Élisée Reclus
A mi hermano el campesino
¿Es cierto —me has preguntado— que tus compañeros, los obreros de la ciudad, quieren despojarme de la tierra, de esta hermosa tierra que yo amo, que me produce doradas espigas, ciertamente tras mucho trabajo, pero que, sin embargo, me las produce? Ella ha mantenido a mi padre y a mi abuelo, y mis hijos hallarán en ella un poco de pan. ¿Es decir que tú quieres desposeerme de esta tierra, arrojarme de mi cabaña y mi huerto?
—No, hermano mío, no es cierto. Puesto que es tuyo el suelo y eres tú quien lo cultiva, a ti solamente pertenecen las mieses. Nadie tiene derecho, antes que tú, que haces crecer el pan, a comérselo en compañía de tu mujer y de tus hijos. Guarda tus campos con toda tranquilidad, conserva tu azadón y tu arado para remover la tierra endurecida, separa la semilla para fecundar el suelo. Nada existe más sagrado que tu labor. ¡Maldito mil veces quien intente quitarte ese suelo por ti fecundado!
Pero esto que te digo a ti, no lo hago extensivo a otros que se creen también cultivadores del suelo, y que no lo son sin embargo. ¿Quiénes son esos supuestos trabajadores del campo? Los que han nacido de grandes señores. Al venir al mundo se les colocó en lujosa cuna, envueltos en finas lanas y ricas sedas; el cura, el magistrado, el notario y otros personajes vinieron a visitar al recién nacido como futuro propietario de las tierras. Cortesanos, hombres y mujeres, han venido de todas partes para traerle presentes, ropas bordadas de plata, brazaletes de oro; mientras le colmaban de regalos, se registraba en los grandes libros que el niño era poseedor de ríos, bosques, campos y prados. Sus propiedades se extienden desde el monte hasta el llano, y bajo la tierra trabajan para él cientos y miles de obreros. Cuando sea hombre irá tal vez a visitar lo que heredó al salir del vientre materno, o pudiera suceder que no se tomara tal molestia; pero lo que sí hará será hacer escoger y vender los productos de la tierra que ni siquiera ha visto. Por todos lados, en barricas de rivera, en buques a través del Océano o por caminos de hierro, afluirán a su casa sacos de dinero, como rentas de sus propiedades. Pues bien, cuando seamos los más y dispongamos de la fuerza ¿dejaremos que todos esos productos del trabajo humano ingresen en las cajas del heredero? ¿Nos inspirará respeto esa propiedad? No, amigos míos; tomaremos posesión de todo eso. Romperemos sus papeles y planos, destruiremos las puertas de su castillo, haremos nuestros sus dominios. “Trabaja si quieres comer”, diremos a esos pretendidos agricultores. “Ninguna de estas riquezas te pertenece”.
Sí, tomaremos posesión de la tierra, pero sólo la de esos que la detentan sin trabajarla, para ponerla a disposición para que puedan explotar a otros desgraciados. La porción de tierra a la que el individuo, el grupo, la comunidad o la familia tendrá naturalmente derecho, será la abarcada por el trabajo individual o colectivo. Desde el momento que un pedazo de tierra se salga de los límites que puedan trabajarse, no tienen ninguna razón natural para reivindicarlo a su favor; su cultivo y su producto pertenece a otros trabajadores. El límite se traza diversamente entre las culturas de individuos o grupos, con arreglo a la extensión puesta en estado de producción. Lo que tú cultivas, hermano mío, es para ti, y nosotros te ayudaremos a conservarlo por todos los medios que estén a nuestro alcance; pero lo que tú no cultivas pertenece a tu compañero. Cédele un pedazo; verás como también él sabe fecundar la tierra.
¿Y si el uno y el otro tenéis a vuestra tierra, cometeréis la imprudencia de continuar aislados? Cuando está solo el pequeño propietario agrícola es demasiado débil para luchar con la naturaleza avara y el tirano demasiado malo. Si consigue vivir es por un prodigio de su voluntad. Es preciso que se acomode a todos los caprichos del tiempo y se someta en mil ocasiones a privaciones voluntarias. Que el hielo petrifique la tierra, que el sol queme, que llueva o haga aire, debe estar siempre trabajando; que la inundación ahogue las cosechas, que el calor las calcine, no le queda otro remedio que recoger tristemente lo que quede, que no le será suficiente para vivir. Cuando llegue el día de la siembra tendrá que privarse de comer para echar en el surco el grano con que había de hacer su pan. En medio de su desesperación sólo le queda una esperanza, la de que sacrificando una parte de sus pobres economías, después de crudo invierno y la insidiosa y traidora primavera, vendrá el ardiente verano y madurará triplicando o cuadruplicando tal vez la cosecha. ¡Qué amor tan intenso siente hacia esa tierra que tanto le hace pensar por el trabajo, tanto sufrir por el temor y las decepciones y tanto regocijarse cuando ve las matas ondular llenas de espigas! ¡Ningún amor es más grande que el del campesino hacia el suelo que ha roturado y fecundado, en el que ha nacido y al que volverá! ¡Y sin embargo! ¡Cuántos enemigos le rodean y le envidian la posesión de esa tierra que adora! El cobrador de impuestos tasa su arado y le toma una parte de su trigo; el comerciante le busca otra parte; el camino de hierro le priva también de transportarse él mismo sus cosechas. Por todas partes se ve engañado y es inútil gritarle: “No pagues el impuesto, no pagues los réditos”. Paga, no obstante, porque está solo, porque no tiene confianza en sus vecinos, en los otros propietarios o arrendadores que no pueden conectarse entre ellos. Se les tiene esclavos como al todos por el temor y la desunión.
...Casi siempre viven en lucha con algún señor más rico que ellos, aspirando a la posesión de este o el otro campo, de un bosque o un prado perteneciente a ellos y que resisten cuanto pueden. Si el señor fuera solo, pronto abatiría su orgullo de insolente personaje, pero como nunca está solo, tiene de parte al Gobernador de la Provincia, al Jefe de la policía, los sacerdotes y los magistrados, el Gobierno entero con sus leyes y su ejército. Si tiene necesidad, puede disponer del cañón para ametrallar a los que fecundan el suelo que él anhela. Por eso aunque tengan la razón, cuando litigan con el señor, pueden estar seguros de que para nada les sirve. Y es inútil gritarles: “No cedan”, no tienen más remedio que ceder, victimas de su aislamiento y debilidad.
Sí, vosotros sois muy débiles; los pequeños propietarios desunidos o no asociados en comunidades, no podéis luchar contra los que quieren esclavizaros, contra los acaparadores que ambicionan vuestro campo y contra el Gobierno que os roba los productos del trabajo haciéndonos pagar impuestos aplastantes. Si no sabéis uniros, pronto vuestra suerte será igual a la de millones de hombres despojados de todo derecho a sembrar y recoger, y que, desposeídos de su campo, han entrado en el ejército de los esclavos asalariados, viviendo de lo que el amo le da en forma de limosna cuando le viene bien darle trabajo. Esos jornaleros son desgraciados hermanos nuestros que han sido despojados de la tierra como tal vez lo seáis vosotros mismos mañana. ¿Hay acaso gran diferencia entre su suerte y la que os está reservada? La amenaza os alcanza ya; vuestro estado actual no es más que una prórroga que se os concede. ¡Uníos en vuestras desgracias y peligros! ¡Defended lo que os queda y conquistad lo que habéis perdido! De lo contrario, será horrible vuestra suerte futura, porque vivimos en una sociedad de ciencia y método, y nuestros gobernantes, secundados por un ejército de químicos y de profesores, os prepara una organización social en la cual todo será reglamentado como en una fábrica, donde la máquina lo dirigirá todo, y hasta los hombres no serán más que simples ruedas que cambiarán como fierro viejo cuando intenten razonar y querer...
...He aquí, queridos amigos, el destino que os está reservado a vosotros los que amáis la tierra regada con vuestro sudor; a la que os sentís atraídos por una fuerza cuyo secreto os lo explica el desenvolvimiento del embrión vegetal al romper la tierra misteriosamente con sus blanquecinos tallos. Os arrebatarán el campo y la cosecha, os cogerán a vosotros mismos y os uncirán a cualquiera máquina, humeante y estridente, y ennegrecidos por el humo y el carbón, tendréis que balancear vuestros bazos sobre una palanca diez o doce mil veces por día. Según los cálculos de vuestro tirano. A eso llamarán agricultura. Y nada de aventuras o hacer el amor cuando el corazón os haga sentir afectos hacia una mujer, no os volváis siquiera a mirar a la joven que pasa; el capataz no consiente que se defraude trabajo al patrón. Si a éste le conviene que os caséis para crear progenitura, es que serás de su agrado; tendrás el alma de esclavo que él desea; serás bastante vil para que él autorice la perpetuación de una raza abyecta. El porvenir que os espera es el mismo que el del obrero y el niño de las fábricas. Jamás la esclavitud antigua pudo tan metódicamente amasar y formar la materia humana hasta reducirla al estado de herramienta. ¿Qué queda de humano en ese ser pálido, descamado y escrofuloso, que no respirará nunca otra atmósfera que la de humo, grasa y polvo?
Evitad esa muerte a cualquier precio, amigos míos. Conservad cuidadosamente vuestras tierras los que tenéis alguna; es vuestra vida, la de vuestras mujeres y vuestros hijos, a quienes tanto amáis. Asociaos con los compañeros cuyas tierras están amenazadas con las vuestras por el usurero, los grandes especuladores agrícolas y los aficionados a las grandes cacerías, cuya tendencia es convertir en bosques todos los campos roturados; olvidad las pequeñas rivalidades entre vecinos y agrupaos en comunidades en las que todos los intereses sean solidarios y cada puñado de tierra tenga como defensores a todos los miembros. Ciento, mil o diez mil seréis bastante fuertes para luchar con el señor terrateniente; sin embargo, no seréis bastante fuertes contra un ejército. Asociaos, pues, por comunidades, y que la más débil disponga de la fuerza de todas. Más aún; haced un llamamiento a los que no poseen nada, desheredados de las ciudades, a quienes tal vez os hayan enseñado a odiar y que debéis amar, porque ellos ayudarán a conservar vuestras tierras y a reconquistar las que os han quitado. Con ellos podréis atacar y destruir todas las murallas y cercos que limitan las propiedades de los grandes señores de la tierra; con ellos podréis fundar la gran comunidad de los hombres libres, en la que se trabajará con concierto para vivificar el suelo, embellecerlo y vivir felices sobre esta buena tierra que nos da el pan. Y si no hacéis esto, todo está perdido. Pereceréis como esclavos y mendigos. ¿Tenéis hambre? —Decía recientemente un alcalde de Argel a una comisión de humildes sin trabajo—, ¡pues bien, comeos los unos a los otros!
Eliseo Reclus