de la guerra— y, además, porque la propia autodeterminación de los pueblos no puede ser confundida, bajo ningún aspecto, con la autodeterminación de los gobiernos; salvo bajo aquella intrigante operación intelectual en la que unos y otros son escandalosamente identificados y tomados como si se tratara de un mismo actor. En definitiva, es el propio andamiaje hegemónico de auto-referencias discursivas el que permite que una minoría dirigente se reserve, por sí y ante sí, las prerrogativas de realizar diagnósticos médicos y militares, al tiempo que dice expresar y administrar cuanto pueda haber de sano en el pasado, el presente y el futuro de un pueblo al que se le ha secuestrado su capacidad de autodeterminación real.
No hay violación alguna a la “autodeterminación de los pueblos” si se acepta que delegaciones de otros pueblos visiten Cuba, se pronuncien sobre Cuba y, eventualmente, también puedan hacer llegar su solidaridad —de la forma que sea necesaria y posible— a los diferentes sectores de la oposición o de la resistencia. En definitiva, no puede dejar de llamar la atención que haya un antagonismo tan cerril a una visita inspectiva de la ONU cuando a ninguno de los protestones de turno se le ocurrió colgar sus alaridos del cielo en ocasión de los viajes expedicionarios realizados por personajes de dudosísima imparcialidad como Juan Pablo II y James Carter. ¿No será que la “autodeterminación de los pueblos” solo parece invocarse en toda aquella ocasión en que el gobierno cubano no haya hecho las correspondientes invitaciones o admisiones oficiales? ¿Es que en Cuba solo el gobierno y no el pueblo tiene la facultad de abrir las puertas cuando se le ocurre o de cerrarlas a cal y canto si así lo desea? Y, por supuesto, desde nuestro punto de vista y tal como lo hemos dicho desde un principio, no se trata de defender la facultad inspectiva de la ONU, cuyas orientaciones están permanentemente sujetas, en primer lugar, a sus diagramas internos de poder y, acto seguido, a consideraciones coyunturales sin posibilidad de maquillaje. De lo que sí se trata, en cambio, es de defender la facultad de “injerencia” de las organizaciones populares de base de cualquier lugar del mundo o de organismos probadamente independientes en todo cuanto tenga que ver con la formación de condiciones para una práctica autónoma de sus homónimas cubanas. Y se trata de que sea así por cuanto ello también ha sido así en infinidad de otras ocasiones y porque la experiencia ha permitido aquilatar que tales “injerencias” han tenido muy saludables efectos toda vez que han sido necesarias y posibles. Una vez más, para nosotros solo se trata de ser coherentes y de aceptar que en Cuba tengan lugar las mismas cosas que se han saludado y aplaudido con efusión en otras partes y no replicar aquellas infaustas clausuras mentales al estilo del genocida Jorge Rafael Videla cuando respondió —frente a intentos investigativos externos a su criminal dictadura— que los argentinos no necesitaban aval alguno puesto que eran probadamente “derechos” y “humanos”.[26] Sin embargo, seguimos encontrando que la izquierda uruguaya —y buena parte también de la latinoamericana— salva olímpicamente todos esos escollos y continúa defendiendo a capa y espada las orientaciones del Partido Comunista cubano. No obstante ello, desde nuestro punto de vista, ¿es posible sostener indefinidamente que solo son atendibles, creíbles y confiables las explicaciones dadas por la conducción cubana suprimiendo así toda posibilidad de construir un módico código común y de librar un debate racional en torno a cualquier punto concebible, reduciendo así los gestos políticos sucesivos a triviales actos de fe?
Llegados a este punto, cabe hacer un repaso de las conclusiones que hemos ido extrayendo. Desde nuestro punto de vista, ha quedado dicho y probado que la clase dirigente cubana no respeta los “derechos humanos” de su gente en los términos convencionales en que tales cosas son entendidas por la izquierda en cualquier otro lugar del mundo. Hemos visto, también, que el trasfondo de justificaciones se reduce a una situación de guerra entre el inconmensurablemente fuerte y el infinitamente débil, con toda la carga de emocionalidades y apasionamientos que ese trazado convoca en forma prácticamente instantánea. Pero, hemos concluido además que la disidencia cubana responde en última instancia no al escueto y dicotómico trazado de la guerra sino a razones inconfundiblemente endógenas y bastante más complejas de lo que se está dispuesto a reconocer; algunas de las cuales solo guardan una relación tenue o inexistente con las acciones de los Estados Unidos. Al mismo tiempo, aun cuando se aceptara textualmente el formato que la dirigencia cubana quiere para su guerra, tampoco esa situación hipotética permitiría extender un salvoconducto de eternas impunidad y autarquía que impidiera una observación crítica y a fondo. Por último, asumiendo a título expreso que la izquierda ha resuelto convivir con un margen amplio y cierto de incoherencia y que a la dirección del Partido Comunista cubano se le extiende un cheque en blanco y se la saluda por aquello mismo que en cualquier otro caso merecería una enérgica condena, seguimos sin encontrar una respuesta que nos resulte enteramente satisfactoria sobre las razones de tal actitud política. Una vez más, nos preguntamos: ¿por qué? ¿por las glorias del pasado —el romanticismo de la Sierra Maestra y la mística de los barbados combatientes o el heroísmo de los milicianos que enfrentaron la invasión de Playa Girón— y/o por encarnar el destino de la historia?
Esta última, precisamente, parece ser la respuesta y la explicación que hemos estado buscando: el elemento articulador subyacente de todas las justificaciones que la izquierda uruguaya y latinoamericana está dispuesta a ofrendar a la conducción política cubana es una cierta concepción del cambio social y de los procesos revolucionarios en los países dependientes —con sus correspondientes y predeterminadas fases “transicionales”— que fuera paradigmática durante los años 60 y 70, comenzara a desdibujarse en la década de los 80 y acabara por ubicarse, en términos relativos y en su forma concreta, fuera del escenario histórico real luego de la espectacular y repentina implosión del bloque soviético. Según esa concepción, en su versión marxista original, el socialismo se actualiza como posibilidad histórica real a partir de una fase de contradicción entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción que hasta ese momento las han encauzado. Pero, contrariamente a lo que Marx y Engels habían supuesto, las contracciones del parto no habrían de plantearse primeramente en los países capitalistas más avanzados sino que, de acuerdo a las correcciones y aportes de Lenin, ello habría de darse en “los eslabones más débiles de la cadena imperialista”; una convicción que, en los años 50 en forma embrionaria y en los años 60 de manera contundente, pasó a identificarse territorialmente con los procesos de descolonización o de liberación nacional que se planteaban con fuerza extraordinaria y considerable extensión en Africa, Asia y América Latina. Las revoluciones sobrevinientes, entonces, tendrían un formato preconcebido con una etapa inicial de “realizaciones democráticas avanzadas” —acordes con el desarrollo de las fuerzas productivas y con la necesaria confluencia de las burguesías nacionales o incluso de mesianismos militares “progresistas”—, para abrir luego, como en el caso cubano, un rápido tránsito a la construcción del “socialismo”. La historia no tenía, entonces, reversibilidades ni misterios y el único enigma que debían resolver la estrategia y la práctica política era la formación de los frentes nacionales de liberación, reduciéndose así las soluciones standards a una dialéctica de acumulación de fuerzas en torno y en contra del “enemigo principal”. Todo aquel que se enfrentara al imperialismo era, por lo tanto, un aliado real o potencial y un inconfundible compañero de ruta en la edificación de un mundo nuevo que, inexorablemente, habría de llegar.
Esa concepción mecanicista y evolucionista de la historia —excusa teórica mayor para una nueva variante de imposición del viejo adagio maquiavelista de que el fin justifica los medios— conduce al absurdo de que la principal regla de evaluación no consiste en determinar las “bondades” de los amigos sino las “maldades” de los enemigos:[27] basta con aislar y derrotar a quien en cada coyuntura se presente como el “enemigo principal” para que las leyes intrínsecas a los procesos de cambio favorezcan como por casualidad y descuido la llegada redentora y milenarista del socialismo. Mientras se esté enfrentando a quien en cada etapa haga las veces de “enemigo principal”, el trabajo concienzudo y directo en pos de los objetivos fundamentales —de cuño claramente socialista y libertarizante— puede tranquilamente postergarse para las calendas griegas. Esa concepción, por supuesto, fue bajo su forma anti-imperialista la infraestructura teórico-política sobre la que se cimentó una multitud de derrotas y retrocesos de los movimientos populares a lo largo y a lo ancho del mundo entero durante los años 60 y 70 hasta el momento de su crisis letárgica en la década de los 80. Sin embargo, es la misma concepción que vuelve a manifestarse de manera refractaria y reluctante toda vez que se suscita alguna emergencia o algún “ataque” a propósito del proceso cubano. Y ello es así por cuanto Cuba, cual Numancia rediviva, es todavía el recuerdo vivo y palpitante de aquellas gestas sobre las cuales se apoyó el enfrentamiento anti-imperialista de los años 60 y la promesa sobreviviente de la construcción “socialista”. Sin embargo, esas convicciones y sus correspondientes actitudes políticas no suponen más que la restauración retardada y ahistórica de una práctica que ha conducido una y otra vez al fracaso y que ha dejado librado al azar —o, lo que es lo mismo, a la entelequia de una vaporosa “legalidad” histórica— el problema capital de la construcción socialista.[28] Digámoslo ahora, entonces, en forma absolutamente rotunda: la construcción socialista se vuelve una quimera irrealizable si la misma está permanentemente supeditada a esquemas deterministas de evolución histórica que todo lo cifran, etapa tras etapa, en la acumulación de fuerzas al estilo leninista en torno al “enemigo principal”. Persistir en ello no es hoy más que un sarpullido de nostalgia, necesitado del anti-imperialismo a la antigua usanza como instancia superior de legitimación pero también de cierta inimputabilidad gratuitamente adquirida. Entonces, si la clave de todo el asunto consiste en discernir si efectivamente se está construyendo el socialismo en Cuba, ha llegado el momento de tomar ese esquivo toro por sus correspondientes guampas.
Capítulo II. ¿Hay socialismo en Cuba?
Friedrich Engels decía, en una de sus habituales polémicas teórico-ideológicas con sus compañeros alemanes, que no había que confundir el socialismo con la nacionalización de las cloacas, y ahora nosotros debemos comenzar sosteniendo que tampoco debería confundirse con la tasa de escolaridad o la cantidad de camas hospitalarias por habitante: el socialismo, si es que todavía habrá de seguir pareciéndose a la utopía y constituyendo un objeto de deseos y de sueños no puede ser intuido de otra forma que como una nueva relación de convivencia; igualitaria y solidaria, naturalmente, pero en la que, también y sobre todo, se interrumpen, se esfuman o se descuartizan expresamente todas las formas de explotación y dominación y que, por ello y para ello, es capaz de brindar el marco orgánico en el que realizar cabalmente la confirmación o la búsqueda cotidianas de la más intensa y extensa libertad históricamente posible y concebible. Decir que el socialismo debe verificarse, por sobre todas las cosas, como una relación de convivencia inédita implica desembarazarlo ya mismo de su hipotética dependencia del desarrollo de las fuerzas productivas y también de esa concepción que supone que los sacrificios del presente —habitualmente los ajenos y muy raramente los propios— están justificados si los mismos son el reclamo de una vanguardia política que, por sí y ante sí, dice encarnar el sentido de la historia. El socialismo es, entonces, también una construcción colectiva conciente, capaz de instituir un tiempo histórico diferente a partir de los compromisos y las convicciones autónomas de las multitudes, de las organizaciones variables y cambiantes en que estas se articulan y de los individuos que las componen, les dan vida y las alientan. Además, en tanto construcción colectiva conciente, esas relaciones libertarias que están en la base de cualquier socialismo realmente concebible no pueden ser un corolario remoto sino una premisa en tiempo presente, una condición que no puede subordinarse a las supuestas exigencias de un período al que convencional y tramposamente se le ha llamado de “transición” pero que, en los hechos y en la experiencia, se ha consumado siempre como el espacio histórico de conformación de nuevos esquemas de dominación que han tendido a adquirir un carácter más vitalicio que pasajero. El socialismo no es, por lo tanto, el promisorio resultado a largo plazo de gobiernos de intencionalidad y proclamas socialistas que, excusados en la administración supuestamente temporaria de las reglas de juego que harían posible esa nueva convivencialidad libertaria, acaban realmente construyendo los horizontes concretos, la agenda, las etapas y los ritmos según su propia lógica, su propio albedrío y su propia dinámica interna; y haciendo, en definitiva, que sus confesos y declarados objetivos iniciales se vuelvan perpetuamente imposibles en ese marco. Entonces; si, a nuestro modo de ver, el socialismo no puede ser intuido ni diseñado de otra manera que como la construcción colectiva conciente —en el aquí y el ahora y no en tiempos o lugares impredecibles e inubicables— de relaciones de convivencia libertarias, igualitarias y solidarias en las que se evaporan y desaparecen todas las formas de explotación y dominación —las propias del “ancien régime” y también las que se postulen como “transitoriamente” sustitutivas—; Cuba ¿es socialista? De acuerdo a nuestras definiciones, la respuesta automática y refleja seguramente podría adoptar sin mayores vacilaciones alguna de las formas variables de la negación; no obstante lo cual creemos que es especialmente oportuno analizar el asunto un poco más detenidamente y reparar en los distintos elementos que componen el campo de fundamentaciones. El tema de la conciencia socialista, en particular, reclama con fuerza nuestra atención inmediata. Ello es así por cuanto a ese nivel quedó situado desde un principio el rasgo distintivo primordial del “socialismo a la cubana” y porque, además, todavía hoy continúa sorprendiendo el caudal de adhesión movilizativa —aparente, al menos—[29] que la clase dirigente habrá de computar entre sus logros o entre sus refractarias permanencias. En líneas generales, puede decirse que la intensidad y la densidad que adquirió la exaltación de la conciencia socialista en los primeros tramos de la revolución cubana está más o menos asociada a la obra de Ernesto “Che” Guevara y que bien podrían puntuarse sus diferentes líneas evolutivas en torno a temas como el de la formación del hombre nuevo, el predominio de los estímulos morales sobre los materiales y la independencia relativa de los criterios de distribución e intercambio con respecto al desarrollo de las fuerzas productivas.[30] No obstante, esa preocupación por el fortalecimiento de una conciencia socialista entre el pueblo cubano quedó rápidamente oscurecida y mediatizada por el cariz político que el proceso fue adquiriendo paulatina pero persistentemente. Por lo pronto, no parece ser la misma una conciencia socialista que se desarrolla en forma autónoma entre la gente y sus organizaciones diversas, plurales e independientes de toda injerencia estatal que aquella que florece como acompañamiento y en el contexto de una centralización política progresiva. Si la primera es capaz de manifestarse a través de productos múltiples y disonantes de las directivas del poder, la segunda se encuentra acotada y casi obligada a hacerlo como abnegación, empeño y hasta solidaridad pero también trasvistiéndose rápidamente en disciplina, en obediencia y en lealtad. Los contenidos de la conciencia son suministrados por el poder central y la utopía del hombre nuevo agota sus buenos augurios en uno más de los tantos modelos sacrificiales de comportamiento conocidos o por conocer. Y tal cosa no es —como puede tender a creerse— una desviación post-guevariana sino que el propio Guevara, en sus análisis económicos, tendía a concebir la primacía de la conciencia como una consecuencia de la planificación centralizada.[31] Únase a este tipo de consideraciones la rápida secuencia de formación de una estructura política en régimen de exclusividad y prontamente nos encontraremos con ese indeseable dibujo en el que la conciencia ya no es la síntesis voluntaria, imperfecta, provisoria y revisable de infinitos puntos de elaboración, debate y aun conflicto sino el reflejo, punto por punto, de las decisiones y directivas del partido único.
Si la primera forma que adopta la conciencia es capaz de renovarse a sí misma en el propio flujo de su problemática y de su historicidad radical, su expresión segunda y bastarda solo puede entumecerse y fosilizarse en el correr del tiempo. Parece cierto, sin embargo, que la dirección cubana ha conseguido mantener —hacia dentro tanto como hacia fuera— una presentación de multitudes movilizadas en gesto de respaldo a su conducción política. No obstante ello, es notorio también que nada de eso parece espontáneo y que solo expresa la profunda inserción por capilaridad de los organismos estatales y su capacidad —sin duda, de carácter coactivo— para organizar las grandes concentraciones públicas a que la dirección cubana nos tiene acostumbrados. En ellas podrá apreciarse todavía la lógica de un país en guerra y susceptible aún de justas crispaciones frente al “enemigo principal” y de sus concomitantes manifestaciones de sentimiento nacional. Pero estos episodios esporádicos no pueden ocultar un hecho bastante más permanente: la conciencia social ha continuado un proceso de escisiones que no comenzó precisamente ayer y persevera en la producción de expresiones de rechazo, de duda o de apatía. La conciencia social real, la que bullía en el marco del proceso revolucionario cubano en sus orígenes, fue plural desde un primer momento y como tal se manifestó a lo largo de los años 60 en los planos político, económico, sindical, cultural y hasta militar. Esa diversidad, sofocada y ahogada tramo por tramo, severamente reprimida y conducida hacia el silencio, la cárcel o el exilio, concluyó por opacarse y disolverse detrás de los acordes monocromáticos del Partido Comunista y del incuestionable liderazgo personal de Fidel Castro; un proceso ciertamente dramático y en el que la revolución cubana acabó hipotecando por un buen tiempo las latencias de un recorrido alternativo efectivamente socialista y libertario que alguna vez incubó en el seno de las generaciones directamente anti-batistianas. Pero, a pesar de la meticulosa extirpación de todo vestigio opositor o simplemente disonante, lo que la política de la conducción cubana acabó generando fue el extendido descreimiento de las generaciones post-revolucionarias que, cada vez más alejadas de la inicial exaltación de ánimo, solo pudieron conocer esa paz social autoritaria y anodina propia de un Estado policial y, para colmo, sin que este fuera capaz de resolver sus objetivos expresos de alcanzar un desarrollo económico auto-sustentable. El tiempo histórico, entonces, muy a pesar de los controles estatales, terminó produciendo una sociedad fragmentada en la cual —según algunas de las evidencias disponibles— se ha elaborado una conciencia que, en sus vertientes definidamente opositoras, oscila entre la bronca y el miedo pero que también, en espacios más amplios, seguramente se mueve entre la indiferencia y la espera.
El proceso de segregación de la conciencia social se despliega más allá de las imágenes de uniformidad que la dirección política cubana persiste en querer brindar, cuenta con referentes sub-culturales bastante obvios y también —como marca mayor de heterodoxias y herejías teóricas— con raíces clasistas que solo una inigualable terquedad se niega a reconocer.[32] Esquemáticamente, puede decirse que las clases sociales se constituyen a partir de agregados institucionales y afinidades estructurales entre ciertos papeles prefijados y articulados en una determinada relación de dominación y se distinguen, entre otras cosas, por una concreta y normalmente asimétrica distribución de posibilidades y privilegios. En lo que a nosotros nos interesa directamente en este momento, las relaciones de dominación básicas que ahora se hace preciso destacar son aquellas que se entablan alrededor del ejercicio del poder político; un poder político que rápidamente inicia su fase de concentración y, progresivamente, también su superposición y su identificación plena con esa trama de organicidad partidaria que primero se conocerá como Organizaciones Revolucionarias Integradas, luego como Partido Unificado de la Revolución Socialista y, finalmente, como Partido Comunista. Ese nivel es el que, desde un comienzo, se imbrica y se confunde con los ocupantes y transeúntes de los impenetrables laberintos de la organización estatal y, muy particularmente, de sus instancias de planificación económica y de sus fuerzas armadas. Es en ese nivel de fusiones entre el Estado y el Partido único donde comienzan a producirse absurdas prohibiciones “moralizantes” o “purificadoras” —como la interdicción de escuchar jazz, la de vestir pantalones ceñidos y la de usar el pelo largo, por ejemplo— y a disfrutarse de posibilidades difícil o nulamente disponibles para el pueblo llano; entre las cuales habrá que destacar el acceso amplio a las informaciones internacionales y a tarjetas de racionamiento más generosas que las comunes o la ridícula prerrogativa de usar barba, que en ciertos momentos solo estuvo reservada a los veteranos combatientes de la Sierra Maestra pero en modo alguno a jóvenes que quizás desnudarían así sus apresuradas pretensiones de ostentar un símbolo de status “revolucionario”.[33] Más directamente cuantificables fueron las diferencias establecidas entre las remuneraciones de quienes ocuparon inmediatamente cargos de gobierno y, por ejemplo, las de los “comandantes rebeldes”; para no mencionar aquellas bastante más pronunciadas que existían respecto a los obreros de las industrias nacionalizadas o a los campesinos ocupados en los establecimientos rurales del Estado.[34]
La sedimentación y la institucionalización a lo largo del tiempo de esos privilegios “transitoriamente” acumulados —a los que se accede a través de la ocupación de cargos estatales y nada menos que en un marco que oficialmente rechazaba la implantación de estímulos materiales— constituyen los rasgos fenoménicos a través de los cuales pasa a expresarse y a distinguirse una clase dominante; primero en su proceso de formación y, posteriormente, en su adquirido estado de irremisible permanencia. Pero es absolutamente preciso transitar algunos pasos más allá, realizar las distinciones correspondientes y reconocer en el ejercicio del poder político, en los caminos de acceso al mismo y en las formas cambiantes pero siempre irrefutables de su legitimación los elementos explicativos básicos de la nueva configuración societal clasista.[35] En tal sentido, parece importante en términos impresionistas y empíricos —e incluso ofensivo para cierto contexto de privaciones generalizadas e invocaciones al sacrificio— que las jerarquías del Estado viajaran en autos Alfa Romeo o pudieran disfrutar de vinos franceses y bombones suizos;[36] no obstante lo cual, lo decisivo, lo que sí habrá que considerar como definitorio es que tales cosas no hicieran más que traducir materialmente un cuadro institucionalizado de distribución asimétrica de posibilidades y de atribuciones.
En otras palabras: la ostentación, el sibaritismo y la gula no forman por sí mismos una relación de clase, pero sí habrá que pensar seriamente en su formación cuando tales cosas se plantean dentro de un esquema permanente de contingencias y de derechos diferenciales. Ese esquema básico no se ha formado en torno a la propiedad jurídica de los medios de producción sino, como ya se ha insinuado, en el tejido de imbricaciones entre el Estado y el Partido único. Y esto es así por cuanto la estratificación de clases reproduce a su modo y en su nivel la estructura jerárquica del Estado, y los desempeños y el destino que se pueda tener en ella están virtualmente identificados con las carreras dentro del Partido; con las decisiones, las orientaciones y las directivas de este.
Veamos algún caso que nos permita ilustrar los mecanismos que entran en juego. Así, encontraremos que las cooperativas formadas en el proceso de reforma agraria, desde 1960 en adelante, nunca llegaron a ser tales en sentido estricto y que, en realidad, funcionaron como granjas del Estado en las cuales los consejos de empresa elegidos no suponían contrapeso alguno para la gerencia real designada por el INRA (Instituto Nacional de la Reforma Agraria) y sobre la cual recaían los procesos efectivos de toma de decisiones.[37]
De tal modo, las directivas de la conducción política quedaron permanentemente sobreimpresas a los procesos concretos de trabajo, restándoles toda autonomía, sustituyendo y subordinando cualquier lógica espontáneamente emergente de ellos y ejerciendo sobre los mismos una relación que no cabe calificar de otro modo que como dominante.[38] Una vez más, habrá que recurrir a la proverbial sinceridad del “Che” Guevara y recordar sus palabras: “El grupo de vanguardia está más avanzado ideológicamente que la masa. Los primeros se sacrifican en su función, los segundos son menos concientes y se deben someter a presiones... la dictadura del proletariado se ejerce no solo sobre la clase vencida sino también, de manera individual, sobre la clase victoriosa”.[39] Es precisamente sobre la base de esta lógica que pasa a constituirse un grupo social al que, a priori, se le asignan prerrogativas decisorias; un grupo que se auto-legitima a sí mismo, se consolida y se clausura a medida que se asciende en los sucesivos niveles de los organismos de planificación económica, desde las unidades productivas básicas hasta las instancias centrales de decisión nacional.
Pero, en el caso cubano, este rasgo común a los “socialismos” burocráticos y estatistas se especifica nítidamente a partir de su impronta militar y de la presencia recurrente de las fuerzas armadas en las responsabilidades más diversas: variables, algunas de ellas, a lo largo del tiempo; pero permanentes también en cuanto tenga que ver con la movilización productiva y la disciplina del trabajo. Inmediatamente más adelante, y en relación con el proceso histórico en tanto tal, consideraremos necesario extendernos mínimamente sobre este punto en particular y ahora nos conformaremos con el simple hecho de afirmar que la dinámica de clases de la sociedad cubana ha estado históricamente asociada en forma rigurosa con la estructura jerárquica del Estado; que ello ha sedimentado y estratificado internamente una clase dominante y privilegiada cuyos vectores fundamentales de constitución se desplazan en sentido ascendente en la trama tecno-burocrática de los organismos de planificación económica y de las fuerzas armadas. Complementariamente, dicha clase se redondea a sí misma a consecuencia de las carreras partidarias propiamente tales; un componente de necesaria distinción por cuanto, aun cuando también habilita prolongadas permanencias en su seno para los militantes más encumbrados, está mucho más librado al juego de los “talentos” y las “virtudes” y a los cambios de rumbo característicos del escenario político. En términos generales, la conclusión que se impone es conocida por los anarquistas desde los lejanos tiempos de la 1ª. Internacional: el ejercicio del poder no es una mera formalidad ni un simple reflejo de la estructura económica sino un nodo de derivaciones “strictu sensu” y él mismo formador de clases sociales; encargadas, ahora a través del Estado y del Partido, de garantizar la estabilidad y el orden jerárquico de la sociedad y también de las funciones de apropiación y distribución de los excedentes “socialistas”.
Ahora bien: alguien hubiera podido suponer que, durante el lapso en que Cuba se mantuvo dentro del área de influencia soviética y recibió por ello suculentos subsidios, hubo impedimentos de esa procedencia que postergaron la inmediata puesta en práctica de las virtualidades libertarias embrionariamente resguardadas. Si así hubiera sido, podría suponerse también que la implosión del bloque soviético habría permitido a Cuba despojarse de muchos de sus lastres burocráticos y emprender un camino de transformaciones más abierto a la participación popular y más vinculado a la toma de decisiones reales —en los aspectos más gravitantes y no en aquellos de porte casi doméstico— por parte de las organizaciones básicas de los trabajadores. Sin embargo, no fue eso lo que ocurrió sino que la inflexión adoptada con la aprobación de la reforma constitucional de 1992 sí supuso la legitimación plena de un proceso de reconversión capitalista llamado a estimular el incremento de la inversión extranjera. Veamos lo que nos dice un testigo de primera línea:
“La amplia reforma constitucional de 1992 se adelantó a la necesidad de cambios estructurales impuesta por la crisis y por la búsqueda de reinserción de la economía de Cuba en el mundo actual. Después se establecieron instrumentos como los ajustes del aparato del Estado; la descentralización del comercio exterior; mayores atribuciones a las empresas; legalización del uso del dólar por la ciudadanía, del trabajo por cuenta propia y de mercados de oferta privada con precios no regulados; masiva cooperativización de granjas agrícolas estatales; nuevos mecanismos como los aranceles a importaciones de empresas mixtas y nacionales; implantación de un sistema tributario (que excluye a los salarios); ley de inversiones extranjeras; transformación de la banca; el plan de reformas llamado Bases Generales del Perfeccionamiento Empresarial, entre otros.”[40]
El propio GRANMA, en su introducción a la publicación de la Constitución cubana, sostiene que las reformas, “de acuerdo con los intereses del país, flexibilizan el carácter de la propiedad sobre los medios de producción o la dirección y el control del comercio exterior” orientándolas “a dar garantías a la inversión extranjera y a la operación de empresas mixtas, sociedades y asociaciones”.[41]
El sentido de las reformas, por lo tanto, no respondió a un cambio profundo de percepciones y perspectivas sino a la necesidad imperiosa de otorgar un respiro a las exhaustas arcas del Estado —las exhaustas arcas de la clase dominante, por lo tanto—; ya sea directamente —por venta de activos, por tributos, por aranceles, etc.— o bien indirectamente —a través de la reanimación de un mercado interno que ahora podría disponer de las abundantes remesas familiares de divisas procedentes de las numerosas colonias cubanas en el exterior y muy especialmente en los Estados Unidos.[42] Además, bien puede decirse que el sentido de los cambios tampoco provocaría excesivos disgustos a un economista ortodoxo y que sus consecuencias, en los términos clasistas en que veníamos expresándonos, implican, por un lado, la formación de una raquítica pequeña burguesía autóctona[43] y, por el otro, la creciente injerencia en la vida del país de algunos segmentos reconocibles de la burguesía transnacional.
A todo esto ya nos es posible responder contundentemente a nuestro interrogante original respecto al carácter del régimen cubano y sostener que el signo de la respuesta no puede menos que ser negativo: Cuba no es socialista; y no lo es en tanto exhibe un cuadro de clases que expresa nuevas relaciones de dominación constituidas, en primer lugar, a partir del ejercicio del poder político, pero también, en segundo término, renovadas y ampliadas a partir de las licencias concedidas a los movimientos de capital, incluso extranjero —licencias no extendidas, naturalmente, a los movimientos de las personas—; no lo es por cuanto ha desarrollado desde siempre tendencias no precisamente igualitaristas; y, sobre todo, no lo es ni puede serlo porque la convivencialidad societal profunda y permanente, tal como se ha generado y desplegado en sus 43 años largos de existencia “revolucionaria”, no ha conseguido purgarse en ningún momento de su visceral impronta autoritaria.
Estas afirmaciones pueden considerarse como concluyentes por sí mismas; sin embargo, desde un principio nos hemos propuesto también analizar si la configuración social, política y económica a la que finalmente ha conducido el derrotero de aquella vieja revolución victoriosa habida en Cuba en los años 50 se explica a partir de causas externas y ajenas al proceso mismo o si, por el contrario, se hace necesario, y aún imprescindible, apelar a un cierto campo “interno” de fuerzas ampliamente condicionantes que, de todos modos —es decir, incluso aislando los efectos atribuíbles a factores de otra procedencia— hubiera conducido de una forma o de otra a estados más o menos asimilables con el actual. Hemos dado a entender que este tipo de consideraciones es absolutamente fundamental porque allí se constituye un conjunto de derivaciones políticas de la máxima importancia en torno a los procesos de cambio en América Latina y, muy particularmente, porque esto será lo que nos permita ubicar teóricamente el problema de la llamada “transición” al socialismo.
En otras palabras, lo que ahora intentaremos situar críticamente son dos aspectos que han acompañado y pautado el proceso revolucionario cubano desde sus inicios mismos; dos aspectos que son previos a cualquier insinuación de agresión imperialista, que son anteriores al momento en que la conducción política cubana se reclina en el regazo soviético, que anteceden a todas las dificultades que hubo que atender y a todas las rectificaciones que fue preciso adoptar; dos aspectos que quizás asomaran por primera vez sus narices en ocasión del asalto al Cuartel Moncada, que probablemente merecieran un fortalecimiento cualitativo durante el refugio mexicano, que seguramente hicieron su travesía marítima en el GRANMA y que, con toda certeza, se consolidaron como garantía de eficacia y mística de victoria en la misma Sierra Maestra: el componente militar y el componente caudillista. Las conclusiones pueden ser anticipadas desde este preciso instante: no hay “transición” posible al socialismo y a la libertad si la misma no se conduce decididamente desde un primer momento de acuerdo a una preceptiva que sea ya propiamente libertaria y socialista; no hay “transición” medianamente confiable que trascienda el nivel de las patrañas y las declaraciones de buena voluntad si se parte por acentuar indolentemente aquellos rasgos que son definitivamente indeseables en el cuadro de la utopía; no hay camino o “transición” a la libertad si no es —parafraseando demoradamente al Bakunin del Catecismo— en alas de esa misma libertad que está en el centro de nuestros anhelos y nuestros proyectos. Pero ahora corresponde que veamos estas cosas en concreto y más de cerca.
En el origen más remoto del proceso de centralización política y burocratización encontraremos, entonces y sin duda posible, a los referentes militaristas del propio recorrido revolucionario. Desde los tiempos de la Sierra Maestra en adelante —como guerrilla primero, como Ejército Rebelde después y como fuerzas armadas altamente institucionalizadas finalmente— la política revolucionaria cubana se ha conducido predominantemente según una impronta fuertemente militarizada, en la cual la apelación a los “comandantes” encuentra su definitivo punto de sazón. En efecto, las indudables prerrogativas de que disponen los institutos armados cubanos y sus reiteradas responsabilidades protagónicas no son casuales ni se plantearon como una necesidad específica de la construcción socialista sino que tienen su raíz en esa centralidad de que las ha dotado el propio proceso de gestación revolucionaria. Hay en el mismo una simbología y una mística que, conciente o inconcientemente en un principio y luego a través de las sucesivas redefiniciones de la guerra, han producido una preeminencia que, a la postre y gracias a la propia lógica interna de las concepciones y perfiles del quehacer militar —amateur o profesionalizado— vuelven extraordinariamente dificultosa, si es que no imposible, una reversión radical.
De tal modo, en Cuba se dieron y se mantuvieron dos secuencias de acontecimientos perfectamente identificables y conceptualizables: por un lado, la tendencia a considerar como propias de los institutos armados actividades que les son completamente ajenas y, por el otro —mediante una cadena de asociaciones históricas—, la propensión a conferirle legitimidad a dichas intervenciones a partir de la mística, los sacrificios y los heroísmos del período guerrillero.[44] Así, la Cuba de hoy podrá tener su propia e innegable historia posterior, pero buena parte de sus raíces y de sus condicionamientos se encuentran en ese crisol y en esa matriz de realizaciones futuras que fueron la Sierra Maestra y el original diseño guerrillero que en su momento acogió.
Un conocedor de proximidades de las guerrillas latinoamericanas que adoptaron el modelo castro-guevarista anota con especial agudeza algunas de las indeseables consecuencias, en términos de percepciones y conductas, que se desprenden del mismo:
“En todo caso, interesa en este punto nombrar una veta de la moral guevariana que, a mi modo de ver, conecta con su visión tutelar y salvífica de la sociedad. La idea de vanguardia ejemplar y conductora aparece una y otra vez como garante de la línea correcta, como instrumento de la educación del pueblo y del propio ejército libertador. El revolucionario y el partido son apóstoles reformadores necesarios que, fusionando lo público y lo privado en un nudo de armonía, deben imponer a toda costa, con inflexibilidad puritana si hace falta, un proyecto vertical destinado a mejorar la condición humana en el partido y en la sociedad. La moral convertida en normativa nos remite entonces a una idea y a una práctica peligrosas: los filósofos o líderes políticos determinan lo que conviene en nombre de un finalismo que han capturado y gestionan. Entonces surge la necesidad de actos ejemplares que empiezan por la unión en uno mismo entre lo que se dice y lo que se hace; a continuación, los actos ejemplares para con los demás se administran entre premios y castigos. Y los castigos pueden llevar al ajusticiamiento de los que «no cumplan con su deber».”[45]
La guerrilla se constituye en paradigma y patrón de medida; y lo hace no solo en su relación consigo misma sino que, al desplazar, proyectar y volver imposición normativa la ética grupal, lo hace también en su relación con los círculos concéntricos que la rodean: lo que comenzó siendo un ejemplo de desprendimiento y de arrojo se transforma en un código espartano y acaba generando un derecho adquirido sobre los demás; un derecho que habrá de ejercerse tanto en lo que tenga que ver con la disciplina del trabajo y sus resultados como en cuanto a las actitudes básicas de sociabilidad y a la disposición de la vida misma. Y lo que torna estas cosas particularmente relevantes, perdurables y pasibles de institucionalización, lo que le otorga su capacidad de transformarse en un centro gravitatorio puro y duro, es que todo ello ocurre en el marco de la estructura jerárquica piramidal propia de las organizaciones armadas y con su peculiar distribución interna de prerrogativas y de privilegios.[46]
Hay aún un elemento más que le confiere al “socialismo a la cubana” una originalidad con la que no contaron sus antecedentes de invocación marxista-leninista: esa combinación de raíces en el caudillismo hispano-árabe y en el realismo mágico latinoamericano que encuentra su síntesis perfecta en la figura de Fidel Castro. No se trata, por cierto, de recurrir aquí a esas versiones novelescas al estilo de Mario Vargas Llosa que todo pretenden explicarlo a partir de la intrínseca crueldad de una jefatura capaz de agusanar una manzana fresca y apetitosa a su influjo exclusivo y excluyente; incluso aunque no haya prácticamente dudas que pocas veces existe la oportunidad de apreciar un liderazgo tan fuerte y en tal estado de pureza.[47] Mezcla de Cid Campeador, Robin Hood y Stenka Razin, alejado ya de los campos de batalla en sentido estricto y llegada la hora de la rutinización del carisma, Fidel Castro representa —por mucho que la expresión se mantenga discretamente en reserva— el caso más prolongado de culto a la personalidad de que tengan recuerdo los recorridos de construcción “socialista”; a cuya duración Stalin, Mao y Tito apenas si se aproximaron. Hipnotizador, histrión, profeta, chamán y milagrero al tiempo que también experto en temas militares, agrónomo vocacional e ingeniero de rutas y caminos, Fidel Castro ha sido durante medio siglo el propietario monopólico de la revolución cubana; y no solo en cuanto a la atribución de su significación profunda y sus orientaciones fundamentales sino también en la definición de asuntos de detalle e instrumentación que en cualquier otra situación medianamente racional y caracterizada por la elaboración colectiva habrían sido delegados a diferentes instancias descentralizadas de decisión y de poder. “Fidel Castro decidirá la orientación del porvenir”, según espetó confidencialmente y sin demasiados rubores décadas atrás un funcionario de rango medio pero de encumbrada posición intelectual.[48] Y, por muy ridículo y antidemocrático que ello parezca, por más expresivo de una devoción que de un pensamiento crítico-revolucionario que tal cosa resulte, lo cierto es que Fidel Castro no solo ha sido y es el arquitecto del futuro sino que también practica sin demasiadas limitaciones ni comedimientos los oficios de maestro mayor de obras y diseñador de interiores, hasta un grado en que resulta difícil encontrar situaciones parecidas en cualquier otro proceso de construcción “socialista” que se nos ponga por delante. En este punto del análisis, la revolución cubana y su “socialismo” solo pueden ser entendidos y calificados como totémicos.
En efecto, ese emblema protector, ese ascendiente genealógico, ese progenitor mítico que es Fidel Castro para el pueblo cubano, es también el espacio biográfico en el que se reúnen y se entrecruzan aspiraciones y deseos virtualmente arcaicos, identidades y proyectos confirmatorios, referencias históricas y orígenes colectivos. Es en ese espacio caudillista donde residen la conciencia del pasado y del futuro; donde adquieren su sentido la revolución, la guerra contra el imperio y la construcción del socialismo; donde se resumen con destellos propios la verdad y la justicia. También es el espacio en que se resuelve la administración de los asuntos terrenales y el manantial del que surgen las ocurrencias de la hora; las que pueden ir desde la cría de cocodrilos hasta la fijación de metas record para una zafra azucarera pasando por la construcción de autopistas, la adopción extemporánea de algún fertilizante o la ubicación y el trazado caprichosos de cultivos varios.[49] No hay síntesis ni condensación de ideas y de prácticas que se mantenga al margen de su mirada o de sus mensajes redentores; no hay historia autónoma que pueda sobrevivir a la intemperie y sin que antes cuente con sus amplios y discriminatorios cobertores y salvoconductos. Un ejemplo mayor de esto último —que empalma magníficamente con nuestra reflexión anterior sobre las instituciones armadas— es la visión oficial castrista que configura ex post un protagonismo absorbente de la guerrilla en el proceso de luchas contra la dictadura de Batista; desplazando hacia los roles propios de la periferia y el acompañamiento al Directorio Revolucionario y a las ramas urbanas del Movimiento 26 de Julio; recortando su luminosidad cegadora sobre el fondo invisible, oscuro y anónimo de la multitud; y asegurando mediante esta purga historiográfica, por lo tanto, las condiciones de fortalecimiento de su propio liderazgo caudillista en detrimento de las potencialidades políticas colectivas que, en los años augurales, estuvieron permanentemente en ciernes.[50] Fidel Castro, entonces, como personalidad avasallante pero también como punto de cruce en el que es absolutamente imprescindible reconocer un aparato, un dispositivo de intereses conjugados y capaces de servirse de su figura y, además, profundas raíces culturales del propio pueblo cubano que no ha podido todavía ir más allá de su canonización cotidiana ni labrar los caminos que le permitan despojarse de su tutela ni transitar por ellos sin otro manto ni otro amparo que el de su intransferible autonomía.
Sea como sea, entre su militarismo refractario y su caudillismo omnipresente la “transición” cubana no ha podido ser otra cosa que un movimiento circular que regresa perpetuamente al punto de su mitología fundacional y de su institucionalización posterior; tal como ha ocurrido —aproximadamente y con las singularidades que correspondan— con todas las “transiciones” de idéntico signo y de su misma inspiración. Cuba no es socialista y no ha podido serlo porque su propia estrategia de construcción acogió desde un primer momento rasgos y elementos de rápida cristalización que contradicen tanto en términos lógicos como en los rigurosamente prácticos cualquier avance de signo libertario, igualitarista y solidario. Además, esos rasgos, esos elementos, no fueron una importación forzada, que solo quepa explicar y justificar a partir de la gravitación irreversible de factores exógenos, sino que los mismos estuvieron presentes como insinuación y como virtualidad en los mismos tramos iniciales del proceso revolucionario, son parte naturalmente constitutiva del mismo y le confieren un carácter del que no ha podido y no parece querer desprenderse. Cuba es, entonces, una sociedad en la que —repitámoslo ya mismo sin vacilaciones ni justificación posible— no se respetan los “derechos humanos”; una sociedad, además, que ha recompuesto una trama clasista singular, en la que asoman los segundos y terceros fulgores de revival capitalista y en la que un Estado paternalista, policial, autoritario y, por añadidura, fuertemente militarista, juega un papel hegemónico excluyente y de imposible modificación en su propio marco de nociones y de sentidos; una sociedad, por último, que ha encontrado una insólita y duradera, pero igualmente frágil, amalgama en un culto totémico que ya comienza a mostrar no los primeros sino los séptimos u octavos signos de su arbitrariedad y su desgaste. Frente a este panorama, y estando como estamos absolutamente convencidos de que cuanto ocurra en Cuba de aquí en más no podrá dejar de repercutir de un modo o de otro, favorable o desfavorablemente, en la agitación que otra vez atraviesa la América Latina, es de la mayor importancia reflexionar nuevamente —pero ahora sin pasar por los viejos lugares comunes— a propósito de una política que dé cuenta acabadamente y sin escondites de esa situación. A ello querremos dedicar, tanto en lo que tiene que ver con las posiciones susceptibles de adopción compartida con sectores ampliados de la izquierda como en cuanto a aquellas de nuestras propias y familiares tiendas libertarias, el último tramo de este trabajo.
Capítulo III. El anarquismo y Cuba: La rectificación necesaria
Decíamos al principio que el punto de vista desde el cual elaborar orientaciones políticas respecto a Cuba era en cierto modo dual y pretendía contemplar tanto aquellas posiciones sostenibles desde una visión de izquierda relativamente amplia como las propias de una ubicación específicamente anarquista; de las que ahora ha llegado, finalmente, el momento de ocuparse. Para los anarquistas, además, Cuba ha sido, desde los años 60, algo más que un guijarro en nuestros zapatos; en Uruguay, muy especialmente, pero también a lo largo y a lo ancho del movimiento libertario internacional. La idea general que hoy puede sostenerse es que, durante la década del 60, la ausencia de nexos y acuerdos internacionales sólidos que englobaran al movimiento anarquista —incluyendo, naturalmente, a las expresiones cubanas del mismo— operó efectos devastadores en cuanto a la claridad, la profundidad y la pertinencia de las posiciones luego adoptadas sobre la marcha. No existía todavía la Internacional de Federaciones Anarquistas (IFA) —que recién se formaría en la localidad italiana de Carrara, en 1968—, en América la Comisión Continental de Relaciones Anarquistas (CCRA) no constituía una red excesivamente densa y regular de articulaciones, la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT) tenía francamente disminuído su funcionamiento y la trama más vigorosa de vínculos multilaterales estaba constituída por el exilio español, efectivamente disperso por el mundo pero con su propia carga de focalizaciones nacionales y problemas como para constituirse en un nodo que pudiera ejercer cierto influjo gravitacional y coherentizador amplio. El movimiento anarquista, además, se encontraba, a escala internacional, en un prolongado período de reflujo, repliegue y expectativa, aproximadamente vigente desde la derrota revolucionaria española. La propia guerrilla de la Sierra Maestra no fue anticipada ni aquilatada en sus alcances y una Conferencia Anarquista Americana reunida en Montevideo, en abril de 1957, limita sus consideraciones sobre el caso a saludar y manifestar su apoyo a las fuerzas enfrentadas a la dictadura de Fulgencio Batista.[51] Por añadidura, desde 1959 en adelante, las muy escasas informaciones disponibles resultaron confusas y contradictorias, se libraron en forma personal e íntima pero por fuera de los planos orgánicos de confianza y de los compromisos colectivos que hubieran sido imprescindibles, se distrajeron y perdieron entre consideraciones de oportunidad que no se dirigían al centro de la cuestión y redujeron toda elaboración ulterior a conjeturas voluntaristas, a credibilidades virtualmente dispuestas a priori y, en última instancia, también a actos de fe. Así las cosas, no resulta extraño que la revolución cubana victoriosa haya producido un fuerte desconcierto adicional y una irreparable dispersión y desencuentro de posturas; tanto a nivel del conjunto del movimiento como también en muchas de sus expresiones locales.
En líneas muy generales, y como no podía ser de otra manera, el movimiento anarquista internacional observó con simpatía el proceso revolucionario cubano, aun cuando no pueda decirse que sus expectativas inmediatas fueran extraordinariamente entusiastas respecto al rumbo y al radicalismo que finalmente le imprimieran al asunto los guerrilleros que en enero de 1959 ingresaban en La Habana, derrocaban al dictador Batista y promovían la instalación de un gobierno provisorio de amplio espectro.[52] Sin embargo, la pronta definición socialista y el carácter enérgico que adoptó el proceso revolucionario respecto a los Estados Unidos aceleraron la necesidad de posturas bastante más precisas por parte del movimiento libertario internacional; las que habrían de adoptarse en un contexto teórico, ideológico, político, organizativo y hasta de informaciones disponibles que —tal como ya se ha dado a entender— no era precisamente ni el más fértil ni el más favorable. Los resultados fueron catastróficos y sus ecos llegan prácticamente hasta nuestros días. Algunos agrupamientos se pronuncian en el sentido de un “apoyo crítico” a las orientaciones reconocibles del proceso cubano —las de su gobierno, por lo tanto, aun cuando nunca haya sido planteado en esos términos— y otros se encargarán de marcar las distancias correspondientes, lo cual, simultáneamente, equivalía a dar la espalda o respaldar a los anarquistas isleños que en esos iniciales momentos ya eran objeto de persecución: entre los primeros, destacan prestigiosas publicaciones como UMANITÁ NOVA de la Federación Anarquista Italiana, MONDE LIBERTAIRE de la Federación Anarquista Francesa o la ítalo-norteamericana ADUNATA DEI REFRATARI; entre los segundos, habrá que alistar a la Federación Anarquista Mexicana, a la Federación Libertaria Argentina, a la históricamente gravitante CNT española y a un conjunto de individualidades de amplio reconocimiento.[53] Mientras tanto, la Federación Anarquista Uruguaya representará un caso especialísimo, puesto que, al calor de los debates propiciados en torno a las eventuales derivaciones latinoamericanas del proceso revolucionario cubano, comienza a deshilacharse y acabará dividiéndose prácticamente en mitades; una de las cuales —la que continuara actuando bajo el nombre de F. A. U.— se plegará a las concepciones del “apoyo crítico”, en tanto la otra —la Alianza Libertaria Uruguaya— mantendrá respecto a la situación isleña una postura crítica a secas.[54]
Por la razón que sea, en el contexto de desinformaciones —y, sobre todo, de apasionamientos, expectativas y esperanzas— de la época, no hay duda posible en cuanto a que el callejón central por el que comenzaba a transitar la revolución cubana en los primeros años 60 ejerció un influjo innegable y provocó una gama variable de adhesiones, por lo menos tácitas, que fueron desde cierta fascinación de ascendiente casi jacobino[55] hasta la mediatización de aquellos que, pese a sus reservadas críticas en profundidad, se guardaron de manifestarlas expresa y enérgicamente, so pena de verse lastimosamente confundidos entre el séquito cortesano de la diplomacia estadounidense. De todos modos, fuera cual fuere el matiz finalmente adoptado, la indeseable consecuencia consistió en que el movimiento libertario internacional, como cuerpo globalmente considerado, jamás consiguió aproximar posiciones tan siquiera medianamente comunes respecto a Cuba, se acomodó resignadamente a un cierto vacío, al menos parcial, de iniciativas propias y perfectamente distinguibles en torno a los procesos de cambio revolucionario en curso durante ese período y generó —o, al menos, admitió— una atmósfera de sospecha y de desconfianza respecto al movimiento libertario isleño. De tal modo, se aceptó también que sobre el mismo recayera el inmerecido mote condenatorio de la contra-revolución y se privó así de un enfoque específico y familiar que pudiera articularse con los acontecimientos del proceso que tenían lugar dentro de la propia Cuba. Para colmo, los contrastes se hicieron tan fuertes y virulentos, tan en blanco y negro, tan a favor y en contra de unos o de otros, que la censura interna al movimiento libertario se extendió con facilidad a terrenos originalmente diversos. Ya no se trató solo de ese gratuito y desnorteado intercambio de epítetos falaces según el cual unos se habían vuelto partidarios de la “tiranía castrista” y sus adversarios “cómplices del imperialismo”[56] sino que, en el voltaje y la temperatura que fue adquiriendo una polémica librada en esos términos, el movimiento anarquista hipotecó buena parte de sus lazos internos de solidaridad y comprensión y extravió los caminos de búsqueda de su propia renovación y de la actualización con los nuevos tiempos que le tocaba vivir; genéricamente, a lo largo y a lo ancho del mundo y, muy especialmente, en América Latina.
Hoy, sin embargo, el tiempo transcurrido y los hechos capitales que el mismo fue decantando nos permiten una re-evaluación considerablemente más ajustada, tanto de los caminos seguidos por la revolución cubana y de sus proyecciones hacia el resto del continente como del papel que en los años augúrales —y, con menor peso y particularmente a través del exilio, también en los posteriores— le cupo jugar al movimiento libertario isleño. Sobre el primer aspecto creemos haber dicho ya lo suficiente —al menos si se lo piensa desde el punto de vista de lo estrictamente necesario para nuestras presentes reflexiones— y parece llegado el momento de realizar una observación más detenida sobre la tragedia histórica específica del anarquismo cubano y, quizás, dejar planteadas para el futuro algunas suposiciones sobre el papel que todavía tendría la oportunidad de jugar en el escenario actual.
Lo primero que habrá que hacer es descartar las dos livianísimas acusaciones que habitualmente han pendido sobre el movimiento libertario isleño: la de su hipotética “prescindencia” respecto a las luchas anti-dictatoriales y la de sus supuestas actividades “contrarrevolucionarias”. Antes de abordar directamente los hechos, y observando ambas cosas desde un ángulo estrictamente doctrinario, habrá que decir que ambas acusaciones son lisa y llanamente inconcebibles desde el momento en que el pensamiento anarquista no puede menos que ser rotunda y radicalmente anti-dictatorial y en la medida que representa una trayectoria singular en el seno de cualquier proceso revolucionario. Esa especificidad del anarquismo en tanto concepción y en cuanto práctica perfectamente bien delimitadas vuelve absurdos los “cargos” formulados pues ni los libertarios tienen por qué sentirse obligados a acompañar estrategias y proyectos que no suscriben del mismo modo que nadie más que ellos habrá de comprometerse profunda y completamente con su propio programa de actuación. Suponer lo contrario es admitir que, en el contexto de un proceso de cambios, una cierta élite de vanguardia cuente con la prerrogativa absoluta de determinar cuáles habrán de ser los caminos puntuales a seguir y los ritmos en que ellos habrán de ser transitados y, por ende, se adjudique también el derecho de distribuir como mejor le parezca las indulgencias y los anatemas que más se ajusten a las situaciones de obediencia o de indisciplina, respectivamente. Esto lleva a reconocer que, en un proceso revolucionario cualquiera, todas las tendencias que este haya de albergar se ciñen a su propia constelación de conceptos, deseos y hasta intuiciones y solo podrá exigírseles en aras de su coherencia que respeten los mismos o, a lo sumo, los que correspondan a las organizaciones populares de base de composición amplia e irrestricta; siempre y cuando las mismas cuenten, además, con un marco que garantice la participación plena en sus decisiones de todos y cada uno de sus miembros. Si así no fuera, ahora mismo habría que considerar como “prescindentes” a todos los anarquistas que a lo largo y a lo ancho del mundo se consideran auto-excluidos de un amplísimo universo de proyectos de cambio; ya sea porque los mismos son percibidos como incorregiblemente reformistas, o bien porque delatan los inconfundibles tufos del oscurantismo, ya porque están impregnados de una aureola insoportablemente autoritaria. Y, por supuesto, nosotros mismos también podríamos calificar de “prescindentes” a todos aquellos que no comulguen con nuestros propios proyectos. Sin embargo, la ética revolucionaria, solo debería ser evaluada dentro del marco de nociones y convicciones de cada cual y nunca desde el punto de vista de los cumplimientos y las lealtades con esos lugares sacrosantos que se pretenden expresivos de alguna unidad artificial que no existe más que en sus enfermizas arbitrariedades.
La acusación de “contrarrevolucionario” recibida por el anarquismo cubano, mientras tanto, no merece mejor suerte que la anterior y se extravía fácilmente en el océano de las ambigüedades y las polisemias. En efecto, la misma solo tiene algún sentido a partir de una cierta concepción de la revolución sobre la que se reclama una suerte de derecho de propiedad o paternidad y sobre la cual se ejerce algún tipo de hegemonía en cuanto a sus orientaciones y a sus derroteros. Es recién luego de esta aceptación que los titulares de tales privilegios gozarán también de la prerrogativa de calificar como “contrarrevolucionarios” a todos aquellos que se opongan a sus designios. Sin embargo, toda vez que se constate —y cualquier ejemplo histórico permite hacerlo— que el campo de la revolución jamás asume formas químicamente puras sino las configuraciones características de un abanico de tendencias en el que cada cual defenderá sus propias ideas sobre el asunto, aceptar tales descalificaciones sumarias no equivale a otra cosa que a abrir el lúgubre espacio del monolitismo que inevitablemente habrá de sofocar todas las energías y potencialidades de la insurrección original. En el caso cubano, por ejemplo, si se aceptara sin demasiados remilgos preciosistas la acusación de “contrarrevolucionarios” que su conducción ha prodigado generosamente a diestra y siniestra sobre sus ocasionales adversarios, se llegaría fácilmente a la conclusión infinitamente absurda de que la revolución misma fue un episodio extrañísimo en el cual buena parte de sus protagonistas principales estaba en realidad en contra de su realización. Parece más oportuno, por lo tanto, buscar similitudes y homologaciones en otros procesos y recordar ahora que la eliminación inmediata o gradual de las corrientes que rivalizan con los núcleos hegemónicos de poder revolucionario es una tendencia apreciable ya en las prácticas políticas de corte jacobino y recuperará un inusitado vigor, más de un siglo después, dentro de los patrones leninistas de construcción partidaria y “socialista”. Para los anarquistas, por lo tanto, no se trata más que de evocar lo obvio; aquello que se constituyó en rasgo definitorio en los tiempos de la 1ª. Internacional, que se afirmó luego con los estudios kropotkinianos de la revolución francesa y que se consolidó como saber empírico directo en el marco de la revolución rusa: esto es; que las revoluciones solo sobreviven y conservan su impulso, su creatividad y su fuerza toda vez que las mismas se niegan a dejarse ahogar por la dictadura —cualquiera sea su signo y con prescindencia de su “contenido de clase”—, por el exclusivismo fraccional y por esa ridícula pero reluctante pretensión de las vanguardias auto-proclamadas, legitimadas por sí y ante sí, de trazar itinerarios que nadie más podrá cuestionar de aquí a la eternidad.[57]
Ahora bien, en términos históricos concretos: ¿en qué consistieron exactamente la “prescindencia” y el gesto “contrarrevolucionario” del anarquismo cubano, evaluados desde nuestro propio punto de vista y no desde la perspectiva de “los enemigos de nuestros enemigos”? Que el movimiento anarquista cubano era una fuerza de enfrentamiento y lucha contra la dictadura de Batista es algo que está fuera de toda duda; una convicción que, incluso, debería extenderse seriamente a otros grupos libertarios no vinculados directamente, por nacimiento o residencia, con la isla caribeña.[58] Pero ese enfrentamiento y esa lucha contra la dictadura de Batista se inscribieron, como era de esperar, en un proyecto autónomo de los anarquistas cubanos, desplegado básicamente a través de las organizaciones sindicales, a las que se concebía como protagónicas, y sin haber aceptado el predominio de ese centro gravitatorio y hegemónico que comenzaba a constituirse en torno a las guerrillas de la Sierra Maestra. Los anarquistas cubanos, autónomamente y de acuerdo a sus propias convicciones, organizaron su resistencia a la dictadura fundamentalmente en aquellos sindicatos en los que mantenían una incidencia cierta —trabajadores gastronómicos, de la construcción, de plantas eléctricas y de transporte— pero también lo hicieron a través de la Asociación Libertaria Cubana con sus propias publicaciones y actividades subversivas. Y, por si fuera necesaria alguna demostración adicional de solidaridad revolucionaria, cedieron sus locales para la realización de reuniones conspirativas del Movimiento 26 de Julio y del Directorio Revolucionario e incluso aportaron a las guerrillas algunos de sus hombres.[59] Estas cosas hacen más inexplicable todavía que algunos sectores del movimiento libertario suscribieran sin mayores consideraciones ni análisis la tesis que colocaba al anarquismo cubano en una incómoda posición “prescindente” y “contrarrevolucionaria”. Pero, una vez más, se razonaba aquí de tal modo que Cuba volvía a constituirse en el espacio de incoherencia por antonomasia, extendiéndole el beneficio de la excepción que en ninguna otra parte habría de aplicarse con tanta fiereza. ¿O acaso alguien habría calificado de “prescindentes” y “contrarrevolucionarios” a los anarquistas argentinos que no se integraron plenamente al ERP o a los brasileros que no se plegaron completamente al MR8 o a los bolivianos que no suscribieron enteramente las prácticas del ELN o a los chilenos que no formaron parte totalmente del MIR o a los uruguayos que prefirieron mantener su autonomía ideológica, política y organizativa respecto al MLN?
Así las cosas, luego de la conquista del poder por los guerrilleros de la Sierra Maestra, ¿qué se esperaba que hicieran los anarquistas cubanos? ¿solicitar algún ministerio como prenda y cuota de su participación en las luchas contra la dictadura? ¿o acaso concurrir puntualmente a rendir pleitesía al nuevo proyecto gobernante y esperar frente a sus oficinas las directivas del caso? En lugar de tales cosas, lo que hicieron los anarquistas cubanos desde enero de 1959 en adelante fue lo mismo que se espera que hagan los anarquistas de cualquier especie y condición en cualquier otro lugar del mundo y frente a cualquier situación aproximadamente similar: es decir, preservar su autonomía y trabajar en función de un proyecto propio que normalmente se identifica también con la autonomía de las organizaciones populares de base en el específico nivel de actuación que les compete. Fue precisamente el comienzo de la injerencia y el control estatal de las organizaciones sindicales[60] uno de los elementos iluminadores de las nuevas actitudes gubernamentales y una de las razones que explican la radicalización opositora que ganó inmediatamente las filas libertarias cubanas. De tal modo, no podía resultar extraño que ya en junio de 1960 se encontrara circulando una Declaración de Principios suscrita por el Grupo de Sindicalistas Libertarios[61] cuyos puntos básicos se pronunciaban a favor del “trabajo colectivo y cooperativo”, reclamaban un papel protagónico para sindicatos y federaciones en la actividad económica, retomaban la añeja consigna de “tierra para el que la trabaja”, se manifestaban contra “el nacionalismo, el militarismo y el imperialismo”, defendían el federalismo contra el “centralismo burocrático”, proponían el recurso a la libertad individual como camino a la libertad colectiva y acababan proclamando contundentemente que la revolución cubana era “de todos” y condenando “las tendencias autoritarias” que se expresaban ya claramente en el seno mismo del proceso de cambios. Frente al tenor conceptual de este pronunciamiento y de cara a la polémica que inmediatamente ganó al movimiento anarquista internacional cabe plantearse una pregunta que está ya respondida de antemano: ¿alguien puede suponer que, en un momento como el que se vivió en Cuba en 1960 y frente a un cuadro de situación como el que entonces se planteaba, Bakunin, Kropotkin, Malatesta, Fabbri, Makhno, Volin o cualquier otro libertario que se precie de tal habrían suscrito ideas demasiado diferentes a las contenidas en dicha declaración o que, por el contrario, habrían admitido complacientemente que la “transición” al socialismo se extraviara en el territorio minado de la administración estatal, del exclusivismo partidario y del caudillismo; esos laberintos del Minotauro para los que nadie ha sabido encontrar todavía sus correspondientes hilos de Ariadna?
Las respuestas desde el poder no se hicieron esperar y las persecuciones consiguientes fueron todo uno con una controversia que ya en nada podría parecerse a un debate ideológico propiamente tal. La campaña de calumnias y el intento por situar cualquier polémica sobre adjetivos hirientes y sospechas indemostrables probablemente haya encontrado una expresión pionera en el artículo de Blas Roca —publicado en HOY, órgano de prensa de los comunistas pro-soviéticos— que sin demasiados ambages calificaba a los autores de la Declaración de “agentes del Departamento de Estado Yanki”.[62] Desde ese momento en adelante, y luego de un breve intento por emprender actividades clandestinas e incluso guerrilleras, el futuro de los anarquistas cubanos estuvo signado por la cárcel, el paredón o el exilio. Largos años de confusión e incomprensión aguardarían a los libertarios isleños, que no siempre habrían de recoger entre sus propios compañeros del ancho mundo las complicidades y coincidencias que hubiera sido de esperar. Los años 60 son, para los anarquistas cubanos, años de dolido aislamiento y abandono por parte de un amplio y significativo segmento del movimiento anarquista[63] que se niega a dar crédito a sus versiones, que observa de soslayo las campañas internacionales de salvataje a los libertarios perseguidos y —políticamente más importante todavía— renuncia a polemizar frontalmente con las orientaciones hegemónicas de la revolución triunfante y, por lo tanto, a dibujar nítidamente un perfil que no puede menos que ser abiertamente contradictorio con las mismas. Es cierto que ello comienza a revertirse hacia fines de esa misma década del 60 y que una reconsideración favorable de la situación del Movimiento Libertario Cubano en el Exilio se hace todavía más fuerte durante los años 70; pero, aún así, no deja de producir cierto malestar doctrinario el hecho de que tales cosas fueran más arduas y trabajosas de lo que hubiera sido deseable y tampoco deja de provocar una cierta sensación de vacío conceptual que todavía hoy carezcamos de una enérgica posición común respecto a la situación política de la isla caribeña.
Como supuesto razonable cabe decir que los anarquistas nos acostumbramos, luego de la revolución rusa, a analizar y explicar los procesos de burocratización desde la conformación misma de los partidos de vanguardia que respondían al modelo leninista. En cierto modo, nuestra propia concepción épica de la revolución en abstracto nos impidió captar consecuencias más o menos similares en las configuraciones orgánicas y en las prácticas guerrilleras; las que siempre fueron percibidas con un halo de romanticismo y desinterés que informaba bien poco acerca de sus virtualidades y sus despliegues ulteriores.[64] La novedad nos tomó por sorpresa y lo hizo en ese tan especial momento en que, como ya se ha sostenido, el movimiento anarquista se encontraba sumido en un prolongado marasmo, en la defensa nostálgica de su glorioso pasado y en la búsqueda no demasiado entusiasta y convincente de nuevas opciones en materia de organización y acción.[65] En ese marco, no podía resultar demasiado extraño que, para un sector del movimiento libertario internacional, la guerrilla de corte castro-guevarista fuera idealmente depurada de sus rasgos menos gratos, no se visualizaran sus tendencialidades evolutivas y se la concibiera, simplificadamente, como una forma radical más de enfrentamiento al enemigo que, por añadidura y desde cierta óptica, hasta llegaría a presentar algunos puntos de contacto con la propia tradición libertaria.[66] Muchos anarquistas, al igual que tantos otros, también creyeron durante buena parte de los años 60 que era enteramente preferible plegarse sentimental, política e incluso organizativamente a la entrega generosa propia de esa nueva modalidad revolucionaria en lugar de encarar un debate a fondo con sus rasgos definitorios y con sus derivaciones militaristas. Más aún, incluso una vez que la guerrilla cubana dejara bien claro que se había transformado en gobierno burocrático vitalicio, entendieron que era más conveniente no resquebrajar la “unidad de la izquierda revolucionaria”, no polemizar directamente con esa estrategia de construcción “socialista” y construir un dibujo de situación según el cual América Latina era un homogéneo campo de batalla contra el imperialismo y que en la isla caribeña apenas si se había instalado su destacamento de vanguardia.
Tales cosas, sin embargo, miradas desde la perspectiva que da el tiempo transcurrido y los logros reales que Cuba puede presentar en la actual desembocadura de su largo proceso de cambios, no ofrecen demasiado lugar para vacilaciones y reservas ni pueden dejar de ser calificadas como errores históricos pronunciados. Hoy es claramente posible y absolutamente necesario decir a viva voz que el modelo cubano es insostenible como proyecto de construcción socialista y libertaria. Más aún, hoy es políticamente imprescindible sostener que las explicaciones oficiales cubanas sobre “transiciones”, “agresiones imperialistas” y otras yerbas carecen de razón alguna[67] y que no merecen nuevas extensiones de los generosos créditos que se le concedieron; porque ya no estamos en los años 60 y, además, porque ya en aquel entonces —también esto hay que decirlo expresamente como reconocimiento excesivamente tardío— tampoco tenían demasiadas razones, argumentos o motivos como para justificar las flagrantes dudas, fintas y silencios del movimiento anarquista internacional. Quizás las orientaciones familiares a adoptar puedan reducirse, entonces, a una enmienda necesaria que cicatrice las heridas del pasado inmediato y a la reafirmación de una enseñanza que nunca debió colocarse en un lugar ideológicamente condicionado y ancilar. La enmienda no puede ser otra que la reincorporación plena de los anarquistas cubanos al movimiento internacional del que nunca debieron ser rechazados y la firme articulación de las solidaridades y respaldos consiguientes. La enseñanza a reafirmar no puede ser más que aquella vieja convicción que nos acompaña desde hace 130 años: que no hay otro camino ni otra transición a la libertad que la libertad misma, vivida y sentida como presente y no como promesa mesiánica ni como programa gubernamental.
Conclusiones
En este punto, parece llegado el momento de los resúmenes y del cierre. Digamos, entonces, a modo de síntesis, que en los dos primeros apartados hemos intentado respondernos los interrogantes que orientaron nuestra discusión y llegado a la conclusión de que en Cuba no se respetan los “derechos humanos” —las libertades más elementales, por lo tanto— tal y como estos son concebidos por un pensamiento que se reclame de izquierda en cualquier lugar del mundo; que tal extremo no tiene justificación alguna, ni siquiera en función de la realización de fines supuestamente superiores —como podría serlo la muy hipotética y, a esta altura, dentro del actual esquema de poder, francamente improbable construcción del “socialismo a la cubana”—; que ese objetivo manifiesto de legitimación está muy lejos de haberse traducido en marcos de convivencia auténticamente libertarios, igualitarios y solidarios; que, en lugar de ello, el país caribeño ha terminado por edificar una sociedad autoritaria, clasista, fuertemente estatista y hasta totémica que, en el camino del desarrollo económico y de la autonomía relativa en ese nivel, no ha hecho más que favorecer el retorno de relaciones de tipo capitalista; y que, por último, el diseño básico de la situación a la cual se arriba encuentra, en forma larvaria, buena parte de sus explicaciones y raíces antes incluso de la conquista del gobierno por parte de la guerrilla y a partir de las concepciones caudillistas y militaristas que lo impregnaron desde siempre y de las que no ha podido desprenderse en ningún momento de su peculiar recorrido. Nuestras reflexiones adoptaron, acto seguido y en este mismo apartado, una inflexión expositiva necesaria que nos permitió repasar los desenfoques y errores cometidos por el propio movimiento anarquista internacional; una parte del cual creyó —desde una perspectiva proclamadamente crítica pero sin mayor agudeza a largo plazo— que tal vez el proceso cubano albergara en sus propias esferas oficiales de mando algunas tendencias que le permitieran evolucionar en un sentido libertarizante o al menos tolerar tales “extravagancias”. De ello dedujimos la necesidad y la importancia de una reincorporación total y plena de los libertarios cubanos al seno de un movimiento del que nunca debieron ser rechazados y de la adopción de una posición común más clara y más enérgica de la que hasta ahora se ha mantenido. Si la isla caribeña no puede ya, bajo su actual pero vitalicia conducción, ejemplificar un proyecto esperanzado de cambios ni siquiera para quienes defienden su ortodoxia con mayor obcecación, ha llegado, por lo tanto, el momento de precisar los caminos a través de los cuales esto último puede y debe materializarse y, eventualmente, constituir también una excusa de diálogos y de intercambios fecundos con otros ámbitos del pensamiento y la acción socialistas igualmente interesados en recrear una alternativa de izquierda en torno a Cuba; sobre todo, por cuanto ello representará la posibilidad de recrear un paradigma revolucionario latinoamericano que sustituya con creces y con ventajas los modelos, las estrategias y las prácticas que el tiempo no ha hecho más que agotar y caducar.
Digamos, en principio que si hay algo inmediatamente evidente por sí mismo es que los anarquistas, codo a codo con los demás y a la altura de cualquier otro, estamos dispuestos a dar lo mejor de nosotros toda vez que los Estados Unidos intenten poner sus sucias y belicosas manos en territorio cubano; algo que seguramente es el necesario punto de partida en un eventual catálogo de coincidencias con sectores ampliados de la izquierda latinoamericana. Pero, al mismo tiempo, es evidente que dicha eventualidad amenazante tanto como la absurda perpetuación del embargo económico no pueden justificar —ni solas ni acompañadas— los reiterados exabruptos autoritarios de una clase dirigente —o, mejor todavía, de su correspondiente conducción política— que considera estar definitivamente más allá del bien y del mal y que no está dispuesta a tolerar ni siquiera las críticas más tibias que cualquiera esté propenso a realizar. Asumir expresamente y con claridad una postura crítica implica darse un perfil político novedoso que hasta ahora no se ha estado dispuesto a aceptar y, al mismo tiempo, incorporar definitivamente los radicales cambios habidos en el mundo desde los años 60 hasta nuestros días y las enseñanzas que se derivan directamente de la implosión del “socialismo realmente existente”. No hay ni habrá en ello —por mucho que se pretenda lo contrario— ninguna violación al principio de la “autodeterminación de los pueblos”; el que, por otra parte, debe ser hoy entendido de forma bien distinta a su concepción original, oponiendo firmemente la intuición de la libertad para la gente y desde la gente a esa noción equívoca y de doble filo que es la soberanía del Estado. Sí hay y habrá en ello, además, la posibilidad renovada y, hoy por hoy, francamente irreversible, de entablar diálogos reales con el pueblo cubano; único y exclusivo lugar de residencia —tanto dentro como fuera de Cuba— de aquellos alientos anti-dictatoriales y libertarios originales y lejanos que alguna vez animaron las luchas contra la tiranía de Batista y los primeros esbozos de edificación auténticamente socialista.
Las cosas son hoy demasiado distintas a lo que eran en tiempos de la Organización Latinoamericana de Solidaridad y en los que Cuba fue beatificada y percibida como el faro irradiador de los proyectos y anhelos revolucionarios del continente. Hoy, la izquierda latinoamericana sabe que aquel proyecto que se proclamó como emancipador no cuenta con las mismas referencias, los mismos soportes y las mismas condiciones de irradiación que tuvo en su momento. Sabe perfectamente, y aun cuando no lo admita en forma pública, que las realizaciones cubanas ya no pueden conmover los entusiasmos populares de antaño ni pueden agitarse como bandera anticipada del porvenir. Sabe también que solo una mirada entre nostálgica y condescendiente ha permitido sostener indefinidamente y mucho más allá de cualquier consideración racional un mito que el tiempo no ha hecho otra cosa que oxidar. Lo sabe, lo contrabandea en el rumoroso silencio de las confidencias y lo oculta sigilosamente, para no sentirse cubierta por el oprobioso sentimiento de haber “traicionado” su propio pasado de luchas y de esperanzas y sin percatarse que las únicas cosas que no puede traicionar un revolucionario son sus convicciones nucleares básicas, su potencial de realizaciones y su futuro. Pero, incluso así, no ignora que los reclamos que hoy surcan la isla no son una invención satánica del imperialismo, que los mismos ganan progresivamente legitimidad y terreno y que, tarde o temprano, acelerarán una cuenta regresiva que casi todos intuyen como cercana o inminente.[68] La política de sobrevivencia de la conducción cubana ha demostrado ser tenaz y resistente, no obstante lo cual tiene límites obvios: su falta de credibilidad, de atractivos renovados y de horizontes; la extensión de una conciencia adversa y plural; su incapacidad para traducir cuatro décadas largas de gobierno en un esquema que dé cabida a las expectativas de la gente y que de una vez por todas comience a transitar por el ancho e innegociable cauce de una libertad sin cortapisas. En ese marco, la izquierda latinoamericana parece ganada por el temor, la parálisis y la repetición de consignas cada vez más ajadas. En efecto, el temor de un derrumbe cubano al estilo del que ya aconteciera en Europa Oriental o en la mucho más próxima Nicaragua le provoca una auténtica parálisis en su capacidad de alternativas —las que ya nadie sostendría como tales para sus propios países, por otra parte— y le lleva a repetir una vez más el gastado estribillo de que la revolución cubana no puede dejar de identificarse con Fidel Castro, su liderazgo y sus indiscutibles directivas. De tal modo, inconscientemente y muy a su pesar, no hace otra cosa que volver más próximo ese derrumbe al que tanto se teme y del que todos, de un modo o de otro, habremos de pagar un altísimo precio si el desenlace no es otro que el de una restauración conservadora.
Los anarquistas también sabemos que no podremos tomar como un triunfo de nuestros propios proyectos el hecho de que Cuba regrese sin pena ni gloria al seno materno del capitalismo, de la democracia “representativa” a la usanza “occidental” y de la globalización neoliberal. También sabemos que el embargo comercial y la presencia militar norteamericana en la base de Guantánamo son dos lamentables excrecencias que no contribuyen en nada a mejorar las condiciones de libertad en la isla caribeña. Lo sabemos y estamos dispuestos a aportar nuestro esfuerzo para que ello no sea así. Pero también estamos absolutamente convencidos que los alientos revolucionarios sobrevivientes en el pueblo cubano deben romper de una buena vez la camisa de fuerza que le colocara desde hace cuatro décadas largas esa prodigiosa centralización del poder político que se expresa a través del Partido Comunista, de sus fuerzas armadas y de su cada día más ridículo tótem tribal. Y, para colmo, creemos además que ésa debería ser la convicción ya no solo de los anarquistas sino incluso de distintas corrientes socialistas que se muestren dispuestas a realizar una consideración mínimamente sensata de la situación y una articulación conjunta de solidaridades y reclamos orientados, precisamente, a la recuperación y el protagonismo de esos alientos revolucionarios sobrevivientes. Ahora bien, se nos dirá, ¿es ello realmente posible? Por lo pronto, cabe imaginar un “programa” mínimo común con el que nadie que siguiera sintiéndose genéricamente revolucionario, socialista o simplemente de izquierda en cualquier otro lugar de América Latina tendría demasiados argumentos para discrepar; un “programa” que, de momento, no representara otra cosa que la posibilidad de entablar diálogos abiertos y fecundos con las fuerzas de cambio que todavía animan en Cuba y que se apoyara en tres líneas básicas de trabajo: la desmilitarización de la sociedad cubana, la participación de los trabajadores en la planificación económica y en la gestión de sus asuntos productivos y el establecimiento sin atenuantes ni mediatizaciones de un extenso régimen de libertades.
Una lógica maniquea, ramplona y desvencijada seguramente se apresurará en objetar que no es posible ir más allá de ese dibujo despojado y falaz en el que las únicas opciones tienen por emblemas a Fidel Castro y a George Bush junior; una lógica simplista, dicotómica y trivial en la que ambos bandos parecen estar especialmente interesados y en la que hoy, tanto como ayer, se nos quiere obligar a tomar partido entre el augurio de un “comunismo” que nunca habrá de llegar y la promesa “democrática” de una prosperidad para pocos y carente de sentidos vitales. Sin embargo, hace rato ya que es hora de que la izquierda latinoamericana vuelva a pensar autónomamente sus proyectos de cambio; y no reclinándose cómodamente en el plácido posibilismo político de variantes socialdemócratas o populistas que nada nuevo y distinto tienen que aportar sino para recuperar un horizonte de transformaciones reales y profundas hacia el cual orientar las vocaciones revolucionarias que ahora vuelven a latir con renovadas energías. En ese marco de necesidades y de intenciones, Cuba sigue teniendo una significación muy especial, y tanto el triunfo de la “diplomacia” norteamericana como la perpetuación de su actual estado de cosas no pueden menos que operar negativamente sobre el futuro de las corrientes revolucionarias en el continente. Una vez más, como siempre, como nunca se debió haber perdido de vista, se trata de repensar los tiempos por venir a partir de esa fusión indisoluble entre el socialismo y la libertad sin la cual el uno y la otra se vuelven irreconocibles. Y ello no solo entre los anarquistas, para quienes tal cosa no constituye más que el pan de cada día, sino también para aquellos que alguna vez pensaron que los apetitos libertarios solo podían ser saciados una vez que se ajustaran las cuentas con el “reino de la necesidad” y con el desarrollo de las fuerzas productivas. Antes que eso, lo que la experiencia histórica ha demostrado contundentemente es que la libertad no solo es una meta sino también un camino. Eso es lo que las fuerzas de cambio genuino y socializante que bullen en América Latina deberían hacerle saber inmediatamente al Partido Comunista cubano, en tanto una política revolucionaria y de izquierda tiene hoy en Cuba su última oportunidad y ello no será por mucho tiempo más. Mañana probablemente habrá de ser demasiado tarde.
[1] Repárese que no estamos diciendo que el asunto sea irrelevante, mínimo o banal ni osamos suponer que el mismo no habrá de tener ninguna consecuencia mediata o inmediata, profunda o superficial, sobre la que valga la pena pensar y actuar; como podría ser, por ejemplo, un para nada descartable sino incluso probable crescendo agresivo de la diplomacia norteamericana, sea este directo y de protagonismo exclusivo o a través del sistema estatal interamericano. Por lo tanto, debe entenderse que cuando decimos que el asunto no interesa demasiado “en este momento”, simplemente estamos haciendo referencia a este escrito, que —como quedará inmediatamente claro— pretendemos centrar en torno a ejes diferentes y que, a nuestro modo de ver, trascienden el acontecimiento puntual y se constituyen en un nodo de derivaciones desde el cual pensar ahora mismo las prácticas revolucionarias en América Latina. Por este motivo, esperamos que las reflexiones que aquí se recogerán trasciendan el plano de las preocupaciones y los movimientos políticos locales y permitan un intercambio que se ubique bastante más allá de ellos. Las referencias a temas y sucesos específicamente uruguayos, por ende, deberán ser entendidos como un mero apoyo a la elaboración que sigue.
[2] Seguramente puede concebirse que estos interrogantes son meramente retóricos y los favores recibidos posteriormente por Uruguay de parte de Estados Unidos constituirán, entonces, una respuesta terminante a los mismos.
[3] En el contexto de una elaboración ideológica específica y propia, difícilmente conservaríamos la expresión “derechos humanos”; excesivamente marcada como está por su primitiva formulación liberal. No obstante, tratándose como se trata de una expresión de manejo amplísimo y cuyos contenidos son sobradamente conocidos, hemos optado por mantenerla y no distraer ahora nuestra atención en una discusión pormenorizada de sus articulaciones y alcances doctrinarios que desbordaría ampliamente los límites de este trabajo. Sin embargo, debe entenderse que ello no tiene otro objeto que la demarcación de un espacio común de diálogo, puesto que, como inmediatamente se verá, no queremos referirnos a otra cosa que a la libertad en el más amplio y luminoso sentido del término.
[4] Cuando hablamos de integridad perdida, en este caso, no aspiramos a dotar a la expresión de ninguna resonancia moralizante. Antes bien, a lo que queremos hacer referencia es a la desintegración del paradigma político distintivo de la izquierda uruguaya y de gran parte de la izquierda latinoamericana durante los años 60 y 70 del siglo pasado. Ese paradigma ya estaba deshilachándose en los años 80 y probablemente la derrota electoral del Frente Sandinista nicaragüense haya representado un decisivo punto de inflexión; pero, curiosamente, sus ecos reaparecen cada vez que se trata de tomar posición respecto a procesos y situaciones que encuentran significación y rescate en ese contexto teórico-ideológico.
[5] Es de hacer notar aquí que la integridad del paradigma político al que nos referimos se basa —como luego tendremos oportunidad de exponer más detenidamente— en una cierta concepción de la historia y del cambio social de raíz marxista-leninista, en la cual convergió, de palabra o de hecho, el grueso de la izquierda latinoamericana. Afirmar esto no implica desconocer que el mismo contó con una bifurcación estratégica y metodológica notoria que separó, por un lado, a quienes abocaron sus afanes a la estructuración de amplios frentes electorales que, al menos en lo programático, resultaran expresivos de una cierta alianza de clases y, por el otro, a quienes entendieron que el vector principal de articulación debía asumir la forma de la guerrilla y manifestarse fundamentalmente a través del derrocamiento armado de aquellos gobiernos que se concebían como representativos de los intereses imperialistas en la región.
[6] La discusión en torno al principismo político es obviamente más compleja de lo que aquí tendremos oportunidad de desarrollar. No obstante, en líneas generales, toda vez que la elaboración y la adopción de perfiles político-prácticos quede marcada por la alternativa excluyente entre principismo y oportunismo entendemos que no pueden quedar demasiadas dudas pendientes. Y, contrariamente a lo que habitualmente se supone, ello es así no solo por razones éticas —aunque estas alcanzaran y sobraran— sino también por la constatación teóricamente relevante de que el oportunismo político, en los términos propios a la construcción del socialismo y no a los de la captura del poder, no es más que un recurso de corto vuelo que tarde o temprano habrá de pagarse a precios exorbitantes.
[7] Reproducido por GRANMA en su edición del 2 de mayo de 2002. Allí se detalla, como es habitual, que el discurso fue pronunciado por “el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz, Primer Secretario del Comité Central del Partido Comunista de Cuba y Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros”. GRANMA no explicita si el Comandante en Jefe es además —como insustancial agregado a sus restantes investiduras— Primer Secretario o Presidente de la Central de Trabajadores de Cuba y pronuncia su discurso en calidad de tal. No parece ocioso, además, reparar que a la hora de señalar los títulos de Fidel Castro se comience haciéndolo por el sospechoso costado de sus honores castrenses, en forma tal que es casi como si se tratara de un nombre propio o de un don congénito; algo que de por sí ya está delatando el encumbramiento de la institución militar, a la que luego nos referiremos con implicancias más fuertes que ahora.
[8] Respecto a las formas políticas predominantes en América Latina en períodos dados, es de destacar que las agudezas críticas de la dirigencia cubana solo se manifiestan tan rotundamente en circunstancias bien concretas. Debe recordarse, por ejemplo, que los procesos políticos y las variables alianzas que dibujan han obligado muchas veces a la dirección del Partido Comunista cubano a pronunciarse favorablemente sobre la viabilidad del reformismo electoralista y, por extensión, sobre la institucionalidad correspondiente. Ni qué hablar, por otra parte, de pifias bastante más groseras, como el reconocimiento que se le tributó a Fujimori en 1999.
[9] Como es obvio, no es nuestro interés realizar una vivisección analítica del discurso de Fidel Castro sino extractar solamente aquellos aspectos que guardan relación con nuestro asunto. Si así no fuera, sería necesario reparar en ese particular pero conocido estilo de comunicación donde se fusionan los mensajes de un líder con los sentimientos de la multitud. Ello es lo que permite que sobrevivan impasibles y provoquen inmediatas reacciones de aprobación algunos dardos efectistas con escasa elaboración y una muy débil capacidad probatoria.
[10] Por ejemplo, ¿Uruguay sería más respetuoso de los “derechos humanos” que Cuba si consiguiera demostrar que el acceso a la vivienda propia presenta tasas comparativamente más altas que las del país caribeño? En los hechos, los uruguayos debieron soportar estas estupideces argumentales durante la última campaña electoral, en 1999 y con el Banco Hipotecario como estrella publicitaria. Peor aún: debieron poner a prueba su capacidad de resistencia a la idiotez frente a las recurrentes monsergas de Julio María Sanguinetti, cada vez que se le ocurría ejemplificar lo maravillosas que caminaban las cosas de este país detallando la cantidad de teléfonos celulares y la venta de autos 0 km.
[11] Solo un par de preguntas entre infinidad de interrogantes posibles del mismo tipo, como mera ilustración de lo que queremos decir y de las orientaciones en materia de salud y educación que querríamos defender si ése fuera el tema: ¿qué importancia puede tener la cantidad de camas hospitalarias cada 100.000 habitantes en un tiempo que ha llegado a la conclusión de que, al menos en una cantidad importante de facetas, lo realmente progresista es la des-hospitalización de la salud? ¿qué valor asignarle a la extensión de la cobertura pre-escolar sin haber precisado previamente si la misma se orienta a la concepción propia de las “guarderías” —“garages” para niños, en definitiva— o a la de los “jardines”?
[12] Para una posición orientada en tal sentido, vid. de Michel Foucault, “Face aux gouvernements, les droits de l'Homme”, publicado en LIBERATION, en sus ediciones del 30 de junio y el 1º de julio de 1984. En nuestro medio, dicho artículo se encuentra reproducido en La vida de los hombres infames. Ensayos sobre desviación y dominación; coedición Nordan-Altamira, 1992 y en el Nº 5 de la Revista ALTER, primavera de 1999.
[13] El enfoque, en realidad, tiene muy poco de alternativo. Conceptualmente, el planteo de Fidel Castro no va mucho más allá de los “derechos económicos, sociales y culturales” reconocidos como tales —y de deseable “desarrollo progresivo”— en el Capítulo III de la Convención Americana sobre Derechos Humanos suscrita en 1969 en San José de Costa Rica. Por añadidura, apunta a confundir el abordaje de la temática nuclear e insustituible de los “derechos humanos” con instrumentos de amplia circulación a nivel de los organismos inter-gubernamentales más edulcorados; como es el caso, por ejemplo, del Índice de Desarrollo Humano, cuyos mejores registros se corresponden con una lista de élite de los países capitalistas avanzados.
[14] Repárese, por un momento, en la lógica de asimilaciones con la que se maneja y seduce Fidel Castro: sostener que en Cuba no se respetan los “derechos humanos” transforma a la fuente emisora no en un interlocutor respetable y con el que vale la pena tener algún tipo de intercambio polémico sino en una mera estación repetidora del imperialismo; es decir, un vocero del enemigo. Por otra parte, la respuesta —el país es “pequeño”, “independiente”, “justo” y “solidario”— nada tiene que ver con el interrogante de origen sino que constituye una distracción retórica por la vía de las compensaciones auto-conferidas.
[15] Nikolai Bujarin lo decía con claridad e impudicia inigualables en tiempos de la construcción del poder soviético: “Bajo la dictadura del proletariado pueden existir dos, tres, cuatro partidos a condición de que uno de ellos esté en el poder y los otros en prisión” (publicado en PRAVDA del 19 de noviembre de 1927 y recogido en El terror bajo Lenin de Jacques Baynac, Alexandre Skirda y Charles Urjewicz; Editorial Tusquets, Barcelona, 1978). Sin extrañeza de ninguna especie, habrá que recordar ahora que los huesos de Bujarin también acabaron entre rejas no bien a Stalin se le ocurrió que el susodicho no merecía integrar los cuadros de la vanguardia proletaria.
[16] Solo quien intente entreverar las barajas hasta extremos indecibles querrá ver en esta frase una defensa de los regímenes de tenencia oligopólica sobre los medios de comunicación, predominantes en el resto de América Latina; antes bien, de lo que se trata es de cuestionar puntualmente cada una de esas formas como imposibilidades, como límites y como escollos a una libertad de expresión y de prensa genuina y auténtica que todavía no acabamos de descubrir en ningún lugar.
[17] El fusilamiento de Arnaldo Ochoa —héroe de las campañas africanas— y la reciente degradación pública de su ex Ministro de Relaciones, Roberto Robaina, resultan ser, entre tantos otros, ejemplos rotundos de esta afirmación. No son los únicos, claro está, sino que una larga saga de dirigentes “comunistas” les hace ilustre compañía; entre los cuales habrá que mencionar a Aníbal Escalante, Joaquín Ordoqui o Edith García Buchaca. Demás está decir que idénticos señalamientos pueden hacerse —en calidad y cantidad mayores todavía— cuando se trata de destacados militantes de la primera hora revolucionaria entre aquellos que nunca pertenecieron al Partido Comunista local —conocido en Cuba, en ese entonces, bajo la denominación de Partido Socialista Popular— como Huber Matos, Pedro Luis Boitel, David Salvador, Efigenio Amejeiras y un interminable etcétera.
[18] Constitución de la República de Cuba, proclamada el 24 de febrero de 1976 y posteriormente modificada por la Asamblea Nacional del Poder Popular en el XI Período Ordinario de Sesiones de la III Legislatura celebrada los días 10, 11 y 12 de julio de 1992.
[19] Idem, ibídem; Capítulo VII sobre Derechos, Deberes y Garantías Fundamentales; arts. 45 al 66.
[20] Idem, ibídem: literales a) y ch) del artículo 39, en el Capítulo V, correspondiente a Educación y Cultura.
[21] La información, hasta donde se nos hizo posible rastrearlo, fue inicialmente recogida como artículo en el número 195 de la revista inglesa BLACK FLAG, correspondiente a noviembre-diciembre de 1989. Dicho artículo fue posteriormente traducido y reproducido en la publicación venezolana CORREO A, Nº 12, pág. 15, de febrero de 1990. En Uruguay, información coincidente con esta puede hallarse en el Nº 3 de la Revista ALTER, correspondiente a la edición primavera-verano de 1993. La información primaria probablemente proceda de la revista GUÁNGARA LIBERTARIA, órgano de prensa del Movimiento Libertario Cubano en el Exilio y más recientemente se la puede encontrar, tratada dentro de un contexto más amplio, en el artículo “El movimiento anarquista en Cuba: historia y actualidad”.
[22] Como se sabe, la localidad celtibérica de Numancia fue asediada por los romanos entre los años 153 y 134 a.C., ofreciendo una resistencia de contornos holgadamente épicos y siendo vencida por hambre en esta última fecha, en la que finalmente consiguieron entrar en ella las tropas de Escipión Emiliano.
[23] Pero el propio argumento que apela a la “autodeterminación de los pueblos” también es usado por la izquierda de modo que se dificulte el rastreo de las líneas de coherencia. Por ejemplo: se invoca con presteza —y con justicia— si se trata de palestinos o saharauis; se omitió cautelosamente en su momento cuando fue reivindicado por lituanos o croatas; se presta a marchas, contramarchas y circunvoluciones varias toda vez que la apelación es pronunciada en lengua vasca. En definitiva, daría la impresión que el beneficio de la autodeterminación se concede toda vez que el gobierno o la autoridad representativa eventual en cuestión resulten especialmente afectos en cuanto a sus orientaciones en materia de política internacional; actitud que, por supuesto, resulta ser un patrimonio compartido por la derecha, aunque previa inversión de las referencias.
[24] Cabe acotar, sin embargo, que —aun cuando la épica fundacional se remonte inobjetablemente al asalto del cuartel Moncada— la lucha guerrillera cubana no se realiza bajo la impronta del anti-imperialismo; un perfil que solo adquiere trascendencia mayor y absolutamente determinante probablemente no antes de los épicos combates de Playa Girón. Asignarle a esa historia de medio siglo la unidad y la coherencia que el discurso oficial le atribuye es un ejemplo más de la fusión y la confusión entre la revolución y el Estado, el Estado y el Partido, el Partido y su liderazgo personal: una vía infalible para que Fidel Castro pueda identificar sin mayores escozores un proceso de cambios con su autobiografía.
[25] Habrá más vacilaciones, sin duda, a la hora de calificar los atentados suicidas que se han vuelto costumbre a nivel palestino; pero, aun así, no parece haber demasiadas justificaciones éticas para acciones cuyas principales víctimas se localizan entre población no combatiente, indefensa y cuya única responsabilidad —si es que hay alguna— solo consiste en habitar territorios dominados por el enemigo identificado o pertenecer, muy grosera y prejuiciosamente, a sus mismas tradiciones culturales.
[26] A modo de ejemplo: cuando, a principios de los años 80, la reorganización del movimiento popular uruguayo experimentó el respaldo notorio de organizaciones sindicales europeas o sacó el imprescindible provecho de los pronunciamientos de Amnistía Internacional o de la Cruz Roja, nadie en la izquierda dejó de felicitarse por tales cosas —sin perjuicio de las objeciones que tales organizaciones puedan merecer— y jamás se le ocurrió a sector alguno sostener que se trataba de “injerencias” que atentaban contra la “autodeterminación de los pueblos”. Y decir esto no implica asimilar las dos situaciones —la cubana actual y la uruguaya de principios de los años 80— sino aceptar que, en cualquier circunstancia, quienes tengan una visión y una práctica distintas sobre cualquier país cuenten también con la posibilidad de dialogar con los interlocutores externos que les plazcan y cuando mejor les parezca.
[27] Un ejemplo reciente y grotesco de esta forma de razonar y de definir orientaciones políticas puede encontrarse entre quienes son capaces de justificar las atrocidades de Slobodan Milosevic en la ex Yugoslavia, o entenderlas como preferibles y menores, por cuanto ésa sería, a su modo de ver, la única manera —o, al menos, la vía rápida— de oponerse a los intereses geo-estratégicos de los Estados Unidos en los Balcanes.
[28] No obstante, hay que reconocer que la concepción de base y las prácticas a que da lugar se metamorfosean perseverantemente en diferentes cuadros históricos y, así como el anti-imperialismo sucedió al anti-fascismo de los años 30 y 40, hoy parecería que el anti-neoliberalismo o la anti-globalización ocuparan su lugar. Sin embargo, más allá de superficiales parecidos y significaciones variables pero aproximadamente similares, la crisis teórica de la concepción histórica profunda parece ser irrecuperable. Hay que aclarar, además, que nuestra crítica no pretende menospreciar la necesidad de prácticas anti-fascistas, anti-imperialistas, anti-neoliberales o anti-globalización sino que solo apunta a señalar que los frentes o las alianzas que se constituyan en torno a ellas no resuelven los problemas de fondo de la construcción socialista; los que solo pueden asociarse a prácticas radicales anti-estatales y anti-capitalistas.
[29] René Dumont —agrónomo francés que colaboró técnicamente en varias oportunidades con las transformaciones que tuvieron lugar en el campo cubano durante los años 60— sostiene sin vacilación alguna que la concurrencia desde los lugares de trabajo a las grandes concentraciones públicas era obligatoria en aquellos años y nada permite suponer que haya dejado de serlo en tiempos más próximos al presente. Vid., del autor, Cuba ¿es socialista?, pág. 90; Editorial Tiempo Nuevo, Caracas, 1971; libro que constituye una de las referencias básicas para este apartado.
[30] Guevara sostenía, por ejemplo, que la conciencia se sobreponía a las condiciones de producción y que, por sí misma, bastaba para volver inaplicables las categorías propias del capitalismo —ley del valor, mercancía, cálculo económico contable, etc.— incluso en los primeros tramos de la construcción socialista. Una derivación radical de dichas concepciones se encuentra en el aserto de que, en esas condiciones, es incluso posible ir forjando experiencias comunistas aisladas. Vid., por ejemplo, su polémica al respecto con Charles Bettelheim en “La planificación socialista, su significado”, recogido en la selección de escritos guevarianos Condiciones para el desarrollo económico latinoamericano; El Siglo Ilustrado, Montevideo, 1966.
[31] Según Guevara, “la planificación centralizada es el modo de ser de la sociedad socialista, su categoría definitoria y el punto en que la conciencia del hombre alcanza, por fin, a sintetizar y dirigir la economía hacia su meta, la plena liberación del ser humano en el marco de la sociedad comunista”; Op. cit.; pág. 132. Vid., también NUESTRA INDUSTRIA. REVISTA ECONÓMICA Nº 5, pág. 16; La Habana, febrero de 1964.
[32] Solo podremos aquí dar por conocidos o por tácitos los referentes sub-culturales de una conciencia social diversa a la propuesta y difundida desde el poder central. El tiempo y el espacio disponibles, mientras tanto, no nos permitirán abordar de lleno y en profundidad tampoco el problema de la formación de nuevas clases sociales; razón por la cual solo nos contentaremos con brindar ciertos elementos impresionistas susceptibles de ilustrar algunas de sus líneas constitutivas.
[33] Las referencias están contenidas —más como anécdotas que como reflexión teórica— en el libro de Ernesto Cardenal, En Cuba; págs. 28 y sgs., 45 y 46; Ediciones Carlos Lohlé, Buenos Aires 1972. Cabe recordar que Ernesto Cardenal —posteriormente ministro del primer gabinete de gobierno en la Nicaragua sandinista— es insospechable de animosidad alguna respecto a la dirección cubana, que mantuvo con ella cordiales relaciones y que solo se limita a dejar algunas constancias al pasar en un libro que, genéricamente, puede considerarse de tono básicamente admirativo.
[34] Según las disposiciones adoptadas por el propio “Che” Guevara, en su función de encargado de la economía cubana, los “comandantes rebeldes” tuvieron una asignación salarial de 125 pesos, mientras que la de los ministros y la del propio Fidel Castro ascendía a 750 pesos; es decir, seis veces más. Las cifras se mencionan en el libro de Carlos Franqui; Camilo Cienfuegos, pág. 38; Editorial Seix Barral, Buenos Aires, 2002.
[35] El drama ideológico-político del “Che” Guevara se construye precisamente en torno a la imposibilidad teórica de realizar esta distinción absolutamente imprescindible. El célebre episodio en el que Guevara comprueba que su tarjeta de racionamiento es efectivamente privilegiada y la rompe frente a un grupo de obreros que no contaban con las mismas posibilidades alimenticias es una ilustración ejemplar. Lo que Guevara no llega a aceptar y no admitirá jamás es que el socialismo no consiste simplemente en su honesto y sincero gesto de compartir o nivelar la comida sino fundamentalmente en esa operación bastante más complicada y radical de compartir y nivelar el poder; algo que, por su propia definición teórica, equivale exactamente a la negación del mismo.
[36] René Dumont; op. cit., pág. 202 y sgs., hace referencia a la posesión de autos Alfa Romeo de lujo como símbolo de status de la clase dirigente. La mención a los vinos franceses y a los bombones suizos como parte del ajuar de uso inmediato de Fidel Castro está contenida en Carlos Franqui; op. cit. pág. 139.
[37] René Dumont; op. cit. pág. 29. Cabe aclarar aquí que elegimos ejemplos extraídos de los primeros tiempos de la revolución como parte de nuestro intento por demostrar que los procesos de formación de clase se dan también en el arranque mismo de la “transición” y no resultan simplemente de una inflexión posterior y lejana que se haya encargado de torcerla y desvirtuarla.
[38] Existe una precoz crítica libertaria a las granjas del Estado realizada por un observador directo de los primeros pasos de la experiencia. Vid., al respecto, de Agustín Souchy, Testimonios sobre la revolución cubana, Reconstruir, Buenos Aires, diciembre de 1960.
[39] Recogido en René Dumont; op. cit, pág. 53. Vale la pena hacer notar las drásticas inconsecuencias existentes en el razonamiento de Guevara y preguntarse cómo es posible que el proletariado ejerza una dictadura en términos colectivos y lo haga sobre sus propios elementos considerados luego en tanto individuos. Si la clase —la proletaria como cualquier otra— solo puede “existir” a partir de las conexiones de sentido entre sus referentes individuales ¿cómo considerar victoriosa a una clase sobre la que se ejerce la dictadura subsecuente? ¿No será, acaso, que los titulares de esa misma dictadura de la que se habla no son ellos mismos proletarios, ya sea porque nunca lo fueron o sencillamente porque han dejado de serlo en el momento en que se constituyen en su nueva función institucionalizada de dominación?
[40] Fernando Martínez Heredia, PUNTO Y FINAL; enero de 2000; reproducido en la publicación electrónica española REBELIÓN del 1º de febrero de 2000. El autor fue director de la revista cubana PENSAMIENTO CRÍTICO y actualmente se desempeña en el Centro Juan Marinello de La Habana.
[41] El tema está especialmente previsto en el art. 17 de la Constitución, cuya redacción es bastante más elíptica, en tanto se sostiene que “el Estado administra directamente los bienes que integran la propiedad socialista de todo el pueblo o podrá crear y organizar empresas y entidades encargadas de su administración”. De tal modo, la idea oficial, tal como es constitucionalmente presentada, consiste en el delirio literario de suponer que es el Estado quien “podrá crear” la inversión extranjera.
[42] El propio Martínez Heredia, op. cit., da cuenta que las remesas de divisas, como fuente de ingresos externos, solo son superadas en volumen por las exportaciones de azúcar y por el turismo. Cabe acotar que, siendo las remesas de divisas de difícil control y cuantificación, es bastante probable que las mismas se encuentren subvaloradas en la apreciación anterior.
[43] Por “raquítica pequeña burguesía autóctona” queremos significar a aquella que reside efectivamente en el país pero no así a la que titulariza los capitales cubanos radicados en Miami, que nada parecen tener de raquíticos y sobre cuya influencia actual en la marcha de la economía de la isla no nos es posible avanzar demasiadas conjeturas.
[44] La apelación histórica no tiene nada de extraño y, en cierto modo, con las variaciones a que dé lugar cada caso particular, es común a todos los ejércitos latinoamericanos. El ejército uruguayo, por ejemplo, sigue situando su gesta fundacional en la Batalla de Las Piedras —18 de mayo de 1811—; primer jalón bélico de las luchas por la independencia de la corona española.
[45] Iosu Perales; “Entrega y tragedia en la izquierda de América Latina: una explicación ideológica” en REBELIÓN del 13 de agosto de 2002.
[46] Debería resultar absolutamente claro que lo que estamos discutiendo aquí no es el abuso, el uso o el desuso de las armas sino el hecho teórica y políticamente relevante de que la disposición y la orientación de los recursos técnicos sean administrados por una estructura militar que, aun cuando tenga orígenes no convencionales, tiende a volverse permanente en cuanto a sus pautas de organización y de actuación —o, dicho de otra manera, en cuanto a las formas de ejercicio del poder y de generación de relaciones de mando y obediencia. Al mismo tiempo, debemos decir también que no nos rechina la guerrilla por sí misma —una práctica que los anarquistas han asumido convincentemente cuando así lo entendieron oportuno— sino el hecho de que las armas como tales sean elevadas a la categoría de formulación ideológica y de principios: como libertarios, lo que nos importa es la lógica del enfrentamiento al poder —la acción directa y la insurrección en sentido amplio— y no el énfasis en el tipo de recursos técnicos a que se apele; algo que, en definitiva, como es el caso de la tan mentada “lucha armada”, no debería ser más que un complemento históricamente circunstancial y nunca el elemento de definición propiamente dicho.
[47] De la misma manera, nos parecen torpes y abusivas esas visiones psicologistas que insisten en buscar similitudes de personalidad, temperamento y conductas entre Fidel Castro y los típicos dictadores latinoamericanos al estilo de Trujillo, Somoza o Pinochet. Entre otras cosas, porque tales caracterizaciones resignan toda explicación posible de las especificidades del proceso cubano y se niegan a reconocer o tan siquiera a indagar las profundas raíces sociales, políticas y culturales del fenómeno; detrás o debajo de las cuales se hallan, con toda seguridad, las razones de su perdurabilidad.
[48] La frase fue pronunciada por Hermes Herrera, director en ese entonces, 1969, del Instituto de Economía de la Universidad de La Habana, en conversación con René Dumont; recogida en op. cit., pág. 78.
[49] René Dumont, op. cit., proporciona una cantidad abrumadora de ejemplos sobre las múltiples “inspiraciones” de Fidel Castro y del modo en que estas son puestas inmediatamente en práctica; puntos estos sobre los que no vale demasiado la pena insistir.
[50] Carlos Franqui desliza la hipótesis de que ya Camilo Cienfuegos se había mostrado temeroso, en el propio año de 1959, respecto a los recortes historiográficos que Fidel Castro operaba sobre el proceso previo, de modo de dibujar nítidamente su figura sobre un fondo de opacidades y de sombras. Vid., op. cit., esp. págs. 106 a 109. Cf., también, para una óptica diferente, de Marcos Winocur —historiador argentino y no cubano, en definitiva—; Las clases olvidadas en la revolución cubana; Editorial Crítica, Barcelona, 1979.
[51] La lacónica moción aprobada —“Declaración ante los sucesos de Cuba”— dice textualmente: “Cuba se ha levantado en armas contra la dictadura. Los pueblos de América y el mundo contemplan con dolor y admiración la conducta heroica de un pueblo que sabe decir ¡no! a los tiranos. Estudiantes y obreros enfrentan las fuerzas militares y policiales de Batista, sacrificando sus vidas en gestos suicidas que únicamente puede inspirar el amor a la libertad”. Los sucesos a los que se alude están constituidos por el cruento asalto al Palacio Presidencial batistiano —acaecido el 13 de marzo inmediatamente anterior— y es interesante reparar en que la moción habla de “estudiantes y obreros” enfrentados a las fuerzas militares y policiales, pero no se hace referencia alguna a la guerrilla. Es de hacer constar, además, que en la mencionada conferencia se hallaban presentes dos delegados de la Asociación Libertaria Cubana. La referencia está contenida en el folleto 1ª. Conferencia Anarquista Americana. Pronunciamientos, acuerdos, recomendaciones, declaraciones; editado en Montevideo durante el mismo año de 1957 por la Comunidad del Sur.
[52] Vid., por ejemplo, de Hugo Cores, Memorias de la resistencia, pág. 62; Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo, 2002. Allí se narra cómo el equipo redactor del periódico LUCHA LIBERTARIA —órgano de prensa de la Federación Anarquista Uruguaya— concurrió a un acto público, en abril de 1959, cuyo orador era Fidel Castro, por entonces de visita en Montevideo. Cores enfatiza que se concurrió “con escepticismo de libertarios” y que él, personalmente, se convenció en ese momento y no antes “de la originalidad y el valor de la revolución que estaba en curso en Cuba”. Más adelante —pág. 69—, Cores relata que recién más de dos años y medio después, en diciembre de 1961 —ocasión en la que Fidel Castro se define como marxista-leninista—, su apoyo a la revolución y al gobierno que con ella se había instalado agotaban su permanencia en el campo de las ideas anarquistas. Las posiciones de la Federación Anarquista Uruguaya, mientras tanto, distaban todavía de ser tan homogénea y colectivamente claras como la suya; tanto en un sentido como en el otro.
[53] La lista que corresponde a cada una de las posiciones —lista que aquí solo reproducimos parcialmente— se encuentra mencionada en el artículo de Carlos Estefanía “Liquidación del socialismo libertario en Cuba: ¿fin de una utopía?”, reproducido en la revista de exiliados CUBA NUESTRA. Una diferencia adicional de nuestra propia enumeración consiste en que Estefanía ubica a la Federación Anarquista Uruguaya entre los partidarios del “apoyo crítico” pero —vale la aclaración y el matiz que inmediatamente haremos— ello se acentuará de tal modo, formal y nítidamente, luego y no antes de su escisión.
[54] La división de la F. A. U. sigue mereciendo, todavía hoy, diferencias interpretativas irreconciliables entre los exponentes de una y otra fracción. Por un lado, la tendencia que continuó actuando como F. A. U. ha sostenido a lo largo del tiempo que las razones de la división deben situarse en torno a las concepciones organizativas, a la adopción o no de un perfil más rotundamente clasista y al alcance de las prácticas de acción directa. Por otra parte, quienes luego se agruparon en la A. L. U. le asignan relevancia y centralidad mucho mayores al vector cubano de la discusión interna. De cualquier manera, parece claro que la revolución cubana operó bien como focalización expresa o en tanto inevitable telón de fondo de la polémica y que determinadas definiciones no hubieran adquirido el carácter rupturista que finalmente tuvieron de no haber sido por la percepción de que aquella condicionaba decisivamente los rumbos que habría de seguir el proceso de cambios en Latinoamérica.
[55] En este caso particular y aplicado a la situación cubana, entendemos por jacobino a aquel perfil político capaz de identificarse con la “profundización” de los recorridos revolucionarios, no en el sentido de sus logros socialistas reales sino en el de sus rupturas institucionales y efectos de poder, incluso, o sobre todo, prescindiendo de los niveles de conciencia colectiva que pudieran resultar imprescindibles en tales circunstancias.
[56] Es proverbial, en tal sentido, la acusación de estar al servicio de la CIA que, en 1968, el entonces creativo y pintoresco pero también sobredimensionado Daniel Cohn-Bendit hiciera recaer sobre los anarquistas cubanos exiliados. No mediando demostración alguna de tan grueso juicio de valor, solo cabe interpretarlo como un ejemplo en filas libertarias de ese equívoco razonamiento por el cual “los enemigos de mis enemigos son mis amigos” y, por lo tanto, todo aquel que se oponga o contradiga a los amigos recientemente adquiridos habrá de ser, sin duda posible, un enemigo o un cretino útil a su servicio. Si tales silogismos son, gramaticalmente hablando, un trabalenguas indigerible, mucho peor habrá de resultar su incorporación a un cuerpo ideológico medianamente coherente y sustentable; el que perderá de tal modo su autonomía conceptual y comenzará a navegar al garete por los mares de la ajenidad.
[57] Las resoluciones del Congreso de Saint-Imier celebrado por la fracción federalista de la 1ª. Internacional —una de las piedras miliares del movimiento anarquista en cuanto tal— se encuentran perfectamente en línea con esta concepción. Vid., además, Historia de la revolución francesa de Piotr Kropotkin; Editorial Americalee, Buenos Aires, 1944 y, sobre todo, Dictadura y revolución de Luigi Fabbri; Editorial Proyección, Buenos Aires, 1967.
[58] Ya hemos mencionado el respaldo de la 1ª. Conferencia Anarquista Americana a las luchas anti-batistianas y ahora corresponderá anotar la colaboración brindada por refugiados españoles a los cubanos que, en los años 50, preparaban en México lo que luego sería la expedición del GRANMA. Esa colaboración tuvo lugar en el marco de un Frente Juvenil Antidictatorial en el que desarrollaron actividades militantes refugiados de diferentes países —dominicanos, peruanos, venezolanos, etc.— además de españoles y cubanos. Una referencia de dicha colaboración puede encontrarse en el reportaje realizado a Octavio Alberola —en ese entonces, un destacado militante de la Federación Ibérica de Juventudes Libertarias y residente en México— recogido en la revista POLÉMICA, Año XVIII, Nº 70, págs. 42 y sgs.; Barcelona, enero-marzo de 2000.
[59] Las referencias básicas sobre la participación anarquista en el enfrentamiento a la dictadura de Batista están contenidas en el libro de Frank Fernández; El anarquismo en Cuba; esp. págs. 82 y sgs.; Fundación Anselmo Lorenzo, Madrid, 2000.
[60] Tal cosa se plasmó en el X Congreso Nacional de la Confederación de Trabajadores de Cuba, celebrado en noviembre de 1959. Allí se produce, en clara actitud “intervencionista”, la participación directa de Fidel Castro, quien incluso llega a marcar el nombre del futuro Secretario General del organismo sindical, “proponiendo” para el cargo a David Salvador —el mismo que luego fuera objeto de la correspondiente purga— pero con el control paralelo y el poder efectivo del militante comunista Lázaro Peña.
[61] Según Frank Fernández, de quien procede la referencia, esa nueva forma de presentación de la Asociación Libertaria Cubana obedeció a la necesidad de evitar represalias directas sobre sus miembros. Vid., de Fernández, op. cit., pág. 94.
[62] Una vez más, la referencia puede encontrarse en Frank Fernández, op. cit., pág. 95. Como comentario adicional, permítasenos un breve interrogante: ¿se habrá enterado alguna vez el “chistoso” de Cohn Bendit que la acusación que perpetrara en 1968 contra los anarquistas cubanos exiliados no tenía nada de original y que solo se limitaba a repetir lo que unos cuantos años antes que él ya había acuñado nada menos que el Secretario General de la organización partidaria de los comunistas pro-soviéticos?
[63] Una buena semblanza de este clima puede encontrarse en el artículo de Alfredo Gómez, “Los anarquistas cubanos o la mala conciencia del anarquismo”, publicado en la revista BICICLETA, Nos. 35 y 36 Extra doble; Valencia, enero-febrero de 1981.
[64] Debemos recordar una vez más que no estamos refiriéndonos aquí a las prácticas guerrilleras en general —de las que los anarquistas mismos han ofrecido abundantes ejemplos— sino de ese tipo peculiar de guerrilla, con fuerte propensión a la militarización interna y que se impuso como modelo en América Latina según los cánones castro-guevaristas.
[65] No es del caso ni es posible realizar aquí una justificación mayor de esta afirmación, pero vale sí aclarar que la misma es parte de un marco interpretativo de la historia del movimiento anarquista que la concibe como una sucesión de períodos diversos —anarquismo clásico, de transición y post-clásico— con sus correspondientes modelos de organización y acción —el anarcosindicalista, el de la organización específica y el de los movimientos y las redes. El punto en que aquí nos encontramos es el que consideramos propio del anarquismo de transición; período que se extiende entre 1939 y 1968 y que entendemos caracterizado por una situación “defensiva” y de búsqueda. Este marco interpretativo es objeto de un estudio todavía inconcluso y, por el momento, solo podemos remitir a una exposición algo más detenida en nuestro trabajo Los sediciosos despertares de la anarquía.
[66] Un magnífico ejemplo de este tipo de visiones puede encontrarse en el artículo de Gonzalo García “Mijail Bakunin y Ernesto Guevara: en dos épocas, una misma intransigencia revolucionaria” en la revista ROJO Y NEGRO Nº 2, págs. 107 a 134; Montevideo, diciembre de 1968. El problema planteado por este tipo de abordaje no radica, naturalmente, en el hallazgo de similitudes entre una y otra trayectoria revolucionaria sino en la confusión que se deriva de la omisión o ubicación subalterna de sus diferencias básicas en términos de concepciones y proyectos.
[67] No se trata, por supuesto, de negar la existencia, muy real por cierto, del hostigamiento de vocación imperial de los Estados Unidos hacia Cuba sino —tal como ya lo sostuviéramos en su oportunidad— de evitar justificar en él un proceso y una estructuración social que no dependen exclusiva ni decisivamente del mismo.
[68] Es interesante reparar que las plataformas que agitan hoy las numerosas organizaciones opositoras cubanas son, en líneas muy generales, difícilmente condenables desde una perspectiva reformista de izquierda y no están organizadas sobre la base de un retorno al pasado pre-revolucionario o de un embeleso admirativo por modelos de tipo capitalista. Es claro, sin embargo, que no tienen un perfil anarquista ni mucho menos, puesto que difícilmente los libertarios suscribirían con entusiasmo alguno requisitorias —como las del llamado Proyecto Varela— para autorizar la formación de empresas a los ciudadanos cubanos ni harían demasiado énfasis en la Carta Universal de los Derechos Humanos —como es el caso del Partido Popular Joven Cuba— salvo para denunciar las inconsecuencias ajenas. En cambio, resultaría extremadamente rebuscado oponerse a los reclamos que giran en torno a la libertad de expresión y asociación o a la liberación de los presos políticos o al reconocimiento pleno de la sociedad civil y de sus propuestas autónomas.