José Ardillo
Élisée Reclus y la ciudad sin límites
Desde comienzos del siglo el interés por la vida y obra de Élisée Reclus ha ido en aumento. Por aquí y por allá menudean textos a él dedicados, reediciones, comentarios a su obra y pensamiento.
Con intención de acotar el terreno de debate y haciendo alusión a dos textos que aparecieron durante 2013, el primero, el libro de Philippe Pelletier, Géographie et Anarchisme. Reclus, Kropotkin et Metchnikoff; y el segundo, el artículo-ponencia de J. L. Oyón, «Reclus: la fusión naturaleza-ciudad», aparecido en el boletín del Ateneu Enciclopèdic Popular de Barcelona, queríamos llamar la atención sobre esta cuestión apasionante de la ciudad y sus desarrollos dentro de la obra del gran geógrafo libertario.[1]
Del riguroso y bien documentado estudio de Pelletier nos referimos sobre todo a su capítulo, «Élisée Reclus, les geographes anarchistes et la ville». Como es sabido, el también geógrafo Pelletier lleva desde hace años profundizando en la obra reclusiana y en este capítulo de su libro expone muy claramente la importancia que para Reclus tuvo el análisis de la ciudad en el conjunto de su obra. El mismo Oyón comenta en su artículo: «En los 19 volúmenes de la Nueva Geografía Universal publicados entre 1876 y 1894, durante su exilio en Suiza como antiguo communard, dedicó cerca de 2.000 páginas a las distintas urbes del mundo en las que, a su defensa de la ciudad como «lugar por excelencia del progreso» y quintaesencia de la civilización, unía a veces, como en Londres, la denuncia de los terribles contrastes urbanos que oponían a los barrios pobres, insalubres, ajenos a la naturaleza y con graves problemas de sobremortalidad, a los barrios ricos, más sanos y ajardinados».
Todos los comentaristas que se han centrado en esta cuestión coinciden en la misma idea: la valoración ambivalente de Reclus por la ciudad moderna. A través de su dilatada obra, y esto también lo señala Oyón, asistimos a la evolución de su pensamiento, que oscila entre la condena de la insalubre y deshumanizada ciudad industrial y la apología de la ciudad como lugar de encuentro y enriquecimiento cultural, intercambio y expansión del espíritu. La ciudad es lo que es, sin duda, pero también lo que fue y lo que podría llegar a ser. Como lo explica Oyón, a Reclus no le preocupa tanto la despoblación de los territorios causada por el crecimiento de la urbe y sus infinitas necesidades, como el proyecto de llevar a buen puerto el proceso de suburbanización de la ciudad, movimiento espontáneo de la población urbana hacia las periferias y campiñas exteriores.
Este movimiento de reflujo, momento segundo de la movilización de la población después del éxodo rural, obedece, como lo explica Reclus, al impulso humano de reencontrarse con una naturaleza que ahora le resulta ausente en los asfixiantes centros urbanos. El nuevo urbanita, el ciudadano de segunda o tercera generación, más adaptado ya a los ritmos de la ciudad, después de hacerse un pequeño nicho en su economía desquiciada, quiere ahora disfrutar de los espacios abiertos y aireados. Echa de menos el verdor y la paz de los rincones del campo. Como dice Oyón refiriéndose a Reclus: «Esa doble condición ideal del individuo suburbano de rural y urbano a un tiempo, esa imaginación de una ciudad unida al campo circundante no le abandonará jamás».
En uno de sus textos más importantes, «Del sentimiento de la naturaleza en las sociedades modernas» (1866), escribía así:
Tanto o más que se desarrolle y se depure el sentimiento de la naturaleza, importa que la multitud de hombres exiliados de los campos, por la fuerza misma de las cosas, aumente de día en día. Los pesimistas se asustan, ya desde hace mucho tiempo, del incesante crecimiento de las grandes ciudades, y por lo tanto no siempre se percatan de la rápida progresión con la que podría operarse en lo sucesivo el desplazamiento de población hacia los centros privilegiados.
Aquí se podría pensar que Reclus es unilateral, y demasiado optimista, al juzgar un fenómeno como la despoblación de los campos. En cualquier caso, era muy consciente de la amenaza «ambiental» que podía suponer la progresiva urbanización de las campiñas exteriores y en algunos textos critica duramente la destrucción, que ya estaba en marcha, sobre el paisaje. Por lo demás, para Reclus, tal y como lo analiza Oyón, el proceso de suburbanización incluía la posibilidad de superar la división entre campo y ciudad y crear un medio híbrido donde los seres humanos pudieran gozar a la vez de las ventajas del progreso y de las bendiciones de la naturaleza. Era necesario reconducir ese doble movimiento de atracción y repulsión del centro urbano hacia un orden diferente.
Este orden tendría que parecerse al funcionamiento orgánico de algunos sistemas naturales. El ejemplo por excelencia es el ciclo hidrológico tomado de su famoso libro Historia de un arroyo donde en el capítulo dedicado al paso del agua por la ciudad, Reclus explora las posibilidades de una circulación reciclable del agua y su reutilización como fluido potable, aprovechándose también los deshechos como abono para los huertos y jardines. Desde luego Reclus no se engaña en cuanto a las posibilidades que la ciudad de su época ofrecía: «Desgraciadamente, el organismo artificial de las ciudades aún está lejos de asemejarse en perfección a los órganos naturales de los cuerpos vivos».
El análisis de otros textos fundamentales entresacados de El hombre y la tierra o de sus artículos centrados sobre la ciudad como «The evolution of cities» (1895), conduce a Oyón a redundar sobre análogas conclusiones. La ciudad ideal reclusiana no tiene unos límites precisos; proviene de una fusión gradual y ordenada de entornos urbanos y campestres. Citamos al mismo Reclus en «The evolution of cities»:
Así pues el desarrollo normal de las grandes ciudades consiste, de acuerdo a nuestro ideal moderno, en la conciliación de las ventajas de la vida rural y de la urbana; aportando aquella el aire, el paisaje, la deliciosa soledad, esta la facilidad de comunicación, la distribución mediante redes subterráneas de energía, de luz y de agua.
En la visión de Reclus, los espacios céntricos de la ciudad han sido colectivizados. No hay que olvidar que Reclus participó activamente en la Comuna de París de 1871, por lo que fue deportado durante muchos años, y que nunca olvidó su filosofía libertaria. Para él el espacio privilegiado de la ciudad sería el ágora de discusión pública, accesible a todos, horizontal. Esta riqueza política y estética que puede ofrecer la ciudad debe combinarse también con la experiencia solitaria del campo y la naturaleza.
Por lo tanto:
Mientras que el hombre del campo se convierte día a día en ciudadano por su estilo de vida y su mentalidad, el urbanita, a su vez, mira hacia el campo y aspira a ser campesino.
En este mismo artículo también señala: «el único obstáculo para la extensión indefinida de las ciudades y su total fusión con el campo proviene no tanto de la distancia como del elevado costo de las comunicaciones [...]». Pero concluye: «los límites a un libre uso del ferrocarril por los pobres retroceden gradualmente ante el avance del progreso social».
Este artículo resume bien la filosofía positivista y progresista de Reclus sobre la ciudad, expresada en su muy citada formulación: «Allí donde crecen las ciudades, la humanidad progresa; allí donde decaen, la propia civilización está en peligro».
No hace falta decir hasta qué punto hoy puede resultar controvertida esta afirmación. A Reclus no le asustaba la expansión de ciudades como Londres o Chicago, viéndolo como ese primer paso necesario hacia la suburbanización. Escribe Oyón: «Si en 1866 veía Reclus las áreas densas de las grandes ciudades como cementerios donde se enterraban los recién llegados, a finales de siglo y con la introducción de las redes técnicas higiénicas, fundamentalmente el alcantarillado, y la progresiva dispersión desdensificadora de la población hacia los suburbios ajardinados habían situado ya las tasas de mortalidad urbanas por debajo de las rurales».
El capítulo ya mencionado del libro de Pelletier constituye una buena síntesis de todo lo anteriormente expuesto y, para no insistir en lo ya señalado, solo apuntaremos lo que Pelletier resalta como de patente actualidad en la meditación reclusiana sobre la ciudad. Pelletier reitera la aceptación serena de Reclus en cuanto al crecimiento de la urbe. Señala además que Reclus se anticipa a la crítica «urbanófoba». Según Pelletier, para Reclus el crecimiento de la ciudad no tenía nada de patológico ni amenazante. Hay muchas causas que explican este fenómeno que no deja de ser enormemente complejo. A pesar de todas sus fallas, la evolución expansiva de la ciudad deriva de una lógica propia del proceso de civilización.
También indica Pelletier: «La crítica de las grandes ciudades denota un “moralismo” que podemos calificar de reaccionario. [...] Según Reclus, la concentración urbana resulta de múltiples factores: la sociabilidad humana, el intercambio de bienes, la seguridad psicológica y social».
Pelletier insiste sobre esa mirada doble que Reclus arroja sobre la ciudad. Reclus denigra en todo momento la fealdad de la ciudad industrial que devora masas de inmigrantes, pero eso no le impide admirar las bellezas arquitectónicas de ciertos barrios y monumentos. La ciudad es, en efecto, el lugar donde el bracero pobre va a enterrar su existencia, en el más crudo anonimato, pero también es el lugar donde este mismo bracero puede soñar con una vida más elevada y donde, a veces, consigue la prosperidad y la seguridad para su descendencia.
Como bien lo indica Pelletier, Reclus es consciente de la complejidad del fenómeno migratorio y del crecimiento urbano: denuncia enérgicamente el lenguaje de ciertos terratenientes y aristócratas moralistas que se espantan ante la desertificación de los campos y de la hipertrofia de los sucios suburbios obreros, cuando fueron ellos los causantes del tales calamidades. Como lo escribe Reclus en El hombre y la tierra:
¿Quién suprimió los comunales, quien redujo y después abolió completamente los derechos de uso, quien roturó bosques y eriales, privando así al campesino del combustible necesario? ¿Quién cercó la propiedad para marcar bien la constitución de una aristocracia territorial? [...] ¿Qué tiene de extraño que la huida hacia la ciudad sea inevitable cuando el campesino no tiene ya tierras comunales, cuando las pequeñas industrias han llegado a faltarle, cuando los recursos disminuyen al mismo tiempo que se incrementan las necesidades y las ocasiones de gastos?
A Reclus, con su gran conocimiento geográfico e histórico, no se le escapa en ningún momento el cruce de factores sociales, económicos y jurídicos que ha contribuido a esta movilización general de poblaciones del campo. Su desarraigo, su miseria, su soledad, les ha conducido a buscar la salvación en la jungla urbana donde, al menos, brilla la llama de una esperanza nueva.
Ahora bien, como dice Pelletier, los factores negativos no pueden explicar por sí solos la atracción que las luces de ciudad ejercen sobre los parias del campo.
Reclus, en otro fragmento de El hombre y la tierra, amplía esta idea:
Pero también de esas reuniones de hombres [las ciudades] han brotado las ideas, y allí se han originado nuevas obras y han estallado las revoluciones que han desembarazado a la humanidad de las gangrenas seniles.
En términos parecidos a autores libertarios como Kropotkin, Rocker o Martínez Rizo, Reclus dedica extensas páginas a describir los ejemplos de libertad y autonomía que señalan el apogeo de las comunas medievales, de las pequeñas repúblicas durante el Renacimiento, etc. En otros tiempos ciertas formas de organización ciudadana encarnaron, aunque fuera parcialmente, ideales de libertad y convivencia, de trabajo asociado y cooperativo. Para Pelletier, Reclus sería sobre todo un crítico de la ciudad en su forma capitalista, la ciudad de los barrios opulentos y las barriadas miserables, de los contrastes intolerables y de la desigualdad. Pero en lo que se refiere a mejorar la ciudad, Reclus miraba con buenos ojos los proyectos de reforma que contribuían a hacer la ciudad más habitable e higiénica. De ahí su interés por el modelo de ciudad-jardín de Howard o los proyectos que desarrollaba Patrick Geddes en Edimburgo.
Pero ¿y en cuanto a la extensión, a los límites de la ciudad? ¿A su relación con el campo y la naturaleza que la rodea o que la rodeaba?
Escribe Pelletier:
Por supuesto, podríamos tachar a Reclus de optimista, al considerar que no podía conocer el crecimiento urbano formidable planetario del siglo XX, y que, en consecuencia, no podía prever los enormes efectos negativos. Pero esto no es así ya que Reclus prevé este fenómeno, al cual no se opone.
Pero esta conclusión no es satisfactoria. En efecto, Reclus prevé que ciudades como Londres o Nueva York seguirán creciendo y aumentando su población en el siglo XX. Ahora bien, si anticipa el crecimiento urbano no siempre es consciente de los problemas ambientales y logísticos, muchos de ellos insolubles, que generará la expansión de la ciudad y su transformación en conurbación. No hablamos ya, claro, de los conflictos sociales que irán unidos a estos procesos. Es difícil saber como Reclus articulaba al final de su vida la convicción de que solo una transformación revolucionaria podía orientar el crecimiento urbano en un sentido liberador con su valoración de las tendencias urbanas que él consideraba espontáneas y que abrían posibilidades para dar pasos positivos. El problema está lejos de ser simple.
Varios interrogantes se abren aquí. El primero de ellos hace referencia a la misma razón de ser de la ciudad. Si la ciudad nació ya en un principio como espacio confiscado por el poder, también es cierto, como creía Reclus, que aquella era el producto de esa búsqueda de una sociabilidad más intensa y efusiva que anida en el corazón humano. Ahora bien, si este deseo es legítimo, siempre será necesario componerlo con los límites que el mundo físico le impone. En ese sentido: ¿cuál sería la extensión ideal de una ciudad? ¿cuál su número de habitantes? Estas preguntas resultan triviales al lado del interrogante más crucial: ¿todo el territorio debe ser concebido desde el punto de vista de la urbanización o suburbanización, tal y como la proyectaba Reclus? En otras palabras, incluso tratándose de estructuras respetuosas, higiénicas, armónicas...¿la ciudad, como idea y como realidad, debe absorber todo lo que le es exterior hasta convertir la tierra en una sucesión de jardines, huertos, villas, enclaves productivos y espacios públicos?
Para tratar de contestar a esta última pregunta podríamos remitirnos al libro que JohnP. Clark dedicó a Reclus, La pensée sociale d’Élisée Reclus géographe anarchiste,[2] y ver como este podía entender la relación entre humanidad y naturaleza. Clark le reprochaba a Reclus el ceder ante la facilidad de una naturaleza demasiado domesticada, «humanizada», aunque reconoce en él la lucidez suficiente para criticar los efectos más destructivos que la agricultura y las prácticas forestales podían tener sobre el territorio. No hay que olvidar que, para ser un hijo del muy progresista siglo XIX, Reclus comenzó su investigación sensible del mundo dirigiendo su mirada hacia la naturaleza y descubriendo en ella la más auténtica fuente de nuestra libertad y de nuestro gozo estético. Clark señala que, de hecho, algunas de las posiciones urbanófilas y progresistas de Reclus podrían entrar en contradicción con otros aspectos de su pensamiento, lo que es inevitable en una obra tan extensa y variada.
Un ejemplo de ello es la fascinación que Reclus podía sentir por una ciudad como Chicago, por el dinamismo de esta ciudad, verdadero titán de la cultura industrial. Esta ciudad, a la que el poeta Carl Sandburg le dedicó sus Chicago Poems (1916), donde la llamaba «Tocinero del mundo», haciendo alusión a sus gigantescos mataderos, será el modelo de mecanización de la producción de carne extendido a otras ciudades y otros países.
La literatura de las primeras décadas del siglo XX, si hacemos caso a autores como Eliot, Lorca, Baroja, Dos Passos, Céline, Benjamin, el Kafka de su laberíntica América o Döblin en su novela de Berlín, donde justamente aparecen los mataderos en su forma más brutal, arroja un cuadro inquietante de la realidad urbana. Es evidente que Reclus no se propuso desmenuzar la dimensión existencial, paradójica, devastadora, de la megalópolis mecanizada. Sin embargo, los libros de dichos autores nos iluminan sobre esta nueva etapa histórica de la ciudad a la que él no pudo asistir.
¿Qué fue de la ciudad del siglo XX lanzada fuera de los raíles de un crecimiento limitado? Uno de los libros, Los límites de la ciudad, publicado por Bookchin a principios de los años setenta, supuso una actualización de la reflexión crítica sobre esta cuestión. El libro es contemporáneo de las obras de Bernard Charbonneau, Le jardin de Babilonie (1969) y Tristes campagnes (1973), que marcaron un hito en la reflexión sobre el problema urbano, pero hemos elegido la obra de Bookchin por cuanto esta se inscribe explícitamente en la tradición libertaria a la que Reclus pertenecía. Sin hacer alusión a Reclus, ni a otros pensadores libertarios de la ciudad como Paul Goodman o Colin Ward, Bookchin, no obstante, recoge el testigo donde lo pudieron dejar sus antecesores y analiza de manera implacable la ciudad burguesa como espacio mercantilizado, valora las formas históricas de la ciudad como la polis griega o la comuna medieval y contrasta los diferentes proyectos utópicos urbanos, desde Tomas Moro, Fourier, Engels hasta Howard, Bellamy o Geddes. Concluye con una condena radical de la megalópolis capitalista. Bookchin escribe ya en una época muy diferente de la de Reclus: las ciudades norteamericanas se han convertido en un infierno automovilístico, la polución se extiende y los problemas de habitación y convivencia se multiplican. Las ciudades no son solo sucias e inseguras, son además mentalmente desquiciantes. Al mismo tiempo, una conciencia generalizada sobre los problemas medioambientales ha ido naciendo por todos lados. Resulta de gran interés la valoración positiva que Bookchin hace de la contracultura como movimiento crítico, utópico, opuesto a la megalópolis. Bookchin no rechaza la ciudad, que para él seguía conteniendo un potencial valioso de socialización, lo que denuncia es la megalópolis, a la que considera «la negación absoluta de la ciudad». Nos dice: «Esta anti-ciudad, ni urbana ni rural en el sentido tradicional, no puede ser escenario de comunidad o asociaciones genuinas [...] La megalópolis es una fuerza activa de disociación social y disolución psíquica, es la negación de la ciudad como escenario de proximidad humana y tradición cultural palpable y como lugar de convergencia de las energías creativas del hombre».
La reflexión de Bookchin nos es contemporánea. Atrapados en la megalópolis... ¿a dónde dirigir nuestra mirada para buscar una salida?
Acudamos al mito. En su libro La invención de Caín (1999) Félix de Azúa nos ilustraba con el mito bíblico de la ciudad, creación de Caín al ser expulsado de su clan después de cometer su crimen. Para Azúa, la ciudad, la creación de Caín, coincide con el comienzo de la Historia. La ciudad es el único lugar donde pueden vivir los mortales, los que son conscientes de su muerte, a diferencia de los dioses y los animales. La ciudad es el lugar artificial por excelencia, creado por humanos y para humanos. Nos dice:
Y Caín, primera conciencia de la muerte, protegió su descubrimiento con las grandes máquinas de la urbe. Frente a la naturaleza eterna, infatigable, inextinguible, se alzó a partir de entonces la ciudadela de la muerte y de la conciencia. El lugar de los mortales. Nuestro hogar.
Por eso la visita y el estudio de las ciudades y de cada una de las ciudades nos proporciona datos imprescindibles sobre nuestra capacidad para vivir un orden nuestro, solo nuestro, un orden de nuestra exclusiva propiedad, apropiado.
Según la reflexión de Azúa, la ciudad excluye las leyes de la naturaleza. La ciudad, como artificio total, establece una separación tajante con todo lo que es exterior. La naturaleza, en la ciudad, solo es un resto excepcional que se limpia como mera suciedad o, como mucho, la amenaza de una catástrofe (la inundación, el terremoto, etc.) Si el cosmos natural es el orden de analogías donde todo está unido e interrelacionado, la urbe es el espacio de la separación y del análisis fragmentario. Nuestra condición, según Azúa, es la de vivir condenados en este reducto de la separación, único lugar genuino para la consciencia de la muerte: «Jamás volveremos al orden externo, jamás saldremos ya de la ciudad» concluye Azúa con acentos lapidarios.
Pero esta interpretación del mito bíblico es tan seductora como engañosa. A nuestro juicio, Azúa confunde voluntariamente la ciudad con su resultado final de megalópolis o conurbación totalitaria. Es evidente que la ciudad no siempre fue un lugar tajantemente separado del mundo natural y, de hecho, nos consta que las ciudades de otros períodos históricos, al no ser reductos totalmente artificializados, conservaban precisamente rasgos que hacen que una ciudad sea digna de ese nombre: la posibilidad de valorar la existencia colectiva en términos plurales, de los que no estaban excluidos los ritmos de la naturaleza ni las labores productivas. Las ciudades de menor tamaño, enclaves aún de una actividad semirrural, artesana, que no habían cerrado sus horizontes al campo ni a los bosques, eran paradójicamente espacios más genuinamente urbanos ya que sus poblaciones podían ser más conscientes de sus límites y sopesar mejor el precio de su existencia.
En ese sentido, es incongruente afirmar que solo la ciudad, plenamente artificial, es el espacio de la conciencia de la muerte y al mismo tiempo de la ignorancia total de las leyes que rigen el cosmos, ya que nuestra extinción está inscrita en dichas leyes. Esas «grandes máquinas» de las que habla Azúa y que Caín construye para ocultar la muerte son el primer signo del engaño.
Sobre el desastre de estas «máquinas» urbanas, la literatura nos ha enseñado bastante. Volvamos a leer el terrible poema de Cernuda, Otras ruinas, epitafio a la ciudad y a su ambición desmedida:
Por obra de las máquinas conoce la ruina
Con tono lúcido y distante, el poeta recorre las ruinas de la ciudad comercial, burguesa, la ciudad de la mercancía donde burócratas, financieros y grandes señores se dieron un día la mano. Ahora la prosperidad se ha ido y solo queda el recuerdo culpable de la desmesura:
Su alimento los frutos de colonias distantes
Su prisa lucha inútil con espacio y con tiempo
Su estruendo limbo ensordecedor de la conciencia
En efecto, la gran ciudad mercantilizada y total ensordece la conciencia, no la aviva.
Sobre la irrupción de la naturaleza, del cosmos, en la historia de la ciudad, podemos leer el breve relato irónico de Herman Hesse, La ciudad (1910). Hesse narra en pocas páginas el nacimiento de una ciudad floreciente, populosa, mecanizada, y su posterior decadencia e invasión por la jungla. El relato comienza como acaba, solo que, si al principio es el ingeniero que exclama victorioso «¡Esto marcha!», al ver llegar el ferrocarril, al final del relato, después de la ruina total de la ciudad, es el pájaro carpintero el que lo dice. Y el pájaro «contempló jubiloso la pujanza de la selva y el maravilloso progreso renovador de la tierra».
Ha sido la ciudad del capitalismo, la megalópolis, la urbe total, la que ha extremado esa artificialización, esa separación radical entre espacio urbano y naturaleza. Lo que contradice esa idea de que la ciudad es un orden construido con nuestras propias leyes, «apropiado», como sugiere Azúa. En ningún otro sitio más que en el centro de la megalópolis el ser humano puede sentirse expropiado de todo, ajeno a lo que le rodea y conducido por leyes que él jamás dictó. En ningún otro lugar como en la megalópolis se le puede robar su conciencia del nacimiento y de la muerte. ¿No era precisamente en las pequeñas aldeas de antaño donde las gentes se ocupaban ellas mismas de acompañar los partos y embalsamar a sus muertos? ¿No convivían con sus enfermos y con sus locos? Es en la megalópolis donde nacimiento y muerte, locura y enfermedad son ocultadas cuidadosamente. ¿Qué conciencia de la muerte puede tener hoy el urbanita informatizado y sobreequipado que cree que todo lo que le rodea es una segunda naturaleza inmutable y eterna? La expropiación de la muerte y la enfermedad en las sociedades industriales era, recordémoslo, uno de los temas centrales del ensayo Némesis médica de Ivan Illich.
Se nos objetará que en medio de la naturaleza el ser humano puede también sentirse perdido, ajeno, extraviado, conducido por leyes que se le escapan. Cierto, pero justamente, los núcleos de vida colectiva que la humanidad, incluso bajo el influjo de un poder político cuestionable, fue inventando y experimentando a lo largo de la historia suponían mediaciones, compromisos, refugios donde las personas podían hacer compatibles naturaleza y cultura. Algunas ciudades fueron frágiles aproximaciones de ello. Hoy ya no pueden serlo: los puentes se han roto.
La megalópolis completamente artificializada a la que tendemos encarna esa figura acabada de la ciudad de la perdición. Los mitos modernos nos alumbran sobre ello. Mike Davis comparaba el Dubai de rascacielos y hoteles climatizados con la Mahagonny de la obra de Beltolt Brecht. La comparación es oportuna. Mahagonny, la ciudad corrupta y hedonista, levantada de la nada por el Capital, amenazada por el huracán que llega, ignora que el cáncer de su propia destrucción está dentro de ella. No tiene necesidad de catástrofes exteriores:
¿Y qué horrores puede traer el tifón
comparables a los del hombre cuando quiere diversión?
Las respuestas a esta profunda crisis que vive hoy la ciudad son variadas y, algunas de ellas, esclarecedoras. En el libro Crisis de la exterioridad. Crítica del encierro industrial y elogio de las afueras (2012) esta cuestión es tratada desde diversos puntos de vista. Dentro del libro, el texto de José Manuel Rojo, «Finis Urbis» nos parece que apunta algo esencial. Su autor se pregunta por los límites de la ciudad, por los lugares en donde la ciudad acaba o debería acabar. Relata su fascinación ante el hallazgo fortuito de elementos agrícolas o campestres que le recuerdan que su ciudad, Madrid, no siempre fue lo que es hoy. Una ciudad necesita de sus contornos para poder reconocerse y ser vivida. Como lo resume con bellas palabras: «Si ciertos puntos de Madrid están impregnados de la vocación de confín, es porque ese confín es necesario, es porque la propia ciudad reclama un límite que la distinga del afuera y la fortalezca en su propia esencia, haciendo posible que su vida no sea asistida, ni devore todo lo que la rodea». Con esta visión poética coincide también el libro Lusitania fantasma (2010) del escritor Miguel P. Corrales, donde el encanto que emana de algunas de sus páginas viene del hecho de que describe las viejas ciudades portuguesas donde aún hace algunos años se vivía esa mezcla entre lo rural y lo industrial, lo artesano y lo contemplativo, la naturaleza con su misterio interviniendo en los espacios urbanos y creando paisajes inauditos.
Para concluir podemos decir que buena parte del pensamiento libertario de nuestros días ya no se hace ilusiones con respecto a la evolución natural de la ciudad. Tampoco con respecto a ciertas soluciones parciales. La ciudad vivible del futuro no llegará de la mano de decretos gubernamentales ni de estrategias de ecomarketing. Tomando el problema donde pudo dejarlo Bookchin en su momento, Miquel Amorós ha señalado recientemente que «la recuperación para el cultivo del espacio urbanizado y el fin de la dependencia unilateral, no es el fin del proyecto colectivo de convivencia ciudadana [...]». Para Amorós se trata de «desurbanizar el campo y ruralizar la urbe, volver al campo y retornar a la ciudad». Esto coincide bastante con todo lo que hemos dicho anteriormente: el futuro de la ciudad está en el campo. Otra cosa es cómo movilizar la conciencia en el estado tan avanzado de adaptación a la urbanización totalitaria. Amorós señala también esas dificultades cuando añade que a los habitantes de la conurbación solo les queda la opción de destruir, ya que apenas nada de lo que les rodea es reapropiable. De ahí su insistencia en combinar actitudes a la vez negadoras y constructivas, de la ciudad a lo rural, y viceversa. Falta pues más diálogo y comprensión entre ambos tipos de movimientos.[3]
Seguramente Reclus no habría estado del todo de acuerdo con nuestras conclusiones pero también es verdad que si pudiera asomarse al siglo XXI y observar el desarrollo urbano de hoy vería la cuestión con otros ojos. En su época empezaba a intuir que una ciudad sin apertura al campo sería incompatible con una vida colectiva y libre merecedora de esos calificativos. Hoy, en nuestras informes y gigantescas ciudades, que no nos dejan admirar las estrellas ni seguir el vuelo de las golondrinas y martinetes, sabemos que esta intuición era acertada.
[1] Hay que decir que durante el año pasado aparecieron también publicadas en forma de libro las actas del coloquio que se celebró en Lyon en el año 2005, centenario de la muerte de Reclus. El libro, preparado por Isabelle Lefort y el mismo Pelletier, contiene una ponencia sobre Reclus y la ciudad, «La ville dans l’ouvre de Reclus», de Paul Claval. Este texto incide sobre las mismas ideas que aquí comentamos. Para la realización de este artículo nos hemos servido del valioso trabajo del investigador José I. Homobono, con el que también participó en el encuentro de Lyon, publicado en 2009 en el número 31 de la revista vasca Zainak: “Las ciudades y su evolución. Análisis del fenómeno urbano en la obra de Élisée Reclus” así como de su selección de textos y artículos que aparece en el mismo número. Todos los fragmentos de Reclus aquí citados provienen de esta traducción.
[2] Citamos aquí la edición en francés.
[3] De Miquel Amorós ver también su folleto El desorden urbano (2011), en especial, el texto que da título a la compilación, donde ya hay una clara revalorización de lo rural.