Federica Montseny
Vida y obra de Anselmo Lorenzo
Anselmo Lorenzo en Londres. Carlos Marx y su familia
El viaje histórico de Lafargue
La división de la Internacional. Anselmo Lorenzo en Barcelona
El pensamiento social y filosófico de Anselmo Lorenzo
Las campañas a favor de la huelga general
Ferrer Guardia y Anselmo Lorenzo
La semana trágica y la muerte de Ferrer
Origen y formación moral
El hombre que tanta influencia ejerció sobre el proletariado catalán, cuya muerte fue llorada por todos los trabajadores de Barcelona, que acudieron al entierro de Lorenzo en multitud sólo vista, hasta entonces, en el de Luisa Michel, nació en Toledo.
Destaco el hecho para demostrar el carácter ibérico del movimiento obrero de Catalunya. Mientras unos se han complacido en presentarlo como extraño a esta tierra, como importado de fuera, otros se han empeñado en darle un carácter nacionalista y específico regional igualmente falsos y dañinos. El anarquismo en España es español por excelencia. Y de ahí que se proyecte de una región a otra, indistintamente, de acuerdo con su universalismo. Anselmo Lorenzo, toledano de vieja cepa, con todas las características raciales —austeridad, seriedad, sencillez, abnegación, sentimiento heroico de la vida— de la raza castellana, marcó con su sello inconfundible treinta años de movimiento obrero y anarquista catalán. Juan Montseny (Urales), hijo del corazón de Catalunya, y casi de la misma generación, ocupó, durante veinte años, el centro de las actividades anarquistas en la capital de España.
Y este intercambio de hombres de región a región no se ha limitado solamente al anarquismo. Pi y Margall vivió en Madrid su larga y ejemplar vida, irradiando su influencia y su acción constante desde la meseta al resto de España. Y Guimerá, patriarca de las letras catalanas, era hijo de Canarias.
España es un mosaico, un conjunto de pueblos, una federación de hombres que aparece unida firmemente, con perfil propio e inconfundible, cuando salimos de la geografía política y de la política sin geografía y entramos en el vivero de las ideas. Todas surgen del mismo suelo, del mismo magnífico abono que hace rebeldes, inquietos, sedientos de libertad y de justicia a los mismos hombres de toda la compleja y misma España.
Anselmo Lorenzo nació en Toledo, de familia humilde. Su infancia trascurre en el claroscuro de penalidades y de privaciones de una familia obrera en la primera parte del siglo pasado y prosigue, con atenuantes menguados, en la segunda parte del ochocientos.
Vino al mundo el 21 de abril de 1841. Contaba unos once años cuando sus padres le enviaron a Madrid, a un establecimiento de cerería de un tío suyo. Pensaron los progenitores que con ello aseguraban el porvenir del muchacho, ya que allí, trabajando, conseguida la confianza del pariente, se abriría para él un camino de cierto bienestar material y holgura económica.
Mas el espíritu inquieto del mozuelo pugnaba contra la monotonía de aquella existencia y el trabajo comercial a que debía dedicarse. Lorenzo era ya el hombre que debía ser siempre: estudioso, tenaz, sediento de saber, con gran rectitud de alma y tesón suave y obstinado.
Por encima de presiones y disgustos familiares, Anselmo abandonó la cerería y entró a trabajar de aprendiz en una tipografía madrileña. El oficio le gustaba. En él podía proyectar su afán curioso, su anhelo constante de descubrir nuevos horizontes. ¡Días difíciles estos, en que, solo, con un salario exiguo, Lorenzo tuvo que hacer frente a la vida cuando aún apenas había transpuesto los umbrales de la adolescencia! Como tantos obreros españoles, como todos los pensadores y los renovadores de la raza, Lorenzo salió del pueblo y debió autoformarse, ser un autodidacta por excelencia.
Muy pronto su espíritu abierto, vivo, con enorme poder de captación, fluctuó entre las ideas políticas y sociales de la época. Lógicamente había de atraerle la que, en aquellos momentos, representaba el máximo adelanto, y que, en España, unía al radicalismo político un hondo contenido social y filosófico: me refiero al federalismo de Pi y Margall.
Como casi todos —por no decir todos— los anarquistas españoles, Anselmo Lorenzo fue federal demócrata, pimargalino mejor, quizá, ya que Pi y Margall era el que daba al federalismo su profundidad filosófica y su inquietud revolucionaria. Y fue el propio Pi y Margall el que proyectó la atención del joven tipógrafo hacia el estudio de los problemas económicos, a donde lleva, fatalmente, toda crítica a fondo del sistema social reinante y toda política analizada hasta sus últimas consecuencias. Y fue el propio Pi, con la traducción de las obras de Proudhon, el que preparó el terreno que habían de pisar, mañana, las ideas de Bakunin y la Internacional, el que preparó el hogar donde se hicieron populares y grandes, con fuerte arraigo en la conciencia española, vinculándose por siempre más al porvenir de la raza.
Decía Lorenzo que fue un artículo de Pi y Margall, haciendo la crítica de sus propias ideas políticas, mostrándolas como incompletas si a la igualdad ante la ley no añadíamos la igualdad económica, lo que le abrió los ojos hacia el anarquismo naciente, apenas formulado.
Desde aquel día, todos los escasos ahorros del aprendiz tomaron el camino de las librerías de viejo. En vez de frecuentar la taberna y los teatros, en vez de concurrir a los lugares de expansión propios de su edad y de sus tiempos, Anselmo compraba libros que leía con pasión y detenimiento los domingos. Proudhon y Fourier fueron su fuente política y social, y entre el dédalo de ideas sembradas en su mente inquieta, se buscó Lorenzo el oriente propio.
Esta construcción interior no se hizo en un día ni en un mes. Fue el producto de una lenta formación, en la cual el padre del movimiento obrero español se hizo ante todo a sí mismo. Es decir, mucho antes de que llegara a España Fanelli, y, con él, la proyección directa de Bakunin y del movimiento obrero que agrupaba a los trabajadores del mundo en una asociación internacional, Lorenzo había fijado su voluntad y su vocación: sería un organizador de masas. Había comprendido la enorme fuerza que representaba el proletariado organizado, convertido en una potencia formidable, y se había propuesto firmemente trabajar en ese sentido. Y empezó por abajo, por allí donde actuaba y se movía.
Fanelli en España
Anselmo Lorenzo contaba veintisiete años cuando se produjo en su existencia un acontecimiento de fundamental importancia: llegó a España Giuseppe Fanelli, delegado por Miguel Bakunin para organizar en nuestro país una sección de la primera Internacional, fundada el año 1864 en Londres, unidos por esa obra gigantesca Marx y Bakunin.
Llega Fanelli a España; se traslada a Madrid y se pone en contacto con los elementos republicanos federalistas de tendencia más extremada. Entre ellos se destacaba José Rubau Donadeu, tipo originalísimo, muy inteligente, quizás algo chiflado, que se convirtió en el introductor de Fanelli en los medios más propicios a las ideas de la Internacional. Y Anselmo Lorenzo formó parte del grupo de hombres elegidos que, después de escuchar atentamente a Fanelli y de encontrar buena la idea de construir en Madrid, con carácter nacional, una sección de la organización que debía agrupar para sus reivindicaciones de clase a todos los trabajadores del mundo, constituyeron el primer núcleo de esta sección. En él estaban, como figuras destacadas, además de Lorenzo, José Pasyol, Angel Cenagorta, Enrique Borrel, Francisco Mora —que después fundó la Unión General de Trabajadores, inclinándose hacia el marxismo— y González Morago, figura interesantísima, que necesitaría muchos capítulos aparte.
Estos hombres, obreros todos, de ideas republicanas, bastantes tipógrafos —aunque se agruparan en la misma sección diversos oficios—, dieron vida, virtualmente, a la Federación Obrera Regional Española, sección de la I Internacional y antepasada gloriosa de la Confederación Nacional del Trabajo. La UGT aún no existía. No fue fundada hasta 1888, agrupándose bajo esa denominación común las sociedades obreras de diversos oficios que actuaban en España, separadas de la Federación Regional, afecta al bakuninismo, como fracciones o escisiones en los oficios y organizadas por la gestión directa de Lafargue, cuando vino a España, en 1871, enviado por Carlos Marx. En realidad, la Unión General de Trabajadores se constituyó aglutinando nacionalmente la serie de organismos locales que vivían en forma aislada, con merma y detrimento de la única organización nacional que entonces existía —la Federación Regional—, alimentados por la desdicha rivalidad histórica entre Marx y Bakunin, que dividió en dos ramas al proletariado mundial.
Anselmo Lorenzo fue el depositario más celoso de los planes de Bakunin en España. Además, aquella actividad organizadora encuadrada perfectamente en su carácter. La Internacional realizaba, universalmente, el sueño de organización del proletariado, hasta convertirlo en una potencia formidable mediante la práctica del principio “La unión hace la fuerza”, que era una de las teorías y de las prácticas fundamentales de la gloriosa Asociación, y que el joven Lorenzo había acariciado tantas veces, desde el día que su cerebro se abrió al estudio de los problemas económicos, tan estrechamente ligados a la filosofía, a la moral y a la política.
La Sección, constituida en Madrid por veintiún hombres entusiastas y abnegados, fue creciendo y extendiéndose por toda España. En Barcelona, las ideas de la Internacional encontraron un hogar espléndido: el grupo de tipógrafos ilustrados que rodeaba a Farga Pellicer. ¿Quién no ha oído nombrar, siquiera una vez, a la famosa “La Academia”, la imprenta que fue escuela de cajistas y vivero de revolucionarios?
Existía además, en Catalunya, una fuerte organización de oficio: la célebre Unión Manufacturera, adherida a la Federación Regional el año 1871 y uno de los más fuertes puntales del naciente movimiento obrero de Catalunya. Digo naciente movimiento obrero porque con la Internacional y la influencia bakuniniana, las sociedades de resistencia adquirieron el carácter combativo, de mejoras materiales y de finalidades morales, que antes no habían tenido, limitándose a ser, mejor que sociedades, cajas de resistencia, mutuas que agrupaban a los obreros para el apoyo recíproco en los casos de enfermedad, de paro, de despido, etcétera.
Con la venida de Fanelli a España, con la constitución de la Sección, que luego, conforme lo acostumbrado en la Internacional, se transformó en Federación Regional dentro del concierto universal de federaciones que constituían la Asociación, el movimiento obrero se convirtió en acción de multitudes con perspectivas y tácticas revolucionarias. Los antiguos gremios, las viejas sociedades, evolución de las hermandades de la Edad Media, alcanzaron categoría de organización de masas para la manumisión completa del proletariado. Quedaron algunas sociedades que continuaban manteniendo su carácter moderado, tibio, de asociación pacífica, más solidaria que reivindicadora. Así las Tres Clases de Vapor, de Catalunya, fundada casi al mismo tiempo que la Unión Manufacturera, se adhirió a la joven Federación, constituida por los elementos conservadores del proletariado textil, que se alarmaban ante el carácter revolucionario y los principios sociales defendidos por los internacionalistas. Este nombre se dio, en aquellos tiempos, a todos los miembros activos de la Federación, a los que, con su acción entre los trabajadores, en los lugares de trabajo y en los centros políticos, por su prestigio entre las masas y ante la opinión pública, consiguieron organizar rápidamente un movimiento de carácter nacional de tal fuerza y envergadura que, inmediatamente, los gobiernos pensaron en reprimirlo.
Se creó la Sección en un período propicio. Días del 68, preñados de inquietudes y de posibilidades. Revolución popular, culminada por la proclamación de la primera República. Hervir de pasiones, choque de principios encontrados. Las multitudes asalariadas, hasta entonces juguete de la política, llevadas a los motines y a las guerras civiles por unos bandos o por otros, empezaron a pensar en problemas y en soluciones propios. La explotación capitalista, la injusticia social, la desigualdad económica, que ningún credo político abarcaba ni resolvía, fueron percibidas por un gran número. Y en este terreno abonado, la semilla internacionalista había de cuajar necesariamente.
Artífice principal de la obra, lo he dicho ya antes, fue Lorenzo. En 1870 fundó el periódico Solidaridad, en donde se explicaron por primera vez en España las ideas anarquistas. Este periódico tuvo bastante venta e influyó considerablemente en la formación de la conciencia obrera, que se iba definiendo y afirmando. A iniciativa también de Lorenzo se organizó el primer Congreso de Sociedades Obreras adheridas a la Federación Regional, congreso que se celebró en Barcelona el 29 de junio del mismo año 70. A este congreso asistió Lorenzo como delegado por la sección de Madrid.
Lorenzo contaba entonces 29 años. Su talento estaba en pleno desarrollo, y su voluntad lo centuplicaba, dándole la perseverancia en el trabajo, la tenacidad para la acción, que es el rasgo distintivo de todos los organizadores. Ante este congreso presentó una memoria que acabó de consagrarle como figura esenciadísima en el movimiento obrero español. Con Farga Pellicer y Tomás González Morago constituyó la trilogía que ha de reverenciar la masa obrera española agrupada en torno de la concepción bakuniniana de la lucha social, como precursores esclarecidos del actual movimiento obrero español.
Destaquemos un hecho, interesante y curioso: tanto la sección española de la I Internacional, que se convirtió luego en la Federación Obrera Regional Española, como la famosa sección madrileña de tipógrafos de la Internacional, que dio vida a la Unión General de Trabajadores, por la figura y la obra de Pablo Iglesias —Paulino Iglesias entonces—, tanto una como otras ramas del movimiento obrero español —marxistas y bakuninistas—, estuvieron constituidas, en su mayor número, por tipógrafos. Formaban éstos lo que se llamaba la aristocracia del proletariado. Eran la parte más ilustrada y más inquieta. Y entre ellos, como era lógico, debían encontrar sus hombres Marx y Bakunin en España.
Anselmo Lorenzo en Londres. Carlos Marx y su familia
Lorenzo fue enviado a Londres delegado a la conferencia que se celebró en la capital de Inglaterra en septiembre de 1871. En esa conferencia conoció personalmente a Carlos Marx y a Federico Engels.
Las discrepancias entre socialistas ácratas y socialistas demócratas en el seno de la Internacional se evidenciaron con violencia en este congreso, penúltimo celebrado por la gran Asociación antes de dividirse. Ahora, contemplando a distancia los hechos, nos damos cuenta de qué modo el temperamento dinámico de Bakunin y de Marx contribuyó poderosamente a hacer inevitable el choque y la bifurcación de las dos tendencias. Las interpretaciones del problema básico que se debatía —utilización o no del arma política; toma o destrucción del poder como objetivo revolucionario— encontraban en los dos colosos dos almas apasionadas y dos actividades verdaderamente diabólicas. Si Bakunin envió a España, en 1868, a José Fanelli, con la misión específica de organizar la Internacional y con el encargo secreto de constituir núcleos de la Alianza de la Democracia Socialista —el movimiento político sin acción electoral que había de dar un pensamiento filosófico y una finalidad social al movimiento obrero—, Carlos Marx atraía hacia sus doctrinas estatistas a las organizaciones obreras de Alemania, de América del Norte y de Inglaterra, sin descuidar la relación con los países donde tenía menor predicamento: Italia, Suiza, Bélgica, España, Francia, Rusia.
El eco de toda esta lucha interna en el seno de la Internacional, y disputándose el dominio espiritual de las masas, había llegado ya a España. Resonaba en las sesiones del propio Consejo Federal y en los comicios de la Federación Regional, agitada por los fragores de la contienda y por la acción y la influencia ejercida a distancia por Carlos Marx, ya meses antes del viaje de Lafargue. Y Lorenzo aprovechó su estancia en Londres para visitar a Marx y rogarle que desistiera de toda acción escisionista en España, donde el proletariado se iba agrupando en una gran organización de tipo nacional y de finalidades internacionalistas, alimentada por los principios y los propósitos de la gran Asociación.
Marx estaba informado ampliamente acerca de la personalidad firme y acusada de Lorenzo. De ahí que fuera esperado y recibido con curiosidad y con el derroche de simpatía seductora que sabía desplegar como nadie el fundador del socialismo demócrata.
Lorenzo se halló amablemente acogido en el seno de una familia judía que reunía todos los atractivos imaginables. La manera avasalladora e insinuante de producirse del padre; la gracia indecible de las hijas, cuya belleza produjo honda impresión en el joven español; la cordialidad con que se le recibió, demostrándosele que se le esperaba; todo, en fin, contribuyó a producir la mayor perturbación de su vida en el alma de Anselmo Lorenzo. Salió vencedor de aquella prueba, aun cuando guardó siempre el recuerdo de sus emociones y de sus sorpresas. En conversaciones íntimas con viejos amigos explicó más de una vez, pasado el tiempo, las horas gratísimas en aquella casa vividas y la admiración apasionada que dedicó a Laura Marx (Mme. Lafargue), con la que tuvo relación y amistad durante los meses que vivió en Madrid, junto a su esposo.
Anselmo Lorenzo cumplió la misión que se le había encargado. Habló a Marx de hombre a hombre, mostrándole los inconvenientes y las consecuencias de aquella acción escisionista dirigida por él desde Londres. En nombre del Consejo Federal le rogó que desistiera de su empeño y que esperara ocasión más propicia para fundar en España la organización política obrera que ambicionaba. Carlos Marx le escuchó con atención y después se desbordó, justificando con ímpetu su proceder.
Si él pugnaba por crear un partido político afecto a sus concepciones en España, con ello no hacía más que imitar la conducta de Bakunin, que, de manera encubierta, y desde el año 68, estaba haciendo lo propio en todos los países donde tenía amigos e influencia. Se habían podido sorprender circulares secretas de Bakunin, enviadas a los núcleos de Amigos de la Alianza de la Democracia Socialista, que era el partido secreto —creado al margen de la Internacional y con el propósito de dirigirla espiritualmente, intrigando en el seno de ella— afecto a las concepciones políticas bakuninianas. ¿Acaso no estaba en su derecho él al organizar partidos socialistas en todos los países, sin exclusión de España, donde la hegemonía de Bakunin era absoluta porque se anticipó a todo acuerdo y envió a un incondicional suyo para organizar la Sección de la Internacional, primero, pero inmediatamente los núcleos de la Alianza Secreta?
Lorenzo tuvo que enmudecer, durante varias horas, bajo el chaparrón de la elocuencia de Marx, tocado en lo vivo. Después, con calma, intentó convencerle de lo perjudicial y de lo inútil del empeño, asegurándole que toda iniciativa que produjera una división en las filas obreras y que tendiera a la organización de un nuevo partido político, estaba sentenciada al fracaso.
Cuatro meses más tarde, esto mismo debía oír Lafargue de labios de hombre tan inteligente y observador tan fino como Pi y Margall. Cuando el emisario de Marx visitó al jefe del Partido Democrático Federal, para hacerle partícipe del propósito que le animaba, Pi y Margall le escuchó atentamente y le pronóstico:
—Fracasará usted. Las masas obreras españolas están fatigadas de las luchas políticas. No quieren ningún partido. Ni aun el mío.
Fracasó de momento, en efecto, ya que hasta 1888, es decir hasta diecisiete años después, no pudo constituirse en España el Partido Socialista Obrero, al mismo tiempo que se fundaba la Unión General de Trabajadores, recogiendo, como he dicho antes, la serie de sociedades de oficio que existían al margen de las federaciones locales de la Federación Regional, dirigidas por los socialistas y en constante lucha sorda contra las sociedades orientadas por los bakuninistas, sujetas al vaivén de las persecuciones y de las leyes represivas dictadas por los gobiernos de la restauración borbónica.
Pero en septiembre de 1871 ni Carlos Marx convenció a Lorenzo, ni Lorenzo a Carlos Marx. Regresó Anselmo a España, lleno de tristeza por la inutilidad de sus gestiones y previendo la pugna fratricida que se aproximaba, y continuó Marx la línea que se había trazado, convencido de que la razón le asistía y de que hacía uso de un derecho otorgado, según él, por el propio proceder de Bakunin.
El viaje histórico de Lafargue
Tres meses después llegaba a Madrid Pablo Lafargue, yerno y embajador extraordinario de Carlos Marx, con el propósito de entrevistarse con los miembros del Consejo Federal de la Región Española, y buscar, entre ellos, al hombre que fuera el depositario, en nuestro país, de los proyectos del gran pensador alemán.
Carlos Marx le dio un nombre y una indicación. El nombre fue el de Anselmo Lorenzo. La indicación, la siguiente:
—Es joven, ambicioso, inteligente, activo. Y miembro del Consejo Federal.
Lafargue visitó a Lorenzo. Lorenzo le escuchó con atención. Y cuando supo el motivo del viaje, no sólo se negó a ser el realizador de los planes que estimaba divisionistas, sino que los criticó duramente.
Lafargue, que era hombre de inteligencia, quedó gratísimamente impresionado por la persona del joven Lorenzo. Y aunque éste hubiera rechazado sus ofrecimientos y combatido sus proyectos, por estimar contraproducente el plan y sentirse alejado de las ideas socialistas de Marx, le dedicó una estimación profunda, que duró a lo largo del tiempo.
Pero si el socialismo de estado, que Lafargue importaba, no cuajó en el medio socialista libertario, de origen e influencia federalista, en que Lorenzo se desenvolvía, no quiere decir esto que no encontrara eco y adeptos. El hombre que Lafargue buscaba lo halló encarnado en un joven tipógrafo, de fina barba rubia y rostro pálido de Cristo, de espíritu observador y frío y tenacidad paralela a la de Lorenzo. Era Paulino Iglesias, entonces miembro también del Consejo Federal.
Lorenzo, haciendo honor a su rectitud y a su nobleza, sirvió de introductor de Lafargue en los medios obreros, poniéndole en contacto con los que después fueron adversarios políticos y los fundadores del Partido Socialista Obrero Español y de la Unión General de Trabajadores: Iglesias, Mora, Mesa, Pauly.
Lafargue llegó a Madrid desorientado, sin más relación que la de Lorenzo y algunos federales conocidos en su viaje a través de España; viaje accidentado y lleno de peripecias, perseguido por la policía y sometido a constantes cuarentenas, como apestado. Venía de Francia, donde acababa de caer vencida la gloriosa Comuna, y había debido franquear la frontera por las montañas de Huesca. Si Lorenzo no le hubiera puesto en contacto con todos sus amigos, la labor de Lafargue en los meses que van de diciembre del 71 a julio del 72 —fecha en que se ausentó de nuestro país— no hubiera sido tan fructífera.
Pero entre los dos hombres —aparte la discrepancia de ideas— se cimentó una amistad profunda. Lafargue y Lorenzo trabajaban juntos —el dictamen acerca de “La Propiedad” que se presentó al Congreso de Zaragoza de 1872 era obra de ambos—, paseaban juntos y conversaban largamente. La relación y la amistad prosiguió, tanto con Pablo como con Laura, la esposa de Lafargue e hija de Marx, mujer de gran atractivo personal en la que se reunían la belleza y la inteligencia, auxiliar precioso de su padre y de su marido en sus planes políticos y en la labor incesante a favor de sus ideas.
Y cuando Pablo y Laura murieron, Lorenzo les dedicó una página conmovedora, la oración fúnebre que no oyeron de labios socialistas españoles y que les ofrendó el amigo lejano de unos días de lucha, de inquietud y de miseria, adversario en el terreno de las ideas, hermano en la comunión humana de las afinidades y de los afectos.
La división de la Internacional. Anselmo Lorenzo en Barcelona
La querella personal entre los dos gigantes del pensamiento socialista había comenzado. Tuvo el fin que fatalmente se esperaba: la división profunda de la Internacional en el Congreso de La Haya, el votarse la famosa resolución política.
Al Congreso de La Haya asistieron, como delegados de España, Farga Pellicer y Gaspar Sentiñón. La Federación Regional fue fiel a Bakunin y siguió a los jurasianos, a los italianos, a los belgas y a los rusos, al producirse el desgraciado cisma.
Pronto empezó el período álgido de las persecuciones contra los internacionalistas. En 1871, Sagasta comenzó la represión, que continuó bajo la República —represión de los cantonalistas— y que alcanzó su grado máximo en 1874, al ser disuelta la Federación Regional. No obstante, continuó existiendo clandestinamente, celebrando conferencias y congresos secretos y votando resoluciones sobre todos los problemas que afectaban a la clase obrera.
Lorenzo, totalmente entregado a la organización y a las ideas, no pudo ya separar su vida de los avatares de la luna y de las otras. Fue detenido en numerosas ocasiones, sin que su ánimo desmayara ni su acción se debilitara.
Por aquellos años se trasladó a Barcelona, donde habitó normalmente el resto de su vida. En 1876 contrajo matrimonio con Francisca Concha, mujer admirable, de gran corazón y clara inteligencia, compañera completa, a la que dedicó Lorenzo profundo respeto y tierno cariño. Francisca —Paca, como la llamaban familiarmente todos los compañeros— era viuda con un niño de seis años cuando se unió a Lorenzo. (Este niño fue luego el orador sindicalista Francisco Miranda). De su unión con Anselmo nacieron tres hijas —Marina, Mariana y Flora—, en las que revivieron las virtudes y las bondades de la madre y el espíritu emprendedor y recto del padre.
El hogar de Lorenzo fue un hogar modelo. La pasión con que quería a sus hijas y a su compañera se transparentaba en todos sus actos. Vivía sólo para ellas y para las ideas. Sin un vicio, de costumbres modestas y austeras, de alma cordial y noble, su figura realiza ese milagro de superhombría que sólo se halla entre los grandes místicos anarquistas: Reclus, Salvochea, Luisa Michel.
La actividad de Lorenzo, saliendo del marco orgánico, se completó con la creación intelectual. La aparición de El proletariado militante colocó su figura en el plano de la actualidad española. Era el primer libro de historia del movimiento obrero organizado, en el que de manera clara se exponían conceptos atrevidos sobre la lucha de clases y la evolución política. Después de El proletariado militante siguió trabajando, produciendo con la constante fecundidad propia de su carácter.
Además, esta etapa de su vida se caracteriza por la agitación que le llevó incesantemente de un extremo al otro de España, a Portugal —a Lorenzo se debe la organización de la Internacional en el país vecino— y al resto de Europa. Tomó parte en muchos mítines, siendo el más importante el que puede calificarse de histórico, celebrado en Madrid cuando en las Cortes se discutía la legalidad de la Internacional, elevándose en su defensa las voces más autorizadas y de mayor prestigio: Pi y Margall, Lostau y Nicolás Salmerón, que hicieron la apología de la Asociación, justificando su existencia y el derecho de los obreros a organizarse en organismos propios. En aquel mitin, que obtuvo gran resonancia por el momento crítico en que se celebraba, y que acabó de atraer el terror de las clases pudientes contra la Federación Obrera Regional Española por el número realmente extraordinario de público que se congregó en el local, Anselmo Lorenzo terminó con estas palabras que consiguieron celebridad como frase lograda: “Si a la Internacional se le declarara fuera de la ley, la Internacional declarará a la ley fuera de la razón y de la justicia”.
A fin de prever las persecuciones que iban a desencadenarse, el Consejo Federal acordó constituir grupos de defensa de la Internacional en todas las comarcas. De la organización de estos grupos se ocupó Lorenzo en buena parte, realizando incesantes viajes por la Península. En el curso de ellos, tuvo ocasión de conocer a Fermín Salvochea en Cádiz, donde fundara el periódico El Socialismo. Desde entonces hasta la muerte del gran presidiario del Hacho, les unió una amistad entrañable, entretenida por la prolongada correspondencia.
Había comenzado en todo el mundo la lucha entre el anarquismo y los poderes constituidos. El asesinato, en Chicago, de cinco obreros condenados a muerte por el capitalismo americano acusados del crimen de haber tomado parte en un mitin donde por primera vez se habló de la jornada de ocho horas de trabajo, produjo enorme efervescencia entre las masas obreras, ya divididas, pues el año 1876 terminó, de hecho y de derecho, la vida la I Internacional. Pero fue tan tremendo el crimen cometido, que todas las organizaciones proletarias se movilizaron, lo mismo las ácratas que las demócratas. Y a partir de 1886, cada primero de mayo era un conato de revolución en numerosos países. Las multitudes se agitaban, persiguiendo ya objetivos concretos: la jornada de ocho horas y una serie de reivindicaciones materiales y morales que servían de programa anual, ampliándose a medida que las finalidades se alcanzaban. ¡Pero cada mejora arrancada al estado y a la burguesía, cuántos ríos de sangre costó!
En España, los diez primeros de mayo que se suceden de 1886 a 1896, en que la persecución culmina, son un escalonamiento de martirios, de luchas, de represiones cruentísimas. No es posible hacer mención detallada de ese largo y riquísimo período de agitación social revolucionaria en España: La Mano Negra, Jerez —levantamiento campesino—, huelgas de Barcelona, repercusiones locales del terrorismo a que recurrió el movimiento libertario en Francia, siguiendo los pasos del nihilismo ruso y para hacer frente a la barbarie de las lois scélérates.
En todo este período, Lorenzo, con los hombres surgidos de “La Academia”, orientó y dirigió espiritualmente el movimiento obrero en Catalunya.
Su nombre ya había franqueado los medios obreros y era conocido de los lectores de la prensa burguesa, donde colaboraba tratando siempre temas de carácter social y filosófico.
Durante los años que van de 1876 hasta 1896 —bomba Cambios Nuevos— habitó normalmente en Barcelona. Todos los viejos militantes del movimiento obrero recuerdan aquel piso de la calle Tellers, donde Paca, la compañera de Lorenzo, acogía maternalmente a todo el mundo.
¡Cuántos exiliados extranjeros, víctimas de las leyes excepcionales en Francia, de las persecuciones zaristas, de las represiones italianas, pasaron por aquel hogar, modesto y acogedor, en el que la mano y la ternura de la mujer ponían dulzuras y resplandores de tierra prometida! Allí crecieron las hijas: Marina, estudiosa y seria; Mariana, de gran voluntad y firme carácter; Flora, con su silueta espigada de mujer del Norte. Y Lorenzo era el patriarca de aquel hogar honrado y pulcro, en el que todos trabajaban para los demás, sin pensar nadie en sí mismo. Las hijas, excelentes modistas más tarde, sólo pensaban en los padres; el padre y la madre partían su pan con cuantos a ellos se acercaban en demanda de solidaridad y apoyo. Y para cuantos denigraban al anarquismo, el nombre de Lorenzo era la mordaza que enmudecía todas las bocas.
El proceso de Montjuich
Pero de nada sirvió tanta fuerza moral, tanta austeridad, vida tan ejemplar y tan recta. Cuando el gobierno de Cánovas, al servicio de la plutocracia catalana, se propuso desencadenar la persecución contra el anarquismo —proscrito en Francia, en Alemania, en Rusia, en Italia—, acabando con el movimiento obrero revolucionario agrupado alrededor de la Federación Regional Española, tres veces muerta y otras tantas resurgida de sus cenizas, uno de los primeros anarquistas españoles que emprendieron la ruta fatídica de Montjuich fue Lorenzo. Allí se reunió la flor y nata del movimiento obrero y libertario. Tarrida de Mármol, Teresa Claramunt, Juan Montseny, Gurri, Testard, Pedro Corominas, José López Montenegro, Sebastián Suñé, Cayetano, Juan Bautista y Baldomero Oller, entre centenares de obreros presos en el castillo, en los docks, en Atarazanas, en la cárcel vieja, en los barcos, en todas partes. De un extremo al otro de Catalunya, en los más apartados rincones del territorio catalán, se arrancaba a los hombres de sus hogares para ser conducidos, entre tricornios, a Barcelona. Bastaba la denuncia de un vecino, la declaración de un alcalde, el testimonio de un cura, para que la Guardia Civil invadiera la casa, registrándola minuciosamente y llevándose como piezas acusatorias las cosas más curiosas y extraordinarias. Un libro anarquista, el cuadro reproduciendo la imagen de los mártires de Chicago, un objeto raro, que les pareciera susceptible de adquirir forma de bomba, todo, en fin, se lo llevaban e iba a engrosar el sumario gigantesco del terrible proceso. Ya se cuidarían luego los jueces, como Marzo, y los torturadores, como Portas, de encontrar culpables entre aquellos millares de inocentes.
Anselmo Lorenzo estaba aquejado de la dolencia cardiaca que le llevó a la tumba. Contaba 45 años, pero parecía envejecido por su vida agitada. Era un hombre de prestigio intelectual, como Corominas, como López Montenegro, autor de El botón de fuego y ex coronel del ejército español. Mas la persecución se dirigía principalmente contra los elementos intelectuales que actuaban mezclados con el elemento obrero y que lo valorizaban y ayudaban a su capacitación. Todos los maestros laicos de Catalunya fueron a parar a Montjuich. La inquisición resucitó, con su furor y su saña multiplicados contra el libre pensamiento. Y es que, junto a los curas denunciadores, se hallaba el odio de casta de militar profesional y del aristócrata, y las cajas de caudales de los burgueses.
El pobre Lorenzo, enfermo y quebrantado, subió la cuesta de la montaña fatídica esposado en una larga cuerda de candidatos a la muerte. Allí estaban Tarrida, Montseny, Molas, fusilado más tarde. Y junto con el desgraciado Molas salió del calabozo donde los tenían encerrados en montón. Los presos sabían el fin que esperaba a los que eran llamados “con todo” en las aglomeraciones: el espantoso “cero”, donde se aplicaban los tormentos, y el muro después. La impresión que recibió Lorenzo al ser sacado junto con Molas fue tan terrible que su pobre corazón, resentido, acabó de recibir la herida mortal que debía llevarle a la tumba.
Sin embargo, Lorenzo se salvó del “cero” a que fue llevado su infortunado compañero. Después de un largo encierro en el castillo maldito —como llamaba el pueblo barcelonés a la fortaleza de Montjuich— se le deportó a París.
El exilio y la repatriación
En París, Lorenzo trabó relación con las figuras más significadas del anarquismo y del movimiento liberal burgués. Era entonces la época de L’Intransigeant, vibrante y protestatario. La época en que el nombre de Rochefort, el fugitivo glorioso de la Caledonia, galvanizaba las masas.
El proceso de Montjuich había levantado en vilo a toda la conciencia europea. Los periódicos de izquierda, las organizaciones obreras, la intelectualidad avanzada, multiplicaban las protestas y las presiones indignadas contra los verdugos que asesinaban en masa a los obreros, aplicando los más horribles y refinados tormentos. Tarrida de Mármol, escapado milagrosamente de las garras de Portas, agitaba al mundo, explicando con su verbo fogoso y su pluma elegante y fácil lo que estaba ocurriendo aún en Montjuich. La figura de Tarrida, ingeniero químico, incorporado al movimiento obrero y anarquista despreciando las comodidades de su clase y los intereses familiares, orador elocuente, por lo menos en tres idiomas, hombre de cultura enciclopédica y de gran atractivo personal, amigo de Kropotkin, de Ramsay Mac-Donald, colaborador del Nineteen Century de Londres e internacionalmente conocido por sus estudios científicos, constituía el centro de atracción de todos los amigos de la España martirizada, de la España proletaria y gloriosa, que forjaba, una vez más, su historia entre raudales de sangre.
Y el verbo de Tarrida el que congregaba a las multitudes británicas en Trafalgar Square, narrando los horrores de Montjuich. Fue luego Tarrida el que paseó por Europa las espaldas en carne viva, los pies sin uñas, los testículos retorcidos, el miembro viril abrasado de Francisco Callís, otro de los supervivientes del proceso y del martirio.
Lorenzo convivió en París con Malato, con Charles Albert, con Jean Grave, con Sebastián Faure, con Agustín Hamon, con Jean Jaurès y el grupo de jóvenes socialistas revolucionarios de la escuela de Julio Guesde. Desde Montjuich, enviando artículos a toda la prensa simpatizante de España y del extranjero, narrando lo que ocurría en el castillo y apelando a la conciencia humana para que interviniera a favor de las víctimas, había hecho célebre el seudónimo de Abdón Terradas. Esta estancia en París, relacionándose con lo más selecto de la intelectualidad socialista, liberal y libertaria, acabó de consagrarle como hombre representativo del movimiento obrero español.
Al concederle la amnistía, Lorenzo regresó a España, dedicando tres años a una producción intelectual intensiva. Entonces escribió El banquete de la vida, que, aparecido después de El proletariado militante, alcanzó gran éxito, siendo discutido y comentado vivamente. A este volumen siguieron Hacia la emancipación, Vía libre, El pueblo, Criterio libertario, Vida anarquista y la novela Justo Vives, además de multitud de trabajos periodísticos y de folletos, producidos incesantemente.
El pensamiento social y filosófico de Anselmo Lorenzo
Lorenzo no se limitó a ser un interpretador de doctrinas construidas y expresadas por los otros.
Su producción y su trabajo, a lo largo de una serie de libros, de folletos, de manifiestos, de memorias y ponencias de los congresos obreros, de conferencias y de mítines, tiene una originalidad profunda, un valor fundamental.
Él fue, por así decirlo, el primero que valorizó la personalidad de las masas obreras, que reconoció inteligencia y sentido constructivo al pueblo trabajador, dándole la importancia decisiva, la acción determinante que hasta entonces no se le había reconocido.
Su concepto de las multitudes asalariadas como valor propio, como energía en potencia y como movimiento en marcha hacia la emancipación social, significa la antítesis del concepto desdeñoso y autoritario que de las masas obreras tuvieron y tienen otros sectores proletarios.
Fue un educador de multitudes y de individualidades. Su apostolado no despertó la voluntad mesiánica, sino el sentimiento de responsabilidad consciente y activa.
En cierto modo, sus concepciones y sus propósitos, al servicio de los que puso su voluntad y su vida, pueden sintetizarse en un principio de dinámica individual expresado en ese pensamiento suyo, que campea como imperativo categórico en las máximas escritas en los carnets de la Confederación Nacional del Trabajo, su hija espiritual y su creación material y moral: “Si la sociedad está mal constituida, ahí estás tú para corregirla”.
Constantemente, la invocación al sentido de responsabilidad colectiva e individual, la llamada insistente a la acción directa y personal contra la esclavitud, la justicia, la imperfección y el mal, sale de la boca de Lorenzo.
En la conferencia “A la masa popular”, dada en el Teatro Español de Barcelona el día 13 de junio de 1913, organizada por el Ateneo Sindicalista, dice:
“Quisiera inculcarles de modo persistente la idea de que en el mal social que nos agobia no estamos exentos de responsabilidad; o, en otros términos, que si de él somos víctimas, también seremos culpables si a su extinción no dedicamos el pensamiento, la voluntad y la acción que a cada uno nos corresponde. Pensamiento, voluntad y acción grandes y poderosos en el individuo, como lo demuestran tantos grandes descubrimientos, obras trascendentales e instituciones generalizadas en todo el mundo por la iniciativa de un hombre”.
Este sentimiento activo de la lucha y de la acción individual adquiere contornos de finalidad social, de credo político, de movimiento de masas hacia su emancipación en el libro que mejor sintetiza las ideas sociales de Lorenzo: Hacia la emancipación. Así define Lorenzo los principios y los propósitos de la I Internacional y del esfuerzo emancipador del proletariado universal.
“Los trabajadores, antiguamente esclavos y siervos y en la actualidad jornaleros, se han dado cuenta, al fin, de que son tan hombres como sus tiranos y explotadores, de que tienen igual derecho que ellos a la participación en el haber social, y aun mejor derecho por su mayor contribución a la formación de esa riqueza producida por el trabajo, la observación y el estudio de trabajadores, observadores y pensadores de todos los tiempos, de todas las razas y de todos los países, y que por esa misma extensión y generalidad de origen no deben, ni pueden, ser monopolizados unos bienes que en justicia son de todos.
“Ese primer sentimiento de la igualdad impulsó a los iniciadores del movimiento emancipador del proletariado a la creación de la Internacional, asociación obrera de todas las naciones, que se anunció al mundo declarando:
“Que la emancipación de los trabajadores ha de ser obra de los trabajadores mismos;
“Que los esfuerzos de los trabajadores para conquistar su emancipación no han de tender a constituir nuevos privilegios, sino a establecer para todos los mismos derechos y los mismos deberes;
“Que la sujeción del trabajador al capital es la fuente de toda esclavitud política, moral y material;
“Que la emancipación económica de los trabajadores es el gran objeto a que debe subordinarse todo movimiento político;
“Que los esfuerzos emancipadores anteriores fracasaron por falta de solidaridad;
“Que la emancipación de los trabajadores no es problema local ni nacional, sino internacional, estando su solución subordinada al concurso teórico y práctico de todas las naciones;
“Que el actual movimiento obrero emancipador inspira esperanzas, enseña a no incurrir en nuevos errores y aconseja combinar todos los esfuerzos hasta ahora aislados;
“Que esta asociación, como cuantas sociedades e individuos se adhieran a ella, reconocerán, como base de su conducta para todos los hombres, la verdad, la justicia y la moral;
“No más deberes sin derechos, no más derechos sin deberes”. Y prosigue, acabando de redondear su profundo pensamiento:
“¡Oh! Cuando, tras la declaración de la reciprocidad de los deberes y los derechos, se dijo al mundo: la emancipación de los trabajadores ha de ser obra de los trabajadores mismos, se quiso decir: tú, labrador, minero, tejedor, carpintero, trabajador asalariado de cualquier oficio, obrero al servicio de la máquina o desocupado por el avance mecánico industrial, desheredado, jornalero, mísero unemployed o abyecto paria, tú mismo, libremente asociado con tus compañeros de trabajo y de desgracia, tan explotados como tú, tan despojados como tú de la riqueza social, has de salvarte, librando de la usurpación propietaria la tierra y los medios de producir para poner esa tierra y esos medios a la libre disposición de todo el mundo, como libre es la luz, el aire, el agua, las fuerzas naturales más o menos coercibles.
“Todo hombre puede ser tu colaborador; pero ninguno tu director, absolutamente ninguno, ni el mejor, ni el más sabio, ni el más elocuente, ni el más valiente; porque, aunque reuniera en sumo grado todas esas cualidades juntas y muchas más, siempre sería inferior a la totalidad de los hombres y de las mujeres a cuyo frente se pusiera, y como su superioridad limitaría la de sus dirigidos, habría de ser un tirano. Por eso se ha dicho que el señor Todo-el-Mundo sabe más que todos los sabios”.
A través de estos breves retazos, creo que queda dibujada la concepción social y filosófica de Lorenzo, viva, personal, robusta, con sello inconfundible y propio, que debían darle grandeza profética y eterna repercusión en el tiempo, haciendo de él el creador, el impulsor, el animador del más importante y universalista movimiento de masas y de ideas.
Las campañas a favor de la huelga general
Después de ese período de trabajo intelectual, de nuevo le tomó la vorágine de las luchas sociales en Catalunya y en España, caso de que hubiera dejado de estar sumido constantemente en ella. Fue detenido en numerosas ocasiones, siguiendo el vaivén de las agitaciones políticas y de los movimientos huelguísticos.
Pero, en esta época, la obsesión de Lorenzo por constituir una gran organización obrera iba tomando cuerpo. La Confederación Nacional del Trabajo aún no había nacido, pero se estaba forjando. Y, además, el instrumento adecuado, el arma certera que había de utilizar el proletariado en sus luchas contra el capitalismo y los poderes constituidos.
Esta arma era la huelga general, que preconizaron en España, en una serie de campañas apasionadas, tres hombres igualmente interesantes: José Montenegro, Anselmo Lorenzo y Francisco Ferrer Guardia.
López Montenegro y Lorenzo escribían La Huelga General, el periódico propagador de la nueva táctica, que Ferrer financiaba merced a la fortuna que le había legado la señorita Meunier, para que prosiguiera su labor librepensadora y revolucionaria. En La Huelga General y en Tierra y Libertad (fundado en Madrid por Federico Urales), de los años 1900 a 1902, antes de la primera huelga general de hecho que se vio en España —la de los metalúrgicos, en el año 2, en Barcelona—, se encuentran frecuentemente artículos firmados con las iniciales F. F. y el seudónimo “Cero”, tras los que se escondía la personalidad del fundador de La Escuela Moderna.
Ferrer Guardia y Anselmo Lorenzo
Uno de los acontecimientos más importantes, sin duda, de la vida de Lorenzo, fue la amistad anudada con Ferrer, que hizo de él su colaborador más eficaz y su hombre de confianza. Si Ferrer fue el alma de La Escuela Moderna y su editorial, puede decirse, sin temor a equivocarse, que Lorenzo fue el cerebro de aquella obra gigantesca, ensayo cultural y pedagógico nunca visto en España y que costó a Ferrer la vida.
Lorenzo conoció a Ferrer en París, en el medio de intelectuales libertarios con que convivió durante el exilio. Francisco Ferrer era profesor de español. Estaba unido a una joven, profesora también, muy inteligente y de gran simpatía personal —Leopoldina Bonnard—, con la que tuvo un hijo, Riego. Leopoldina Bonnard era la señorita de compañía y la amiga de Mlle. Meunier, una dama solterona, filántropo y librepensadora, que legó su fortuna a Ferrer y Leopoldina para que crearan e impulsaran la obra de La Escuela Moderna en España, sueño de Ferrer, que logró ver convertido en anhelo y finalidad de su financiadora.
Ferrer era íntimo de Malato y de Lorenzo Portet, al que legó luego, al ser condenado a muerte, la fortuna y la misión de continuar la obra de La Escuela Moderna. Y fueron los tres que prepararon en París el famoso atentado de Sempau contra el siniestro capitán Portas, atormentador en Montjuich de los obreros indefensos que caían en sus garras. Sempau vino a Barcelona; atentó contra Portas, que salvó la vida, y fue encarcelado. Lorenzo Portet y Carlos Malato, quijotescos siempre, tenían preparada la fuga del vengador de los torturados del castillo maldito, cuando Ramón Sempau fue puesto en libertad, obligados los jueces a sobreseer la causa por el clamor unánime levantado a favor suyo y contra el verdugo de Montjuich.
Al regresar Lorenzo a Barcelona, la amistad con Ferrer estaba establecida. Ferrer vino a España poco tiempo después. Y cuando, fundada La Escuela Moderna, buscó un hombre para dirigir la editorial creada a su calor, pensó inmediatamente en Lorenzo. La relación entre ambos había sido continua desde que se conocieron en París. La Huelga General, dirigida por José Claritá —muy conocido en aquellos tiempos, herido gravemente durante la huelga de metalúrgicos de 1902 y después emigrado de las filas anarquistas hacia los partidos políticos—, la escribía casi toda Lorenzo apoyado económicamente por Ferrer y con la colaboración asidua de López Montenegro, el primero que defendió y propagó la idea de los movimientos huelguísticos de carácter total.
La obra realizada por Lorenzo en La Escuela Moderna y su editorial le absorbió casi por completo durante los últimos años de su vida, sin que por ello dejara de escribir artículos, manifiestos y cuanto le pedían los compañeros para la prensa y el movimiento. A él se debió la traducción de El hombre y la tierra, de Eliseo Reclus: de La gran revolución, de Kropotkin; de Cómo haremos la revolución, de Pataud y Pouget; de Tierra libre, de Grave; de Sicología étnica...
Cuando se produjo en Barcelona la tantas veces citada huelga general de 1902, sangrientamente reprimida —el bellísimo cuadro de Ramón Casas, La carga, que tiene relieve sombrío y acusado de una escena de represión rusa, después de la revolución de 1905, es una visión de la Plaza de Catalunya, invadida por la muchedumbre de huelguistas, barridos a sablazos por la Guardia Civil—, Lorenzo estuvo encarcelado varios meses, considerado como “autor moral” de la huelga por sus campañas periodísticas. A pesar del carácter cada vez más intelectual de sus actividades, Lorenzo no se salvó de ninguna razzia. Su casa era allanada constantemente por la policía. Y como el movimiento obrero catalán se hallaba entonces en pleno proceso de ebullición, disputándolo diversas fuerzas políticas —el nacionalismo naciente; la acción disolvente de Lerroux, enviado por Moret para contrapesar la influencia de los catalanistas y de los anarquistas—, se multiplicaban los conflictos de orden público y las persecuciones.
¡Período sinuoso, que necesitaría muchas páginas para ser descrito! En breve espacio de tiempo se multiplicaron los acontecimientos y los hechos extraños. Las bombas de Rull, terrorista al servicio de la policía pagado directamente por el duque de Bivona, a fin de justificar los registros y las detenciones de los elementos más significativos del movimiento obrero; el atentado de Morral contra los reyes, en la Calle Mayor de Madrid, con su secuela obligada de encarcelamiento; los esfuerzos de unidad nacional catalana realizados por todos los partidos, que dieron vida a la famosa Solidaridad Catalana, que unió a Salmerón con Prat de la Riba, y la réplica brutal de los militares que asaltaron y devastaron la redacción de Cu-Cut; la lenta maduración de las masas obreras, que, después de la terrible represión del 2, volvían a recobrarse, tendiendo a buscar también la unidad a través de un organismo de tipo nacional que resucitara nuevamente a la gloriosa Federación, hija de la Internacional, creando Solidaridad Obrera; el sarampión del lerrouxismo, que pasó el pueblo barcelonés lo mejor que pudo, hasta que la semana sangrienta desenmascaró totalmente al intrigante, incubado y encaramado al socaire de la campaña pro revisión del proceso de Montjuich...
Y, por fin, la terrible semana, roja de fuego y sangre, y que deslumbró por un momento los ojos cansados de Lorenzo.
La semana trágica y la muerte de Ferrer
Una carta de Lorenzo, dirigida a Tarrida y fechada el 31 de julio de 1909, empieza así:
“Querido hermano Fernando:
“¡Esto es asombroso! Se ha iniciado en Barcelona la revolución social, y la ha iniciado un ente tan mal definido, comprendido y delimitado como lo es eso que algunas veces es vil escoria y otras Su Majestad el Pueblo. ¡Nadie ha impulsado! ¡Nadie ha dirigido! Ni liberales, ni catalanistas, ni republicanos, ni socialistas, ni anarquistas... Los delegados no discutieron, ni menos formularon proposición alguna... Al separarse y decir: «¡Salut, noi!», se apretaban la mano convulsivamente, relampagueaban las miradas y añadían: «¡Dilluns, la general!»”
¡Semana de embriaguez, de furor santo, ya que la furia de las masas está justificada por cien siglos de miseria, de opresión, de sufrimientos! Y aunque se haya calumniado de la manera más impúdica a las multitudes barcelonesas, como se ha calumniado a las masas asturianas de octubre, ningún hecho vandálico, ninguna brutalidad, ningún crimen. Las monjas fueron respetadas por las masas; se cometió la candidez de invitar cortésmente a los frailes a abandonar los conventos. Si un pobre epiléptico como Clemente bailó con una momia, presa de excitación nerviosa, ese hecho aislado sirvió para todo un proceso moral de acusación furibunda contra el pueblo, loco de contento y lanzado a la calle con alegría jocunda y verbenera, completamente inofensiva...
¡Y el despertar luego! Otra carta de Lorenzo nos da una impresión fulminante, instantánea, del momento. Esta carta está también dirigida al inolvidable Tarrida:
“Barcelona, 4 de agosto de 1909.
“Querido hermano Fernando:
“Apelo a tus conocimientos y a tu bondad; te escribo como escribe un hombre angustiado a un hermano cariñoso y bueno, a un hombre sabio y enérgico, pidiéndole ayuda.
“Lo que ha pasado en Barcelona durante la semana revolucionaria ha sido admirable; lo que sucede ahora no puedo calificarlo; por lo que pronto es misterioso y puede ser sanguinario. Nada se sabe. En Atarazanas, en la cárcel Modelo, en Montjuich, ¡otra vez Montjuich!, hay mucha gente, no se sabe cuánta...
“Te confieso ingenuamente que estoy contento, porque he visto al pueblo distanciado de sus directores y aun abandonado cobardemente por ellos, y, sin embargo, ha obrado con orientación revolucionaria.
“Trabaja por las víctimas. Toma la pluma de Los Inquisidores de Montjuich. Tu hermano, Anselmo Lorenzo”.
La he reproducido íntegra porque ella es un retrato moral del alma de Lorenzo, entusiasta y generosa, pensando en los demás, olvidado completamente de sí mismo.
¡Y cómo la tragedia había de rozarle de cerca! Ferrer, por prudencia, pero sin temor determinado alguno —tenía la conciencia tranquila, no había tomado parte en los sucesos, limitándose a escuchar los discursos y las incitaciones a la revolución de Lerroux, promotor de los mismos, con complacencia platónica—, se había ido a Masnou a pasar unos días en su Mas Germinal. La policía fue a casa de Lorenzo y le detuvo, como detuvo a buen número de empleados de La Escuela Moderna. Esto alarmó a Ferrer, que tomó la resolución de guardarse, en espera de las derivaciones de la represión. Y la denuncia infame de otro lerrouxista, pasado a la historia con el inri de los Judas sobre la frente, lo entregó a sus verdugos.
Empezaron las deportaciones y los fusilamientos. Anselmo Lorenzo, viejo, achacoso, atacado de disnea, fue deportado a Alcañiz primero y a Teruel luego, junto con Soledad Villafranca, entonces compañera de Ferrer Guardia, que se había separado amistosamente de Leopoldina Bonnard. Aquello, seguido luego de la muerte alevosa de Ferrer, aceleró su muerte. No recobró la salud moral ni física. El corazón cada día fue marchando peor, a pesar de los cuidados que le prodigaban las hijas y la compañera, que por él se desvivían.
Francisco Ferrer hizo su ejecutor testamentario y su heredero a Lorenzo Portet, amigo de largos años, hombre muy inteligente, aunque de vida un tanto aventurera. Algunas veces uno se pregunta cómo, teniendo a Lorenzo al alcance de la mano, Ferrer pensó en Portet y olvidó al que hubiera sido el más fiel y capaz continuador de la obra. Sea como sea, Portet concedió a Lorenzo la misma confianza, manteniéndole en su puesto y dejando en sus manos, de hecho, toda la dirección de La Escuela Moderna, muy reducida de volumen y de actividad al faltar Ferrer, que era su impulso y su alma, y al haberse convertido en el blanco de las iras gubernamentales.
Sin embargo, el asesinato de Ferrer fue el más tremendo error político cometido por Maura. La campaña internacional que se produjo como protesta contra el crimen, exaltando la figura de Ferrer como un mártir de la libertad de enseñanza, la reacción espiritual causada en el interior, movilizando las conciencias y atrayendo la atención de los espíritus superiores sobre las ideas pedagógicas y sociales que en la persona de Ferrer se sentenciaban a muerte, hizo más a favor del anarquismo que la acción constante de cincuenta años de lucha y de organización de masas.
Los últimos años de la vida de Lorenzo
En Alcañiz estuvo en compañía de los suyos. Su hija Flora permanecía a su lado constantemente. Los otros miembros de la familia se turnaban en el amparo espiritual al anciano, destacándose la abnegación constante y animosa de Paca.
La figura de la compañera de Lorenzo resume y simboliza ese valor moral, ese heroísmo oscuro de tantas compañeras de luchadores que nadie conoce, aunque buena parte de la vida y de la obra de esos hombres estuvo condicionada al estímulo, a la ayuda, a la compenetración profunda encontrada en sus compañeras, que, en lugar de ser un lastre, fueron el acicate, el sostén moral, la confianza y la seguridad en el hogar y en el calor afectuoso creado en torno suyo. No se puede disociar la figura de Lorenzo de la Paca —muerta hace apenas un año, a los noventa cumplidos,[1] con la mente ágil y el cuerpo arrugadito, graciosa y acogedora como fue siempre—, centro espiritual de sesenta años de combates por la manumisión del proletariado y por el anarquismo.
Lorenzo Portet, heredero de Ferrer, mantuvo a Anselmo en su puesto, como he dicho antes, otorgándole confianza ilimitada. Puede decirse que La Escuela Moderna vivió mientras existió Lorenzo o mientras Lorenzo tuvo bastantes energías para estar constantemente vigilando la obra. El carácter desordenado de Portet y su tendencia a la vida aventurera hubieran acabado rápidamente con lo que tantos desvelos costara a Ferrer, llevándole, a la postre, a la tumba. Lorenzo era la vestal que mantenía el fuego sagrado, fiel a la memoria del que fue un amigo e identificado con la finalidad perseguida por el antiguo profesor de español en París, y por quien le legara su fortuna para realizar el sueño de una escuela libre de la influencia religiosa en España.
Y cuando Lorenzo Portet murió, la viuda y los hijos vendieron todas las ediciones de La Escuela Moderna y los derechos de publicación en España de obras tan preciosas como El hombre y la tierra a Manuel Maucci, que, con el usufructo del material tan laborioso, suprimiendo despiadadamente y destrozando las obras mejores, acabó de redondear una fortuna fabulosa, empezada con una barraca de libros viejos...
Pero esto pertenece a la historia menuda, que alguien escribirá algún día con más conocimiento de causa que yo.
Lorenzo continuó trabajando con entusiasmo y con ahínco en lo que había sido el sueño constante de toda su vida: la creación de una gran organización de carácter nacional, que agrupara a todos los trabajadores de España en un organismo único, convirtiéndose en una fuerza decisiva, de enorme peso e influencia en toda la vida social, política y económica del país.
La idea ya estaba madura. En el Congreso de Barcelona del 30 de octubre de 1910 se acordó sustituir la denominación de Solidaridad Obrera, dada a la federación de sindicatos agrupados en Catalunya bajo este nombre, con un organismo de tipo regional y nacional que fuera articulado por regiones federadas a todos los sindicatos de oficio que eran fieles a las ideas de la I Internacional y de la Alianza de la Democracia Socialista. Estos sindicatos subsistían como tales al margen de la Unión General de Trabajadores, a pesar de la persecución desencadenada contra el anarquismo desde 1896 y que aún duraba, no habiendo sido todavía derogada la famosa ley de represión presentada por Cánovas y aprobada por las Cortes, con las protestas de Pi y Margall y de Salmerón —que ya habían defendido a los internacionalistas en 1871— y de Pablo Iglesias, el primer diputado socialista que tuvo España. Este organismo comenzó a llamarse Confederación Nacional del Trabajo, constituido a base de organismos regionales. Entonces no existía, federada regionalmente, más que la Confederación Regional del Trabajo de Catalunya, matriz de la CNT. Poco tiempo depuse se creó la Confederación Regional Galaica, y a renglón seguido fueron fundándose las demás confederaciones regionales que habían de formar el cuerpo, pronto gigantesco, de la Confederación Nacional.
Pronto gigantesco, porque los años de la guerra ayudaron considerablemente a la organización de las masas. La escasez y la carestía de las subsistencias, el desnivel de los salarios con el tipo elevado de la vida, creado por las contingencias y las repercusiones de la contienda, todo movió a los trabajadores a agruparse, de forma que sus reivindicaciones fueran escuchadas, y en una organización nueva y de carácter revolucionario, no atada a conveniencias ni consideraciones de orden político, como estaba la UGT.
Pero todo esto pertenece, por así decirlo, a la poshistoria de Lorenzo. Porque Anselmo Lorenzo, como el Cid Campeador, ganó batallas después de muerto. ¿Acaso no es ganar una batalla conseguir que la idea que se ha perseguido con ahínco a lo largo de una existencia se vea realizada, dé sus frutos y consiga el resultado que un día soñamos?
La muerte
Sin embargo, a pesar de estas satisfacciones morales, los últimos años de Lorenzo fueron tristes. La enfermedad cada día iba haciéndose más dolorosa y más pesada. Se ahogaba. Vivían entonces en la calle Casanovas —donde murió y donde ha muerto su compañera—, en un piso cuarto, y el subir y bajar aquellas escaleras era un suplicio para el autor de El proletariado militante. Debía sentarse un rato en cada rellano, donde ex profeso colocaron unos banquillos. Y salía lo menos posible de casa, trabajando en su domicilio. Allí acudían cada día muchos amigos que con él conversaban de sobremesa, informándole de todas las novedades del movimiento, aportándole el aire de la calle y el consuelo de una verdadera filiación espiritual.
Mas todo esto no bastaba a apartar de la mente del anciano la sombra de la muerte, que ya iba rondando. En una carta a Fernando Tarrida, con el que sostuvo constantemente una correspondencia asidua, carta llena de tristeza y en la que siente aproximarse el fin, le dice:
“Estoy cada vez más achacoso; no puedo salir de casa; paso horas y horas sentado a mi mesa de trabajo, dedicando el resto de mi actividad al servicio de las ideas; descanso poco por las noches; me levanto generalmente de tres a cuatro de la madrugada, y entonces me pongo a leer o escribir, según lo permite una disnea casi constante que me atormenta con más o menos intensidad, algunas veces hasta las puertas de la asfixia... ¡Y vamos pasando!”
Esta misiva está fechada el 26 de diciembre de 1910.
Aún vivió cuatro años más, trabajando sin cesar, animoso siempre. El hogar lo sostenían las tres hijas, modistas excelentes. La mayor, Marina contrajo matrimonio y quedó viuda con dos hijos, Anselmo y Roberto. Las dos menores, Mariana y Flora, permanecieron solteras, absorbidas por la diaria tarea y por la voluntad de entregarse totalmente a la ayuda de los padres.
El estallido de la guerra europea, con las disensiones producidas internacionalmente en el anarquismo, al marcarse dos tendencias: la de Kropotkin, partidario del apoyo a la causa de los aliados, y la de Malatesta, que sostenía la necesidad y la conveniencia de mantener la actitud de pacifismo y de oposición a la guerra, considerando que en ella se ventilaban solamente los intereses capitalistas de dos grupos de naciones, causó un nuevo sufrimiento a Lorenzo. Con el criterio de Kropotkin coincidían Malato, Mella, Grave, Tarrida, Urales. Con el de Malatesta coincidió la parte más joven del movimiento.
Lorenzo se mantuvo al margen de la contienda, que llegó a términos de gran actitud, produciéndose el rompimiento de amistades tan largas y profundas como la cimentada entre Kropotkin y Malatesta. La prudencia de Lorenzo conservó el afecto entrañable que le uniera a Tarrida. Las cartas cruzadas entre ambos fueron realmente el alimento espiritual del viejo luchador proletario, que las esperaba con impaciencia, sufriendo, cuando llegaban con algún retraso, como si se tratara de una correspondencia de enamorados.
El 2 de septiembre de 1914 aún escribía a Tarrida:
“Soy viejo, estoy cada día más achacoso, hasta el punto de hacérseme más difícil salir de casa; pero deseo vivir, porque frente al impulso que ha producido a la humanidad la gente que manda, tengo la seguridad de que el proletariado emancipador, tal como yo lo entiendo, ha de hallar e imponer la solución radical y práctica, y deseo manifestar esa seguridad y sugerirla al mundo”.
Conservó el entusiasmo, la fe y la voluntad de trabajo hasta el último instante. En nueva carta a Tarrida, enviada pocos días antes de su muerte, le contaba, animoso:
“A pesar de mi estado he emprendido, acompañado de dos compañeros a quienes conoces personalmente, uno viejo, Boix, tipógrafo barcelonés, otro joven, Negre, a quien conociste en el Congreso Sindicalista de Londres, la publicación de una revista obrera de orientación emancipadora, en la que pienso desarrollar las ideas emitidas en mi librito Hacia la emancipación... Me propongo marcar bien la separación que existe entre las ideas estado y sociedad, que la generalidad confunde. El estado es transitorio, y la sociedad permanente; debe aniquilarse aquél y regenerarse ésta. Quiero poner en evidencia a la propiedad como causa predominante del mal social y causa de todos los fracasos libertadores y revolucionarios de la historia. Ayúdame, hermano Fernando... que tengo mucho que hacer y poca vida a mi disposición, y me veo casi solo para mi tarea”.
Tiene esta carta el tono de honda emoción del moribundo que lucha a brazo partido con la muerte, que pretende alejarla, olvidándola y llamando en su auxilio a todas las fuerzas de la vida, sumergiéndose en la acción, que la produce y la expande...
¡Pobre Lorenzo! Pocos días después, un ataque furioso de disnea, al que no pudieron resistir sus pulmones fatigados y su corazón agotado, le llevó al sepulcro. Su larga y ejemplar agonía, que duró cerca de diez años, representa el milagro de la voluntad de vivir, del anhelo de ser útil, del afán desesperado de prolongar la existencia “¡porque tenía mucho que hacer!” y “¡se veía casi solo para la tarea!”
El 30 de noviembre de 1914 —tres meses después de la declaración de la guerra que había de desangrar a Europa— murió Anselmo Lorenzo, el hombre que llenó con su obra y su figura más de medio siglo de movimiento obrero español, de honda raíz universalista. A su entierro concurrió el pueblo barcelonés en masa, saludando en el viejo apóstol la idea de la unidad obrera y el anhelo de la emancipación humana, principios fundamentales a los que Lorenzo dedicara su vida...
Vida señera, recta, pura, ejemplar y heroica, que se proyecta hacia el mañana, reviviendo en los frutos de su pensamiento y de su esfuerzo. Porque Lorenzo no fue solamente un precursor: fue un realizador y un constructor por excelencia, ya que elaboró un mundo, puesto en marcha hacia la libertad y la justicia, mediante la potencia de las masas obreras por él organizadas.
Fue también un sembrador, que abrió profundo surco y ha dejado fecunda semilla, tan rica en el presente en energías vitales que por ellas se sostiene la titánica lucha del pueblo español en defensa de su libertad y de su independencia, de la cultura y de la civilización...
Lenin duerme el sueño eterno en medio de la Plaza Roja. La humilde tumba de Lorenzo se pierde en el olvido. Pero él dio personalidad y conciencia a la fuerza destinada a transformar la sociedad y a variar el curso de la historia.
[1] Federica Montseny fecha este trabajo en Barcelona, a 10 de septiembre de 1938. (NE).