Louise Michel
La Comuna de París
Historia y recuerdos
Louise Michel pedagoga y poeta
El análisis y las enseñanzas de la Comuna en el movimiento libertario español.
2. La literatura al final del Imperio – Manifestaciones por la paz
3. La Internacional – Fundación y procesos – Protestas de los internacionales contra la guerra
4. Entierro de Victor Noir – Los hechos referidos por Rochefort
6. La guerra – Partes oficiales
7. El asunto de la Villette – Sedán
II. La República del 4 de septiembre
4. Del 31 de octubre al 22 de enero
6. Algunos republicanos en el Ejército y en la Flota – Planes de Rossel y de Lullier
7. La asamblea de Burdeos – Entrada de los Prusianos en París
8. Agitaciones en el mundo por la libertad
2. Embustes de Versalles – Manifiesto – Comité Central
3. Los sucesos del 22 de marzo
5. Primeros días de La Comuna – Las medidas – La vida en París
6. El ataque de Versalles – Relato inédito de la muerte de Flourens, por Hector France y Cipriani
10. El Ejército de la Comuna – Las mujeres del 71
13. Asunto del canje de Blanqui por el arzobispo y otros rehenes
1. La lucha en París – El degollamiento
3. Los bastiones en Satory y Versalles
4. Las prisiones de Versalles – Los paredones de Satory – Los juicios
1. Prisiones y paredones – El viaje a Nueva Caledonia – Evasión de Rochefort – La vida en Caledonia
1. Relato de Béatrix Excoffons
2. Carta de un detenido de Brest
Louise Michel pedagoga y poeta
Dolors Marin Silvestre
La edición de este volumen sobre la Comuna de París escrito por una de sus protagonistas es motivo de celebración y una oportunidad magnífica para acercarnos a una de las figuras más destacadas del movimiento obrero del mundo contemporáneo. El libro de Louise Michel llena un vacío historiográfico importante que nuestra historia reciente va subsanando paulatinamente gracias a las aportaciones de editoriales independientes y del esfuerzo personal y militante de muchas personas, compañeros y amigos.
Porque sin duda cabe recordar que a nivel de recuperación de nuestra propia memoria histórica nos queda por andar aún un largo camino. A partir de 1939 nos vimos desposeídos como clase trabajadora de todas las referencias y pistas importantes de nuestro pasado. Desaparecieron las cunetas y las cárceles del país los protagonistas de la lucha por la dignidad y la igualdad, y desaparecieron también de la vida pública de los relatos, los rostros y los símbolos de aquellos que habían luchado por la justicia social. En los años de transición hubo una recuperación urgente y apresurada de todo aquello, pero naturalmente, unas partes de nuestra historia se recuperaron antes que otras, algunas con apoyos institucionales y aparatos ideológicos incluidos. Otras, como ya sabemos, a base del esfuerzo personal, la autoedición, el trabajo nocturno y la actuación militante.
Aparecieron biografías, autobiografías, materiales variados, recuperaciones de testimonios, entrevistas y aportaciones, todas de muy diversa calidad, hechas por historiadores, periodistas, militantes, simpatizantes, y también, como no de detractores amateurs, o desde la misma academia, que de todo hay en la viña del señor, que dice el refrán.
Algunas aportaciones eran imprescindibles en esta construcción del corpus historiográfico del anarquismo ibérico, desde los clásicos Peirats, Buenacasa, Gómez Casas y las biografías de Mera, Durruti, Pestaña, Seguí, Ferrer y un largo etcétera a los controvertidos García Oliver, Montseny, Abad de Santillán, y varios más y como no, los testimonios de los militantes anónimos, los de las columnas y batallones, o los testimonios de historia local. Poco a poco, en congresos y reuniones se va llenando el vacío de los últimos doscientos años de movimiento obrero español. Indudablemente toda esta recuperación se realizó mayoritariamente en soledad, a base de militancia pura y dura, ante el autismo universitario, ante la indiferencia de los medios que nunca, nunca, entrevistaron a los exiliados que volvían a España. No podemos explicarnos, como historiadores, el porqué de este país que despreció tanto a sus exiliados. Porque se ignoró a los y las anarquistas, o a los hombres y mujeres del POUM, que habían ensayado nuevos métodos de relaciones económicas, sociales y culturales entre las personas. Como se prescindió en la transición de la experiencia de profesionales de todas las ramas del saber que construyeron sus vidas lejos de su hogar. Y como no se investigó sobre la represión, sobre la experiencia de las mujeres, de los niños en escuelas racionalistas, las colectivizaciones, y un largo etcétera. La desmemoria histórica flagrante dice mucho de la madurez ideológica de las sociedades contemporáneas y de sus intereses.
Pero en este país, y en este totum revolutum poco a poco los anarquistas vamos construyendo nuestro propio edificio. Libro a libro, folleto a folleto, película a película, seguimos trabajando, acumulando ya una experiencia de años de trabajo y actuando colectivamente en diversos espacios geográficos, generacionales e incluso con prácticas y experiencias diferentes. Poco a poco hemos construido bibliografías y bibliotecas importantes, los cimientos del conocimiento que nos permiten aprender, acumular y reflexionar sobre la experiencia. Y además, jóvenes investigadores realizan ahora nuevas aportaciones a la historia colectiva.
Porque escribir después de investigar en historia social forma parte también de la lucha y la militancia como han expresado a la perfección los miembros de los grupos de los talleres de historia en Inglaterra.[1] Como comentaba en un hermoso volumen el historiador radical Eric Hobsbawm: “Inevitablemente, todos nosotros formulamos por escrito la historia de nuestro tiempo cuando volvemos la vista al pasado y, en cierta medida luchamos en las batallas de hoy con trajes de época”.[2]
Este volumen que el lector tiene entre las manos está vestido, indudablemente con trajes de época, al son de las canciones revolucionarias que sobre la Comuna se cantan aún en las calles de París, o en las tabernas de medio mundo. Trajes de época, banderas, barricadas, símbolos de lucha que van, indudablemente, de las banderas negras de los tejedores de Lyon, a las petroleras de París, los hombres de la Patagonia rebelde, Nestor Makhno, Di Giovanni o las milicianas españolas. Poco a poco conformamos un universo cultural que día a día se enriquece con nuevas aportaciones, con nuevos rostros y experiencias.
Y había de llegar, en esta recuperación del pasado y de su lectura instructiva y gozosa el turno de Louise Michel y la Comuna de París, una experiencia autogestionaria que nos queda más cerca de lo que podamos pensar como podemos comprobar al final de este prólogo a la luz del escrito de Federica Montseny.
Louise Michel es aún una gran desconocida del panorama cultural y social español. Indudablemente fue mucho más popular entre las generaciones obreras de finales del siglo XIX y el primer cuarto del siglo XX debido a la difusión que de su figura y sus acciones se hicieron.
El historiador Jean Maitron realizó una detallada biografía de Michel en su extenso Diccionario biográfico del Movimiento Obrero en Francia, a ella nos remitimos así como también a varias obras de reciente aparición sobre ella como el libro de Edith Thomas, y naturalmente a las redes que van configurando uno de los archivos más ricos y diversos de la actualidad.
Louise Michel nació el 29 de mayo de 1830 en Vroncourt-la-Côte (departamento de Haute-Marne, Francia). Murió en Marsella el 9 de enero de 1905 después de una vida azarosa y plena de lucha social.
La vida de esta mujer menuda y activa se desarrolló en los años convulsos que gestaron la aparición del movimiento obrero en Europa y sus vicisitudes se entrelazan continuamente. En su biografía aparecen y reaparecen también los nombres de hombres y mujeres internacionalistas que participaron de esa interminable lucha social, una lucha hoy injustamente olvidada incluso por aquellos que gozan de los beneficios que a la humanidad reportó.
Su perfil biográfico no difiere del de la mayoría de mujeres obreras francesas de su época. Hija natural de una sirvienta y de un terrateniente lleva el apellido de su madre, Marie Anne Michel, y hay dudas sobre su progenitor (entre un padre, Étienne C. Demais, o su hijo). No obstante, fue tutelada y educada por sus abuelos paternos convencidos republicanos y racionalistas. Por esta razón su perfil biográfico se orientará hacia otros derroteros que los de trabajar como simple criada analfabeta en el campo. Sus abuelos le enseñaron no solo a leer y escribir sino también fomentaron su interés por la música, la lucha social y las ideas de la Ilustración. Conoció desde niña a los grandes ilustrados, inspiradores directos de las ideas anarquistas: Voltaire y Rousseau. La lectura de los escritos sobre educación, tolerancia y bondad intrínseca del ser humano hicieron que germinara en ella la pasión por la enseñanza, por el instrumento de liberación personal más potente que puede tener en sus manos la clase trabajadora ya que conlleva la concienciación y la acción.
Michel recuerda en sus memorias su deseo de ser poeta, en unos años en que la naturaleza era su medio físico, donde se desarrolla su infancia y adolescencia preñada de aspiraciones igualitarias. Enseñanza y poesía, que hermanadas recuerdan a los proletarios que pueden elevarse a otros niveles que trasciendan su utilización como bestias de carga o de trabajo. Como afirmaban los niveladores ingleses, pocos años antes: “la poesía era el elemento liberador de la mente del hombre encerrado en un cuerpo que solo sirve para el trabajo”.
Después de la muerte del abuelo, su gran inspirador, a los veinte años obtiene el título de maestra, pero se negó a hacer el juramento a Napoleón III, y eso la apartó de la posibilidad de trabajar en la enseñanza pública como funcionaria.
Orientada hacia la escuela libre, veinteañera, abre escuelas entre los años 1852 y 1855 en varias poblaciones francesas (Audeloncourt, Clefmont, Millières) de su provincia natal. Invierte en este proyecto personal los ahorros que le había legado su abuelo.
Su proyecto de educación igualitaria pronto le traerá problemas y es denunciada por los padres de algunos alumnos que no comparten sus ideales republicanos. En aquellos años fomenta la participación de las alumnas en las clases, realizan trabajos prácticos no memorísticos y además introduce el teatro en la escuela a partir de obras creadas por ella misma. Naturalmente se prohíben los castigos físicos o la coacción moral y además pone énfasis en la enseñanza racionalista a partir del desarrollo de las ciencias naturales y la observación y el respeto a la naturaleza.
Pero el medio rural no responde a sus expectativas, es retrógrado y costumbrista y Michel decide ir a la gran ciudad: París. La ciudad de la luz es el destino soñado de todos aquellos que creen en el progreso y el cambio. París es la ciudad donde las ideas ilustradas se palpan en la calle, cuna de las grandes revoluciones, la ciudad romántica donde los trabajadores se reúnen en conspiraciones nocturnas y donde la literatura circula libremente. La joven Louise no ceja en su empeño de convertirse en escritora y poetisa, y París es su oportunidad, como lo era para la mayoría de campesinos franceses que se dirigen hacia las fábricas y talleres de la gran urbe.
París fue la ciudad descrita magistralmente por Victor Hugo, el escritor más popular y reconocido de su época y que influencia, y mucho, la obra de Michel. Ambos mantendrán una buena amistad reflejada en su colección de correspondencia que va del 1850 (Michel está aún en el campo) hasta 1879.
Y así, en 1856 la ciudad conoce a la educadora Louise Michel que trabajará quince años ininterrumpidamente desde su escuela de la calle Houdon número 24, para pasar tres años más tarde a Oudot.
La actividad de la joven maestra y escritora es frenética. Michel aprovecha las noches y los festivos para volcar su capacidad creadora, escribir, buscar historias, investigar, conocer y naturalmente, publicar. Por fin sus obras ven la luz, su sueño dorado, y como mujer que es y que sabe como es de misógino el mundo literario de su época, firma algunos de sus poemas con pseudónimo: Enjoldras, un personaje de Los Miserables la novela por entregas más popular de su tiempo donde los héroes y antihéroes forman parte de la clase proletaria.
Activa, noctámbula y activista Michel pronto se ve inmersa en los ambientes del París revolucionario y colabora en la prensa obrera con sus escritos y poemas. Su singularidad es importante, no todas las mujeres escriben, y pocas lo hacen bien, como ella. No obstante, dentro del medio revolucionario hay hostilidad manifiesta hacia las mujeres, las ilustradas, y también las obreras. Pronto Michel observará, no sin dolor, la misoginia que se desprende de los medios más afines. Un ejemplo de ello son las obras de su amigo Proudhon que en Amor y matrimonio ataca con violencia la condición femenina.
En cambio otros revolucionarios le brindan su apoyo: uno de sus mejores amigos es Eugène Varlin, también conoce a Raoul Rigault y Èmile Eudes. Su personalidad cautiva al popular editor de Le Cri du Peuple, Jules Vallès que la invita a colaborar con sus textos.
La vida asociativa la apasiona, en 1862 forma parte de la Unión de los poetas y también de varias asociaciones de ayuda a mujeres trabajadoras.
En 1865 se decide a vender las tierras heredadas de los Desmahis para poder establecerse definitivamente en París. Todo contacto con su tierra natal se ha cortado, y parece que a Michel le apasiona la vida en la gran ciudad. Se establece en la calle Cloys con una vieja institutriz, la señora Vollier. La reemplazará a su muerte Caroline Lhomme, también envejecida e indigente. Un problema común en las institutrices que al final de su vida no tenían salario alguno. Los problemas derivados de la falta de condiciones mínimas para poder vivir la enervan. Muestra su solidaridad con los más desfavorecidos, pero su acción no se para en la caridad, al contrario, su acción se encamina cada vez más adentro de la organización de la lucha social.
En 1870 conoce a una de sus parejas sentimentales. Se trata de un partidario de Blanqui, Théophile Ferré, que será ejecutado el 28 de noviembre de 1871. Ella misma también es partidaria blanquista. El 12 de enero del mismo año había participado en el entierro del periodista republicano Victor Noir asesinado por un individuo siniestro protegido en los medios policiales. Michel acude vestida de hombre, y según cuenta con un revólver en el bolsillo. En agosto participa en la gran manifestación organizada por los radicales de Blanqui en defensa de dos detenidos (Etudes y Brideau) y entrega al gobernador militar de París, el general Trochu, un escrito redactado por el historiador Michelet. La actividad de Michel no acaba aquí, la encontramos en octubre lanzando proclamas a las enfermeras y a los “ciudadanos del libre pensamiento” para defender la ciudad de los prusianos. Naturalmente forma parte de los comités de vigilancia de distrito XVIII y participa en una gran manifestación a final de mes a favor de La Comuna, dos meses después es arrestada por primera vez por participar en una manifestación de mujeres.
En aquellos días se presagia el gran momento de los trabajadores parisinos: La Comuna. La situación en Francia es terrible: Napoléon III ha sido derrotado por los prusianos y se prepara la marcha de los vencedores sobre la capital. Los parisinos no quieren rendir la ciudad ni verla humillada, se organizan por barrios y pronto rememoran las últimas barricadas de 1848. Los internacionalistas salen a las calles, los republicanos, los blanquistas y un sinnúmero de proletarios urbanos, mujeres, parados y un largo etcétera.
La actividad se multiplica en aquellos meses densos de febril actividad: la población se pone en marcha a partir del diálogo y la asamblea permanente, y es consciente cada vez más de su propia fuerza. El pueblo parisino es hostigado por los versalleses ya rendidos Por fin en enero de 1871, Louise Michel abre fuego contra las tropas del general Trochu. Forma parte de la multitud organizada y armada que defiende la alcaldía de París del ejército invasor y de los versalleses. Louise Michel va vestida de guardia nacional. La Comuna ha empezado a caminar. En marzo del mismo año se produce un acontecimiento que cambiará la historia de la humanidad, y Louise Michel nos lo describe de primera mano en una crónica a medio camino entre la literatura y el moderno periodismo que está naciendo en aquellos años.
Louise Michel poco después, en 1871 formará parte de aquello que se dio en llamar las petroleras, las mujeres que salieron a la calle, en las barricadas de París y se asombraron a su generación por su arrojo y valentía. A partir de aquí Michel entra de pleno en la historia de la lucha social y formará parte de la historia revolucionaria de las clases trabajadoras europeas. Su compromiso en aquellas jornadas la llevará al exilio en Nueva Caledonia y bajo la influencia de otra mujer, Nathalie Lemel, otra comunera también deportada, abrazará las ideas anarquistas.
Son los anarquistas los primeros que describen la vida de esta luchadora en la prensa en España. Periódicos como La Tramontana de Llunas y Pujals ya publican a toda página informaciones sobre La Comuna o incluyen a Louise Michel en aquello que se dio en llamar Mujeres de la Revolución con breves semblanzas biográficas de personajes destacados.
Sin duda alguna, uno de los textos literarios más populares que hemos hallado es la monografía de los hermanos Paul y Victor Margueritte sobre la Comuna y que lleva el mismo título. Curiosamente se publica en España en 1932 y se reedita varias veces, aunque se amputan partes de la obra original. La edición española consta de más de quinientas páginas y es una obra frecuente en las bibliotecas anarquistas. Aparecen entre los personajes de ficción el historiador que representa clarísimamente al ya entrado en años Michelet.
El análisis y las enseñanzas de la Comuna en el movimiento libertario español.
En plena revolución social española, una gran admiradora de Louise Michel decide escribir un opúsculo sobre la Comuna de París. Se trata de Federica Montseny a quien su madre, la activa periodista Teresa Mañé, introdujo en las biografías femeninas del movimiento obrero europeo. Sin duda Teresa Mañé fue una de las divulgadoras de la obra de Michel ya que era traductora de francés para diversas editoriales españolas y además publica en la editorial familiar La Revista Blanca y sus diversas publicaciones varias obras divulgativas sobre temática de la mujer. El impacto de la celebración del aniversario de la Comuna de París es tan importante dentro del proletariado español que Teresa Mañé y Joan Montseny eligen esta celebración para anunciar a sus compañeros y amigos su “unión libre” y editan además un folleto conmemorativo de la doble celebración: Dos cartas. Publicadas en 18 de marzo de 1891, días de su enlace matrimonial.[3] Un doble acto preñado de simbología laica y didáctica sobre las gestas del movimiento obrero internacional que impregnado de autodidaxia construye su propio calendario de celebraciones al margen de la sociedad establecida. El proyecto de autoconstrucción de nuevas celebraciones y de acontecimientos es una constante de las prácticas asociativas de los trabajadores industriales que luchan contra la despersonalización y el analfabetismo.
La escritora y publicista Federica Montseny redacta dentro del contexto revolucionario una obrita publicada por las oficinas de propaganda de la CNT-FAI bajo el título: La Commune, primera revolución consciente. La incorporación de las masas populares a la historia.
Con una agudeza impresionante, Montseny realiza aquí uno de sus mejores trabajos de introspección sobre el hecho revolucionario. Una introspección que pronto habrá de abandonar por su participación en el gobierno de Largo Caballero como ministra de Sanidad. A pesar de no tener el año de edición del opúsculo hemos de pensar que es de los primeros tiempos de la revolución. La virtulencia verbal de las afirmaciones —comunes en los textos de Federica y también de su padre Joan Montseny— contrasta con su actuación política en el mismo periodo.
En todo el opúsculo se observan sus dotes de lectora atenta y conocedora del pasado, del contexto de la Revolución francesa y de la Comuna que acierta a comparar con la Revolución española: “Estalla la Revolución francesa, son decapitados los reyes, es destruido el poder feudal, es arrebatado el poder absoluto de manos de la monarquía, y se produce una revolución de tipo político que destruye para siempre la idea de Dios, vinculada a la soberanía de los reyes. Inmediatamente se hace la santa alianza de todas las monarquías contra la Revolución francesa, la misma santa alianza que se ha hecho hoy contra España y la Revolución española. Se unen los países, todos contra Francia”. El análisis agudo coincide con las primeras apreciaciones de los anarquistas que observan el autismo europeo ante la situación española y el desgaste progresivo de las conquistas revolucionarias que empiezan rápidamente a erosionarse a manos de las clases medias y de los partidos socialistas, comunistas y republicanos que se oponen a las colectivizaciones, los proyectos de municipalización de viviendas, de las escuelas o del salario único.[4]
La idea, el municipalismo, es una constante en los escritos de la familia Montseny y ha sido puesta en práctica en la mayoría de municipios donde se implementan las premisas libertarias en julio de 1936. El poder municipal es ejercido cotidianamente en la gestión de los comités o de los ciudadanos desde la alcaldía y las consejerías. No en vano el comunismo libertario ha sido la opción aceptada por la mayoría anarcosindicalista en el último gran debate sindical. Una idea esbozada ya por el pedagogo Ferrer Guardia en La Huelga General a principios de siglo. Una idea ensayada ya en cooperativas de producción (ladrillerías, vidrierías, fábricas textiles o economatos y editoriales), es decir, trabajada y acariciada en prácticas alternativas al margen de los ensayos capitalistas y del control del Estado.
Montseny establece rápidamente el paralelismo entre España y la Francia de 1871: “Han pasado sesenta y seis años desde que la Commune, con sus Consejos comunales y sus asociaciones de productores organizados, fue vencida entre dos fuegos. Sesenta y seis años de lucha, en los que las ideas han ido germinando. No eran comunistas, porque no podían llamarse tal. Eran comunalistas. Aquel movimiento fue precisamente lo que ha sido siempre en España el movimiento federalista y libertario. Era el municipio con derechos de poder constituido, organizando la vida sobre el pacto o federación y el mutuo acuerdo. Si la idea de la Commune hubiera triunfado en Francia, se habría constituido el Gran Consejo Federal. Cada provincia, cada ciudad habría tenido Consejos comunales autónomos, con una Federación entre sí. Políticamente, estas eran las ideas de la Commune. Ideas arraigadas entre nosotros, vinculadas a nuestra propia vida, y esa es la interpretación que tienen nuestras comunas libres” [...] “después de sesenta y seis años rebrotan en España, porque estas ideas son completas, en el aspecto político. Se levantan sobre los derechos del hombre y del ciudadano. El hombre con derecho a la libertad, con derecho igual a la vida; el hombre pactando de acuerdo con los demás hombres. Y del hombre al Municipio, del Municipio a la Asociación de Municipios, a la Federación Universal. Ideas federalistas en el orden político, que representan la libertad humana, que la enlazan y la vinculan, resumiéndola en esta frase casi definitiva de Pi i Margall: «La libertad de uno, termina donde empieza la libertad del otro»”.
Si hemos hecho este pequeño inciso sobre el análisis de una periodista española sobre la Comuna en el contexto de 1936 es para verificar cómo el movimiento anarquista español aprende continuamente de la propia historia, cómo interactúa y reemprende constantemente el hilo de las viejas conquistas para avanzar de nuevo y cómo busca en el pasado nexos de formas de lucha ya ensayadas.
Por último, Federica Montseny rinde un pequeño homenaje a la Virgen Roja a la menuda Louise Michel, pedagoga, poeta, escritora, petrolera y barricadista, conferenciante y activa luchadora, bajo el epígrafe: Dos figuras gloriosas de la Commune.
Se refiere, bajo este epígrafe a quien los anarquistas llaman: “un sabio justo y rebelde”, Élisée Reclus, que formaba parte de una familia de geógrafos y antropólogos anarquistas y el autor de la obra traducida por Anselmo Lorenzo para los alumnos de la Escuela Moderna: El hombre y la tierra uno de los libros más leídos y estimados del proletariado español que dio a conocer de forma racionalista el globo y sus maravillas y que formó a nuestros abuelos en el respeto y el amor a la naturaleza.
La otra gran figura descrita por Montseny, es Louise Michel: “Una joven institutriz... mujer excelsa, nobilísima, que luchó como quién más luchara y que pronunció ante el Tribunal unas palabras solemnes que, por sí solas, bastarían para incorporarla a la historia. Por ser mujer y por ser hija, aunque ilegítima, de una familia noble, que trabajó constantemente para salvar su vida, los jueces querían ser clementes con ella, se habían comprometido a serlo, y la arrogancia de la revolucionaria le hizo decirles: «No me ofendáis, no me degradéis con un perdón que ni quiero, ni necesito, ni merezco. He luchado junto con los que más han luchado, he disparado junto con los que más lo han hecho; exijo para mi el honor de la muerte que habéis dado a los otros»”.
Según Montseny: “Louise Michel sintetiza la Commune, todo lo que era como eflorescencia generosa, como manifestación espléndida de ideas superiores, de una nueva concepción de la sociedad y de la vida”.
Nos felicitamos pues, al tener este volumen entre las manos que nos lleva a las calles de París tomadas por sus ciudadanos y ciudadanas y a la experiencia de vivir en libertad. Una traducción esmerada y una aproximación al público de habla hispana que merece un lugar en nuestras bibliotecas.
Epílogo
Como cada primavera, desde hace décadas, en el llamado “tiempo de las cerezas” los revolucionarios acuden al cementerio de Père-Lachaise a depositar un puñado de cerezas, unos cigarritos y algunas ramas en flor en el llamado muro de los federados. Una ofrenda laica a los compañeros que empezaron el camino de la lucha social en el que todos seguimos. También algunos brindan a la salud de los bravos luchadores de París. Unas canciones salen de varias gargantas entre la niebla del cementerio: “El Tiempo de cerezas”, “La Semana Sangrienta” y el canto de Eugène Pottier que nos recuerda, como al pequeños Nicolas que la Comuna no ha muerto;
Qu'la Commune n'est pas morte
Tout ça n'empêche pas Nicolas
Qu'la Commune n'est pas morte
* * * * *
Los que conocen tus misteriosos y dulces versos,
Días, tus noches, tus cuidados, tu llanto a todos ofrecido,
Tu olvido de ti misma por ayudar a los demás,
Tu palabra similar a la llama de los apóstoles;
Los que saben de techo sin fuego, sin aire, sin pan.
El jergón con la mesa de pino,
Tu bondad, tu orgullo de mujer del pueblo
La amarga ternura que duerme bajo tu cólera,
Tu extensa mirada de odio a todos los desalmados,
Y los pies de los niños calentados por tus manos;
Esos, mujer, ante tu arisca majestad
Meditaban y, a pesar del pliegue amargo de tu boca,
A pesar del maldito que ensañándose contigo
Te lanzaba todos los indignados gritos de la ley,
A pesar de la fatal y grosera voz que te acusa,
Veían brillar el ángel a través de la medusa...
Poema escrito en diciembre de 1871, probablemente
al día siguiente de la condena de Louise Michel.
Recogido Viro major (toute la lyre). Victor Hugo
Ama al amargo y franco Pobre,
O tímida, es la hoz
En el trigo maduro para el pan blanco
Del Pobre, y la santa Cecilia
Y la Musa ronca y grácil
Del Pobre y su ángel guardián
A ese simple, a ese díscolo.
Louise Michel le va muy bien
Recogido en La Ballade en l'honneur de L. Michel.
Tres estrofas y un envío, por Paul Verlaine,
octubre de 1886
Prefacio
Cuando la multitud hoy muda
Ruja como el océano
Y a morir esté dispuesta
La Comuna resurgirá
Volveremos multitud sin número
Vendremos por todos los caminos
Espectros vengadores surgiendo de las sombras
Vendremos estrechándonos las manos
La muerte llevará el estandarte
La bandera negra velo de sangre
Y púrpura florecerá bajo el cielo llameante
Louise Michel. Canción de las prisiones, mayo de 1871
La Comuna en el momento actual está dispuesta para la historia.
Los hechos, desde esta distancia de veinticinco años atrás, se dibujan, se agrupan bajo su verdadero aspecto.
En las lejanías del horizonte, los acontecimientos se acumulan de la misma manera hoy, con la diferencia de que entonces era sobre todo Francia la que se despertaba y ahora es el mundo.
Unos años antes de su fin, el Imperio, entre estertores, se aferraba a todo, lo mismo a la mata de hierba que a la roca. Hasta la roca se resquebrajaba, y el Imperio, sangrándole las garras, seguía sin desprenderse. No teniendo ya debajo más que el abismo, se resistía.
La derrota fue la montaña que, cayendo con él, lo aplastó.
Entre Sedán[5] y los días en que vivimos, las cosas son aterradoras y nosotros mismos somos espectros habiendo vivido entre tantos muertos.
Esta época es el prólogo del drama en el que cambiará el eje de las sociedades humanas. Nuestras lenguas imperfectas no pueden expresar la impresión magnífica y terrible del pasado que desaparece mezclado con el porvenir que apunta. En este libro he tratado sobre todo de revivir el drama del 71.
Un mundo naciendo sobre los escombros de un mundo en su postrera hora.
¡Sí!, el tiempo presente es muy semejante al del final del Imperio, con un violento acrecentamiento de las represiones, una mayor intensidad de sangrientos horrores exhumados del cruel pasado.
¡Como si cualquier cosa pudiese impedir la eterna atracción del progreso! No se puede ni matar la idea a cañonazos ni destruirla.
El fin se apresura tanto más cuanto que el ideal efectivo aparece, poderoso y hermoso, sobrepasando todas las fricciones que le precedieron.
Cuanto más agobiante sea el presente, aplastando a las multitudes, también mayor será la prisa por salir de él.
Escribir este libro es revivir los días terribles en que la libertad, rozándonos con sus alas, levantó el vuelo desde el matadero; es abrir de nuevo la fosa ensangrentada donde, bajo la cúpula trágica del incendio, se durmió la Comuna, bella para sus bodas con la muerte, las bodas rojas del martirio.
En esta terrible grandeza, gracias a su valor en la hora suprema le serán perdonados los escrúpulos, las vacilaciones por su profunda honradez.
En las luchas venideras no se volverán a encontrar esos generosos escrúpulos, pues con cada derrota popular, se sangra a la multitud como a las reses en el matadero. Lo que se encontrará será el implacable deber.
Los muertos, del lado de Versalles, fueron un ínfimo puñado, y por cada uno de ellos hubo miles de víctimas inmoladas a sus manes;[6] del lado de la Comuna, las víctimas fueron sin número y sin nombre, no se podían calcular en los montones de cadáveres; las listas oficiales confesaron treinta mil, pero cien mil y más, estarían menos lejos de la verdad.
Aunque se hicieron desaparecer los muertos por carretadas, se acumulaban de nuevo sin cesar; semejantes a montones de trigo dispuestos para la siembra, se les enterraba apresuradamente. Tan solo el vuelo de las moscas sobre los cadáveres que llenaban el matadero asustó a los verdugos.
Por un momento, esperamos, en la paz de la libertación, a la Marianne[7] de nuestros padres, la bella, que decían aguardaba la tierra y sigue aguardándola. Nosotros la esperamos más bella aún, después de haber tardado tanto.
Duras son las etapas, mas no serán eternas; lo eterno es el progreso, que fija en el horizonte un nuevo ideal, cuando se ha alcanzado el que en la víspera se antojaba la utopía.
También nuestra horrible época hubiera parecido paradisíaca a los que disputaban a las bestias feroces la presa y la guarida.
Tal como pasó en tiempo de las cavernas, el nuestro se hundirá; ayer u hoy, tan muertos están el uno como el otro.
Nos gustaba, la víspera de los combates, hablar de las luchas por la libertad; también, en la hora actual, a la espera de un nuevo germinal, relataremos los días de la Comuna y los veinticinco años, que parecen más de un siglo, desde la hecatombe del 71 al alba que apunta.
Comienzan tiempos heroicos; las multitudes se unen, como en la primavera los enjambres de abejas; los bardos se levantan cantando la nueva epopeya: es la víspera del combate donde hablará el espectro de mayo.
Londres, 20 de mayo de 1898
L. Michel
I. La agonía del imperio
1. El despertar
El Imperio acababa, mataba a placer
En su habitación, cuyo umbral olía a sangre
Reinaba, pero en el aire Silbaba la Marsellesa
Rojo era el sol del amanecer
Louise Michel, Canción de las mazmorras
En la noche de espanto que desde diciembre cubría al segundo Imperio, Francia parecía muerta; pero en las épocas en que las naciones duermen como en sepulcros, la vida en silencio crece y se ramifica; los acontecimientos se suceden unos a otros, se responden semejantes a ecos; de la misma manera que una cuerda al vibrar hace vibrar otra.
Grandiosos despertares suceden entonces a esas aparentes muertes y se manifiestan las transformaciones resultantes de las lentas evoluciones.
Entonces, unos efluvios envuelven a los seres, los agrupan, los conducen, tan realmente, que la acción parece preceder a la voluntad; los acontecimientos se precipitan, y es la hora en que se templan los corazones como en la fragua el acero de las espadas.
Allá, a través de los ciclones, cuando el cielo y la tierra son una sola noche, donde las olas protestan como pechos humanos, lanzando furiosas a las rocas sus garras blancas de espuma, bajo los aullidos del viento, nos sentimos vivir en el fondo de los tiempos entre los elementos desencadenados.
En las agitaciones revolucionarias, por el contrario, la atracción va más allá.
El epígrafe de este capítulo nos participa la impresión que experimentaban al final del Imperio los que se lanzaban a la lucha por la libertad.
En su habitación, cuyo umbral olía a sangre
Reinaba, pero en el aire Silbaba la Marsellesa
Rojo era el sol del amanecer
La libertad atravesaba el mundo; la Internacional era su voz gritando por encima de las fronteras las reivindicaciones de los desheredados.
Los complots policíacos mostraban su trama urdida en el despacho de Bonaparte: la República romana degollada, las expediciones de China y de México dejando al descubierto su repulsivo fondo; el recuerdo de los muertos del golpe de Estado, todo esto constituía un triste cortejo de aquel a quien Victor Hugo llamaba Napoléon el Pequeño: la sangre llegaba hasta el vientre de su caballo.
Por doquier, como una marea, subía la miseria, y no eran los préstamos de la sociedad del príncipe imperial los que hubieran podido remediar gran cosa. París, sin embargo, pagaba por esa sociedad grandes impuestos, y debe probablemente aún dos millones.
El terror rodeando a la fiesta del Elíseo,[8] la leyenda del primer Imperio, los famosos siete millones de votos arrancados a través del miedo y la corrupción, formaban en torno de Napoléon III una muralla juzgada inaccesible.
El hombre de los ojos bizcos esperaba perdurar, si bien en la muralla se multiplicaban las brechas; por la de Sedán pasó al fin la revolución.
Ninguno de nosotros pensaba entonces que nada pudiese igualar los crímenes del Imperio.
Ese tiempo y el nuestro se asemejan, según la expresión de Rochefort,[9] como dos gotas de sangre. En aquel infierno, como hoy, los poetas cantaban la epopeya que íbamos a vivir y morir; unos en ardientes estrofas, otros con una risa amarga.
¡Cuántas de nuestras canciones de entonces serían de actualidad!
Haussmann sube los alquileres
El gobierno es avaro,
¡Solo pagan bien a los soplones!
Cansados por esta larga cuaresma
Que pesa sobre la pobre gente
Podría ocurrir a pesar de todo
¡Que perdiéramos los estribos!
Bailemos la Bonaparte
No pagamos nosotros
¡Bailemos la Bonaparte!
Pondremos en la carta los violines
J.B. Clément
Las palabras no atemorizaban por arrojar a la faz del poder sus ignominias.
La canción de la Badinguette[10] hizo aullar de furia a las bandas imperiales.
¿Queréis saber
Como Badinguette
De un golpe de varita
Se tornó por sorpresa
En la Señora César?
La bella en lo más recóndito de España
Vivía
¡Ah! ¡La bebedora de champaña
Que era!
Amigos del poder etc.
――――――――――――――――――――――――――
Que mi pueblo grite o blasfeme
Me importa un bledo
Quien fue soplón en Inglaterra
Después verdugo,
Puede sin desmarcarse, hacerse
Macarra
Amigos del poder etc.
Henri Rochefort
Entre los alegres recuerdos de prisión está la canción de la Badinguette, cantada una noche a viva voz por esa masa de presas que estábamos en el caótico Versalles, entre los dos humeantes faroles que alumbraban nuestros cuerpos tendidos en el suelo contra los muros.
Los soldados que nos custodiaban, y por los que el Imperio se mantenía aún, sintieron a la vez espanto y furia. ¡Se nos aplicaría, aullaban, un castigo ejemplar por insultar a S.M. el Emperador!
Otro estribillo, este recogido por la multitud, al sacudir los andrajos imperiales, tenía igualmente la virtud de enfurecer a nuestros vencedores.
El padre la madre Badingue
Y el pequeño Badinguet
El convencimiento de que el Imperio permanecería era tan fuerte aún en el ejército de Versalles que, como seguramente muchos otros, pude leer en la orden de procesamiento que me fue notificada en el correccional de Versalles:
“En vista del informe y el dictamen del señor ponente y las conclusiones del señor Comisario Imperial, tendentes a la remisión ante el 60 consejo de guerra, etc”.
El gobierno no consideraba que valiese la pena cambiar de fórmula.
Durante mucho tiempo, la resignación de las multitudes a sufrir nos indignó en los últimos convulsos años de Napoléon III. Nosotros, los entusiastas de la liberación, la vimos con tanta antelación, que nuestra impaciencia era mayor. De esta época conservo unos fragmentos:
A los que quieren continuar siendo esclavos.
Ya que el pueblo quiere que el águila imperial
Se cierna sobre su, bajeza
Ya que duerme, agobiado bajo la fría racha
De la eterna opresión;
Ya que quieren todavía, todos aquellos a quienes se degüella,
Ofrecer el pecho al cuchillo,
¡Forcemos, oh amigos míos, el horrible degollamiento,
Liberaremos al rebaño!
Uno solo es legión cuando da su vida,
Cuando a todos les ha dicho adiós:
Iremos sin compañía, la audacia aterroriza,
¡Contamos con el hierro y el fuego!
Basta de cobardías, los cobardes son unos traidores;
Multitud vil, bebe, come y duerme;
Ya que quieres aguardar, aguarda, lamiendo a tus amos.
¿No tienes ya bastantes muertos?
La sangre de tus hijos enrojece la tierra,
Duerme en el matadero de sordos muros.
Duerme, ¡aquí que se forma, abeja por abeja,
El heroico enjambre de los suburbios!
Montmartre, Belleville, oh legiones valerosas,
Venid, es hora de acabar de una vez.
¡En pie! La vergüenza es agobiante y pesadas las cadenas.
¡En pie! ¡Es hermoso morir!
Louise Michel
Cuanto tiempo hacía que nos decíamos con resuelta frialdad esos versos de los castigos:[11]
¡Puedes herir a este hombre con tranquilidad!
Así se habría hecho, como se quitara de las vías una piedra que estorbara.
La tiranía no tenía entonces más que una cabeza, el sueño del porvenir nos envolvía, el Hombre de Diciembre nos parecía el único obstáculo para la libertad.
2. La literatura al final del Imperio – Manifestaciones por la paz
Venid cuervos. Venid sin miedo
A todos se os saciará
Louise Michel. Canciones del 78
Las iras acumuladas, que fermentaban en silencio desde hacía veinte años, rugían por doquier; el pensamiento rompía sus cadenas y los libros, que por lo general no entraban en Francia sino clandestinamente, comenzaban a editarse en París. El Imperio asustado se disfrazaba haciéndose llamar liberal; pero nadie le creía y cada vez que evocaba el 89 la gente pensaba en el 52.[12]
El desplome del 69, de Rogeard, resumía, desde el 66, el sentimiento general.
La caída del 69 es una fecha fatídica; el voto es unánime en cuanto a la derrota del Imperio en el 69. Se espera la libertad como los milenaristas esperaban la vuelta del Mesías. Se conoce como conoce un astrónomo la ley de un eclipse; no se trata más que de sacar el reloj y ver pasar el fenómeno contando los minutos que separan todavía a Francia de la luz.
Las profundas causas —seguía diciendo Rogeard en ese libro— residen en la oposición constante e irremediable entre las tendencias de los gobiernos y las de la sociedad; la violación permanente de todos los intereses de los gobernados y la contradicción entre el dicho y el hecho de los gobernantes.
La ostentación de los principios del 89 y la aplicación de los del 52.
La necesidad de la guerra, para los gobernantes, y sobre todo de la guerra de la conquista, principio vital de una monarquía militar y la impopularidad de la guerra de conquista, de anexión, de saqueo y de invasión, en un siglo trabajador, industrial, instruido y un poco más racional que los que le precedieron.
La necesidad de la policía política y de la magistratura política, en un país donde el gobierno está en lucha con la nación, necesidad que deshonra a la magistratura y a la policía, causa alivio a los malhechores y desaliente a la gente de bien.[13]
Rogeard añade en la misma obra:
Hay una inmensa expansión del sentimiento popular, a la vez que un recrudecimiento de la represión imperial; ahora bien, si la compresión aumenta de un lado mientras la expansión aumenta del otro, está claro que la máquina saltará.
Yo veo, al igual que vosotros, esta agonía, y no quiero aguardar.
La opinión asciende, es cierto, rápida, irresistible, estoy de acuerdo; pero, ¿por qué decirle a la multitud; no irás más deprisa?
El Imperio muere, el Imperio está muerto, solo se le hace perdurar con eso; se trata de rematarlo, y no de escuchar su estertor; no se le debe tomar el pulso, sino lanzarle la última carga.[14]
Antonin Dubost, más tarde Notario mayor del reino, ministro de Justicia de la 3ª República, ponente de las leyes canallas,[15] escribía entonces en Les suspects, obra en la que se relataban los crímenes del Imperio:
Al escribir sus nombres, nos parecía ver caer sus cabezas bajo el hacha del verdugo.
Al consagrarnos a este acto de reparación, hemos querido vengar la memoria de los muertos.
Había llegado la hora en que, sin motivo, sin explicación, sin proceso, iban a ser arrojados a las mazmorras del poder y transportados a Cayena o a África.[16]
Los financieros a quienes Napoléon III había entregado México esperaban con otra guerra de conquista nuevas presas que devorar. La guerra asestó el golpe de gracia al Imperio. Hubo entrenamiento de hombres, como se hace con las jaurías en la época de caza; pero ni los toques de anacoras, ni las promesas de botín despertaban a las masas; el Imperio, entonces, entonó La Marsellesa. Esto las hizo erguirse, inconscientes, y cantaban creyendo que con la Marsellesa alcanzarían la libertad.
Los soplones y los imbéciles vociferaban: ¡A Berlín, a Berlín!
¡A Berlín!, repetían los ingenuos, imaginando que irían allí cantando El Rin alemán; pero esta vez, no cupo en nuestro vaso, y fue en nuestra sangre donde quedaron marcados los cascos de los caballos.
Los financieros volvían a escena; uno de ellos, Jecker, era el más conocido. Rochefort habla así de él, en Les aventures de ma vie.
Sabido es, o quizá no se sabe, que este financiero, turbio como por lo demás son todos los financieros, había prestado, usureramente a un interés de trescientas o cuatrocientas veces, todo lo más un millón y medio de francos al gobierno del general Miramon, quien le había reconocido a cambio setenta y cinco millones.
Cuando el presidente de la República mexicana, Juárez, llegó al poder, se negó naturalmente a hacer efectivos los pagarés cuyas firmas habían sido obtenidas de manera fraudulenta.
Jecker, con sus setenta y cinco millones en papel, fue a ver a Morny, a quien prometió el treinta por ciento de comisión si conseguía persuadir al emperador de que exigiera el cumplimiento del tratado firmado por Miramón.
En 1870, encargado de examinar los papeles encontrados en les Tuileries, palacio que se había quedado vacío al huir la emperatriz y sus servidores, la mayoría de los cuales había jurado morir por ella, tuve la prueba material de esta complicidad de Morny quien mediante la promesa que se le hiciera Jecker de entregarle veintidós millones de los setenta y cinco, nos embarcó en una guerra liberticida, que había de costarnos más de mil millones, preparando además el desastre de Sedan.
Este Jecker, que era suizo, había obtenido en la noche a la mañana cartas de naturalización francesa, y en su nombre se presentó la reclamación al intrépido Juárez. El asunto ha vuelto a repetirse casi exactamente con el pretexto de la expedición tunecina.[17]
Un duelo a la americana entre el periodista Odysse Barot y el financiero Jecker causó, algún tiempo después de la guerra de México, un alboroto tanto mayor cuanto que Barot, que había sido considerado de antemano como muerto, al recibir una bala en el pecho, mejoró de repente y al fin se restableció por completo para proclamar que los enemigos del Imperio tenían la piel dura. Más tarde, se vieron empresas financieras más monstruosas aún que las de aquella época. Frente a la propaganda en favor de la guerra, había manifestaciones por la paz, integradas por estudiantes, internacionales y revolucionarios.
Los siguientes versos, escritos una noche después de la masacre de una de ellas, dan una idea.
Anochece; marchamos en largas filas,
Por los bulevares, diciendo: ¡paz!, ¡paz!
En la sombra nos acechan las jaurías serviles.
¡Oh, libertad! ¿No llegará jamás tu día?
Y el pavimento, golpeado pesadamente por los bastones,
Resuena sordo, el bandido quiere resistir;
Para reavivar con sangre su laurel que se marchita,
Precisa de combates, aunque Francia perezca.
¡Maldito! ¿Oyes pasar a esos hombres desde tu palacio?
¡Es tu fin! ¿Los ves, en un espantoso sueño,
Marchar por París, semejantes a fantasmas?
¿Lo oyes?, por París cuya sangre beberás.
Y la marcha, cadenciada con su ritmo extraño,
A través de la masacre, como un gran rebaño
Pasa; y César blandiendo, centuplicada, su falange
Para herir a Francia afila su cuchillo.
Ya que son necesarios los combates, ya que se quiere la guerra,
Pueblos, curvada la frente, más tristes que la muerte,
Es contra los tiranos que juntos hay que hacerla:
Bonaparte y Guillermo correrán la misma suerte.
Louise Michel 1870
Rochefort escribió en La Marsellesa que el camino hasta Berlín no sería un sencillo paseo militar, por lo que destrozaron las prensas de ese periódico aquellos agentes disfrazados de trabajadores a quienes llamaban las blusas blancas, arrastrando tras ellos a muchos inconscientes.
Sin embargo, el grupo de ¡Paz! ¡Paz! superó a veces al de las bandas imperiales de ¡a Berlín! ¡a Berlín!
París se desligaba cada vez más de Bonaparte, el águila llevaba plomo en las alas.
La revolución llamaba a todos los jóvenes, entusiastas, inteligentes. ¡Oh que hermosa era entonces la república!
La Lanterne de Rochefort, paseándose por el degolladero, iluminaba sus profundidades. Sobre todo esto planeaba la ígnea voz de los Castigos.
Suena hoy el fúnebre tañido, badajo de Notre Dame
Suenda hoy el fúnebre tañido y mañana el toque a rebato.
Malon ha trazado un cuadro de los últimos tiempos del Imperio de un gran realismo.
Entonces —dice—, la camisa de fuerza que sofocaba a la humanidad crujía por todas partes; un desconocido estremecimiento conmueve a ambos mundos. El pueblo indio se levanta contra los capitalistas ingleses. América del Norte combate y triunfa por la liberación de los negros. Irlanda y Hungría se agitan.
Polonia está en pie. La opinión liberal en Rusia, impone un comienzo de liberación de los campesinos eslavos. Mientras que la joven Rusia, entusiasmada con los acentos de Chernichevski, de Herzen, de Bakunin, propaga la revolución social, Alemania, a la que han agitado Karl Marx, Lasalle, Boeker, Bebel y Liebknecht, entra en el movimiento socialista. Los obreros ingleses, que conservan el recuerdo de Ernest Jones y de Owen, están en pleno movimiento de asociación.
En Bélgica, en Suiza, en Italia, en España, los obreros se dan cuenta de que sus políticos les engañan y buscan los medios para mejorar su suerte.
Los obreros franceses salen del marasmo en el que les habían sumido en junio y diciembre. El movimiento se acentúa por todas partes y los proletarios se unen para ayudar a la reivindicación de sus aspiraciones, vagas aún, pero muy vivas.[18]
Todos los hombres inteligentes combatían a la guerra. Michelet escribió a un periodista amigo suyo la siguiente carta para que se publicara:
Querido amigo,
Nadie quiere la guerra, pero se va a hacer y haciendo creer a Europa que la queremos.
Esto es un golpe sorpresa y de escamoteo.
Millones de campesinos votaron ayer a ciegas. ¿Por qué? Creyendo evitar una conmoción que les asustaba, ¿acaso creyeron votar la guerra, la muerte de sus hijos?
Es horrible que se abuse de este voto irreflexivo.
Pero el colmo de la vergüenza, la muerte de la moral, sería que Francia cediese hasta ese punto contra todos sus sentimientos, contra todos sus intereses. Hagamos nuestro plebiscito y este serio; consultemos sin problemas a las clases más ricas a las clases más pobres; de los vecinos de las ciudades, a los campesinos; consultemos a la nación, dirijámonos a aquellos que, hace un momento, constituyeron esa mayoría olvidadiza de sus promesas; a cada uno de ellos se le ha dicho: ¡Sí! ¡Pero sobre todo, nada de guerra!
No se acuerda, Francia se acuerda; ella firmará con nosotros un manifiesto de fraternidad con Europa, de respeto a la independencia española.
Plantemos la bandera de la paz. Guerra únicamente a aquellos que pudieran querer la guerra en ese mundo.[19]
El gran historiador no podía ignorarlo: los que poseen la fuerza no suelen ceder ante el razonamiento. Solo la fuerza, puesta al servicio del derecho contra Napoléon III y Bismarck, podía detener su complot contra tantas vidas humanas arrojadas como pasto a los cuervos.
¡El 15 de julio, la guerra estaba declarada! ¡El mariscal Lebeuf anunciaba al día siguiente que nada le faltaba al ejército, ni siquiera un botón de polaina!
3. La Internacional – Fundación y procesos – Protestas de los internacionales contra la guerra
Los polacos sufren; pero hay en el mundo una gran nación más oprimida: el proletariado.
Mitin del 28 de septiembre de 1864
El 28 de septiembre de 1864, se celebró en el Saint-Martin-Hall, de Londres, un mitin convocado a propósito de Polonia. Delegados de todas partes del mundo trazaron, de la miseria de los trabajadores, un cuadro tal que se acordó considerar los padecimientos generales de la humanidad como parte de la causa común de los desheredados.
Así nació la Internacional en su momento; y gracias a sus procesos durante los últimos años del Imperio, se desarrolló con rapidez.
Cuando, ya muy cerca del 71, se subía la polvorienta escalera de aquella casa de la Corderie du Temple, donde se reunían las secciones de la Internacional, parecía que se ascendía por las gradas de un templo. Y era un templo, en efecto, el de la paz del mundo en libertad.
La Internacional había publicado sus manifiestos en todos los periódicos de Europa y de América. Pero el Imperio, inquieto, como si se hubiese juzgado a sí mismo, audazmente la consideró como sociedad secreta.
Lo era tan poco que las secciones se habían organizado públicamente, lo que a pesar de todo se calificó como agrupación clandestina.
Los internacionales, declarados malhechores, enemigos del Estado, comparecieron por primera vez el 26 de marzo de 1868 ante el tribunal correccional de París, sala 6ª, bajo la presidencia de Delesveaux. Los acusados eran quince: Chémalé, Tolain, Héligon, Murat, Camélinat, Perrachon, Fournaise, Dantier, Gautier, Bellamy, Gérardin, Bastier, Guyard, Delahaye, Delorme.
Los documentos expoliados parecían extremadamente peligrosos para la seguridad del Estado. Desgraciadamente, no había nada de eso. Tolain presentó así las conclusiones generales de los acusados:
Lo que acaban ustedes de oír al ministerio público, es la prueba más grande del peligro que corren los trabajadores cuando tratan de estudiar las cuestiones que abarcan sus intereses más preciados, y de ilustrarse mutuamente, en fin de reconocer las vías por las cuales caminan como ciegos.
Hagan lo que hagan, cualesquiera que sean las precauciones con las que se rodeen, y cualesquiera que sean también su prudencia y su buena fe, se hallan siempre amenazados, perseguidos y cayendo bajo el peso de la ley.
Cayeron esta vez, como siempre; pero la sentencia fue relativamente leve comparada con las que siguieron.
Cada uno de los acusados tuvo que pagar cien francos de multa, y la Internacional fue declarada disuelta lo cual era el mejor medio para multiplicarla.
Hay que recordar que en aquella época de juicios, los tribunales eran la única tribuna en Francia. En las apelaciones se exponían los principios de la Internacional; sus afiliados declaraban que no querían seguir empleando su energía en escoger entre posibles amos ni combatir por la elección de los tiranos; cada individuo era libre en la libre agrupación.
Fue muy emocionante el espectáculo de aquellos pocos hombres oponiéndose al Imperio en sus tribunales. Tolain, que generalmente presentaba las conclusiones, terminó así esta vez:
La palabra arbitrario —dijo— os duele. Y bien, ¿qué es lo que nos ha ocurrido? Un día, un funcionario se ha levantado de mal humor, un incidente le ha traído a la memoria la Asociación Internacional, y ese día lo ha visto todo negro; la víspera éramos inocentes, nos volvimos culpables sin saberlo. Entonces, en medio de la noche, invadieron el domicilio aquellos que se suponía eran los jefes, como si nosotros dirigiésemos a nuestros afiliados, cuando por el contrario, todos nuestros esfuerzos tienden a inspirarnos en su espíritu y a ejecutar sus decisiones.
Registraron todo y recogieron lo que podía considerarse sospechoso; pero sin encontrar nada en absoluto que pudiera justificar una acusación cualquiera.
No encontraron respecto a la Internacional más que aquello que conoce todo el mundo, lo que ha sido proclamado a los cuatro vientos de la publicidad.
Confiesen ustedes que en este momento se nos procesa por tendenciosos, no por los delitos que hayamos cometido, sino por aquellos que se piensa que podríamos cometer.
¿No se creería estar asistiendo a los modernos procesos a libertarios, llamados igualmente procesos a malhechores?
El juicio fue rubricado, aunque a sabiendas que los documentos considerados como secretos habían sido publicados.
La propaganda hecha por el tribunal volvió a la Internacional más popular aún, y el 23 de mayo siguiente comparecieron nuevos acusados por los mismos cargos, alcanzando casi la perfidia de las leyes canallas.
Eran Varlin, Malon, Humber, Grandjean, Bourdon, Charbonneau, Combault, Sandrin y Moilin.
Declararon pertenecer a la Internacional, de la que eran activos propagadores, y Combault afirmó que, bajo sus convicciones, los trabajadores tenían el derecho de ocuparse de sus propios asuntos. Delesveaux exclamó: “¡Es la lucha contra la justicia!”. “Al contrario, es la lucha por la justicia”, respondió Combault, con la aprobación de sus coacusados. Las citas recogidas por los jueves en los documentos hallados se volvían contra ellos; tal fue la carta del doctor Pallay, de la universidad de Oxford, en la que decía que la miseria no debe desaparecer por la extinción de los pobres, sino por la participación de todos en la vida. “La antigüedad —decía— pereció por haber conservado en sus flancos la llaga de la esclavitud. La era moderna caducará si persiste en creer que todos deben trabajar e imponerse privaciones para procurar el lujo a unos cuantos”.
Declararon disuelta a la Internacional, como de costumbre, condenando a cada uno de los acusados a tres meses de prisión y cien francos de multa, pero se presentía otro proceso. Los registros de la Internacional fueron guardados por el juez de instrucción. Combault, Murat y Tolain restablecieron de memoria su contabilidad, en una carta publicada por Le Réveil (circunstancia agravante que sirvió para demostrar que la Internacional se rodeaba de misterios y disponía de publicidad). He aquí ahora los grandes procesos.
Aumentando el número de los internacionales proporcionalmente a cada disolución de la sociedad, hubo al final treinta y siete acusados, aunque, por no sé qué tendencia a las series exactas, lo llamaban el proceso de los treinta.
Estaban divididos en dos categorías: los que eran considerados como jefes y aquellos a quienes se tenía por afiliados, sin que se pudiera saber muy bien por qué, ya que las acusaciones señalaban los mismos hechos.
La primera categoría se componía de Varlin, Malon, Murat, Johannard, Pindy, Combault, Héligon, Avrial, Sabourdy, Colmia conocido por Franquin, Passedouet, Rocher, Assi, Langevin, Pagnerre, Robin, Leblanc, Carle, Allard.
La segunda: Theisz, Collot, Germain-Casse, Ducauquier, Flahaut, Landeck, Chalain, Ansel, Berthin, Boyer, Cirode, Delacour, Durand, Duval Fournaise, Frankel, Girot, Malezieux.
El fiscal era Aulois. Los defensores, Lachaux, Bigot, Lenté, Rousselle, Laurier, que tenía que presentar las consideraciones generales.
Se oyeron terribles detalles sobre el resultado de las indagaciones; el peligro que suponía dejar sin castigo a los criminales que amenazaban al Estado, la familia, la propiedad, la patria y encima de todo a Napoléon III.
Hubo violentos discursos, informes sobre las huelgas insertos en La Marseillaise, Moniteur de l'insurrection.
Varlin había dicho, el 29 de abril del 70, en el salón de La Marseillaise:
La Internacional ha vencido ya los prejuicios de pueblo a pueblo. Sabemos a qué atenernos sobre la Providencia, que se ha inclinado siempre del lado de los millones.
El buen Dios está fuera de juego, ya está bien; hacemos un llamamiento a todos cuantos sufren y luchan. Somos la fuerza y el derecho, debemos bastarnos a nosotros mismos. Nuestros esfuerzos deben tender contra el orden jurídico, económico y religioso.
Los acusados suscribieron sus palabras. Combault exclamó: “¡Queremos la revolución social y todas sus consecuencias!”.
Las tres mil personas apiñadas en la sala se levantaron y aplaudieron, y el tribunal, descompuesto, hizo un espantoso revoltijo con los términos picrato de potasa, nitroglicerina, bombas, etc., en manos de un puñado de individuos, etcétera.
“La Internacional —dijo Avrial— no es un puñado de individuos, sino la gran masa obrera reivindicando sus derechos. Es la dureza de la explotación lo que nos empuja a rebelarnos”.
Había en algunas cartas aprehendidas apreciaciones que fueron confundidas con las acusaciones sin que se llegara a comprender bien lo que esto significaba.
En una carta de Hins se encontraba el siguiente párrafo que era profético:
“No comprendo esta carrera de obstáculos por el poder por gran parte de las secciones de la Internacional. ¿Por qué queréis entrar en esos gobiernos? Compañeros, no sigamos ese camino”.
Hubo adhesiones en la misma cara del tribunal. “Yo no soy de la Internacional —declara Assi—, pero espero formar parte de ella un día”. Esta fue su admisión.
Abandonaron una acusación por complot contra la vida de Napoléon III por prudencia; la idea estaba en el aire, y se temía evocar el suceso.
La ofuscación del fiscal general era tan grande que calificó de signos misteriosos las palabras de oficio empleadas en una carta interceptada por el gabinete negro; el término compañeros usual en Bélgica fue incriminado. Germain Casse y Combault expresaron el pensamiento general de los acusados.
“No trataremos —dijo Germain-Casse— de librarnos, con un embuste, de varios meses de prisión; la ley no es ya más que un arma puesta al servicio de la venganza y de la pasión; no tiene derecho al respeto. La queremos sometida a la justicia y a la igualdad“. Terminó así: “Permítame, señor fiscal general, que le devuelva a la frase de mi amigo Mallet: no toque usted el hacha, el arma es pesada, su mano débil y nuestro tronco es nudoso”.
Combault, al refutar la afirmación del tribunal que en la Internacional había jefes y dirigidos, dijo:
Cada uno de nosotros es libre y actúa libremente; no hay ninguna presión en el pensamiento entre los internacionales... Me cuesta tanto más trabajo comprender la persistencia del ministerio público por acusarnos de lo que no hemos hecho cuanto que podría fácilmente acusarnos por lo que reconocemos haber hecho. La propaganda de la Internacional, a pesar de los artículos 291 y 292, que violamos abiertamente, habiendo sido decretada la disolución de la sociedad. A pesar de esta disolución, la oficina de París sigue reuniéndose.
Por lo que a mí respecta, jamás me he encontrado con los miembros de ese buró, con tanta frecuencia como durante los tres meses transcurridos entre el 15 de julio y el 15 de octubre de 1868.
Cada uno de nosotros actuaba por su lado; no tenemos cadenas; cada cual desarrolla individualmente sus fuerzas.
Este proceso fue uno de los más apasionantes. Chalin, al presentar la defensa colectiva, afirmó que condenar la Internacional era chocar con el proletariado del mundo entero.
Cientos de miles de nuevos afiliados respondieron al llamamiento, en unas cuantas semanas; en el momento en que todos los delegados estaban presos o proscritos.
Hay en este momento —dijo— una especie de santa alianza de los gobiernos y los reaccionarios contra la Internacional.
Que los monárquicos y los conservadores se enteren bien: la Internacional es la expresión de una reivindicación social muy justa y muy conforme con las aspiraciones contemporáneas, como para caer antes de haber alcanzado su objetivo.
Los proletarios están cansados de la resignación, están cansados de ver sus tentativas de emancipación siempre reprimidas, siempre seguidas de represiones; están cansados de ser las víctimas del parasitismo, de verse condenados al trabajo sin esperanza, a una dependencia sin límites, de ver toda su vida devorada por la fatiga y las privaciones, cansados de recoger unas migajas de un banquete que se realiza totalmente a su costa.
Lo que quiere el pueblo es en primer lugar gobernarse por sí mismo sin intermediario y sobre todo sin salvador, es la completa libertad.
Cualquiera que sea vuestro veredicto, continuaremos como hasta ahora conformando abiertamente nuestros actos a nuestras convicciones.
Después de los insultos del fiscal imperial, Combault añadió:
Es un duelo a muerte entre nosotros y la ley: la ley sucumbirá, porque es mala. Si en el 68 cuando éramos un pequeño número, no lograsteis matarnos, ¿creéis poder hacerlo, ahora que somos miles? Podéis golpear a los hombres, pero no acabaréis con la idea, porque la idea sobrevive a cualquier clase de persecución.
Siguió a esto las sentencias:
A un año de prisión y cien francos de multa, Varlin, Malon, Pindy, Combault, Héligon, Murat y Johannard. A dos meses de prisión y veinticinco francos de multa a Avrial, Sabourdy, Colmia, conocido por Franquin, Passedouet, Rocher, Langevin, Pagnerie, Robin, Leblanc, Carle, Allard, Theisz, Collot, Germain Casse, Chalain, Mangold, Ansel, Bertin, Boyer, Cirode, Delacour, Durand, Duval, Fournaise, Gioty Malezieux.
Assi, Ducanquie, Flahaut y Landeck fueron absueltos.
Solidariamente todos fueron privados de sus derechos civiles y condenados a las costas.
Los internacionales que tenían que sufrir un año de prisión no lo cumplieron, liberadores por los acontecimientos.
Estos hombres tan firmes ante la justicia imperial fueron junto con los revolucionarios, blanquistas y oradores de los clubes, los que integraron la Comuna, donde la legalidad y el peso del poder aniquilaron su energía, hasta el momento en que, libres de nuevo por la lucha suprema, recobraron la potencia de su voluntad.
Francia era ya bajo el Imperio el país menos libre de Europa.
Tolain, delegado en el 68 al congreso de Bruselas, dijo con razón que se necesitaba mucha prudencia en una región donde no existía “ni libertad de reunión, ni libertad de asociación; pero —añadió—, si bien la Internacional no existe ya oficialmente en París, todos nosotros seguimos siendo miembros de la gran asociación, aunque tuviésemos que estar afiliados aisladamente en Londres, en Bruselas o en Ginebra. Esperamos que del congreso de Bruselas salga una solemne alianza de los trabajadores de todos los países contra la guerra, que siempre se ha hecho en provecho de los tiranos y contra la libertad de los pueblos”.
En efecto, por doquier se hacían protestas contra la guerra. Los internacionales franceses enviaron a los trabajadores alemanes la siguiente:
Hermanos de Alemania:
En nombre de la paz, no escuchéis las voces corrompidas o serviles que tratan de engañaros sobre el verdadero espíritu de Francia.
Manteneos sordos a las insensatas provocaciones pues la guerra entre nosotros sería una guerra fratricida.
Manteneos serenos, como puede hacerlo sin comprometer su dignidad un gran pueblo valeroso.
Nuestras divisiones no llevarían consigo, más que el triunfo completo del despotismo a un lado y al otro del Rin.
Hermanos de España, nosotros también, hace veinte años, creímos ver apuntar el alba de la libertad; que la historia de nuestros errores os sirva al menos como ejemplo. Dueños hoy de vuestros destinos, no os inclinéis como nosotros bajo una nueva tutela.
La independencia que habéis conquistado, sellada ya con nuestra sangre, es el bien soberano; su pérdida, creednos, es para los pueblos adultos la causa del más punzante pensar.
Trabajadores de todos los países, cualquiera sea el resultado de nuestros comunes esfuerzos, nosotros, miembros de la Internacional de los Trabajadores, que no conocemos ya fronteras, os dirigimos, como una prensa de solidaridad indisoluble, los votos y los saludos de los trabajadores de Francia.
Los internacionales franceses
Los internacionales alemanes respondieron:
Hermanos de Francia,
Nosotros también queremos la paz, el trabajo y la libertad; por lo cual nos unimos de todo corazón a vuestra protesta, inspirada en un ardiente entusiasmo contra todos los obstáculos puestos a nuestro pacífico desarrollo principalmente por las salvajes guerras. Animados por sentimientos fraternales, unimos nuestras manos a las vuestras y os afirmamos, como hombres de honor que no saben mentir, que no hay en nuestros corazones el menor odio nacional, que sufrimos la fuerza, y no entramos sino obligados y forzados en las bandas guerreras que sembrarán la miseria y la ruina en los apacibles campos de nuestros países.
Nosotros también somos combatientes, pero queremos combatir trabajando pacíficamente y con todas nuestras fuerzas por el bien de los nuestros y de la humanidad; queremos combatir por la libertad, la igualdad y la fraternidad, combatir contra el despotismo de los tiranos que oprimen la santa libertad, contra la mentira y la perfidia, vengan de donde vengan.
Solemnemente, os prometemos que ni el ruido de los tambores, ni el tronar de los cañones, ni la victoria, ni la derrota, nos apartarán de nuestro trabajo en pro de la unión de los proletarios de todos los países.
Nosotros tampoco conocemos ya fronteras, porque sabemos que, a un lado y al otro del Rin, tanto en la vieja Europa, como en la joven América, viven nuestros hermanos, con los cuales estamos dispuestos a llegar hasta la muerte a la meta de nuestros esfuerzos: la república social. ¡Viva la paz, el trabajo, la libertad!
En nombre de los miembros de la Asociación Internacional de los Trabajadores de Berlín.
Gustave Kwasniewski
Adjunto al manifiesto de los trabajadores franceses iba este otro:
A los trabajadores de todos los países
Trabajadores,
Protestamos contra la destrucción sistemática de la raza humana, contra la dilapidación del oro del pueblo, que debe servir solo para fecundar el suelo y la industria, contra la sangre vertida para la odiosa satisfacción de la vanidad, del amor propio, de las arrugadas e insatisfechas ambiciones monárquicas.
Sí, con toda nuestra energía protestamos contra la guerra, como hombres, como ciudadanos, como trabajadores.
La guerra es el despertar de los instintos salvajes y de los odios nacionales.
La guerra es el medio indirecto que tienen los gobiernos para acallar las libertades públicas.
Los internacionales franceses
Estas reivindicaciones tan justas, quedaron ahogadas por los clamores guerreros de las bandas imperiales, que empujaban hacia el matadero a ambos rebaños, el francés y el alemán.
¡Pueda la sangre de los proletarios de los dos países llegar a cimentar la alianza de los pueblos contra sus opresores!
4. Entierro de Victor Noir – Los hechos referidos por Rochefort
Éramos trescientos mil ahogando nuestros sollozos.
Dispuestos a morir en pie ante los fusiles.
Victor Noise. Canción 1870
Comienza el año 70, trágico, con el asesinato de Victor Noir por Pierre Bonaparte en su casa de Auteuil, a donde había ido con Ulrich de Fonvielle como testigo de Paschal Grousset.
Este crimen, fríamente realizado, fue el colmo del horror que inspiraban los Bonaparte.
Igual que el toro en la plaza agita su piel traspasada por las banderillas, la multitud se estremecía.
Los funerales de Victor Noir parecían indicados para aportar la solución. El asesinato era uno de esos fatídicos acontecimientos que acaban con la tiranía más sólidamente asentada.
Casi todos los que acudieron a los funerales pensaban regresar a su casa o con la república o no regresar en lo absoluto.
La gente se había armado con todo lo que podía servir para una lucha a muerte, desde el revólver hasta el compás. Parecía que por fin íbamos a arrojarnos al cuello del monstruo imperial.
Yo, por mi parte, tenía un puñal que, soñando con Harmodius, había robado, hacía ya algún tiempo, en casa de mi tío, e iba vestida de hombre para no estorbar ni ser molestada.
Los blanquistas, un buen número de revolucionarios, todos los de Montmartre iban armados; la muerte se cernía en el aire, y se vislumbraba la próxima liberación.
Por parte del Imperio, habían sido llamadas todas las fuerzas. Semejante movimiento no se había visto desde diciembre.
El cortejo se extendía inmenso, difundiendo en torno suyo una especie de terror. En determinados lugares, se notaban extrañas impresiones; teníamos frío, y los ojos quemaban como si fueran de fuego; parecía una fuerza a la que nada resistiría, y veíamos ya la triunfante república.
Pero durante el trayecto el viejo Delescluze, que no obstante, supo morir heroicamente unos meses después, se acordó de diciembre y, temiendo el sacrificio inútil de tantos miles de hombres, disuadió a Rochefort de pasear el cadáver por París, sumándose a la opinión de los que querían conducirlo al cementerio. ¿Quién puede decir si el sacrificio hubiera sido inútil? Todos creían que el Imperio atacaba y se mantenían preparados.
La mitad de los delegados de las cámaras sindicales opinaba que debía llevarse el cadáver por París hasta La Marseillaise, y la otra mitad quería seguir el camino del cementerio.
Louis Noir, a quien se creía inclinado por la inmediata venganza, zanjó la cuestión declarando que no quería para su hermano unos funerales sangrientos.
Los que estaban empeñados en pasear el cadáver por París se negaron al principio a obedecer.
Las voluntades estaban tan divididas que hubo un momento en que la multitud se nubló; las oleadas humanas se sucedían, formando entre ellas anchos espacios vacíos.
Con la cabeza gacha, volvimos todos a casa, todavía bajo el Imperio. Algunos pensaban en matarse; pero luego reflexionaron que la multiplicidad de los crímenes imperiales multiplicaría también las ocasiones de liberación.
Esta era una ocurrencia peregrina; pero dominaba la opinión generalizada de que una tentativa desesperada no habría dado otro resultado que el degüello, ya que todas las fuerzas imperiales se hallaban preparadas.
Varlin, tan valiente como Delescluze, escribió desde su prisión que, si aquel día se hubiera entablado la lucha, habrían perecido los más apasionados soldados de la revolución, y felicitó a Rochefort y a Delescluze por ser de esta misma opinión.
Pierre Bonaparte fue juzgado en Tours, en junio del 70, una comedia de juicio, en el que se le sentenció irrisoriamente a indemnizar con veinticinco mil francos a la familia de Victor Noir, lo cual aumenta el horror del crimen.
Rochefort estuvo involucrado más que nadie en el asunto Victor Noir, por lo que su relato será más interesante.
La desavenencia de Pierre Bonaparte con la familia de Napoléon III no era un secreto. Badingue había insultado a su menesteroso pariente, que le suplicaba que comprara su propiedad de Córcega, y le había reprochado la ilegitimidad de sus hijos.
Pierre Bonaparte se vengó censurando el matrimonio de su primo con la señorita de Montijo.
El mundo político —dice Rochefort— estaba totalmente al corriente de este odio de familia, y él [Pierre Bonaparte] había llegado a volverse incluso interesante. Por eso me sorprendió mucho recibir en mi periódico La Marseillaise una carta en estos términos:
Señor,
Después de haber ultrajado, uno tras otro, a cada uno de los míos sin olvidarse de las mujeres ni de los niños, me insulta usted a través de la pluma de uno de sus peones. Es muy natural, y tenía que llegarme el turno.
Solamente que quizá tengo una ventaja sobre la mayoría de aquellos que llevan mi apellido, es la de ser un simple particular a la vez que un Bonaparte.
Por lo tanto voy a preguntarle si su tintero está avalado por su corazón, y le confieso que solo tengo una mediana confianza en el resultado de mi gestión.
Me entero, en efecto, por los periódicos, que sus electores le han dado el imperativo mandato de negarse a toda reparación de honor conservando su preciosa existencia.
No obstante, me atrevo a intentar la aventura, con la esperanza de que un leve resto de sentimientos franceses le hará renunciar en favor mío a las precavidas medidas en las que se refugia.
Si, por lo tanto, consiente en descorrer los protectores cerrojos que hacen a su honorable persona dos veces inviolable, no me encontrará ni en un palacio ni en un castillo.
Vivo sencillamente en la calle de Auteuil número 59 y le prometo que si se presenta no le dirán que he salido.
En espera de su respuesta, señor, le saludo muy atentamente.
Pierre-Napoléon Bonaparte
Esta carta, a la vez que muy injuriosa, era totalmente incorrecta desde el punto de vista de lo que ha venido a llamarse una provocación. El artículo que la había motivado no era mío, sino de uno de mis colaboradores, Ernest Lavigne, respondía en términos casi moderados, a un párrafo de un documento firmado por Pierre Bonaparte y donde se leía esta innoble frase refiriéndose a los republicanos:
¡Cuántos valientes soldados, hábiles cazadores, osados marinos y laboriosos labradores hay en Córcega que abominan los sacrilegios y que les hubiesen sacado ya las tripas de no haberles contenido!
En segundo lugar, cuando se desea una satisfacción por las armas, se escribe al ofensor:
Me considero ofendido por tal o cual párrafo de su artículo y le envío a dos amigos míos a quienes le ruego se digne poner en comunicación con los suyos.
Pierre Bonaparte, que había sido condenado en Roma por un asesinato cometido en Italia, se había batido con la suficiente frecuencia para saber que las cuestiones de honor se zanjan por intermediación de testigos y no entre los propios adversarios.
Esta extraña manera de atraerme a su casa, donde yo no tenía nada que hacer, cuidándose de indicarme que no lo encontraría ni en un palacio ni en un castillo, se asemejaba a una trampa en la que, a fuerza de ultrajes, evidentemente esperaba hacerme caer.
En efecto, sus impertinencias no tenían ninguna razón de ser, puesto que no me había negado jamás a batirme y que precisamente por haberlo hecho demasiado fue por lo que, en una reunión electoral a la que ni siquiera asistí los electores habían votado una orden del día conminándome a no repetirlo.
Qué curioso era que el Bonaparte que me pedía satisfacción en nombre de su familia fuese el mismo que había reprochado injuriosamente a Napoléon III su desacertada unión, es decir, su matrimonio con la señorita Montijo.
¿De dónde procedía este brusco viaje? Es fácil adivinarlo. El príncipe Pierre solo se escudaba momentáneamente en su dignidad de proscrito; se había hartado de malos alimentos y, con una gran dosis de sentido común, había pensado que el procedimiento más seguro para reconciliarse con su primo era el de desembarazarle de mí.
Pero yo era joven y ágil, y manejaba la espada, si no bien, por lo menos bastante peligrosamente. Él había engordado mucho, sufría de gota y, de haberle sacudido como se dice, hubiera resultado un buen golpe para la fanfarria bonapartista.
El hecho es —aquí reside en cuanto a su memoria en el punto grave de la aventura— que, después de haberme dirigido directamente la más violenta de las provocaciones, ni siquiera tenía nombrado a los testigos. Por lo tanto, a quien esperaba en su domicilio, donde me citaba, no era a los míos, sino a mí mismo.
Solo más tarde, releyendo la carta después del asesinato de Noir, comprendí toda la perfidia que en ella se escondía; pero en el primer momento no vi más que una andanada de injurias y pedí a Millière y a Arthur Arnould, mis dos colaboradores, que se pusieran en contacto con él para concertar un encuentro de inmediato.
Hubiese comprendido que el señor Ernest Lavigne, autor y firmante de la carta, al que yo ni siquiera conocía, pretendiese sustituirme, cosa a la que, por lo demás, me hubiese negado; pero con frecuencia me ha preguntado a qué tipo de obsesión obedeció el hecho de que nuestro colaborador Paschal Grousset enviara a su vez sus testigos al príncipe Pierre Bonaparte, que ni lo había nombrado ni tenía ninguna razón para ocuparse de él.
Según parece, en su calidad de corresponsal del periódico corso La Revanche, acusado por el primero del Emperador, Paschal Grousset se arriesgó a adoptar tal actitud, que no podía llegar a ningún fin, ya que era mi persona y no a otra, a la que atacaba el príncipe, que así se erigía como vengador de toda su familia.
Victor Noir, que fue asesinado, no era pues mi testigo, como generalmente se ha creído y con frecuencia se ha repetido, sino el de nuestro colaborador Grousset, quien lo había enviado a Auteuil con Ulrich de Fonvielle sin advertírmelo siquiera.
Solo aquel día me enteré de tal trámite, que retrasaba y contrariaba el mío. Sin embargo, como yo estaba seguro de que Pierre Bonaparte no tendría en cuenta en absoluto esta nueva petición de reparación, aguardé en el palacio del Cuerpo Legislativo el regreso de mis testigos Millière y Arnould, que debían concertar con los del príncipe todo lo relativo al duelo del día siguiente.
Enseñé a varios miembros de la izquierda la carta de provocación que había recibido, y Emmanuel Arago sospechó inmediatamente una trampa.
Tome usted precauciones al respecto —me dijo— y sobre todo no vaya a su casa, pues ya ha tenido asuntos de nefastas consecuencias.
El asunto hubiera sido desagradable, sin duda ya que los testigos de Paschal Grousset le encontraron en el salón de su casa, aguardando en bata, con un revólver cargado en el bolsillo, no a ellos sino a mí, a quien se había invitado en los términos expuestos a presentarme en su casa. Estaba seguro que con sus insultos exasperaría la violencia que me achacaba y de la que yo acababa de dar pruebas al abofetear al impresor Rochette.
Estaba pues, allí sin testigos, cuando hubiese debido, conforme a las reglas, elegirlos aún antes de haberme escrito su provocadora carta y que, en todo caso, debía estar obligado a designarlos inmediatamente después. ¿Cuál hubiera sido, en efecto, su postura si le hubiese enviado a mis amigos, para decirle, como por lo demás era mi intención y mi costumbre, puesto que nunca demoraba en tales asuntos?: Partamos rápidamente.
Se habría visto obligado a contestar: Aguarden ustedes, que primero tengo que buscar dos personas dispuestas a representarme.
Lo que tras sus bravatas, hubiera sido para él vergonzoso y ridículo a la vez.
Mi convicción, no bien se produjo el hecho, se conformó sin duda alguna: jamás había pensado batirse conmigo, y sencillamente tenía decidido matarme para volver a ganar el favor del emperador y sobre todo de la emperatriz.
Después del 4 de septiembre, un antiguo servidor del castillo de les Tuileries, me contó incluso que Napoléon III no estaba al corriente de los proyectos de su primo político, pero sí su mujer además como aliada.
Este familiar me dio el nombre de otro miembro de la familia que había actuado como intermediario entre España y el príncipe corso. Sin embargo aunque posiblemente verdadera, al no estar esta información corroborada por ningún otro testimonio ni prueba escrita, no le he concedido más que una mínima importancia.
Hacia las cinco de la tarde, me disponía a salir del palacio Borbón para ir a desentumecerme un poco la mano en una sala de armas, cuando recibí este telegrama de Paschal Grousset:
Victor Noir ha recibido del príncipe Pierre Bonaparte un disparo de revólver, y ha muerto.
Yo ignoraba que sus testigos hubiesen llegado antes que los míos a la casa de Auteuil, por lo que en los primeros momentos el telegrama me pareció inexplicable. Fue en la redacción de La Marseillaise, a la que llegué precipitadamente, donde supe con detalle todas las frases del suceso.
Victor Noir era un joven alto y fuerte, de unos veintiún años, de genio muy alegre, muy espontáneo y muy expansivo, que nos proporcionaba con bastante frecuencia informaciones y primicias para nuestro periódico.
Además, siempre estaba dispuesto a acompañarnos en las acciones peligrosas. En fin, un verdadero amigo de la casa.
Su trágico final, al que parecía tan poco destinado, nos trastornó hasta el punto de volvernos locos de ira. A Millière y Arnould, que habían llegado a la casa del crimen diez minutos después que Noir y Fonvielle, les impedí pasar el gentío que se apiñaba ya ante el número 59 de la calle de Auteuil.
—¡No entren ahí —les gritaban—, que están asesinando!
Vieron al pobre Victor Noir tendido sobre la acera, el pecho agujereado, y recogieron su sombrero, que se le había escapado de la mano.
Muy decepcionado por la llegada de unos extraños a quienes no esperaba, en lugar del que quería ver, Pierre Bonaparte, tras un breve diálogo con ellos, había sacado del bolsillo de la bata un revólver de diez balas, pensando probablemente que si el primero fallaba acertaría con alguno de los otros nueve. Después había disparado a bocajarro sobre Victor Noir, con aquel arma múltiple que, desde el punto de vista de la armería francesa, era lo que podríamos llamar el último grito, el grito de la muerte.
Después de haber disparado igualmente contra Ulrich de Fonvielle dos balas, afortunadamente errando el tiro, se inventó para explicar su agresión a Victor Noir, la fábula que había indudablemente preparado para mí. Pretendió que su víctima le había dado una bofetada, como habría sostenido que yo lo había hecho, de haber acudido a su invitación.
Me condenaron a cuatro meses de prisión por agresión al impresor Rochette, por lo que hubiera sido fácil persuadir a un jurado especialmente seleccionado, que no podía sino dejarse convencer por la inocencia de su acusado, que me había dejado llevar por mi carácter de normales arrebatos y el príncipe se hubiera visto en un caso de legítima defensa.
Esta impostura no hubiese explicado por qué el príncipe del revólver de diez balas, lo llevaba en el bolsillo de su bata para andar por el salón de su casa, y por qué sobre todo, en espera de un encuentro inevitable por él mismo había provocado, se había abstenido de elegir unos testigos; pero yo era el enemigo, y los consejeros generales con quienes se constituyó el alto tribunal encargado de juzgar al asesino no habrían dejado de llevar su absolución a los pies del emperador.
La emperatriz tuvo incluso, al enterarse del asesinato, una frase que retrataba su estado de alma y el de toda su camarilla:
—¡Ah! ¡Qué buen pariente! — exclamó refiriéndose al asesino, sin preocuparse por el asesinado.
Los periódicos oficiosos, con la ingenuidad de la villanía, no tuvieron incluso el menor reparo en reproducir, honrándola, esta acusadora exclamación.
La conmoción producida en París por este golpe traidor fue inconmensurable. Ignoro si reconcilió a Pierre Bonaparte con les Tuileries, pero enemistó para siempre a les Tuileries con Francia.
Me comunicaron el crimen a las cinco de la tarde. A las seis redacté el siguiente artículo, que era más bien un pasquín, dado el estado en que lo imprimimos:
¡He tenido la debilidad de creer que un Bonaparte podía ser otra cosa que un asesino!
Me atreví a imaginar que era posible un duelo leal en esa familia en la que el asesinato y la traición son tradicionales y usuales.
Nuestro colaborador Paschal Grousset compartió mi error, y hoy lloramos a nuestro pobre y querido amigo Victor Noir, asesinado por el bandido Pierre-Napoléon Bonaparte.
Hace ya dieciocho años que Francia se halla en las manos ensangrentadas de esos matones que, no contentos con ametrallar a los republicanos en las calles, los atraen a trampas inmundas para degollarlos a domicilio.
Pueblo francés, ¿decididamente no te parece que ya está bien?
Henri Rochefort
Este toque a rebato fue inmediatamente diferido a los tribunales por considerársele un llamamiento a las armas, aunque podría ser igualmente un llamamiento al sufragio universal.
Al mismo tiempo que se castigaba así, mi mala voluntad por no dejarme tirotear, se detenía al asesino para dar una sombra de satisfacción a la opinión pública irritada. Pierre Bonaparte fue instalado en la Conciergerie, en las habitaciones del director, en cuya mesa comía.
Inmediatamente después de disparar, el príncipe había enviado a buscar un médico quién, naturalmente, se apresuró a certificar la marca de una bofetada en la mejilla del asesino, ya que los médicos certifican todo lo que se les pide y extienden todos los días a cualquier actriz certificados de una enfermedad que les ha impedido representar por la noche, pero no ir a cenar a los restaurantes más caros.
En segundo lugar, no habrá duda de que si Victor Noir, elegido como testigo por Paschal Grousset, con la misión que comporta tal título, se hubiera olvidado de ello hasta el punto de abofetear al adversario de su cliente, a mí se me hubiese informado personalmente de tal acto de violencia y de los motivos que tuvo.
Ulrich de Fonvielle, a quien Pierre Bonaparte disparó dos balas fallidas, hubiese podido tener interés en negar ante la justicia la pretendida bofetada; pero a mí, su colaborador y su redactor jefe, no tenía nada que ocultarme. Ahora bien, me ha afirmado siempre, y doy de ello mi palabra de honor, que no solo nuestro amigo no dio la menor bofetada, sino que, sosteniendo el sombrero con la mano enguantada, conservó durante todo el rato la actitud más serena y en ningún momento hizo el menor gesto que pudiese dejar suponer una intención agresiva. Es más, nadie se dejó engañar por esta impostura, ni los consejeros generales que absolvieron siguiendo órdenes, ni el fiscal general Grandperret que mintió a la carta, ni el infame Émile Ollivier que, tanto en este asunto como más tarde en la cuestión de la guerra franco-alemana, se mostró como el cómplice más vil de las venganzas napoleónicas.
El miserable ministro no tuvo una palabra de censura para el asesino, una palabra de pesar por la joven y leal víctima. Llevó hasta los extremados límites de la abyección, el servilismo ante su nuevo amo.
Si, en lugar de prestar oídos a su vanidad de pavo, hubiera después de aquel crimen, arrojado resueltamente su cartera a los pies del emperador, el imbécil se habría creado una soberbia situación, incluso entre los moderados a quienes soñaba ganarse, y al mismo tiempo se habría ahorrado la responsabilidad de los desastres ulteriores. Su dimisión la noche misma de la muerte de Victor Noir le hubiese evitado, pocos meses después, una vergonzosa revocación y el horror de una nación entera.
Pero el patético señor había hecho durante demasiado tiempo antecámara, para decidirse a salir del salón donde al fin le habían permitido entrar y sentarse.
Tras la fulminante noticia del atentado, se organizaron aquella noche numerosas reuniones públicas de protesta. Amouroux, que fue después miembro de la Comuna, condenado a trabajos forzados por los consejos de guerra versalleses y que murió siendo miembro del consejo municipal de París, extendió un ancho velo negro sobre la tribuna. Gritos de furor sonaron en las calles. Formábanse grupos para ir por el cadáver, depositado en una casa particular de Neuilly, y llevarlo a París, a la redacción de mi periódico, La Marseillaise, desde donde partiría el cortejo fúnebre. Era un verdadero delirio de venganza.
En realidad, la detención del asesino no había tenido otro objeto que arrancárselo a la multitud que seguramente lo habría linchado. Se hablaba de atacar la Conciergerie y degollar al seudopreso.
El fracaso del complot, según se me relató después del 4 de septiembre, desconcertó a la gente de les Tuileries, que quería mi muerte y en ningún modo la del joven Victor Noir, que iba a hacérsela pagar cara al gobierno.
Cuando al día siguiente entré, pálido y deshecho, en el salón de sesiones del cuerpo legislativo, se me recibió con un silencio más inquietante para el Imperio que para mí.
Sabía ya que había sido denunciado por Ollivier a sus criados carceleros, y le oí responder en los pasillos a un diputado que le señalaba el peligro de tal persecución:
—Hay que terminar de una vez; es imposible gobernar con el señor Rochefort.
Pedí inmediatamente la palabra y reproduzco del Officiel el incidente que siguió.
Señor Henri Rochefort: —Deseo hacer una pregunta al señor ministro de Justicia.
Señor presidente Schneider: —¿Le ha avisado usted?
Señor Henri Rochefort: —No señor presidente.
Señor presidente Schneider: —Tiene usted la palabra. El señor ministro juzgará si ha de responder inmediatamente.
Señor Émile Ollivier, ministro de justicia: —Sí, inmediatamente.
Señor Henri Rochefort: —Ayer se cometió un asesinato en la persona de un joven protegido por un mandato sagrado, el de testigo, es decir, de parlamentario. El asesino es un miembro de la familia imperial.
Pregunto al señor ministro de Justicia si tiene la intención de oponer al juicio y a la condena probable, las desestimaciones de demanda como las que se oponen a los ciudadanos que han sido reprimidos o incluso golpeados por altos dignatarios del Imperio. La situación es grave, la agitación es enorme. (Interrupciones). El asesinado es un hijo del pueblo... (Rumor).
Señor presidente Schneider: —Ayer quedó convenido que las interpelaciones debían hacerse sumariamente, sin desarrollo explicativo. Su pregunta ha sido hecha, y es clara y concisa. Al ministro corresponde ahora decir si quiere contestar hoy mismo. (¡Eso es!)
Señor Henri Rochefort: —Digo que el asesinado es un hijo del pueblo. El pueblo pide juzgar por sí mismo al asesino... Pide que el jurado ordinario... (Interrupción y rumor).
Señor presidente Schneider: —Todos los que estamos aquí somos hijos del pueblo; todo el mundo es igual ante la ley. No le incumbe a usted establecer distinciones. (¡Muy bien!)
Señor Henri Rochefort: —Entonces, ¿por qué nombrar jueces al servicio de la familia?
Señor presidente Schneider: —Pone usted bajo sospecha a unos jueces a quienes no conoce. Le invito, por el momento, a no salirse de los términos de su pregunta. No puedo permitir otra cosa.
Señor Henri Rochefort: —Pues bien, yo me pregunto, ante un hecho como el de ayer, ante los hechos que acontecen desde hace mucho tiempo, si estamos en presencia de los Bonaparte o de los Borgia. (Exclamaciones; gritos: ¡Orden! ¡Orden!) Invito a todos los ciudadanos a armarse y a hacer justicia por ellos mismos.
El cobarde Ollivier se apresuró a hacer una seña al presidente Schneider de que cerrara el debate, que comenzaba ya a encender las tribunas, y, tras de haber pedido la palabra, llamó al crimen de la víspera “el suceso doloroso”.
—¡Diga usted: “el asesinato”!, le gritó Raspail. Y el ministro de Justicia explicó que la ley, hecha especialmente para los miembros de la familia Bonaparte, y que databa de 1852, no permitía hacer comparecer al príncipe Pierre ante el jurado, que le habría condenado sin remisión; que todo lo que se podía hacer era encomendarle a un alto tribunal, del que naturalmente se elegiría uno por uno los jurados, con promesas de todo género de favores y de condecoraciones a cambio de un veredicto de absolución.
Y Ollivier, después de haberse jactado de su respeto a la igualdad, terminó con estas amenazas dirigidas a nosotros:
—Somos la moderación, somos la libertad y, si se nos obliga, seremos la fuerza.
Esta amenaza fue recibida con aplausos más vivos por parte de aquella mayoría que meses más tarde habría de hundirse en el cieno, el silencio y el remordimiento, hasta el punto de que los entonces miembros se postrarían ante mí repitiéndome: ¡Cuánta razón tenía usted!
Raspail, indignado, pidió la palabra para contestar a los bravos de la turba ministerial.
—Se ha cometido —dijo— un asesinato tal, que los crímenes de Troppmann[20] (a quien se juzgaba por entonces) no han producido semejante impresión y, sin embargo, la justicia a la que le remiten ustedes no es la justicia; lo que necesitamos es un jurado que no sea elegido entre los enemigos de la causa popular.
Y como se le recordara la independencia de la magistratura, exclamó:
—Ya conozco yo vuestros altos tribunales, por haber pasado por ellos. En uno hubo hasta un hombre condenado a galeras.
Raspail fue interrumpido por el presidente, que anunció que en aquel momento recibía del fiscal general Grandperret una demanda contra mí por ofensas al emperador, incitación a la rebelión y provocación a la guerra civil.
Cinco minutos antes había declarado Émile Ollivier que desdeñaba mis ataques. Eso no era precisamente desdén.
He querido conservar para el público la fisionomía de esta parte de la sesión en la que Raspail y yo estuvimos solos en escena.
Se ha podido advertir que ni un miembro de la izquierda intervino, ni Gambetta[21] ni Jules Favre[22] ni Ernest Picard;[23] este abandono proporcionaba a las insolencias del cínico Ollivier una considerable autoridad sobre el rebaño de los mayoritarios. De este modo, el ministro tenía el derecho, que usaba y abusaba, para hacer ver que todos mis colegas de la oposición, salvo uno solo, se negaban a solidarizarse conmigo.
El entierro había sido fijado para la mañana siguiente, y se anunciaba un día espantosamente agitado. Desde el amanecer, la casa de la calle del Mercado, de Neuilly, donde el ataúd descansa sobre dos sillas, ha sido invadida por una multitud que crece hasta el punto de volver casi impracticable toda circulación. ¿Cómo se logrará hacer llegar el coche fúnebre hasta la puerta? Es un problema que parece insoluble.
Llego extenuado, sin comer en tres días ni dormir en tres noches, hasta tal punto las emociones de todo género me habían sofocado y agitado. Me llevan en volandas por encima de unos y otros hasta la entrada de la casa, una vez en ella subo, encontrándome con Delescluze y con Louis Noir, conocido novelista, hermano de la víctima.
Pronto llega Flourens entablándose una primera batalla entre los partidarios del entierro en el mismo París, en el Père-Lachaise,[24] donde se trasladaría el cadáver, o la inhumación en Neuilly.
Movilizaron a cien mil hombres, tanto de infantería como de caballería, de todas las guarniciones circundantes, para ahogar en sangre cualquier tentativa de insurrección. Sin embargo, la multitud estaba desarmada; sorprendida por la detonación que partió de la casa de Auteuil, no había tenido tiempo para organizarse ni para ponerse de acuerdo.
Movida por un mismo sentimiento de cólera, había acudido espontáneamente a manifestarse contra dos asesinos, el de les Tuileries y el otro.
Delescluze y yo habíamos arengado a nuestros amigos, y la inmensa mayoría de los asistentes estaba decidida a escucharnos y a seguirnos, cuando, en medio del camino que conduce al cementerio de Auteuil, Flourens y varios hombres que le rodeaban, a los que por desgracia, con su generosa credulidad, no llegaba a controlar lo suficiente sus relaciones, se arrojaron a la cabeza de los caballos, tratando de hacer que se volvieran hacia París. Después como el cochero de las pompas fúnebres se negara a este cambio de itinerario, cortaron las bridas con el fin de engancharse ellos mismos al macabro vehículo.
Yo conducía el duelo, o más bien el duelo me conducía a mí, y, oprimido por una marea humana que me aplastaba escoltándome, en varias ocasiones me lanzaron a las ruedas, que al menor retroceso hubieran acabado por atropellar mi cuerpo.
Al fin me alzaron hasta dejarme sentado al lado del ataúd sobre el propio coche fúnebre, con las piernas colgando. Desde aquel lúgubre observatorio veía producirse remolinos, gente cayéndose y levantándose, otros pasando casi bajo las patas de los caballos o bajo el vehículo, en constante peligro de ser triturados.
Por más que yo les gritaba desesperadamente que se apartaran, mis llamamientos, con el rumor de la marcha, ni siquiera les llegaban. Para colmo de males el viento al que estaba expuesto había agujereado mi estómago, casi vacío desde hacía tres días, desarrollando en él súbitamente un hambre que acabó con mis postreras fuerzas. De repente, y sin nada que al parecer lo explicara, comenzó a darme vueltas la cabeza y caí inanimado al pie del coche fúnebre.
Cuando abrí los ojos, me encontré en un coche de alquiler con Jules Vallès[25] y dos redactores de La Marseillaise. Mis primeras palabras fueron: —Que vayan en seguida a por algo de comer, que me muero de hambre.
El propio Vallès se apeó y corrió a una panadería, cogió un pan de dos libras del que devoré la mitad, y una botella de vino de la que bebí un trago. Entonces estábamos en París, al final de la avenida de los Campos Elíseos cerca de la puerta de La estrella.
Recordé vagamente que me llevaron a una tienda de comestibles cuyo dueño me frotó las sienes con vinagre e hizo llamar al coche en el cual me desperté.
Tal es la historia de ese desmayo que la reacción bonapartista me reprochó tanto y en realidad se debió al extraordinario deterioro en que me habían puesto setenta y cinco horas de agotamiento, sin alimento y sin dormir. Las fuerzas humanas tienen límites, límites que las mías habían sobrepasado, por lo que me fue imposible mantenerme más tiempo de pie o incluso sentado.
Esta explicación, la única verdadera así como la única plausible, ya que yo no podía correr ningún riesgo en medio de doscientos mil acompañantes entre los cuales no habría encontrado ni uno solo que no me fuese leal, no impidió a los oficiosos acusarme de debilidad. No tenía por mi lado, repito, absolutamente nada que temer. En efecto, después de unos instantes de lucha, se había impuesto la sensatez, y la inhumación, de acuerdo con el deseo de Delescluze y el mío, se llevó a cabo en el cementerio de Neuilly.
Fue por el contrario en París donde el peligro creció. Después de la ceremonia, muchos de los nuestros volvieron a pie por el Arco de Triungo. A la altura de la glorieta de los Campos Elíseos estaban apostados, con los sables desenvainados, varios escuadrones de caballería, con la misión de dispersar a la multitud, aunque, en realidad, no tuviesen delante sino a unos hombres que, de regreso de un entierro, se veían forzados a entrar por el único camino que les conducía a su casa.
Pero el imbécil de Ollivier quería probar que él era la fuerza, tal como lo había anunciado, con lo que veo de repente venir al encuentro de mi simón a un comisario de policía con el abdomen tricolor,[26] que nos anuncia que va a mandar cargar después de tres avisos.
Primer redoble.
Reconfortado por mi almuerzo tan frugal como improvisado, salto del coche y me adelanto hacia el comisario de policía, a quien grito estas palabras que vuelvo a encontrar en un número de La Marseillaise en el que se relata esta jornada:
—Señor, los ciudadanos que me rodean, regresan del entierro por el camino por el cual fueron; ¿pretende usted cortarles el paso?
Segundo redoble.
—Todo lo que diga será inútil —me respondió el abdomen—; retírese, se va a emplear la fuerza, vamos a pasarles por las armas.
—Soy diputado —repliqué mostrando mi insignia—; déjeme pasar.
—No —dijo—, usted será el primero en caer.
En aquel momento me vuelvo, la avenida estaba casi vacía, la mayor parte de los manifestantes se habían retirado a las aceras laterales.
—Apártense —dije a los que quedaban—; no tiene objeto que les masacren inútilmente, haga lo que haga ahora, el Imperio ha recibido el golpe de gracia.
Todo el mundo me obedeció, y fue contra los árboles de los Campos Elíseos que la caballería, que no desistió de su propósito efectuó su carga. Incluso hubo un jinete que cayó de su caballo y quedándose tendido en el sueño sin movimiento, hizo reír mucho al público que se mantenía fuera del alcance de los sables, pues el cadáver de un enemigo tiene siempre buen olor.
Pero si bien el proceso del inquilino de la Conciergerie marchaba lentamente, el mío iba a una velocidad infernal; la discusión sobre la demanda contra mí se llevó a cabo al día siguiente de presentar la propuesta. Ollivier, que la presentaba, declaró que no quería esperar jornadas.
—Pero, ¿y la jornada del 2 de diciembre? ¡Esa sí que le gusta a usted! —le grité desde mi sitio.[27]
5. El proceso de Blois
Por doquier va rampando el policía bizco
Todo son emboscadas, vagamos ariscos
En las emboscadas
Louise Michel, el degollador
Como los gobernantes que necesitan desviar a la opinión pública de ellos, el Imperio establecía a su alrededor un continuo rumor: complots, que él mismo trazaba; bombas puestas por auxiliares de la policía; escándalos; crímenes, oportunamente descubiertos, que desde hacía tiempo se conocían y se mantenían en reserva; todo esto abunda en ciertos finales de reinado.
No era difícil implicar a los más arrojados revolucionarios en algunas de estas maquinaciones. El policía que ofreciese proyectiles hubiese encontrado cien manos, no una, tendidas para recibirlos; pero las cosas propuestas así, por los soplones, nunca suceden oportunamente: los hilos mueven al títere, y llega un tiempo en que no hubiese estado de más un verdadero complot a cielo abierto, grande como Francia, como el mundo. Al traidor Guérin y a otros no les costó trabajo suministrar a sus amos las apariencias de una conspiración.
En la tormenta que se preparaba rugiendo sobre el Imperio se elaboró el proceso de Blois.
Guérin, que había dado las bombas, sabía dónde volver a encontrarlas, y se lo indicó a los investigadores.
Pero el escenario había sido pobremente creado. Dada la magnitud de los elementos se hubiera podido en esta gigantesca representación, construir una obra capaz de entusiasmar al propio hombre de diciembre. Los soplones carecen de aliento por lo general, y la trama fue absurda.
El teatro elegido para representar la acusación que debía aterrorizar a la gente, dejando al descubierto los manejos revolucionarios, fue la sala de los Estados de Blois.
El Imperio quería un gran escándalo, y lo obtuvo pero fue todo lo contrario de lo que deseaba.
A nosotros nos pareció que la grandeza del decorado le iba bien a los que se representaban ante la barrera del Imperio la lucha por la justicia; en efecto, allí se sintieron cómodos y arrojaron la verdad a la faz de los jueces.
Los acusados eran: Bertrand, Drain, Th. Ferré, Ruisseau, Grosnier, Meusnier, Ramey, Godinot, Chassaigne, Jarrige, Grenier, Greffier, Vité, Cellier, Fontaine Prost, Benel, Guérin, Claeys, Lyon, Sapia, Mégy, Villeneuve, Dupont, Lerenard, Tony Moilin, Perriquet, Blaizot, Letouze, Cayol, Beaury, Berger, Launay, Dereure, Laygues, Mabille, Razoua, Notril, Ochs, Rondet, Biré, Évilleneuve, Gaeau, Carme, Pehian, Joly, Ballot, Cournet, Pasquelin, Verdier, Pellerin, Bailly.
Los abogados Protot y Floquet, a quienes se atribuían la interpelación al zar (¡Viva Polonia, señor!), figuraban entre los defensores.
Algunos preventivos, que no se habían visto nunca hasta entonces, iniciaron allí sólidas amistades.
Como en los procesos de la Internacional, llamados asociación de malhechores, se dividió a los acusados en dos categorías, aunque todos ellos confesasen abiertamente su odio y desprecio por el Imperio y su amor a la República.
Los jueces, furiosos, perdían la cabeza; quizá veían llegar ellos también la revolución de la que los acusados hablaban con audacia.
Hubo condenas de prisión, otras a trabajos forzados, sin motivos para ninguna.
Las acusaciones eran tan endebles que en un mismo auto una cosa hacía caer a otra.
Hubo pues, forzosamente algunos absueltos, entre ellos Ferré, que había insultado al tribunal, pero contra el cual los hechos habían sido tan torpemente recopilados, que caían por sí mismos ante el estupefacto auditorio, lo que se le atribuía era inexistente y los testimonios contradictorios no descubrían otra cosa que la estúpida mano de la policía.
Los condenados que fueron deportados no tuvieron tiempo de partir.
El Imperio había contado en vano con el proceso de Blois, fijado el 15 de julio frente a la declaración de guerra, para hacer tragar esta guerra, resultado de un acuerdo entre déspotas, como algo necesario y glorioso, a la vez que motivaría las persecuciones contra los revolucionarios.
Los hombres del proceso de Blois eran capaces de combatir y de conspirar contra Napoléon III; pero no lo habían hecho de la manera indicada por los policías; eran unos audaces a quienes no se les había sabido dar unos roles que convinieran a su carácter. Entre el terror de la revolución y la marcha triunfal a Berlín, Napoléon III, felicitado por Zangiacommi por haber escapado del complot para acabar con su vida, se preguntaba si las maquinaciones policíacas no acabarían por ayudar a que se organizara un verdadero complot.
Mientras tanto, los viejos burgraves[28] Bismarck y Guillermo soñaban con el imperio de Occidente, de Carlomagno y de sus pares.
El traidor Guérin compareció con los demás; pero su equívoca actitud, las torpezas del Alto Tribunal, así como antiguas dudas respecto a él, reveladas por el interrogatorio, llevaron a la opinión sobre la odiosa misión que había llevado a cabo.
Como no tendremos más ocasión de hablar de este individuo, relataremos aquí la fase última de su existencia.
Al no poder ya servir a la prefectura, por estar quemado, la encontró ingrata.
Sin saber cómo ganarse la vida ni qué hacer, marchó a Londres, en el momento en que algunos proscritos de la Comuna habían encontrado allí asilo.
Se hacía pasar por refugiado político con aquellos que no le conocían, tras tener la precaución de cambiarse de nombre, y buscaba trabajo.
En esta situación Guérin se presentó en casa de uno de los proscritos, Varlet, que no lo había visto nunca, para pedirle que le ayudara a encontrar un empleo.
Conmovido por el desamparo de aquel hombre a quien nadie conocía, Varlet le envió a un amigo, igualmente proscrito.
Apenas Guérin entró a la casa, huyó aterrado: acababa de reconocer la voz de Mallet, que tenía contra él pruebas irrefutables.
Guérin ahora es un viejo patético, de andares y ademanes inquietos. Volviendo a menudo la cabeza, como para ver algo tras él, lo que ve así es su traición.
6. La guerra – Partes oficiales
Napoléon III, que había tenido el 2 de diciembre su 18 Brumario[29] quería su Austerlitz.[30] Por ello desde el comienzo todas las derrotas se llamaban victorias.
Entonces, los que, bajo las cargas de la policía, habían gritado: ¡Paz! ¡Paz!, los que habían escrito: no iremos a Berlín en un paseo militar, se levantaron, sin querer la invasión.
El sentimiento popular estaba con ellos, adivinando bajo las imposturas oficiales, la verdad que más tarde brilló a la meridiana luz de la publicación de los partes oficiales.
En la investigación oficial sobre la guerra del 71 aparece la verdad tal como se la juzgaba a través de los acontecimientos.
He aquí cuáles eran los informes enviados por las provincias del este al ministerio de la Guerra, que aseguraba que al Ejército no le faltaba ni un botón de polaina haciendo caso omiso de las reclamaciones.
Metz, 19 de julio de 1870
El general de Failly me informa que los 179 batallones de su ejército han llegado, y transcribo aquí su despacho que tiene carácter urgente.
Ningún recurso, ningún dinero en las cajas, ni en los cuerpos, reclamo dinero contante. Tenemos necesidad de todo en todos los aspectos. Envíe coches para los estados mayores; nadie tiene. Envíe también las cantinas para los hospitales de campaña.
El 20 de julio siguiente, el intendente general Blondeau, director administrativo de Guerra, escribía a París:
Metz, 20 de julio de 1870, 9:50 de la mañana
No hay en Metz ni azúcar ni café, ni arroz, ni aguardiente, ni sal: poco tocino y galletas. Envíe urgentemente, por lo menos, un millón de raciones hacia Thionville.
El mismo día, escribía el general Ducrot al ministerio de Guerra:
Estrasburgo, 20 de julio de 1870, 7:30 de la tarde
Mañana habrá apenas cincuenta hombres para defender la plaza de Neuf-Brissac y el fuerte Mortier. —La Petite Pierre y Lichlemberg están igualmente desguarnecidas; es la consecuencia de las órdenes que ejecutamos. Parece comprobado que los prusianos son dueños ya de todos los desfiladeros de la Selva Negra.
En los primeros días de agosto, menos de doscientos mil hombres defendían las fronteras.
La guardia móvil, que hasta entonces no se había empleado más que en los días de revuelta, para ametrallar y que en tiempo de paz no figuraba más que en los registros del ministerio de la Guerra, fue dispuesta.
París se enteró, no se sabe cómo, de que cierto general no había podido encontrar sus tropas. Pero nadie daba crédito a esta broma; fue preciso, mucho tiempo después, reconocer su exactitud, leyendo en la investigación sobre la guerra del 70:
General Michel al departamento de Guerra, París
He llegado a Belfort, 'no he encontrado a mi brigada', no he encontrado general de división, ¿qué debo hacer? No sé dónde están mis regimientos.
Siempre según los despachos oficiales, los envíos, pedidos con urgencia por el general Blondeau, el 20 de julio, no habían llegado a Thionville el 24, atestiguando por el general que mandaba el 4° Cuerpo, en un parte al mayor general en París:
Thionville, 24 de julio de 1870, 9:12 de la mañana
El 4° Cuerpo no tiene todavía ni cantinas ni hospitales de campaña, ni transporte para las tropas y los estados mayores; todo está completamente desguarnecido.
Continúa el increíble olvido.
Intendente 3er. Cuerpo a Guerra
Metz, 24 de julio de 1870, 7 de la tarde
El tercer regimiento sale mañana; no tengo ni enfermeros, ni empleados de administración, ni arcones de ambulancia, ni forraje, ni trenes, ni instrumentos para pesar, y en la 4ª división de caballería no tengo ni siquiera un funcionario.
La serie continúa sin interrupción en julio y agosto, ¿Hubo fatalidad, desconcierto, ignorancia? Los partes confiesan la incuria.
Coronel director Parque, 3er. Cuerpo, a director artillería, Ministerio de la Guerra, París;
Las municiones de las ametralladores no llegan
Mayor general a Guerra, París
Metz, 27 de julio de 1870, 1:15 de la tarde
Los destacamentos que se incorporan al ejército siguen llegando sin cartuchos y sin petates.
Mayor general a Guerra, París
Metz, 29 de julio de 1870, 5:36 de la mañana
Carezco de galletas para avanzar.
El mariscal Bazaine, al general Ladmirault, en Thionville
Boulay, 30 de julio de 1870
Tiene usted que haber recibido la hoja de informes núm. 5, en la cual se le advierte de grandes movimientos de tropas sobre el Sarre, y la llegada del rey de Prusia a Coblenza. Ayer vi al emperador de Saint-Cloud; nada se ha acordado aún sobre las operaciones que tenga que emprender el Ejército francés. Sin embargo, parece que se tiene a un movimiento ofensivo avanzado el 3er. Regimiento.
En ese momento mismo Roucher decía a su soberano: ¡Gracias a vuestros esfuerzos Francia está preparada!
Casi inmediatamente se advirtió que no había nada preparado, ni la décima parte de lo necesario.
En tanto que se intercambian estos partes, en su momento secreto, el puñado de hombres diseminados a lo largo de las fronteras desaparecía frente a los numerosos soldados de Guillermo:
Cuarenta mil prusianos, que marchaban a lo largo de las riberas del Lauter, encontraron allí algunos grupos dispersos, que machacaron al pasar; era la división del general Douay.
En Froeschwiller, Mac-Mahon, apoyado de un lado por Reichshoffen, y del otro por Elsanhaussen, aguardaba tranquilamente a Failly, que no llegaba, sin advertir que poco a poco grupos insignificantes de soldados prusianos iban subiendo apiñándose en la llanura; era el Ejército de Federico de Prusia. Cuando hubo allí alrededor de ciento veinte mil hombres, portando cuatrocientos cañones, atacaron, arrollando las dos alas de los franceses a la vez.
Así fue sorprendido Mac-Mahon, con cuarenta mil hombres. Entonces, como antaño, los coraceros se inmolaron, lo que recibe el nombre de la carga de Reichshoffen.
El mismo día, en Forbach, derrota del 2° Cuerpo.
El desastre avanzaba rápido.
Los partes se sucedían, lamentables.
General subdivisión, a general división Metz
Verdún, 7 de agosto de 1870, 5:45 de la tarde
En Verdún faltan aprovisionamientos: vinos, aguardiente, azúcar y café; tocino, legumbres secas, carne fresca, ruego proveer urgencia para los cuatro mil móviles sin armas.
No podía enviarse nada, como lo prueba lo que sigue:
Intendente 6° Cuerpo a Guerra, París
Campo de Châlons, 8 de agosto de 1870, 10 h 52 de la mañana
Recibo del intendente jefe del Ejército del Rin petición de quinientas mil raciones de víveres de campaña. No tengo una sola ración de galletas ni de víveres de campaña, a excepción de azúcar y café.
La declaración sobre la situación, por lo general Frossard, no deja lugar a dudas.
El total de los efectivos —dice— alcanzaba apenas 200.000 hombres al principio. Después de la llegada de diversos contingentes, pudo alcanzar a 250.000, pero jamás excedió esta cifra. El gran Estado Mayor general revelaba 243.171 hombres, el 1° de agosto de 1870.
La organización material estaba incompleta; los comandantes de los regimientos no tenían aún conocimiento de ningún plan de campaña. Sabíamos tan solo que íbamos a encontrarnos frente a fuerzas alemanas de unos 250.000 hombres, que en muy poco tiempo podían duplicarse.
Se puede leer un testimonio no menos terrible en Les forteresses françaises pendant la guerre de 1870,[31] del teniente coronel Prévost:
Cuando se hubo declarado la guerra a Prusia, ninguna de las ciudades vecinas de la frontera alemana poseía el armamento adecuado, sobre todo en cuanto a cureñas; las piezas rayadas, los cañones nuevos eran allí escasos; lo mismo ocurría en cuanto a las municiones y los víveres, así como los aprovisionamientos de cualquier clase.
En las obras del general de Palikao se encuentra esta carta de un oficial general:
En cuanto llegué a Estrasburgo (hace unos doce días), me asombró la insuficiente de la administración y de la artillería. Le costará a usted trabajo creer que en Estrasburgo, en ese gran arsenal del este, ha sido imposible encontrar agujas, arandelas y cerrojos para nuestros fusiles.
Lo primero que nos decían los comandantes de las baterías de ametralladores era que habría que administrar bien las municiones, porque no había.
En efecto, en la batalla del 7, las baterías de ametralladores y otras tuvieron que dejar durante cierto tiempo, el campo de batalla para ir en busca de nuevas provisiones al parque de reserva, que por lo demás, estaba también bastante escaso.
Como el 6 se dio la orden de volar un puesto, no hubo manera de encontrar pólvora de mina en todo el grueso del cuerpo de ejército, ni en ingenieros ni en artillería.
Los prusianos entraron en Francia a la vez por Nancy, Toul y Lunéville.
Federicho marchaba sobre París persiguiendo a Mac-Mahon que, simple y terco, invocaba a Nuestra Señora de Auray; o quizá de acuerdo con Eugenia, que llamaba su guerra a aquella desastrosa serie de derrotas, imploraba a alguna virgen andaluza.
El joven Bonaparte, a quien llamábamos el pequeño Badingue, y a quien los viejos militares llamaban, anticipadamente, Napoléon IV, recogía bobamente las balas del suelo después de la batalla, a una edad en la que tantos heroicos muchachos combatieron como hombres, en los días de mayo.
Lo grotesco se mezclaba con lo horrible.
7. El asunto de la Villette – Sedán
Decíamos adelante, Viva la República
Todo París responderá, Todo París sublevado
Todo París sublime, heroico,
En su generosa sangre del imperio lavada.
La gran ciudad enmudeció,
Cada postigo cerrado y la calle desierta.
Y nosotros con furia gritábamos ¡a por el Prusiano!
Louise Michel
Solo la República podía liberar a Francia de la invasión, limpiarla de los veinte años de Imperio que había padecido y abrir de par en par las puertas del porvenir cerradas por las pilas de cadáveres.
En Montmartre, Belleville y el Barrio Latino, los espíritus revolucionarios, y por encima de todos los demás los blanquistas, gritaban a las armas.
Se conocía el desastre, del que el gobierno no confesaba más que una sola cosa: la carga de los coraceros.
Se sabía que cuatro mil cadáveres, y el resto prisionero, era todo lo que quedaba del Ejército de Frossard.
Se sabía que los prusianos se habían establecido en Francia. Pero cuanto más terrible era la situación, mayor era el valor. La República cerraría las heridas y engrandecería las almas.
¡La República! Vivir para ella no era bastante, queríamos morir por ella.
Con estas aspiraciones, el 14 de agosto del 70 tuvo lugar el asunto de La Villette.
Sobre todo los blanquistas creían poder proclamar la República antes de que el Imperio carcomido se desplomara por sí mismo.
Para esto se necesitaban armas y como no había suficientes, se quiso empezar por tomar el cuartel de bomberos del bulevar de La Villette, en el número 141, me parece, donde nos apoderaríamos de las armas.
Se dijo que mataron a un bombero; solo resultó herido, y él mismo lo hizo saber después. El puesto era numeroso y estaba bien armado. La policía, prevenida no se sabe cómo, cayó sobre los revolucionarios. Los de Montmartre, que llegaron tarde, vieron en el bulevar desierto, los postigos de cuyas casas se cerraron de golpes, el coche en el cual habían arrojado a Eudes y Brideau, presos, rodeado de moscones y de imbéciles que gritaban: ¡a los Prusianos!
Esta vez y de nuevo todo había terminado, pero ya volvería a presentarse la ocasión.
El 16 de agosto, una cierta ventaja obtenida por Bazaine en Borny, y deliberadamente exagerada por el gobierno con el fin de enarbolarla ante la credulidad popular, pareció retrasar todavía más la marcha del Ejército francés.
Los combates de Gravelotte, Rézonville, Vionville y Mars-la-Tour fueron los últimos antes de la confluencia de los dos ejércitos prusianos, que rodearon con un semicírculo al Ejército francés.
Pronto se cerraría el círculo. El gobierno seguía anunciando victorias.
Estos rumores de victoria hicieron más fácil la condena a muerte de Eudes y de Brideau.
Incluso algunos radicales llamaron bandidos a los héroes de La Villette. ¡En un primer momento, Gambetta propuso contra ellos, la ejecución inmediata y sin proceso!
El complot de La Villette estuvo durante algún tiempo a la orden del día en el terror burgués.
Los revolucionarios, sin embargo, no eran los únicos en juzgar la situación y a los hombres en su justo valor.
Había en el ejército mismo algunos oficiales republicanos. Uno de ellos, Nathaniel Rossel, escribía a su padre (aquel mismo 14 de agosto en que se intentó proclamar la República en París) la siguiente carta, conservada entre sus papeles póstumos:
He tenido desde el principio de la guerra, aventuras extrañas y bastante numerosas, pero un detalle particular que te asombrará es que no he sido jamás enviado al combate. Alguna vez he ido, pero por mi único capricho, y corriendo pocos peligros.
En Metz, no tardé en darme cuenta de la incapacidad de nuestros jefes, generales y Estado Mayor; incapacidad sin remedio confesada por todo el ejército, y como tengo la costumbre de llevar las deducciones hasta el final, pensaba, incluso antes del 14, en los medios para expulsar a toda esta pandilla.
Imaginé para ello, algunos que no serían impracticables. Recuerdo que por las noches, con mi camarada X, de espíritu generoso y decidido, y que compartía totalmente mis ideas, paseábamos delante de esos ruidosos hoteles de la calle de les Clercs, llenos a todas horas de caballos, coches, de intendentes cubiertos de galones y de todo el tumulto de un Estado Mayor insolente y vividor. Examinábamos los accesos, la situación de las puertas y cómo, con cincuenta hombres decididos, era posible apoderarse de todos aquellos tipos; entonces buscamos a esos cincuenta hombres, pero no encontramos ni diez.
El 14 de agosto, al anochecer, vimos, desde lo alto de las murallas de Serpenoise, el horizonte desde Saint-Julien hasta Queuleu iluminado por los fuegos de la batalla.
El 16, el ejército había pasado el Mosela y encontraba delante al enemigo. En cuanto terminé mi servicio, los convoyes de heridos que llegaban anunciaban una gran batalla. Cabalgué por Moulins y Chatel hasta la meseta de Gravelotte donde asistí a una parte de la acción, al lado de una batería de ametralladoras magníficamente mandada (volví a ver después, el día de la capitulación, al capitán de esta batería).
El 18, por la tarde, fui otra vez a ver la batalla y encontré al general Grenier, que regresaba habiendo perdido su división, la cual se dispersaba tranquilamente, tras haber combatido durante siete horas sin ser relevada. A la mañana siguiente, se completó el bloqueo.
No por eso dejé de seguir buscando enemigos para aquellos ineptos generales.
El 31 de agosto y el 1° de septiembre, trataron de librar una batalla, y ni siquiera sabían hacer entrar en acción a sus tropas.
El desdichado Lebouef trató, según dicen, que le mataran; solo logró que mataran estúpidamente a muchos valerosos hombres.
La tarde del 31 fui a ver la batalla al fuerte de Saint-Julien y al día siguiente, 1° de septiembre, en el extremo del campo de batalla, me encontré particularmente a Saillard, a quien habían nombrado jefe de escuadrón y que aguardaba con dos baterías el momento de entrar en batalla.
Rara vez he sentido encogérseme de tal modo el corazón como al ver que las últimas posibilidades que nos quedaban, se desperdiciaban tan vergonzosamente, ya que cada vez que combatíamos recobraba la confianza.[32]
¿No es algo extraño que aquellos hombres desconocidos los unos de los otros, soñando al mismo tiempo, en la misma nefasta hora en que los déspotas remataban su obra, los unos en proclamar la República liberadora, los otros en desembarazar al ejército de los insolentes y vividores estados mayores del Imperio?
En tanto que las victorias continuaban en los comunicados, hacían sonar sus trompetas sobre todas las derrotas, se hubiera ejecutado a Eudes y a Brideau si una carta de Michelet cubierta de miles de firmas protestando contra aquella medida criminal no hubiera aplazado esta ejecución.
Era tal el viento de espanto que atravesaba París durante esta última fase de la agonía imperial, que varios de los que habían firmado con entusiasmo al principio, acudían a retirar su firma (¡les iba, decían, su cabeza!).
Pero como tenía que ver sobre todo con la cabeza de nuestros amigos Eudes y Brideau, confieso por mi parte que me negué a devolver ninguna de aquellas firmas de las listas que me fueron confiadas.
Se nos encargó, a Adèle Esquiros, a Andrée Leo y a mí, llevar el voluminoso documento al gobernador de París. Era el general Trochu. No era cosa fácil conseguirlo, pero habían tenido razón al contar con la audacia femenina.
Cuanto más se nos decía que era imposible llegar al despacho del gobernador, más avanzábamos.
Conseguimos entrar al asalto, en una especie de antecámara rodeada de bancos apoyados contra las paredes.
En medio, una mesita cubierta de papeles; allí solían aguardar quienes querían ver al gobernador. Estábamos solas.
Esperaban echarnos cortésmente; pero después de habernos sentado en uno de los bancos, declaramos que veníamos de parte del pueblo de París para entregar en mano al general Trochu, unos papeles que era necesario que conociese.
Las palabras “de parte del pueblo” les hicieron reflexionar un poco. No se atrevían a echarnos y emplearon la persuasión para que dejáramos nuestros documentos sobre la mesa, cosa imposible de obtener por parte nuestra.
Uno de los que estaban allí se destacó entonces volviendo con un individuo que nos dijo ser el secretario de Trochu.
Este entró en negociaciones con nosotras, y nos aseguró que, estando ausente Trochu, él tenía orden de recibir en su lugar lo que estuviera dirigido al general. Quiso consignar en un registro el depósito del documento que le entregamos, tras tener prueba de que no se nos engañaba.
Aquel secretario no parecía hostil a lo que pedíamos, y las precauciones tomadas por nosotras le parecieron naturales.
El tiempo apremiaba y, a pesar de la afirmación del secretario de que el gobernador de París sentía un gran respeto por la voluntad popular, vivimos desde aquel momento bajo el continuo temor de saber que la ejecución pudiera llevarse a cabo de pronto, en un acceso cualquiera de delirio imperialista.
Al descender un ejército alemán a lo largo del Mosa, los franceses se replegaron sobre Sedán.
Se lee, a tal propósito, en el informe oficial del general Ducrot (el que no debía regresar sino muerto o victorioso, pero que no fue ni lo uno ni lo otro): “Esta plaza de Sedán, que tenía su importancia estratégica, ya que, comunicándose por todos lados con Mézières y el entronque de Huson, y que era el único medio de avituallamiento de un ejército que operase por el norte sobre Metz, estaba a merced de un golpe de mano. Sin víveres, sin municiones, ni provisiones de ninguna clase; algunas piezas tenían treinta proyectiles para disparar, otras seis, pero la mayoría carecían de escobillones”.
El 1° de septiembre, los franceses fueron rodeados y triturados como en un mortero por la artillería alemana que ocupaba las alturas.
Cayeron dos generales: Treillard muerto, Margueritte herido de muerte.
Entonces, Baufremont por orden de Ducrot, lanzó todas las divisiones contra el Ejército prusiano.
Estaban allí el 1° de húsares y el 6° de cazadores, brigada Tillard.
Los primeros, segundos y cuartos de cazadores de África, brigada Margueritte.
Fue horrible y hermoso; es lo que se llama la carga de Sedán.
La impresión fue tan grande, que el viejo Guillermo exclamó: ¡Qué gente tan valiente!
La carnicería fue tal, que la ciudad y el campo de alrededor estaban cubiertos de cadáveres.
En aquel lago de sangre, los emperadores de Francia y Alemania hubiesen podido apagar con creces su sed.
El 2 de septiembre, en la bruma del anochecer, el ejército victorioso, en pie sobre las alturas, entonó un cántico de acción de gracias al dios de los ejércitos, al que invocaban igualmente Bonaparte y Trochu.
Las melodiosas voces alemanas, repletas de sueños, planeaban inconscientes sobre la sangre derramada.
Napoléon III no queriendo probar la suerte de los desesperados, se rindió y con él más de noventa mil hombres, las armas, las banderas, cien mil caballos y seiscientas cincuenta piezas de artillería.
El Imperio estaba muerto, y tan profundamente sepultado que parte alguna pudo jamás volver.
El hombre de diciembre, que terminaba en el hombre de Sedán, arrastraba con él a toda la dinastía.
Es un hecho, en adelante no se podrán remover más que las cenizas de la leyenda imperial.
Por el valle de Sedán, parece verse pasar, semejante a un vuelo fantasmal, la fiesta imperial conducida con los dioses de Offenbauch, por la burlona orquesta de La bella Helena;[33] en tanto que asciende, espectral, el océano de los muertos.
Se ha atribuido después a Gallifet lo que hizo Baufremont, para disminuir el inolvidable horro del degüello de París. Sabemos que Gallifet estaba en Sedán, ya que recogió allí el sombrero de plumas blancas de Margueritte: esto no disminuye en nada la sangre con la que está cubierto, y que no se borrará jamás.
Los prisioneros de Sedán fueron conducidos a Alemania.
Seis meses después, la comisión de saneamiento de los campos de batalla hizo vaciar las fosas en las que, apresuradamente, se habían amontonado los cadáveres. Se vertió sobre ellos pez, y con madera de alerce se hizo una hoguera.
Sobre los restos se echó cal viva para que todo quedase consumido.
Durante aquellos años la cal viva fue una terrible devoradora de hombres.
II. La República del 4 de septiembre
1. El 4 de septiembre
Amigos, bajo el maldito Imperio
¡Cuán hermosa era la República!
Louise Michel, Canción de las cárceles
A través del espanto que inspiraba el Imperio, la idea de que estaba en las últimas se difundía por París, y nosotros, entusiastas, soñábamos con la revolución social en la más alta acepción de ideas que fuera posible.
Los antiguos vocingleros del “a Berlín”, aunque sosteniendo todavía que el Ejército francés por todas partes era victorioso, dejaban escapar cobardes tendencias hacia la rendición, que la gente les hacía volver a tragarse, diciéndoles que París moriría antes que rendirse, y que se arrojaría al Sena a quienes propagaran tal idea. Irían a reptar a otro lado.
El 2 de septiembre por la tarde, rumores de victorias que procedían de fuente sospechosa, es decir del gobierno, nos hicieron pensar que todo estaba perdido.
Una tumultuosa multitud llenó las calles durante todo el día, y por la noche fue aún mayor.
El 3, hubo sesión nocturna en el Cuerpo Legislativo, a petición de Palikao, que confesó la existencia de comunicados graves.
La plaza de la Concordia estaba llena de grupos; otros seguían a lo largo de los bulevares, hablando alborotadamente entre ellos: había ansiedad en el ambiente.
Por la mañana, un joven, que había sido uno de los primeros en leer el anuncio del gobierno, lo comentó con gestos de estupor. Inmediatamente le rodeó un grupo que gritaba: ¡A los Prusianos!, le llevó al puesto de Bonne-Nouvelle, donde un agente se arrojó sobre él hiriéndole mortalmente.
Otro más que afirmaba que acababa de leer el desastre en el cartel del gobierno, iba a parecer sin más, cuando uno de los atacantes, este de buena fe, levantó casualmente los ojos y vio la siguiente proclama que todo París leía en aquel momento con estupor:
La patria ha sufrido una gran desgracia. Después de tres días de una heroica lucha, mantenida por el ejército del mariscal Mac-Mahon contra trescientos mil enemigos, ¡cuarenta mil hombres están prisioneros!
El general Wimpfen, que había tomado el mando del ejército para reemplazar al mariscal Mac-Mahon, gravemente herido, ha firmado una capitulación: este grave revés no altera nuestro valor.
París está hoy en estado de defensa, las fuerzas militares del país se están organizando; en pocos días, un nuevo ejército estará en los muros de París.
Otro ejército se está formando en las orillas del Loira.
Vuestro patriotismo, vuestra unión, vuestra energía salvarán a Francia.
El Emperador ha sido hecho prisionero durante la batalla.
El gobierno, de acuerdo con los poderes públicos, asume todas las medidas que comporta la gravedad de los acontecimientos.
El Consejo de Ministros: Conde de Palikao, Henri Chevreau, Almirante Rigault de Grenouilly, Jules Brame, Latour-d'Auvergne, Grandperret, Clément Duvernois, Magne, Busson, Billot, Jérôme David.
Por hábil que fuese esta proclama, a nadie se le ocurrió pensar que el Imperio podía sobrevivir después de la rendición de un ejército con sus cañones, sus armas, su equipo, con los que luchar y vencer.
París no se entretuvo en preocuparse por Napoléon III, la República existía antes de proclamarse.
Y por encima de la derrota cuya vergüenza recaía sobre el Imperio, la evocación de la República era un resplandor que iluminaba todos los rostros; el porvenir se abría hacia la gloria.
Una marea humana llenaba la plaza de la Concordia;
Al fondo, estaban en orden de batalla los últimos defensores del Imperio, guardias municipales y policía, creyéndose obligados a acatar la disciplina del golpe de Estado; pero sabíamos muy bien que no podrían resucitarlo de entre los muertos.
A eso del medio día, llegaron por la calle Royale unos guardias nacionales armados.
Ante ellos, los municipales, sin protección se formaron en apretado batallón, y se replegaron con los policías cuando la Guardia Nacional avanzó con la bayoneta calada.
Entonces, hubo un grito enorme entre la multitud, un clamor que subió hasta el cielo como llevado por el viento: ¡Viva la República!
Los policías y los municipales rodeaban el Cuerpo Legislativo; pero la multitud invasora, llegó hasta las rejas, gritando: ¡Viva la República!
¡La República! ¡Era como una visión de ensueño! ¿Iba, pues, a llegar?
Los sables de los policías vuelan por el aire, las rejas se rompen, la multitud y los guardias nacionales, entran en el Cuerpo Legislativo.
El ruido de las discusiones llega hasta el exterior interrumpido de cuando en cuando por el grito de ¡Viva la República! Los que habían entrado arrojan por las ventanas unos papeles en los que figuran los nombres propuestos para los miembros del gobierno provisional.
La multitud canta La Marsellesa. Pero el Imperio la ha profanado, y nosotros, los rebeldes, no la entonamos más.
La canción del Buenhombre pasa cortando el aire con sus vibrantes estribillos:
Buen hombre buen hombre
Afila bien tu hoz
sentimos que somos la rebelión y la deseamos.
Continuamos pasando nombres; en algunos, tales como Ferry, hay murmullos, otros dicen: “¡Qué importa! Puesto que tenemos la República, se cambiarán aquellos que no valgan nada”. Son los gobernantes los que hacen las listas. En la última están: Arago, Crémieux, Jules Favre, Jules Ferry, Gambetta, Garnier-Pagès, Glais-Bizoin, Eugène Pelletan, Ernest Picard, Jules Simon, Troche, gobernador de París.
La multitud grita: ¡Rochefort!, se le pone en la lista; es la multitud la que manda ahora.
Un nuevo clamor se eleva en el Ayuntamiento. El espectáculo era ya hermoso ante el Cuerpo Legislativo, pero lo es mucho más fuera. La multitud corre hacia el Ayuntamiento, está viviendo uno de sus días de esplendor.
El gobierno provisional está ya allí; uno solo lleva la faja roja, Rochefort, que acaba de salir de la prisión.
Más gritos de ¡Viva la República! ¡Se respira la liberación!, pensamos.
Rochefort, Eudes, Brideau, cuatro desdichados que, por los falsos informes de los agentes, fueron condenados por el asunto de La Villette (del que no sabían nada), los condenados del proceso de Blois, y algunos otros a quien perseguía el Imperio, fueron liberados.
El 5 de septiembre, Blanqui, Flotte, Rigaud, Th. Ferré, Breullé, Granger, Verlet (Henri Place), Ranvier y todos los demás aguardaban la salida de Eudes y Brideau, cuya libertad había ido a firmar Eugène Pelletan a la prisión de Cherche-Midi.
Creíamos que con la República se alcanzaría la victoria y la libertad.
A quien hubiese hablado de rendirse se le habría machacado.
París alzaba bajo el sol de septiembre quince fortalezas, semejantes a navíos de guerra tripulados por valientes marinos; ¿qué ejército de invasión osaría entrar al abordaje?
Por lo demás, en lugar de un largo asedio que padecer, habría salidas en masa; porque ya no estaba Badingue, estaba la República:
La república universal
Se alza bajo los ardientes cielos
Cubriendo los pueblos con su ala
Como una madre a sus pequeños
En el oriente blanquea la aurora
La aurora del gigantesco siglo
¡En pie! ¡Por qué seguir durmiendo!
¡En pie Pueblo, sé fuerte y grande!
El gobierno juraba que no se rendiría jamás.
Toda la gente de buena voluntad se ofrecía, abnegada hasta la muerte; hubiéramos querido tener mil existencias para ofrecerlas.
Los revolucionarios estaban en todas partes, se multiplicaban; nos sentíamos con una enorme fortaleza vital, parecía como si fuéramos la revolución misma.
Íbamos, cual Marsellesa viviente, sustituyendo a la que el Imperio había profanado.
Esto no durará, decía el viejo Miot, que se acordaba del 48.
Un día, en la puerta del Ayuntamiento, Jules Favre nos estrechó a los tres entre sus grandes brazos, a Rigaud, a Ferré y a mí, llamándonos sus queridos hijos.
Por mi parte, le conocía desde hacía mucho tiempo; había sido, como Eugène Pelletan, presidente de la Sociedad para la Educación Elemental, y en la calle Hautefeuille, donde se daban los cursos, gritábamos ¡Viva la República! mucho antes del fin del Imperio.
Pensaba todo esto durante los días de mayo, en Satory, ante la charca de sangre en la que los vencedores se lavaban las manos, único líquido que se dio a beber a los prisioneros, tendidos bajo la lluvia, en el lodo ensangrentado del patio.
2. La reforma nacional
Compañeros tenemos la República
El oscuro pasado se va a terminar
En pie todos, es la heroica hora
Bravo es aquel que sabe morir.
Louise Michel. Respublica
¿Era, entonces, el poder el que cambiaba así a los hombres de septiembre?
Ellos, a quienes tan valientes vimos ante el Imperio, estaban espantados por la revolución.
Se negaban a tomar impulso ante ese abismo que sortear; prometían, juraban, contemplaban la situación, y querían permanecer eternamente encerrados en ella. Con otros sentimientos, nosotros también nos dábamos cuenta.
Guillermo se acercaba, ¡tanto mejor! ¡París, con una salida torrencial, aplastaría la invasión! Los ejércitos de provincias se nos unirían, ¿no teníamos la República?
Y una vez reconquistada la paz, la República no sería belicosa ni agresiva contra los otros pueblos; la Internacional llenaría el mundo bajo el brote ardiente del germinal social.
Y con la profunda convicción del deber, pedíamos armas que el gobierno negaba. Quizá temía armar a los revolucionarios; quizá crecía realmente de ellas; teníamos promesas, eso era todo. Los prusianos seguían avanzando; se hallaban en el punto en que el ferrocarril cesaba de funcionar para París; más cerca, cada vez más cerca.
Pero, al mismo tiempo que los periódicos publicaban el avance de los prusianos, una nota oficial con la cifra de los aprovisionamientos tranquilizaba a la multitud.
En los parques, el Luxemburgo, el Bois de Boulogne (Bosque de Bolonia), doscientas mil ovejas, cuatrocientos mil bueyes, doce mil cerdos amontonados morían de hambre y de tristeza, ¡los pobres animales!, pero daban una visible esperanza a los ojos de quienes se inquietaban.
La provisión de harina sumada a la de los tahoneros era de más de quinientos mil quintales; había unos cien mil de arroz, diez mil de café, de treinta a cuarenta mil de carnes saladas, sin contar la enorme cantidad de artículos que hacían llegar los especuladores centuplicando el precio, y que en caso desesperado hubiesen indudablemente pasado, con las demás provisiones a la vida general.
Las estaciones, los mercados, todos los monumentos estaban llenos.
En la nueva Ópera, el grueso de cuya obra estaba acabado, el arquitecto Garnier hizo horadar la capa de cemento sobre la que se asentaban los cimientos. Una corriente que desciende de Montmartre brotó por allí: tendríamos agua.
Más hubiera valido que faltara todo: lo provisional, en sus primeros días, no habría obstaculizado el impulso heroico de París, y se hubiera podido vencer todavía al invasor.
Algunos alcaldes caminaban en la misma dirección que la población de París; Malon en Batignolles y Clemenceau en Montmartre, con Jaclard, Dereure y Lafont como adjuntos de Clemenceau, hizo por momentos temblar a la reacción.
Pero pronto se apaciguó; los más fieros corajes se volvían inútiles en los viejos engranajes del Imperio donde, con nuevos nombres se seguía machacando a los desheredados.
Los prusianos ganaban terreno; el 18 de septiembre, estaban bajo los fuertes; el 19, se establecían en la meseta de Châtillon. Pero antes que rendirse, París ardería como antaño Moscú.
Rumores de traición por parte del gobierno comenzaban a circular, solo eran unos incapaces. El poder efectuaba su eterna obra, y la seguirá efectuando siempre que la fuerza sostenga al privilegio.
Llegó el momento en que, si los gobernantes hubiesen vuelto las bocas de los cañones contra los revolucionarios, no se habrían sorprendido nada.
Pero cuanto más empeoraba la situación, mayor era el entusiasmo por la lucha.
El impulso era tan general, que todos sentían la necesidad de terminar.
Le Siêcle mismo publicó el 5 de septiembre un artículo titulado Llamamiento a los audaces, empezaba así:
Con nosotros, los audaces. En circunstancias difíciles se necesita la inteligencia pronta y las desconocidas audacias.
Con nosotros, los jóvenes. Los temerarios, los audaces indisciplinados se convierten en nuestros hombres. La idea y la acción deben ser libres. No os molestéis más, no os sometáis más, desembarazaos de una vez, de los viejos collares y de las viejas cadenas: es el consejo que daba el otro día nuestro amigo Joigneaux, y este consejo es la salvación.
Los audaces acudieron en masa, no era preciso llamarles, ¡era la República! Pronto, el lento funcionamiento de las administraciones, las mismas que bajo el Imperio, lo paralizaría todo.
Nada había cambiado, puesto que todos los engranajes solo tuvieron nombres nuevos; tenían una careta, eso era todo.
Las municiones falsificadas, los suministros por escrito, la falta de todo lo que era de primera necesidad para el combate, la ganancia escandalosa de los abastecedores, el armamento insuficiente... No cabía duda alguna: era la misma cosa.
Según el testimonio del ministro de la Guerra, el único batallón totalmente armado era el de los empleados de los ministerios.
“No me hablen ustedes de esa estupidez”, decía el general Guyard refiriéndose a los que se cargaban por la culata.
Cierto es que los peores hubiesen valido, utilizados en el arrebato de la desesperación por hombres decididos a reconquistar su libertad.
Jeliz Pyat, demasiado suspicaz (aunque pagado para serlo), y los evadidos de junio y de diciembre revivían los días pasados; los revolucionarios, queriendo prescindir del gobierno para vencer, se dirigían sobre todo al pueblo de París en los comités de vigilancia y los clubes.
Estrasburgo, cercada el 13 de agosto, no se había rendido aún el 18 de septiembre. Estando ese día en el París más angustiado, al sentir la agonía de Estrasburgo que herida, bombardeada por todas partes, no quería morir; se nos ocurrió a algunos, mejor dicho a algunas, pues la mayoría éramos mujeres, conseguir armas y marchar por encima de todo a ayudar a Estrasburgo a defenderse o a morir con ella.
Nuestro pequeño grupo partió en dirección al Ayuntamiento gritando: “¡A Estrasburgo, a Estrasburgo! ¡Voluntarios para Estrasburgo!”.
A cada paso se nos unían nuevos manifestantes; las mujeres y los jóvenes, estudiantes en su mayoría, predominábamos.
Pronto hubo un considerable gentío.
En las rodillas de la estatua de Estrasburgo había un libro abierto, en el que firmamos nuestro alistamiento voluntario.
De allí, en silencio, nos dirigimos al Ayuntamiento. Éramos ya un pequeño ejército.
Un buen número de maestras acudieron; habían algunas de la calle del Faubourg-du-Temple a las que he vuelto a ver después, y allí encontré por primera vez a la señora Vincent, que quizá conservó de aquella manifestación la idea de las agrupaciones femeninas.
Delegaron en Andrée Leo y en mí para pedir armas.
Para nuestra sorpresa, fuimos recibidas sin dificultad, y creímos aceptada la petición, cuando, tras habernos conducido a una sala grande en el que solo había unos bancos, nos cerraron la puerta.
Había ya allí dos presos, un estudiante que había ido a la manifestación y que se llamaba, creo, Senart, y una anciana que, al atravesar la plaza, llevando en la mano el aceite que acababa de comprar, había sido detenida sin que ella supiera por qué, como tampoco lo sabían aquellos que la habían encerrado. Temblaba tanto que derramaba el aceite alrededor de ella mojando su vestido.
Al cabo de tres o cuatro horas, un coronel vino para interrogarnos; pero no quisimos contestar nada antes de que pusieran en libertad a la pobre anciana. Su terror y la aceitera vacilante en sus manos eran prueba más que suficiente de que no había acudido a ninguna manifestación.
Acabamos por entendernos y salió temblándole las piernas, tratando de no dejar caer la alcuza cuyo aceite seguía derramándose.
Entonces procedieron a interrogarnos, y como aprovecháramos la ocasión para exponer nuestra demanda de armas para nuestro batallón de voluntarios, el oficial, que no parecía comprender, exclamó estúpidamente: “¿Y qué puede importarles que caiga Estrasburgo, si no están ustedes allí?” Era un hombre gordo, de cara regular y boba, ancho de hombros, bien plantado, un ejemplar dorado con grado de coronel.
No había otra cosa que contestar sino mirarle de frente.
Y como dije en vox alta el número de su quepis, comprendió quizá lo que acababa de decir y se marchó.
Algunas horas más tarde, un miembro del gobierno que llegó al Ayuntamiento hizo que nos pusieran en libertad al estudiante, a Andrée Leo y a mí.
Mitad por la fuerza, mitad con mentiras, dispersaron la manifestación.
Aquel mismo día sucumbía Estrasburgo.
Se hablaba mucho del ejército del Loira. Guillermo, decían, iba a encontrarse atrapado entre aquel ejército y una formidable salida de los parisinos.
La confianza en el gobierno disminuía día a día; se le juzgaba incapaz, por lo demás como todo gobierno, pero se contaba con el empuje de París.
Mientras tanto, cada uno encontraba tiempo para ejercitarse en el tiro en las barracas. Llegué a ser muy diestra, lo que pudimos comprobar más tarde en las compañías de marcha de la Comuna.
París, queriendo defenderse, vigilaba ella misma.
El consejo federal de la Internacional tenía su sede en la Corderie du Temple. Allí se reunían los delegados de los clubes, y así se formó el Comité Central de los veinte distritos, que a su vez creó en cada distrito comités de vigilancia formados por entusiastas revolucionarios.
Uno de los primeros actos del Comité Central fue exponer al gobierno la voluntad de París. Estaba expresada en pocas palabras en un cartel rojo que arrancaron en el centro de París los agentes del orden, aclamado en los suburbios y estúpidamente atribuido por el gobierno a agentes prusianos; para ellos era una obsesión. He aquí el cartel:
¡RECLUTAMIENTO EN MASA!
¡ACELERACIÓN DE LA ENTREGA DE ARMAS!
¡RACIONAMIENTO!
Los firmantes eran Avrial, Beslay, Briosne, Chalain, Combault, Camélinat, Chardon, Demay, Duval, Dereure, Frankel, Th. Ferré, Flourens, Johannard, Jaclard, Lefrançais, Langevin, Longuet, Malon, Oudet, Pottier, Pindy, Ranvier, Régère, Rigaud, Serrailler, Tridon, Theisz, Trinquet, Vaillant, Varlin y Vallès.
En respuesta al cartel que era la voluntad real de París, se difundieron rumores de victoria como bajo el Imperio, anunciando la próxima llegada del ejército del Loira.
Lo que llegó no fue el ejército del Loira, sino la noticia de la derrota de Bourget y de la rendición de Metz por el mariscal Bazaine, que entregaba al enemigo una plaza de guerra que nadie había podido tomar, con los fuertes, las municiones y cien mil hombres, dejando al norte y al este sin defensa.
El 4 de septiembre, cuando Andrée Leo y yo recorríamos París, una señora que nos invitó a subir en su coche, nos contó que el ejército carecía de víveres, de municiones, de todo, respondiendo por adelantado a la acusación que debía ser formulada después de la toma de Metz, y nos aseguró que Bazaine no traicionaría jamás. Era su hermana.
Quizá fue más cobarde que traidor; el resultado es el mismo.
El periódico Le Combat, de Félix Pyat, anunciaba el 27 de octubre la rendición de Metz. La noticia, decía, procedía de fuente segura; en efecto, procedía de Rochefort que, impuesto por la multitud al gobierno el 4 de septiembre, no podía traicionar callándose, y se lo había dicho a Flourens, comandante de los batallones de Belleville. Este se lo transmitió a Félix Pyat, que lo publicó en Le Combat.
Enseguida se desmintió la noticia y las prensas del Combat destrozadas por gentes de orden; pero cada instante aportaba nuevas pruebas. Tampoco Pelletan había guardado silencio respecto a la rendición de Metz.
Los otros miembros de la Defensa Nacional, hipnotizados por su perverso genio, el enano foutriquet,[34] que volvía a París después de haber preparado la rendición en todas las cortes de Europa, seguían negándolo, desconcertados entre la derrota y la marea popular.
En el Journal Officiel apareció una nota en la que casi se anunciaba que se iba a hacer comparecer a Félix Pyat ante un consejo de guerra.
He aquí la nota, fechada el 28 de octubre de 1870:
El gobierno ha tenido la deferencia de respetar la libertad de prensa. A pesar de los inconvenientes que puede a veces ocasionar en una ciudad asediada, el gobierno hubiese podido, en nombre de la salud pública, suprimirla o restringirla. Ha preferido remitirse a la opinión pública, que es su verdadera fuerza. A ella denuncia las siguientes líneas odiosas y que aparecen escritas en el periódico Le Combat, dirigido por el señor Félix Pyat:
La rendición de Bazaine, hecho cierto, seguro y verdadero que el gobierno de la Defensa Nacional retiene en cuanto a él como un secreto de Estado y que sometemos a la indignación de Francia como hecho de alta traición.
El Mariscal Bazaine ha enviado un coronel al rey de Prusia para tratar la rendición de Metz y de la paz, en nombre de Su Majestad el emperador Napoléon III. (Le Combat)
El autor de esta infame calumnia no se ha atrevido a publicar su nombre, y ha firmado: Le Combat. Es indudablemente el combate de Prusia contra Francia, ya que a falta de una bala que llegue al corazón del país, dirige contra quienes lo defienden, una doble acusación tan infame como falsa; afirma que el gobierno engaña al pueblo, ocultándole importantes noticias y que el glorioso soldado de Metz deshonra a su país con una traición.
Desmentimos absolutamente esas dos invenciones.
Denunciadas ante un consejo de guerra, expondrían a su autor al castigo más severo. Creemos más eficaz el de la opinión, que condenará como lo merecen a esos pretendidos patriotas cuyo oficio es sembrar la desconfianza frente al enemigo y arruinar con sus mentiras la autoridad de los que le combaten.
Desde el 17 de agosto, ningún parte directo del mariscal Bazaine ha podido franquear las líneas. Pero sabemos que, lejos de pensar en la felonía que sin rubor se le imputa, el mariscal no ha cesado de hostigar al enemigo con brillantes incursiones.
El general Bourbaki ha podido escaparse, y sus relaciones con la delegación de Tours, así como aceptar de un importante mandato, demuestran de manera suficiente las noticias inventadas que exponemos a la indignación de toda la gente honrada.
Al día siguiente, el 29, la declaración del gobierno, insertada en Le Combat, iba seguida de esta nota:
Es el ciudadano Flourens quien me ha puesto en antecedentes, por la propia salud del pueblo, del plan Bazaine, y me ha dicho que ha sido informado directamente por el ciudadano Rochefort, miembro del gobierno provisional de la Defensa Nacional, Félix Pyat.
Ya no se trataba solamente del plan Trochu, depositado, según la canción y según la historia también, en el despacho del maestro Duclou, su notario, sino además del plan Bazaine, que consistía en abandonar todo.
Un parte oficial fijado en París el 29 de octubre anunciaba con infinitas precauciones la toma de Le Bourget, y ante el informe, firmado Schmidt, los policías podían oír las reflexiones de los parisinos poco favorables al gobierno.
Los imbéciles pretendían que el parte era falso, y la gente de orden se apresuraba, para ganar tiempo, a apoyar esa insensata opinión. El 30 por la tarde, un nuevo parte confesaba casi tal como había sido la matanza de Le Bourget.
A la mañana siguiente, leíamos este cartel:
El señor Thiers ha llegado hoy a París, y se ha trasladado inmediatamente al Ministerio de Asuntos Exteriores dando cuenta al gobierno de su misión. Gracias a la fuerte impresión producida en Europa por la resistencia de París, cuatro grandes potencias neutrales, Inglaterra, Suiza, Austria e Italia se han adherido a una idea común. Proponen a los beligerantes un armisticio que tendría por objeto la convocatoria de una asamblea nacional.
Queda entendido que tal arministicio debería tener como condición el avituallamiento, en proporción a su duración, para el país entero.
El Ministerio de Asuntos Exteriores encargado interinamente del ministerio del Interior.
Jules Favre
La noticia seguía con la capitulación de Metz y el abandono de Le Bourget.
No podíamos, dice Jules Favre, en su Histoire de la Défense Nationale,[35] retrasar la divulgación de las dos primeras noticias. Anunciada la llegada del señor Thiers, había que decirle al público lo que iba a hacer en Versalles.
La evacuación de Le Bourget se había sabido en París desde la mañana del 30; por la tarde, todos los parisinos la conocían. La duda solo se permitía en cuanto a Metz; no poseíamos un informe oficial, pero desgraciadamente no podíamos dudar. Nos pareció que no teníamos derecho a guardar silencio. Con él hubiésemos dado la razón a las calumnias del periódico Le Combat. De acuerdo con nuestra decisión, El Officiel del 31 publicaba lo siguiente:
El gobierno acababa de enterarse de la dolorosa noticia de la rendición de Metz. El mariscal Bazaine y su ejército han tenido que rendirse después de heroicos esfuerzos, que la carencia de víveres y de municiones no les permitía continuar; son prisioneros de guerra.
Este triste final de una lucha de casi tres meses causará en toda Francia una profunda y penosa emoción, pero no abatirá nuestro valor. Llena de agradecimiento por los bravos soldados, por la generosa población que ha combatido palmo a palmo por la patria, la villa de París querrá ser digna de ellos, apoyada en su ejemplo y en la esperanza de vengarlos.
Finalmente, el parte militar anunciaba en los siguientes términos el desastre y retirada de Le Bourget.
30 de octubre, 1:30 de la madrugada
Le Bourget, pueblo situado delante de nuestras líneas, que había sido ocupado por nuestras tropas, fue cañoneado durante todo el día de ayer sin éxito para el enemigo.
Esta mañana a temprana hora, masas de infantería calculadas en más de dieciocho mil hombres se han presentado de frente con numerosa artillería, en tanto que otras columnas han rodeado el pueblo, procedentes de Dugny y Blanc-Mesnil.
Cierto número de hombres que estaban en la parte norte de Le Bourget han quedado separados del cuerpo principal y han caído en poder del enemigo. No se conoce exactamente el número, que se precisará mañana.
El pueblo de Drancy, ocupado desde hacía tan solo veinticuatro horas, ya no se encontraba resguardado por su izquierda y ha faltado tiempo para ponerlo en estado de respetable defensa.
Se ha ordenado la evacuación para no comprometer a las tropas que allí se hallaban.
El pueblo de Le Bourget no formaba parte de nuestro sistema general de defensa, su ocupación era de una importancia muy secundaria y los rumores que atribuyen gravedad a los incidentes que se acaban de exponer son exagerados.[36]
Adornada con todo este riego de agua bendita es como confesó la catástrofe. De los feroces tribunos que combatían al Imperio no quedaba nada: se habían metido como ardillas en la jaula donde antes que ellos otros corrían, haciendo girar inútilmente la misma rueda que otros habían hecho girar antes que ellos, y que otros harán girar después.
Esta rueda es el poder, aplastando eternamente a los desheredados.
3. El 31 de octubre
La confianza ha muerto en el fondo de los bravíos corazones
Hombre tu mientes, sol, cielos vosotros mentís
Soplad vientos de la noche, llevaos, llevaos
El honor y la virtud, esa sombría quimera.
Victor Hugo
Las noticias de las derrotas, el increíble misterio con que el gobierno había querido ocultarlas, la decisión de no rendirse nunca y la certidumbre de que la rendición se preparaba en secreto, causaron el efecto de una gélida corriente precipitándose en un volcán en combustión. Se respiraba fuego, humo ardiente.
París, que no quería ni rendirse ni ser entregado y que estaba harto de los embustes oficiales se alzó.
Entonces, del mismo modo que se gritaba el 4 de septiembre: ¡Viva la República!, se gritó el 31 de octubre: ¡Viva la Comuna!
Los que el 4 de septiembre se habían dirigido a la Cámara marcharon hacia el Ayuntamiento. A veces, en el camino, se encontraban algún borreguil rebaño, contando que el ejército prusiano había estado a punto de ser cortado en dos o tres partes, ya no sé bien por quién; o bien lamentando que los oficiales franceses no hubiesen conocido un sendero por el cual llegar derechos al corazón del enemigo. Otros todavía agregaban; tenemos todas las carreteras. En cuanto a las tres partes, se trataba de tres ejércitos alemanes, y eran estos los que controlaban todas las carreteras.
Algunos papanatas arrastrados por soplones seguían gritando ante los carteles del gobierno que eran partes falsos fabricados por Félix Pyat, Rochefort y Flourens para generar desconcierto y provocar los motines antes el enemigo, que desde el comienzo de la guerra, era, y fue todo el tiempo que duró, la frase dedicada a estorbar a la resistencia y a reprimir todos los impulsos generosos.
Las diversas corrientes seguían la marcha hacia el Ayuntamiento. Llegada de todas partes, empujando a los papanatas y a los soplones la marea humana crecía.
La Guardia Nacional se concentraba ante la reja, y a través de la multitud se paseaban unos carteles en los que se leía:
ARMISTICIO NO
LA COMUNA
RESISTENCIA HASTA LA MUERTE
¡VIVA LA REPÚBLICA!
La multitud aplaudía y a veces, presintiendo al enemigo, lanzaba en clamores formidables, el grito de: ¡Abajo Thiers! Hubiérase dicho que aullaba a la muerte. Muchos de los que habían sido engañados gritaban más fuerte que los otros: ¡Traición! ¡Traición!
Los primeros delegados fueron rechazados con los acostumbrados juramentos de que París no se rendiría jamás.
Trochu trató de hablar, afirmando que no quedaba más que derrotar y echar a los prusianos con el patriotismo y la unión.
No le dejamos proseguir, y siempre, como en el 4 de septiembre, un solo grito se elevaba hacia el cielo: ¡La Comuna! ¡Viva la Comuna!
Un enorme empujón precipita a los manifestantes sobre el Ayuntamiento, donde los guardias móviles bretones estaban agolpados en las escaleras. Lefrançais se mete como una cuña por en medio de ellos, y el viejo Beslay, haciendo subir a sus hombros a Lacour, de la cámara sindical de los encuadernadores, le hace pasar por una pequeña ventana que había cerca de la puerta principal; unos voluntarios de Tibaldi se precipitaban, se abre la puerta y engulle a toda la multitud que puede caber.
Alrededor de la mesa, en la gran sala, estaban Trochu, Jules Favre y Jules Simon, a quienes seriamente unos hombres del pueblo pedían cuentas por la cobardía del gobierno.
Trochu, con frases interrumpidas por gritos de indignación, explicó que dadas las circunstancias había sido ventajoso para Francia abandonar las plazas tomadas en la víspera por el Ejército alemán.
El obstinado bretón proseguía a pesar de todo, cuando de repente palideció; acababan de pasarle un papel en el cual estaban escritas las voluntades del pueblo:
Dimisión del gobierno.
La Comuna.
Resistencia hasta la muerte.
Amnistía no.
¡Es el fin de Francia! — dijo Trochu profundamente convencido.
Comprendía al fin lo que desde hacía varias horas no cesaban de repetirle: la dimisión del gobierno de Defensa Nacional.
En aquel momento, Trochu se quitó una condecoración y se la dio a un oficial de los móviles[37] bretones.
¡Esto es una señal! — exclamó Cipriani, el compañero de Flourens.
Sintiéndose descubierto Trochu miró en torno suyo y pareció tranquilizarse al ver que los reaccionarios comenzaban a deslizarse en gran número.
Los miembros del gobierno se retiraron para deliberar y, a petición suya, Rochefort consintió en anunciar el nombramiento de la Comuna, puesto que nadie les creía ya. Se situó en una de las ventanas del Ayuntamiento, anunció a la multitud la promesa del gobierno, depositó su dimisión sobre la mesa y algunos revolucionarios se lo llevaron a Belleville donde decían reclamarle.
Alrededor de Trochu se alineaban los bretones, ingenuos y obstinados como él, custodiándolo, como hubieran hecho con una virgen de las landas de Armórica; esperaban sus órdenes, pero Trochu no dio ninguna.
Mientras tanto, algunos miembros del gobierno, contando con la buena fe de Flourens y de los guardias nacionales, salieron con diversos pretextos y para traicionar emplearon útilmente el tiempo.
Picard hacía tocar a formación, y el batallón 106 de la Guardia Nacional, compuesto por entero de reaccionarios, acudió al mando de Ibos, cuyo valor era digno de mejor causa, a formarse junto a la reja del Ayuntamiento.
Como el 106 gritara: ¡Viva la Comuna!, le dejaron entrar.
Pronto, cuarenta mil hombres rodearon el Ayuntamiento y, “para evitar un conflicto”, dijo Jules Ferry, habiéndose establecido los acuerdos, las compañías de Flourens debían retirarse.
Menos ingenuo que los otros, el capitán Greffier había detenido a Ibos, pero Trochu, Jules Favre y Jules Ferry, dando de nuevo su palabra para el nombramiento de la Comuna, prometieron además que se garantizaría la libertad de todos, cualquiera que fuese el resultado de los acontecimientos.
Los miembros del gobierno que habían quedado en el Ayuntamiento se agruparon en el hueco de una ventana desde donde se veían alineados a los hombres del batallón 106.
En ese momento, Millière pensó en que probablemente era una traición y quiso llamar a los guardias nacionales de los suburbios, puesto que habían dado su palabra. Millière se dejó convencer y disolvió su batallón que había ido a formarse a la ribera.
La multitud se había calmado ante el cartel que se estaba pegando y en el que se anunciaba el nombramiento de la Comuna por vía de elección. Aquellos que, confiados, regresaron a sus casas, se enteraron a la mañana siguiente con estupor de la nueva traición del gobierno.
Ferry, que había ido a reunirse con Picard, volvió a la cabeza de numerosas columnas que se situaron en orden de batalla.
Al mismo tiempo, por el subterráneo que comunicaba el cuartel Napoléon con el Ayuntamiento iban llegando nuevos refuerzos de móviles bretones. Trochu lo había dicho, iban a:
El señor de Charette ha dicho a los de nuestra casa Venir todos; Hay que combatir a los lobos.
Habiéndose apagado el gas para la emboscada, los bretones con la bayoneta calada, se deslizaban por el subterráneo, en tanto que los batallones del orden mandados por Jules Ferry entraban por la verja.
Blanqui, no sospechando que se pudiera faltar así a la palabra, hizo entregar a Constant Martin la orden de instalar en la alcaldía del primer distrito al doctor Pilot en sustitución del alcalde Tenaille-Saligny. En la puerta de la alcaldía, un soldado la atraviesa con la bayoneta; Constant Martin levanta el fusil y entra con sus amigos. En el salón del consejo, Méline, horrorizado, va a buscar al alcalde, no menos aterrado, y entrega los sellos y la caja fuerte a los enviados de Blanqui. Pero por la tarde la alcaldía estaba retomada. Blanqui y Millière salieron también, puesto que el gobierno no se atrevía a mostrar su desprecio a la palabra dada. La misma noche del 31 de octubre tuvo lugar en la Bolsa una reunión de los oficiales de la Guardia Nacional, para tratar los acontecimientos de los tres últimos días.
Como desde fuera gritaban: ¡Todos los oficiales a sus puestos!, un hombre que llevaba el cartel blanquista corrió a la oficina anunciando que en París se tocaba a generala. El cartel era el decreto de convocatoria para la mañana siguiente, con el fin de nombrar la Comuna.
—¡Viva la Comuna! gritaron los guardias nacionales presentes. —Mas hubiera valido, dijo una voz, la Comuna revolucionaria nombrada por la multitud.
—¡Qué importa! exclamó Rochebrune, con tal de que permita a París defenderse de la invasión.
Expresó entonces la idea, que Lulier proponía unas semanas antes, de que con París cercado no habría, en cualquier punto del recinto, más que algunos miles de hombres, con lo que una salida de doscientos mil hombres debía y podía servir para triunfar.
Se oyeron aclamaciones. Acababan de nombrar a Rochebrune general de la Guardia Nacional; pero él exclamó:
—¡La Comuna primero!
Entonces, un recién llegado se lanza a la tribuna, cuenta que el batallón 106 había liberado al gobierno, que el cartel es mentira, que la Defensa Nacional ha mentido, que más que nunca el plan de Trochu era el que regulaba la marcha y el orden de las derrotas y que París más que nunca, debía velar por sí misma más para no ser entregada. Gritamos: ¡Viva la Comuna!
Un hombre gordo que esperaba no se sabía qué en la plaza se mezcló con los guardias nacionales y trató de exponer su opinión: —Siempre hacen falta jefes, dice, siempre se necesita un gobierno que os dirija.
Debe ser un orador de la reacción, no tenemos otra cosa mejor que hacer que escucharle.
Sí. El cartel era mentira, el gobierno había mentido.
París no nombraba su Comuna.
Todos los que la víspera habían sido aclamados eran objeto de acusación: Blanqui, Millière, Flourens, Jaclard, Vermorel, Félix Pyat, Lefrançais, Eudes, Levrault, Tridon, Tanvier, Razoua, Tibaldi, Goupil, Pillot, Vésinier, Régère, Cyrille, Maurice Joly y Eugène Chatelain.
Algunos estaban ya presos. Félix Pyat, Vésinier, Vermorel, Tibaldi, Lefrançais, Goupil, Tridon, Ranvier, Jaclard y Bauer estaban ya detenidos; las prisiones se llenaban, contando en ellas, entre los revolucionarios un buen número de pobre gente detenidos como siempre por desdén, y que no habían hecho nada, esos tristes figurantes no faltan nunca en todas las revueltas. Algunos de ellos aprenden allí por qué hay rebeldes.
El asunto del 31 de octubre fue formulado así por los jueves al servicio de la Defensa Nacional:
Un atentado, cuyo objeto era incitar la guerra civil armando a los ciudadanos los unos contra los otros; incluyendo secuestro arbitrario y amenazas con condiciones.
Entonces, ¿va a volver el Imperio?, preguntaban los ingenuos. Jamás había desaparecido; sus leyes no han dejado aún de existir, e incluso se han agravado, pero el retroceso de las olas hace más terribles las tempestades.
Los jueves encargados del expediente del 31 de octubre eran Quesenet, antiguo juez del Imperio, y Henri Didier, fiscal de la República.
Leblond, fiscal general —aquel mismo Leblond que había defendido a uno de los acusado del Alto Tribunal de Blois—, casi se recusó, es cierto, diciendo que él no era sino el mandatario de Jules Favre y de Emmanuel Arago.
Edmond Adam, prefecto de policía, presentó su dimisión, al no querer llevar a cabo las detenciones que se le habían ordenado.
En el Ayuntamiento, los móviles bretones, con sus ojos azules fijos en el vacío, se preguntaban si el señor Trochu desembarazaría pronto a Francia de los criminales que tantos desastres causaban, con el fin de que les fuese permitido ver de nuevo el mar, las rocas de granito, tan duras como su cráneo, las landas donde retozan los poulpiquets,[38] y poder bailar en las romerías cuando Armor está en fiestas.
4. Del 31 de octubre al 22 de enero
Aquí están cubiertos con el sudario del Imperio
Sepultándose y Francia con ellos
Y el enano foutriquet, el gnomo fatídico
Cosiendo el horrible velo con sus repugnantes dedos
Louise Michel Les spectres (Los espectros)
Sí, ¡en efecto era el Imperio!, con las prisiones llenas, el temor y las delaciones a la orden del día, y las derrotas convertidas en victorias en los carteles.
Las salidas prohibidas; el nombre del viejo Blanqui agitado como un esperpento ante la estupidez humana.
Los generales, tan lentos durante la invasión, apresurándose a amenazar a la multitud.
Junio y diciembre en el horizonte, más espantosos que en el pasado.
Jules Favre, a quien no se puede acusar de falsear el cuadro con propósitos revolucionarios, refiere así la situación de cara al ejército:
El general Ducrot, que ocupaba (el 31 de octubre) la puerta Maillot, enterado del fracaso del gobierno, no esperó las órdenes, su tropa tomó las armas, enganchó sus cañones, y se puso en marcha hacia París, no se retiró hasta que terminó todo.[39]
Ducrot no se retrasó esta vez; claro que se trataba de la multitud.
Jules Favre, en el mismo libro, dice a propósito de la teoría sostenida por Trochu en cuanto a las plazas abandonadas por el ejército.
Por lo que se refiere a la pérdida de Le Bourget, el general declaró que la plaza no tenía ninguna importancia militar, y que la población de París se había impresionado muy inoportunamente. La ocupación del pueblo se había realizado sin ser ordenada y en contra del sistema general dispuesto por el gobierno de París y el comité de la Defensa. De todos modos, hubiéramos tenido que retirarnos.[40]
Se trataba del mismo Jules Favre que, bajo el Imperio, había dicho osadamente: “Este proceso puede ser considerado como un fragmento de un espejo roto en el que el país puede verse por entero (se refería a las corrupciones del régimen imperial); pero ningún hombre se resiste al poder, tiene que caer”.
La República de septiembre recurría a los plebiscitos. Ahora bien, todo plebiscito, gracias al temor y a la ignorancia, da siempre la mayoría contra el derecho, es decir al gobierno que lo convoca.
Los soldados, los marineros, los refugiados de los alrededores de París votaron militarmente, y quizá agregaron los trescientos mil parisinos que se abstuvieron, con lo que la Defensa Nacional contó 321.373 síes.
Los rumores de victoria no cesaban. El general Cambriel había realizado tantas hazañas que no creíamos ni una sola.
Se decía que los malhechores del 31 de octubre se habían llevado del Ayuntamiento los objetos de plata y los sellos del Estado.
Después del plebiscito del 3 de noviembre, el gobierno anunció que iba a cumplir sus promesas y a proceder a unas elecciones municipales.
Mientras tanto, los detenidos del 31 de octubre seguían en prisión; pero cuando comparecieron tres meses después ante un consejo de guerra, hubo que absolver a todos los presentes. Habiéndoles reprochado la acusación el “haber sido adversarios del Imperio”, esta imputación cayó por sí sola, desde el momento en que se consideraba vivir en república. Esta vez se les olvidó Constant Martin; se desquitarían veintiséis años después.
Una parte de los inculpados fueron elegidos como protesta, para las diversas alcaldías de París, y los alcaldes y los adjuntos republicanos fueron reelegidos.
Hubo en las diversas alcaldías, como alcaldes o adjuntos: Ranvier, Flourens, Lefrançais, Dereure, Jaclard, Millière, Malon, Poirier, Héligon, Tolain, Murat, Clemenceau y Lafont (Ranvier, Flourens, Lefrançais, Millière y Jaclard seguían presos).
En Montmartre, alcaldía, comités de vigilancia, clubes y vecinos eran, con Belleville, el terror para la gente de orden.
Se acostumbraba en los barrios populares a no hacer demasiado caso a los gobernantes; la guía era la libertad, y no se apagaría.
En los comités de vigilancia se reunían los hombres absolutamente devotos a la revolución, que estaban de antemano condenados a la muerte. Allí se templaban los valientes.
Nos sentíamos libres, considerando a la vez el pasado sin copiar demasiado el 93, y el porvenir sin temor a lo desconocido.
Se iba por atracción puesto que había armonía de carácteres: ¡los entusiastas y los escépticos, fanáticos todos de la revolución; la queríamos bella, idealmente grande!
Una vez reunidos en el 41 de la calle Clignancourt, donde nos calentábamos con más frecuencia con el ardor de las ideas que con el de la leña o del carbón, arrojando solo en las grandes ocasiones cuando se recibía a algún delegado, un diccionario o una silla a la chimenea; nos costaba siempre trabajo salir de allí.
A eso de las cinco o las seis de la tarde, llegaban todos, se resumía el trabajo realizado en el día y el que se tenía que hacer al siguiente, se charlaba y, aprovechando hasta el último minuto, todos marchábamos a las ocho a nuestro respectivo club.
A veces aparecíamos, varios juntos, en algún club reaccionario con el fin de hacer propaganda republicana.
En el comité de vigilancia de Montmartre y en la Patria en Peligro he pasado los mejores momentos durante el asedio. Vivíamos un poco adelantados, con la alegría de sentirnos en nuestro elemento en medio de la intensa lucha por la libertad.
Varios clubes estaban presididos por miembros del comité de vigilancia. El de la Reine-Blanche lo estaba por Burlot, otro por Avronsart, el de la sala Perot por Ferré y el de la justicia de paz por mí. A estos dos últimos los llamaban clubes de la Revolución “distrito de Grandes Carrières”, apelativo especialmente desagradable para quienes se imaginaban revivir el 93.
Entonces, la palabra presidir no se entendía como una función honorífica, sino por la aceptación, ante el gobierno, de responsabilidad, lo que se traducía en prisión, y por el deber de permanecer en el puesto manteniendo la libertad de reunión, a pesar de los batallones reaccionarios que llegaban hasta el despacho amenazando e injuriando a los oradores.
Ponía generalmente cerca de mí, sobre la mesa una pequeña y vieja pistola, sin gatillo, que hábilmente colocada y oportunamente esgrimada detuvo con frecuencia a la gente del orden que llegaba golpeando el suelo con las culatas de sus fusiles con bayonetas.
Los clubes del Barrio Latino y los de los distritos populares estaban de acuerdo.
Un joven decía el 13 de enero, en la calle de Arras: “La situación es desesperada, pero la Comuna recurrirá al valor, a la ciencia, a la energía, a la juventud. Rechazará a los prusianos con una indomable energía, pero si aceptan la República social, les tenderemos la mano y marcaremos la era del bienestar de los pueblos”.
Pese a la insistencia de París en reclamar incursiones, hasta el 19 de enero el gobierno consintió en que la Guardia Nacional intentara recuperar Montretout y Buzenval.
Al principio, estas plazas fueron tomadas; pero los hombres, metidos hasta los tobillos en el barro, no pudieron subir las piezas a las colinas, y hubo que replegarse.
Allí se quedaron entregando generosamente su vida centenares de guardias racionales, hombres del pueblo, artistas, jóvenes. La tierra bebió la sangre de esta primera hecatombe parisina, y debió saturarse.
Dejemos relatar a Cipriani, que formaba parte del 19º regimiento mandado por Rochebrune, la batalla de Montretout:
Salimos de París, dice, al amanecer del 18, y por la tarde acampamos en los alrededores de Montretout.
El 19, a las cinco de la mañana, después de haber comido un pedazo de pan y bebido un vaso de vino, nos pusimos en marcha hacia el campo de batalla. A las siete, estábamos en línea.
Combatíamos desde hacía dos horas.
Rochebrune se adelanta rápidamente en lo más álgido del combate, un batallón mandado por De Boulen quedó en la granja de la Fouilleuse, y dos compañías se situaron en el pabellón de Chayne; en tanto que el resto del regimiento se portó en primera línea valerosamente. Se luchó todavía durante dos horas. Entonces, Rochebrune, volviéndose a mí, me dijo:
—Vaya usted a buscar al batallón que ha quedado en la Fouilleuse.
Al llegar a aquel lugar, comuniqué la orden al mayor De Boulen.
—Necesito, respondió, una orden del comandante mayor para avanzar.
—¡Cómo!, exclamé, su coronel lo pide porque el combate lo exige, ¿y usted se niega?
—No puedo, dijo.
Tuve que llevar esta cobarde respuesta a Rochebrune, quien, al oírla, se mordió las manos de rabia exclamando: ¡Traición, por todas partes!, y subiendo al muro que cerraba aquel lado, mandó que lo siguiéramos. Pero en ese mismo instante cayó mortalmente herido.
He tomado parte en varias batallas, pero en ninguna he visto soldados en tan grave peligro, como a los valientes guardias nacionales en aquella jornada el 19 de enero.
Eran ametrallados de frente por los prusianos, detrás por Mont-Valérien que disparaba sus obuses sobre nosotros creyendo apuntar al ejército enemigo. Allí se había encerrado el famoso gobernador de París que no se rinde. Por la derecha, éramos ametrallados además por una lotería francesa emplazada en Rueil, que había encontrado la forma de tomarnos por prusianos.
A pesar de todo esto, ni siquiera uno se movía de su lugar, y cuando agotaban sus cartuchos cogían los de los muertos.
A las cuatro de la tarde, como combatíamos desde las nueve, llegó una orden de Ducrot de batirnos en retirada.
Nos negamos, continuando con el tiroteo hasta las diez de la noche. Hubiésemos podido continuar, ya que los primeros que se habían ido, no tenían el menor deseo de sorprendernos. Así pues, aquel 19 de enero, de no haber sido por la traición o la imbecilidad, la brecha estaría abierta, París despojado y Francia liberada.
Trochu, Ducrot, Vinoy y tutti quanti no lo han querido —la República victoriosa hubiese relegado al pasado las esperanzas del Imperio y demostrado para siempre la incapacidad de los generales de Napoléon III. Para una restauración imperial era preciso que se hundiera la República, y eso fue lo que se intentó.
Durante todo el tiempo que duró la batalla de Montretout, vi a Ducrot escondido detrás de un muro, con un sacerdote al lado, y delante de ellos, tendido a sus pies, un negro a quien un obús del Mont-Valérien había arrancado la cabeza.
Esta batalla costó la vida a unos cuantos miles de hombres.
A eso de las once de la noche, los restos del 19º regimiento se ponían en marcha hacia París para el entierro de Rochebrune.
La noticia de la derrota de Montretout había agitado a los parisinos hasta tal punto que el valiente Trochu no se atrevió a volver a aparecer. Vinoy ocupó su lugar.
Al día siguiente, 20 de enero, nos convocaron en el bulevar Richard-Lenoir, para asistir a los funerales de nuestro pobre amigo Rochebrune.
Por todas partes se oía, que era preciso desembarazarse de quienes hasta el momento nos habían traicionado.
Se hablaba de apoderarse del cadáver de Rochebrune y marchar al Ayuntamiento.
Faltó tiempo para avisar a los miembros de la Legión Garibaldina, de la Liga Republicana y de la Internacional, diseminados por todos los batallones de la Guardia Nacional. Un puñado de hombres decididos se hallaba en el lugar de la cita, pero un puñado insuficiente tanto más cuanto que aquellos en los que la multitud confiaba estaban en prisión.
El entierro de Rochebrune se realizó, pues, sin ningún incidente, de no ser que me topé con Boulen, quien al verme quiso estrecharme la mano, llamándome valiente, cosa que rechacé, contestándole:
—Puede que lo sea, pero no puede saberlo, porque usted se escondió. Es usted un traidor.
Para no hablar ya más de este miserable, diré solo, que unos días después le encontré de nuevo. Con enorme estupor por mi parte, le vi condecorado con la Legión de Honor y con el grado de coronel: era el precio de su traición.
Hubo otro también condecorado: el capitán D..., que no apareció en todo el tiempo que duró la batalla.
He aquí los dos únicos cobardes que hubo en Montretout, a los que se les nombró además como caballeros de la Legión de Honor”.
Amilcare Cipriani
En Montretout mataron, entre otros, a Gustave Lambert, que poco tiempo antes de la guerra estaba organizando una expedición al polo norte por el estrecho de Bering.
En esos años se ocuparon mucho de los polos; también en el 70 se había tratado la posibilidad de ir a ellos en globo.
Aquel mismo año 70-71 los exploradores fueron tres, cada uno por un camino distinto: un norteamericano, un inglés y un francés.
Solo este último, que era Lambert, no salió. Estas apasionantes expediciones encontraban entre nosotros muchos entusiastas.
Hoy se preparan viajes semejantes. También son tres los exploradores: un norteamericano, Peary, un inglés, Jackson, y un noruego, Jansen.
Otro noruego, Nansen, de regreso en estos días, relata su viaje en el indestructible navío Le Fram.
Y como hace veinticinco años, muchos de nosotros piensan en el tiempo ardientemente deseado en que, en medio de la gran paz de la humanidad, la tierra será conocida, la ciencia cercana a todos, donde las flotas surcarán el cielo y se deslizarán bajo las ondas, entre los corales, los bosques submarinos que cubren tantos naufragios, donde los elementos serán dominados y la áspera naturaleza dulcificada para el ser libre y consciente que habrá de sucedernos.
Con frecuencia, en el fondo de mi mente paso lista de los miembros del club de la Revolución. Es la llamada de los espectros; pero ver el progreso eterno es vivir, durante varias horas, eternamente.
5. El 22 de enero
Los impostores afilan su espada
Y construyen sus cadalsos
Buenhombre
Buenhombre
Afila bien tu hoz
Dereu Chanson du Bonhomme (Canción del buenhombre)
La noche del 21 de enero, los delegados de todos los clubes se reunieron en la Reine-Blanche, En Montmartre, con el fin de tomar una suprema resolución antes de que se consumara la derrota.
Las compañías de la Guardia Nacional, de regreso del entierro de Rochebrune, acudieron a la Reine-Blanche, gritando durante todo el trayecto: ¡Derrota! Los guardias nacionales del suburbio acordaron encontrarse armados al mediodía siguiente, en la plaza del Ayuntamiento.
Las mujeres tenían que acompañarles para protestar contra el último racionamiento del pan. Estaban dispuestas a aceptarlo, pero tenía que ser por la liberación.
Puesto que se trataba de protestas, decidí tomar mi fusil, como los compañeros.
La medida era el colmo de la cobardía y de la desvergüenza, por lo que no hubo nadie en contra de aquella cita para interpelar al gobierno.
Solo queda pan hasta el 4 de febrero había anunciado; pero no habrá rendición, aunque tuviéramos que morir de hambre o quedar sepultados bajo las ruinas de París.
Los delegados de Batignolles prometieron llevar con ellos al alcalde y a los adjuntos al Ayuntamiento, revistiendo sus insignias.
Los de Montmartre marcharon inmediatamente a su alcaldía. Clemenceau estaba ausente, y los adjuntos prometieron ir, tal como lo hicieron.
Hubo un acuerdo general entre los comités de vigilancia, los delegados de los clubes y la Guardia Nacional.
La sesión se terminó con los gritos de ¡Viva la Comuna!
En la tarde del 21 de enero, Henri Place, conocido entonces bajo el seudónimo de Varlet, Cipriani y varios del grupo blanquistas fueron a la prisión de Mazas, donde Greffier solicitó ver a un guardián a quien había conocido estando preso.
Les dejaron pasar a todos y entonces observó que solo había un centinela en la puerta principal.
A la derecha de esta puerta había otra más pequeña, acristalada, donde permanecía noche y día un guardián y por la cual se entraba en la prisión.
Enfrente, un cuerpo de guardia en el que dormían unos guardias nacionales del orden: era un puesto de control. Llegados al patio central, mientras iba hablando distraídamente con el guardián, le preguntó dónde estaba el viejo. Llamaban así, amistosamente, a Gustave Flourens, como desde hacía mucho tiempo a Blanqui, que era realmente viejo.
—Pasillo B, celda 9, respondió ingenuamente el guardián.
En efecto, a la derecha del patio vieron una galería designada por la letra B.
Hablaron de otras cosas y, cuando vieron todo lo que les interesaba, salieron.
Aquella noche, a las diez, encontraron en el lugar de la cita, la calle de Couronnes, en Belleville, a setenta y cinco hombres armados.
La pequeña tropa, que conocía el santo seña, simuló ser una patrulla, contestando a las otras que pudieran encontrarse durante su hazaña. Un cabo y dos hombres se acercaron a reconocerles y, satisfechos, les dejaron pasar.
Esta expedición solo podía tener éxito si se ejecutaba muy rápidamente.
Los primeros doce hombres tenían que desarmar al centinela, los cuatro siguientes hacerse con el guardián de la puerta acristalada.
Otros treinta debían precipitarse al cuarto de guardia, colocarse entre el armero del que colgaban los fusiles y el catre de campaña donde estaba acostada la guardia manteniéndola encañonada para impedir que hiciera el menor movimiento.
Los otros veinticinco debían subir por el patio central, apoderarse de los seis guardianes, hacer que les abrieran la celda de Flourens, donde a su vez les dejarían encerrados bajar rápidamente, cerrar con llave la puerta de cristales que da al bulevar y alejarse.
El plan se ejecutó con una precisión matemática.
—Solo tuvimos que apretar un poco al director, decía Cipriani, pero ante el revólver que le apuntaba a la cara, cedió y Flourens fue liberado.
Después de Mazas, la pequeña tropa, que había comenzado triunfando, marchó contra la alcaldía del vigésimo distrito, de la que Flourens acababa de ser nombrado adjunto, tocaron a rebato, y un grupo de veinte proclamó la Comuna; pero nadie respondió, creyendo que era una trampa del partido del orden.
En el Ayuntamiento, los miembros del gobierno celebraban una sesión nocturna, y hubiera sido posible detenerles.
Flourens, desde su prisión, no veía la importancia del movimiento revolucionario; objetó que éramos muy pocos.
Pero, ¿no había tenido éxito ya el primer golpe de audacia? La extrema decisión hace a la fuerza el mismo efecto que una honda a una piedra.
La mañana del 22 apareció en los muros de París un furioso cartel de Clément Thomas, que reemplazaba a Tamisier en el mando de la Guardia Nacional.
En él se declaraba fuera de la ley a los revolucionarios, a quienes se trataba de alborotadores del orden, y se hacía un llamamiento a los hombres de orden para exterminarlos.
Comenzaba así: “Anoche, un puñado de rebeldes tomaron por asalto la prisión de Mazas y libertaron a su jefe Flourens”.
Seguido de injurias y amenazas.
La toma de Mazas y la liberación de Flourens habían llenado de espanto a los miembros del gobierno, quienes, temiendo una segunda edición del 31 de octubre, acudieron a Trochu, que llenó hasta reventar el Ayuntamiento con sus móviles bretones.
Les mandaba Chaudey, cuya hostilidad a la Comuna era conocida.
A mediodía, una multitud enorme, en gran parte desarmada, llenaba la plaza del Ayuntamiento.
Un gran número de guardias nacionales tenía sus fusiles sin municiones. Los de Montmartre estaban armados.
Unos jóvenes, encaramados en los faroles, gritaban: ¡Dimisión! La rizada cabeza de Bauer se mostraba allí muy animada.
De cuando en cuando se oía un clamor.
Todos los que habían jurado, así como los que no habían dicho nada, estaban allí incluso un buen número de mujeres: Andrée Leo y las señoras Blin, Excoffon, Poirier y Danguet.
Los guardias nacionales que no habían cogido municiones comenzaban a lamentarlo.
Se preparaba una buena jornada, ya no cabía duda: ¿cuál sería el resultado? El Ayuntamiento estaba desde la víspera lleno de sacos terreros; los móviles bretones, de los que rebosaba, agolpados en los huecos de las ventanas, nos miraban, con sus pálidas caras inmóviles y sus ojos azules fijos en nosotros, con reflejos de acero. Para ellos se levantaba la veda de la caza de lobos.
Amigos míos
El rey va a establecer las flores de lis
La multitud seguía llegando como hizo el 31 de octubre.
Detrás de la verja, ante la fachada, estaba el teniente coronel de los móviles, Léger, y el gobernador del Ayuntamiento Chaudey, de quien desconfiábamos.
—Los más fuertes, había dicho, fusilarán a los otros.
El gobernador estaba en posesión de las mayores fuerzas.
Se enviaron delegados, diciendo que París seguía afirmando su voluntad de rendirse jamás y de no ser jamás entregada, pidiendo en vano que se les dejara pasar, porque todas las puertas estaban cerradas. Los bretones seguían en las ventanas.
El Ayuntamiento en aquel momento parecía un navío, con sus puertas de carga abiertas sobre el océano. Las oleadas humanas se agitaron mucho al principio después aguardaron inmóviles.
A nadie le cabía ya ninguna duda de la manera en que el gobierno iba a recibir a quienes no querían la rendición, arrastrando tras ella a Badingue, remolcado por Guillermo, o incluso no arrastrando más que la vergüenza. Era demasiado.
De pronto, Chaudey entró en el Ayuntamiento. Va a dar la orden de disparar contra la multitud, decíamos. Sin embargo, todavía trataba la gente de franquear la verja tras de la cual unos oficiales lanzaban groseros insultos.
—Ustedes no saben lo que les espera oponerse a la voluntad del pueblo, dijo el viejo Mabile, uno de los tiradores de Flourens, a los que insultaban.
—¡Y qué me importa! respondió el oficial que acababa de lanzar varias injurias, apuntando con su revólver al que estaba al lado de Mabile, quien por su parte, se acercó a él.
Momentos después de la entrada de Chaudey en el edificio, hubo como un golpe con el pomo de una espada, dado detrás de una de las puertas, y después se escuchó un disparo aislado.
Menos de un segundo después, un denso tiroteo barría la plaza
Las balas hacían el mismo ruido que el granizo de las tormentas de verano.
Los que estaban armados respondieron fríamente y sin detenerse. Los bretones disparaban, sus balas penetraban en la carne, a nuestro alrededor caían los transeúntes, los curiosos, hombres, mujeres, niños.
Algunos guardias nacionales confesaron después haber disparado no contra aquellos que nos tiroteaban sino a los muros, donde en efecto quedó la señal de sus balas.
Yo no fui de estos; si se obrara así, sería la eterna derrota con sus montones de muertos y sus largas miserias, e incluso la traición.
De pie ante las malditas ventanas, no podía separar mis ojos de aquellos pálidos rostros de salvajes, que sin emoción, de manera maquinal, disparaban contra nosotros como lo hubiesen hecho sobre manadas de lobos, y pensaba: algún día os cogeremos, canallas; porque matáis, pero creéis; os engañan, os compran, y nosotros necesitamos a aquellos que no se venden jamás. Ante mis ojos pasaron los relatos del anciano abuelo, de aquellos tiempos en los que, héroes contra héroes, combatían implacablemente los campesinos de Charette, de Cathelineau, de La Rochejaquelein, contra el Ejército de la República.
Cerca de mí, delante de la ventana, mataron a una mujer de negro, alta y que se me parecía, y a un joven que la acompañaba. Jamás hemos sabido sus nombres y nadie les conocía.
Dos ancianos altos, de pie sobre la barricada de la avenida Victoria, disparaban tranquilamente. Parecían dos estatuas del tiempo de Homero: eran Mabile y Malezieux.
Esta barricada, hecha con un ómnibus volcado, retuvo algún tiempo el fuego del Ayuntamiento.
Cuando Cipriani se dirigía a la avenida Victoria con Dussali y Sapia, se le ocurrió parar el reloj del Ayuntamiento, y disparó al cuadrante, que se rompió; eran las cuatro y cinco.
En ese mismo instante mataron a Sapia de un balazo en el pecho.
A Henri Place le rompieron un brazo; pero, como siempre, la mayoría de las víctimas se componía de gente inofensiva, que estaba allí por casualidad.
En las calles vecinas, las balas perdidas mataron a algunos transeúntes.
Después de resistir el mayor tiempo posible, disparando desde los pequeños edificios situados en el lado de la plaza opuesto a la fachada, fue preciso retirarse.
La primera vez que se defiende la propia causa con las armas, se vive la lucha tan por completo que una misma no es otra cosa que un proyectil.
Aquella noche vimos a Malezieux, que todavía llevaba su enorme levita como un colador, agujereada por las balas.
Dereure, que durante unos momentos había ocupado él solo la puerta del Ayuntamiento, estaba de regreso en la alcaldía de Montmartre, con su faja roja ciñéndole siempre la cintura.
—Se necesita una cantidad terrible de plomo para matar a un hombre, decía Malezieux, el viejo rebelde de junio.
Y en efecto, se necesitaba mucho para él, tanto que todas las balas de la semana sangrienta pasaron sin alcanzarle, hasta tal punto que al regreso de la deportación se mató él mismo, pues los burgueses le consideraban demasiado viejo para trabajar.
Las persecuciones empezaron inmediatamente con motivo del 22 de enero.
El gobierno, que seguía jurando que no se rendiría jamás, trató de acallar a los comités de vigilancia, a las cámaras federales y a los clubes; con lo que todo se convirtió en club, la calle fue tribuna y hasta los mismos adoquines se levantaban por sí mismos.
Se habían dictado miles de órdenes de detención; pero apenas si se pudieron llevar a cabo más que las detenciones inmediatas, pues las alcaldías las rechazaban, diciendo que se iban a provocar disturbios.
Nos hemos preguntado con frecuencia por qué, entre todos los miembros del gobierno, puesto que ni uno solo estuvo a la altura de las circunstancias, París sintió sobre todo horror de Jules Ferry; es sobre todo a causa de su espantosa duplicidad.
Al siguiente día, del 22 de enero, hizo pegar el embustero siguiente cartel, lleno de mentiras:
Alcaldía de París
22 de enero, 4:52 de la tardeVarios guardias nacionales rebeldes pertenecientes al 101 de infantería intentaron tomar el Ayuntamiento disparando contra los oficiales e hiriendo gravemente a un ayudante mayor de la guardia móvil. La tropa respondió. El Ayuntamiento fue acribillado desde las ventanas de las casas de enfrente, por el otro lado de la plaza y que ocuparon de antemano.
Lanzaron bombas contra nosotros y dispararon balas explosivas; la agresión ha sido la más cobarde y la más odiosa, ya que al principio hicieron más de cien disparos de fusil contra el coronel y los oficiales en el momento en que despedían a una diputación admitida momentos antes en el Ayuntamiento, y no menos cobarde después, cuando tras la primera descarga, en el momento en que la plaza quedó vacía y cesado el fuego por nuestra parte, fuimos tiroteados desde las ventanas de enfrente.
Decidles estas cosas a los guardias nacionales y tenedme al corriente, si todo ha vuelto a la normalidad.
La guardia republicana y la Guardia Nacional ocupan la plaza y sus accesos.
Jules Ferry
Un escritor pro gobierno de la Defensa Nacional, con ideas burguesas, hace en alguna parte esta declaración, despojada de artificio, respecto a la represión del 22 de enero:
Hubo que limitarse a condenar a muerte en rebeldía a Gustave Flourens, a Blanqui y a Félix Pyat.[41]
Jules Favre entendió que quitarle las armas a París sería una tentativa inútil, que terminaría en una clara revolución, o bien aún le quedaba ese sentimiento de justicia de que la Guardia Nacional debía conservarlas. En cualquier caso jamás se trató de desarmarla, aunque su proclama del 28 de enero anunciara el arministicio contra el cual París se había siempre manifestado.
Era la rendición segura; solo que no se sabía la fecha en que el ejército de invasión entraría en la ciudad entregada.
Aquellos que durante tanto tiempo habían sostenido que el gobierno no se rendiría jamás, que Ducrot no volvería sino muerto o victorioso, y que ni una pulgada del territorio, ni una piedra de las fortalezas serían entregadas, vieron que habían sido engañados.
He aquí cómo trataban a los prisioneros del 22 de enero y aquellos que, por haber sido trasladados a Vincennes, no pudieron ser liberados con Flourens.
Los desdichados que habían sido trasladados a Vincennes, dice Lefrançais, permanecieron allí ocho días sin fuego, la nieve entraba por las ventanas de la sala del torreón donde estaban encerrados, acostados los unos sobre los otros sobre una superficie de unos ciento cincuenta metros cuadrados y literalmente en el más inmundo fango.
Uno de ellos, el ciudadano Tibaldi, detenido por lo del 31 de octubre y que había padecido todo género de torturas físicas y morales en Cayena, donde el Imperio le había retenido durante trece años, declaraba que jamás había visto nada semejante.
Después de haber sido transportados de Vincennes a la prisión de la Santé, donde permanecieron quince días en celdas sin fuego con los muros rezumando agua (hasta el punto de que ni la ropa interior ni la de la cama podían mantenerse secas), fueron conducidos a Pélagie,[42] donde tuvieron que esperar todavía dos meses para ser juzgados por los consejos de guerra.
“Entre los detenidos el 22 de enero estaba Delescluze, detenido y arrojado también en aquel infierno. Solamente por ser Delescluze redactor jefe del Réveil, que acababan de cerrar. Con sesenta y cinco años de edad, débil y atacado ya de una bronquitis aguda, salió moribundo de la prisión. En las elecciones del 8 de febrero siguiente se le envió a la Asamblea Legislativa de Burdeos.
Un obrero, el ciudadano Magne, había sido detenido en el momento en que entraba en su casa, de regreso de su taller- Enfermo ya, murió un mes después en Pélagie, víctima del trato sufrido”.[43]
En la tarde del 22 de enero se fijó el siguiente decreto por el que se cerraban los clubes en París.
El gobierno de la Defensa Nacional
Considerando que, tras las criminales incitaciones gestadas en algunos clubes, algunos agitadores desaprobados por la población entera han iniciado la guerra civil.
Que es importante acabar con estas detestables maniobras que constituyen un peligro para la patria, y que, de reproducirse, mancharían el honor hasta ahora irreprochable de la defensa de París, decreta:
Los clubes quedan suprimidos hasta el final del asedio, y los locales en los que celebran sus sesiones serán inmediatamente clausurados.
Los infractores serán castigados de acuerdo con las leyes.
Artículo 2. El prefecto de policía queda encargado del presente decreto.
General Trochu, Jules Favre, Emmanuel Arago, Jules Ferry
En tanto que el bombardeo de París se tranquilizaba, todavía se tenía la esperanza de una lucha suprema.
Pero cuando calló, después del 28, la gente se sintió traicionada. Todavía quedaba el recurso de morir si la insurrección no podía vencer.
¡Cómo! ¡Las víctimas amontonadas ya, unas en los surcos, otras sobre el pavimento de las calles, los viejos muertos por las miserias del asedio, todo ese sufrimiento no habría servido más que para dar fe de la sumisión popular y el nombre de República no sería más que una máscara!
¡Cómo! ¡Esto era lo que desde lejos habíamos oteado como glorioso!
A todo el que era republicano se le declaraba enemigo de la República.
Jules Favre, Jules Simon y Garnier-Pagès recorrían los distritos; Gambetta acababa de sofocar las comunas de Lyon y de Marsella, que hizo despuntar el 4 de septiembre, con la misma desenvoltura con que, al día siguiente del 14 de agosto, reclamaba la pena de muerte para los bandidos de La Villette.
6. Algunos republicanos en el Ejército y en la Flota – Planes de Rossel y de Lullier
Pese a la disciplina a veces se piensa
El espíritu puede evadirse del presidio de los cuarteles.
Louise Michel. Les prisons (Las prisiones)
De acuerdo con la capitulación, la asamblea de Burdeos tenía que nombrarse el 8 de febrero y reunirse para deliberar sobre las condiciones de paz.
La impresión que causaba esta cobardía era tal que en el Ejército y en la Flota algunos oficiales se resistían a la derrota, igual que se resistía París. Sus planes eran sencillos y lógicos. Los documentos póstumos de Rossel y los que se encontraron en casa de Lullier demostraron una vez más que, incluso según la ciencia militar, era posible resistir y vencer la invasión. He aquí algunos de estos fragmentos:
La lucha a ultranza, la continuidad de la lucha hasta la victoria no es una utopía, no es un error.
Francia posee todavía un inmenso material de guerra, un gran número de soldados.
La línea del Loira, que es una excelente posición, apenas está utilizada, en tanto que Bourges no se haya perdido; pero aunque cayera en poder del enemigo, el ataque de las provincias meridionales se hace difícil a causa del macizo de Auvernia, que obliga al enemigo a dividir sus esfuerzos entre Lyon y Burdeos; un fracaso de los prusianos en cualquiera de estas dos despejaría a ambas.
Por el contrario, la resistencia cuenta a menudo con afortunadas posibilidades. Recuérdense la batalla de Cannas;[44] la conquista de Holanda por Luis XIV a la cabeza de cuatro ejércitos de los más poderosos de Europa, mandados por Turenne y Condé, la invasión de España por Napoléon en 1808. He aquí tres situaciones que eran mucho más desesperadas, más devastadoras, que dejaban muchas menos posibilidades para una solución honorable que nuestra situación después de la toma de París.
Con todo las tres fueron afortunadas, y no se debió al azar, sino quizá a una constante ley cuya característica más definida es el desgaste de los ejércitos victoriosos. Un ejército que efectúa una guerra activa se destruye aunque tenga facilidades para renovarse por el reclutamiento; este mantiene su fuerza numérica, pero no reemplaza a los viejos soldados ni a los oficiales que ha perdido.
Fue por la falta de oficiales por lo que sucumbió el Ejército de Napoléon, lo mismo que ocurrió con el Ejército de Aníbal, y lo que ocurrirá con el ejército prusiano, y más rápidamente aún, sin contar con que la muerte del señor de Bismark o del señor de Moltke puede dar al traste con todo.
La muerte de Pirro[45] vencedor no es una paradoja; hay con frecuencia un momento para los conquistadores en que el desastre se halla por entero germinando durante una victoria: ese momento es Cannas o el Moscova.[46] ¿Por qué no podrían los prusianos correr la misma suerte?
No se trata más que de aguardar el momento de desgastarles, de cansarles, no de hacerles encontrar una Capua[47] en nuestras ciudades, sino de no negociar jamás con ellos nuestro rescate.
Carecemos de paciencia, firmamos la paz tan inconsideradamente como hemos hecho la guerra. Este pueblo es demasiado inconstante y demasiado escéptico; hace ochenta años se le pudo fanatizar con ideas de libertad, de propaganda igualitaria y de democracia universal. ¿A quién podríamos creer ahora?...
Es el estilo del hombre de guerra, que tenía que combatir en la guerra de conquista contra un ejército disciplinado. Un general como Rossel hubiera resultado útil.
Más tarde, cuando quiso hacer de la Guardia Nacional un ejército regular, Rossel no comprendió que el ímpetu revolucionario —había que apresurarse, ya que faltaba tiempo—, así como el número, tenían que ser utilizados.
Pero en las situaciones desesperadas que cada cual emplee el medio que conoce; el arma que se conoce es la mejor, y Rossel conocía bien el oficio de la guerra; en este caso los serviles hubieran sufrido la disciplina
Rossel escribía desde Nevers, demostrando los errores cometidos por los generales del Imperio, que la República de septiembre mantenía a la cabeza de sus ejércitos:
Las operaciones militares han sido continuamente desdichadas.
A fuerza de impericia, los planes han estado siempre viciados y los jefes incapaces. Solo Chanz ha mostrado, quizás, talento, y aún así no puede juzgársele hasta que se sepa qué fuerzas tenía frente a él.
Y a este general se le ha dejado fuera de un tablero ocupado con fuerzas insuficientes para recorrer Bretaña y Poitou.
Gambetta había llegado rápidamente a ser un político, y era preciso que se convirtiera en un hombre de guerra. Tal era nuestra esperanza desde la época en que, encerrados en Metz, conocimos a fondo la nulidad de nuestros generales. Gambetta no quiso. Hemos obedecido a todos los gotosos del anuario, que aceptaron la responsabilidad arrancándose los cabellos de terror y perecieron por su propia impotencia, mucho más que por la habilidad de sus adversarios. Todas las operaciones han sido traicioneras.
La recuperación de Orleans se llevó a cabo por un error pueril, que figura en todos los tratados de arte militar, y catalogado bajo el nombre de concentración sobre un punto ocupado por el enemigo.
La segunda toma de Orleans tiene también su lugar entre los grandes errores: es una retirada divergente.
La batalla de Amiens se llama defensiva pasiva, lo mismo que las operaciones precedieron la retirada de Orleans por los prusianos.
La marcha de Bourbaki en el este fue echada a perder. El crimen de adosar un ejército a una frontera neutral y dejar al descubierto toda la línea de operaciones en una longitud de ciento cincuenta kilómetros no tiene nombre en la ciencia militar.
Si Gambetta hubiera actuado por sí mismo, en lugar de dejar la hermosa operación que había concebido, bajo la discreción de un viejo soldado desgastado, que avanzaba a regañadientes, no habría podido convertirse jamás en un vergonzoso desastre. La República es en esto tan criminal como el Imperio, porque ha sido tan incapaz como este en la elección de los jefes.
Es justo que el gobierno de Burdeos recrimine al gobierno de París; pero también es justo que nosotros recriminemos al gobierno de Burdeos.
No podría decir hasta qué punto ha sido defectuosa la organización y hasta qué punto la desdichada herencia del Imperio ha sido además dilapidada.
Hemos padecido la separación del ejército y de la móvil; pero fuimos nosotros quienes inventamos los movilizados, multiplicamos los uniformes y los sistemas y excluimos de la Defensa Nacional a los hombres casados, con el pretexto de que la invalidez arruinaría al país. ¿No está ya bastante arruinando el país?
¡Y qué organizadores incapaces! No tenían más que un solo temor, el de encontrarse con demasiada gente que instruir, excluían del reclutamiento a cuantos les era posible. No sabían ni reunir a los hombres ni mandarlos y el gobierno multiplicaba su trabajo con la disparatada creación de campos de instrucción.
Tenían sin embargo, una determinada tarea que realizar en un tiempo establecido; instruir a los soldados en esa difícil tarea se había agregado a la de crear al mismo tiempo numerosos barrancones, formando nuevos cuerpos.
La artillería no supo sacrificar ni un solo clavo de su sabio y duradero material; sus cañones y sus cureñas, sus armones y sus arneses durarán cuarenta años, es cierto, pero no estarán dispuestos hasta después de la guerra.
Al necesitar hacer rápidamente las cosas, ¿hemos simplificado nuestro armamento? No. Lo hemos complicado con la adopción del cañón rayado. Nuestras derrotas no se debían al armamento defectuoso, sino a causas de un orden incomparablemente más elevado.
El cañón rayado está bien para los papanatas; tengamos cañones lisos y tratemos de utilizarlos. La caballería ha sido tan metódica como la artillería y tan incapaz en los campos de batalla.[48]
La marcha al este que, según Rossel, se había echado a perder, fue igualmente indicada por Lullier, oficial de marina, a quien la desesperación de la derrota inclinó hacia la Comuna y a quien la acción del Mont-Valérien (donde recomendado, con la palabra del honor del comandante de este fuerte, convirtió en desastre la primera salida contra Versalles) le dejó una propensión a terribles ataques.
El 25 de noviembre de 1870, Lullier había enviado el siguiente plan, en el que tenía una profunda confianza y que quedó sin respuesta.
Hoy es curioso ver cuán fácil hubiera sido al menos tratar de hacer levantar el bloqueo sobre París, que no pedía otra cosa que defenderse heroicamente.
I. El objetivo de operaciones común a los Ejércitos de la República debe ser el de levantar el bloqueo de París. Para obtener este resultado, sería un grave error concebir un plan según el cual cada uno de dichos ejércitos marchara aisladamente aunque con movimientos simultáneos sobre París; porque a los numerosos ejércitos alemanes que ocupan, en torno de esta plaza una posición concéntrica, les sería fácil combinar sus movimientos y aplastar separada y sucesivamente a cada uno de los ejércitos franceses que se presentasen sobre uno de los radios de su círculo de acción. Por el contrario sería muy difícil, para estos obtener una exacta coincidencia de sus ataques si consideramos el reparto de las fuerzas actuantes sobre el teatro general de operaciones.
Marchar directamente sobre París es ir a atacar directamente al enemigo en el centro de su potencia, en el centro de sus recursos, es querer coger al toro por los cuernos. Por otra parte, París no se encuentra en las condiciones de una plaza común; encierra en su recinto un ejército de unos trescientos noventa mil hombres, cuya organización, instrucción y armamento se perfeccionan día a día, ejército que estará pronto dispuesto a salir y a combatir eficazmente en el exterior.
Para despejar París, basta con obligar al enemigo a distraer momentáneamente una parte importante de las fuerzas que rodean la capital y llevarle a que las mueva a una distancia que permita durante cuarenta y ocho horas tan solo, libre juego al Ejército sitiado, para realizar una incursión general contra el Ejército sitiador; ahora bien, maniobrando en provincias, sería fácil obtener este resultado y entonces desembarazar parcialmente a París.
¿Cuál es la maniobra general que se debe hacer?
II. Reunir todas las fuerzas disponibles en el sureste, en Lyon; todas las del centro en el campo de Nevers, y todas las del oeste en Tours; hacer que se repliegue el ejército del Loira sobre esta última ciudad, por medio de los ferrocarriles, e intervenir con un movimiento general de concentración de todas estas fuerzas sobre Langres.
Se pueden reunir en menos de quince días trescientos mil hombres en esta última ciudad, plaza fuerte con campo atrincherado a su alcance. Este ejército, cubierto por la derecha por las plazas de Besançon y de Belfort, se hallará en disposición de marchar, o sobre Châlons por Vitry-le-François, o entre Toul y Nancy, haciendo caer al optar por esta última ciudad, la línea del Mosa, mala línea, poco defendida y poco defendible.
Por una u otra de estas avanzadillas, el ejército concentrado en Langres amenaza directamente las comunicaciones del enemigo, que se extienden a lo largo de una línea de ciento diez leguas por Châlons, Verdún y Naney, desde Estrasburgo a París. Así, infaliblemente obliga al enemigo a despejar parcialmente París para llevar una parte considerable de sus fuerzas sobre Châlons o Metz en apoyo de sus amenazadas comunicaciones.
Si el ejército de Langres es derrotado, se replegará sobre la carretera de París a Lyon, su línea de retirada natural, que no cesa de cubrir en su avance, y en la cual tiene a Luon, con su campo atrincherado como base, y a Dijon como plaza de avituallamiento y defensa.
“En cualquier caso, se alcanzará el objetivo: amenazar las comunicaciones del enemigo sin dejar al descubierto las propias”.
Al mismo tiempo el ejército del norte tiene que venir a bordear el Oise desde Chagny a Creil, y luego concentrarse a la izquierda para marchar por Reims hacia las comunicaciones del enemigo y encontrándose con el ejército de Langres o, dependiendo de las circunstancias, concentrarse a la derecha para venir a dar por Saint-Denis con el ejército de París contribuyendo así al resultado de la salida general realizada por este.
III. Amenazar las comunicaciones del enemigo obligándole a ceder y a retroceder es una de las maniobras más usuales en la guerra; la experiencia de la historia militar prueba que tal maniobra, incluso efectuada de mala manera ha sido casi siempre coronada por un completo éxito.
En 1800, el general austríaco Melas operaba en el Var contra Francia.
Su línea de comunicación pasaba por Cuneo, Alessandria y la orilla derecha del Po. Bonaparte, con treinta y seis mil hombres, franqueó el San Bernardo y vino con la caballería a situarse sobre esta línea en Marengo.
Melas, bajo amenaza de quedar aislado de su base, Mantua y Adigio, se concentra apresuradamente sobre Alessandria.
Vencido delante de esta plaza, se ve en la disyuntiva de encerrarse en ella o firmar un tratado por el que se nos entrega Italia.
En 1812, después de haber perdido la batalla del Moscova y evacuado Moscú, el generalísimo ruso Kutúzov vino a colocarse al sur de la línea de comunicación del Ejército francés. Napoléon se vio enseguida conminado a ir hacia él, y después de la indecisa batalla de Maloyaroslávets, el general ruso apoyando aún una marcha hacia el oeste, Napoléon vuelve a ser obligado, y tiene que precipitadamente abandonar Moscú. Poco faltó para que quedara separado de su base, Polonia y el Berézina. En 1813, en cuanto los aliados se arriesgaron hacer una marcha de concentración sobre Leipzig, Napoléon se ve obligado a abandonar su posición concéntrica de Dresde para volar en ayuda de sus amenazadas comunicaciones. Después de las tres batallas de Leipzig, no tuvo más remedio que replegarse hacia el Rin, su base. Aquel mismo año de 1813, en España, no bien se aventuró el general inglés Weliington a marchar por Valladolid hacia Burgos, el rey José y los generales franceses, amenazados de quedar aislados de su base, lo. Pirineos, evacuaron precipitadamente Madrid, faltando poco para que les cortaran la retirada en Vitoria.
En 1814, Wellington estaba en Burdeos, preparándose para marchar sobre París; pero el mariscal Soult, que había tomado el mando del ejército español, hizo una retirada paralela hacia la frontera y tomando posiciones en Toulouse. Wellington, no pudiendo dejar un ejército sobre el flanco de su línea de comunicación, se vio forzado a marchar contra el general francés y a librar la batalla de Toulouse.
En el mismo año 1814, después de la incierta batalla de Bar-sur-Aube, Napoléon marchó sobre Saint-Dizier para pasar a Lorena precipitándose sobre las comunicaciones de los ejércitos alemanes. Aunque no disponía entonces más que de sesenta y cinco mil soldados, esta marcha hubiera sido decisiva si París hubiera estado en situación de resistir tan solo quince días.
IV. El plan de una marcha de concentración general de nuestras fuerzas de Langres, plan que se puede llevar a cabo con trescientos mil hombres el mismo 15 de diciembre, es por lo tanto conforme a los principios de la ciencia estratégica, y el resultado está por así decirlo, garantizado de antemano por la experiencia de la historia, además en total acuerdo con el sentido común más elemental.
Francia está mutilada, no le queda más que un brazo; pero ese brazo es todavía capaz de sostener una espada. Si un enemigo envalentonado por el éxito pone la mano sobre París, la capital sabrá agarrarle esa mano; de lo contrario, el enemigo oprimirá con más fuerza y con su otra mano la apartará. Pero si con el brazo que le queda amenaza a su adversario, este soltará su presa inmediatamente. El brazo de Prusia se extiende sobre Francia desde Estrasburgo a París, y es este brazo al que hay que amenazar con todas las fuerzas disponibles.
Para que las operaciones de esta naturaleza tengan éxito se necesitan dos cosas: 1º Guardar el secreto sobre las intenciones, que no deben ser reveladas sino tardíamente por los hechos y cuando el enemigo ya no tenga tiempo de evitarlo con contramaniobras. El arte de la guerra es tan difícil solo por la complejidad que hay en ocultar por una parte los proyectos al enemigo y por otra en enterarse de los de ellos.
2º La exacta combinación de los detalles, el inventario del material y de la logística que han de utilizarse, así como el cálculo exacto de la duración de los transportes por ferrocarril. Asegurar la cantidad suficiente de municiones de guerra y de intendencia, de manera que no quede jamás ningún cuerpo aislado o sin víveres. En la guerra, el cálculo exacto del tiempo y de las distancias lo es todo.
El mejor plan del mundo fracasa porque un cuerpo de ejército llega con un retraso de unas horas al campo de batalla.
Llegado cuatro horas tarde, se encuentra en presencia de una derrota e incluso la agrava.
Cuatro horas antes, convierte un desastre en una victoria.
Así puede y debe ser militarmente salvada Francia.
Tours, 25 de noviembre de 1870 Charles Lullier
Francia no fue ni militarmente ni revolucionariamente salvada, sino degollada en masa por los degenerados burgueses ¡y, sin embargo, el porvenir está en la Revolución libertadora!
Estos fragmentos parecen tener mil años, siendo la ciencia militar una ciencia que muere, ya que la guerra entre los pueblos muere; a pesar de los esfuerzos de los déspotas, la guerra no volverá a levantarse, aunque todavía los estremecimientos la agitan, como los de un animal agonizando. Pero Rossel y Lullier fueron unas inteligencias calcinadas a través de los acontecimientos como las mariposas por la llama.
Hoy la disciplina es cosa pasada, y los hombres educados en ella se chocan y se hastían en el libre vuelo de la humanidad.
7. La asamblea de Burdeos – Entrada de los Prusianos en París
Mayoría rural, vergüenza de Francia
Gastón Crémieux
Se concedió un segundo plazo hasta el 28 de febrero, y el gobierno, que desconfiaba de París, consiguió que el ejército no entrara hasta el 1º de marzo. Trochu había dimitido con el fin de cumplir su palabra o más bien parecer que la cumplía (¡El gobernador de París no capitulará!). Vinoy, uno de los cómplices de Napoléon III el 2 de diciembre, remplazaba a Trochu.
París, como toda Francia, establecía listas de candidatos que iban gradualmente del republicano al internacionalista.
Los que aún tenían confianza en las urnas se llevaron más de una sorpresa, tal como ver al señor Thiers, que la víspera de la proclamación oficial contaba con sesenta y un mil votos, lo cual ya parecía exagerado, anunciar al día siguiente; ¡Ciento tres mil! Eso son los secretos del sufragio universal.
En algunas listas, llamadas de los cuatro comités, había quedado proscrito el nombre de Blanqui, aunque en ellas figuraban varios internacionales; pero Blanqui era el esperpento.
Los clubes eligieron los nombres de los internacionales, tanto el de Liebknecht,[49] que había protestado enérgicamente contra la guerra, como el de los internacionales franceses.
Un gran número de revolucionarios que no tenían confianza en el sufragio universal, menos universal que nunca, ¡se abstuvieron! Como hicieron en el precedente plebiscito, fueron remplazados por los refugiados, los soldados y los móviles bretones.
El señor Thiers, que dirigía la campaña en provincia, hizo votar a todos los temerosos, a toda la reacción, sabiendo halagar todas las cobardías, hasta tal punto que fue elegido en veintitrés distritos. Se le llamó el rey de los radicales.
En la primera sesión de esta reaccionaria asamblea, Garibaldi no pudo dejarse oír por las vociferaciones cuando ofrecía sus hijos a la República.
Como el anciano permanecía de pie en medio del tumulto, Gaston Crémieux, de Marsella, al que fusilaron varias semanas después, exclamó, entre los aplausos de la multitud amontonada en las tribunas: ¡Mayoría rural, vergüenza de Francia!
La asamblea de Burdeos fue hasta el fin digna de su comienzo, siéndole imposible a cualquiera con libre pensamiento permanecer en aquel medio, hostil a toda idea generosa.
Rochefort, Malon, Ranc, Tridon y Clemenceau presentaron su dimisión. Para cuatro de ellos fue colectiva y elaborada en estos términos:
Ciudadano presidente, los electores nos confiaron el mandato de representar a la República francesa.
Ahora bien, por el voto del 1º de marzo, la Asamblea Nacional ha ratificado el desmembramiento de Francia, la ruina de la patria, de este modo alcanza sus nulas deliberaciones.
El voto de cuatro generales y la abstención de otros tres desmienten formalmente las afirmaciones del señor Thiers. No podemos permanecer ni un día más en esta asamblea.
Por lo tanto, le comunicamos, ciudadano presidente, que no nos queda sino retirarnos.
Henri Rochefort, Malon de la Internacional, Ranc, Tridon de la Côte-d’Or
Garibaldi, Victor Hugo, Félix Pyat y Delescluze presentaron igualmente su dimisión como diputados.
El gobierno, llamado nuevo, pero que era lo mismo que el antiguo, fue elaborado por la asamblea capitulante de esta forma:
Thiers, jefe del Poder Ejecutivo
Jules Favre, ministro de Asuntos Exteriores
Ernest Picard, Interior
Dufaure, Justicia
General Le Flo, Guerra
Pouyer- Quertier, Hacienda
Jules Simon, Instrucción Pública
Almirante Pothuau, Marina
Lambrecht, Comercio
Delarey, Obras Públicas
Jules Ferry, Alcalde de París
Vinoy, Gobernador de París
Las condiciones de paz eran; la cesión de Alsacia y de una parte de Lorena con Metz.
El pago, en tres años, de cinco millones como indemnización de guerra.
La ocupación del territorio hasta el pago total de los cinco millones.
La evacuación a medida y en proporción de las cantidades entregadas.
El 27 de febrero corrió por París el rumor de la entrada del ejército alemán.
Inmediatamente, los Campos Elíseos se llenaron de guardias nacionales. Por la noche sonaba el toque de queda.
Nos acordamos que en la plaza Wagram había cañones que los guardias nacionales de los suburbios habían comprado por suscripción, y que les pertenecían, para la defensa de París.
También en la plaza de los Vosgos había cañones comprados por los batallones del Marais. Cada barrio tenía los suyos. Hombres, mujeres y niños se ocuparon de arrastrarlos; los de Montmartre desplazados hasta el bulevar Omano, se suben a la Butte.
Los de Belleville y La Villette arrastraban los suyos hacia las Buttes-Chaumont.
Las piezas del Marais se dejan en la plaza de los Vosgos. Es el mejor lugar para un parque de artillería.
Dos mil guardias nacionales se reúnen en el Comité Central. Se preparen los siguientes carteles para el día siguiente:
La Guardia Nacional protesta, a través de su Comité Central, contra cualquier intento de desarme, y declara que, de ser necesario, resistirá con las armas.
El Comité Central de la Guardia Nacional
El manifiesto se fijó al día siguiente, el 28, así como el 29:
Puesto que los revolucionarios no quieren que se degüelle inútilmente a una parte de la población.
El sentir de la población parece no oponerse a la entrada de los prusianos en París. El Comité Central, que había emitido una opinión contraria, declara que se adhiere a la siguiente proposición:
Se establecerán alrededor de los barrios que debe ocupar el enemigo, una serie de barricadas destinadas a aislar totalmente esa parte de la ciudad.
Los habitantes de la región circunscrita, deberán evacuarla inmediatamente.
La Guardia Nacional, acordonando todos los alrededores, de acuerdo con el Ejército, velará porque el enemigo, aislado así en un terreno que ya no será nuestra ciudad no pueda en manera alguna comunicarse con las partes atrincheradas de París.
El Comité Central se compromete con la Guardia Nacional a colaborar con la ejecución de las medidas necesarias a este fin, evitando cualquier agresión que significaría el inmediato derrocamiento de la República.
El Comité Central de la Guardia Nacional
Alavoine, Bouit, Frontier, Boursier, David Boison, Baroud, Gritz, Tessier, Ramel, Badois, Arnold, Piconel, Andoynard, Masson, Weber, Lagarde, Laroque, Bergeret, Pouchain, Lavalette, Fleury, Maljournal, Chonteau, Cadaze, Castroni, Dutil, Matte, Ostyn.
El Ejército se retiró a la orilla izquierda, y la Guardia Nacional sola, sin alteraciones, sin provocación, sin debilidad, llevó a cabo su programa.
Aquella noche tenía una sensación de grandeza.
Parecía como si, desde algún lugar del espacio, se contemplara pasar por la sombra de una ciudad muerta un ejército fantasma.
Los persistentes semi tonos del toque a rebato atravesaban la oscuridad de las calles desiertas.
Los dos tambores gigantes de Montmartre bajaban por la calle Ramey, tocando una llamada sorda como una marcha fúnebre.
Alientos de revuelta volaban por el aire; pero la menor agresión hubiera servido de pretexto, como lo presentía el Comité Central, para un restablecimiento de la dinastía, bajo la protección de Guillermo.
Por unos instantes, las banderas negras de las ventanas chasquearon en el aire, y luego ya no hubo ni un soplo de vida.
Desde el local del comité de vigilancia no se veía más que la noche, en la cual sonaba el toque a rebato. La noche terminó en una espesa atmósfera.
En los Campos Elíseos, en un café que abrieron a los prusianos, apaciblemente, como un deber, rompimos el mostrador y todo cuanto se había usado, y por deber también, sin compasión ni cólera, se azotó a unas desdichadas que con vestidos de fiesta se habían saltado las barreras para ver a los invasores.
¡Ojalá se pudiera hacer justicia en el acto con todos esos productos lamentables del viejo mundo y con la sociedad putrefacta entera!
La asamblea de Burdeos siguió votando una serie de vergonzosas medidas. Los que en París componían el gobierno, no habiendo prometido, como la Defensa Nacional, morir antes de rendirse no se cansaban de infamias.
Temiendo a todos los hombres de valor, a quienes llamaban la hez de los suburbios, la asamblea que nunca se habría atrevido a enfrentarse a París, preparaba una traición para despojar de sus cañones a la acrópolis del motín, Montmartre. Al que la multitud miserable llamaba la ciudadela de la libertad, el monte sagrado.
Hubo un instante en que, al dispersarse el partido del orden entre la multitud, París no tuvo ya más que un alma, única y heroica, que clamaba por la libertad.
El señor Thiers, apresando entre sus garras de gnomo la asamblea de Burdeos, la modelaba conforme a su talla; esta asamblea se llamaba Francia: ¡la República!
8. Agitaciones en el mundo por la libertad
Tocad, seguid tocando clarines del pensamiento.
Victor Hugo
Alrededor del año 71 hubo por el mundo enormes alzamientos idealistas.
Un soplo de tempestad las sembraba, creciendo y ramificándose en la sombra y a través de los degüellos florecen hoy; los frutos llegarán.
Hacia el 70, antes, después, siempre, hasta que se haya realizado la transformación del mundo, continúa la atracción hacia el verdadero ideal.
¿Acaso se podrá impedir que llegue la primavera, aunque se talen todos los bosques del mundo?
Hacia el 70, Cuba, Grecia, España reivindicaban su libertad; por doquier, los esclavos sacudían sus cadenas, y como hoy, las Indias se alzaban por la libertad.
Los corazones se elevaban, sedientos de ideal; en tanto que los más implacables amos armaban a sus inconscientes jaurías arrojándolas sobre la presa humana. Bañada siempre en sangre la rebelión renacía sin cesar. Por doquier una marea ascendente hacia la nueva y más elevada etapa, a la vista siempre sin que aún haya sido alcanzada. Las más feroces y estúpidas represiones, desencadenándose a medida que se acerca el final, incitaban, como todavía lo vemos, al enloquecido y tambaleante poder.
En noviembre del 70, las mazmorras de Rusia estaban llenas. Hombres y mujeres todos jóvenes estudiantes, como un gran número de nosotros, se habían adherido a la Internacional. Trataban de despertar a los mujiks, desde hacía tanto tiempo encorvados sobre la dura tierra.
Era con palabras sencillas, con figuras, como había que hablarles (las Palabras, de Bakunin), tal como el canto matutino del gallo les despertara.
El pueblo ruso, decía, en esas imágenes se encuentra actualmente en unas condiciones semejantes a las que le llevaron a la insurrección, bajo el zar Alexis, padre de Pedro el Grande. Entonces fue Stenka Razine, jefe cosaco de los rebeldes, quien se puso a la cabeza indicándole el camino de la emancipación.
Para levantarse hoy, decía Bakunin hace cerca de veintiséis años, el pueblo no espera más que un nuevo Stenka Razine, y esta vez será remplazado por la legión de los jóvenes desclasados, que viven ahora la vida popular. Stenka Razine se percibe tras ellos, no como héroe personal, sino colectivo, y por eso mismo invencible. Será toda esa magnífica juventud sobre la que su espíritu ondea.
Mijail Bakunin
En una poesía de Ogareff amigo de Bakunin (El estudiante), los jóvenes de ardiente y generoso corazón veían a uno de ellos viviendo de ciencia y humanidad a través de las luchas de la miseria.
Forzado por la venganza del zar y de los boyardos a la vida nómada, andaba desde el ocaso ala aurora gritando a los campesinos: ¡Agrupaos! ¡Alzaos! Detenido por la policía imperial, murió en las heladas llanuras de Siberia, repitiendo hasta la saciedad que todo hombre debe dar su vida por la tierra y la libertad.
En el momento de los procesos de la Comuna, se llevaba a cabo en Rusia el proceso de los internacionales con las mismas crueldades inspiradas por el terror que tienen todos los déspotas a la verdad.
El movimiento en Norteamérica había comenzado en 1866, en Filadelfia, donde Uriah Stephens propagaba la idea de que los trabajadores tenían que agruparse para defenderse de la explotación.
Durante varios años las reuniones de los Knights of Labour, caballeros del trabajo, fueron secretas, pero llegó un momento que James Wrigth, Robert Macauley, William Cook, Joseph Rennedy y otros, uniéndose a Uriah Stephens, formaron un primer grupo de propaganda, seguido pronto por otros. Hoy los Knights of labour se cuentan no ya por centenas sino por millares.
Tuvieron después, para las huelgas, correspondencia con las trade unions y con las asociaciones obreras de Norteamérica e Irlanda, contra las expulsiones.
En realidad, desde siempre y bajo cualquier nombre que tome la rebelión a través de los tiempos, es la unión de los espoliados contra los expoliadores; pero en determinadas épocas, tales como el 71 y también ahora, se estremece más ante crímenes mayores o, quizá, es la hora de romper un eslabón de la larga cadena de la esclavitud.
Argelia, en el 70, doblegada por la conquista, sacaba de su sufrimiento valor para la insurrección.
“Nuestra administración, dice el propio Jules Favre,[50] recogía de esta manera, los tristes frutos de la política por la que durante largos años había sacrificado los intereses coloniales”.
A finales de febrero, los árabes, que conocían el despotismo militar pero que ignoraban lo que sería el despotismo civil, y prefiriendo lo malo conocido a lo bueno por conocer, comenzaron a quejarse con más fuerza del envío de franceses hasta en el propio seno de sus familias, para los cuales eran siempre los vencidos; reclamaban para las oficinas a sus compatriotas y temían más todavía a la administración civil por entrometerse en sus asuntos.
La rebelión, que los pueblos sometidos incuban siempre bajo la ceniza, se propagó rápidamente.
El viejo jeque Haddah salió de la celda donde se había amurallado, encerrado durante los más de treinta años que llevaba sufriendo su país, y comenzó a predicar la guerra santa.
Sus dos hijos, Mohamed y Ben Azis, El Mokrani, Ben Ali Cherif y otros sublevaron a las kabilas. Pronto contaron con un pequeño ejército, y el 14 de marzo el bajá de la Medjana caballerosamente envió una declaración de guerra al gobernador de Argelia.
Durante ocho días, los árabes sitiaron Bordjibu-Arreridj, pero las columnas Bonvalet, compuestas por varios miles de hombres, les rodearon.
Entonces, uno de los jeques se apeó de su caballo y escaló lentamente la altura de un barranco barrido por la metralla.
“Recibió, sigue relatando Jules Favre, la muerte que buscaba, orgulloso y ufano igual que lo hubiera estado del triunfo”.[51]
Así haría Delescluze, en mayo del 71.
Diríase que Jules Favre al escribir esto, se acordaba del tiempo en que, rodeado por los estudiantes, mostraba hacia nosotros una paternal bondad, y en el que le queríamos con el mismo amor que sentimos por la rebelión por la República y por la libertad.
¡Oh la res publica que soñábamos entonces, cuan grande y hermosa era!
9. Las mujeres del 70
Se diría que la Galia se despertaba ella misma
Libres, queriendo morir, aumentando el valor
Para mayores peligros
Louise Michel
Entre los más implacables luchadores que combatieron la invasión y defendieron la República como a la aurora de la libertad las mujeres eran numerosas.
Se ha querido hacer de las mujeres una casta, y bajo la fuerza que las oprime a través de los acontecimientos, la selección está hecha; no se nos ha consultado para ello, y no tenemos que consultar a nadie. El nuevo mundo nos reunirá con la humanidad libre en la que cada ser tendrá su sitio.
El derecho de las mujeres, con Marie Deresme, marchaba valerosamente adelante, pero exclusivamente para un solo sector de la humanidad, las escuelas profesionales de las señoras Jules Simon, Paulin, Julia Toussaint. La enseñanza de los niños de la señora Pape Carpentier, encontrándose en la calle Hautefeuille, con la sociedad de instrucción elemental, habían fraternizado en el Imperio, con tal amplitud que las más activas formaban parte de todas las agrupaciones al mismo tiempo. Teníamos para ello como cómplice al señor Francolin, de la instrucción elemental, a quien, por su parecido con los sabios alquimistas de antiguas épocas, y también por amistad, llamábamos doctor Francolinus.
Había fundado, casi solo, una escuela profesional gratuita en la calle Thévenot.
Las clases eran nocturnas. Por ello podíamos asistir a la calle Thévenot después de darlas nuestras; casi todas éramos maestras. Estaba María La Cecillia, soltera entonces, Marie Andreux, la directora; otras varias que daban clases, yo daba tres: literatura, en la que era tan fácil encontrar citas de autores de otro tiempo adaptables al momento presente; la geografía antigua, en la que los nombres y las investigaciones del pasado nos llevaban a las investigaciones y a los nombres presentes, donde era tan agradable evocar el futuro sobre las ruinas que aquellos cursos me apasionaban.
Todavía tenía, los jueves, dibujo, en el que la policía imperial me hizo el honor de venir a ver un Victor Noir en su lecho de muerte, dibujado con yeso blanco y difuminado con el dedo en el cuadro negro, lo que logra un relieve de una suavidad de ensueño.
Cuando los acontecimientos se precipitaron, Charles de Sivry se encargó del curso de literatura, y la señorita Potin, mi vecina de institución y amiga mía, se ocupó del dibujo.
Todas las sociedades de mujeres, pensando solo en la terrible hora en la que vivíamos, se incorporaron a la sociedad de socorro a las víctimas de la guerra, donde las burguesas, las esposas de aquellos miembros de la Defensa Nacional que defendían tan poco, fueron heroicas.
Lo digo sin espíritu sectario, ya que estaba más a menudo en la Patria en peligro y en el comité de vigilancia que en el comité de socorro a las víctimas de la guerra; el espíritu fue generoso y amplio, y se socorrió, incluso de manera pormenorizada, con el fin de aliviar un poco todos los sufrimientos, y con ello alentar, ahora y siempre, el compromiso de no rendirse.
Si alguien hubiera hablado de rendición delante del comité de socorro a las víctimas de la guerra, se le hubiera echado tan enérgicamente como en los clubes de Belleville o de Montmartre. Éramos las mujeres de París lo mismo que en los suburbios. Recuerdo que en la sociedad para la instrucción elemental donde, a la derecha del despacho, en el pequeño gabinete, tenía yo mi sitio en la caja del esqueleto, en la sociedad de socorro, era sobre un taburete, a los pies de la señora Goodchaux quien, pareciendo con su pelo blanco a una marquesa de otros tiempos, volcaba a veces, sonriendo, una gotita de agua fría sobre mis sueños.
¿Por qué era yo allí una privilegiada? No lo sabía; bien es verdad que a las mujeres les gustan las revueltas. No valemos más que los hombres, pero el poder no nos ha corrompido aún. El hecho es que me querían y yo las quería.
Cuando después del 31 de octubre fui apresada por el señor Cresson, no por haber tomado parte en una manifestación, sino por haber dicho: “¡Yo no estaba allí más que para compartir los peligros de las mujeres, ya que no reconozco al gobierno!”, la señora Meurice, en nombre de la sociedad para las víctimas de la guerra, acudió a reclamarme en el mismo momento, en el que en nombre de los clubes, acudían igualmente Ferré, Avronsart y Christ.
¡Cuántas cosas intentaron las mujeres el 71! ¡Todas, y por todas partes! Al principio, habíamos establecido hospitales de campaña en los fuertes, y como contra la costumbre, encontramos a la Defensa Nacional propicia a acogernos, comenzábamos ya a creer que los gobernantes estaban bien dispuesto para el combate, cuando también enviaron a los fuertes a una multitud de jóvenes totalmente inútiles, ignorantes y petits crevés,[52] que gritaban sus temores, unas y otras nos apresuramos a dimitir, buscando la manera de emplearnos más útilmente. El año pasado encontré a una de aquellas valientes enfermeras, la señora Gaspard.
Los hospitales de campaña, los comités de vigilancia o los talleres de las alcaldías donde, sobre todo en Montmartre, las señoras Poirier, Escoffon, Blin, Jarry encontraban la manera de que todas tuvieran un mismo salario.
La marmita revolucionaria donde, durante todo el asedio, la señora Lemel, de la cámara sindical de encuadernadores, impidió no sé cómo, que mucha gente muriese de hambre; lo que fue un verdadero alarde de abnegación y de inteligencia.
Las mujeres no se preguntaban si una cosa era posible, sino si era útil, y entonces lograban llevarla a cabo.
Un día, se decidió que Montmartre no tenía suficientes hospitales de campaña. Entonces, con una amiga de la sociedad de instrucción elemental, muy joven en aquella época, resolvimos fundarlo. Era Jeanne A., después la señora B.
No había un céntimo, pero teníamos una idea para conseguir fondos.
Llevamos con nosotras a un Guardia Nacional, muy alto y con la fisonomía de un grabado del 93, andando delante, con la bayoneta calada. Nosotras, con unas anchas fajas rojas, llevando en la mano unas bolsas hechas para la ocasión, nos encaminamos, malencaradas, a las casas de los ricos. Comenzamos por las iglesias, el Guardia Nacional caminaba golpeando con el fusil las baldosas del pasillo central, nosotras, cada una por un lado de la nave, empezamos nuestra colecta por los sacerdotes que estaban en el altar.
A su vez las devotas, pálidas de espanto, echaban temblando sus monedas en nuestras bolsas, algunas de bastante buena gana, al ver que todos los curas daban. Luego, les tocó el tumo a algunos financieros judíos o cristianos, y por último a gente de bien: un farmacéutico de la Butte ofreció el material. El hospital estaba fundado.
Una vez en la alcaldía de Montmartre nos reímos mucho con esta expedición que nadie hubiese alentado de haber hablado de ella antes de su realización.
El día en que las señoras Poirier, Blin y Excoffons vinieron a buscarme a mi clase para iniciar el comité de vigilancia de las mujeres, ha estado siempre presente en mi memoria.
Era de noche, después de clase, estaban sentadas contra la pared, Excoffons con sus cabellos rubios despeinados, la madre Blin, ya anciana, con una capelina de punto, y la señora Poirier con un capuchón de indiana roja. Sin cumplidos, sin titubeos, me dijeron simplemente:
—Es preciso que venga con nosotras, y yo les contesté:
—Voy.
En aquel momento en mi clase había casi doscientas alumnas, niñas de seis a doce años, a las que instruíamos, mi ayudante y yo, y niños muy pequeños de tres a seis años, de uno y otro sexo, de los que se encargaba mi madre y a los que mimaba mucho. Las mayores de mi clase le ayudaban, unas veces con una, otras con otra.
Los pequeños, cuyos padres eran campesinos refugiados en París, fueron enviados por Clemenceau. La alcaldía se encargaba de su alimentación; tenían leche, carne de caballo, legumbres y muy a menudo algunas golosinas.
Un día que se retrasaba la leche, los más pequeños, poco acostumbrados a esperar, se echaron a llorar, y mi madre, al consolarlos, lloraba con ellos. No sé cómo se me ocurrió, para hacerles esperar pacientemente, amenazarles si no se callaban, con mandarlos con Trochu.
Inmediatamente gritaron con espanto: —¡Señorita, vamos a ser buenos! ¡No nos mande con Trochu!
Estos gritos y la paciencia con que aguardaron me dieron idea de que en su casa tenían poca estima al gobierno de París.
Se ha hablado con frecuencia de envidias entre maestras. Yo no las he experimentado. Antes de la guerra, intercambiaba clases con mi vecina más cercana, la señorita Potin, ella daba dibujo en mi casa, y yo música en la suya, llevando, unas veces la una y otras la otra, a nuestras alumnas mayores a los cursos de la calle Hautefeuille. Durante el asedio, impartió mi clase, cuando yo estaba en la prisión.
III. Los días de la Comuna
I. El 18 de marzo
La extraordinaria germinación de las nuevas ideas les sorprende y les espanta, el olor de la pólvora altera su digestión, se marearon y no nos lo perdonarán.
La revancha de la Comuna
J.B. Clement
Aurelle de Paladine mandaba, sin que quisiera obedecerle, a la Guardia Nacional de París, que había elegido a Garibaldi.
Brunet y Piaza, elegidos igualmente el 28 de enero como jefes por los guardias nacionales, condenados por los consejos de guerra a dos años de prisión, fueron puestos en libertad en la noche del 26 al 27 de febrero.
Ya no se obedecía: el gobierno envió unos artilleros a coger los cañones de la plaza de los Vosgos, que fueron rechazados, sin que se atrevieran a insistir. Dichos cañones fueron arrastrados hasta les Buttes-Chaumont.
Los periódicos a los que la reacción acusaba de pactar con el enemigo, Le Vengeur, de Félix Pyat; Le Cri du Peuple, de Valles; Le Mot d'Ordre, de Rochefort, fundado al día siguiente del armisticio; Le Père Duchesne, de Vermesch, Humbert, Maroteau y Guillaume; La Bouche de Fer, de Vermorel; La Fédération, de Odysse Barot, y La Caricature, de Pilotelle, estaban cerrados desde el 12 de marzo.
Los pasquines remplazaban a los periódicos, y entonces los soldados defendían contra la policía aquellos donde se les decía que no degollaran París, y que ayudaran a defender a la República.
Al señor Thiers, el genio malo de Francia, finalizando sus peregrinaciones el 10 de marzo, Jules Favre le escribió la siguiente e increíble carta:
París, 10 de marzo de 1871, a medianoche
Querido presidente y excelente amigo, el consejo acaba de recibir con mucha alegría la buena noticia del voto de la asamblea.
Todo el honor corresponde a su infatigable dedicación, y el consejo ve en ello un motivo más de reconocimiento hacia usted. Me congratulo desde cualquier punto de vista; es el pago de su unión con la asamblea, que nos lo devuelve y le permite al fin abordar la realización de nuestros varios deberes.
Tenemos que tranquilizar y defender a nuestro pobre país, tan desdichado y tan profundamente alterado. Debemos comenzar por hacer cumplir las leyes. Esta noche hemos acordado la supresión de cinco periódicos que predican cada día el asesinato: Le Vengeur, Le Mot d ’Ordre, La Bouche de Fer, Le Cri du Peuple y La Caricature. Estamos decididos a acabar con los reductos de Montmartre y de Belleville, y esperamos que esto se lleve a cabo sin derramamiento de sangre.
Esta tarde, al juzgar a una segunda tanda de los acusados por el 31 de octubre, el consejo de guerra ha condenado en rebeldía a Flourens, Blanqui y Levrault a la pena de muerte; a Vallès, presente, a seis meses de prisión.
Mañana por la mañana iré a Ferriére a ponerme de acuerdo con la autoridad prusiana sobre multitud de detalles.
Los prusianos siguen mostrándose intolerables, voy a tratar de establecer con ellos acuerdos para suavizar la situación de nuestros desdichados conciudadanos. Espero que pueda usted partir mañana sábado. Encontrará París y Versalles dispuestos a recibirle y en París a alguien muy dichoso por su regreso.
Con mi sincera amistad.
Jules Favre
En la noche del 17, se fijaron en las paredes de París carteles gubernamentales, con el fin de que se leyeran temprano; pero el 18 por la mañana nadie se ocupaba ya de aquellas declaraciones.
Este era, sin embargo curioso, porque los hombres que lo redactaron creyeron hacerlo con habilidad; ciegos en cuanto a los sentimientos de París, hablaban una lengua extranjera, que nadie quería oír; la de la capitulación.
Habitantes de París,
Volvemos a hacer una llamada, a vosotros y a vuestro patriotismo y esperamos ser oídos. Vuestra gran ciudad, que no puede vivir sino por el orden, se halla profundamente alterada en algunos barrios, y la alteración de esos barrios, aun sin propagarse a los demás, es suficiente para impedir la vuelta al trabajo y al bienestar. Desde hace algún tiempo, hombres malintencionados, con el pretexto de resistir a los prusianos, que ya no están entre vuestros muros, se han constituido en amos de una parte de la ciudad, en la que han levantado trincheras, en la que montan guardia y os obligan a montarla con ellos por orden de un arcano comité que pretende imponerse solo a una parte de la Guardia Nacional, desconociendo así la autoridad del general d'Aurelle, tan digno de lideraros, y que quiere formar un gobierno legal instaurado por sufragio universal.
Esos hombres que os han causado ya tanto daño, a los que dispersasteis vosotros mismos el 31 de octubre, proclaman su pretensión de defenderos contra los prusianos que no han hecho sino aparecer en vuestros muros y cuya marcha definitiva se retrasa por sus desórdenes. Apuntando con unos cañones que, al disparar, no fulminarían sino a vuestras casas, a vuestros hijos y a vosotros mismos. Finalmente, comprometen a la República en lugar de defenderla; porque si se estableciese la opinión en Francia de que la República es la necesaria compañera del desorden, la República estaría perdida. No les creáis y escuchad la verdad que os decimos, con toda sinceridad.
El gobierno nombrado por la nación entera, hubiera podido ya recobrar sus cañones, sustraídos al Estado, que en este momento solo os amenazan a vosotros; retirar esos ridículos recuerdos que solo impiden la buena marcha del comercio y entregar a la justicia a esos criminales que no temen que la guerra civil pueda suceder a la guerra extranjera; pero sin embargo el gobierno ha querido dar a los engañados ciudadanos tiempo para que se separen de quienes les engañan.
No obstante el tiempo que se ha dado a los hombres de buena fe para separarse de los hombres de mala fe se ha cogido de vuestro reposo, de vuestro bienestar, del bienestar de toda Francia, por lo tanto, no hay que prolongarlo indefinidamente. Mientras dure este estado de cosas el comercio está parado, vuestras tiendas están desiertas, los encargos que vienen de todas partes están suspendidos, vuestros brazos están ociosos, el crédito no aparece; los capitales que el gobierno necesita para librar al territorio de la presencia del enemigo vacilan en presentarse. Por vuestro propio interés, por el de vuestra ciudad como por el de Francia, el gobierno está resuelto a actuar. Los responsables de haber pretendido instituir un gobierno van a ser entregados a la justicia regular. Los cañones sustraídos al Estado van a ser reintegrados a los arsenales, y para ejecutar esta urgente acción de justicia y de razón el gobierno cuenta con vuestra colaboración.
Que los buenos ciudadanos se separen de los malos, que ayuden a la fuerza pública en lugar de resistirse, con lo que acelerarán el retomo del bienestar a la ciudad y prestarán servicio a la propia República a la que arruinaría el desorden en la opinión de Francia. Parisinos, os hablamos así porque estimamos vuestro sentido común, vuestra sensatez, vuestro patriotismo; pero una vez hecha esta advertencia, vosotros mismos aprobaréis que recurramos a la fuerza, puesto que es preciso, a toda costa y sin un día de demora, que el orden, condición para vuestro bienestar, renazca por entero, inmediato e inalterable”.
París, 17 de marzo de 1871
Thiers, jefe del poder ejecutivo
A la gente le preocupaba la proclama del señor Thiers mucho menos de lo que le preocuparía una del rey Dagoberto.[53]
Todo el mundo sabía que los cañones, que decían ser sustraídos al Estado, pertenecían a la Guardia Nacional y que devolverlos hubiera sido tanto como ayudar a una restauración. El señor Thiers había caído en su propia trampa; los embustes eran muy evidentes, las amenazas muy claras.
Jules Favre relata, con la inconsciencia que proporciona el poder, la provocación preparada.
“Vinoy —dice— hubiese querido que se entablase la lucha suprimiendo la paga de la Guardia Nacional. Pensamos que esta fórmula era más peligrosa que una provocación directa”.[54]
La provocación directa estuvo, pues, planeada; pero el golpe de mano intentado en la plaza de los Vosgos despertó la alarma. Sabíamos, por el 31 de octubre y el 22 de enero, de lo que son capaces los burgueses asustados por el espectro rojo.
Estábamos demasiado cerca de Sedan y de la rendición para que los soldados, fraternalmente alimentados por los habitantes de París, hicieran causa común con la represión. Pero sin una acción rápida, se presentía, dice Lefrançais, que, como el 2 de diciembre, sucumbirían la República y la libertad.
La invasión de los suburbios por el Ejército se llevó a cabo en la noche del 17 al 18; pero a pesar de algunos disparos de fusil de los gendarmes y de los guardias de París, estos confraternizaron con la Guardia Nacional.
Sobre la Butte había un puesto del 610 vigilando en el número 6 de la calle de Rosiers. Fui allí de parte de Dardelle para un comunicado y me quedé.
Dos hombres sospechosos se introdujeron aquella tarde y fueron enviados bajo custodia a la alcaldía, a la que decían pertenecer y donde nadie por cierto les conocía. Se les detuvo, evadiéndose a la mañana siguiente durante el ataque.
Un tercer sospechoso, Souche, entró con un vago pretexto hacia el final de la noche, contando unos embustes de los que nadie creía una palabra. No le perdíamos de vista, cuando el centinela Turpin cayó herido de una bala. El puesto fue sorprendido sin que el disparo de cañón sin bala que debía ser hecho en caso de ataque diera la alarma; pero se adivinaba que la jornada no acabaría ahí.
La cantinera y yo vendamos a Turpin, con tiras de nuestras propia ropa interior. Entonces llegó Clemenceau, quien, desconociendo que el herido estaba ya vendado, pidió vendas. Con ambos compromisos de regreso, bajo la colina, con mi carabina bajo la capa, gritando: ¡Traición! Se estaba formando una columna; todo el comité de vigilancia estaba allí: Ferré, el viejo Moreau, Avronsart, Lemoussu, Burlot, Scheiner, Bourdeille. Montmartre despertaba, el toque a llamada redoblaba, yo regresaba en efecto, pero con los demás al asalto de las colinas.
Apuntando el alba, se oía el toque a rebato. Subíamos a la carga, sabiendo que en la cima había un ejército en orden de batalla. Pensábamos morir por la libertad.
Nos sentíamos como si nuestros pies no tocaran el suelo. Muertos nosotros, París se hubiese levantado. Las multitudes en ciertos momentos son la vanguardia del océano humano.
La Butte estaba envuelta en una luz blanca, un espléndido amanecer de liberación.
De pronto vi a mi madre cerca de mí, y experimenté una espantosa angustia; inquieta, había acudido. Todas las mujeres se hallaban allí subiendo a la vez que nosotros, no sé cómo.
No era la muerte lo que nos esperaba sobre les Buttes, donde, sin embargo, ya el ejército enganchaba los cañones, para reunirlos con los de Batignolles arrebatados durante la noche, sino la sorpresa de una victoria del pueblo.
Las mujeres se tiran sobre los cañones y las ametralladoras interponiéndose entre nosotros y el ejército; los soldados permanecen inmóviles.
Mientras que el general Lecomte ordena abrir fuego sobre la multitud, un suboficial saliendo de las filas, se coloca delante de su compañía, y en voz más alta que Lecomte, grita: ¡Culatas arriba! Los soldados obedecen. Era Verdaguerre, quien, sobre todo por este hecho, fue fusilado por Versalles meses más tarde.
La Revolución estaba hecha.
Lecomte, detenido en el momento en que por tercera vez ordenaba abrir fuego, fue conducido a la calle de Rosiers, adonde fue a reunírsele Clément Thomas, descubierto vestido de paisano mientras espiaba las barricadas de Montmartre.
Según las leyes de guerra, debían morir.
En el Château-Rouge, cuartel general de Montmartre, el general Lecomte firmó la evacuación de les Buttes.
Conducidos del Château-Rouge a la calle de Rosiers, Clément Thomas y Lecomte tuvieron por adversarios sobre todo a sus propios soldados.
La silenciosa acumulación de torturas que la disciplina militar permite amontona también resentimientos implacables.
Los revolucionarios de Montmartre quizá hubiesen salvado a los generales de la muerte que tanto merecían, a pesar de la ya antigua sentencia de Clément Thomas por los evadidos de junio. El capitán garibaldino Herpin-Lacroix arriesgaba su vida por defenderles, a pesar de que la complicidad de aquellos dos hombres era clara. La furia aumenta se oye un disparo, los fusiles se disparan solos.
Clément Thomas y Lecomte fueron fusilados hacia las cuatro en la calle de Rosiers. Clément Thomas murió bien.
En la calle Houdon un oficial que había herido a uno de sus soldados por negarse a disparar contra la multitud, se le apunto y se le disparó.
Los gendarmes escondidos detrás de las barracas de los bulevares exteriores no pudieron resistir más tiempo. Vinoy huyó de la plaza Pigalle, dejando, según decían, su sombrero. La victoria era completa, y hubiera sido duradera si el día siguiente todos hubiéramos marchado en masa hacia Versalles, donde el gobierno había huido.
Muchos de los nuestros habrían caído en el camino, pero la reacción se hubiera ahogado en su guarida. La legalidad, el sufragio universal y todos los escrúpulos de ese género, que echan a perder las revoluciones, se tomaron en cuenta como de costumbre.
La tarde del 18 de marzo, los oficiales que habían sido apresados con Lecomte y Clément Thomas fueron liberados por Jaclard y Ferré.
No queríamos debilidades ni inútiles crueldades.
Días después murió Turpin dichoso decía, por haber visto la Revolución; encomendó su mujer a la que dejaba sin recursos, a Clemenceau.
Una agitada multitud acompañó a Turpin al cementerio.
—¡A Versalles! gritaba Th. Ferré, subido en el coche fúnebre.
—¡A Versalles! repetía la multitud.
Parecía que estuviéramos ya en el camino; los de Montmartre no imaginaban que se pudiera esperar.
Pero fue Versalles el que vino; los escrúpulos llegaron hasta el punto de esperarle.
2. Embustes de Versalles – Manifiesto – Comité Central
¡Tiempos futuros, sublime visión!
Victor Hugo
El 19 de marzo Brunel marchó con unos guardias nacionales para tomar el cuartel del príncipe Eugenio. Pindy y Ranvier ocuparon el Ayuntamiento. Mientras que algunas compañías del centro, unos politécnicos y un pequeño grupo de estudiantes que, sin embargo, habían marchado hasta entonces en la vanguardia, lamentaban la muerte de Clément Thomas y Lecomte, el Comité Central se reunió en el Ayuntamiento y declaró que, habiendo expirado su mandato, conserva el poder únicamente hasta el nombramiento de la Comuna.
¡Lástima! Si aquellos abnegados hombres hubiesen tenido, ellos también, un menor respeto a la legalidad ¡Qué acertado y revolucionario hubiera sido proclamar la Comuna camino de Versalles!
Los manifiestos del Comité Central relataban los acontecimientos del 18 de marzo en respuesta a los del gobierno, que seguían mintiendo ante los hechos. Los propios batallones del centro leían con estupor las declaraciones del señor Thiers y de sus colegas, que parecían no comprender la situación. Puede que, en efecto, no la comprendían.
REPÚBLICA FRANCESA
18 de Marzo de 1871
Guardias nacionales de París,Se está extendiendo el absurdo rumor que el gobierno prepara un golpe de Estado. El gobierno de la República no puede tener otro objeto que la salud de la República. Las medidas que ha tomado eran indispensables para el mantenimiento del orden. Ha querido y quiere acabar con un comité insurrecto cuyos miembros, casi todos desconocidos por la población, no representan sino doctrinas comunistas, y entregarían París al saqueo y Francia a la tumba si la Guardia Nacional no se levantara para defender de común acuerdo la patria y la República.
París, 18 de marzo de 1871
A Thiers, Dufaure, E. Picard, J. Favre, J. Simon, Pouyet-Quertier, general Le Flo, almirante Pothuau, Lambrecht de Sarcy.
El general d’Aurelle de Paladine, que por su parte se imaginaba mandar la Guardia Nacional de París, le había dirigido una proclama:
París, 18 de marzo de 1871
Guardias nacionales,El gobierno os invita a defender vuestra ciudad, vuestras familias, vuestras propiedades. Algunos hombres equivocados, colocándose por encima de las leyes, no obedeciendo más que a ocultos jefes, dirigen contra París los cañones que fueron sustraídos a los prusianos, y resisten por la fuerza a la Guardia Nacional y al Ejército. ¿Vais a aguantarlo?
¿Queréis abandonar París a la sedición ante los ojos del extranjero dispuesto a aprovechar nuestras discordias? Si no la sofocáis en su germen, París sucumbirá y quizá Francia.
Tenéis su destino en las manos. El gobierno ha querido que se os dejaran vuestras armas. Asidlas con decisión para restablecer el régimen legal y salvar a la República de la anarquía que sería su perdición.
Cerrad filas con vuestros jefes, es el único medio para escapar a la ruina y ala dominación del extranjero.
El ministro del Interior, E. Picard
El general comandante superior de las fuerzas de la Guardia Nacional, D’Aurelle.
Júpiter, decían los ancianos, ciega a los que quieren perder, y ese Júpiter es la potencia.
Los rayos de Versalles alcanzaban escasamente su objetivo, al no estar en armonía con la situación.
El Comité Central rectificó en pocas palabras las mentiras oficiales:
Libertad, Igualdad, Fraternidad
República Francesa,
19 de marzo de 1871Al pueblo.
Ciudadanos, el pueblo de París se ha librado del yugo que querían imponerle. Sereno, impasible en su fuerza, ha aguardado sin temor y sin provocación a los desvergonzados locos que querían atentar contra la República.
Esta vez nuestros hermanos del ejército no han querido golpear la santa arca de la libertad; gracias a todos, y que todos con Francia creen juntos las bases do un* República aclamada con todas sus consecuencias; el único gobierno que cerrará para siempre la era de las invasiones y de las guerras civiles.
El estado de sitio se ha levantado, el pueblo de París está convocado en sus secciones para llevar a cabo las elecciones comunales; la seguridad de todos los ciudadanos está garantizada por el apoyo de la Guardia Nacional.
El Comité Central:
Assi, Billioray, Ferrat, Babiek, Ed. Moreau, Ch. Dupont, Varlin, Boursier, Mortier, Gouhier, Lavalette, Jourde, Rousseau, Ch. Lullier, Blanchet, Grollard, Barroud, H. Deresme, Favre, Fougeret.
Una segunda declaración completa la exposición de la situación:
República Francesa
Libertad, Igualdad, FraternidadCiudadanos.
Nos habéis encargado organizar la defensa de París y vuestros derechos.
Tenemos la seguridad de haber cumplido esta misión, ayudados por vuestro generoso valor y vuestra admirable sangre fría.
Hemos expulsado al gobierno que nos traicionaba.
En este momento nuestro mandato ha expirado y os lo restituimos, ya que no queremos sustituir a aquellos a quienes el aliento del pueblo acaba de derribar. Preparad y haced vuestras elecciones comunales, recompensándonos de la única manera que podemos desear, veros establecer la verdadera República.
Mientras tanto, conservamos el Ayuntamiento en nombre del pueblo francés.
Ayuntamiento de París, 19 de marzo de 1871
El Comité Central de la Guardia Nacional
Pobres amigos, ni los unos ni los otros visteis declaración alguna que fuera más elocuente que la revolución acabando su obra con la victoria que aseguraba la liberación. Tanto se había vuelto la cabeza hacia el 89 y el 93, que todavía se hablaba su idioma.
Pero Versalles hablaba un lenguaje mucho más viejo aún, ensayando aires de capa y de espada que la emboscada traspasaba.
La provincia comenzó por despreciar las mentiras; pero, poco a poco, gota a gota impregnaron los espíritus hasta saturarlos.
El gnomo de Transnonain[55] aprovechó el tiempo.
Es curioso ver algunas de las proclamas de aquel nefasto personaje.
La dirigida a los empleados de la administración se explica sin arribajes.
“De acuerdo con la orden del poder ejecutivo, estáis invitados a trasladaros a Versalles para poneros a su disposición.
Por orden del gobierno, ninguna correspondencia procedente de París debe ser trasmitida o distribuida.
Todos los objetos con este origen que llegaran de París a vuestras oficinas, en envíos cerrados o de otra forma deberán ser invariablemente reenviados a Versalles”.
En virtud de esta orden ejecutada por las oficinas de correos de provincias, el señor Thiers acusó más tarde a la Comuna de interceptar la correspondencia.
El Journal Officiel (diario oficial) de Versalles, enviado de un extremo a otro de Francia, contenía esta apreciación:
“El gobierno, nacido de una asamblea elegida por sufragio universal, ha declarado varias veces que quería fundar la República.
Los que quieren derribarla son hombres del caos, asesinos que no temen sembrar el espanto y la muerte en una ciudad que no puede salvarse más que por la tranquilidad y el respeto a las leyes.
No son más que hombres corrompidos por el enemigo o el despotismo. Sus crímenes, así lo esperamos, provocarán la justa indignación de la población de París, que se levantará para infligirles el castigo que merecen”.
El jefe del poder ejecutivo
A. Thiers
El despacho del furioso viejo burgués a la alcaldía de Ruan es todavía más explícito. Habiendo huido de París, quería asesinarlo tranquilamente en su casa, de la misma manera que Pierre Bonaparte mataba en sus aposentos.
Versalles 19 de marzo de 1871, 8:25 de la mañana.
El presidente del consejo del gobierno, jefe del poder ejecutivo, a los prefectos, comandantes generales de las divisiones militares, primeros presidentes de las audiencias territoriales, fiscales generales, arzobispos y obispos.
El gobierno entero está reunido en Versalles, donde igualmente está reunida la asamblea.
El Ejército, con cuatrocientos mil hombres, se ha concentrado allí en buena ley al mando del general Vinoy.
Todas las autoridades, todos los jefes del Ejército han llegado, las autoridades civiles y militares no ejecutarán otras órdenes que las del gobierno regular residente en Versalles, so pena de ser consignados corno culpables de prevaricación.
Se invita a los miembros de la asamblea nacional a acelerar su regreso para estar presentes en la sesión del 20 de marzo.
La presente circular será difundida publicitariamente.
El jefe del poder ejecutivo
Para evocar la época es preciso amontonar los documentos, hablar el idioma de eso veintiséis años atrás, viejo de mil años, por los infantiles escrúpulos de los heroicos hombres que en tan poco aprecio tenían su vida.
El Comité Central creyó que era su deber disculparse por las calumnias de Versalles.
Se le llamaba oculto, cuando sus miembros habían puesto sus nombres en todos los carteles.
No era desconocido, puesto que había sido elegido por los votos de doscientos quince batallones.
Se rodeó de todas las inteligencias, de todas las capacidades.
Trataron a sus miembros de asesinos, jamás firmaron una sentencia de muerte.
Poco faltó para que uno de los más timoratos mantuviese la moción por la que el Comité Central debía protestar contra la ejecución de Lecomte y de Clément Thomas. Una imprecación de Rousseau le detuvo: “Tened cuidado en no desautorizar al pueblo, no vaya a ser que él os desautorice a su vez”, terminando con la disolución de su responsabilidad o la de un grupo en un movimiento revolucionario.
Al huir a Versalles, el gobierno dejó las arcas vacías; los enfermos en los hospitales, el servicio de ambulancias y el de los cementerios sin recursos y los servicios alterados. Varlin y Jourde obtuvieron cuatro millones del banco; pero al estar las llaves en Versalles no quisieron forzar las cajas. Entonces, pidieron a Rothschild un crédito de un millón, que pagó al banco.
Se distribuyó la paga a la Guardia Nacional, que se contentó con sus treinta céntimos, creyendo hacer un sacrificio útil.
Los hospitales y otros servicios recibieron aquello que necesitaban, y los asesinos y saqueadores del Comité Central comenzaron con una economía estricta que habría de durar hasta el final, continuada por los bandidos de la Comuna.
Es espantoso comprobar como el respeto al corazón de ese vampiro capital, que llamamos banca, salvó víctimas humanas; era ese el verdadero rehén.
Los adversarios de la Comuna confiesan hoy que habría triunfado si se hubiera atrevido a servirse para la causa común de esos tesoros que eran de todos.
La prueba es fácil de hacer, entre otras cosas por medio de estos párrafos extraídos de un artículo de Le Matin, de fecha de 11 de junio de 1897:
Bajo la comuna, historia de la banca durante y después de la insurrección.
En el Banco de Francia había una fortuna de 3323 millones, más de la mitad de la indemnización de guerra. ¿Qué habría ocurrido si la Comuna se hubiera apoderado de ese tesoro, cosa que hubiera hecho muy fácilmente sin ninguna controversia, de haber sido el banco un banco estatal, como hizo con todos los establecimientos públicos? Ninguna duda de que con tal nervio de la guerra hubiera salido victoriosa.
Es cierto que el banco se vio obligado a entregar varias cantidades a la Comuna. Las cuentas de Jourde, delegado en el ministerio de Hacienda, que se han reconocido exactas, acusan entregas que se elevan a 7750000 francos; ¿pero qué es esto al lado de los tres mil millones y medio que contenían los cofres del banco...? La batería de infantería de línea que había custodiado el banco estaba ya en Versalles. El banco no tenía para defenderse más que unos ciento treinta hombres, sus empleados, mandados por otro empleado, el señor Bernard, antiguo jefe de batallón. Estaban mal armados, con solo diez mil cartuchos. El 23 de marzo, tras la marcha del señor Rouland a Versalles, el señor de Pleuc se encontró investido con el gobierno del Banco[...]
Para comenzar, el señor de Pleuc recibió una carta conminatoria de Jourde y de Varlin. Envió al principal cajero a los distritos primero y segundo y al almirante Saisset a preguntar si podía entablar la lucha y si recibiría ayuda.
El almirante Saisset no había llegado de Versalles, y era inencontrable.
El adjunto del primer distrito, Méline, mandó decir al señor de Pleuc que evitara la lucha, empleando el espíritu de conciliación. No había otra conciliación posible que la entrega de dinero. El señor de Pleuc, después de consultar a su consejo de administración, hizo entregar trescientos cincuenta mil de los setecientos mil francos que reclamaba Jourde.
El mismo día hizo un pago de doscientos mil a un agente del Tesoro, enviado de Versalles...
El Comité Central tuvo conocimiento de ello, e hizo notificar al señor de Pleuc que todo abono a la cuenta de Versalles se consideraría un crimen de alta traición.
El 24 de marzo el señor de Pleuc vio al fin, al almirante Saisset, que le declaró delante de los señores Tirard y Schoelcher que él defendía al banco. Pero al acompañarlo hasta la puerta, le confesó que no podía hacerlo. No se podía pensar en evacuar el banco, porque hubieran sido necesarios ochenta carros y un cuerpo de ejército para protegerlos [...]
El señor de Pleuc aprovechó estas negociaciones para hacer salir de París treinta y dos clichés, obstaculizando así la fabricación de billetes, si es que la Comuna llegaba a apoderarse del Banco.
El señor de Pleuc insinuó a Beslay, su delegado, que era preferible nombrar un comisario delegado, que aprobaría que fuera él y consintiera en ceñir su mandato a conocer las relaciones del banco con Versalles y la ciudad de París. — Mire Señor Beslay, le dijo, tenga usted en cuenta que el papel que le ofrezco es bastante grandioso. Ayúdeme a salvar esto, que es la fortuna de su país, la fortuna de Francia. Beslay se dejó convencer, y la Comuna se contentó con un comisario delegado El 24 por la mañana, por primera vez desde hacia sesenta y siete días, aparecieron unos soldados delante del banco; pero en lugar de ocuparse inmediatamente en defenderlo contra una tentativa definitiva, pasaron sin detenerse. Pasó además un segundo batallón. El señor de Pleuc mandó izar entonces la bandera tricolor. A las ocho, el general L'Héritier entraba en el banco y establecía en él su cuartel general...
Esos treinta sous[56] —con los que las familias apenas si tenían para pan— tuvieron durante cerca de tres meses aquellos tesoros a su disposición. Tuvieron el mismo sentimiento que el pobre viejo Beslay, tan odiosamente engañado: creían custodiar la fortuna de Francia.
Una declaración colectiva de varios periódicos pretendió que la convocatoria de los electores, por ser un acto de soberanía popular, no podía tener lugar sin el consentimiento de los poderes emanados del sufragio universal. Aunque a la vez reconociendo el 18 de marzo como una victoria popular, quisieron intentar una conciliación entre París y Versalles. Tirard, Desmarets, Vautrin y Dubail fueron a la alcaldía del distrito primero, donde se había quedado Jules Ferry, quien les envió a Hendlé, secretario de Jules Favre, que declaró no querer tratar con la rebelión.
Millière, Malon, Clemenceau, Tolain, Poirier y Villeneuve pidieron al Comité Central, que se encomendara sin lucha ni intervención prusiana a los municipios, que se comprometían a que las elecciones municipales se hicieran libremente, la prefectura de policía abolida y el Comité Central conservando el mantenimiento del orden en París.
Varlin, presidente del pleno del Comité Central, respondió que el gobierno había sido el agresor, pero que ni el Comité Central ni la Guardia Nacional deseaban la guerra civil.
Varlin, Jourde y Moreau acompañaron a los delegados a la administración del banco, donde discutieron sin llegar a entenderse, no pudiendo el Comité Central desertar de su puesto.
El tiempo pasó hasta el día 23, en conversaciones. Ese día en la sesión de la asamblea, Millière, Clemenceau, Malon, Lockroy y Tolain fueron a reclamar elecciones municipales en la ciudad de París.
Solo por el relato de uno de los delegados se puede expresar la impresión de esta sesión. He aquí el de Malon:
23 de marzo de 71, 6:30 de la mañana
Me voy del palacio de la asamblea bajo el efecto de la más dolorosa emoción. El pleno acaba de finalizar con una de esas espantosas tempestades parlamentarias de las que solo los anales de la Convención nos han legado el recuerdo; pero al menos, cuando se releen esas sombrías páginas del final del último siglo, el desenlace consuela siempre de las trágicas tristezas del drama. La patria, la República salen agrandadas por esas crisis, y el debate más tormentoso engendra alguna heroica resolución. No encontrareis nada semejante al término de mi relato.
Las dos primeras tribunas de la derecha de la primera galería se abren y los espectadores que las llenan se levantan y salen. Trece alcaldes de París, con la banda cruzando su pecho, aparecen.
Inmediatamente suenan, en todos los escaños de la izquierda, frenéticos aplausos y repetidos gritos de ¡Viva la República! Algunos añaden: ¡Viva Francia! Entonces, en algunos escaños de la derecha, ya no es enfado, es furor, el delirio, claman que es un atentado enseñando el puño a los alcaldes.
Un buen número de diputados se lanza hacia la tribuna, en la que permanece aún el desdichado Baze, mostrándoles el puño a él y al presidente; el tumulto es espantoso, indescriptible.
Finalmente, sin duda por agotamiento, el ruido disminuye, los de la extrema derecha cogen sus abrigos y comienzan a dirigirse hacia la puerta.
El presidente, que había tocado la campana de alarma durante toda aquella tempestad, se abriga y declara levantada la sesión, por haberse terminado el orden del día. La agitación llega al colmo en las tribunas, que lentamente se evacúan. Los pobres alcaldes permanecían allí en pie, sin saber qué hacer, con gesto desconsolado. Arnaud de l'Ariège va a reunirse con ellos y se van los últimos.
A la salida, vi a mujeres de la alta sociedad, del más distinguido espíritu y de gran corazón, que lloraban a causa del espectáculo al que acaban de asistir. ¡Cómo las entiendo! Es con todas nuestras lágrimas con las que habría que escribirla lúgubre página de historia que estamos haciendo desde hace unos meses. Así es como los de Versalles comprendían y querían la reconciliación.[57]
—Cargaréis, gritó Clemenceau a la asamblea, con la responsabilidad de lo que va a ocurrir, y Floquet agregó: —Esta gente está loca.
En efecto, estaban locos, locos de miedo por la revolución. Pero ¿no tenían merecida semejante acogida aquellos que habían ido al encuentro de aquellos furiosos?
La mayoría de los alcaldes se adhirieron a un postrer arreglo que no dio resultado: Dorian, alcalde de París; Edmond Adam, prefecto de policía; Langlois, general de la Guardia Nacional.
Mientras se hacía esta propuesta, Langlois reunía los batallones del orden y los hacinaba en el Grand Hotel. Edmond Adam rehusó.
El almirante Saisset, ratificando su nombramiento en Versalles, pegó carteles para el mantenimiento de la República, las franquicias municipales, las elecciones en breve plazo y una ley sobre los vencimientos y los alquileres.
¿No os parece ver a un ministerio español legislando sobre la independencia de Cuba, con Weyler[58] como jefe de Estado Mayor?
París sabía a qué atenerse.
El 25 de mayo, una carta de los diputados de París depositada en la Asamblea de Versalles suplicaba al gobierno que no dejara más tiempo sin consejo municipal a la ciudad.
Unida al expediente, quedó sin respuesta.
Las conversaciones entre el Comité Central y los alcaldes prosiguieron; el Comité comprendía que todo intento de pacificación sería inútil. Los alcaldes se sumaron a ellos, así como el Comité Central.
Declaración de los alcaldes y de los diputados de París, reunidos en consejo en Saint-Germain-l'Auxerrois, el 25 de marzo de 1871.
Los diputados de París, los alcaldes y los adjuntos reincorporados a las alcaldías de sus distritos, y los miembros del Consejo Central Federal de la Guardia Nacional, convencidos de que el único medio para evitar la guerra civil, el derramamiento de sangre en París y al mismo tiempo reafirmar la República, es proceder a unas elecciones inmediatas, convocan en los colegios electorales, mañana domingo, a todos los ciudadanos.
Las salas se abrirán a las ocho de la mañana, y se cerrarán a mediodía. ¡Viva la República!
Los alcaldes y adjuntos de París:
1° Distrito Edmond Adam, Méline, adjunto
2° Émile Brelay, Loiseau-Pinson
3° Bonvalet, alcalde, Ch. Murat adjunto
4° Vautrin, alcalde, de Chatillon, Loiseau, adjuntos
5° Jourdan, Collin, adjuntos
6°A. Leroy, adjunto
7°
8°
9° Desmarets, alcalde, E. Ferry, André Nast, adjuntos
10º A. Murat, adjunto
11º Mottu, alcalde, Blanchon, Poirier, Tolain, adjuntos
12º Grivot, alcalde, Denisson, Dumas, Turillon, adjuntos
13° Combes, Leo Meillet, adjuntos
15º Jurbes, Duval, Sextus-Michel, adjuntos
16º Chaudey, Sévestre, adjuntos
17º François Favre, alcalde, Malon, Villeneuve, Cacheux, adjuntos
18º Clemenceau alcalde, J. Lafont, Dereure, Juclard, adjuntos
19º Deveaux, Salory, adjuntosLos representantes del Sena presentes en París Lockroy, Floquet, Tolain, Clemenceau, Schoelcher, Greppo.
El comité de la Guardia Nacional
Avoine hijo, Antoine Arnaud, G. Arnold, Assi, Audignoux, Bouit, Jules Bergeret, Babick, Baron, Billioray, Blanchit, L. Boursier, Castioni, Chonteau, A. Dupont, Favre, Ferrat, Henri Fortuné, Fleury, Fougeret, G. Gaudier, Gouhier, M. Geresme, Grélier, Grolard, Jourde, Josselin, Lavalette, Lisbonne, Maljournal, Edouard Moreau, Mortier, Prudhomme, Rousseau, Ranvier, Varlin.
Tan pronto se publicó este manifiesto, el señor Thiers hizo telegrafiar por toda Francia, con su natural modo para provocar y mentir:
Francia decidida e indignada se cierne en torno al gobierno de la Asamblea Nacional para reprimir la anarquía que sigue siempre tratando de dominar París.
Un acuerdo, ajeno al gobierno, se ha establecido entre la pretendida Comuna y los alcaldes para convocar elecciones. Se harán sin libertad y desde luego sin autoridad moral.
Que el país no se preocupe y mantenga la confianza.
El orden será restablecido tanto en París como en el resto del país.
A. Thiers
En tanto que el señor Thiers y sus cómplices propagaban estas falsedades, el Comité Central, ayudado por algunos entusiastas revolucionarios, tales como Eudes, Vaillant, Ferré y Varlin, atendían a todo, y el Journal Officiel publicaba en París las siguientes medidas:
Se levanta el estado de sitio en el departamento del Sena.
Los consejos de guerra del Ejército permanente quedan abolidos.
Se concede amnistía plena y total a los crímenes y delitos políticos.
Se emplaza a todos los directores de prisiones que pongan inmediatamente en libertad a todos los detenidos políticos.
El nuevo gobierno de la República acaba de tomar posesión de todos los ministerios y de todas las administraciones.
Esta operación realizada por la Guardia Nacional impone grandes deberes a los ciudadanos que han aceptado esta tarea.
El ejército, comprendiendo al fin la situación en que se le tenía y los deberes que le incumbían, se ha fusionado con los habitantes de la ciudad; tropas de fusileros, móviles y marinos se han unido a la obra común.
Sepamos, pues, aprovechar esta unión para estrechar nuestras filas y de una vez para siempre asentar la República sobre bases serias e imperecederas.
Que la Guardia Nacional unida a los fusileros y a la móvil continúe su servicio con valor y abnegación.
Que los batallones de infantería cuyos mandos están aún casi completos ocupen los fuertes y todas las posiciones avanzadas, con el fin de asegurar la defensa de la capital. Los municipios de los distritos, imbuidos del mismo celo y del mismo patriotismo que la Guardia Nacional y el ejército, se han unido a ella para asegurar la salvación de la República y preparar las elecciones del consejo comunal que van a tener lugar: nada de división, unidad absoluta y plena y total libertad.
El Comité Central de la Guardia Nacional
3. Los sucesos del 22 de marzo
Os viene grande el motín
No juguéis a ese juego
Vieja canción
Los partidarios del gobierno regular, los hombres de orden, todos los reaccionarios, no contentos con conspirar en Versalles, intentaron un motín contrarrevolucionario en París; pero tenían tan poca talla para los disturbios, que al ver organizarse su manifestación, a eso de las dos de la tarde del 22 de marzo, en la plaza de la nueva Opera, daba la impresión de una compañía de cómicos ensayando un drama histórico.
No obstante, algo se había filtrado de sus intenciones: hablaron de apuñalar a los centinelas al abrazarles; pero parecía más bien una puesta en escena que otra cosa. El lugar incluso estaba bien elegido para un ensayo dramático, esperábamos para ver dónde quería llegar esa gente.
Cuando el grupo fue lo bastante numeroso, los manifestantes, elegantes y jóvenes en su mayoría, echaron a andar por la calle de la Paix, conducidos por conocidos bonapartistas, los señores de Pène, de Coetlogon y de Heckeren. Una bandera sin inscripción ondeaba en la cabecera de la columna.
Unos guardias nacionales desarmados se informaron del objeto de la protesta, siendo insultados y groseramente maltratados. Entonces, llegaron a la plaza Vendóme, donde estaban unos federados armados, que fueron en formación a reconocer a los manifestantes, pero con orden de no disparar.
Al encontrarse ambas tropas, la manifestación se tornó violenta, y a los gritos de: ¡Abajo el comité! ¡Abajo los asesinos! ¡Bandidos! ¡Viva el orden!, un disparo de revólver hirió a Maljournal, del Comité Central.
Por muy sufridos que fuesen los guardias nacionales, tuvieron que darse cuenta de que no se trataba de una propuesta pacífica. Bergeret mandó hacer un primer requerimiento, luego un segundo, llegando hasta diez.
Al terminar el último, se escucharon los gritos de: ¡Viva el orden, abajo los asesinos del 18 de marzo!, mezclados con disparos. Entonces, los guardias nacionales contestaron; había que rechazar el ataque.
Es una característica de estos federados de corazón tierno, que desprecian su vida, estimando tanto la de los demás, que un buen número de ellos dispararon al aire como el 22 de enero.
¡Cuánto les costaba; a aquellos asesinos del 18 de marzo, apuntar a torsos humanos!
No ocurría lo mismo del lado de los atacantes; las ventanas se pusieron de su parte, y sin la prudencia de los federados, hubiera habido allí una montaña de cadáveres.
Es cierto que muchos manifestantes disparaban tan mal que se herían unos a otros. Era tal la rabia que les empujaba contra los guardias nacionales, que varios fueron heridos y hubo dos muertos: Vahlin y François. También hubo algunos muertos por parte de los manifestantes; un joven, el vizconde de Molinat, murió alcanzado por la espalda por el lado de los suyos, cayendo de bruces contra el suelo. En su cuerpo se encontró un puñal sujeto a su cinturón por una cadenilla, como si el joven hubiese temido extraviar su arma. Este detalle infantil enterneció a un Guardia Nacional.
En cuanto al señor de Pêne fue casi empalado por una bala disparada también desde atrás, por el lado de los suyos.
Después de la derrota de los manifestantes, el suelo estaba cubierto de armas, puñales, bastones con estoque y revólveres que tiraron en su huida.
El doctor Rainlow, antiguo cirujano del Estado Mayor del campo de Toulouse, y varios médicos que acudieron transportaron a los muertos y a los heridos al hospital de campaña del Crédito Mobiliario.
Los guardias nacionales que habían combatido a aquellos jóvenes aunque lo hicieran con una extremada generosidad, quedaron sumidos en una especie de tristeza. Hasta tal punto era tierno el corazón de aquellos hombres.
He pensado con frecuencia, durante las sangrientas represalias de Versalles, en los guardias nacionales del 22 de marzo y de toda la lucha.
El Comité Central pegó un cartel amenazando con severas penas a quienes conspiraran contra París; pero desde esa época hasta el final de la Comuna, la reacción conspiró sin cesar con total impunidad.
¡Valientes hombres del 71, valientes hombres de la hecatombe! Os lleváis esa indulgencia bajo la tierra roja de sangre, no volverá a brotar sino una vez terminada la lucha, en la paz del nuevo mundo.
Al releer los carteles de la toma de posesión de París por la Revolución del 18 de marzo, las emocionadas palabras de entonces resucitan el drama.
Tantas cosas se han amontonado sangrando las unas sobre las otras, tantas cenizas humanas se lanzaron al viento, que a través de las frías resoluciones de hoy no encontraríamos tal como fueron los generosos énfasis de entonces.
¡Oh, aquella generosidad, aquella inmaculada epopeya de hombres de maravillosa bondad!
Y yo, a quien se atribuye esa bondad sin límites, ¡habría sido capaz, sin palidecer, tal como se aparta una piedra de los rieles, de quitarle la vida a ese enano que tantas víctimas causó! Las oleadas de sangre no hubiesen corrido, ni los montones de cadáveres tan altos como las montañas hubiesen llenado París, trocando la ciudad en un matadero.
Presintiendo la acción de aquel burgués con corazón de tigre, pensé que matando al señor Thiers en la Asamblea, el terror que resultara detendría a la reacción.
¡Cuánto me he reprochado en los días de la derrota, haber pedido consejo! Nuestras dos vidas hubiesen evitado el degüello de París.
Le confié mi proyecto a Ferré, quien me recordó hasta qué punto la muerte de Lecomte y Clément Thomas sirvió, en provincias e incluso en París, de pretexto para el terror y casi incluso para una desautorización de la misma multitud. Quizá, agregó, esta desaprobación detendría el movimiento.
No lo creía y poco me importaba la desaprobación si podía ser útil a la Revolución; pero sin embargo, podía estar en lo cierto.
Rigaud opinó igual. —“Además, agregaron, no podrá llegar a Versalles”.
Tuve la debilidad de creer que podían acertar en relación a aquel monstruo. Pero en lo referente al viaje a Versalles, estaba segura de conseguirlo, con un poco de decisión, y quise hacer la prueba.
Unos días después, tan bien vestida que ni yo misma me reconocía, me fui muy tranquilamente a Versalles, donde llegué sin dificultad. Con una tranquilidad no menor, fui al mismo parque, donde estaban las deterioradas tiendas que servían de campamento al ejército, y allí comencé a hacer propaganda por la Revolución del 18 de marzo.
El deterioro de las tiendas, bajo los árboles sin hojas, era lamentable.
Ya no sé lo que les dije a aquellos hombres, pero lo sentía de tal modo que escuchaban.
Al día siguiente, vino a París un oficial por Saint-Cyry prometió que vendrían otros.
En aquel momento el ejército no tenía un aspecto brillante, la caballería solo tenía escuálidos caballos.
Al salir del parque fui a una gran librería versallesa. Había allí una señora a la que infundí mucha confianza, me llevé un montón de periódicos, y después de haber pedido la dirección de un hotel donde se pudiera estar seguro volví a tomar el camino de Montmartre. Entre tanto para divertirme no dejé de hablar horrores de mí misma.
Lemoussu, Schneider, Diancourt y Burlot eran entonces comisarios en Montmartre. Fui primero al despacho de Burlot, que sabía era de la opinión de Ferré y de Rigaud. No me reconoció. “Vengo de Versalles”, le dije, y le conté la historia, que repetí igualmente a Rigaud y a Ferré, acusándoles de girondinos, aunque sin estar segura de si tenían o no razón y si la sangre de ese monstruo hubiera sido fatal para la Comuna. Nada podía ser tan fatal como la hecatombe de mayo, pero la idea quizá es mayor. Algunos meses después de mi viaje a Versalles, estando en la prisión des Chantiers, donde los domingos algunos oficiales acompañados por unas fulanas ricamente ataviadas, que llevaban allí como al botánico, uno de ellos me dijo de pronto:
—¡Pero si es usted la que vino al parque en Versalles!
—Sí, le contesté, soy yo, puede usted contarlo, quedará bonito en el cuadro, y además no tengo ninguna gana de defenderme.
—¿Nos toma usted por soplones? exclamó con una sincera indignación.
Era cuando apenas estaba finalizando el degüello y estábamos bajo la impresión de un intenso horror, con lo que le contesté cruelmente:
—¡Son ustedes unos asesinos!
No replicó, comprendí que muchos de ellos habían sido indignamente engañados, y que algunos comenzaban a sentir remordimientos.
4. Proclamación de la Comuna
Estaban allí de pie listos para el sacrificio
Bardos galos
La proclamación de la Comuna fue espléndida; no era la fiesta del poder, sino la bomba del sacrificio: se notaba a los elegidos listos para la muerte.
La tarde del 28 de marzo, con un sol claro que recordaba el amanecer del 18 de marzo, el 7 de germinal del año 79 de la República, el pueblo de París, que el 26 había elegido su Comuna, inauguró su entrada en el Ayuntamiento.
Un océano humano bajo las armas, las bayonetas apretadas como las espigas de los campos, el cobre desgarrando el aire, los tambores tocando sordamente, y entre todos ellos el inimitable redoble de los dos grandes tambores de Montmartre, los que la noche de la entrada de los prusianos y la mañana del 18 de marzo despertaban a París, y con sus palillos espectrales y sus puños de acero, le arrancaban extrañas sonoridades.
Esta vez, no había toques a rebato. El pesado rugir de los cañones saludaba con intervalos regulares a la revolución.
Las bayonetas se inclinaban también ante las banderas rojas, que, como vigas rodeaban el busto de la República.
En lo alto, una inmensa bandera roja. Los batallones de Montmartre, Belleville, La Chapelle tienen sus banderas coronadas por el gorro frigio; diríanse las secciones del 93.
En sus filas, soldados de todos los regimientos que permanecían en París, de fusileros, de marina, de artillería, zuavos.
Las bayonetas, cada vez más apretadas, se desbordan por las calles de alrededor; la plaza está llena. Da la impresión de un trigal. ¿Cuál será la cosecha?
Todo París está en pie; el cañón truena a intervalos.
En un estrado está el Comité Central; delante, la Comuna, todos con el pañuelo rojo. Pocas palabras en los intervalos que marcan los cañones. El Comité Central declara expirado su mandato y entrega sus poderes a la Comuna.
Se lee la lista de los nombres y un grito inmenso se eleva: ¡Viva la Comuna! Los tambores rinden honores y la artillería estremece el suelo.
—En nombre del pueblo, dice Ranvier, la Comuna queda proclamada.
Todo fue grandioso en aquel prólogo de la Comuna cuya apoteosis tenía que ser la muerte.
Nada de discursos, solo un inmenso grito. Uno solo: ¡Viva la Comuna!
Todas las bandas tocan La Marsellesa y el Chant du départ, que corea un huracán de voces.
Un grupo de ancianos baja la cabeza hacia el suelo. Se diría que están oyendo a los muertos por la libertad: son supervivientes de junio, de diciembre; algunos, canosos son de 1830, Mabile, Malezieux, Cayol.
Si un poder cualquiera pudiera hacer algo, ese hubiese sido la Comuna, compuesta por hombres inteligentes, con valor, de una increíble honradez, y todos, desde la víspera o desde largo tiempo atrás, dieron indiscutibles pruebas de abnegación y energía. El poder, incontestablemente les aniquiló, no dejándoles más que la voluntad implacable del sacrificio. Supieron morir heroicamente.
Es que el poder está maldito y por eso soy anarquista.
La noche misma del 28 de marzo, celebró la Comuna su primera sesión inaugurada por una medida digna de la grandeza de aquel día. Se tomó la decisión, con el fin de evitar toda cuestión personal, en el momento en que los individuos tenían que integrarse en la masa revolucionaria, que los manifiestos no llevaran más firma que esta: La Comuna.
Desde esta primera sesión, algunos, ahogándose en la sofocante atmósfera de una revolución, no quisieron ir más adelante, y hubo dimisiones inmediatas.
Estas dimisiones comportaron elecciones complementarias, por lo que Versalles aprovechó el tiempo que París perdía en torno a las urnas.
He aquí la declaración hecha en la primera sesión de la Comuna:
París, 28 de marzo de 1871
Ciudadanos.
Nuestra Comuna está constituida. El voto del 26 de marzo ratifica la República victoriosa.
Un poder cobardemente opresor os tenía agarrados por el cuello, por lo que debías en legítima defensa rechazar ese gobierno que quería deshonraros imponiéndoos un rey. Hoy, los criminales que ni siquiera habéis querido perseguir abusan de vuestra magnanimidad para organizar a las puertas de la ciudad un foco de conspiración monárquica, invocan la guerra civil, se valen de todas las corrupciones, aceptan cualquier complicidad y se han atrevido hasta a mendigar el apoyo del extranjero.
Apelamos al juicio de Francia y del mundo por estas execrables intrigas.
Ciudadanos, acabáis de darnos instituciones que desafían a todas las tentativas.
Sois dueños de vuestro destino; la representación que acabáis de establecer fuerte por vuestro apoyo, va a reparar los desastres causados por el poder caído.
La industria comprometida, el trabajo suspendido y las transacciones comerciales paralizadas van a recibir un vigoroso impulso.
A partir de hoy la esperada decisión sobre los alquileres, mañana la referente al vencimiento de las deudas.
Todos los servicios públicos restablecidos y simplificados.
La Guardia Nacional, en adelante única fuerza armada de la ciudad, reorganizada sin demora.
Tales serán nuestros primeros actos.
Los elegidos por el pueblo solo piden que les apoyéis con vuestra confianza, para asegurar el triunfo de la República.
En cuanto a ellos, cumplirán con su deber.
La Comuna de París, 28 de marzo de 1871
Cumplieron, en efecto, con su deber, ocupándose de todas las seguridades para la vida de la gente; pero, ¡ay!, la primera seguridad hubiera sido vencer definitivamente a la reacción.
Mientras que en París renacía la confianza, las ratas de Versalles horadaban el carenado del navío.
Todavía hubo por diversos motivos, algunas dimisiones: Ulysse Parent, Fruneau, Goupil, Lefebvre, Robinet, Méline.
En los primeros días se formaron ciertas comisiones, que no eran sin embargo, definitivas; según sus aptitudes, los miembros de una comisión pasaban a otra.
La Comuna estaba dividida entre una mayoría ardientemente revolucionaria y una minoría socialista que razonaba a veces demasiado, teniendo en cuenta el tiempo del que se disponía. Semejantes ambas en cuanto al temor de adoptar medidas despóticas o injustas les conducían a las mismas conclusiones.
Un mismo amor a la revolución causó un destino parecido. “La mayoría también sabe morir”, dijo unas semanas más tarde Ferré abrazando a Delescluze muerto.
Los miembros de la Comuna elegidos en las complementarias fueron Cluseret, Pottier, Johannard, Andrieu, Serailler, Longuet, Pillot, Durand, Sicard, Philippe, Louelas, A. Dupont, Pompée, Viard, Trinquet, Courbet, Arnold.
Rogeart y Briosne no quisieron ocupar escaño, por susceptibilidad sobre el número de votos obtenidos; aquellos hombres del 71 eran realmente unos candidatos que apenas se parecían a los demás.
Menotti Garibaldi fue elegido, pero no acudió, asqueado quizá todavía de la Asamblea de Burdeos, donde Garibaldi fue abucheado, al ofrecer sus hijos a la República.
Las comisiones, reformadas con frecuencia, estuvieron compuestas así originalmente:
Guerra: Delescluze, Tridon, Avrial, Arnold y Ranvier.
Hacienda: Beslay, Billioray, Victor Clément, Lefrançais y Félix Pyat.
Seguridad general: Cournet, Vermorel, Ferré, Trinquet Dupont.
Educación: Courbet, Verdure, Jules Miot, Vales J.B. Clément.
Intendencia: Varlin, Parisel, Victor Clément, Arthur Arnould, Champy.
Justicia: Cambon, Dereure, Clémence, Langevin, Durand.
Trabajo e intercambio: Theisz, Malon, Serailler, Ch. Longuet, Chalin.
Asuntos exteriores: Léo Meillet, Ch. Gérardin, Amouroux, Johannard, Vallès.
Servicios Públicos: Ostyn, Vésinier, Rastoul, Antoine, Arnaud, Pottier.
Delegaciones
Guerra: Cluseret.
Hacienda: Jourde.
Intendencia: Viard.
Asuntos exteriores: Paschal Grousset.
Educación: Vaillant.
Justicia: Protot.
Seguridad general: Raoul Rigaud.
Trabajo y cambio: Fraenkel.
Servicios públicos: Andrieu.
Pase lo que pase, decían los miembros de la Comuna y los guardias nacionales, nuestra sangre marcará profundamente este período.
En efecto lo marcó, y tan profundamente que la tierra quedó saturada, y creó en ella abismos que serán difíciles de franquear para volver atrás; así como de rosas rojas la sangre hizo florecer las laderas.
5. Primeros días de La Comuna – Las medidas – La vida en París
Tiempos futuros, visión sublime
¡Los pueblos están fuera del abismo!
El triste desierto se ha atravesado;
Tras las arenas el césped,
Y la tierra es como una esposa,
Y el hombre es como un novio.
Victor Hugo
¡París respiraba! Aquellos que durante la marea alta vieran llegar las olas que cubrirían su refugio, estarían en una situación semejante. Lenta, inexorablemente, Versalles llegaba.
Los primeros decretos de la Comuna habían sido la supresión de la venta de los objetos del Monte de Piedad, la abolición del presupuesto para cultos y reclutamiento. Se creía entonces, quizá todavía, que la funesta relación entre Iglesia y Estado, que tantos cadáveres arrastran tras ellos, podría ser alguna vez rota. Unicamente juntos es como tienen que desaparecer.
La confiscación de los bienes de mains morts.[59] Pensiones alimenticias para los federados heridos en combate, para la mujer, legítima o ilegitima, al hijo, reconocido o no, de todo federado muerto en combate.
Versalles se encargó con la muerte, de esas pensiones.
La mujer, que pedía la separación de su marido apoyada en pruebas válidas, tenía derecho a una pensión alimenticia.
El procedimiento ordinario quedaba abolido, y se autorizaba a ambas partes a defenderse por sí mismas.
Prohibición de registro sin mandato regular.
Prohibición de acumulación, y el sueldo máximo fijado en seis mil francos al año. Las retribuciones de los miembros de la Comuna eran de quince francos diarios, lo cual estaba lejos de alcanzar el máximo.
La Comuna decidió la organización de una sala del tribunal civil de París.
La elección de los magistrados, la organización del jurado y el juicio por sus pares.
Se procedió inmediatamente a entregar a las sociedades laborales los talleres abandonados.
El sueldo de los maestros se fijó en dos mil francos.
Se decidió el derribo de la columna Vendóme, símbolo de fuerza brutal, afirmación del despotismo imperial, porque este monumento atentaba contra la fraternidad de los pueblos.
Más tarde, con el fin de poner término a las ejecuciones de prisioneros hechos por Versalles, se añadió el decreto para los rehenes apresados entre sus partidarios (fue, en efecto, la única medida que disminuyó las matanzas de prisioneros; se adoptó tardíamente, cuando fue imposible, sin traición, dejar que no se degollara a los federados prisioneros). La Comuna prohibió las multas en los talleres, abolió el juramento político y profesional, e hizo un llamamiento a los sabios, a los inventores, a los artistas. Seguía pasando el tiempo y Versalles no estaba ya en el punto en que la caballería no tenía más que sombras de caballos. Thiers mimaba, lisonjeaba al Ejército que necesitaba para sus magnas y sucias operaciones.
Los objetos depositados por menos de veinticinco francos en el Monte de Piedad fueron devueltos a sus dueños.
Se quiso abolir, por ser demasiado penoso, el trabajo nocturno en las tahonas; pero ya por antiguos hábitos o porque realmente fuese aún más difícil de día, los panaderos prefirieron seguir como siempre.
Había por doquier una vida intensa. Courbet, en un caluroso llamamiento, decía: “Entregándose cada uno sin trabas a su talento, París duplicará su importancia. Y la internacional ciudad europea podrá ofrecer a las artes, a la industria, al comercio, a las transacciones de todo tipo, a los visitantes de todos los países, un orden imperecedero, el orden asegurado por los ciudadanos, que no podrá ser interrumpido por los pretextos de monstruosos pretendientes”.
“Adiós al viejo mundo y a la diplomacia”.
Pero el arte, a pesar de todo, efectuó su siembra; la primera epopeya lo dirá.
La comisión federal de los artistas estaba así compuesta:
París, en efecto, tuvo aquel año una exposición, pero realizada por el viejo mundo y su diplomacia, la exposición de los muertos. Más bien cien mil que treinta y cinco mil cadáveres fueron tendidos en un inmenso depósito, dentro del marco de piedra de las fortificaciones.
Pintores:
Bouvin, Corot, Courbet, Daumier, Arnaud, Dursée, Hippolyte Dubois, Feyen, Perrin, Armand Gautier, Gluck, Jules Hereau, Lançon, Eugène Leroux, Edouard Manet, François Milet, Oulevay, Picchio.
Escultores:
Becquet, Agénor Chapuy, Dalou, Lagrange, Edouard Lindencher, Moreau, Vauthier, Hippolyte Moulin, Otlin, Poitevin, Deblezer.
Arquitectos:
Boileau hijo, Delbrouck, Nicolle, Achille Oudinot, Raulin.
Grabadores litógrafos:
Georges Bellanger, Bracquemont, Flameng, Andró Gill, Huot, Pothey.
Artistas industriales:
Émile Aubin, Boudier, Chabert, Chesneau, Fuzier, Meyer, Ottin hijo, Eugène Pottier, Ranber, Rester.
Esta comisión funcionaba desde mediados de abril, mientras la Asamblea de Versalles propagaba las pretendidas tendencias de la Comuna a destruirlas artes y las ciencias.
Los museos estaban abiertos al público, así como el jardín de les Tuileries y otros, para los niños.
En la Academia de Ciencias, los sabios discutían en paz, sin ocuparse de la Comuna, que no pesaba sobre ellos.
Thénard, los Becquerel padre e hijo y Élie de Beaumont se reunían como de costumbre.
En la sesión del 3 de abril, por ejemplo, el señor Sedillot envió un folleto sobre la cura de las heridas en el campo de batalla, el doctor Drouet sobre los diversos tratamientos para el cólera, que estaba muy extendido, mientras que el señor Simón Newcombe, un americano, se alejaba por completo del marco de los acontecimientos y hasta de la tierra, al analizar el movimiento de la luna alrededor de nuestro planeta.
En cuanto al señor Delaunay, rectificaba errores de observación meteorológica sin preocuparse de otra cosa.
El doctor Ducaisne se ocupaba de la nostalgia moral, para la que los remedios morales eran más poderosos que los otros; hubiera podido añadirles las obsesiones del miedo y la sed de sangre de los poderes que se desploman.
Los sabios se ocuparon de todo en medio de una tranquilidad absoluta, desde la vegetación anormal de un bulbo de jacinto hasta las corrientes eléctricas. El señor Bourbouze, químico, empleado en la Sorbona, había hecho un aparato eléctrico con el que telegrafiaba sin hilos conductores a cortas distancias; la Academia de Ciencias le había autorizado para que experimentara entre los puentes del Sena, ya que el agua es mejor conductor de electricidad que la tierra.
La experiencia triunfó, y el aparato se utilizó en el viaducto de Auteuil para comunicar con un punto de Passy ocupado por las tropas alemanas.
El informe terminaba con el relato de un segundo experimento hecho en un aerostato, con el fin de recibir los mensajes enviados desde Auteuil por el señor Bourbouze. El globo fue arrastrado por el viento, no tan lejos, es cierto, que el de Andrée en nuestros días.
El señor Chevreul, con voz un poco cascada, declaraba que, sin ser partidario absoluto de la clasificación radial, reconocía la importancia de los estudios embriológicos.
Se habló de tantas y tantas cosas, como por ejemplo de la materia negra de los meteoritos o de la reproducción de diferentes tipos por el grado de calor a que está sometida la materia. El señor Chevreul, también se ocupó de las mezclas de constituciones semejantes, cuyos efectos son distintos, de la necesidad de no limitarse a los fenómenos externos de los cuerpos, en tanto que la química es indispensable. El día en que Versalles, en nombre del orden, llevó la muerte a París, habíamos vuelto a los astros, con motivo de algunos nuevos términos del coeficiente del ecuador titular de la luna. Fue me parece, la última sesión.
En todas partes, había cursos abiertos, en respuesta al ardor de la juventud.
Se quería todo a la vez: artes, ciencias, literatura, descubrimientos; la vida resplandecía. Todos teníamos prisa por escapar del viejo mundo.
6. El ataque de Versalles – Relato inédito de la muerte de Flourens, por Hector France y Cipriani
Convidaban al mundo a la augusta batalla,
A la embriaguez de los magnos hechos,
Y le enseñaban pasando a través de la metralla
Los enormes árboles de la paz
Victor Hugo
Como se había querido legalizar, por medio del sufragio, el nombramiento de los miembros de la Comuna, se quiso aguardar el ataque de Versalles, con el pretexto de no provocar la guerra civil ante los ojos del enemigo, ¡cómo si el único enemigo de los pueblos no fueran sus tiranos!
Cuando los generales, atentos esta vez, juzgaron que no faltaba ni un solo botón de polaina, ni un sable afilado, Versalles atacó.
Todas las jaurías de esclavos, aullando de dolor bajo el látigo, hacían responsable a la Comuna aliándose con sus amos.
El hábito de aguardar órdenes es tal todavía en el rebaño humano que a aquellos que, desde el 19 de marzo, gritaban a Versalles, Montmartre, Belleville, todo un ejército enardecido, no se les ocurrió, armándose como hubieran podido reunirse y partir. ¿Quién sabe si en parecida ocasión tampoco lo harían?
El 2 de abril hacia las seis de la mañana, a París se le despertó con el cañón.
Se pensó primero, en alguna fiesta de los prusianos que rodeaban París, pero pronto se supo la verdad: Versalles atacaba.
Las primeras víctimas fueron las alumnas de un pensionado de Neuilly (a la puerta de una iglesia a la que sin duda iban a rezar por el señor Thiers y la Asamblea Nacional). El cañón disparaba a voleo. El Dios de los asesinos tiene costumbre de reconocer a los suyos; sobre todo cuando no es momento de ello.
Dos ejércitos marchaban sobre París, uno por Montretout y Vaucresson, y el otro por Rueil y Nanterre. Se reunieron en la encrucijada de Bergers, sorprendiendo y degollando a los federados en Courbevoie. Después de haber retrocedido inicialmente, los federados que quedaban vivos, apoyados por los francotiradores garibaldinos, se replegaron. Aquella misma tarde, se rete Courbevoie. En el muelle se encontraron tendidos los cadáveres delospris ñeros. Esta vez se decidió la salida inmediata. Los Ejércitos de la Comunal pusieron en marcha el 3 de abril a las 4 de la mañana.
Bergeret, Flourens y Ranvier comandaban por la parte del Mont-Valérien que seguíamos creyendo neutral; Eudes y Duval por la parte de Clamartyd Meudon. Íbamos a Versalles. De pronto, el fuerte queda envuelto por el humo, la metralla llueve sobre los federados.
Hemos contado que el comandante del Mont-Valérien prometiendo a Lullier, enviado por el Comité Central, la neutralidad de dicho fuerte, se apresuró a avisar de ello al señor Thiers, quien, con el fin de que un oficial del ejército francés no faltara a su palabra, simplemente le remplazó por otro que no había prometido nada, y ese otro era quién aquella mañana inició el fuego.
El pequeño ejército, al mando de Flourens, con Cipriani como jefe de Estado Mayor, se separó en el puente de Neuilly. Flourens tomó por el muelle de Puteaux, hacia Montretout. Bergeret por la avenida de Saint-Germain, hacia Nanterre. Tenían que reunirse en Rueil, con unos quince mil hombres, y a pesar de la catástrofe del Mont-Valérien, la mayoría de los federados prosiguieron su marcha hacia el lugar de reunión.
Algunos, extraviados en los campos alrededor del Mont-Valérien, entraron en París desperdigados, y los dos cuerpos de ejército se encontraron en Rueil, donde aguantaron el fuego del Mont-Valérien, que retumbaba todavía. Tan solo cuando el suelo estuvo cubierto de muertos los que quedaban se desbandaron.
Los versalleses establecieron, en la encrucijada de Courbevoie, una batería que ametrallaba el puente de Neuilly.
Un gran número de federados habían sido apresados.
En el mismo momento en que Versalles abría fuego, Gallifet enviaba la siguiente circular, sin dejar ninguna duda sobre su intenciones y las del gobierno:
La guerra ha sido declarada por las bandas de París.
¡Ayer y hoy, han matado a mis soldados!
Es una guerra sin tregua ni piedad la que declaro a esos asesinos.
Esta mañana he tenido que dar un ejemplo; ¡que sea saludable! Deseo no verme obligado de nuevo a llegar un extremo semejante.
No olvidéis que por consiguiente, el país, la ley, el derecho, están en Versalles y en la Asamblea Nacional y no con la grotesca asamblea que se intitula Comuna.
El general comandante de la brigada,
Gallifet
3 de abril de 1871
En la alcaldía de Rueil fue donde Gallifet escribió esta proclama, sin siquiera molestarse en secarse la sangre que le cubría.
El pregonero que la leía, entre dos redobles de tambor, por las calles de Rueil y de Chatou, añadía por orden superior: “El presidente de la comisión municipal de Chatou advierte a los vecinos, por el interés de su seguridad, que quiénes den asilo a los enemigos de la Asamblea quedarán sujetos a las leyes de guerra”. Este presidente se llamaba Laubeuf.
Y la buena gente de Rueil, Chatou y otros lugares, asiéndose la cabeza con ambas manos para asegurarse de que la tenían aún sobre los hombros, miraban a ver si pasaba algún fugitivo de la batalla para entregarlo a Versalles.
El cuerpo de ejército de Duval combatía, desde la mañana, contra destacamentos del ejército regular añadidos a los guardias municipales, batiéndose en retirada sobre Chatillon solo después de una verdadera masacre.
Duval, dos de sus oficiales y cierto número de federados hechos prisioneros, fueron casi todos fusilados a la mañana siguiente, junto con unos soldados pasados a la Comuna y a los que se les arrancaba los galones antes de darles muerte.
El 4 de abril por la mañana, la brigada Déroja y el general Pellé ocupaban la meseta de Châtillon.
Bajo la promesa del general de salvarles la vida, los federados rodeados se rindieron. Inmediatamente los soldados reconocidos fueron fusilados; los otros, enviados a Versalles y ultrajados.
En el camino, les encuentra Vinoy, y no atreviéndose a fusilarlos a todos después de la promesa de Pellé, pregunta si hay jefes.
Duval sale de las filas. —Yo, dijo. Su jefe de Estado Mayor y el comandante de los voluntarios de Montrouge salen también de la formación y se colocan a su lado.
—¡Sois unos malditos canallas! grita Vinoy, y ordena que les fusilen.
Se apoyan ellos mismos contra el muro, se estrechan las manos y caen gritando: ¡Viva la Comuna!
Un versallés roba las botas de Duval y las pasea. La costumbre de descalzar a los muertos de la Comuna era general en el ejército de Versalles.
Vinoy decía al día siguiente: Los federados se rindieron a discreción. Su jefe, un tal Duval, murió en el encuentro. Otro añadía: Esos bandidos mueren con cierta jactancia.
Las feroces y repugnantes criaturas que, vestidas lujosamente, acudían no se sabe de dónde, insultando a los prisioneros, hurgando en los ojos de los muertos con el pico de sus sombrillas, aparecieron a partir de los primeros encuentros siguiendo al ejército de Versalles.
Ávidas de sangre como vampiros, eran presa de un furor asesino. Hubo según se decía, de todas las clases sociales. Rebajadas por inmundos apetitos, pervertidas por los escalafones sociales, eran monstruosas e irresponsables como lobas Entre los asesinos de París prisioneros, cuya llegada saludó Versalles con aullidos de muerte, estaba el geógrafo Élisée Reclus. Él y sus compañeros fueron enviados a Satory, de donde se les remitió a los pontones en vagones de ganado.
Nadie estaba tan engañado como los soldados, carne de mentiras tanto como carne de cañón. Todos los que habían vivido en Versalles tenían el cerebro impregnado de cuentos de bandidaje y de connivencia con los prusianos, gracias a los cuales el ejército se recreó en inconcebibles salvajadas.
El relato de los últimos momentos de Flourens y de su muerte me lo dio en Londres, el año pasado, para que ser publicara en esta historia, Hector France que fue el último de nuestros camaradas que vio vivo a Flourens y a Amilcare Cipriani, su compañero de armas y único testigo de su muerte.
Estaba, dice Hector France, con Flourens desde la víspera. Me había hecho su ayudante de campo, reuniéndome con él en la puerta Maillot, donde los batallones de federados se concentraban para salir.
Pasamos la noche sin dormir, hubo consejo, al cual asistieron todos los capitanes de las compañías. Yo regresé con Flourens al amanecer, los federados en filas a lo largo del camino y él a caballo.
Partimos. Llegados al puente, se habían quitado las traviesas, y ni los cañones, ni los ómnibuses, ni ningún vehículo podían pasar. Flourens me dijo:
—Coja los cañones y las demás municiones, y dé la vuelta por el otro puente.
Había que pasar bajo el Mont-Valérien, que comenzaba a disparar sobre el cuerpo de ejército de Bergeret, encontrándome con sus batallones que se replegaban sobre París. Proseguí mi ruta, gritando: A Versalles, a Versalles; pero no sabiendo ya que camino tomar, me vi obligado a preguntarle a un empleado del ferrocarril, me respondió que no sabía, pero al apuntarle en la frente con mi revólver, me lo indicó. Continué al galope con tres cañones y unos ómnibuses de municiones conducidos por federados. Los cañones los llevaban unos artilleros y venía con nosotros media compañía de guardias nacionales. Flourens nos había encargado que les escoltáramos; pero no pudiendo seguir la carrera, se quedaron en el camino.
Pasamos bajo un fuerte desde donde no cesaban de disparar.
Me reuní con Flourens sin incidentes a cierta distancia de Chatou, enseguida me envió a avisar a Bergeret de mi llegada y a pedirle que se concentrara con él.
Fue entonces cuando los obuses del Mont-Valérien comenzaron a llover sobre Chatou.
Cuando regresé para dar cuenta a Flourens de mi misión con Bergeret, le encontré rodeado por Cipriani y una multitud de oficiales y simples guardias que les avasallaban con injurias, creyéndose traicionados. Los obuses comenzaban a caer sobre el pueblo y esto les exasperaba.
Flourens, viéndose objeto de tantos reproches, se apeó del caballo y, sin decir una palabra, muy pálido, se dirigió hacia el campo. Le comuniqué mi aprensión a Cipriani, diciéndole:
—Usted le conoce mejor que yo, sígale e impídale hacer una insensatez.
Cipriani echó pie a tierra y siguió a Flourens que ya estaba lejos.
Me quedé solo, a caballo cuando, tras la caída de un obús que estalló matando a varios federados, toda esa cólera se volvió contra mí porque seguía conservado mi uniforme de oficial de dragones. Me acusaron de traidor, de versallés, diciendo que había que arreglarme las cuentas inmediatamente. Por fortuna, varios de los artilleros que había traído conmigo y que conservaban cómo yo su pantalón de uniforme, salieron en defensa mía, calmaron la cólera de los federados. Mientras tanto, los obuses no cesaron de llover. Me dijeron:
—Puesto que está usted a caballo, vaya a ver dónde está Flourens.
Partí al galope en la dirección que él tomó.
Después de haber atravesado algunos campos, llegué a unas callejuelas desiertas, donde no vi más que a una anciana señora sentada en una ventana. Le pregunté si había visto pasar a dos oficiales superiores de la Guardia Nacional, a lo que me contestó:
—¿Es a Flourens a quien busca usted? Al afirmárselo, me indicó una casa completamente cerrada, llamé a la puerta y a las puertas vecinas, sin obtener respuesta. Volví al galope adonde estaban los federados. Se distinguía a cierta distancia, por una parte el cuerpo de ejército de Bergeret, descendiendo la colina para regresar a París, por otra, mucho más lejos, los destacamentos de Versalles, que avanzaban con las mayores precauciones.
El primer grito de los federados fue: —¿Dónde está Flourens? ¿Qué vamos a hacer? Con un gesto, les mostré el cuerpo de ejército de Bergeret y dije: —Sigámosles, repleguémonos. Así lo hicieron. Yo me quedé el último, a más de doscientos metros, siempre mirando para ver si Flourens volvía.
Pronto, en los campos, empezaron a disparamos desde todas partes, desde los matorrales, desde los setos.
La batalla estaba perdida, un gran número de federados muertos o arrastrados por el enemigo para fusilarles y Flourens también estaba perdido.
Hector France
Los precisos detalles dados por Cipriani sobre los últimos instantes de la vida de Flourens componen la segunda parte de la lúgubre odisea.
No tengo que, ocuparme de la vida de Flourens, dijo Cipriani, sino de su trágica muerte, verdadero asesinato fríamente cometido por el capitán de gendarmería Desmarets. Era el 3 de abril de 1871. La Comuna de París decidió una salida en masa contra los soldados de la reacción que no cesaban de fusilar sumariamente a los federados apresados fuera de París. Flourens había recibido la orden de ir a Chatou y esperar a Duval y a Bergeret, que debían atacar a los versalleses en Châtillon, concentrándose para marchar sobre Versalles a desalojar a los traidores. Flourens llegó a Chatou hacia las tres de la tarde. Allí se enteró de la derrota de Duval y de Bergeret en Châtillon y en el puente de Neuilly.
A Duval le habían apresado y fusilado. Este fracaso de los federados ponía la situación de Flourens, no solo difícil sino insostenible.
A su izquierda, los federados en fuga, perseguidos por el ejército de Versalles que, con un movimiento envolvente, trataban de cercarnos.
Detrás de nosotros, el fuerte del Mont-Valérien que, por la credulidad de Lullier, había caído en manos de nuestros enemigos y nos perjudicaba mucho.
Era urgente salir de Chatou y replegarse sobre Nanterre. Si no queríamos quedar cortados y atrapados como en una ratonera, era preciso formar una segunda línea de batalla que nos librara de toda sorpresa.
Los federados estaban cansados y hambrientos después de haber marchado toda la jornada; no era en semejante estado como se podía, a las tres de la tarde, entablar un combate contra un enemigo envalentonado con el éxito de Châtillon. Todo, pues, exigía replegarse sobre Nanterre con el fin de poder, a la mañana siguiente y con tropas frescas llegadas de París, apoderarse de las alturas de Buzenval y de Montretout y marchar sobre Versalles.
En mi calidad de amigo de Flourens y como jefe de Estado Mayor de la columna, expuse este plan a Flourens y a Bergeret, que había venido a reunirse con nosotros. Este lo aprobó pero Flourens me respondió:
—Yo no me bato en retirada.
—Amigo mío, le dije, no es una retirada y todavía menos una huida; es una medida de prudencia, si lo prefiere, que nos es impuesta por todo lo que ya le he expuesto a usted. Me respondió con un movimiento afirmativo de la cabeza.
Rogué a Bergeret que se pusiera al frente de la columna, a Flourens que mandara el centro, quedándome el ultimo para hacer evacuar por completo Chatou.
Todo el mundo estaba en marcha, cuando volví bajo el arco del ferrocarril, donde había estado hablando con Bergeret y Flourens, y encontré a este que seguía a caballo en el mismo lugar, pálido, mustio, silencioso.
A mi petición de que nos pusiéramos en marcha, se negó y, apeándose del caballo, se lo confió a unos guardias nacionales que había allí y echó a andar por la orilla del río. Le hice notar que en mi doble calidad de amigo íntimo y de jefe de Estado Mayor de la columna no podía ni debía abandonarle en un lugar que iba a ser ocupado por el ejército de Versalles, que estaba totalmente decidido a no separarme de él y que me quedaría o partiría con él.
Umi*t Michel
Fatigado, se tendió sobre la hierba y se durmió profundamente.
Sentado a su lado, veía a lo lejos a los jinetes de Versalles, caracoleando en la llanura y avanzando hacia Chatou.
Era mi deber hacer todo lo posible por salvar al amigo y al amado jefe de la gente Le desperté rogándole que no se quedara allí, donde le apresarían como a un niño.
—Su lugar no está aquí, le dije, sino a la cabeza de su columna; si está usted cansado de la vida, hágase matar mañana por la mañana en la batalla que vamos a entablar, a la cabeza de los hombres que le han seguido hasta aquí por simpatía, por cariño.
—No quiere usted retirarse, dice, la deserción es peor que una simple retirada. Quedándose aquí, deserta, ¡hace usted algo peor! Traiciona a la revolución, que espera todo de usted.
Se levantó, y me dio el brazo: —Vamos, dijo. Irse, era fácil decirlo, pero casi imposible hacerlo sin ser vistos, acechados por el Ejército de Versalles, que casi rodeaba el pueblo en el que estábamos.
Era indispensable ocultamos y esperar la caída de la noche para incorporarnos a nuestras tropas, que se encontraban en Nanterre.
Al llegar al muelle de Chatou, entramos en una casita, una especie de taberna rodeada por un solar, con el número 21. Le preguntamos a la patrona si tenía una habitación para damos, y nos llevó al primer piso.
El mobiliario de la habitación se componía de una cama que estaba a la derecha según se entraba, una cómoda a la izquierda y una mesita en el centro.
Nada más entrar Flourens dejó sobre la cómoda su sable, su revólver y su quepis, se arrojó sobre el lecho y se quedó dormido.
Yo me asomé a la ventana, con la persiana cerrada, para vigilar.
Después de un rato, desperté otra vez a Flourens para preguntarle si me permitía enviar a alguien para saber si estaba libre el camino de Nanterre.
Accedió, y entonces hice subir a la dueña, para preguntarle si disponía de alguien que hiciera una diligencia.
—Tengo a mi marido, dijo.
—Dígale que suba.
Era un campesino, creo. Le pedí que se asegurara si el camino de Nanterre estaba libre y que volviera después a damos la contestación, prometiéndole veinte francos por la molestia. Aquel hombre se llamaba Lecoq.
Se marchó, encendí un cigarro y volví a mi sitio detrás de la persiana.
Cinco minutos después, vi desembocar a la derecha de una callejuela que daba a la calle Nanterre a un subteniente de Estado Mayor a caballo que miraba atenta mente hacia donde estábamos.
Se lo comuniqué a Flourens y volví una vez más a mi puesto de observación en la ventana.
El oficial había desaparecido. Minutos más tarde vi llegar a un gendarme por el mismo sitio.
Después, acercándose hacia nuestra morada, como un hombre seguro de su acción, se inclinó un instante en el solar que se encontraba delante de la casa para ver, en la misma calle, a unos cuarenta gendarmes que le seguían. Yo me dirigí a Flourens y le dije:
—Los gendarmes están delante de la casa.
—¿Qué hacemos? dijo. ¡Por todos los dioses que no nos rendiremos!
—La verdad es que no podemos hacer gran cosa, contesté. Ocúpese usted de la ventana, que yo me encargo de la puerta, y cogí el picaporte con la mano izquierda y mi revólver con la derecha.
En el mismo momento, alguien de fuera trató de entrar.
Abrí, y me encontré frente a frente con un gendarme apuntándome con su revólver. Sin darle tiempo a disparar, le descargué el mío en pleno pecho. El gendarme herido se precipitó por la escalera llamando a las armas.
Le perseguí, y en la sala de abajo aterricé en medio del resto de los gendarmes que subían.
Fui derribado a bayonetazos y a culatazos.
Tenía la cabeza rota por dos sitios, la pierna derecha atravesada a bayonetazos, los brazos casi rotos, una costilla hundida, el pecho destrozado por los golpes, y echaba sangre por la boca, los oídos y la nariz. Estaba medio muerto.
Mientras me vapuleaban así, otros gendarmes habían subido deteniendo a Flourens. No le habían reconocido. Al pasar delante de mí me vio en el suelo cubierto de sangre y exclamó: —¡Ay mi pobre Cipriani!
Me hicieron levantar, y seguí a mi amigo.
Le detuvieron a la salida de la casa, y yo, con los otros gendarmes, permanecí ala entrada del solar.
Registraron a Flourens, encontrando en uno de sus bolsillos una carta o despacho dirigido al general Flourens.
Hasta ese momento, le habían tratado con ciertas consideraciones, pero entonces cambió el panorama.
Todos empezaron a insultarle, gritando: —Es Flourens, ya le tenemos, esta vez no se nos escapará.
En ese instante llegaba un capitán de gendarmería a caballo. Al preguntar quién era aquel hombre, le contestaron lanzando salvajes alaridos: —¡Es Flourens! Estaba en pie, altivo, con su hermosa cabeza descubierta y los brazos cruzados sobre el pecho.
El capitán de los gendarmes tenía Flourens a su derecha, dominándole desde la altura del caballo, y, dirigiéndole la palabra en tono brusco y arrogante, preguntó:
—¿Es usted Flourens?
—Sí, dijo.
—Fue usted quien hirió a mis gendarmes.
—No, volvió a contratar Flourens.
—¡Mentiroso! vociferó aquel canalla, y de un sablazo, asestado con la habilidad de un verdugo, le partió la cabeza por la mitad, alejándose de allí a galope tendido.
El asesino de Flourens se llamaba capitán Desmarets.
Flourens se agitaba en el suelo de una espantosa manera, y un gendarme dijo con una risa burlona: —Voy a ser yo quien le reviente los sesos, y le puso el cañón de su fusil en el oído. Flourens permaneció inmóvil: estaba muerto.
Debería detenerme aquí, pero no pocos ultrajes más esperaban en Versalles al cadáver de aquel magnífico pensador revolucionario. Si no los hubiera visto con mis propios ojos, no los creería.
Es, por lo tanto indispensable que conduzca al lector a Versalles, la infame y maldita ciudad, para relatar los hechos hasta el momento en que me separaron del cadáver de Flourens.
Mi amigo había cesado de sufrir. Mi sufrimiento comenzaba entonces.
El asesino de Flourens se marchó, yo quedé a merced de los gendarmes, que aullaban en tomo mío como hienas.
Me hicieron ponerme en pie y me colocaron al lado del cadáver de Flourens para ser fusilado.
A uno de los gendarmes se le ocurrió dirigirme la palabra, y como yo le contestara con horror y asco, me descargó un alud de golpes y de insultos.
Este contratiempo me salvó la vida. Un subteniente de gendarmería que pasaba por allí preguntó quién era yo.
—Es el ayudante de campo de Flourens, respondieron los gendarmes.
—Es una lástima, dijo el subteniente, no es aquí donde había que matarlo, sino en Versalles fusilado.
Y refiriéndose a mí, agregó: —Agarroten a este miserable, que mañana se le fusilará en Versalles con otros canallas a quienes hemos hecho prisioneros.
Fui sujetado con firmeza, como él ordenara. Hicieron venir un volquete con estiércol, y me arrojaron allí, con el cadáver de mi pobre amigo sobre las piernas. Nos pusimos en camino a Versalles en medio de un escuadrón de gendarmes a caballo. La noticia de la llegada de Flourens nos había precedido.
En la puerta había un regimiento de soldados que, desconociendo su muerte, sacaban las baquetas de sus fusiles para golpearme.
Llegamos al corazón de una población ebria y feroz que aullaba: ¡A muerte, a muerte! En la prefectura de policía me metieron en una habitación con el cadáver de Flourens a mis pies.
Unas desgraciadas elegantemente vestidas, la mayoría acompañadas por los oficiales del Ejército, acudían muy sonrientes a ver el cadáver de Flourens, ya no les infundía temor. De una manera infame y cobarde, hurgaban con la punta de sus sombrillas en la masa encefálica del muerto.
Por la noche me separaron para siempre de los sangrientos restos de aquel pobre y querido amigo y me encerraron en los sótanos.
Amilcare Cipriani
¿Tuvo Flourens la visión de la hecatombe después de los primeros horrores cometidos por el Ejército de Versalles? ¿Juzgó hasta qué punto los hombres de la Comuna como él confiados, generosos, prendados de las heroicas luchas, estaban vencidos de antemano, por las traiciones y por la infame y falaz política seguida por el gobierno?
Yo participé en aquella salida del batallón 61 de infantería de Montmartre, cuerpo de ejército de Eudes, y hubiese podido comprobar, si no hubiera estado segura ya, que ni el temor a morir ni el de matar quedan en el recuerdo. Solo el reclamo de la idea a través de la magna puesta en escena de una lucha armada se mantiene en el pensamiento.
Después de haber tomado les Moulineaux, entramos en el fuerte de Issy, donde un obús le voló la cabeza a uno de los nuestros.
Eudes y su Estado Mayor se establecieron en el convento de los jesuitas de Issy.
Dos o tres días después, con la bandera roja desplegada, vino a nuestro encuentro un grupo de veinte mujeres, entre ellas Béatrix Excoffons, Malvina Poulain, Mariani Fernández y las señoras Goullé, Danguet y Quartier.
Al verlas llegar así, los federados reunidos en el fuerte saludaron.
Habían acudido al llamamiento que habíamos publicado en los periódicos. Vendaban a los heridos en el campo de batalla y con frecuencia recogían el fusil de un muerto.
Fue así con varias cantineras: Marie Schmid, la señora Lachaise, la señora Victorine Rouchy y los turcos de la Comuna,[60] ya citados.
Incluidas en el orden del día de sus batallones, una cantinera de les enfants perdus,[61] muerta como cualquier soldado y como tantas otras que llenarían un volumen si pretendiéramos nombrarlas.
A menudo iba con las enfermeras que acudían al fuerte de Issy, pero aún con más frecuencia iba con mis compañeros de infantería. Había comenzado con ellos y con ellos seguía. Creo que no era un mal soldado. La nota del Journal officiel de la Comuna a propósito de les Moulineaux, el 3 de abril —número del 10 de abril del 71— era exacta. En las filas del batallón 61°combatía una enérgica mujer que mató a varios gendarmes y guardias municipales.
Cuando el 61º volvía durante algunos días, yo iba con los otros, pues por nada del mundo hubiera dejado las compañías de infantería y, desde el 3 de abril hasta la semana de mayo, no pasé en París más que medio día dos veces. Así tuve por compañeros de armas a les enfants perdus en los altos brezos, a los artilleros en Issy y en Neuilly, a los exploradores de Montmartre. De este modo pude ver cuan valientes fueron los ejércitos de la Comuna, hasta qué punto mis amigos Eudes, Ranvier, La Cecillia y Dombrowski salvaron su vida por poco.
7. Recuerdos
Una charanga suena al fondo del negro misterio
Y otros van a las que encontraré.
Escuchad, se oyen pesados pasos en la tierra;
Es una etapa humana, con esos iré
Louise Michel. Le voyage (El viaje)
Escribí este libro primero sin contar nada mío, y siguiendo el consejo de mis amigos en los primeros capítulos he añadido algunos episodios personales, a pesar del fastidio que me causaba. Después se ha producido un efecto totalmente contrario, conforme avanzaba en el relato, me ha gustado revivir el tiempo de la lucha por la libertad, que fue mi verdadera existencia, y hoy me gusta incorporarlo.
Por eso, contemplo el fondo de mi pensamiento como una serie de cuadros por donde pasan juntas miles de vidas humanas desaparecidas para siempre.
Estamos en el Campo de Marte, las armas en ristre; la noche es hermosa. A las tres de la mañana partimos, pensando en llegar a Versalles. Hablo con el viejo Louis Moreau, contento también de partir. Me ha dado una pequeña carabina Remington en lugar de mi viejo fusil. Por primera vez tengo un buen arma, aunque dicen que poco segura, lo cual no es cierto. Cuento los embustes que le he dicho a mi madre para que no se inquiete. He tomado todas las precauciones: llevo en el bolsillo varias cartas listas para darle noticias tranquilizadoras, les pondré la fecha después; le digo que me necesitan en un hospital de campaña, que iré a Montmartre en la primera ocasión.
¡Pobre mujer! ¡Cuánto la quería! ¡Cuan reconocida le estaba por la completa libertad que me daba para obrar según mi conciencia, y cómo hubiese querido ahorrarle los días tan malos que tuvo con tanta frecuencia!
Los compañeros de Montmartre están ahí, estamos seguros los unos de los otros, seguros también de los que nos mandan.
Ahora todos callamos, es la lucha; hay una subida y yo corro gritando: ¡A Versalles! ¡A Versalles! Razoua me lanza su sable para concentrarnos. Arriba nos estrechamos la mano bajo una lluvia de proyectiles; el cielo está en llamas, pero nadie está herido.
Nos desplegamos como tiradores, en campos llenos de pequeños tocones. Se diría que ya habíamos practicado aquel oficio.
He ahí les Moulineaux. Los gendarmes no resisten como pensábamos. Creemos que vamos a ir más allá pero no, vamos a pasar la noche unos en el fuerte, otros en el convento de los jesuitas. Los que creímos que íbamos a ir más lejos, los de Montmartre y yo, lloramos de rabia; sin embargo, tenemos confianza. Ni Eudes ni Ranvier ni los demás se entretendrían quedándose sin un motivo importante. Nos dicen las razones, pero no escuchamos. En fin, recobramos la esperanza; ahora hay cañones en el fuerte de Issy, será un buen trabajo mantenerse en él. Partimos con extrañas municiones (restos del sitio) piezas de doce para proyectiles de veinticuatro.
Ahora pasan como sombras los que estaban allí en la enorme sala abajo del convento: Eudes, los hermanos May, los hermanos Caria, tres viejos, valientes como héroes, el tío Moreau, el tío Chevalet, el tío Caria, Razoua, federados de Montmartre; un negro tan negro como el azabache, con blancos y puntiagudos dientes como los de las fieras; es muy bueno, muy inteligente y muy bravo; un zuavo pontificio convertido a la Comuna.
Los jesuitas se han marchado, excepto un viejo que dice que no tiene miedo de la Comuna, y que se queda tranquilamente en su celda, y el cocinero que, no sé por qué, me recuerda a fray Jean des Eutomures.[62] Los cuadros que adornan los muros no valen dos reales, aparte de un retrato que representa bien la idea de un personaje, se parece a Mefistófeles. Debe ser algún director de los jesuitas. Hay también una Adoración de los Reyes, uno de los cuales se parece, en feo, a nuestro federado negro, cuadros de cronología sagrada y otras estupideces.
El fuerte es magnífico, una fortaleza espectral, destruido en lo alto por los prusianos, favorecidos por aquella brecha. Paso allí una buena parte del tiempo con los artilleros. Recibimos la visita de Victorine Eudes, una de mis viejas amigas, aunque sea muy joven. Tampoco dispara mal.
He aquí las mujeres con su bandera roja agujereada por las balas, saludando a los federados. Establecen un hospital de campaña en el fuerte, desde donde envían los heridos a los de París, mejor acondicionados. Nos dispersamos, con el fin de ser más útiles; yo me voy a la estación de Clamart, atacada todas las noches por la artillería versallesa. Vamos al fuerte de Issy por una estrecha subida entre setos. El camino está todo florido de violetas que aplastan los obuses.
El molino de piedra está muy cerca y con frecuencia no somos suficientes en las trincheras de Clamart. Si el cañón del fuerte no nos apoyara, tendríamos una sorpresa; los versalleses ignoraron siempre cuan pocos éramos.
Una noche incluso, no recuerdo ya por qué, éramos únicamente dos en la trinchera delante de la estación: el antiguo zuavo pontificio y yo, con dos fusiles cargados, que ya era algo era para defenderse. Tuvimos la increíble suerte que la estación no fue atacada aquella noche. En nuestras idas y venidas por la trinchera, el zuavo me dijo al cruzarse conmigo:
—¿Qué le parece a usted la vida que llevamos?
—Pues el efecto de ver delante de nosotros una orilla que hay que alcanzar, le contesté.
—Pues a mí me hace el efecto, replicó, de estar leyendo un libro de estampas.
Seguimos recorriendo la trinchera acompañados por el silencio de los versalleses sobre Clamart.
Por la mañana, cuando Lisbonne llegó con más gente, se puso contento y furioso a la vez, sacudiendo, como si estuviera espantando unas inoportunas moscas, su pelo bajo las balas que de nuevo, silbaban.
Hubo en Clamart, en el cementerio, una escaramuza nocturna a través de las tumbas iluminadas de repente por un resplandor, para caer después bajo la sola claridad de la luna, que dejaba ver, totalmente blancos, como fantasmas, los mausoleos. Por detrás de ellos partía el rápido fogonazo de los fusiles.
Otra expedición con Berceau también de noche, por aquel mismo lado. Los que primero se separaron de nosotros, volvieron a reunírsenos bajo el fuego de Versalles, con un peligro mil veces mayor. Vuelvo a ver todo esto en una visión en el país de los sueños, de los sueños de la libertad.
Un estudiante, opuesto a nuestras ideas, pero todavía más a las de Versalles, se presentó en Clamart para disparar unos tiros, sobre todo para verificar sus cálculos sobre las probabilidades.
Llevó un volumen de Baudelaire, del que leíamos algunas páginas cuando teníamos tiempo.
Un día en que los obuses hirieron a la vez a varios federados en el mismo lugar, una pequeña plataforma en medio de una trinchera, quiso verificar doble —mente sus cálculos, y me invitó a tomar una taza de café con él.
Nos instalamos cómodamente, y comenzamos a leer en el libro de Baudelaire el poema titulado: La Carroña. Habíamos acabado casi el café cuando los guardias nacionales se arrojan sobre nosotros, quitándonos violentamente de allí y gritando:
—¡Por Dios! ¡Basta ya!
En el mismo momento cayó el obús rompiendo las tazas, que dejamos en la plataforma y reduciendo el libro a impalpables fragmentos.
—Esto confirma plenamente mis cálculos, dijo el estudiante, sacudiéndose la tierra que le cubría.
Se quedó todavía unos días más; no le volví a ver.
A los únicos que he visto sin valor durante la Comuna fueron a un tipo entrado en carnes que había acudido a las trincheras para inquietar a la joven con quien acababa de casarse, y que con gran satisfacción llevó a Eudes una nota mía en la que le rogaba que le mandara a París. Yo había abusado de su confianza, escribiendo más o menos esto:
Mi querido Eudes,
Puede usted mandar a París a este imbécil, que solo sirve para sembrar el pánico,
si tuviéramos aquí personas capaces de sentirlo. Le engaño diciéndole que los
cañonazos del fuerte son los de Versalles con el fin de que se vaya más pronto. ¿Tendría
usted la amabilidad de echarle?
No le hemos vuelto a ver; tal era el miedo que tenía.
Si al entrar el ejército de Versalles hubiera conservado su uniforme de federado, le habrían pasado por las armas en el acto, junto a los defensores de la Comuna; se dieron casos de estos.
El otro, del mismo género, fue un joven. Una noche en la que estábamos un puñado en la estación de Clamart, precisamente donde la artillería de Versalles causaba estragos, le acometió, como una obsesión, la idea de rendirse. No había forma posible de razonar con él para quitárselo de la cabeza. —Hágalo si quiere, le dije; yo permaneceré aquí, y haré estallar la estación si se rinde. Me senté, con una vela, en el umbral de un cuartito donde estaban amontonados los proyectiles, y, con mi vela encendida pasé allí la noche. Alguien vino a estrecharme la mano, pudiendo ver que él también velaba. Era el negro. La estación resistió como de costumbre. El joven se marchó a la mañana siguiente y no volvió más.
Todavía en Clamart, nos ocurrió una aventura bastante extraña a Fernández y a mí.
Habíamos ido con algunos federados hacia la casa del guarda rural, a donde reclamamos voluntarios.
Eran tantas las balas que silbaban en tomo nuestro que Fernández me dijo: —Si me matan, encárguese usted de mis hermanitas. Nos abrazamos y proseguimos nuestro camino. En la casa del guarda había unos heridos, tres o cuatro, tendidos en el suelo sobre unos colchones. El guarda no estaba; la mujer sola, parecía enloquecida.
Al pretender llevarnos a los heridos, la mujer comenzó a suplicarnos a Fernández y a mí que nos marcháramos y dejáramos a los heridos, que según decía no estaban en condiciones de ser transportados, bajo la custodia de dos o tres federados que nos acompañaban.
Sin poder comprender el motivo que tenía aquella mujer para obrar así, no queríamos por nada en el mundo, dejar a los otros en aquel sospechoso lugar.
Con mucho cuidado, colocamos a nuestros heridos en unas camillas que habí —amos llevado, mientras la mujer se arrastraba de rodillas, suplicándonos que nos marcháramos únicamente las dos.
Al ver que no conseguía nada, se calló, salió a la puerta para vemos marchar llevándonos a nuestros heridos sobre los que llovía la metralla, ya que Versalles acostumbraba a disparar sobre las ambulancias.
Se ha sabido después que varios soldados del ejército regular se escondían en la cueva de la casa del guarda rural. ¿Aquella mujer temió ver degollar a otras mujeres, o simplemente deliraba?
Con nuestros heridos llevábamos un soldadito de Versalles medio muerto, que fue conducido como los otros a un hospital de París, donde comenzaba a restablecerse. En el momento de la invasión de París por el ejército, le habrán degollado los vencedores como a los demás heridos.
Cuando Eudes fue a la Legión de Honor, yo marché a Montrouge con La Cecillia y después a Neuilly con Dombrowski. Estos dos hombres, que físicamente no tenían ningún parecido, causaban la misma impresión en el combate: la misma mirada rápida, la misma decisión, la misma impasibilidad.
Fue en las trincheras de les Hautes Bruyères donde conocí a Paintendre, el comandante de les enfants perdus. Si alguna vez el nombre de niños perdidos, ha estado justificado, ha sido por él y por todos ellos; su audacia eran tan grande que no parecía que pudieran matarles y sin embargo, Paintendre lo fue, al igual que muchos de ellos.
En general, los hay tan valientes como los federados, pero más es imposible. Es ese impulso el que hubiera podido vencer en la rapidez de un movimiento revolucionario.
Las calumnias sobre el ejército de la Comuna circulaban por la provincia. Según decía foutriquet, estaba compuesto por bandidos y fugitivos de la justicia de la peor especie.
Sin embargo, Paule Mink, Amouroux y otros valientes revolucionarios conmovieron a las grandes ciudades, donde se declararon Comunas que enviaban su adhesión a París; el resto de la provincia, el campo se atenía a los informes militares de Versalles. Por ejemplo, el del asesinato de Duval atemorizaba a los pueblos:
Nuestras tropas —decía este informe— hicieron más de mil quinientos prisioneros y se pudo ver de cerca el rostro de los miserables que, para saciar sus salvajes pasiones, ponían deliberadamente al país a un ápice de su pérdida. Jamás la más rastrera demagogia había ofrecido a las entristecidas miradas de la gente honesta rostros más innobles. En su mayor parte tenían de cuarenta a cincuenta años, pero también había ancianos y niños en aquellas largas filas de abyectos personajes. Veíanse igualmente algunas mujeres. Al pelotón de caballería que les escoltaba le costaba mucho trabajo sustraerles de las manos de una exasperada multitud.
Se logró conducirlos sin embargo sanos y salvos a las grandes caballerizas.
En cuanto al llamado Duval, ese otro general fue fusilado por la mañana en el Petit-Bicêtre con dos oficiales de Estado Mayor de la Comuna.
Los tres afrontaron como fanfarrones la suerte que la ley destina a todo jefe de rebeldes sorprendido con las armas en la mano.[63]
Sabíamos a qué atenemos en cuanto a los generales del Imperio que se habían pasado al servicio de la República en Versalles, sin que ni ellos ni la Asamblea cambiasen más que de cargo.
Una de las futuras venganzas del degollamiento de París será descubrir las infames traiciones que la reacción militar acostumbraba a efectuar.
8. La marea sube
Ya es hora de que suba la marea.
Victor Hugo
La marea popular subía de todas partes, batía todas las riberas del viejo mundo y rugía cercana, dejándose también oír a lo lejos.
Cuba queriendo la libertad, igual que hoy, tuvo un gran combate cerca de Mayan entre Máximo Gómez, con quinientos rebeldes, y los destacamentos españoles, que tuvieron que retirarse.
Otros cuatrocientos rebeldes, con Bembetta y José Mendoga el Africano, habían tomado una fortificación.
Los republicanos españoles no participaban entonces en los crímenes de la monarquía; Castelar y Orense de Albaïda reclamaban de Picard, del gobierno de Versalles, la libertad de aquel José Guisasola que, condenado a muerte en su país, había sido detenido por el alcalde, al atravesar Francia, en Touillac, cumpliendo órdenes del prefecto Backauseut, que seguía instrucciones de su gobierno.
Diez años antes, Europa entera se estremeció de horror cuando Van Benert había entregado al húngaro Tebeki a Austria que, sin embargo, se había negado a condenarle a muerte. Los poderes encaminándose hacia su decrepitud, progresaban en esa vía uniendo sus fuerzas cada vez más contra todo pueblo que pretendiera ser libre.
Algunos franceses sospechosos de pertenecer a la Internacional tuvieron que abandonar Barcelona donde se habían establecido, ya que los republicanos interpelaron al gobierno. En esa ocasión fue cuando el señor Castelar pronunció las siguientes palabras:
Cuando la patria es la nación española, esta nación orgullosa de su independencia y de su libertad, esta nación que ha visto con horror el nombre de Sagunto reemplazado por un nombre extranjero, esta nación que venció en Roncesvalles a Carlomagno, el mayor guerrero de la Edad Media, que venció en Pavía a Francisco I, el gran capitán del Renacimiento, que venció en Bailén y Talavera, a Napoléon, el mayor general de los tiempos modernos, esta nación cuya gloria no cabe en el espacio, cuyo genio posee una fuerza creadora capaz de proyectar un nuevo mundo en las soledades oceánicas, esta nación que, cuando marchaba sobre su carro de guerra, veía a los reyes de Francia, a los emperadores de Alemania y a los duques de Milán humillados seguir sus estandartes, esta nación que tuvo por alabarderos, por mercenarios, a los pobres, a los oscuros, a los pequeños duques de Sabaya, fundadores de la actual dinastía... (Interrupción). Señor Castelar. —Me llamará al orden su señoría si quiere, señor presidente; pero no estoy aquí para defender mi modesta personalidad; en este momento lo que defiendo es mi inviolabilidad y la libertad de esta tribuna. (Nueva interrupción.). Señor Castelar: —Me atengo a la historia que, por la pluma de los Tácitos y los Suetonios, libre e inerme, atacó a los tiranos, arrostrando las iras de los Nerones y los Calígulas. He dicho, y es historia, que Filiberto de Saboya, que Carlos Manuel de Saboya, que todos los duques de Saboya siguieron como pobres y mendigos, el carro triunfal de nuestros ancestros.
¿Qué palabra no es ofensiva si no tengo derecho a hablar de los ancestros de los reyes, si su persona es sagrada? Porque cuando doña Isabel de Borbón entraba por esa puerta, porqué veía ante sus ojos los nombres de Mariana Pineda, de Riego, de Lacy y del Empecinado, víctimas de su padre, y lo repito, los duques de Saboya seguían pobres y mendigos el carro de Carlos V, de Felipe II y de Felipe V.
¡Que lejos está de nosotros ese orgullo de la vieja España de la sesión del 20 de abril del 71, ese trágico orgullo que involuntariamente hacía pensar en el Cid, a tal punto que escuchando, se creía ver pasar espectros en un aura de gloria! He aquí que después de veintiséis años, en lugar de esos fantasmas señalando con el dedo a sus antepasados, se va a dar a la terrible fortaleza de Montjuich, con sus verdugos torturadores y los asesinos de Maceo.
La proclamación de la República en Francia había entusiasmado a la juventud rusa; la salud de la República y de Gambetta se había trasladado a San Petersburgo y a Moscú. ¡La República era tan bella desde lejos!
El zar asustado, se alió con la policía; hubo detenciones en toda Rusia y, para tranquilizar a su amo, el jefe de la policía pretendió tener en sus manos el hilo de un gran complot; lo único que tenía eran las llaves de las mazmorras y los instrumentos de tortura.
La legión federal belga, las secciones de la Internacional, en Cataluña y en Andalucía, enviaban a la Comuna los saludos de los hijos de Van Artevelde y el de los pintores, escritores, sabios, herederos de los Rubens, de los Grétry, de los Vesalio y de los verdaderos hijos de la España altiva y libre. En el horizonte apuntaba al fin la liberación de la humanidad, en tanto que, alzando la voz en la abominable cacería contra el pueblo de París, los periódicos del orden de Versalles, publicaban los cobardes llamamientos para degollar:
Señores menos erudición y filantropía y más experiencia y energía. Y si esta experiencia no ha podido llegar hasta vosotros, tomadla prestada de las víctimas. Nos jugamos Francia, en este momento: ¿acaso es el momento para piezas literarias? ¡No, mil veces no! ¡Ya conocemos el precio de esas piezas!
Haced lo que los grandes pueblos enérgicos harían en un caso semejante: ¡Nada de prisioneros!
Y si, en el montón, se encuentra un hombre de bien realmente llevado a la fuerza, le reconoceréis; entre esa gente, un hombre de bien se destaca por su aureola.
A los valientes soldados concederles la libertad para vengar a sus camaradas haciendo, en el marco y en el furor de la acción, lo que a sangre fría ya no querrían hacer al día siguiente.[64]
En esta tarea, que debía hacerse solamente en el furor del combate, fue empleado el ejército, ebrio de mentiras, de sangre y de vino, y la Asamblea y los oficiales superiores tocando el hallali[65] París fue pasado a cuchillo.
9. Las Comunas de provincias
En las miras de Pulgarcito, que tiene entre
sus manos a las fuerzas organizadas de Francia,
está el conseguir la escisión entre París y
los departamentos, firmar la paz a cualquier precio,
descapitalizar al París revolucionario,
aplastar las reivindicaciones obreras,
restablecer una monarquía,
sin reparar en crimen alguno
Rochefort, Le Mot d'ordre (La palabra del orden)
En un libro, publicado mucho tiempo después de la Comuna: Un diplômate à Londres,[66] se lee, entre otras mil cosas del mismo género que prueban la relación entre Thiers y aquellos que en sus delirios veían danzar las coronas sobre brumas de sangre:
El señor Thiers había hecho colocar en la embajada de Londres a orleanistas: el duque de Broglie, el señor Charles Gavard, etc.
Era muy difícil —dice el autor del libro— percibir el exacto matiz de los términos llenos de deferencias, pero exclusivamente respetuosos, en que él [el conde de París] se expresaba respecto al señor Thiers. Tuve la buena ocurrencia de rogar al príncipe que tome él mismo la pluma, y escribió sobre mi mesa la siguiente misiva:
El conde de París vino el sábado al Albert-Gate-House. Me dijo que la embajada era territorio nacional y que tenía prisa por franquear su umbral. Su visita tenía especialmente por objeto, expresar al representante oficial de su país, la profunda alegría que le causaba la decisión por la cual la Asamblea Nacional acababa de abrirle las puertas de una patria, que por encima de todo jamás había dejado de amar.
En especial me ha pedido, que fuese el intérprete de sus sentimientos ante el jefe del poder ejecutivo y que le ruega acepte su respeto.
La misiva ha salido esta misma noche, únicamente con el añadido de: SAR Mons. delante del nombre del conde de París.
Londres, 12 de enero de 1871.[67]
En la página 5 del mismo libro, se lee:
Se tenía a los Orleans en la mano, ya que los últimos acontecimientos imposibilitaban una solución de parte de los Bonaparte.
Es inútil seguir citando; sería todo el volumen.
¡Ah! Si en nuestros días hubiera algún pretendiente con corazón de hombre, ¡cómo tiraría el sangriento disfraz con el que quieren ataviarle aquellos que viven en el pasado! ¡Cómo ocuparía su lugar en el combate, entre quienes quieren la liberación del mundo!
Mientras Thiers se ocupaba de los pretendientes que tenía al alcance de la mano, no olvidaba hacer cuanto podía para ahogar en sangre los movimientos hacia la libertad que se producían en Francia.
Las Comunas de Lyon y de Marsella, sofocadas ya por Gambetta, renacían de sus cenizas.
Queremos, escribía la Comuna de Marsella a la Comuna de París, el 30 de marzo de 1871, la descentralización administrativa, con autonomía de la Comuna, confiando al consejo municipal elegido en cada gran ciudad, las atribuciones administrativas y municipales.
La institución de las prefecturas es funesta para la libertad.
Queremos la consolidación de la República por la federación de la Guardia Nacional, en toda la extensión del territorio.
Pero, ante todo y sobre todo, queremos lo que quiera Marsella.
Las elecciones debían celebrarse el 5 de abril, a las seis de la mañana, por lo que el general Espivent añadió a las tripulaciones del Couronne y del Magnanime, todas las tropas que pudo disponer y el 4, bombardeó la ciudad.
Una salva de cañón advertía a los soldados; pero como encontraron una manifestación sin armas tras una bandera negra y gritando: ¡Viva París!, se dejaron llevar por la multitud, junto con los artilleros y el cañón que acababa de hacer otros dos disparos.
Espivent por el otro lado, desde el fuerte Saint-Nicolas, hacía bombardear la prefectura, donde suponía que estaba la Comuna.
Landeck, Megy y Canlet de Taillac, delegados de París, fueron con Gaston Crémieux a ver a Espivent, exponiéndole que no debía matar a unos hombres indefensos. Espivent, como única respuesta, hizo detener a Gaston Crémieux y a los delegados de París, en contra de la opinión formal de sus oficiales.
Sin embargo, se vio obligado a dejar marchar a los últimos, que tenían la misión de exponerle la voluntad de Marsella (las elecciones libres y que solo los guardias nacionales se encargasen de la seguridad de la ciudad).
“Quiero la prefectura dentro de diez minutos, o la tomaré por la fuerza dentro de una hora dijo Espivent”.
“¡Viva la Comuna!”, exclamaron los delegados y, a través de la multitud y de los soldados que fraternizaban con el pueblo, se marcharon.
Espivent escondió detrás de las ventanas a varios reaccionarios y a unos caza dores. El tiroteo duró siete horas, apoyado por los cañones del fuerte Saint-Nicolas. Cuando cesó el fuego, el suelo estaba cubierto de cadáveres.
La sangre corría por las calles llenas de muertos, mientras el Galiffet de Marsella dio orden de fusilar a los prisioneros en la estación (eran unos garibaldinos que habían combatido contra la invasión de Francia y soldados que no quisieron disparar contra el pueblo). Una mujer con su niño en brazos, y un transeúnte, que encontraron muy duras las órdenes de Espivent, fueron pasados por las armas, así como algunos otros ciudadanos de Marsella, entre ellos el jefe de estación, cuyo hijo pedía clemencia para su padre. Espivent escribía a su gobierno, en Versalles:
Marsella, 5 de abril de 1871
El General de División al señor Ministro de la Guerra: He hecho mi entrada triunfal en la ciudad de Marsella con mis tropas; he sido muy aclamado.
Mi cuartel general está instalado en la prefectura. Los delegados del comité revolucionario salieron por su lado de la ciudad, ayer por la mañana.
El fiscal general ante el tribunal de Aix, que me presta la colaboración más abnegada, está lanzando órdenes de búsqueda por toda Francia; tenemos quinientos prisioneros, que he hecho conducir al castillo de If.
Todo está absolutamente tranquilo en este momento en Marsella.
General Espivent
Así fue definitivamente degollada la Comuna de Marsella, por aquel mismo Espivent que, basándose en una realidad inventada, organizó en el puerto de Marsella la famosa caza de tiburones, donde no existía ni uno.
A pesar de las espantosas represiones en Marsella, Saint-Étienne se levantó. El prefecto Lespée al principio restableció allí el orden a la manera de Espivent, y se citaba de él esta frase: “Yo sé lo que es un motín: ¡la canalla no me asusta!”
La canalla, como él decía, le conocía tan bien que, al recuperar momentáneamente Saint-Étienne, le detuvo y condujo al Ayuntamiento, donde murió en inesperadas circunstancias.
Lespée había sido confiado a dos hombres, uno de los cuales se llamaba Vitoire y el otro Fillon, que debían simplemente vigilarle.
Vitoire era una especie de girondino; Fillon, por el contrario, era tan exaltado que llevaba dos bandas, recuerdos de luchas pasadas, una ciñéndole la cintura y la otra ondeando al viento en su sombrero.
Pronto surgió una discusión entre Vitoire, que trataba de excusar al prefecto, y Fillon, que citaba la frase de Lespée.
Vitoire seguía sosteniendo a Lespée, y Fillon fuera de sí, disparó un tiro de revólver a Vitoire y otro al prefecto, recibiendo él mismo un disparo de fusil, de uno de los guardias nacionales que acudieron. Había visto tantas traiciones, el pobre viejo, que se volvió loco imaginando traiciones por todas partes.
La muerte de Lespée fue reprochada a todos los revolucionarios, la de Fillon a su homicida.
Hace algunos años, estando en una gira de conferencias, viejos vecinos de Marsella me contaron la impresión, como una visión, del viejo Fillon, que delante de todos, se encaminaba al Ayuntamiento, con su banda roja ondeando en su sombrero y los ojos centelleantes.
Llevaba la boca muy abierta, lanzando continuamente estos gritos que se oían desde lejos: ¡Adelante! ¡Adelante la Comuna! ¡La Comuna! Era ya un espectro, el de las represalias.
Los mineros saliendo de los pozos, se habían unido al levantamiento; pero no fue la Guardia Nacional la que mantuvo la seguridad; el orden lo puso la muerte.
Entonces, se levantó Narbona. Digeon, de naturaleza heroica, había arrastrado a la ciudad. En un primer momento los soldados también se ven arrastrados.
Raynal, el primogénito, autor de un ataque de la reacción, es atrapado como rehén.
La proclama de Digeon terminaba así:
“¡Que otros consientan vivir eternamente oprimidos! ¡Que sigan siendo el vil rebaño del que se vende la lana y la carne!
En cuanto a nosotros, no abandonaremos las armas hasta que se hayan satisfecho nuestras justas reivindicaciones, y si todavía se recurre a la fuerza para rechazarlas, lo gritaremos al cielo, ¡sabremos defenderlas hasta la muerte!”
¡Bravo Digeon! Había visto tantas cosas, que al regreso de Caledonia nos lo encontramos anarquista, de revolucionario autoritario que había sido; su enorme integridad le señalaba que el poder es la fuente de todos los crímenes acumulados contra los pueblos.
Al no querer rendirse Narbona, hicieron llegar tropas y cañones. Las autoridades de Montpellier enviaron dos compañías de ingenieros; las de Toulouse suministraron la artillería; las de Foix, la infantería. Carcassonne envió a la caballería; Perpiñán compañías de África. El general Zents tomó el mando de aquel ejército, al que se sugirió que había que tratar como a hienas y enemigos de la humanidad a aquellos hombres que se levantaban por la justicia y la humanidad.
Cuando olieron la sangre, aquellas jaurías se desataron.
El combate, empezado de noche, duró hasta las dos de la tarde.
Cuando la ciudad no fue más que un cementerio, se rindió.
Digeon, solo en el Ayuntamiento, no quería capitular, pero la multitud lo arrastró; no queriendo esconderse al día siguiente fue detenido.
Diecinueve soldados del 52 de infantería, fueron condenados a muerte por haberse negado a disparar contra el pueblo. No fueron ejecutados por temor a la venganza popular. Se contentaron con pasar sumariamente por las armas a aquellos a quienes se encontró en la lucha.
Narbona conservó los nombres de los dieciocho del consejo de guerra.
Eran: Meunier, Varache, Renon, Bossard, Meyer, Parrenain, Malaret, Lestage, Arnaud, Royer, Monavent, Legat, Ducos, Adam, Delibessart, Garnier, Charruet y René.
En le Creusot, el levantamiento tuvo lugar antes de la Comuna de París. Comenzó por una emboscada a los obreros, en la carretera de Montchanin. Lugar al que en cada revuelta acudían los primeros para avisar a sus camaradas.
En la carretera vieron unos individuos sospechosos, al querer comprobarlo, quince hombres murieron por la explosión de una bomba colocada allí. Así era como el gobierno pensaba haber detenido el movimiento.
Le Creusot despertó con la noticia del 18 de marzo; al principio, las tropas fueron retiradas. “Haced vuestra Comuna”, había dicho el comandante. Le Creusot, todo festivo comenzó a gritar: ¡Viva la República! ¡Viva la Comuna!
Entonces volvió la tropa en mayor número, dispersando a los manifestantes, quiénes sin embargo, pudieron hacer prisioneros a unos agentes de Schneider, que se mezclaban en sus filas, gritando: ¡Viva la guillotina! Más tarde confesaron su misión como agentes provocadores.
Los revolucionarios de le Creusot enviaron delegados a Lyon y a Marsella, donde reinaba gran agitación.
En Lyon, la plaza de la Guillotière estaba llena de gente; un cartel colocado en todas las esquinas invitaba a la población a no ser cobarde y no dejar asesinar a París y la República.
No, los lioneses no eran cobardes, pero el prefecto Valentin y el general Crauzat disponían de considerables fuerzas, que utilizaron como nunca lo hicieron contra la invasión.
La Guardia Nacional del orden se unió al ejército, y el aplastamiento de la Comuna de Lyon comenzó.
El combate duró cinco horas en la Guillotière y en numerosas plazas de la ciudad.
Albert Leblanc, delegado de la Internacional, al no poder pasar para ir a la Guillotière, ocupó en la ciudad su lugar de combate.
Después de cinco horas de terrible lucha de unos mal armados hombres contra batallones enteros, la Comuna de Lyon fue liquidada.
Estremecimientos como los que sienten los parientes de alguien herido mortalmente en la plenitud de su vida, se dejaron notar durante largo tiempo en las grandes ciudades, después que el movimiento quedó desangrado.
Existen numerosos documentos sobre los alzamientos de Burdeos, Montpellier, Cette, Béziers, Clermont, Lunel, L’Hérault, Marseillan, Marsillargues, Montbazin, Gigan, Maraussan, Abeilhan, Villeneuve-lès-Béziers, Thibery.
Todas estas ciudades y tantas otras, decidieron enviar delegados a un congreso general que debía empezar el 14 de mayo en el Gran Teatro de Lyon.
Las ciudades de provincias enviaron cartas de censura a Versalles. Se conocen los nombres de Grenoble, Nyons, Mâcon, Valence, Troyes, Limoges, Pamiers, Béziers, Limoux, Nîmes, Draguignan, Charolles, Agen, Montélimar, Vienne, Beaune, Roanne, Lodève, Tarare, Châlons. Malon, bien informado, contaba por miles las cartas de indignación de las provincias a la ciudad maldita.
Al enterarse del nombramiento de la Comuna de París, Le Mans se levantó. Dos regimientos de infantería enviados desde Rennes y coraceros llamados para aplastar a los manifestantes, confraternizaron con ellos.
El comité radical de Mâcon escribió encabezando su manifiesto enviado a la Comuna: “La República está por encima del sufragio universal. [...] Los golpes de Estado y los plebiscitos son las causas directas de todas las desgracias que nos asolan”.
El plebiscito acababa además de demostrarlo, y el nombramiento de la asamblea de Burdeos no carece de misterio cuando caemos en la cuenta del movimiento que agitó a toda Francia. Por lo demás, las interioridades del sufragio universal no pueden ser un secreto para nadie; si se agrega el espanto de las represiones, se verá que solo los pueblos se dejaron engañar por completo; todo el resto del país fue mantenido por el terror.
El escrito del comité radical de Mâcon a la Comuna de París llevaba las siguientes firmas: P. Ordinaire, Pierre Richard, Orleat, Lauvernier, Seignot, Verge, Chachuat, Jonas, Guinet. Con fecha del 9 de marzo del 71.
Los republicanos de Burdeos publicaron igualmente su manifiesto y el proyecto de un congreso convocado en Burdeos con objeto de decidir las medidas más oportunas para terminar la guerra civil, asegurar las franquicias municipales y consolidar la República.
La Comuna era entonces la forma que parecía más fácil para asegurar la libertad. El manifiesto iba firmado por Léon Billot, periodista; Chevalier, comerciante; Cousteau, armador; Delboy concejal; Deligny, ingeniero civil; Depugct negociante; Sureau, capitán de la Guardia Nacional; Martin, comerciante; Mílliou, jefe de batallón de la Guardia Nacional; Parabére, ídem; Paulet, concejal saliente; Roussel, comerciante; Dr. Sarreau, periodista; Saugeon, antiguo consejero general de la Gironda; Tresse, propietario.
Todos ellos vinieron a la Comuna no por inercia, sino en consideración a las inclinaciones generales, quizá también por asco a las maquinaciones de Versalles, de las que puede uno formarse una idea leyendo la circular que sigue, trasmitida jerárquicamente, y de la que tuvimos conocimiento por una alcaldía de Seine-et-Oise:
Nota para el señor alcalde
Vigilen a diario, los hoteles y los albergues, obligando a los dueños de tales establecimientos a inscribir en sus registros para la policía, el nombre de las personas que se alojen, presentándolos en la alcaldía, al comisario de policía o a la gendarmería. Invitar, por una resolución especial, a los particulares que alojasen ocasionalmente a forasteros a hacer la declaración en la alcaldía, dando el nombre de las personas, con el lugar y fecha de nacimiento, su domicilio y profesión.
Vigilar las posadas, cafés y tabernas. Impedir que se pueda leer ahí cualquier periódico de París.
Todo el escalafón de empleados, de cualquier rango, del gobierno de Versalles, tenía que ocuparse de tareas policíacas, y Francia entera se había convertido en una ratonera. Las conciencias se rebelaban a medida que estas indignidades se descubrían.
En Ruan, en los primeros días de abril, los francmasones declararon adherirse plenamente al manifiesto oficial del consejo del orden, que lleva inscritas en su bandera las palabras libertad, igualdad y fraternidad. Predica la paz entre los hombres, y en nombre de la humanidad proclama inviolable la vida humana, maldiciendo todas las guerras. Quiere detener el derramamiento de sangre, sentando las bases para una paz definitiva que sea la aurora de un nuevo porvenir.
He aquí lo que pedimos, enérgicamente, y si nuestra voz no es escuchada os decimos aquí que la humanidad y la patria lo exigen y lo imponen, decían los firmantes:
El presidente de honor de la masonería ruanesa, Desseaux; el venerable de las Artes Reunidas, Hédiard; el venerable de la Constancia Probada, Loraud; el venerable de la Perseverancia Coronada, E. Vienot.
Los Talleres de las Artes Reunidas y de la Perseverancia Coronada, Hédiard y Goudy; el presidente del consejo filosófico, Dieutie, y por mandato de los Talleres Reunidos y del Oriente de Ruan; el secretario Jules Godefroy.
¡El derramamiento de sangre! ¡La humanidad! ¡Como esa gente, a pesar de sus títulos medievales, hablaba una lengua tan desconocida aún para los salvajes de Versalles!
El 26 de abril, quinientos miembros, respondiendo al llamamiento del comité federal, se reunieron en la sala de la Federación, a las dos de la tarde. El ministerio público rodeó la sala, cuando el comisario central Gérard y veinticinco agentes entraron, para proceder a las detenciones, la encontraron vacía. Se había adelantado la hora de la reunión. Recogieron entonces algunos documentos, y marcharon a las casas de los miembros de la Federación de la Internacional. Algunos fueron detenidos: Vaughan, Cord’homme, Mondet, Fristch, Boulanger.
Los que se suponía eran los cabecillas estaban entre rejas, pero las autoridades temerosas todavía, hablaban de enviarlos a Belle-Isle-en-Mer,[68] o incluso más lejos. Veinticinco personas componían esta primera hornada.
Le Gaulois publicó en Versalles espantosos detalles sobre los presos.
Había tantos descubrimientos y tantas ramificaciones que, a pesar de las diligencias del criminal ministerio público de Ruan para terminar la instrucción del proceso de los comuneros, el asunto era tan complejo que la causa no podría ser vista inmediatamente.
Acababa de levantarse el secreto que al principio se había aplicado a los presos. Podemos, añadía Le Gaulois, suministrar algunos detalles sobre los principales acusados.
Cord’homme, el principal, es a la vez rico propietario y tratante de vinos al por mayor. Fue elegido consejero general por el suburbio de Saint-Séver en las elecciones del 70. Opiniones políticas aparte, es bastante querido en la comarca, es un hombre honesto que tuvo siempre la manía revolucionaria.
Vaughan, alcalde adjunto de Darnetal, cerca de Ruan, miembro muy influyente y muy activo de la Internacional, se le tiene por un distinguido químico. A ello se debe la inspiración más que atrevida con que ha escrito un poema sobre determinado asunto. En cuanto a Cambronne, compone versos en su celda sobre el director de la prisión. Tiene una actitud muy firme.
Delaporte, antiguo redactor del periódico Le Patriote, suprimido por la autoridad prusiana, al parecer un joven muy inteligente.
Las piezas reveladas por el señor Leroux, juez de instrucción, son dos.
La primera es un llamamiento a la abstención en las últimas elecciones municipales. Llamamiento formulado de una manera censurable, de cara al gobierno legal de Versalles.
La segunda es una adhesión a la Comuna de París, o al menos una copia no firmada de tal acta. Este documento se encontró en casa del llamado Frossart, zapatero de Elbeuf, igualmente implicado en el complot.[69]
No viene de ahora que los borradores no firmados cuentan igual que los provistos de firmas. Tampoco viene de hoy que aquellos que reclaman su libertad desconfían de la que les ofrece el enemigo: las elecciones en las que los revolucionarios de Ruan se negaban a participar debían ser algo como un plebiscito gubernamental.
La amedrentada población de Versalles, ante estas acusaciones que ni siquiera lo eran, temblaba de espanto, aconsejando mantenerse a la defensiva, porque uno de los acusados, Ridnet, antiguo oficial del Estado Mayor del ejército del Havre, contra el que no tenían absolutamente nada, había sido puesto en libertad provisional, bajo palabra de presentarse en la prisión si se descubría algo.
En Montpellier, Toulouse, Burdeos, Grenoble Saint-Étienne, el movimiento, continuamente sofocado, volvía continuamente a levantarse; los periódicos perseguidos renacían de sus cenizas, llenando de espanto a Versalles, a pesar de sus cañones bombardeando Issy, Neuilly, Courbevoie, y los ejércitos de voluntarios llamados contra París sin gran resultado; eran una ínfima minoría que Versalles atraía por el temor de ver repartir lo que no tenían.
En París, por el contrario, inocentes por generosidad, los comuneros dejaban al viejo y no menos ingenuo Beslay, dormir en el Banco para defenderlo si fuera necesario a costa de su vida. Pensaban que el honor de la Comuna residía allí. Sobre la fe de Pleuc creyó haber salvado la revolución al salvaguardar la fortaleza capitalista.
Hubo un momento en que todos, en París, acudían a la Comuna por la ferocidad que mostraba Versalles. Todas las ciudades de Francia pedían que la matanza terminara (no estaba más que empezando).
El manifiesto de Lyon, de fecha de 5 de mayo, decía que se habían enviado comunicaciones a la Asamblea y a la Comuna desde todas partes, con palabras de apaciguamiento. Solo la Comuna contestaba.
París asediado por un ejército francés, después de haberlo sido por las hordas prusianas, extendía una vez más sus manos a la provincia. No pedía su colaboración armada, sino su apoyo moral. Pedía que su autoridad pacífica se interpusiera para desarmar a los combatientes. ¿Podría la provincia hacerse la sorda ante este llamamiento supremo?
Este manifiesto estaba firmado por los miembros del antiguo consejo municipal: Barodet, Barbecat, Baudy, Bouvalier, Brialon, Chepié, Colon, Condamin, Chaverot, Cotlin, Chrestin, Degoulet, Despagnes, Durand, Ferouillat, Henon, miembros salientes del consejo. Hivert, Michaud, Vathier, Pascot, Ruffin, Vaille, Vallier, Chapuis y Verrières, fueron elegidos el 30 de abril y posteriormente dimitieron.
La ciudad de Nevers envió a la Comuna un manifiesto pidiendo la indisoluble unión entre París y Francia, la pronta disolución, y de ser necesario la inhabilitación de la Asamblea de Versalles, cuyo mandato había expirado.
El comité republicano de Melun, cuya divisa era: ¡El orden en la libertad!, declaró que se unía a los que trataban de curar los males del país, no restableciendo un orden de cosas caduco, sino asegurando su porvenir. Los miembros de este comité se llamaban Auberge, Baucal hijo, Derougemont, Daudé, Despagnat, Delhiré, Dormoy, Drouin, Dupuy, Finot padre, Hensé, Nivet, Pemetaini, Fouteau, Riol, Robillard, Saby, Thomas, Ninnebaux. El manifiesto se envió el 24 de marzo de 1871.
En Limoges, el 4 de abril, los soldados de un regimiento de infantería que estaba allí acuartelado recibieron orden de ir a reforzar el ejército de Versalles. La multitud les condujo a la estación, y les hizo jurar que no se emplearían en el degollamiento del pueblo de París. Lo juraron, en efecto, y entregaron sus armas a los que les acompañaban, regresaron después al cuartel, donde delante de sus oficiales, la ciudad entera les ovacionó.
Las autoridades se reunieron en el Ayuntamiento, y como el prefecto había huido, el alcalde se encargó de la represión. Ordenó a los coraceros que capturaran al destacamento que se negaba a obedecer y a cargar contra la multitud. Entonces se entabló el combate, llegando a ser terrible. El partido del orden, más fuerte, logró la victoria; pero el coronel de los coraceros y un capitán murieron.
En el Loiret, el movimiento revolucionario fue considerable: había en París un enérgico comité de iniciativa, cuyos secretarios eran François David, de Batile-sur-Loiret, Garnier y Langlois de Meung-sur-Loire. Enviaron varios delegados con el encargo de ponerse de acuerdo con la Comuna.
La asociación del Jura, los vecinos de varias ciudades de Seine-et-Marne (y hasta de Seine-et-Oise), a pesar de Versalles, tenían igualmente en París sus correspondientes comités.
En el norte de Francia, todas las ciudades industriales, igual que las ciudades del sur, querían su Comuna.
Argelia, desde el 38 de marzo, envió su adhesión por medio de la siguiente declaración:
A la Comuna de París,
La Comuna de Argelia.
Ciudadanos.
Los delegados de Argelia declaran en nombre de todos sus electores adherirse a la Comuna de París, de la manera más absoluta.
Argelia entera reivindica las libertades comunales.
Oprimidos durante cuarenta años por la doble concentración del ejército y de la administración, la colonia ha comprendido desde hace mucho tiempo que la emancipación completa de la Comuna es el único medio que tiene para llegar a la libertad y a la prosperidad.
París, 28 de marzo de 1870
Alexandre Lambert, Lucien Rabuel, Louis Calvinhac.
L'Émancipation de Toulouse, pocos días después del 18 de marzo, juzgaba así a los hombres de Versalles:
En efecto, existe un complot organizado para excitar el odio de unos contra otros, y para hacer que a la guerra contra el extranjero le suceda la horrible guerra civil.
Los autores de esta criminal tentativa son los bellacos que se atribuyen indebidamente el título de defensores del orden, de la familia y de la propiedad.
Uno de los agentes más activos de ese complot contra la seguridad pública se llama Vinoy; es general y fue senador.
Las primeras historias del 71, escritas cuando el gobierno se hallaba aún en un frenesí de sangre, no se atrevieron, a causa de las represiones siempre temibles, a mencionar todos los levantamientos revolucionarios de Francia correspondientes a la Comuna, a los de Europa y del mundo, España, Italia, Rusia, Asia, América. La historia está en todas partes por escribir como prólogo de la presente situación.
10. El Ejército de la Comuna – Las mujeres del 71
Los cadáveres son la simiente,
El porvenir traerá las cosechas.
Louise Michel
Desde el 5 de abril, las baterías del sur y del oeste, dirigidas por los alemanes contra París, servían a los versalleses, a quienes llamábamos los prusianos de París, y para hacer justicia a quien concierna agregaremos que nunca los más burdos ulanos llegaron a ser culpables de tanta ferocidad.
Los proyectiles explosivos que utilizaba el ejército de Versalles contra los federados solo se emplearon contra París. Vi entre otros a un desdichado que, en las trincheras de les Hautes Bruyères, había recibido uno de aquellos proyectiles en mitad de la frente. Guardamos cierto número de esos proyectiles que hubieran podido figurar para alguna exposición de medios empleados en la caza del elefante; pero finalmente desaparecieron en los diversos registros.
Toda la parte de los Campos Elíseos estaba barrida por las balas.
El Mont-Valérien, Meudon y Brimborion no cesaban de vomitar metralla sobre los desdichados que vivían por aquel lado.
Por el otro, el reducto de los Moulineaux y el fuerte de Issy, tomado y retomado sin parar, mantenían la lucha aparentemente en el mismo punto.
El ejército de la Comuna era un puñado de hombres comparado con el de Versalles, y muy valiente tenían que ser para resistir tanto tiempo, a pesar de las traiciones intentadas sin cesar y la pérdida de tiempo inicial. Los militares profesionales figuraban en pequeño número. Muerto Flourens y prisionero Cipriani, quedaban Cluseret, los hermanos Dombrowski, Wrobleski, Rossel, Okolowich, La Cecillia y Hector France, algunos suboficiales y soldados que permanecían con París, y unos marinos igualmente fieles a la Comuna. Entre ellos, algunos oficiales: Coignet, llegado al mismo tiempo que Lullier, era aspirante de marina, y Perusset, capitán de larga travesía.[70] Hay cosas mejores que hacer, decían los marinos, que pagar la indemnización a los prusianos: cuando acabemos con Versalles, tomaremos los fuertes al abordaje. Uno de ellos, Kervisik, deportado con nosotros a la península Ducos, hablaba allí todavía de esto, cuando mencionábamos la época de la Comuna, que a través del océano nos parecía lejos ya en el pasado.
En los primeros días de abril, Dombrowski fue nombrado comandante en jefe de la ciudad de París. Teníamos esperanzas, ya que la lucha se mantenía y sin embargo los versalleses atacaban a la vez Neuilly, Levallois, Asnières, el Bois de Boulogne, Issy, Vanves, Bicêtre, Clichy, Passy, la puerta de Bineau, les Ternes, la avenida de la Grande-Armée, los Campos Elíseos, el Arco de Triunfo, Saint-Cloud, Auteuil, Vaugirard, la puerta Maillot.
Foutriquet, al mismo tiempo, declaraba que eran los bandidos de París los que disparaban numerosos cañonazos para hacer creer que les atacaban.
Así, decía Le Mot d'Ordre, los numerosos heridos que llenan los hospitales de Versalles fingían estar heridos; aquellos que enterraban después del combate fingían estar muertos, según quería la lógica del sangriento Pulgarcito, que cubría París de fuego y de metralla y anunciaba en sus circulares o editaba en sus periódicos que París no era bombardeado.[71]
Al capitán Bourgouin le mataron cuando atacaba la barricada del puente de Neuilly. Fue una pérdida para la Comuna.
Dombrowski contaba apenas con dos o tres mil hombres, e incluso menos, para aguantar el continuo asalto de más de diez mil del ejército regular.
El general Wolf, que hacía la guerra a la manera de los Weyler de hoy, mandó cercar una casa en la que se encontraban doscientos federados, que fueron sorprendidos y degollados.
En el parque de Neuilly se oía incesantemente la granizada de balas a través de las ramas, con ese ruido de las tormentas de verano que conocemos tan bien. La ilusión era tal que creíamos sentir la humedad aun a sabiendas de que era la metralla.
Hubo en la barricada Peyronnet, cerca de la casa donde estaba Dombrowski con su Estado Mayor, verdaderos diluvios de artillería versallesa. Ciertas noches, hubiéramos dicho que la tierra temblaba y que un océano caía del cielo.
Una noche que los camaradas quisieron que me fuera a descansar, vi cerca de la barricada una iglesia protestante abandonada con un órgano que solo tenia dos o tres notas inutilizadas. Estaba allí muy divertida cuando de pronto aparecieron un capitán de federados con tres o cuatro hombres furiosos.
—¡Vaya! me dijo, ¿Es usted la que atrae así los obuses sobre la barricada? Venía para fusilar a quien actuaba así.
De este modo terminó mi ensayo de armonía imitativa de la danza de las bombas.
En el parque, delante de algunas casas, había pianos abandonados; algunos todavía enteros y en buen estado, a pesar de estar expuestos a la humedad. Jamás comprendí por qué los habían dejado fuera y no dentro.
En la barricada Neuilly, reventada por los obuses, hubo heridas horribles: hombres con los brazos arrancados hasta detrás de la espalda dejando el omóplato al descubierto, otros con el pecho agujereado o arrancada la mandíbula. Les curaban sin esperanza. Los que tenían aún voz, decían: ¡Viva la Comuna! antes de morir. Jamás he visto heridas tan horribles.
En Neuilly, en ciertos lugares, estábamos cerquísima de los versalleses del puesto de Henri Place, y se les oía hablar.
Fernández, la señora Danguet y Mariani habían venido. Habíamos hecho un puesto de socorro ambulante, cerca de la barricada Peyronnet, frente al Estado Mayor; los menos graves quedaban allí, a los otros se les conducía a los grandes hospitales de campaña, según decisión de los médicos; pero una primera cura salvó a un gran número. En medio de la tragedia había, como en todas partes, cosas grotescas.
Un campesino de Neuilly había sembrado en el invernadero unos melones que vigilaba, de pie junto a su bancal, como si hubiera podido preservarlos de los obuses. Hubo que llevárselo a la fuerza y destruir el invernadero que tenía ya los cristales rotos, para impedirle que volviera.
A los que le gustaba reír contaban también que en París algunos agentes de Versalles, enviados por el señor Thiers para reunirse en un lugar determinado y establecer la traición, tenían que introducirse por las alcantarillas; pero lo habían calculado tan mal, que varios de ellos, atrapados como ratas en el orificio y sin poder salir de él, tuvieron que llamar a los enemigos de buena voluntad para que les sacaran, ¡Se descubrió el pastel!
Otros agentes, que trataban de sembrar el odio entre el Comité Central y la Comuna, se habían mostrado tan vilmente lisonjeros que ellos mismos se delataron.
Todas estas cosas eran motivo de risa, entre los obuses y las balas, las explosivas y las otras.
La puerta Maillot seguía resistiendo con un ínfimo número de sus legendarios artilleros, viejos y jóvenes, ayudados a veces por chiquillos.
En la mañana del 9 de abril, un marino llamado Fériloque murió sobre su pieza con el vientre abierto. Conocíamos ese nombre.
También conocíamos el de Craon, los de otros han quedado desconocidos. Qué importa nuestro nombre, es la Comuna, es bajo ese nombre que sus legiones serán vengadas.
Como en sueños, así pasaban los batallones de la Comuna, orgullosos, con un aire de libre rebeldía, los vengadores de Flourens; los zuavos de la Comuna, los batidores federados semejantes a los guerrilleros españoles, listos siempre a audaces empresas. Les enfants perdus, que con tanto arrojo saltaban a la vanguardia de sus compañeros de trinchera en trinchera.
Y los turcos de la Comuna, los lascars[72] de Montmartre con Gensoule, y tantos otros.
Todos estos valientes de corazón tierno, a los que Versalles llamaba bandidos, cuyas cenizas fueron aventadas y los huesos roídos por la cal viva, todos son la Comuna. ¡Son el espectro de mayo!
Los ejércitos de la Comuna también tuvieron mujeres: cantineras, camilleras, soldaderas, ahora están con los otros.
Solo algunas fueron conocidas: Lachaise, la cantinera del 66, Victorine Rouchy, de los turcos de la Comuna, la cantinera de les enfants perdus, las camilleras de la Comuna: Mariani, Danguet, Fernandez, Malvina Poulain, Cartier.
Las mujeres de los comités de vigilancia: Poirier, Excoffons, Blin.
Las de la Corderie y de las escuelas: Lemel, Dimitrieff, Leloup.
Las que organizaban la enseñanza a la espera de la lucha en París, donde se portaron como héroes: las señoras André Leo, Jaclar, Périer, Reclus, Sapia.
Todas se pueden contar entre el ejército de la Comuna, y también son legión.
El 17 de mayo, como el fuerte de Vanves estuviera cercado, los versalleses disparaban desde Bagneux entre las dos barricadas.
En la noche del 16 hubo un violento combate de artillería en Neuilly; pero de Saint-Ouen al Point-du-Jour, y del Point-du-Jour a Bercy seguían los dos cuerpos de ejército de la Comuna.
La puerta Maillot continuaba resistiendo, igual que Dombrowski.
Algunos miembros de la Comuna, Paschal Grousset, Ferré, Dereure, Ranvier, acudían con frecuencia, tan valientes que se les perdonaba su espantosa generosidad.
El Ejército de la Comuna era tan poco numeroso que volvían a encontrarse siempre los mismos; pero, ¡qué importa! Así llevaba tiempo. A pesar del cuidado de la Comuna, seguía habiendo terribles miserias. En varios lugares, entre otros en la calle Pergolèse, los chiquillos recogían proyectiles que vendían por poco dinero a desconocidos, unos, descuidados, ignorando que podían ser recogidos por la Comuna, y los otros para llevarles a su casa. Había niños con las cejas y las manos quemadas; no sé cómo no les ocurría nada peor. De vez en cuando iban a pasar el rato al teatro Guignol, que estuvo hasta finales de mayo en la avenida de l'Étoile. Una mujer les llevó al Ayuntamiento.
Hasta entonces, el Ejército de la Comuna era el ejército de la libertad; pronto se reconvertiría en el ejército de la desesperación.
Termino este capítulo con dos citas de Rossel: la primera, anterior a su ingreso en el Ejército de la Comuna y que contiene su opinión sobre ella. Es un fragmento de una carta suya escrita el 19 de marzo de 1871, en el campo de Nevers, al general ministro de la Guerra, de Versalles: “Hay dos partidos en lucha en el país, y yo me coloco sin vacilar del lado de aquel que no ha firmado la paz y que no cuenta en sus filas con generales culpables de capitulación”.
La segunda, la que tenía sobre el ejército regular en el momento de su muerte, se la comunicó a su abogado, Albert Joly: “Sois republicano, le dijo, si no rehacéis el ejército en poco tiempo, será el ejército el que deshará la República. Muero por los derechos cívicos del soldado. Lo menos que puedo pedir es que me creáis esto”.
11. Últimos días de libertad
Así como los lobos se reúnen en la espesura de los bosques,
las bestias estrepitosas venían aullando por el orden.
Los federados fueron heroicos. Pero estos héroes tuvieron debilidades, que a menudo estuvieron seguidas de desastres.
Las casas de los francs-fileurs[73] fueron respetadas, a pesar del decreto que autorizaba a las sociedades obreras a utilizar las viviendas abandonadas. Llegó incluso a montarse guardia delante de algunas calles, así como delante del Banco, a tal punto que un buen número de aquellos cobardes que habían huido, sintiendo que París estaba en peligro, volvían de provincias o simplemente de Versalles, y con el insulto presto ofrecían hospitalidad a los espías del gobierno. Pronto hubo bandas.
Algunos, que habían elegido domiciliarse en lupanares, hubieron de ser buscados por los comisarios de la Comuna. Debido a la complicidad de las mujeres de dichas casas, no encontraron a los espías que allí se escondían y fueron, por contra objeto de calumniosas acusaciones.
Algunas decisiones se llevaron a la práctica. Se derribó la columna Vendôme; pero los pedazos fueron conservados, de manera que más tarde fue restaurada con el fin de que, ante aquel bronce fatídico, la juventud pudiera hipnotizarse eternamente con el despotismo y el culto a la guerra.
Quizá grabando en ella las fechas de las hecatombes se podría atenuar la fatídica formación.
El cadalso había sido quemado, expuesto al escarnio público por una comisión compuesta por Capellaro, David, André Idjiez, Dorgal, Faivre, Périer y Colin.
El 6 de abril a las diez de la mañana, la vergonzosa máquina carnicera había sido quemada. Era una guillotina totalmente nueva, reemplazada ahora por otras varias, más nuevas todavía. Por el uso frecuente que se les da, debe utilizárselas más que nunca. Las cuatro malditas losas arrancadas han vuelto igualmente a ocupar su lugar. Una viejecita temblorosa había sido enviada aquella mañana, por un gracioso, para que encendiera una última vela en la abadía de Monte-à-Regret.[74] Con la vela en la mano, preguntaba a la gente por la abadía, cuando comprendió, por las risas con que acogían su pregunta, que se habían burlado de su credulidad.
De todas partes afluían testimonios de simpatía por la Comuna; pero no siempre eran solo palabras. El delegado de Relaciones Exteriores Paschal Grousset exclamaba con razón en su carta a las grandes ciudades de Francia:
¡Grandes ciudades! No es tiempo ya de manifiestos; es el momento de la acción, lo que la palabra es al cañón.
Basta de cordialidad. Tenéis fusiles y municiones, ¡en pie grandes ciudades de Francia!
París os contempla, París espera que vuestro círculo se cierre en torno a esos cobardes que nos bombardean y les impida escapar al castigo que se les reserva. París cumplirá con su deber, y lo hará hasta el final. Pero no olvidéis a Lyon, Marsella, Lille, Toulouse, Nantes, Burdeos y las demás.
Si París sucumbiera por la libertad del mundo, la historia vengadora tendría derecho a decir que París fue degollado porque vosotros permitisteis que se produjera el asesinato.
El delegado de la Comuna para las Relaciones Exteriores,
Paschal Grousset
La carta de Grousset no llegó; solo pasaban las de Versalles y, en cuanto a las comunicaciones de las provincias a París, se enviaban todas a Versalles, donde se amontonaban en la galería de las batallas del castillo.
Pese a todo el valor desplegado por los delegados de París en provincias, entre otros el infatigable Paul Mink, los despachos de París se sustraían de la oficina a donde llegaban, para enviarlos a Versalles, y muchos que los llevaron personalmente no volvieron jamás. La carta a los habitantes del campo, de André Leo, fue cuidadosamente destruida.
Al mediodía del 21 de marzo, el señor Thiers, en quien parecía haberse reencarnado el espíritu reaccionario por entero, envió a Jules Favre el telegrama siguiente:
El señor Bismarck puede estar muy tranquilo. La guerra estará terminada en esta misma semana. Hemos abierto una brecha por el lado de Issy, que en este momento estamos agrandando.
La brecha de la Muette está empezada y muy avanzada ya. Abriremos otras en Passy y en el Point-du-Jour. Pero nuestros soldados trabajan bajo la metralla y, si no fuera por nuestra gran batería de Montretout, tales temeridades serían imposibles. Las acciones de este género están sujetas a tantos accidentes, que no se puede fijar exacto término a su culminación. Suplico al señor de Bismarck, en nombre de la causa del Orden, que nos deje realizar a nosotros mismos esta represión del bandidaje antisocial, que durante algunos días estableció su sede en París.
Si actuáramos de otro modo causaríamos un nuevo perjuicio al partido del orden en Francia y a las leyes en Europa.
Que confíen en nosotros: el Orden social será vengado en el transcurso de la semana. En cuanto a nuestros prisioneros, esta mañana os he enviado los verdaderos puntos de llegada; es demasiado tarde para recurrir a los transportes marítimos. Los mandos de los regimientos están dispuestos en nuestras fronteras terrestres, y una vez llegados los prisioneros serán entregados inmediatamente.
No se les espera para actuar, por lo demás, pero es una reserva lista para cualquier acontecimiento.
Con mi más sincera amistad
A. Thiers[75]
Imperceptiblemente, llegaba el desastre. Algunos periódicos, que al principio habían mostrado indignación contra Versalles, comenzaban a incitar abiertamente a la traición.
Al Comité de Salud Pública pasaban sobre todo aquellos a quiénes preocupaba más la defensa de la Comuna que su propia memoria: Cournet, Rigaud, Ranvier, Ferré, Vermorel que recogieron con la mayor indiferencia las muestras de odio de la reacción.
El viejo Delescluze estaba en la comisión de guerra. La federación de artistas había fijado el 21 para un concierto en les Tuileries en beneficio de las viudas y de los huérfanos de la guerra.
“Vuestro triunfo será el de todos los pueblos, decía Delescluze al Ejército de la Comuna”.
12. Los francmasones
Mientras los bombardeos demolían les Ternes, los Campos Elíseos, Neuilly y Levallois, el señor Thiers, con su acostumbrada buena fe, aseguraba que se limitaba a atacar las fortificaciones avanzadas; pero que si París abría sus puertas y entregaba a los miembros de la Comuna, no sería bombardeada.
La inminencia del peligro apagó las últimas discordias. El tiempo de la intolerancia en las ideas había pasado para aquellos que iban a morir juntos, como hombres libres que combatieron por la libertad.
Incluso aquellos a los que aún obsesionaba la sospecha, resultado de largas luchas a través de las perfidias imperiales, comprendían que estaba próximo el momento en que la Comuna, del mismo modo que solo ponía un nombre al pie de sus manifiestos, solo presentaría un torso a la muerte que se acercaba.
Había un movimiento general de las ligas de los departamentos y de París.
¡La Comuna iba a morir! ¿De qué había servido, entonces, el entusiasmo universal? Había habido grandes manifestaciones, pero Versalles con su corazón de piedra solo sintió en peligro al banco. Los francmasones enviaron, el 26 de abril, desde los dos extremos de París, una delegación de los venerables y de los diputados de las logias, para adherirse ala revolución. Se había convenido que el 29 irían en procesión por las murallas entre el Point-du-Jour y Clichy enarbolando el estandarte de la paz; que de ser rechazada por Versalles, tomarían partido por la Comuna, con las armas en la mano.
En efecto, el 29 de abril por la mañana, marcharon al Ayuntamiento, donde Félix Pyat, en nombre de la Comuna, pronunció un emocionado discurso y les entregó una bandera.
Aquel extraño desfile fue un espectáculo onírico.
Todavía hoy, al hablar de él, me parece estar viendo aquella hilera de fantasmas, en un decorado de antaño, pronunciando palabras de libertad y de paz que se realizarán en el futuro.
La impresión era grande, fue hermoso ver el inmenso cortejo marchando, rítmicamente, al ruido de la metralla.
Iban allí los caballeros kasoches, con la banda negra con franjas de plata.
Los oficiales rosacruz, con el cordón rojo al cuello, y tantas insignias simbólicas que hacían volar la imaginación.
A la cabeza marchaba una delegación de la Comuna, con el viejo Beslay, Ranvier y Thirifocq, delegado de los francmasones.
Pasaban extrañas banderas, mientras el tiroteo, los cañonazos y los obuses causaban estragos.
Había allí seis mil, en representación de cincuenta mil logias.
El cortejo espectral recorrió la calle Saint-Antoine, la Bastilla, el bulevar de la Madeleine y, por el Arco del Triunfo y la avenida Dauphine, llegó a las fortificaciones, entre el Ejército de Versalles y el de la Comuna.
Había estandartes levantados de la puerta Maillot a la puerta Bineau. En el saliente de la puerta estaba la bandera blanca de la paz con estas palabras escritas en letras rojas: “Amaos los unos a los otros”. Fue agujereada por la metralla. Se habían intercambiado señas en las avanzadas, entre los federados y el ejército de Versalles; pero el fuego no cesó hasta después de las cinco. Se parlamentó, y tres delegados francmasones fueron a Versalles, obteniendo tan solo veintiocho horas de tregua.
A su regreso, los francmasones publicaron un llamamiento dirigido a la federación de los masones y compañeros de París, con el relato de los acontecimientos y su protesta contra la profanación de la bandera de la paz.
Los francmasones, decían, son hombres de paz, de concordia, de fraternidad, de estudio, de trabajo; han luchado siempre contra la tiranía, el despotismo, la hipocresía, la ignorancia.
Defienden sin cesar a los débiles, encorvados bajo el yugo, contra quienes les dominan.
Sus adeptos están por todo el mundo: son filósofos que tienen por precepto la moral, la justicia, el derecho.
Los compañeros son también hombres que piensan, reflexionan y actúan por el progreso y la emancipación de la humanidad.
Los francmasones y los compañeros salieron unos y otros de sus misteriosos santuarios, llevando en la mano izquierda la rama de olivo, símbolo de la paz. y en la mano derecha el acero de la reivindicación.
Teniendo en cuenta que los esfuerzos de los masones han sido rechazados tres veces por aquellos mismos que pretenden representar el orden, y que se ha agotado su enorme paciencia, todos los francmasones y compañeros deben tornar el arma vengadora y gritar:
¡En pie hermanos! Que los traidores y los hipócritas sean castigados.
El fuego interrumpido el 39 a las cuatro de la tarde, se reanudó más intenso aún, acompañado de bombas incendiarias, el 30 a las 7:45 de la noche. La tregua no duró más que 37 horas y 45 minutos.
Una delegación de francmasones apostada en la puerta Maillot ha comprobado la profanación de la bandera.
Los primeros disparos partieron de Versalles, y la primera víctima fue un francmasón. Ellos y sus compañeros de París, federados en la fecha del 2 de mayo, se dirigen a cuantos les conocen:
Hermanos de masonería y hermanos compañeros, no nos queda otra resolución que combatir y cubrir con nuestra sagrada égida el lado del derecho.
¡Salvemos París!
¡Salvemos Francia!
¡Salvemos la humanidad!
Bien os habréis merecido a la patria universal y aseguraréis el bienestar de los pueblos en el futuro.
¡Viva la República! ¡Vivan las Comunas de Francia federadas con la de París!
París, 5 de mayo de 1871
Para los masones, y los delegados compañeros de París.
Thirifocq, antiguo venerable de la Logia.
J. E. Orador, de la LELE.
Masse, tesorero de la federación, presidente de la reunión de los Originarios del Yonne.
Baldue, antiguo venerable, de la Logia la Línea recta.
Deschamps, Logia de la Perseverancia.
J. Remy, del orden de París, orden, de la California.
J.-B. Parche, del orden de París.
De Beaumont, de la Tolerancia.
Grande-Lande, orador de Bagneux.
Lacombe, del orden de París.
Vincent, del orden de París.
Grasset, orador, de la Paz, unión de Nantes.
A. Gambier, de la Logia J.-J. Rousseau, Montmorency.
Martin, ex secretario de la Logia la Armonía de París.
E. Louet, del Capítulo de los Verdaderos amigos de París.
A Lemaitre, de los Filadelfios, or. de Londres.
Conduner, de la Logia de las Acacias.
Louis Lebeau, de la Logia la Previsión.
Gonty, de la Logia la Previsión.
Emm. Vaillant, de la Logia de Seules.
Jean-Baptiste Élin, de los Amigos triunfantes.
Léon Klein, de la Unión perfecta de la Perseverancia.
Budaille, de los Amigos de la Paz.
Pierre Lachambeaudie, de la Rosa del perfecto silencio.
Durand, fiador de amistad de la Logia el B de Marsella.
Magdalenas, de la Clemente Amistad cosmopolita.
Mossurenghy, del Gran Oriente del Brasil.
Fauchery, de los Hospitalarios, de Saint-Ouen.
Radigue, de la Estrella polar.
Rudoyer, de los Amigos de la Paz, de Angulema.
Rousselet, de los Trabajadores de Levallois.Los delegados compañeros:
Vincent, llamado Pointevin, el Amigo de la inteligencia.
Cartier, llamado Draguignan, el bien amado.
Chabanne, llamado Nivernais-noble-corazón.
Thevenin, llamado Nivernais, el Amigo de la vuelta a Francia.
Dumnis, llamado Gatinais, el protector del deber.
Gaillard, llamado Angevin, el amigo de las artes.
Thomas, llamado Pointevin, Desenvuelto.
Ruffin, llamado Comtois, el Fiel valeroso.
Auriol, llamado Carcassonne, CMDD.
Francoeur, de Marcilly.
La Liberté, el Nantais.
Lassat, la virtud.
Lagenais, compañero sombrerero.
Lyonnais, la Antorcha del deber.
¿No es cierto que, como los simbólicos pendones, esos nombres extraños de Logias o de hombres: la Rosa del perfecto silencio, la Estrella polar, el Fiador de amistad, transfieren a este episodio la doble impresión de pasado y de futuro, de sepulcro y de cuna, donde se mezclan las cosas muertas y las cosas por nacer?
Esos fantasmas ocupaban bien su lugar, entre la furiosa reacción y la revolución que trataba de levantarse. Muchos combatieron tal y como prometieron muriendo con valor.
A menudo, en las largas noches de prisión, he vuelto a ver las extensas filas de los francmasones sobre las murallas y me cuesta trabajo imaginar a esos creyentes en el futuro, escribiendo, según las inverosímiles historias de Dianah Vaughan, para entrevistarse con Lucifer.
No abandonemos este capítulo, sobre todo anecdótico, sin hablar de los de la iglesia de Saint-Laurent y de los del convento de Piepus.
En Saint-Laurent, no sé bajo que circunstancia, se descubrieron unos esqueletos en una cripta situada detrás del coro. Este hallazgo se relacionó con unos siniestros ruidos de los que hablaban antiguos vecinos del barrio. Un testigo ocular dio la siguiente descripción.
El panteón es un hemiciclo abovedado, que recibía luz por dos estrechas claraboyas, cerradas en época relativamente reciente.
Tres entradas en forma de arco dan sobre la cripta, en la cual se hallan los esqueletos sin ataúdes, sobre el suelo, cubierto con una capa de cal.
Cuatro están tendidos los pies adosados a los del siguiente, y otros nueve en dos hileras, los pies del primero contra la cabeza del segundo.
Las mandíbulas están dislocadas como si hubieran gritado en la angustia suprema. Las cabezas, casi todas inclinadas de derecha a izquierda, conservan en su mayoría los dientes.
Se tendía a creer que las inhumaciones eran muy anteriores a nuestra época, cuando todavía se enterraba en las iglesias, pero apareció un entomólogo que descubrió allí un insecto que se alimenta de ligamentos. No pudo estar tanto tiempo en ayunas.
Algunas inscripciones con nombres: Bardoin, 1712; Jean Serge, 1714; Valent..., sin fecha. En un hueco, un esqueleto de mujer con cabello rubio.
Hay una escalerita de piedra de reciente construcción (Journal officiel de la Comuna). Los esqueletos fueron fotografiados con luz eléctrica, por Étienne Carjat.
La investigación iniciada con un gran deseo por descubrir la verdad, no se había terminado cuando Versalles hizo olvidar los antiguos esqueletos por nuevos cadáveres tendidos bajo capas de cal viva.
El asunto del convento de Picpus está relacionado con las mismas cosas. Igualmente encuentro en Le Moniteur officiel de la República, bajo la Comuna, esta apreciación de un testigo ocular:
Siempre creí al catolicismo congregacionista capaz de todo, desde que le arrebatara a Juana de Arco, en prisión, sus ropas de mujer con el fin de obligarla a vestir de hombre para poder así reprochárselo más tarde. Pero me costaba trabajo admitir las revelaciones que me aportaban, relativas al convento de Piepua. Como lo más sencillo era ir allí, allí fui.
Me recibió el capitán del batallón, que me aseguró no haber molestado en absoluto a las religiosas, sin exigirles nada, ni considerarlas en absoluto prisioneras. No hubiese pensado sino en hacer más amplia la libertad que se les concedía y, de haber expresado cualquiera de ellas la menor queja, hubiera hecho por que se le atendiera; pero para las religiosas enclaustradas, mi nombre era un espanto.
El anuncio de mi llegada sembró entre ellas el terror.
Para darme la bienvenida al convento, delegaron en una portera cualquiera, de piernas bien macizas y con una corpulencia como para hacer retroceder a los más valientes. Tuve que reconocer que su audacia respondía a su desarrollo físico.
El aparataje que me rodeaba cuando se presentó ante mí no la intimidó en absoluto. Incluso comenzó con estas palabras, pronunciadas con tono altanero, que me agradó por la energía moral que revelaba:
—¿Tiene usted alguna pregunta que hacerme, señor?
—Señorita, le dije cortésmente, aun teniendo en cuenta que la injuria más cruel que se le puede hacer a una religiosa es llamarla señorita, corren rumores bastante lúgubres acerca del régimen de su convento, y yo quisiera asegurarme por mí mismo que son absolutamente falsos. ¿Podría usted, por ejemplo, mostrarme el género de celda donde, según me han asegurado, están confinadas dos religiosas a las que ustedes así someten a un arbitrario y auténtico secuestro?
No me contestó, dirigiéndose en silencio a un rincón del jardín, donde la seguí. Una de las dos reclusas se paseaba por una alameda, acompañada por una religiosa que la animaba; la otra tejía sentada sobre su camastro, que ocupaba todo la jaula que por cierto estaba a la intemperie. A través de los barrotes el viento y la lluvia tenían que pasar muy fácilmente.
¡Cómo!, le dije a la portera, mientras unas cabezas atareadas se dibujaban en las ventanas del edificio principal. ¿Cómo puede usted admitir que unas huéspedes de su claustro puedan estar encerradas así en una choza apenas lo bastante salubre para guardar conejos?
—Perdón, dijo la interpelada; no están secuestradas, puesto que pueden pasearse.
—Somos nosotros quienes les hemos obligado a ustedes a sacarlas de sus encierros. La religiosa nos soltó entonces esta respuesta, que me dejó estupefacto.
—La culpa es de ellas. ¿Por qué se niegan a plegarse a las reglas del convento? Esta fue, doy mi palabra de honor, toda su justificación.
Unos días después se me aseguró, que las dos perseguidas fueron liberadas por los federados y devueltas a sus familias.
Debo hacer constar que una de las dos me pareció no precisamente loca, pero un poco idiota, o al menos idiotizada.
La chatarra que se me hizo ver era indiscutiblemente extraña. Mentían al hacerlas pasar por piezas de ortopedia. ¿Se utilizaban todavía, se habían utilizado alguna vez, se empleaban en el momento en el que me las enseñaron o estaban guardadas en el almacén de los accesorios? Ni tuve ni tengo por qué pronunciarme al respecto. Pero, como instrumentos ortopédicos, todo aquel baratillo puedo afirmar que era inaceptable.
H. Rochefort
Quién sabe si no habría que buscar en Montjuich, donde los aparatos de tortura han sido exhumados y puestos en uso hoy día, para saber si los extraños objetos del convento de Picpus no sirvieron para usos semejantes.
¿El fanatismo religioso no conduce, en este mismo momento, a una secta de iluminados rusos a hacerse emparedar vivos en sus tumbas?
¿Quién sabe si los extraños instrumentos no servían para torturar a las religiosas de fe tambaleante, con el fin de hacerlas ganar el paraíso?
¡Quién sabe si, aquellas a quienes dominaba el delirio místico no los utilizaban para torturarse a sí mismas!
Aquellos que han cantado en las sombrías iglesias, al pálido resplandor de los cirios, donde el órgano derrama oleadas de ondas sonoras, que nos arrastran sobre amargas nubes de incienso, saben que en esas horas parece como si la voz batiera las alas al subir, que no está ya en el pecho y que ellos mismos la escuchan.
Quién sabe a dónde conducen sensaciones de ese género, repetidas día a día, sin que la razón os diga: todo lo que puede captar un ser en cuanto a armonía, preparación teatral, luz y perfumes, es una impresión del tiempo futuro de la humanidad, donde los sentidos serán más poderosos y aún existirán otros. Pero esta impresión rodeándola de supersticiones se vuelve burda, hace retroceder en lugar de avanzar.
Así como existe la embriaguez de la sangre, existe la embriaguez mística de la sombra, y en todas ellas se realizan cosas monstruosas.
El día en que Montjuich, derribado, sea registrado hasta sus entrañas, ¡cuántas calaveras, como las de la iglesia de Saint-Laurent, tendrán sus vacías órbitas vueltas hacia el lado por donde esperaban ver de nuevo la luz! ¡Y entonces habrá venido la verdadera luz, la ciencia triunfante, el eterno oriente!
¿Cuántas víctimas hasta entonces todavía? Al leer el increíble caso del asesino de pastores, nos damos cuenta del furor por la matanza que se apodera a veces de un ser y a veces de un grupo de seres. Con la misma embriaguez de sangre estuvo el ejército de Versalles.
Son epidemias morales peores que la peste, pero que desaparecerán con el saneamiento de los espíritus en la libertad consciente.
13. Asunto del canje de Blanqui por el arzobispo y otros rehenes
Sobre Blanqui se ha publicado un buen número de notas biográficas, por lo que me limitaré a unas cuantas líneas.
Blanqui fue primero condenado a cadena perpetua por tentativa de insurrección, el 12 de mayo de 1839. La República del 24 de febrero de 1848 le liberó cuando cumplía su condena en el Mont-Saint-Michel, con algunos de sus compañeros de lucha.
Cobardemente acusado, poco después, por aquellos que temían su clarividencia, se limitó a contestar:
¿Quién ha bebido tan profundamente como yo en la copa de la angustia? Durante un año, la agonía de una mujer amada extinguiéndose lejos de mí. En la desesperación, y desde hace cuatro largos años en eterno mano a mano con la soledad de la celda en la que vagaba el fantasma de ella.
Tal ha sido mi suplicio, para mi solo, en ese infierno de Dante.
Salgo de él con los cabellos blancos, el corazón y la cabeza rotos. Soy un triste despojo que arrastra por las calles un corazón herido bajo unas ropas raídas. Soy yo a quién fulminan con el apelativo de vendido, en tanto que los lacayos de Luis Felipe, metamorfoseados en brillantes mariposas republicanas, revolotean sobre las alfombras del Ayuntamiento, censurando desde lo alto de su bien alimentada virtud al pobre Job escapado de las prisiones de su amo.
Condenado de nuevo, la Revolución del 4 de septiembre le abrió las prisiones de Belle-Isle.
Después del plebiscito del 3 de noviembre, había predicho la capitulación: “El desenlace no está lejos, escribía. La comedia de los preparativos para la defensa es ya innecesaria. El armisticio y sus garantías; el temor a la derrota, después en todo su oprobio: he aquí lo que el consistorio va a imponer a Francia”.
Blanqui fue detenido por suponerle partícipe del movimiento del 31 de octubre. No salió hasta la amnistía. Su detención se llevó a cabo el 19 de marzo del 71, en el sur de Francia, por orden del señor Thiers.
Fue condenado en rebeldía a la pena de muerte a pesar de que el gobierno prometiera que no habría represalias por los sucesos del 31 de octubre.
Aunque Blanqui había sido nombrado miembro de la Comuna, se ignoraba por completo cuál había sido su suerte. No sabíamos si estaba vivo o muerto, o más bien lo que temíamos es que estuviera muerto.
Algunos de sus amigos, que aún tenían esperanzas, pensaron comprar su libertad. El gobierno de Versalles parecía conceder particular importancia al arzobispo de París y a algunos otros sacerdotes. Una comisión de la que formaba parte Flotte, que había sido compañero de calabozo de Blanqui, trató de negociar el canje.
Flotte fue primero a Mazas a hablar con el arzobispo y de acuerdo con él preparó el asunto, que parecía una idea afortunada, desde todos los puntos de vista.
Se decidió que el vicario mayor Lagarde iría a Versalles para proponer el canje al señor Thiers, y volvería con la respuesta.
El asunto lo llevó Rigaud, con gran delicadeza, pues este fiscal de la Comuna ocultaba una gran sensibilidad bajo un deliberado escepticismo.
Ni a él ni a nadie se le pasó por la cabeza que Lagarde no volvería.
—Aunque me fusilen, dijo Lagarde a Flotte al despedirse de él en la estación de Versalles, volveré. ¿No creerá usted que tengo el propósito de dejar solo aquí a monseñor?
El vicario mayor llevaba al señor Thiers una carta del arzobispo, larga y explicativa.
Darboy, arzobispo de París
Al señor Thiers, jefe del poder ejecutivo
Prisión de MazasSeñor,
Tengo el honor de presentaros una comunicación que recibí anoche, y a la que ruego deis la resolución que vuestra prudencia y vuestra humanidad juzguen más conveniente.
Un hombre influyente, muy próximo al señor Blanqui, a causa de ciertas ideas políticas y sobre todo por los estrechos lazos de una vieja y sólida amistad, se ocupa activamente en hacer que le liberen, para lo cual ha propuesto él mismo, a las comisiones relacionadas el siguiente arreglo:
Si el señor Blanqui es liberado, se devolverá la libertad junto con su hermana al arzobispo de París, al señor presidente Bonjan, al señor Deguerry, párroco de la Magdalena, y al señor Lagarde, vicario general de París, el mismo que os entregará la presente carta.
La propuesta ha sido aceptada, y ahora se me pide que la apoye ante usted.
Aunque formo parte del asunto, me atrevo a recomendarlo a su alta benevolencia; espero que mis motivos le parecerán aceptables.
Son ya demasiadas las causas de disentimiento y de encono entre nosotros. Se presenta esta ocasión de hacer un trato que, por lo demás, solo atañe a personas y no a principios. ¿No sería sensato acceder, contribuyendo así a que vuelva la calma al espíritu? La opinión publica no comprendería quizá una negativa.
En las crisis agudas, como la que atravesamos, las represalias, cuando apuntan contra unos la cólera de otros, y las ejecuciones por el motín agravan más la situación. Permitidme que os diga, sin extenderme, que esta cuestión de humanidad merece fijar toda nuestra atención en el presente estado de cosas en París.
¿Osaría señor presidente confesaros mi última razón? Conmovido por el celo que desplegaba la persona de la que hablo, con una amistad tan sincera en favor del señor Blanqui, mi corazón de hombre y de sacerdote no ha sabido resistirse a sus emocionadas peticiones, por lo que me comprometí a pediros la libertad del señor Blanqui con la mayor rapidez posible, cosa que acabo de hacer.
Mucho me alegraría, señor presidente, que lo que solicito no os parezca imposible; así habría prestado un servicio a varias personas y a mi país entero.
Darboy, arzobispo de París
Flotte ansioso, recibió al fin esta carta de Lagarde el 16 de abril:
Versalles, 15 de abril de 1871
Señor Flotte,
Señor,
He escrito una carta a monseñor el arzobispo, bajo el amparo del señor director de la prisión de Mazas, que espero tendrá ya en su poder, y que sin duda le ha sido comunicada. He querido escribirle a usted directamente tal como me autorizó, para darle a conocer los nuevos retrasos que se me imponen.
He visto ya cuatro veces al personaje a quien iba dirigida la carta de monseñor, y debo, de acuerdo con sus órdenes, esperar aún dos días la respuesta definitiva. ¿Cuál será? Solo puedo decirle una cosa: no he descuidado nada para que sea acorde a sus deseos y a los nuestros.
En mi última visita, esperaba que fuera así, y que pudiera regresar sin mucho tardar, con esta buena noticia.
Es cierto que me pusieron algunas dificultades, pero también me manifestaron intenciones favorables. Desgraciadamente, la carta publicada en L'Affranchi y llegada aquí después de esa publicación y de la entrega de mi carta ha modificado las impresiones; ha habido consejo y aplazamiento de nuestro asunto, va que se me ha invitado formalmente a aplazar mi marcha en dos días. Esto quiere decir que no está todo terminado, y voy a ponerme de nuevo a la obra. Ojalá pueda tener éxito otra vez; no dude usted ni de mi buen deseo, ni de mi celo.
Permítame añadir que aparte de los intereses tan graves que están en juego y que me atañen tan de cerca, me consideraría muy dichoso demostrándole de otra manera y no por palabras, el reconocimiento que me han inspirado sus actos y sus sentimientos. Suceda lo que suceda y cualquiera que sea el resultado de mí viaje, puede usted estar seguro de que conservaré el mejor recuerdo de nuestro encuentro. Quiero aprovechar esta ocasión para enviar un saludo al amigo que le acompañaba presentándole a usted, señor, el sentimiento de mi consideración mas distinguida así como de mi más sincera amistad.
E. F. Lagarde
Ante este primer retroceso, el arzobispo tuvo más dudas que Flotte. Eran terriblemente honrados e ingenuos los hombres del 71.
“Volverá”, seguía diciendo. El arzobispo dejó traslucir cierta emoción: conocía mejor a Thiers y a Lagarde.
Días después, Flotte le pidió una carta para llevar él mismo; pero tras los primeros hechos, se empezaba a desconfiar. Una persona segura marchó en lugar de Flotte, que como amigo de Blanqui, podía ser retenido.
He aquí la carta:
El arzobispo de París al señor Lagarde, su vicario mayor
El señor Flotte, inquieto por el retraso que parece experimentar el regreso del señor Lagarde, y queriendo concluir de cara a la Comuna la palabra que había dado, marcha a Versalles al efecto de comunicar su aprehensión al negociador.
No puedo hacer otra cosa que pedir al señor vicario mayor que dé a conocer con precisión al señor Flotte el estado de la cuestión, y que se entienda con él, ya sea para prolongar su estancia por otras veinte horas, de ser absolutamente necesario, ya sea para regresar inmediatamente si juzga que es más conveniente.
De Mazas, el 23 de abril de 1871
El arzobispo de París.
Lagarde hizo entregar al portador de la carta estas palabras, escritas con lápiz apresuradamente:
El señor Thiers me sigue reteniendo y no puedo hacer otra cosa más que esperar sus órdenes. Como he escrito varias veces a monseñor, en cuanto haya novedades, me apresuraré a comunicárselas.
Lagarde
No se apresuró sino a quedarse, cobardemente cómplice de Thiers, que quería imposibilitar a la Comuna el evitar, a menos que hubiera traición, la muerte de los rehenes.
Blanqui muy enfermo fue detenido, en casa de su sobrino Lacambre, y era posible que hubiera muerto. Su hermana, la señora Antoine, escribió entonces al señor Thiers lo siguiente:
Al Sr. Thiers, jefe del poder ejecutivo
Señor presidente,
Aquejada desde hace más de dos meses de una enfermedad que me priva de todas mis fuerzas, esperaba no obstante recobrar las necesarias, para realizar ante usted la misión a la que obligada por mi prolongada debilidad, hoy renuncio.
Encargo a mi hijo único que marche a Versalles para presentar una carta en mi nombre, y me atrevo a esperar, señor Presidente, que os dignaréis acoger su petición. Cualesquiera que hayan sido los acontecimientos, los derechos de la humanidad no han proscrito en ningún momento, ni se han ignorado los de la familia. Es en nombre de esos derechos me dirijo a vuestra justicia, para conocer el estado de salud de mi hermano, Louis-Auguste Blanqui, detenido, estando ya muy enfermo, el 17 de mayo último, sin que desde entonces una sola palabra de su parte haya llegado, para calmar mi dolorosa inquietud, sobre su salud, tan seriamente comprometida.
Si solicitar un permiso para verlo, aunque no sea más que por breves instantes, fuera una petición que excediera vuestros límites, señor Presidente, no podéis negar a una familia desconsolada, de la que soy miembro, la autorización a mi hermano, para dirigirnos unas palabras que nos tranquilicen. Ala vez que nosotros podamos hacerle saber que los parientes que le quieren tiernamente, como él se merece, no le han olvidado en su desgracia.
Viuda de Antoine, de soltera Blanqui
El señor Thiers contestó que la salud de Blanqui era muy precaria, sin que por ello se temiera por su vida; pero, a pesar de esta situación y a las inquietudes de la señora de Antoine, se negaba formalmente a toda comunicación con el preso, ya fuera escrita o verbal.
Flotte seguía empeñado en el canje. Pidió por segunda vez una carta al arzobispo, que fue dirigida al señor Lagarde, vicario mayor del arzobispo de París.
El señor Lagarde, al recibo de esta carta y sea cual sea el estado en que se encuentre la negociación de la que está encargado, tendrá a bien volver inmediatamente a París y regresar a Mazas.
Aquí no se comprende que no le basten diez días a un gobierno para saber si quiere aceptar o no el canje propuesto. El retraso nos compromete gravemente y puede tener los más enojosos resultados.
En Mazas, el 23 de abril de 1871
El arzobispo de París
Lagarde no volvió.
Por mi parte, jamás tuve la menor duda en cuanto a la manera de obrar del señor Thiers en esta circunstancia; pero ni yo ni nadie pudo nunca pensar que Lagarde pudiera no regresar.
Antaño, el doctor Nélaton, más generoso que el representante de la República burguesa, después de que uno de sus internos ayudara a huir a Blanqui, añadió el dinero del viaje de su bolsillo para darle una oportunidad mayor. Pero como todas las clases sociales que están por desaparecer, la burguesía se corrompe cada vez más.
14. El final
Los carcomidos estados crujen en sus arboladuras.
Toda la etapa humana está en pie, es el momento
En que se desmoronan las viejas imposturas.
Un aire épico llena los huracanes:
A rebato, a rebato en el viento suena
Louise Michel
Se diría que el triunfo llegaba; las ligas republicanas abandonaban su prudencia de los primeros días. La Internacional se reafirmaba más en la Corderie du Temple.
La federación de cámaras sindicales había acudido para adherirse a la Comuna el 6 de mayo. Dicha federación contaba con treinta mil hombres.
Los diputados de París presentes en Versalles, Floquet y Lockroy, habían presentado con enérgicos términos su dimisión en Versalles.
Tolain todavía seguía.
París tiene ahora una trágica fisionomía; los carros fúnebres, con cuatro banderas rojas como trofeos, marchan en mayor número, seguidos por los miembros de la Comuna y delegaciones de los batallones al son de las Marsellesas.
Los clubes de las iglesias resplandecen al atardecer; hasta ahí suben también varias Marsellesas, y no es el sordo redoblar de los fúnebres tambores el que las acompaña, sino el órgano que ruge en las grandes y sonoras naves.
En la iglesia de Vaugirard está el club de los jacobinos. Su idea de reunirse en el subterráneo nos recordaba al sótano en que trabajaba Marat. Eran como un soplo del 93 pasando bajo tierra. El club de la Revolución social estaba en la iglesia de Saint-Michel, en Batignolles: como ante los tribunales de Bonaparte, Combault en la primera sesión, habló de la idea de que las persecuciones activaban sin cesar la libertad del mundo.
El 1º de mayo una delegación del club Saint-Nicolas-des-Champs, enviada a la Comuna, declara que todo aquel que hable de conciliación entre París y Versalles es un traidor.
¿En realidad, qué conciliación puede existir, entre la larga esclavitud y la liberación?
Todas las tardes de diez o doce iglesias, subía un inmenso coro saludando a la libertad.
Oí hablar de ello con entusiasmo. Las mujeres sobre todo exhortaban allí ala libertad; pero, desde el 3 de abril a la semana sangrienta, no acudí más que las dos únicas veces de las que he hablado y durante pocas horas: algo me sujetaba a la lucha en el exterior, una atracción tan fuerte que no intentaba vencerla.
La primera vez fue cuando iba al Ayuntamiento con una misión de La Cecillia de la que tenía que traerle respuesta.
Casi a mitad de camino, me encuentro con tres o cuatro guardias nacionales que se me acercan, después de haberme examinado.
—Queda usted detenida, me dice uno de ellos. Evidentemente algo sospechoso tenia mi aspecto; pensé que eran mi pelo corto, asomando bajo el sombrero, que creyeron que era un peinado de hombre.
—¿A dónde quiere usted ser conducida? (Creo que pronunciaron conducido.)
—Al Ayuntamiento, ya que son tan amables de conducir a sus prisioneros donde quieren.
El buen hombre que me interrogaba enrojeció de cólera.
—Vamos a verlo, dijo.
Nos pusimos en camino, ellos sin dejar de examinarme, y yo muy seria, divirtiéndome mucho.
Una vez llegados a la verja, el que ya me había hablado me dijo:
A propósito, ¿cómo se llama usted?
Le dije mi nombre.
—¡Bah, eso es imposible!, dijeron los tres. Jamás la hemos visto, pero seguro que no puede ser ella así calzada.
Me miré a los pies. Llevaba mis borceguis que asomaban bajo el borde de mi falda, porque aquella mañana se me olvidó cambiarlos por los botines.
¡Pues bien, sí! A pesar de todo, era yo.
Y dándoles las gracias por su buena opinión, pude convencerles de que no estaba justificada. Tenia documentos suficientes para que no tuvieran la menor duda. En efecto me habían tomado por un hombre disfrazado de mujer, a causa de los borceguis de soldado, que sobre la acera hacían un curioso efecto.
La segunda vez, ya no me acuerdo si fue en el Ayuntamiento o en la policía; había allí unas desdichadas que salían llorando porque no las dejaban ir a cuidar a los heridos, ya que los hombres de la Comuna querían manos puras para vendar las heridas.
Me expresaron su pena: ¿quién tenía más derecho que ellas, las más tristes víctimas del viejo mundo, para dar su vida por el nuevo?
Les prometí que se tendría en cuenta lo justo de su demanda y que se actuaría en consecuencia.
No sé lo que dije, pero el dolor de aquellas infortunadas desangró tanto mi corazón que encontré palabras para convencerles. Se las encaminó a un comité de mujeres cuyo espíritu era lo suficientemente generoso para acogerlas con gusto.
La noticia les causó tanta alegría que lloraron pero ya no de dolor.
A continuación, igual que niñas, inmediatamente quisieron tener unas fajas rojas. Mientras tanto y como pude, compartí la mía.
—Jamás seremos un motivo de vergüenza para la Comuna, me dijeron.
En efecto, murieron durante la semana de mayo. Ala única que volví a ver en la prisión de Chantiers me contó que a dos de ellas las mataron a culatazos cuando socorrían a unos heridos.
En el momento en que acabábamos de separarnos, ellas para ir a su hospital de Montmartre, y yo para regresar a Montrouge, al encuentro de La Cecillia, me arrojaron un paquete envuelto en papel, sin que pudiera ver quién me lo tiraba: era una banda roja, que remplazó a la mía.
Los agentes de Versalles, ahora más hábiles, fomentaban nuevas divisiones.
Se creó una en la Comuna con motivo de una afirmación del señor de Montant, uno de los traidores que Versalles introdujo en loa Estados Mayores el asesinato de una camillera que insultada y asesinada por los soldados de Versalles.
La mayoría, ofendida por el manifiesto de la minoría, le había hecho comprender que, dada la situación, había que decir como en otro tiempo: ¡qué importan nuestras memorias, con tal de salvar a la Comuna!
La noticia de una catástrofe interrumpe la sesión.
La fábrica de cartuchos Rapp acababa de estallar. Había numerosos muertos y heridos y cuatro casas derrumbadas. Si los bomberos no hubieran retirado de las llamas los furgones de cartuchos, con peligro de su vida, el siniestro hubiera sido mucho mayor.
La primera idea de todos fue que se debía a una traición: decían que era la venganza por la columna Vendôme. Detuvieron a cuatro personas, entre ellas a un artillero, y el Comité de Salud Pública anunció que se perseguiría a los culpables; pero los tan terribles fiscales de la Comuna no tenían costumbre de juzgar sin pruebas y el caso no pudo aclararse jamás.
Los primeros que han entrado en ese horno —decía Delescluze en su informe al Comité de Salud Pública— son: Abeaud, Denier y Buffot, bomberos zapadores de la 6ª compañía; casi al mismo tiempo han acudido también, los ciudadanos Dubois, capitán de la flotilla, Jagot, marino, Boisseau, jefe de personal en la delegación de marina, y Février, comandante de la batería flotante.
Gracias a su heroísmo, furgones enteros cargados de cartuchos, cuyas ruedas comenzaban a arder, así como varios toneles de pólvora, han sido retirados del foco del incendio.
Para que decir del salvamento de los heridos y de los vecinos sepultados, presos entre los restos de sus casas, reducidas a escombros. Bomberos y ciudadanos han rivalizado en valor y abnegación.
Los ciudadanos Avrial y Sicard, miembros de la Comuna, fueron también de los primeros en llegar a los lugares de peligro.
Doce cirujanos de la Guardia Nacional se trasladaron a la avenida Rapp y organizaron el servicio médico con una diligencia digna de elogio.
En definitiva, lo que consiguieron los hombres de Versalles: medio centenar de heridos, la mayoría con heridas leves; eso fue todo.
La pérdida material carece de importancia, teniendo en cuenta las inmensas provisiones de que disponemos. Recaerá sobre nuestros enemigos la vergüenza de un crimen tan inútil como odioso, que añadido a tanto otros, sin contar sus invencibles medios de defensa, bastaría para cerrarles las puertas de París para siempre. Todo el mundo ha cumplido incluso más allá de su deber; tenemos que deplorar un escaso número de muertos.
El delegado civil de guerra
Ch. Delescluze
París, el 38 floreal, año 78
Tal como se pensó, pudo ser posible que la venganza por la columna produjera la catástrofe de la fábrica de cartuchos Rapp, venganza infame en víctimas humanas, por una efigie de bronce.
Días después de la catástrofe, una mujer desconocida, envió a la prefectura de policía de París una carta, que había encontrado en un vagón de primera clase entre Versalles y París, contando que un hombre sentado frente a ella, le pareció muy agitado.
Al pasar por las fortificaciones, y como oyera sonar las culatas de los fusiles de los federados, arrojó un paquete de papeles bajo el asiento, donde la mujer encontró la carta que enviaba.
Estado Mayor de los guardias nacionales
Versalles, 16 de mayo de 1871Estimado Señor,
La segunda parte del plan que se os ha enviado deberá ejecutarse el 19 del comente, alas tres de la mañana. Tome sus precauciones, al objeto de que esta vez, todo marche bien.
Con el fin de secundarle, nos hemos puesto de acuerdo con uno de los jefes de la fábrica de cartuchos para hacerla estallar el 17 del corriente.
Repase bien sus instrucciones en la parte que le concierne y que organiza como jefe.
Cuide siempre a la Muette.
El coronel jefe de Estado Mayor,
Gh. Gorbin
“El segundo abono en su cuenta, se ha hecho en Londres”.
Contenía un sello azul: Estado Mayor de la Guardia Nacional.
Los acontecimientos no permitieron comprobar si la carta era un medio empleado por el propio Versalles incluso para desviar las sospechas, puesto que mujeres misteriosas que disponen de cartas o las encuentran jamás han inspirado confianza a la Comuna; pero de lo que no se dudaba era que el crimen procediera de la reacción.
Esto no impidió que la famosa cuarteta, que durante algunas horas puso a la columna en la picota, dijera la verdad.
Tirador encaramado a ese zanco,
Si la sangre que derramaste,
Cupiera en esta plaza,
Te la beberías sin agacharte.
A Blanchet y Émile Clément, miembros de la Comuna, de los que jamás hubo sospecha alguna, les descubrieron un pasado reaccionario. Quizá fuimos rigurosos, ya que todo convertido ha sido hostil a la idea que descubre como verdadera. Estaban en su derecho con esta conversión; pero no podía ser de otro modo, también en esos últimos días llenos de trampas, cualquier negligencia en tales casos, ¿no es traición?
El manifiesto de la alcaldía del distrito 18º contenía la exacta verdad sobre la situación. Se tenía que vencer y vencer pronto. La victoria dependía de la rapidez de la acción; he aquí unos fragmentos de dicho manifiesto dirigido a los revolucionarios de Montmartre:
Grandes y hermosas acciones se han realizado desde el 18 de marzo; pero nuestra obra no está terminada; otras mayores aún deben realizarse y se realizarán, porque proseguiremos nuestra tarea sin tregua, sin temor en el presente y en el futuro. Para esto, hemos de conservar todo el coraje, toda la energía que hemos tenido hasta hoy, y lo que es más: tenemos que prepararnos para nuevos actos de abnegación, para todos los peligros, para todos los sacrificios. Cuanto más dispuestos estemos a dar, menos nos costará hacerlo.
Es el precio de la salvación, y vuestra actitud prueba suficientemente que lo habéis comprendido.
Se nos hace una guerra sin parangón en la historia de los pueblos; esa guerra nos honra censurando a nuestros enemigos.
Sabéis bien que todo lo que es verdad, justicia o libertad, no ha encontrado jamás un puesto bajo el sol sin que el pueblo baya visto ante él, y armados hasta los dientes, a los intrigantes, a los ambiciosos y a los usurpadores cuyo único interés es sofocar nuestras legítimas aspiraciones.
Hoy ciudadanos, os halláis en presencia de dos programas.
El primero el de los realistas de Versalles, conducidos por la chuanería[76] legitimista, dominados por generales golpistas y agentes bonapartistas. Tres partidos que se desgarrarían entre sí después de la victoria disputándose les Tuileries.
Este programa es la esclavitud a perpetuidad, es el envilecimiento de todo lo que es pueblo; es la anulación de la inteligencia y de la justicia; es el trabajo mercenario; es la argolla de la miseria rodeando vuestros cuellos; es la amenaza a cada paso. En él piden vuestra sangre, la de vuestras mujeres y vuestros hijos, piden en él nuestras cabezas, como si con ellas pudieran tapar los agujeros que hacen en vuestro pecho, como si nuestras cabezas caídas pudieran resucitar a aquellos que os han matado.
Este programa es el pueblo como animal de carga, trabajando solo para un puñado de explotadores y de parásitos que para engordar las cabezas coronadas de los ministros, senadores, mariscales, arzobispos y jesuitas.
Es Jacques Bonhotnme[77] al que le venden después desde sus herramientas hasta las tablas de su choza, desde la falda de su mujer hasta los pañales de sus hijos, para pagar los onerosos impuestos que alimentan al rey y a la nobleza, al sacerdote y al gendarme. El otro programa ciudadanos, es aquel por el que habéis hecho tres revoluciones, por el que combatís hoy, es el de la Comuna, el vuestro.
Este programa es la reivindicación de los derechos del hombre, es el pueblo dueño de sus destinos; es la justicia y el derecho a vivir trabajando; es el cetro de los tiranos roto bajo el martillo del obrero, es la herramienta legal del capital, es la inteligencia castigando la astucia y la estupidez, es la igualdad desde el nacimiento a la muerte. Y digámoslo ciudadanos, todo hombre que no tiene hoy su opinión formada no es un hombre; cualquier indiferente que no tome parte en la lucha no podrá gozar en paz de los beneficios sociales que preparamos, al tener que avergonzarse delante de sus hijos.
Ya no estamos en 1830, ni en el 48; es el levantamiento de un gran pueblo que quiere vivir libre o morir.
Y hay que vencer, porque la derrota haría a vuestras viudas unas víctimas perseguidas, maltratadas y libradas a la cólera de feroces vencedores; porque vuestros huérfanos estarían a su merced y perseguidos como pequeños criminales; porque Cayena[78] sería repoblada y los trabajadores acabarían allí sus días sujetos a la misma cadena que los ladrones, los estafadores y los asesinos; porque mañana las prisiones estarían llenas y los policías pedirían el honor de ser vuestros carceleros, y los gendarmes vuestros guardianes; porque comenzarían de nuevo los fusilamientos de junio, más numerosos y más sangrientos.
Vencer no solo sería vuestra salvación, la de vuestras mujeres y vuestros hijos, incluso también la de la República y de todos los pueblos.
No hay equívoco posible: aquel que se abstiene ni siquiera puede llamarse republicano. Valor pues; llegamos al final de nuestros sufrimientos. No es posible que París se rebaje hasta el punto de suponer que un Bonaparte pueda retomarlo por asalto; no es posible que entre aquí a reinar aquí sobre ruinas y cadáveres; no es posible que suframos el yugo de los traidores que permanecieron meses enteros sin disparar contra los prusianos y que no están ni una hora sin ametrallarnos.
Adelante, nada de inútiles; que las mujeres consuelen a los heridos, que los ancianos animen a los jóvenes, que los hombres válidos no reparen en sus pocos años para seguir a sus hermanos y compartir sus peligros.
Quienes teniendo fuerzas, dicen ser mayores, se ponen en la situación de que la libertad les ponga un día fuera de la ley, ¡y qué vergüenza para ellos!
Ciudadanos es una ironía que los de Versalles digan, que estáis desalentados y fatigados. Al decir esto mienten y lo saben bien. ¿Puede ser esto, cuando todo el mundo acude a vosotros? ¿Puede ser cuando de todos los rincones de París vienen a marchar bajo vuestra bandera? ¿Puede ser, cuando los soldados de infantería, vuestros hermanos, vuestros amigos, se vuelven y disparan contra los gendarmes y los guardias a los que incitan para asesinaros? ¿Acaso cuando la deserción hace estragos en las filas de nuestros enemigos, cuando el desorden, la insurrección, reina entre ellos y el temor les aterroriza, podríais desalentaros y desesperaros por la victoria?
¿Acaso cuando Francia entera se levanta y os tiende la mano, cuando se ha sabido sufrir tan heroicamente durante ocho meses, íbamos a cansarnos cuando solo nos quedan algunos días de sufrimiento, sobre todo en el momento en que se vislumbra la libertad al final de la lucha? No, hay que vencer y vencer pronto y con la paz el campesino volverá a su arado, el artista a sus pinceles, el obrero a su taller, la tierra volverá a ser fecunda y el trabajo se reanudará. Con la paz, colgaremos nuestros fusiles y volveremos a coger nuestras herramientas, dichosos por haber cumplido bien con nuestro deber. Llegará el día donde tendremos derecho a decir: Yo soy un soldado ciudadano de la gran revolución.
Los miembros de la Comuna,
Dereure, J.-B. Clément, Vermorel
Paschal Grousset, Cluseret
Arnold, Th. Ferré
La predicción se ha cumplido: aún fue peor que junio y diciembre. La culpa la tuvieron el conjunto de fatalidades de la traición de la burguesía, y del escaso conocimiento de los jefes del ejército de la Comuna sobre el carácter de los combatientes y circunstancias de la lucha.
En la alternativa, todo podía servir, tanto un verdadero ejército disciplinado como lo quería Rossel, como el ejército de la rebelión según lo quería Delescluze. Los fanáticos de la libertad no hubiesen podido vencer obligándose a la férrea disciplina. Hacían falta los dos ejércitos, uno de latón y el otro de fuego.
Rossel ignoraba lo que es un ejército de insurrectos: él dominaba la ciencia de los ejércitos regulares.
Los delegados civiles de guerra no conocieron más que la grandeza general de la lucha: avanzar, ofreciendo el pecho, con la cabeza alta, bajo la metralla. Era hermoso; pero ambos eran necesarios contra unos enemigos como los de Versalles.
Dombrowski tuvo a veces los dos.
En una orden dada al ejército, Rossel se expresó así:
Se prohíbe interrumpir el fuego en medio de un combate, aunque el enemigo haga ademán de no seguir disparando o muestre la bandera blanca.
Se prohíbe, bajo pena de muerte, continuar disparando después de una orden de alto el fuego, o seguir marchando cuando se ha ordenado detenerse. Los fugitivos y aquellos que se queden atrás aislados, serán abatidos a golpe de sable por la caballería, y si son numerosos, a cañonazos. Durante el combate, los jefes militares tienen autoridad para hacer marchar y hacer obedecer a los oficiales y soldados a sus órdenes.
Si esta misma orden hubiera sido dada de modo que se comprendiera que se trataba de asegurar la victoria, aquellos a quienes ofendía la hubiesen aceptado. Indudablemente los rebeldes no son fugitivos; pero siendo el ejército de Versalles más numeroso, se necesitaba táctica y ardor. La Comuna no dispuso jamás de caballería; tan solo algunos oficiales iban a caballo. Los caballos servían para los armones de artillería y otros usos semejantes; el que ataca tiene además posibilidades ventajosas.
A Rossel, acostumbrado a la disciplina de los ejércitos regulares que tenía una causa penal conmutada por la Comuna se le acusó de debilidad. No nos entendimos y se retiró reclamando, en el ardor de su cólera, una celda en Mazas.
Con la ayuda de su amigo Charles Gérardin, se escapó. La Comuna lo prefería así. Fue una gran pérdida, para demostrarlo Versalles le asesinó.
El delegado civil de guerra, Delescluze, viejo por edad, joven en valor, exclamaba en su manifiesto:
La situación es grave, como sabéis; esta horrible guerra que os hacen los feudales conjurados con los restos de los regímenes monárquicos ha costado ya bastante sangre generosa. Sin embargo, sin dejar de lamentar las dolorosas pérdidas, cuando contemplo el sublime porvenir que se abrirá para nuestros hijos, y aunque no nos estuviese permitido cosecharlo que hemos sembrado, todavía recibiría con entusiasmo ala revolución del 18 de marzo que ha ofrecido, a Francia y a Europa, unas perspectivas que ninguno de nosotros se atrevía a esperar, hace tres meses.
Por lo tanto ciudadanos a vuestros puestos. Resistid con firmeza ante el enemigo. Nuestros baluartes son tan sólidos como vuestros corazones. Por lo demás no ignoráis, que combatís por vuestra libertad y por la igualdad.
Desde hace tanto tiempo gozáis de esta promesa: que si vuestros pechos están expuestos a las balas y a los obuses de los versalleses, el precio que por ello recibiréis será la liberación de Francia y del mundo, la seguridad de vuestro hogar y la vida de vuestras mujeres y de vuestros hijos.
Por lo tanto venceréis; el mundo que aplaude vuestros magnánimos esfuerzos se dispone a celebrar vuestro triunfo que será el de todos los pueblos.
¡Viva la República Universal! ¡Viva la Comuna!
París, 10 de mayo de 1871El delegado civil de guerra
Delescluze
Nos apresurábamos, y todo estaba aún por llegar.
La libertad de Nouris se decretó en los primeros días. No volvió jamás. La demolición de la casa del señor Thiers, llenó la plaza Saint-Georges del polvo de sus nidos de ratas. Habría de reportarle un palacio.
Pero, ¿que importan las cuestiones de los individuos? Estamos más cerca que entonces del nuevo mundo. A través de las transformaciones que ha sufrido, moriría, si tardara en eclosionar.
En las casas de los desertores y en las más infectas casas de placer, bajo cualquier disfraz, se ocultaban los emisarios del orden.
Se creyó que se les impediría entrar, exigiéndoles carnets de identidad. Pero uno a uno, como un goteo, se infiltraban en París.
Desde el 11 de mayo, el señor Thiers había pedido a la Asamblea, amedrentada y feroz, ocho días más de plazo para que todo se consumara.
Había sido descubierta la conspiración de los brazaletes; aún había otras, que no se conocerían nunca.
Versalles, renunciando a comprar a los hombres que no accedían a venderse, trataba de introducir los suyos allí donde podían descubrir una consigna, abrir una puerta.
Mal inspirados trataron de comprar por un millón y medio a Dombrowski, que advirtió de ello al Comité de Salud Pública.
¿Cómo la gente de Versalles pudo equivocarse tanto? Dombrowski, jefe de la última insurrección polaca no podía servir a la reacción. Había resistido durante casi un año al ejército ruso, después había hecho la guerra del Cáucaso y como general del ejército de los Vosgos había demostrado que sus cualidades no tenían nada que ver con las de un traidor.
Versalles, sin embargo, ganaba terreno, luego parecía perderlo; la rata victoriosa plantaba cara, mordiendo al gato que retrocedía.
En la tarde del 21 de mayo iba a celebrarse un concierto en beneficio de las víctimas de la guerra social, viudas, huérfanos y federados heridos en combate.
El número y el talento de los ejecutantes hacían de tales conciertos un éxito. Agar recitaba en ellos versos de les Châtiments. Cantaba la Marsellesa, con una voz tan poderosa que aullaba, decían los versalleses.
El domingo 21 de mayo, doscientos intérpretes formaban una enorme masa armónica. Desde muy temprano, el auditorio se desbordaba, ávido de oír; sin embargo los corazones estaban oprimidos. Era la traición que se sentía llegar.
Poco antes de las cinco, un oficial de Estado Mayor de la Comuna subió al estrado y dijo: “Ciudadanos, el señor Thiers había prometido entrar ayer en París. El señor Thiers no ha entrado ni entrará. ¡Os invito el próximo domingo 28, en este mismo lugar, a nuestro concierto en beneficio de las viudas y de los huérfanos de la guerra!” Se le aplaudió estrepitosamente.
Mientras tanto, una parte de la avanzada de Versalles entraba por la puerta de Saint-Cloud.
Un antiguo oficial de infantería de marina, llamado Ducatel, traidor todavía sin empleo, vagabundeaba buscando las partes débiles de la defensa de París, para comunicárselo a Versalles. Con la escasez de hombres que teníamos, no dudaba que las encontraría. Advirtió que la puerta de Saint-Cloud carecía de defensa, y con un pañuelo blanco llamó a un puesto del ejército del orden.
Se presentó un oficial de marina. En el mismo momento, las baterías versallesas interrumpieron el fuego, y en pequeños pelotones los soldados penetraron en París.
La interrupción del fuego no se advirtió inmediatamente; los oídos estaban tan acostumbrados a él que, varias semanas después de la derrota, todavía creíamos oírlo. Al fin, nos dimos cuenta de su interrupción. Unos deducían un augurio favorable; a otros les parecía extraño.
Reunidos en el Mont-Valérien, el señor Thiers, Mac-Mahon y el almirante Pothuau telegrafiaban a todas partes:
21 de mayo, 7 de la tarde
La puerta de Saint-Cloud acaba de caer bajo el fuego de nuestros cañones. El general Douay se ha precipitado, y en este momento entra en París con sus tropas.
Las tropas de los generales Ladmirault y Clinchamp se agitan por poder seguirlos.
A. Thiers
Veinticinco mil hombres de Versalles, por traición y sin combate, durmieron aquella noche en París.
IV. La hecatombe
1. La lucha en París – El degollamiento
Al grito de ¡Viva la República!
¡Cayó el navío el Vengador!
Vieille chanson (Vieja canción)
Poco antes de la entrada de los veinticinco mil hombres del general Douay, un miembro de la Comuna, Lefrançais, al recorrer la zona de la defensa, quedó sorprendido por el estado de soledad y abandono de la puerta de Saint-Cloud.
Sin la casualidad que facilitó la traición de Ducatel, eran las puertas de Montrouge, Vanveas y Vaugirard las que el conde de Beaufort había indicado al señor Thiers como las más indefensas.
Lefrançais envió a Delescluze un aviso que no llegó a tiempo. Dombrowski, advertido por su parte por un batallón de federados, envió a unos voluntarios, que momentáneamente detuvieron a los versalleses, matándoles un oficial desde el muelle. Aquellos que hasta entonces habían creído que la batalla, entablada demasiado tarde, volvería a comenzar, se decían ahora: ¡París vencerá! ¡De hecho morirá invicta! Así lo habían hecho Cartago, Numancia y Moscú, y así haríamos nosotros.
Dombrowski envió a Montmartre uno o dos federados, la señora Danguet, Mariani y yo. Teníamos que tratar de llegar para decir que había que apresurarse en la defensa.
No sé qué hora era; la noche estaba serena y hermosa. ¡Qué importa la hora! Lo que era preciso es que la revolución no fuese vencida, ni aún en la muerte.
En la Comuna había triunfado la desconfianza, y cuando llegó el despacho de Dombrowski, que trajo Billioray, se hizo comparecer a Cluseret, acusado de negligencia, como si tuviéramos tiempo todavía para discutir.
Terminada la sesión y absuelto Cluseret, ya no había otra preocupación que la defensa de París.
La carta de Dombrowski era explícita:
Dombrowski a Guerra y Comité de Salud Pública
Los versalleses han entrado por la puerta de Saint-Cloud.
Tomo disposiciones para repelerlos. Si pueden enviarme refuerzos, respondo de todo.
Dombrowski
El Comité de Salud Pública se reunió en el Ayuntamiento, y se tomaron apresuradamente las primeras disposiciones, cada cual empleando su valor.
El degüello comenzaba en silencio. Assi, yendo por la parte de la Muette, vio en la calle de Beethoven a unos hombres que, tendidos en el suelo, parecían dormir. Como la noche era clara, reconoció a unos federados, y al acercarse para despertarles su caballo resbaló en un charco de sangre. Los que parecían dormir estaban muertos; había allí un puesto entero degollado.
¿Es que el Officiel de Versalles no había dado la señal para la matanza? Recuérdese:
¡Nada de prisioneros! Si en el montón se encuentra un hombre de bien realmente llevado a la fuerza, le reconoceréis; entre esa gente, un hombre de bien se distingue por su aureola; conceded a los valientes soldados la libertad de vengar a sus camaradas haciendo, en el lugar y en el furor de la acción, lo que a sangre fría no querrían hacer al día siguiente.
Así se resumía todo. Se persuadió a los soldados que tenían que vengar a sus camaradas; a los que llegaban, liberados de la cautividad de Prusia se les decía que la Comuna se entendía con los prusianos, y los crédulos en su ira no bebieron, sino que abrevaron sangre.
Con el fin de que el ejército se negara a disparar, como en el 18 de marzo, se emborrachó a los soldados según la vieja receta, alcohol mezclado con pólvora y sobre todo envuelto en mentiras; al ya demasiado viejo cuento del guardia móvil aserrado entre dos tablas se agregó no sé que otra historia no menos inverosímil.
París, esa ciudad maldita que soñaba con la dicha de todos, en la que los bandidos del Comité Central y de la Comuna, los monstruos del Comité de Salud Pública y de Seguridad no aspiraban sino a dar su vida por la salvación de todos, no podía ser comprendido por el egoísmo burgués, más feroz aún que el egoísmo feudal. La raza burguesa no fue grande más que medio siglo, apenas después del 89. Delescluze y Dijon fueron los últimos grandes burgueses semejantes a los convencionales.
Los enérgicos hombres de la Comuna, cada cual en su puesto, con el lastre del poder cayendo de sus hombros, el respeto a la legalidad aniquilado por el deber de vencer o morir, disipadas las imaginaciones de la eterna sospecha en la grandeza de su libertad reconquistada, volvieron a ser ellos mismos. Las aptitudes se dibujaban sin falsa modestia, sin mezquinas vanidades.
¡París quizá sostuviera la lucha! ¿Quién sabe?
Las diez piezas de la Porte Maillot, que no habían cesado de disparar desde hacía seis semanas, seguían rugiendo y, como siempre, un artillero muerto sobre su batería era remplazado por otro que se precipitaba a sustituirle.
Nunca había más de dos servidores por batería.
Un marino, Craon, tenía al morir los dos botafuegos que necesitaba para dos baterías, uno en cada mano.
Casi todos los héroes de aquel puesto fueron desconocidos.
Juntos serán vengados el día del gran levantamiento, el día en que, en un frente de batalla tan ancho como el mundo, la insurrección se levante de nuevo.
Al amanecer del 21 había caído la Muette, y el ejército casi rodeaba París, reuniéndose con los veinticinco mil hombres que se habían infiltrado en la ciudad durante la noche.
Todo lo ocurrido en aquellos días se acumula como si en esos días, hubiéramos vivido mil años.
El toque a rebato, se oye de continuo y la generala resuena en París.
Los federados de fuera se replegaban sobre París. ¡Dudábamos de la entrada de los versalleses! El Observatorio del Arco de Triunfo desmiente la noticia, pero domina la idea de defender París.
Dombrowski llega al Comité de Salud Pública a eso de las tres de la mañana. Al principio no comprende la acusación, hasta que al fin se da cuenta. —¿Cómo han podido tomarme por un traidor? Todos le tranquilizan y le tienden la mano.
Dereure, que había sido enviado junto a él, como Johannard junto a La Cecillia, y Leo Meillet junto a Wrobleski, no le había hablado con razón, de aquellas odiosas sospechas.
Vio que se seguía teniendo confianza en él; pero el golpe quedaba asestado. Dombrowski se haría matar.
En la alcaldía de Montmartre, La Cecillia pálido trató de organizar la defensa, decidido a intentarlo todo por la lucha.
Allí estábamos varios del Comité de Vigilancia, con el viejo Louis Moreau y Chevalot.
Con Louis Moreau y otros dos, acordamos ir a investigar, para hacer saltar la Buttae cuando los versalleses hayan entrado; porque estamos convencidos de que entrarán, aunque no dejamos de repetir: ¡París vencerá! De lo que estamos seguros es de que nos defenderemos hasta la muerte.
En la puerta de la alcaldía, se unen a nosotros unos federados del 61º.
—Venga usted, me dijeron. Vamos a morir; estaba usted con nosotros el primer día, también hace falta que esté el último.
Entonces hago prometer al viejo Moreau que la Butte estallará, y me marcho con el destacamento del 61º al cementerio de Montmartre, donde tomamos posiciones. Aunque pocos, pensábamos resistir bastante tiempo.
De trecho en trecho abrimos almenas en los muros con nuestras manos.
Los obuses, cada vez en mayor número, disparaban sobre el cementerio.
Uno de nosotros dijo que era sobre todo el tiro de la batería de la Butte, que, al ser demasiado corto, caía sobre nosotros, en lugar de llegar al enemigo; desde el 17 de mayo, se había reconocido que el tiro era malo, y durante la mañana no se había utilizado, sin duda por ese motivo.
Casi todos los federados heridos lo habían sido por aquella batería, cosa que se advirtió al llevarlos a la ambulancia.
Al llegar la noche, aunque éramos un puñado, estábamos muy decididos.
Caían, a intervalos regulares, algunos obuses; como los golpes de un reloj, el reloj de la muerte. En aquella noche clara, embalsamada con el perfume de las flores, los mármoles parecían vivir.
Varias veces hicimos una salida de reconocimiento. El obús regular seguía cayendo, los otros variaban.
Quise volver sola. Esta vez, el obús, al caer cerca de mí, a través de las ramas, me cubrió de flores; fue cerca de la tumba de Murger.[79] La figura blanca arrojando sobre aquella tumba unas flores de mármol hacía un efecto precioso; tiré sobre ella una parte de las mías y la otra sobre la tumba de una amiga, la señora Poulain, que estaba en mi camino.
Al regresar al lado de mis compañeros, cerca de la tumba sobre la cual yace la estatua de bronce de Cavaignac,[80] me dijeron: “Ya no vuelve usted a moverse de aquí”. Me quedo con ellos, y unos disparos salen de las ventanas de algunas casas.
Creo que está amaneciendo. Tenemos aún heridos de obús. El puñado se reduce, aquí llega el ataque; necesitamos refuerzos. Alguien pregunta quién irá. Yo ya estaba lejos, pasando por un agujero de la tapia. No sé cómo se puede caminar tan deprisa, y sin embargo, el tiempo se me hace largo. Llego a la alcaldía de Montmartre. En la plaza llora un joven a quien no se quiere utilizar; no tenía ni papeles, ni nada, según me cuenta; pero no dispongo de tiempo. —Venga, le digo, y al pedir refuerzos a La Cecillia, le muestro al joven, que le dice ser estudiante, que no ha combatido aún y quiere combatir.
La Cecillia le mira y le causa buena impresión. Vaya usted, le dijo. Con cincuenta hombres de refuerzo, volvemos al cementerio. El joven viene con nosotros; está contento. Delante, junto a mi, va Barois; caminamos deprisa bajo el aluvión de balas: están batiéndose en el cementerio. Al llegar, entramos por el agujero; allí ya no hay más que quince, y de nuestros cincuenta apenas quedan algunos mas: el joven ha muerto. Cada vez somos menos; nos replegamos a las barricadas, que siguen resistiendo.
Con la bandera roja al frente habían pasado las mujeres; tenían su barricada en la plaza Blanche. Estaban allí Elisabeth Dmihef, la señora Lemel, Malvina Poulain, Blanche Lefebvre, Excoffons. André Leo estaba en las de Batignolles. Más de diez mil mujeres diseminadas o juntas, combatieron por la libertad en los días de mayo.
Yo estaba en la barricada que cerraba la entrada de la calzada Clignancourt ante el delta; allí fue a verme Blanche Lefebvre.
Pude ofrecerle una taza de café, abriendo con tono amenazador, el café que estaba cerca de la barricada. El bueno del dueño se asustó, pero como nos vio reír, nos sirvió bastante cortésmente, y se le dejó que volviera a cerrar, puesto que tenía tanto miedo.
Blanche y yo nos abrazamos y ella se volvió a su barricada.
Poco después pasó Dombrowski, a caballo con sus oficiales.
—Estamos perdidos, me dijo. —¡No!, le contesté. Me tendió las dos manos. Fue la última vez que lo vi vivo.
Fue a pocos pasos de allí donde le hirieron mortalmente. Éramos todavía siete en la barricada, cuando pasó de nuevo; pero esta vez, tendido en una camilla, casi muerto. Le llevaban al hospital de Lariboisière, donde murió.
Pronto de los siete no quedábamos más que tres.
Un capitán de los federados, alto y moreno, impasible ante el desastre, me hablaba de su hijo, un niño de doce años a quién quería dejar su sable como recuerdo. —Se lo dará usted, decía, como si fuera posible que alguien sobreviviera.
Nos habíamos espaciado, ocupando los tres toda la barricada, yo en el centro y ellos a cada lado.
Mi otro compañero era regordete, de hombros anchos, con el pelo rubio y los ojos azules; se parecía mucho a Poulain, el tío de la señora Eudes, pero no era él.
Aunque bretón, no era tampoco de los de Charette, y ponía en su nueva fe el mismo ardor que sin duda había puesto en la antigua cuando creía en ella.
Había en aquella pálida cara la misma sonrisa de salvaje que tenía el negro de Issy, con sus dientes blancos de lobo. A este tampoco le habíamos vuelto a ver.
Nadie hubiera creído que éramos solo tres; seguíamos resistiendo. De pronto, llegaron unos guardias nacionales, interrumpimos el fuego: —¡Venid! ¡No somos más que tres!
En el mismo momento siento que me agarran, me levantan por el aire y me arrojan ala trinchera de la barricada, como si hubieran querido matarme.
Y así era en efecto; porque se trataba de unos versalleses vestidos de guardias nacionales.
Un poco aturdida, siento que estoy viva, me levanto y veo que mis dos compañeros han desaparecido. Los versalleses estaban registrando las casas cercanas a la barricada. Me alejo más todavía, comprendiendo que todo está perdido; no veía más que una barrera posible, y gritaba: —¡Fuego! ¡Hay que detenerlos con el fuego! ¡Fuego! ¡Fuego! Sin embargo La Cecillia no ha recibido refuerzos. Seguían luchando y las mujeres que no habían caído en la plaza Blanche se replegaron a las más cercanas de la plaza Pigalle.
Acabábamos de levantar una barricada en las calles que están detrás de la calzada Clignancourt, a mano derecha viniendo del delta, y hubo un momento en que los versalleses pudieron quedar cogidos entre dos fuegos, mientras que la gente poco expedita que estaba allí discutía ya no quedó tiempo.
A Dombrowski, después de que le llevaran al Ayuntamiento, le trasladaron durante la noche al Père-Lachaise. Al pasar por la Bastilla, se le depositó al pie de la columna donde al resplandor de las antorchas que formaban su capilla ardiente, los federados que iban a morir acudieron a saludar al valiente que había muerto.
Fue enterrado por la mañana en el Père-Lachaise, donde descansa envuelto en una bandera roja.
—¡He ahí a aquel a quien acusaban de traidor! dijo Vermorel. Añadió: —Juremos salir de aquí solo para morir.
Le rodeaban su hermano, sus oficiales y una parte de sus soldados.
Batignolles y Montmartre estaban tomados, todo se volvía un matadero: el Elysée-Montmartre rebosaba cadáveres. Entonces se encendieron como antorchas les Tuileries, el Consejo de Estado, la Legión de Honor y el Tribunal de Cuentas.
Quién sabe si al no tener ya su madriguera, les sería tan fácil a los reyes regresar.
Por desgracia fueron miles y miles, los reyes de las finanzas que volvieron con la burguesía. Lo que se veía entonces era sobre todo al soberano, el Imperio nos había habituado a eso.
El despotismo comenzaba a tener múltiples ramificaciones, así continuó.
En cuanto el señor Thiers se enteró de la toma de Montmartre, telegrafió a su manera, a las provincias.
Pero las llamas, con sus lenguas como dardos, le enseñaron que la Comuna no habla muerto.
Es la hora donde los sacrificios ocupan su puesto, la hora también de las fatales represalias, cuando el enemigo, como lo hacía Versalles, siega las vidas humanas como una hoz de hierba.
En tanto que en el Père-Lachaise se saludaba por última vez a Dombrowski, Vaysset, que para conspirar mejor tenía en París siete domicilios, fue conducido ante toda una multitud al Puente Nuevo y fusilado allí por orden de Ferré, por tratar de corromper a Dombrowski. Pronunció estas extrañas palabras: “—Responderéis de mi muerte al conde de Fabrice P..., comisario especial de la Comuna”. La multitud dijo entonces: “Este miserable ha tratado de comprar a nuestros jefes militares en nombre de Versalles. Así mueren los traidores”.
Cuando Versalles tomaba un barrio lo convertía en un matadero. La sed de sangre era tal que los versalleses mataron a varios de sus propios agentes que salían a su encuentro.
Los supervivientes del combate aún resistían en el Distrito XI. Varios miembros de la Comuna y del Comité Central se reunieron en la biblioteca. Delescluze trágicamente se levanta, con un soplo de voz, pide que los miembros de la Comuna, con sus fajines, pasen revista a los batallones. Se le aplaude.
Unos batallones se precipitan al salón, como acudiendo al llamamiento, en tanto que el cañón truena. La escena es tan magnífica que los que rodean a Delescluze aún creen en la posibilidad de vencer.
Llamamos al director de ingenieros, pero está ausente, muerto quizá.
El Comité de Salud Pública actuará sin esperar a los ausentes; la muerte está por doquier, tenemos que combatir hasta caer.
En el barrio Antoine hay tres baterías, en las calles de alrededor hay barricadas.
En la plaza del Château-d’Eau un muro de adoquines y dos baterías.
Brunel está en el primero, Ranvier en les Buttes-Chaumont.
Wrobleski en la Butte-aux-Cailles. Tenemos confianza.
Hay federados en las puertas de Saint-Denis y Saint-Martin. ¿Quién sabe si Delescluze no tiene razón? ¡La Comuna vencerá! Al menos, París morirá invicto.
Varias mujeres, cosen en silencio sacos para las barricadas, agrupadas en las gradas de la alcaldía del Distrito XI.
En la sala de la alcaldía, se hallan los miembros de la seguridad; estarán a la altura del riesgo.
Como Delescluze, Ferré, Varlin, J.-B. Clément y Vermorel tienen confianza (¡en la muerte sin duda!).
Una tormenta de metralla cae por todas partes, silba terriblemente en la plaza del Cháteau-d'Eau. En este momento aparece Delescluze.
Lissagaray, testigo de la dignísima muerte de Delescluze, la cuenta así:
Con Jourde, Vermorel, Theisz, Jaclard, y medio centenar de federados, marchaba en dirección al Château-d’Eau.
Delescluze, dice Lissagaray, con su traje ordinario, sombrero, levita y pantalones negros, el fajín rojo ciñéndole la cintura poco visible, como solía él llevarlo, desarmado, apoyándose en un bastón.
Temiendo cierto pánico en el Château-d’Eau, seguimos al delegado, al amigo. Algunos de nosotros se detuvieron en la iglesia de Saint-Ambroise para coger unos cartuchos. Nos encontramos a un negociante de Alsacia que había llegado hacía cinco días para ingresar en las filas que atacaban a aquella Asamblea que había entregado su país. Regresaba, con el muslo atravesado por un proyectil. Más allá, Lisbonne herido, sostenido por Vermorel, Theisz y Jaclard.
Vermorel cayó a su vez gravemente herido. Theisz y Jaclard le levantan transportándole en una camilla, Delescluze estrecha la mano del herido y le dirige unas palabras de aliento.
A cincuenta metros de la barrera, los pocos guardias que habían seguido a Delescluze se apartan, porque los proyectiles oscurecen la entrada del bulevar.
El sol se ponía detrás de la plaza. Delescluze, sin mirar si le seguían, continuaba al mismo paso, el único ser vivo en la calzada del bulevar Voltaire. Llegado a la barricada, torció a la izquierda y escala por los adoquines.
Aquel rostro austero, enmarcado en su corta barba blanca, nos aparece por última vez girando hacia la muerte. Delescluze desapareció súbitamente; acababa de caer fulminado en la plaza del Château-d’Eau.
Varios hombres quisieron levantarle, tres o cuatro cayeron; solo se podía pensar en la barricada, reunir a sus escasos defensores. Johannard, en medio de la calzada, levantando su fusil y llorando de cólera, gritaba a los aterrorizados: —¡No! ¡no sois dignos de defender a la Comuna!
Llovía, regresamos, dejando abandonado a los ultrajes de un adversario sin respeto a la muerte, el cadáver de nuestro pobre amigo. No había avisado a nadie, ni siquiera a sus más íntimos. Silencioso, sin más confidente que su severa conciencia, Delescluze marchó a la barricada tal como los antiguos montagnards[81] subieron al cadalso.[82]
La sangre corría a raudales por todos los distritos tomados por Versalles. Había lugares en que los soldados, cansados de tanta carnicería, se detenían como fieras saciadas. Sin las represalias, la matanza hubiera sido mayor aún.
El decreto sobre los rehenes fue lo único que impidió a Gallifet, a Vinoy y a los demás llevar a cabo el total degüello de los habitantes de París.
Comenzar a aplicar este decreto hizo que retiraran los pelotones de ejecución que, que a culatazos llevaban a los prisioneros hasta el muro, donde se amontonaban los muertos y los moribundos.
En Caledonia encontramos algunos de estos supervivientes.
Rochefort cuenta lo que le dijo un compañero de ruta, o más bien de jaula, en las antípodas. Contaba esto:
Acababan de ejecutar a una quincena de prisioneros. Le llegó el turno, le llevaron al muro y le vendaron los ojos con un pañuelo, pues aquellos verdugos a veces guardaban las formas.
Estaba esperando las doce balas que le correspondían, haciéndosele el tiempo ya un poco largo. De pronto un sargento se acercó a quitarle la fatal venda mientras gritaba a los hombres del pelotón de ejecución:
—Media vuelta a la izquierda.
—¿Qué ocurre? preguntó el paciente.
—Ocurre, respondió pesaroso el teniente encargado de dirigirla ejecución, que la Comuna acaba de decretar que ella también fusilará a los prisioneros si nosotros os seguimos fusilando, y que el gobierno ahora prohíbe las ejecuciones sumarias.
Así fue como treinta federados fueron al mismo tiempo que este devueltos a la vida, pero no a la libertad, pues se les envió a los pontones, de donde mi compañero de prisión partió al mismo tiempo que yo para Nueva Caledonia.[83]
Las ejecuciones sumarias se reanudaron después del triunfo de Versalles. Los brazos de los soldados como los de los carniceros estaban rojos de sangre. El gobierno no tenía ya nada que temer.
Se verá cuan pequeño fue, del lado de la Comuna, el número de ejecuciones, comparado con el de los treinta y cinco mil, oficialmente confesados, que son más bien cien mil o más.
Reconocido por un batallón al que había insultado y acusado, gracias a numerosos testimonios, de inteligencia con Versalles, el conde de Beaufort fue pasado por las armas, a pesar de la intervención de la cantinera Maguente Guinder, Lachaise de soltera, que hizo cuanto pudo por salvarle. Más tarde fue acusada de su muerte y hasta de haber insultado su cadáver, ¡como si esta generosa mujer tuviera que sufrir un castigo por haber querido salvar a un traidor!
Chaudey, detenido desde hacía unas cuantas semanas bajo la acusación de haber ordenado ametrallar a la multitud, el 22 de enero, no hubiera sido fusilado sin el recrudecimiento de las crueldades de Versalles a pesar del telegrama a Jules Ferry, fechado en el Ayuntamiento, el 22 de enero, a las 14:50 de la tarde:
Chaudey consiente en no quedarse aquí, pero tomad medidas lo más pronto posible, para limpiar la plaza. Por lo demás, os trasmito la opinión de Chaudey.
Cambon
Y a pesar incluso de propósitos como este: los más fuertes fusilarán a los otros sin los degollamientos de Versalles, parecía menos hostil antes de su encarcelamiento. ¡Que su muerte, como todas las demás, como todas las fatalidades de la época, recaiga sobre los monstruos que, degollando, convirtieron las represalias en un deber!
¡Que se registren los pozos, las canteras y el empedrado de las calles! París entero está lleno de cadáveres y son tantas las cenizas arrojadas al viento, que por todos sitios también han llegado a cubrir la tierra.
Los que formaban el pelotón de ejecución de los primeros rehenes, voluntarios feroces que hasta entonces habían sido los hombres más tiernos, gritaban: —Yo vengo a mi padre, yo vengo a mi hijo, yo vengo a lo que no tienen a nadie.
¿Piensa usted que si la batalla recomienza, los recuerdos serán sepultados bajo tierra y que la sangre derramada no florecerá jamás?
¡La venganza de los desheredados! Es más grande que la tierra misma.
Sobre las petroleras circulan las más locas leyendas. No hubo petroleras: las mujeres lucharon como leonas; pero solo me vi a mi misma gritando: ¡Fuego! ¡fuego ante esos monstruos!
Desdichadas madres de familia, que no combatientes, que en los barrios invadidos se creían protegidas por cualquier utensilio. Yendo en busca de alimento para sus pequeños (con un perol de leche, por ejemplo), las miraban como a incendiarias, que llevaban petróleo, ¡y las llevaban al paredón! ¡Sus pequeños las esperaron durante tiempo!
Algunos niños en brazos de su madre, eran fusilados con ellas. Las aceras quedaban jalonadas de cadáveres.
¡Como si se hubiera podido decir a las madres: queremos morir invictos bajo las cenizas de París!
¡El Ayuntamiento ardía como una tea! Enfrente, un muro de llamas azotadas por el viento; el fuego vengador se reflejaba en los lagos de sangre, pasando bajo las puertas de los cuarteles, por las calles, por doquier.
Dos arroyos de sangre pronto bajaron del cuartel Lobau hacia el Sena; corrieron rojos durante mucho tiempo.
Millière cae gritando en las gradas del Panteón: “¡Viva la humanidad!” Este grito fue profético, es el que hoy nos reúne.
Rigaud fue asesinado en la calle Gay-Lussac, donde vivía, en la misma hora en que fue tomado el barrio. P., aquel mismo comisario de la Comuna que asistió a la ejecución de Vaysset, al pasar por la calle Gay-Lussac en el silencio de espanto que reinaba después de la victoria del orden, levantó la mirada hacia un piso, donde vivían unos amigos de Gaston Dacosta. Asomada a la ventana había una persona que miraba al suelo y parecía indicarle algo.
Entonces, distinguió un cadáver con los brazos en cruz contra la acera. Su uniforme estaba abierto, con los galones arrancados, y los pies, blancos y pequeños, estaban descalzos, pues, siguiendo la costumbre de los versalleses, le habían descalzado. La cabeza estaba llena de sangre. Por un agujerito en la frente, le bajaba hasta la barba y el rostro, haciéndole irreconocible.
Un testigo ocular le contó que, al llegar Rigaud delante de su casa, llevaba su uniforme de comandante del batallón 114, que tenía para el combate.
Su idea era quemar los papeles que tenía en su casa.
Los soldados le habían seguido por el uniforme, entraron casi a la vez que él, fingieron tomar al propietario, un tal Chrétien, por un oficial federado, con el fin de que el miedo le hiciera entregarles al que habían visto entrar.
Como Chrétien protestara, Rigaud le oyó y exclamó:
—Yo no soy un cobarde, y tu sálvate.
Entonces bajó tan orgulloso, se quitó el cinturón, entregó su sable y su revólver, y siguió a los que le detenían.
En medio de la calle, encontraron a un oficial del ejército regular, que exclamó: —¿Y ahora quién es este miserable? Y, dirigiéndose al prisionero, le pidió que gritara: ¡Viva Versalles!
“—Sois unos asesinos, respondió Rigaud. ¡Viva la Comuna!”
Fueron sus últimas palabras. El oficial, un sargento, cogió su revólver y le disparó a bocajarro en la cabeza. La bala abrió en medio de la frente aquel agujero negro por el que salía la sangre.
Durante mucho tiempo nadie quiso creer en la muerte de Rigaud, algunos aseguraban hasta haberlo visto a la cabeza de su batallón; pero, como era muy valiente, no hubo más remedio que reconocer, al ausentarse tanto, que había muerto.
Desde la entrada del ejército de Versalles, los guardias nacionales del orden incitaban al ejército a la matanza: unos por haber traicionado, otros por temor a que se les tomara por rebeldes. Esos imbéciles, que tenían la misma ferocidad que los tigres, habrían degollado a la tierra entera.
La mayoría, queriendo congraciarse con Versalles, delataban a los partidarios de la Comuna en los barrios invadidos, haciendo fusilar a aquellos a los que detestaban.
Los sordos disparos de los cañones, el crepitar de las balas, el lamento del toque a rebato, la cúpula de humo atravesada de llamas, demostraban que no había terminado la agonía de París y que esta no se rendiría.
No todos los incendios eran obra de la Comuna, ya que algunos propietarios o comerciantes buscando ricas indemnizaciones por edificios o mercancías que no les valían los incendiaron.
Otros fuegos fueron provocados por las bombas incendiarias de Versalles.
El del Ministerio de Hacienda se le atribuyó, falsamente a Ferré, que no lo hubiera negado de haberlo hecho: estorbaba a la defensa.
Entre los voluntarios de la matanza que dieron pruebas de fidelidad a Versalles ayudando con las matanzas se encontraban, según dicen, un anciano antiguo alcalde de un distrito, un jefe de batallón que traicionaba a la Comuna y simples aficionados a matar. Eran ellos los que conducían las demenciales jaurías versallesas.
La cacería de los federados se llevaba a cabo ampliamente, se degollaba incluso en los hospitales de campaña. Un médico, el doctor Faneau, que no quiso entregar a sus heridos, fue pasado por las armas. ¡Qué escena!
El ejército de Versalles merodea tratando de rodear por el canal, por las murallas, a los últimos defensores de París.
La barricada del barrio Antoine cae y sus combatientes son fusilados. Algunos de ellos, refugiados en el patio de la ciudad Parchappe, esperan; no tienen otro amparo. La maestra, señorita Lonchamp, les muestra un lugar en el muro por donde pueden escapar por un agujero que agrandan. Se salvan todos.
Versalles extiende sobre París un inmenso sudario rojo de sangre; queda por doblar una única esquina sobre el cadáver.
Las ametralladoras bullen en los cuarteles. Se mata como en las cacerías; es una carnicería humana: los que, malheridos, permanecen de pie o corren contra los muros, son rematados a placer.
Nos acordamos entonces de los rehenes, de los sacerdotes; treinta y cuatro agentes de Versalles y del Imperio son fusilados.
Hay en el otro platillo de la balanza montañas de cadáveres. Pasó el tiempo en que la Comuna decía: no hay bandera para las viudas y los huérfanos, la Comuna acaba de enviar pan a setenta y cuatro mujeres de aquellos que nos fusilan. No distaba de muchos días, pero no queda ya tiempo para la misericordia.
Las puertas del Père-Lachaise, donde se han refugiado unos federados para los últimos combates, fueron atacadas a cañonazos.
La Comuna, sin municiones, está dispuesta a disparar hasta el último cartucho.
El puñado de valientes del Père-Lachaise combate entre las tumbas contra un ejército, en las fosas, en las criptas, con el sable, con la bayoneta, a culatazos. Los más numerosos, los mejor armados, el ejército que conservó su fuerza para París, aplastaba y degollaba a los más valientes.
Contra la gran tapia blanca que da a la calle del Repos, fusilan de inmediato a los que quedan de este heroico puñado. Caen gritando: ¡Viva la Comuna!
Allí como en todas partes, sucesivas descargas liquidan a aquellos que se salvan de las primeras; algunos terminan muriendo bajo el montón de cadáveres o bajo tierra.
Otro puñado, los de última hora, ceñida la cintura con el fajín rojo, marchan a la barricada de la calle Fontaine-au-Roi; otros miembros de la Comuna y del Comité Central van a unirse a estos, y en esa noche de muerte mayoría y minoría se tienden la mano.
En la barricada ondea una inmensa bandera roja. Están allí los dos Ferré, Théophile e Hyppolite, J. —B. Clément, Cambon, un garibaldino, Varlin, Vermorel y Champy.
La barricada de la calle Saint-Maur acababa de morir; la de la calle Fontaine-au-Roi se obstina, escupiendo metralla al sangriento rostro de Versalles.
Se oye la manada furiosa de lobos que se aproxima. Ya no le queda a la Comuna más que una parcela de París, de la calle del Faubourg du Temple al bulevar de Belleville.
En la calle Ramponneau, un solo combatiente en una barricada detuvo por un instante a Versalles.
Los únicos que están todavía en pie, en aquel momento en que calla el cañón del Père-Lachaise, son los de la calle Fontaine-au-Roi.
No tienen metralla para mucho tiempo y la de Versalles cae sobre ellos.
En el momento en que van a hacer sus últimos disparos, una muchacha que llega de la barricada de la calle Saint-Maur les ofrece sus servicios. Quisieron alejarla de aquel lugar de muerte, pero ella se quedó a pesar de ellos.
Momentos después, la barricada lanzó al aire con una formidable explosión todo cuanto le quedaba de metralla, muriendo la joven en la enorme descarga, que oyeron los presos que estaban en Satory. Mucho tiempo después a la camillera de la última barricada y de la última hora le dedicó J.-B. Clément la canción de las cerezas. Nadie volvió a verla.
Me gustará siempre el tiempo de las cerezas
De ese tiempo conservo en el corazón,
Una herida abierta.
Y la dama de la fortuna que se me ofreció.
No sabría calmar mi dolor.
Me gustará siempre el tiempo de las cerezas,
Y el recuerdo que conserva mi corazón.
J.-B. Clément
La Comuna había muerto, sepultando con ella a miles de héroes desconocidos.
¡Aquel último cañonazo de doble carga, enorme y grave! Comprendimos muy bien que era el final; pero, tenaces como se suele ser en la derrota, no lo aceptábamos.
Como pretendí haber oído otros, un oficial que estaba presente palideció de ira, o quizá de miedo que fuese verdad.
Aquel mismo domingo 28 de mayo, el mariscal Mac-Mahon hizo pegar estos carteles en las esquinas del desierto París:
Habitantes de París,
¡El ejército de Francia ha venido a salvaros! París ha sido liberado; nuestros soldados han tomado en cuatro horas las últimas posiciones ocupadas por los rebeldes. Hoy la lucha ha terminado; el orden, el trabajo y la seguridad van a restablecerse.
El mariscal de Francia, comandante en jefe
Mac-Mahon, duque de Magenta
Aquel domingo, en la calle de La Fayette, fue detenido Varlin. Le ataron las manos, y como su nombre llamara la atención, pronto se encontró rodeado por la aviesa multitud de los malos tiempos. Colocáronle en el centro de un piquete de soldados para conducirlo a la Butte, que era el matadero.
La multitud aumentaba, no la que conocíamos, tumultuosa, impresionable, generosa, sino la multitud de las derrotas, que acude a aclamar a los vencedores y a insultar a los vencidos, la multitud del eterno vae victis.
La Comuna estaba derribada; aquella multitud ayudaba a los degollamientos.
Se disponían a fusilar a Varlin ante un muro, al pie de les Buttes, cuando una voz exclamó: —¡Hay que pasearlo más! y otros gritaban: —Vamos a la calle des Rosiers.
Los soldados y el oficial obedecieron. Varlin, que seguía con las manos atadas, subió la cuesta de les Buttes, bajo los insultos, los gritos y los golpes. Allí había cerca de dos mil miserables de esos. Caminaba sin flaquear, con la cabeza alta, cuando un soldado disparó su fusil sin obedecer a orden alguna, acabando con el suplicio; siguieron otros. Los soldados se precipitaron para rematarle, pero estaba muerto.
Todo el París reaccionario y papanatas, el que se esconde en las horas terribles, no teniendo ya nada que temer, acudió a ver el cadáver de Varlin.
Mac-Mahon, agitando sin cesar los ochocientos y pico cadáveres que había hecho la Comuna, legalizaba, a los ojos de los ciegos, el terror y la muerte.
Vinoy, Ladmirault, Douay y Clinchamp dirigían el matadero, descuartizando París, dice Lissagaray, entre cuatro mandos.
¡Cuánto más hermosa hubiera sido la hoguera que nos sepultara vivos, que aquel inmenso osario! ¡Las cenizas por la libertad arrojadas a los cuatro vientos hubieran aterrado menos a la población que esa carnicería humana!
Los viejos de Versalles necesitaban aquel baño de sangre para calentar sus viejos cuerpos temblorosos.
Las ruinas por el incendio de la desesperación están marcadas por un extraño sello.
El Ayuntamiento, con sus ventanas vacías como los ojos de los muertos, tardó diez años para ver la llegada de la revancha de los pueblos; la gran paz del mundo que se espera todavía, y aún miraría si no se hubiera abatido la ruina.
¡De regreso de Caledonia, pude saludarla! El Tribunal de Cuentas y les Tuileries son aún testimonio de que quisimos morir invictos; tan solo hoy las ruinas del Tribunal de Cuentas van a limpiarse para los trabajos de la Exposición.
Se subastan los frescos de Théodore Chassériau, de los que uno solo, La Fuerza y el Orden, está en buen estado. También unos lotes de árboles nacidos en las ruinas y cubiertos de pajarillos asustados a los que daban asilo. Si en lugar de los palacios hubiesen ardido las chozas, con el fin de que nadie volviera a morir en ellas de miseria, quizá hubiera sido menos fácil la matanza.
No nos quejemos de la lentitud de las cosas: el germinal secular crece en ese mantillo de muerte.
La paciencia de los que sufren parece eterna; pero también antes de la marejada las olas son pacientes y suaves, retrocediendo en amplias ondas apacibles. Son las mismas que van a crecer, volviendo parecidas a montañas, para derrumbarse mugiendo sobre la orilla, y con ellas engullirla en el abismo.
Así lo hemos visto en el país de los ciclones. Con la implacabilidad de las luchas de la naturaleza, hemos tenido el espejismo de la batalla. El agua en los bosques se precipita despeñándose súbitamente, se rompe y crepita como una ejecución.
Los árboles se quiebran con estrépito, las rocas se agrietan y el coro de las tempestades llena las playas en medio del profundo silencio de los seres.
Profundas caídas, desconocidos desgarramientos semejantes a quejas humanas se extienden acentuadas también allí, por el cañón de alarma.
Más alto que los cobres suenan las trompas del viento, y embriagadora como la pólvora está allí la electricidad expandida en el aire.
El oleaje ruge, lanzando a las rocas, como escalando sus blancas garras de espuma.
El océano, levantado por terribles fuerzas, se precipita en los abismos, como si unos brazos inmensos lo alzaran y lo rechazaran del mismo modo que una masa en la artesa, y con esas fuerzas terribles se desarrollan potencias desconocidas. La oleada de sangre sube más abundante al corazón, trayendo todas esas confusas cosas del abismo y del pasado lejano, que vuelven a revivirse en los desencadenados elementos.
En la implacable lucha de París, la impresión era la misma; pero era hacia adelante donde se llevaba al corazón, en el lejano devenir del progreso.
Quizá hemos vivido así las eternas transformaciones.
Atraídas por la carnicería y siguiendo al ejército regular, una vez muerta la Comuna, se vio aparecer un poco antes de las moscas de los osarios, a esas vampiras, ascendiendo también del pasado lejano, quizá simplemente locas, con el furor y la embriaguez de la sangre.
Vestidas con elegancia, vagabundeaban por la carnicería, saciándose con el espectáculo de los muertos, cuyos ojos sanguinolentos removían con la punta de sus sombrillas.
Algunas, confundidas por petroleras, fueron fusiladas sobre el montón como las otras.
2. Los fríos despojos
París sangrando al claro de luna,
Sueña en la fosa común.
Victor Hugo
En la perrera, las tardes de caza, después del eviscerado del palpitante cuerpo todavía caliente de la pieza degollada, los criados lanzan a los perros pan mojado en sangre. Así ofrecieron los burgueses de Versalles las frías vísceras a los degolladores.
Al principio, a la entrada del ejército regular, la matanza en masa tuvo lugar barrio por barrio, después se organizó la caza del federado, en las casas, en los hospitales, por doquier.
Se cazaba en las catacumbas, con perros y antorchas; lo mismo ocurrió en las canteras de América, pero el miedo intervino.
Algunos soldados de Versalles, extraviados en las catacumbas, creyeron perecer.
Lo cierto es que fueron guiados para salir de ellas, por el prisionero que acababan de atrapar. Al no querer entregarlo para que le fusilaran le perdonaron la vida, manteniéndolo en secreto: sus propios jefes les hubiesen castigado con la muerte. Difundieron sobre las catacumbas espantosos relatos.
Por otra parte, corrió el rumor de que en las canteras de América se escondían unos federados. Entonces se fue apagando el ardor por tales cacerías, a semejanza de las del zorro en Inglaterra que marcan bastante la pauta. El animal contempla a veces pasar a los perros y a los cazadores; otras veces, parece remiso en iniciar la carrera, para no experimentar sobre él el aliento caliente de los perros. El asco se apoderaba así también de los hombres perseguidos.
Algunos murieron de hambre en paz, soñando con la libertad.
Los oficiales de Versalles, absolutos dueños de la vida de los prisioneros, disponían de ella a su antojo.
Las ametralladoras se empleaban menos que los primeros días. Ahora, cuando el número de los que se quería matar pasaba de diez, había mataderos cómodos: las casamatas de los fuertes, que se cerraban una vez amontonados los cadáveres, y el Bois de Boulogne, que al mismo tiempo procuraba un paseo.
Al estar todo lleno de cadáveres, el olor de la inmensa sepultura atraía horribles enjambres de moscas sobre la ciudad muerta. Los vencedores suspendieron las ejecuciones por temor a la peste.
La muerte no perdía nada con esto: los prisioneros, amontonados en la Orangerie, en los sótanos, en Versalles, en Satory, sin vendas para los heridos, y alimentados peor que animales, pronto fueron diezmados por la fiebre y el agotamiento.
Algunos, al distinguir a sus mujeres o a sus hijos a través de las rejas, de pronto se volvían locos.
Por otra parte, los niños, las mujeres y los ancianos buscaban en las fosas comunes, tratando de reconocer a los suyos en las carretadas de cadáveres que se tiraban sin cesar.
Con la cabeza baja, los escuálidos perros vagabundeaban aullando. Los sables acababan con los pobres animales, y si el dolor de las mujeres y los ancianos era demasiado ruidoso, les detenían.
En los primeros momentos había no sé qué tipo de promesa de recompensar con quinientos francos a quien indicara el refugio de un miembro de la Comuna o del Comité Central. Se difundió por Francia y el extranjero. Invitaban a todos los que se sintieran capaces de vender a un proscrito.
Ya desde el 20 de mayo, el gobierno de Versalles dirigió la siguiente carta a los representantes en los gobiernos en el extranjero:
Señor,
La abominable obra de los villanos que están sucumbiendo bajo el heroico esfuerzo de nuestro ejército no puede ser confundida con ningún acto político; constituye una serie de crímenes previstos y castigados por las leyes de todos los pueblos civilizados.
El asesinato, el robo, el incendio sistemáticamente ordenados, organizados con una infernal habilidad, no deben permitir a sus cómplices ningún otro refugio que el de la expiación legal.
Ninguna nación puede ampararlos bajo su inmunidad, y en cualquier territorio su presencia sería una vergüenza y un peligro. Por lo tanto, si llega usted a saber que un individuo comprometido en el atentado de París, ha traspasado la frontera de la nación ante la cual se halla usted acreditado, le invito a solicitar de las autoridades locales su inmediata detención y a darme inmediatamente aviso para que yo regularice dicha situación por una petición de extradición.
Jules Favre
Inglaterra, por toda respuesta, recibió a los proscritos de la Comuna; tan solo el gobierno español y el gobierno belga enviaron su conformidad a Versalles.
Sin embargo Bélgica, tras los primeros momentos, en que la casa de Victor Hugo, mal informado sobre varias personalidades, fue asediada al ofrecer un asilo a los fugitivos, decidió, ya más enterada de los acontecimientos, abrir sus puertas. No volvió a cerrarlas.
Vaughan, Deneuvillers y Constant Martin representaban a los malhechores. La amplia hospitalidad y desde el primer instante además, es la gloria de Inglaterra desde hace mucho tiempo ya. Igual que otras naciones extraen del pasado las ferocidades desaparecidas, ella extrajo esta virtud: la hospitalidad.
Todavía hoy, los proscritos que huyen de las matanzas del sultán rojo, los torturados escapados de Montjuich, encuentran en Londres, una piedra donde reposar su cabeza lo mismo que la encontraron los fugitivos de la Comuna.
Un periódico belga, La Liberté, reprodujo el doloroso relato de un detenido en la toma de Châtillon, enviado a Brest después de mil ofensas. Esto permitió entender a la vez el carácter de los federados y la ferocidad de Versalles. La situación quedo clara tanto para Bruselas como para Londres.[84]
Después de la toma de París, aún hubo más rigor.
Los soldados y los gendarmes tenían orden de que si oían algún ruido en el interior de los vagones de ganado, donde se amontonaba a los prisioneros para las distancias largas, descargaran sus armas haciendo agujeros para la ventilación (esta orden fue ejecutada). Satory era el depósito de donde se enviaba a los prisioneros a la muerte, a los pontones o a Versalles.
La sangre no se secaba fácilmente en el empedrado de las calles, la tierra empapada no podía absorber más. Creíamos verla aún correr púrpura hacia el Sena.
Era preciso hacer desaparecer los cadáveres. Los lagos de Buttes-Chaumont devolvían los suyos, hinchados flotando en la superficie.
Los que habían sido enterrados apresuradamente se hinchaban bajo la tierra. Levantaban su superficie, agrietándola como el grano que germina.
Para trasladarlos a las fosas comunes, removieron los montones más grandes de carne putrefacta. Los llevaron a todos los lugares en donde podían caber: a las casamatas, donde acabaron por quemarlos con petróleo y alquitrán, y a fosas cavadas alrededor de los cementerios. En la plaza de l’Etoile se quemaron por carretadas.
En la próxima exposición, cuando se excave el suelo del Campo de Marte, podrán verse los blanqueados huesos, calcinados, apareciendo en filas sobre el frente de batalla, como lo fueron en los días de mayo. Esto quizá a pesar de los fuegos encendidos sobre las largas hileras donde tiraban a los cadáveres cubriéndoles con alquitrán.
Algunos se acordarán de los resplandores rojizos, del humo espeso que ciertas noches, cuando mataron a París, se veía desde lejos: era la pira que exhalaba un olor infecto.
Se seguía esperando a aquellos muertos, y se esperó mucho tiempo. Nos cansábamos de no ver nada. Seguíamos esperando a pesar de todo.
Después unas mujeres, ocultando bajo sus viejos chales unos pellizcos de semillas, las sembraron furtivamente sobre las fosas de los cementerios.
Brotaron ampliamente, algunas florecieron como gotas de sangre. Entonces vigilaron a las mujeres, ofendiéndolas groseramente. A pesar de todo las fosas estaban siempre floridas.
Una de ellas, la señora Gentil, cuyo marido había combatido en el 48, y hasta quizá en 1830, dejó durante años la puerta de su vivienda entreabierta, de manera que pudiera entrar sin llamar la atención.
Había sobrevivido a los días de junio, y volvió una noche; ¿por qué no iba a volver en los días de mayo?
La señora Gentil llamaba su jardín a las flores de las tumbas, y las cultivaba para los muertos; no quería que su marido lo estuviera. Su perro, un gran oso blanco, la aguardaba ala puerta de los cementerios; de noche ambos esperaban al amo.
La señora Gentil creyó conocer el lugar donde se había enterrado a Delescluze.
Se lo comunicó a su hermana, con la que se veía a menudo.
No la detuvieron, quizá se lo debió a que la veían esperar a su marido y así podrían detener a los dos; quizá también se lo debió a una influyente familia que, a sus espaldas, se sintió conmovida por aquella obstinación contra la muerte.
A nuestro regreso de Caledonia, la señora Gentil, dichosa como no lo había sido desde hacía mucho tiempo, se estremecía aún, mientras compartía su pobre comercio con quienes no tenían nada, al oír unos pasos que le recordaban a los de su marido, y el perro levantaba las orejas.
Hemos dicho que la cifra de treinta y cinco mil víctimas de la represión de Versalles, oficialmente aceptada, no puede considerarse real.
La carta de Benjamín Raspail a Camille Pelletan contiene pruebas indiscutibles, que posteriormente otras muchas han corroborado.
Mi querido amigo,
Se hará lo imposible para establecer la cifra de muertos durante la matanza que siguió a la represión de la Comuna, pero jamás se llegará a conocer el número.
En su artículo, publicado el sábado en La Justice, dice usted que hay que calcular en más de tres mil quinientos los cadáveres enterrados en el cementerio de Ivry. Puedo asegurarle que está usted particularmente lejos de la realidad.
En efecto, solo en la inmensa fosa cavada en lo que se llama primer cementerio parisino de Ivry se sepultaron más de quince mil cadáveres.
Además se excavaron varias otras fosas, estimándose que contenían otros seis mil cadáveres, o sea en total veintitrés mil.
Por entonces, no tardé en estar bien informado, y los agentes de la policía, que durante varios años montaban guardia para impedir a los parientes y a amigos colocar el menor recuerdo sobre aquella inmensa fosa, decían siempre la primera cifra cuando se les interrogaba.
Puedo incluso agregar que algunos de ellos no ocultaban cuan penoso era el cumplimiento de la orden cara a los parientes.
La cifra de quince mil en la gran fosa jamás se ha puesto en duda.
En una primera campaña contra la administración de la Asistencia Pública, folleto que publiqué en 1875, citaba esta cifra en la página 9. Ahora bien, usted sabe hasta qué punto estaba al acecho el orden moral, para sofocar y perseguir a la menor revelación de la época sangrienta. Pues bien, no se atrevió a presentar ninguna impugnación.
No, jamás se sabrá el número de personas que mataron en la lucha y después de la lucha, como tampoco también la enorme cifra de los que, no habiendo intervenido en modo alguno en la Comuna, fueron fusilados o degollados.
Un detalle más conocido aún: durante más de seis semanas, todas las mañanas, de 4 a 6, se llevaban a cabo ejecuciones en el fuerte de Bicêtre.
En los últimos días, las hornadas eran aún de una treintena de víctimas.
En muchos puntos de las afueras, las trincheras que habían levantado los prusianos sirvieron para ocultar montones de fusilados.
Aquí, varios puntos indicaban sin duda cosas demasiado horribles, o un número de cadáveres demasiado alto para que se pudiera publicar. Benjamin Raspail continúa así:
Después de todas las revelaciones registradas desde hace unas semanas por la prensa, después de las imprudentes palabras pronunciadas por el señor Leroyer, no hay que olvidar, no queremos que se olvide. Pues bien, sí, estoy de acuerdo; es preciso que la justicia, que la humanidad y la civilización, ahogadas en esa época en torrentes de sangre, recobren sus derechos. La verdadera investigación no pudo llevarse a cabo por la magnitud del terror; ahora, puede hacerse.
El primer punto que hay que establecer es todos esos lugares de ejecución donde se ha ejecutado sin juicio alguno, sin levantar el más insignificante proceso verbal.
Por lo tanto son después del combate, después de la lucha verdaderos asesinatos, y ahora conocemos suficiente a esos asesinos para poder castigar a algunos de los grandes ejemplos.
Le saludo att.
Benjamin Raspail
Diputado y consejero general del Sena
20 de abril de 1880
¡Benjamín Raspail aún se hacía ilusiones! Cuanto más se conocen las cosas, más parece que se esconden mejor.
Camille Pelletan añade:
Varios consejeros municipales realizaron una investigación privada sobre los resultados de la represión, desde el punto de vista de la población obrera. Llegaron a la conclusión, si no me falla la memoria, que habían desaparecido alrededor de cien mil obreros.[85]
Cuando después de la liberación, se remueva la tierra para los grandes trabajos de la humanidad libre, ¿habrá una sola parcela en laque no vayan mezcladas las cenizas de las víctimas sin nombre y sin número cuya vida se tiró para la eclosión humana?
En Caledonia ignorábamos cuánto tiempo duraron las detenciones por los hechos de la Comuna; el último deportado enviado a la península Ducos llegó.
Era un viejo campesino, que estaba anonadado de que hubieran podido condenarle, siendo como era bonapartista.
El desdichado lloraba mucho, y consolándole a nuestro modo, le decíamos que, ¡en ese caso, bien hecho estaba!
Conseguimos cambiar de tal manera las ideas del pobre hombre e incluso que tuviera valor, que en el momento en que volvió con los otros comenzaba ya a merecer el haber venido a nuestro encuentro.
Los de Versalles, igual que habían matado al antojo de su ira, ahora detenían al de su imaginación. ¡Ay de aquel que tuviera un enemigo lo bastante cobarde para enviar una denuncia verdadera o falsa, firmada o anónima! Se la consideraba cierta sin examen.
El ejército había dispuesto de la vida de los parisinos, la policía dispuso de su libertad.
Así fue hasta el momento en el que el gobierno informó a los denunciantes que tenían que hacerlo con sus firmas, puesto que las prisiones rebosaban, y ya no podían hacer desaparecer con facilidad a los numerosos detenidos.
Todas las rastreras envidias, todos los odios feroces se saciaron hasta ese momento.
Quizá el horror de la situación alcanzó una tan horrorosa intensidad que sobrecogió a los vencedores; la sangre de mayo les subió a la garganta.
Las grandes ciudades de provincias, Francia entera, eran una inmensa ratonera.
Ciertas detenciones y hasta ejecuciones de Versalles hicieron historia.
En la noche del 25 al 26 de mayo, en el número 52 del bulevar Picpus, dos viejos polacos, venidos con la emigración de 1831, tomaban el té y se contaban los acontecimientos en los que eran demasiados viejos para tomar parte. El llamado Schweitzer estaba a favor de Versalles donde tenía un sobrino al que quería mucho. El otro se llamaba Rozwadowski. Como sabían que el barrio estaba ocupado por el ejército regular, donde el sobrino era teniente, se les ocurrió poner tres tazas en la mesa, por si se le ocurría venir.
En tanto que los viejos conversaban apaciblemente, varios soldados preguntaban al portero, como hacían en todas partes. Iba con ellos un oficial.
En la vivienda contigua, otros dos vecinos, que si habían servido a la Comuna, aguzaban el oído, escuchando a los viejos que temían pudieran denunciarles.
—¿Viven extranjeros aquí? preguntó el oficial al portero.
—Sí, mi oficial, dijo respetuosamente; están los viejos polacos del 5º.
—¡Unos polacos! Están con Dombrowski. Suba usted delante.
El portero obedeció.
El oficial llama, y el tío sale precipitadamente; pero no es su sobrino.
—Están ustedes haciendo señales, dijo el oficial, indicando las dos velas que los ancianos habían encendido en señal de regocijo. Ustedes son parte de los bandidos de la Comuna; ¡Son todos polacos! Bajen, y deprisita (los viejos creían que era una broma). ¿Dónde está la tercera persona que esconden? Porque ahí veo tres tazas.
Intentan dar una explicación que se toma por una burla, les hacen bajar empujándoles por la escalera, tratándoles de viejos canallas, y les fusilan no lejos de allí.
Como su aureola no les permitía reconocer suficientemente los valientes soldados hicieron, como decía Versalles, en el furor del combate lo que al día siguiente no hubieran hecho a sangre fría. El sobrino se enteró demasiado tarde de la equivocación.
A pesar de la ratonera colocada en la casa, los otros dos inquilinos escaparon momentáneamente.
El periódico Le Globe contó un hecho que fue reproducido por otros varios:
Un miembro de la Asamblea Nacional fue a ver a los varios centenares de mujeres prisioneras ya en Versalles, entre las que reconoció a una de sus mejores amigas, mujer de gran mundo, que había sido detenida en una redada en París y que, como las demás, llegó a pie a Versalles.
Otros, a pesar de denunciar si no ofrecían garantías suficientes, se les fusilaba con los mismos a quien señalaban.
Hubo episodios horribles.
Le Petit Journal del 31 de mayo del 71, decía:
Brunet estaba en casa de su amante cuando le fusilaron, esa mujer fue pasada por las armas. Después de esta doble ejecución, se sellaron las puertas de la vivienda.
Ayer cuando entramos en ella para enterrar los cadáveres, la amante de Brunet no había exhalado aún el último suspiro. No se la quiso rematar, y la infeliz fue trasladada a un hospital.
Ahora bien, aquellos desdichados eran víctimas de un parecido, porque Brunet había podido llegar a Londres.
Billioray, muerto en Nueva Caledonia, Ferré, detenido unos días después, y Vaillant, que pudo trasladarse a Inglaterra, fueron pasados varias veces por las armas en viva efigie. Desgraciado de aquel que se pareciera a un miembro de la Comuna o del Comité Central. Hubo varios sosias de Eudes, Cambon, Vallès y Lefrançais, fusilados en varios barrios a la vez.
Un mercero, llamado Constant, denunciado por enemigo, fue doblemente acusado porque se parecía a Vaillant y porque creyeron que era Constant Martin. No se le pudo ejecutar más que una vez.
Mientras tanto, la Asamblea de Versalles y los periódicos reaccionarios alababan al ejército por la sangre derramada,
“¡Qué honor! Nuestro ejército ha vengado sus derrotas con una inestimable victoria”.[86]
El domingo 4 de junio, se hicieron colectas en todas las iglesias para los huérfanos de la guerra. La señora Thiers y la mariscala de Mac-Mahon eran presidentas de esta obra, que continuaba la de la antigua sociedad por las víctimas de la guerra. ¡Amarga ironía! Fueron horribles estas etapas, donde a la inconsciente ferocidad de la burguesía, había sucedido la fría e inconsciente caridad.
Pero la idea no se ha perdido; otros volverán a cogerla y la harán más grande. Ya la palabra humanidad, la última pronunciada por Millière, corre a través del mundo; esta transformación que saludó al morir será el siglo XX.
Tras la victoria del orden, el horror era tan grande que la ciudad natal de Courbet, Ornans, por decisión del consejo municipal quitó la estatua del pescador del Loira.
Lo que no se podía quitar era la sangrienta señal que marcaba tan ampliamente la época que no se pudo sondear entonces su profundidad.
3. Los bastiones en Satory y Versalles
Una inmensa masacre, un sepulcro;
Una guarida
No había visto a mi madre desde hacía mucho tiempo, y como continuaban las matanzas en Montmartre, estaba profundamente inquieta pensando en ella. Como sabía dónde volver a encontrar a mis compañeros, decidí ir a su casa y contarle de nuevo el mayor número de mentiras posible, con el fin de que aceptara no salir. ¿Me creería? ¿Estaría en su casa? Los que no han vivido esos días ignoran estas terribles ansiedades.
Me prestan una falda gris, porque la mía está agujereada por la balas, y un sombrerito, y me marcho con la mayor pinta de burguesa posible, caminando a pasitos cortos hacia la calle Oudot. En el 24 tenía mi clase, y también el alojamiento en que vivíamos mi madre y yo. Montmartre estaba lleno de soldados pero, como en mi viaje a Versalles, tampoco esta vez desperté sospechas. Nuestra vieja amiga, la señora Blin, a quien me encontré, me acompañó; no tenía noticias de mi madre ni de la clase, como no fuera que los niños iban normalmente durante los últimos días. Cuanto más me acercaba, más se me encogía el corazón por la inquietud ¡Qué sepulcro era Montmartre en aquellos días de mayo!
Hombres mal encarados que llevaban brazaletes tricolores miraban por encima del hombro. Eran los únicos que pasaban y hablaban a los soldados.
El patio de la escuela está desierto, la puerta cerrada, pero no con llave. La perrita amarilla Finette aúlla al oírme. Está encerrada con el gato en la cocina, los pobres animales se ponen a chillar. Pero no veo a mi madre, le pregunto a la portera, que titubea. Al fin, me confiesa que los versalleses han venido a buscarme y que, al no encontrarme, se han llevado a mi madre para fusilarla.
Hay un puesto del ejército llamado regular en el café de enfrente. Corro a preguntar qué han hecho con mi madre que se acaban de llevar en mi lugar.
—Va a ser fusilada ahora, me dijo fríamente uno de ellos, el jefe.
—En ese caso, comenzarán ustedes por mí, les dije. ¿Dónde está? ¿Dónde están sus prisioneros?
Me dicen que en el bastión 37, y que van a llevarme allí.
Pero sé dónde es, no les necesito, echo a correr delante, me siguen.
Tengo prisa por ver a mi madre, que pienso que está muerta, y por arrojar mi vida a la cara de esos monstruos.
En el bastión 37, en un gran patio Heno de prisioneros, la veo con los otros, una gran cantidad de amigos nuestros. Jamás sentí mayor alegría.
Los soldados que me habían llevado le contaron lo que acababa de pasar, mientras le pedía al comandante la libertad de mi madre puesto que acudí a ocupar mi lugar. Pareció comprenderlo, y me permitió que la acompañara hasta la mitad del camino, para asegurar que llegaría.
La pobre mujer no quería irse, pero al ver la pena que esto me producía, y un poco tranquilizada también por los otros prisioneros que me habían comprendido, y por la libertad que me dieron para acompañarla, acabó consintiendo.
Los soldados, que venían conmigo, debían acompañarla hasta la calle Oudot. Me separé de ellos a mitad del camino, tal como había prometido, y volví sola al bastión. Aproveché el tiempo para decirle el mayor número de cosas que pude imaginar para tranquilizarla: que ya no fusilaban a las mujeres, que no pasaría más que algunos meses en la prisión, etc.; pero la había engañado tantas veces que ya no me creía.
—¿No tiene usted confianza en nosotros? me dijo el comandante al verme de nuevo. —No, le contesté
Ocupé mi lugar entre los prisioneros. Había algunos de Montmartre, del Comité de Vigilancia del Club de la Revolución, y sobre todo del batallón 61.
Una bóveda de humo cubría París; el viento nos traía, como si volaran banderas negras, fragmentos de papeles quemados en los incendios, el cañón seguía tronando.
Frente a nosotros, sobre la colina, había un poste dispuesto para las ejecuciones.
El comandante volvió junto a nosotros y, señalándome las lenguas de fuego que crepitaban entre el humo, me dijo:
—He ahí su obra.
—Sí, le repliqué, nosotros no capitulamos. ¡París va a morir!
Llevaron a un joven de pelo rizado, alto, y que se parecía a Mégy: en efecto le confundían con él.
Gritamos: ¡No es Mégy!, pero movió la cabeza como diciendo ¡Qué más da! Le fusilaron en el montículo y murió con valor. Ninguno de nosotros le conocía.
Esperábamos nuestro turno.
Delante nuestro esperaban una o dos filas de soldados, con los fusiles cargados.
Anochecía; había sitios de intensa y profunda oscuridad y otros iluminados por candiles. En una cavidad uno de estos alumbraba sobre una camilla el cuerpo del fusilado.
Entre los prisioneros había dos comerciantes de Montmartre que al salir de su casa por curiosidad, para ver, habían caído en la redada. —No estamos preocupados, decían; más bien estábamos en contra de la Comuna, y no hemos intervenido en nada. Nos explicaremos, y saldremos de aquí.
Pero nosotros sentíamos que estaban tan en peligro como nosotros mismos.
De repente llega un Estado Mayor a caballo. El que lo manda es un hombre bastante grueso, de rostro regular, pero cuyos ojos iracundos parecen salirse de sus órbitas. La cara está roja, como si la sangre vertida hubiera caído sobre ella para marcarle. Su magnífico caballo se mantiene inmóvil, como si fuera de bronce.
Entonces, muy erguido sobre su montura, se lleva los puños a los costados como en un gesto de desafío, y colocándose ante los prisioneros exclama:
¡Yo soy Gallifet! Me creéis muy cruel, soy más todavía de lo que imagináis, gente de Montmartre.
Continúa en este tono durante un rato, sin que sea posible comprender otra cosa que no sean incoherentes amenazas.
Enterados de ello, nos arreglamos como podemos afín de morir convenientemente. Somos unos centenares, y no sabemos si nos harán subir al montículo o nos fusilarán juntos. Pero en cualquier caso nos sacudimos el polvo del pelo. He reconocido ya que todos los del 71 teníamos cierta coquetería para el momento de la muerte, y al mismo tiempo, esta frase de: ¡Yo soy Gallifet!, era tan divertida que nos recuerda a una vieja canción de la época de las óperas pastoriles:
Yo soy Lindor, pastor de este rebaño.
¡Qué extraño pastor, y qué extraño rebaño! Este primer verso, que me venía a la memoria no sé ni de dónde ni como, nos hizo reír.
—¡Disparen al bulto! gritó furioso Gallifet.
Los soldados, saturados de sangre, cansados de matar, le miraban como soñando, sin moverse.
Entonces los dos comerciantes aterrados, echaron a correr enloquecidos, atropellando a los prisioneros y a los soldados para abrirse camino.
Volviendo su ira contra ellos, Gallifet manda que les cojan y ordena que les fusilen. Gritan, debatiéndose, sin querer morir. Nos piden que cuidemos de sus hijos, como si nosotros les fuéramos a sobrevivir. Están tan enloquecidos que ni su dirección consiguen darnos.
Aunque nos esforzábamos gritando: ¡Son de los vuestros! ¡No les conocemos! ¡Son enemigos de la Comuna! Uno de ellos fue fusilado.
No junto al poste, sino corriendo por el montículo, igual que se dispara a las piezas en las cacerías. Entretanto el otro se retorcía amarrado al poste, sin querer morir. Uno de ellos lanzó un grito: ¡Ay! Dicen los presos que dijeron, pero yo creí que decía Ana, y que era su hija.
Al regreso de Caledonia, después de la publicación del primer volumen de mis Memorias, vino a verme su hija. Hasta entonces, no supieron lo sucedido a los dos hermanos.
Ahora había ya tres cadáveres en el hueco de nuestra izquierda. Detrás estaba el muro frente al montículo de las casamatas, donde el poste estaba alumbrado. Era una pértiga larga y delgada de madera blanca.
Durante el día, aquellos dos curiosos que estaban convencidos de librarse, habían encontrado la manera de hacerse una idea del patio. —El montículo, nos decían, son las casamatas. Cuando salgamos pediremos que nos enseñen el bastión. —¿Han visto ustedes algún fuerte? decían.
—Sí, Issy, Montrouge, Vanves.
Era preciso explicarles un montón de cosas.
Gallifet había desparecido. Nos hicieron ponernos en fila, unos jinetes nos flanquearon, y nos llevaron no sabe dónde. Íbamos arrullados por el paso regular de los caballos en la noche clara; en algunas plazas rojos resplandores, de vez en cuando también se oía el cañón de los hundimiento, de metralla, era lo desconocido, una bruma onírica que no dejaba escapar detalles.
De pronto nos hacen bajar por un barranco; reconocemos los alrededores de la Muette.
Aquí es donde vamos a morir, pensábamos.
Nada tan terriblemente hermoso como esta escena.
Sin ser oscura, la noche no era lo bastante clara para poder distinguir las cosas tal como son, y las vagas formas que adoptaban le pegaban a la situación. Rayos de luna se deslizaban entre las patas de los caballos, por aquel estrecho camino por el que descendíamos. La sombra de los jinetes se proyectaba sobre él como una franja negra al resplandor de las antorchas, y parecía ver sangrar las bandas rojas de los desgarrados uniformes de los federados, y los soldados parecían estar cubiertos por esa sangre.
La larga fila de los prisioneros serpenteaba a lo lejos, afinándose en la cola, como se ve en los grabados. Jamás pude creer que fuera tan parecido.
Oíamos armar los fusiles, y luego nada más que el silencio y la sombra.
—¿Usted qué piensa? me preguntó uno de los que nos conducían.
—Miro, le dije.
De pronto, nos hicieron subir de nuevo, y reanudamos la marcha. Después hubo un descanso bastante largo. Íbamos a Versalles.
En efecto, llegamos a esta ciudad. Bandas de petits crevés nos rodean, aullando como lobos; algunos disparan contra nosotros. A un compañero que iba cerca mío le rompen la mandíbula.
Para ser justa tengo que decir que los jinetes rechazaron a aquellos imbéciles y a las desvergonzadas que les acompañaban.
Dejamos atrás Versalles, y seguimos andando hasta llegar a un otero, un muro almenado. Es Satory.
Llovía tan fuerte que parecía que se deslizaba por el agua.
Delante de la pequeña subida, nos gritan: ¡Subid, como en el asalto de les Buttes! Y subimos como a paso de carga marcado a lo lejos, por los cañonazos.
Empuñan las ametralladoras, seguimos avanzando.
Una pobre vieja detenida cuenta que habían fusilado a su marido. Tuvimos que tirar de ella para que no se quedara atrás donde la habrían masacrado o fusilado, dependiendo de la orden dada. Iba a gritar, despavorida, cuando se me ocurrió decirle: No vaya usted a hacer tonterías. Es costumbre que las ametralladoras apunten cuando se entra en un fuerte. Me creyó. Podíamos estar tranquilos, ya no habría otro grito que el de ¡Viva la Comuna!
Entonces, retiraron las ametralladoras. Reunieron a mis compañeros de cautiverio con los demás federados tendidos en el lodo del patio bajo la lluvia. A la vieja la mandaron a la enfermería (parecía extraño que hubiera una enfermería en aquel lugar, que parecía un matadero). Y a mí, después que dijeron: No vale la pena registrar a ésa; la van a fusilar mañana por la mañana. Me hicieron subir a un cuartucho junto al granero de forraje, donde ya estaban detenidas algunas mujeres: la señora Millière porque habían fusilado a su marido; las señoras Dereure y Barois, porque se creía que habían fusilado a los suyos; Malvina Poulain, Mariani, Béatrix Excoffons y su madre, porque habían servido a la Comuna, una anciana religiosa por haber dado de beber a varios federados que iban a morir.
Otras dos o tres, que no sabían por qué; incluso una de ellas, ignoraba si estaba detenida por la Comuna o por Versalles.
En el extremo opuesto de la habitación había otro grupo de mujeres que metieron con nosotras para poder decir que eran de las nuestras; para devolver la pelota por mi parte aseguraba, que eran mujeres de oficiales de Versalles.
Estas desgraciadas utilizaban para sus abluciones, más extrañas que las del doctor Grenier,[87] dos bidones de agua amarillenta, cogida del charco del patio, y que llevaban allí para beber.
En aquel charco, los vencedores se lavaban sus sanguinolentas manos y hacían sus porquerías.
Los bordes tenían una espuma rosa.
Cerca de ese charco pensaba en esos hombres que antaño nos llamaban sus queridos hijos y a quienes la locura del poder convertía en estranguladores de la Revolución.
En cuanto a Pelletan, se había retirado antes de la matanza.
Durante la noche, Excoffons y su madre habían sacado de los bolsillos unas medias secas para sustituir a las mías que estaban empapadas. Me hicieron quitarme la falda que chorreaba. Me reproché estar tan cómoda mientras mis compañeros de infortunio estaban bajo la lluvia. Estábamos acostadas en el suelo y, mientras hacíamos añicos los papeles que Béatrix Excoffons y yo llevábamos en los bolsillos, tuve la satisfacción de poder dar a la señora Dereure y a la señora Barois noticias de sus maridos, a quienes ellas creían muertos. Yo los había visto después. Ala pobre señora Millière no tuve nada que decirle. Por la mañana nos dieron un pedazo de pan de asedio a cada una, y me dijeron que no se me ejecutaría hasta el día siguiente.
—¡Como ustedes gusten! contesté.
Pasaron los días. La Comuna había muerto desde hacía mucho tiempo. Habíamos oído su agonía con el último cañonazo el domingo 28. Vimos llegar un convoy de mujeres y de niños, que se enviaron a Versalles al estar Satory demasiado lleno, excepto a algunas de las mujeres, las más culpables, a quienes dejaron con nosotras. Eran cantineras de la Comuna.
No se puede imaginar nada más horrible que las noches de Satory. Podían entreverse, por una ventana a la que no nos podíamos asomar bajo pena de muerte (no valía la pena molestarse), cosas como no se habían visto nunca.
Bajo la intensa lluvia, de cuando en cuando, al resplandor de un farol que alguien levantaba, aparecían los cuerpos tendidos sobre el lodo, en forma de surcos o de olas inmóviles si se producía un movimiento en la espantosa superficie sobre la que corría el agua. Oíamos el ruidillo seco de los fusiles, se veían resplandores y las balas se desgranaban sobre aquel montón, matando al azar.
Otras veces, gritaban los nombres, se levantaban y seguían a un farol que iba delante, llevando los prisioneros al hombro la pala y el pico para cavar ellos mismos sus tumbas, seguidos de soldados: el pelotón de ejecución.
El cortejo fúnebre pasaba, oíamos las detonaciones, y todo había terminado aquella noche.
Una mañana me llaman, todas nos estrechamos la mano creyendo no volver a vernos; pero no fui lejos, solo hasta un despacho, poco más allá de la puerta. Un hombre estaba sentado en él, ante una mesita. Comenzó a interrogarme.
—¿Dónde estaba usted el 14 de agosto? me preguntó.
Cruelmente, le pedí que me explicara lo que había ocurrido el 14 de agosto, después le dije: —¡Ah! ¡Lo de La Villette! Yo estaba delante del cuartel de bomberos.
Iba escribiendo, bastante cortés, por mi parte le contestaba con una gran moderación, divirtiéndome como una colegiala haciendo una travesura.
—Y ¿estaba usted en el entierro de Victor Noir?, volvió a preguntarme.
Sus mejillas comenzaban a sonrosarse.
—Sí, contesté.
—¿Y el 31 de octubre, y el 22 de enero, en el Ayuntamiento?
—¿Qué ha hecho durante la Comuna?
—Estaba en las compañías de marcha.
Fue paulatinamente enrojeciendo de cólera. Entonces aplastando la pluma contra el papel, dijo:
—¡Esta mujer, a Versalles!
Fueron todas interrogadas, unas porque habían pertenecido a la Comuna otras porque eran mujeres de fusilados, nos enviaron a Versalles.
En nuestra fila aun había una o dos figurantas de aquellas que habíamos encontrado en Satory y que allí todavía estaban juntas, pero con mayor decoro. ¡Era preciso, me había dicho el que interrogaba, sacar a la luz los crímenes de la Comuna! Por lo que nos encontramos con un gran número de esas desdichadas en la prisión des Chantiers.
En el camino de Satory a Versalles, una mujer enfurecida, con la boca abierta para que saliera la oleada de insultos que vomitaba sobre nosotras, intentaba tirársenos al cuello: le habían dicho que habíamos matado a su hermana. De repente, lanzó un grito; una prisionera detenida por casualidad lanza otro: ¡era su hermana, a la que desde hacía varios días había buscado en vano! ¡Perdón, perdón!, nos gritaba, mientras se alejaba ante el rechazo de los soldados.
Llegamos a la prisión des Chantiers. Entramos, por una puerta acristalada en su parte superior, en un gran patio y de allí a una primera sala donde había gran número de niños prisioneros. Por una escalera y un agujero cuadrado subimos al cuarto superior; era el nuestro, la prisión de las mujeres. Una segunda escalera de madera, frente a la primera, conduce a la instrucción, que realiza el capitán Briot.
Como siempre, encontramos a las figurantas puestas ex profeso entre nosotras, en la prisión des Chantiers.
En aquellos primeros tiempos, sobre todo, no era una prisión cómoda.
De día, si queríamos sentarnos, teníamos que hacerlo en el suelo; los bancos no llegaron sino mucho después. Los del patio se colocaron, me parece que a propósito, con motivo de las fotografías que nos tomó Appert, fotografías vendidas en el extranjero, que ilustraban un volumen histórico en el que aparecían con este pie de página: “Petroleras y mujeres cantantes”. Nuestros nombres figuraban a cada lado de la foto de Appert cosa que tranquilizó a nuestras familias.
Al cabo de quince días o tres semanas, nos dieron un haz de paja para dos: hasta entonces habíamos dormido, como en Satory en el suelo. Añadieron al pan de asedio, hasta entonces nuestro único alimento, una lata de conservas para cuatro.
¿Será que Versalles empieza a tener miedo? pensábamos, asombradas de aquella repentina generosidad.
Pero nuevas prisioneras que llegaban cada día, nos decían que el terror era más violento que nunca. Había tantos muertos en las prisiones que mucho se temía el exceso de cadáveres.
De noche, por encima de aquella morgue que parecían formar nuestros cuerpos, los mantones y otros trapos colgados en cuerdas por encima de nuestras cabezas revoloteaban al viento que entraba por todas partes. A la luz humeante de los candiles, colocados en ambos extremos de la nave, junto a los centinelas, adquirían la apariencia de alas de pájaro.
Aquellos harapos, que nos quitábamos para dormir por temor a estropearlos más todavía eran la única ropa que teníamos. Aunque hubiéramos tenido otra habría sido imposible ponérnosla delante de los soldados yendo y viniendo, llamando a las miserables que, a pesar de nuestras recriminaciones, seguían manteniendo con nosotras.
Apenas dormíamos a causa de las chinches que se nos habían agregado y aquella morgue parecía al amanecer un campo después de la siega.
Las espigas aplastadas y vacías de los delgados haces de paja se doraban y brillaban como un campo astral.
A pesar de todo, charlábamos y reíamos, y las recién llegadas nos daban noticias de los nuestros.
Por los raros permisos de salida temporal que concedían a algunas podíamos tener algunos encargos. Yo pude enviarle a mi madre el mensaje de que estaba perfectamente de salud y que me sentía muy bien; pero ya no me creía y se informó por otro lado.
Sobre el suelo serpenteaban hilillos plateados, formando corrientes entre verdaderos lagos del tamaño de hormigueros y llenos como los arroyuelos de un hormigueo nacarado.
Eran piojos enormes, de lomo erizado y un poco abombado, algo parecidos a jabalíes del tamaño de moscas diminutas. Había tantos que se oía su hormigueo. Las detenciones al azar no faltaban: una sordomuda pasó allí unas cuantas semanas por haber gritado: ¡Viva la Comuna!
Una mujer de ochenta años, por haber levantado barricadas, era paralítica de ambas piernas.
Otra, anciana también, del tipo de la edad de piedra, mezcla de astucia y de candidez, estuvo dando vueltas alrededor del hueco de la escalera durante tres días, con un cesto en un brazo y un paraguas en el otro.
En el cesto llevaba unos ejemplares de una canción compuesta por su maestro, un hombre de letras, según decía ella. La pobre para conseguir pan vendía aquella canción que se creía compuesta a la gloria de la Comuna. ¡Era a la de Versalles! Enchironaron a la buena mujer y el viejo esperaba desde entonces.
Al principio, pretendían que decíamos aquello con mala intención. Entonces le llevé al instructor uno de los ejemplares de la canción que empezaba así:
¡Gallardos caballeros de Versalles, entrad en París!
No había manera de negarlo: estaba impreso. Habían gastado en ello sus últimos céntimos, con la esperanza de duplicarlos.
Tuvieron que rendirse a la evidencia. La anciana, feliz iba a bajar la escalera con su cesto y su paraguas; se paró y dijo, creyendo adularnos: —Si la Comuna hubiera ganado, habríamos puesto:
¡Gallardos caballeros de París, entrar en Versalles!
Sin duda, colaboraba con su maestro.
Otra broma des Chantiers era verlos domingos, entre las desvergonzadas que acudían con los oficiales, como algunas curiosas y bobas burguesas, arrastraban la cola de sus vestidos por los hormigueros de los que he hablado. Una de ellas, con un perfil griego soberbio, pero muy presumida, me preguntó muy cortésmente si sabía leer bien. —Un poco, le contesté. —Entonces, le voy a dejar un libro para que converse usted con Dios.
—Déjeme mejor el periódico que le asoma por el bolsillo, le contesté. El buen Dios es demasiado versallés.
Me volvió la espalda; pero vi en su mano, el periódico que le pedía alargándomelo por detrás.
Por lo visto no era ni tan estúpida, ni tan torpe como creí.
¡Un periódico! ¡Le Figaro! Íbamos a enterarnos de nuestros crímenes, y sobre todo si había otros amigos detenidos.
Nos lo pasamos de mano en mano, porque no lo podemos leer en aquel momento, es hora de visita; pero sabemos que hay un periódico.
Mientras tanto, con un pedazo de carbón que encontré, dibujo en la pared la caricatura de los visitantes, lo bastante parecidas para enfurecerles.
Mis delitos se acumulaban. Sobre aquella misma pared escribí además que reclamábamos la separación de las damas versallesas que nos habían agregado para mancillar la Comuna.
En tercer lugar, había tirado una botella de café a la cabeza de un gendarme que quería quitármela, y que me había pasado mi madre por la claraboya de la puerta del patio. No quería que me la quitaran hasta que la pobre mujer se hubiera marchado.
Llamada al despacho del capitán Briot, rematé mis fechorías diciendo: —Lamento haber obrado así con un pobre hombre, pero es que allí no había ningún oficial.
Como no fui la única que confesó tantas atrocidades, hicieron la lista de las peores, las cabecillas, como se les llama.
Desde que me encarcelaron, me estaban preguntando si tenía parientes en París, y con el fin de que no les detuvieran invariablemente contestaba que no.
Un día, después de la misma pregunta y tras la misma respuesta, el capitán Briot me dijo: —¿No tiene usted un tío?
—No, volví a contestarle. Pero al estar de pie junto a la mesa veía de reojo como había sacado una carta del sobre. Mi tío había sido detenido, pero no quería que cambiara en nada mi manera de actuar. Haría como si no lo hubiera sido.
Mis dos primos, Dacheux y Laurent, estaban detenidos también; el primero tenía cuatro niños pequeños.
—Como ve usted, le dije a Briot, tenía razón en negar a mi familia, ya que los detienen a todos.
La madre de Excoffons nos llamó un día como a diez de nosotras junto a ella. Nos sentamos en el suelo y, con mil precauciones para no llamarla atención, nos mostró unos naipes (cosa prohibida), ordenados de cierta manera.
Una recién llegada, a la que sin duda registraron mal, le había hecho aquel regalo.
—Yo no creo en esto, dijo; pero es curioso.
¡Qué terrible revancha de la Comuna sobre el ejército y la magistratura, una victoria popular! Y leyendo en su pensamiento mucho más que en las cartas, decía: —Dentro de mucho, mucho tiempo, ¡qué terrible va a ser!
En aquel momento, comenzaron a llamar a las peores, para enviarlas al correccional de Versalles.
¡Michel Louise!
¡Gorget Victorine!
¡Ch. Félicie!
¡Papavoine Eulalie!
Al pronunciar este nombre, el que pasaba la lista alzó el tono: la pobre muchacha ni siquiera era pariente del célebre Papavoine, pero causaba efecto en el marco de la acción. Eramos cuarenta. El teniente Marceron, para inaugurar su puesto de director de la prisión des Chantiers, comenzaba por esta acción.
Llovía a cántaros, esperábamos en fila en medio del patio. Marceron vino a disculparse, dirigiéndose a mí que pasaba por ser la peor de todas. Le dije que, tratándose de Versalles, prefería que fuera así.
En el correccional, el régimen de las cuarenta peores se encontró singularmente suavizado: nos facilitaron baños y ropa interior, y se nos permitió ver a nuestros parientes.
Marceron no ganó con ello sino cambiar de caras. Las prisioneras que nos reemplazaron se revolvían igual que nosotras, incluso más que nosotras porque se puso a azotar con cuerdas a los niños, cosa que los predecesores no habían hecho.
El pequeño Ranvier entre otros, de doce años, fue golpeado porque se negaba a denunciar el escondite de su padre. —No lo sé, decía, pero si lo supiera, no se lo diría.
Las pobres mujeres que o estaban o se volvían locas tampoco fueron olvidadas. Las nuevas presas las cuidaban como teníamos por costumbre, sin inquietarse por sus gritos de espanto. Veían por doquier y sin cesar las horribles escenas que les habían hecho perder la razón. Había que darles de comer como a niñas pequeñas.
Un día dijeron, que las desgraciadas mujeres fueron trasladadas a manicomios.
Las señoras Hardouin y Cadolle escribieron la espantosa historia de la prisión des Chantiers bajo el teniente Marceron.
En aquel lugar nació la pequeña Leblanc, que algunos meses más tarde viajaría en brazos de su madre, a Caledonia en un barco del Estado, la fragata Virginie.
A fin de año, la prisión des Chantiers fue destinada a los hombres. Todas las cárceles rebosaban. Las mujeres que todavía estaban allí fueron trasladadas al correccional de Versalles.
4. Las prisiones de Versalles – Los paredones de Satory – Los juicios
Ningún soplo humano
Está escrito.
Louise Michel
En el correccional de Versalles era posible, con cierta habilidad, obtener noticias de los hombres detenidos en las demás prisiones, al menos todavía estaban vivos.
Sabíamos que estaban ya procesados desde hacía algún tiempo Ferré, Rossel, Grousset, Courbet y Gaston Dacosta, encerrados en el mismo corredor que Rochefort, que les precedió.
Sabíamos quienes habían podido escapar del matadero, aquellos de los que nada se sabía, puesto que cada día llegaba con nuevas detenciones. Cuando la policía y los delatores eran insuficientes, se empleaban otros medios. Ocurría con bastante frecuencia, ya que policías y delatores han gozado siempre del monopolio de la estupidez.
Odysse Barot cuenta como fue la detención de Th. Ferré:
El padre se había ido a su trabajo cotidiano. Allí no quedaban más que dos mujeres: la anciana madre y la joven hermana del hombre que buscaban.
Esta última, Marie Ferré, estaba en la cama gravemente enferma, con una fiebre muy alta.
Se dirigen a la señora Ferré, abrumándola a preguntas. La intimidan para que revele el escondite de su hijo. Afirma que lo ignora y que, por otra parte, aunque lo conociera, no se puede exigir a una madre que denuncie a su propio hijo. Aumentan las presiones, empleando sucesivamente el halago y la amenaza.
—Deténganme si quieren; pero yo no puedo decirles lo que ignoro, y no serán tan crueles como para arrancarme del lecho de mi hija.
La pobre mujer solo de pensarlo temblaba de pies a cabeza. Uno de los hombres dejó escapar una sonrisa; acababa de ocurrírsele una diabólica idea.
—Ya que no quiere usted decirnos dónde está su hijo, nos llevaremos a su hija.
Del pecho de la señora Ferré escapó un grito de desesperación y de angustia. Sus ruegos y sus lágrimas no valen de nada. Empiezan a levantar y a vestir a la enferma, a riesgo de matarla.
—Valor madre, dijo entonces la señorita Ferré; no te aflijas, que seré fuerte, y no me pasará nada. No tendrán más remedio que soltarme.
Vamos a llevárnosla.
Ante la espantosa alternativa de enviar su hijo a la muerte, o matar a su hija dejando que se la lleven, enloquecida de dolor, a pesar de las señas de súplica que le dirige la heroica Marie, la desdichada madre pierde la cabeza, vacilando.
—¡Galla, madre, calla! murmura la enferma, y se la llevan.
Pero era demasiado para el pobre cerebro de la madre.
La señora Ferré se desploma. Le sube una fiebre altísima y pierde la razón. Empieza a decir por su boca frases incoherentes. Los verdugos acechando escuchan la más mínima palabra que pueda servirles de indicio.
En su delirio, la desdichada madre deja escapar repetidas veces estas palabras: calle Saint-Sauveur.
¡Ya está! No hacía falta más. Mientras dos de aquellos hombres vigilan la casa de Ferré, los otros corren a toda velocidad para coronar su obra. Acordonan la calle Saint-Sauveur registrándola, y detienen a Théophile Ferré. Le fusilan unos meses después.
Ocho días después de la horrible escena de la calle Fazilleau, liberan a la valerosa niña. Pero no le devolvieron a su madre que enloqueció, muriendo enseguida en el manicomio de Sainte-Anne.[88]
Detuvieron al padre, y así permaneció hasta después del asesinato de Ferré. Solo Marie ganaba para sus queridos prisioneros.
Al detener a varios miembros de la Comuna y del Comité Central, se creyó que les juzgarían; para empezar no pasó nada de eso. El gobierno quería calentar los ánimos para el momento de las sentencias, haciendo comparecer primero, no a las mujeres que hubiesen claramente reivindicado sus actos, sino a otras infelices cuyo único crimen era haber sido abnegadas camilleras, recogiendo y curando a parisinos y versalleses, con el mismo cuidado. Para ellas, eran heridos y eran las hermanas de aquellos desdichados.
Eran cuatro: Elisabeth Retif, Joséphine Marchais, Eugénie Suétens, Eulalie Papavoine, de ningún modo pariente, como hemos dicho, del famoso Papavoine.
Pero por doquier ponían de relieve este nombre, reaccionarios, imbéciles y gobernantes lo aireaban en cualquier ocasión.
Jamás se habían visto antes de la noche que precedió a su detención.
Al replegarse los federados a otro barrio, fue cuando ellas se encontraron en una casa, donde pasaron la noche. No sé si allí había también algunos heridos.
Vencidas por el sueño, se acostaron por parejas en un colchón en el suelo, en el que durmieron por turnos.
La acusación se obstinaba en afirmar que fue aquella noche cuando juntas provocaron el incendio, lo que no les impidió dormir, ¡ya que estaban borrachas! ¡Puede que estuvieran ebrias, en efecto, de cansancio y de hambre!
Varios improvisados soldados fueron sus defensores: tres solicitaron ausentarse durante el juicio, y se les concedió, y un suboficial que defendía a Eugénie Suétens se limitó a decir: —Me remito al buen juicio del tribunal.
Aquellas abnegadas mujeres contestaron con palabras justas; pero no se atrevieron a arrojar a la cara de los jueces más que su honestidad, garantía de la verdad: que habían curado a los heridos sin mirar si pertenecían al ejército de la Comuna o al de Versalles.
¡Por consiguiente fueron condenadas a muerte!
Los soldados a los que habían cuidado se asombraron de la condena, del mismo modo que se extrañaban que por el lado de la Comuna, se condujera a los heridos al hospital en lugar de rematarlos.
Hasta el juicio a los miembros de la Comuna, se tuvo mucho cuidado en no hacer comparecer a quienes hubiesen dado justa réplica a las grotescas acusaciones y a las infames leyendas cuidadosamente recogidas por algunos escritores, a la cabeza de los cuales estaban Máxime DuCamp y otros.
Los federados esperaban por todos lados, en las prisiones, en los pontones, en los fuertes. Tenían la esperanza de poder debilitar su valor.
Las ratas, las chinches y la muerte solo fulminaban a los desdichados detenidos entre la multitud. De igual modo que otros habían sido fusilados en el acto.
Las estadísticas oficiales declararon mil ciento setenta y nueve muertos, entre los detenidos y dos mil enfermos.
¿Contaban a los ejecutados en Satory en los primeros días, a los desconocidos muertos a golpes porque no podían seguir la marcha de los prisioneros, que era regulada por el paso de los caballos?
¿Y el número de aquellos a quienes el horror de lo visto hizo enloquecer?
Cuando por la instrucción del proceso me recondujeron a la prisión des Chantiers durante algunas horas, me enteré de que habían sacado a las locas para llevarlas, según decían, a un manicomio.
Nadie pudo comprobarlo; no sabíamos sus nombres, ni siquiera la mayoría de ellas lo sabían ya.
Al fin apareció una disposición del gobernador de París anunciando el proceso de los miembros de la Comuna y del Comité Central caídos en poder del enemigo.
Ellos responderían.
Los acusados estaban clasificados en el siguiente orden: Ferré, Assi, Urbain, Billioray, Jourde, Trinquet, Champy, Régère, Lisbonne, Lullier, Rastoul, Grousset, Verdure, Ferrat, Deschamps, Clément, Courbet, Parent.
El tercer consejo de guerra ante el cual debían comparecer, estaba así compuesto:
Merlin, coronel, presidente.
Gaulet, jefe de batallón, juez.
De Guibert, capitán, juez.
Mariguet, juez.
Cassaigne, teniente, juez.
Léger, subteniente, juez.
Labat, ayudante suboficial.
Gaveau, jefe de batallón del 68° de infantería.
Senart, capitán, suplente.
El proceso comenzó el 17 de agosto, celebró diecisiete sesiones.
Se prepararon trescientos asientos para la Asamblea de Versalles.
Dos mil asientos fueron reservados a un escogido público. Los degolladores del ejército regular, en pleno, ofrecían las yemas de sus dedos enguantados a mujeres ricamente vestidas y, curvando la espalda, las conducían a su asiento, saludando.
A Jos miembros de la Comuna se les negaba el grado de presos políticos, que se les reconoció luego, en su ignorancia, al condenar a la deportación simple a algunos de ellos, pena esencialmente política.
Los informes de los policías habían sido acumulados, bajo la dirección del señor Thiers, en un expediente espantoso y burlesco. Trabajo elaborado proporcionalmente al tamaño de aquel a quién se le encargó. Era el jete de batallón Gaveau, salido no hacía mucho de un manicomio, que remató la acción, poniendo en ella un sello de demencia.
La prensa reaccionaria lanzó tantos alaridos en torno a las acusaciones, que todos los espíritus libres en el extranjero se indignaron.
Para el Standard de Londres, enemigo hasta entonces de la Comuna, no había nada más repugnante que la actitud de la prensa francesa del demi-monde en torno al proceso.
Como Ferré no quería defensor, el presidente nombró de oficio al abogado Marchand, que tuvo la honradez de limitarse a que Ferré leyera sus conclusiones. Sin embargo, a través de las odiosas interrupciones del tribunal y las vociferaciones del público, tan adecuadamente escogido, no pudo hacerlo totalmente. Así fue como comenzó y terminó Ferré:
Después de la firma del tratado de paz, consecuencia de la vergonzosa capitulación de París, la República estaba en peligro. Los hombres que habían sucedido al Imperio, derrumbado en el lodo y la sangre, se aferraban al poder y, aunque agobiados por el desprecio público, preparaban en la sombra un golpe de Estado, insistiendo en negar a París la elección de su consejo municipal.
Los periódicos honrados y sinceros se cerraban; los mejores patriotas habían sido condenados a muerte. [...], los monárquicos se preparaban para el reparto de los restos de Francia. Finalmente, la noche del 18 de marzo, se creyeron preparados e intentaron el desarme de la Guardia Nacional y la detención en masa de los republicanos.
Su tentativa fracasó ante la oposición completa de París y la deserción de sus soldados; huyeron entonces, y se refugiaron en Versalles. En París, abandonados a su propia suerte, los honrados y valerosos ciudadanos trataban de devolverle el orden y la seguridad.
Al cabo de varios días, se llamó a la población al escrutinio, la Comuna quedó así constituida.
El deber del gobierno de Versalles era reconocer la validez de ese voto y aliarse con la Comuna para restablecer la concordia. Muy al contrario, y como si la guerra extranjera no hubiera causado ya suficientes miserias y ruina, añadió la de la guerra civil; respirando solo odio y venganza, atacó París y la sometió a un nuevo asedio. París resistió dos meses y fue entonces conquistado. Durante diez días, el gobierno autorizó la masacre de los ciudadanos y los fusilamientos sin juicio previo.
Estas funestas jornadas nos reportan a las de la Saint-Barthélemy.[89] Se ha encontrado la forma de sobrepasar junio y diciembre. ¿Hasta cuándo se seguirá ametrallando al pueblo?
Como miembro de la Comuna de París, estoy en manos de sus vencedores. Quieren mi cabeza, que la tengan. Nunca salvaré mi vida por cobardía; he vivido libre y quiero morir así.
Añado solo una palabra: la fortuna es caprichosa; confío al porvenir el cuidado de mi memoria y de mi venganza.
Después de este manifiesto, interrumpido a cada paso por insultos, en el que incluso aquellos que apelaban a la legalidad obligadamente reconocían los hechos, y que causó en Londres una profunda impresión, el presidente Merlin lanzó este abominable insulto: ¡La memoria de un asesino! y el delirante Gaveau añadió: es a presidio a donde hay que enviar semejante manifiesto.
—Todo eso, volvió a decir Merlin, no responde a los hechos por los que esta usted aquí.
Ferré terminó con estas palabras: —Eso significa que acepto el destino al que me condenan.
La Comuna quedaba glorificada, pero Ferré estaba perdido.
El abogado quiso levantar acta de las palabras de Merlin: la memoria de un asesino, la concurrencia vociferó, y Merlin, insolente respondió: —He utilizado la expresión de la que habla el defensor, el consejo hace constar en acta sus conclusiones.
Pero Ferré no quería discutir su vida.
Sin su prodigiosa memoria, Jourde a causa de su descomunal honradez en el asunto del banco hubiera pasado por un ladrón. Hicieron desaparecer sus cuentas, pero él las restableció de memoria, con tal claridad que debió llenar de vergüenza al tribunal, Claro que la vergüenza no la conocen ciertas personas.
Los mil francos que cada uno de los miembros de la Comuna había empleado para las necesidades del momento serían ridículas si las comparamos con los millones hoy derrochados por los gobernantes, en viajes de placer y otras cosas peores, Champy y Trinquet reivindicaron el honor de haber cumplido su mandato basta el final.
Urbain salió limpio del complot urdido contra él, con ayuda de Moutaud, al que Versalles envió para traicionarle.
Las infames interioridades del gobierno fueron publicadas con detalle por la prensa de Europa, y se pudo ver en su revolucionaria honradez, a los hombres de la Comuna. ¡Pero que cara pagaron esta escrupulosa honradez que les había impedido restituir a la multitud, o destruir, el eterno becerro de oro, la banca!
Las sentencias fueron las siguientes:
Condenados a muerte: Th. Ferré, Lullier;
Trabajos forzados a perpetuidad: Urbain, Trinquet;
Deportados a fortalezas: Assi, Billioray, Champy, Regére, Ferret, Verdure, Grousset;
Deportación simple: Jourde, Rastoul;
Seis meses de prisión y quinientos francos de multa: Courbet;
Absueltos: Deschamps, Parent, Clément, por haber presentado en los primeros días su dimisión de miembros de la Comuna.
La comisión de quince verdugos, que sin duda por ironía llevaba el nombre de comisión de gracias, estaba compuesta así:
Martel, Priou, Bastar, Voisin, Batba, Maillé, Lacaze, Duchatel, marqués de Quinzounas, Merveilleux-Duvignan, Tailhau, Cosne, Paris, Bigot, Batbie y Thiers, presidente, por contera.
La comisión de gracias enviaba a la muerte a los condenados con todas las formalidades requeridas; formaba parte de la escenificación, como en España la noche en capilla.
Mientras tanto nos comunicábamos entre las dos prisiones, como todos los presos, teniendo cuidado de no comprometer a nadie si se descubría.
En efecto lo fue y lo que les pareció más terrible a nuestros monstruosos vencedores, era que se les trataba de imbéciles. También se contaba allí que los idiotas de sus policías estaban buscando por todas partes a una persona muerta cuya fotografía habían encontrado en sus registros, cosa que debía de ocurrirles a menudo.
Este crimen no era el único: envié unos versos a nuestros amos y señores, y por supuesto no precisamente elogiándoles. Algunas estrofas aparecen en mi volumen de poesías: À travers la vie. (A través de la vida)
Al Tercer consejo de guerra
Todos estos tiempos son obra vuestra,
Cuando lleguen mejores días,
La historia sorda a vuestra rabia,
Juzgará a los jueces mentirosos.
Todos los que buscan una presa,
Vendidos, traidores, os siguen los pasos,
Este aplauso a los atentados,
Soplones, bandidos, mujeres de vida alegre,
Cassaigne, Mariguet, Guibert, Léger Gaveau,
Gaulet, Labat, Merlin, Merlin, verdugo, etc.
Versalles Capital
Versalles si, es capital.
Ciudad corrompida y fatal,
Ella lleva la antorcha,
Satory es su centinela,
Y los bandidos la encuentran bella,
Y como abrigo un sudario,
Versalles vieja cortesana,
Bajo su vestido que el tiempo aja,
Sujeta la República en la cuna,
Cubierta de lepra y de crimen.
Mancilla ese sublime nombre,
Amparándolo con su bandera,
Necesitan grandes castillos,
Llenas de soldados y chicas,
Para creerse poderosos y fuertes,
Mientras que bajo su inmundo peso,
La ciudad donde late el corazón del mundo,
París, duerme el sueño de los muertos,
A pesar vuestro, el heroico pueblo,
Hará grande a la República;
No se detiene al progreso,
Es la hora en que caen las coronas,
Como al final del frío otoño,
Caen las hojas en los bosques.
Prisión de Versalles, octubre del 71
A nuestros vencedores
En ese vergonzoso punto estamos.
De profundo y vencedor hastío,
Que el horror igual que la marea a sube,
Y sentimos desbordarse nuestro corazón.
Sois hoy en día nuestros amos,
Nuestras vidas están en vuestras manos,
Pero a unos días les sigue el mañana,
Y entre vosotros hay muchos traidores.
Crucemos los mares crucemos los negros valles,
Crucemos, crucemos
Crucemos, que la mies madura caiga en los surcos
Etc.
Poco a poco nos enterábamos por las presas que llegaban, de los detalles de las crueldades todavía desconocidas, como por ejemplo la ejecución de Tony Moillin, que no había hecho jamás otra cosa que hablar en las reuniones públicas. Había pedido, para evitar molestias a su mujer, regularizar su matrimonio antes de la ejecución. Una vez concedida su petición, esperaron juntos al lado del paredón donde tenía que ser pasado por las armas, sin que detalle alguno de la ejecución escapara a la desdichada mujer.
También nos enteramos de la muerte de algunas gentes, partidarias de Versalles, caídas con los demás en el matadero del Châtelet. Allí fusilaron también a hombres por estar casados con mujeres que se decía eran favorables a la Comuna. Así fue asesinado el señor Tynaire.
Una de las mujeres que más se inclinaba hacia la conciliación entre París y Versalles, la señora Maniere, fue la última detención que vi en el correccional, antes de mi traslado a la prisión de Arras.
Una mañana me llamaron del tribunal. Desde hacía mucho tiempo estaba reclamando que me juzgaran, al creer que la ejecución de una mujer perjudicaría a Versalles, y pensé que se me llamaba para cualquier formalidad relativa a este asunto. Era para mi traslado a la prisión de Arras. Ya me juzgarían cuando tuvieran tiempo; primero se me castigaba.
Durante mucho tiempo creí que esta perfidia se debía a Massé, pero después supe que procedía del viejo Clément.
Al irme escribí una protesta en el registro de la administración, y pedí que avisaran a mi madre, que vendría a verme al día siguiente, día de visita. Era noviembre y aquel año el invierno se adelantó mucho; había nieve desde hacía ya varios días.
Olvidaron avisarla, y se resintió durante varios años del frío que sufrió durante el viaje de París a Versalles para finalmente no encontrar a nadie.
Siguió el juicio de Rossel, que fue condenado a muerte por haberse pasado del ejército regular al ejército federado.
Bourgeois, suboficial, fue condenado a muerte por lo mismo.
El proceso de Rochefort fue aplazado de nuevo. Mientras tanto le enviaron al fuerte Bayard.
En Versalles, hermosas muchachas cruzaban con frecuencia los sombríos corredores de la Justicia, la prisión de Estado del 71: Marie Ferré, con sus grandes ojos negros y sus abundantes cabellos castaños; la hija de Rochefort, muy joven entonces, y las dos hermanas de Rossel, Bella y Sara.
En París había dos mujeres, una de ellas pensaba con orgullo en su hermano muerto y la otra atormentada por la ansiedad de la duda. Eran la hermana de Delescluze y la de Blanqui.
En la noche del 27 al 28 de noviembre, en la prisión de Arras, me llamaron para decirme que estuviera preparada para marchar a Versalles.
No sé a qué hora salimos: era todavía de noche y había mucha nieve. Me acompañaban dos gendarmes. Cogimos el tren, después de haber esperado mucho rato en la estación, donde acudían los imbéciles a contemplarme como a un bicho raro, tratando de entablar conversación. Por la manera en que les contestaba ninguno insistía, pero se quedaban cerca, mirándome muy espantados.
—Me parece, me dijo uno de aquellos, que al amanecer habrá ejecuciones en Satory.
—¡Tanto mejor! le contesté. Eso hará que se aceleren las de Versalles.
Los gendarmes me hicieron pasar a otra sala.
Esperamos mucho rato la salida del tren.
En la estación de Versalles me encontré con Marie Ferré, pálida como una muerta, sin lágrimas; venía a reclamar el cadáver de su hermano.
Los gendarmes que me acompañaban fueron destituidos después, por habernos dejado hablar a Marie y a mí.
El periódico La Liberté, del 28 de noviembre de 1871, refiere así la ejecución de Satory:
Los condenados se muestran realmente muy firmes. Ferré, contra el poste, tira su sombrero al suelo; un sargento se acerca para vendarle los ojos, pero él coge el pañuelo y lo echa sobre el sombrero. Los tres condenados quedan solos, y los tres pelotones de ejecución, que se adelantan, hacen fuego.
Rossel y Bourgeois caen fulminados; Ferré, permanece un momento en pie y cae del lado derecho.
El cirujano mayor del campo, señor Dejardin, se precipita hacia los cadáveres; indica con una seña que Rossel está muerto, y llama a los soldados para dar el tiro de gracia a Ferré y a Bourgeois.
Una carta de Ferré dirigida a su hermana momentos antes de morir decía así:
Cárcel celular de Versalles, núm. 6.
Martes, 28 de noviembre de 1871, a las 5:30 de la mañanaMi muy querida hermana,
Dentro de unos instantes voy a morir. En el último momento tendré presente tu recuerdo. Te ruego que pidas mi cuerpo y lo lleves con el de nuestra desdichada madre. Informa si puedes a través de los periódicos la hora de mi entierro, a fin de que los amigos puedan acompañarme. Naturalmente, ninguna ceremonia religiosa; muero materialista, tal como he vivido.
Lleva una corona de siemprevivas a la tumba de nuestra madre.
Procura curar a mi hermano y consolar a nuestro padre. Diles a los dos cuánto les quería.
Mil besos para ti a quien doy mil veces las gracias por los cuidados que no has cesado de prodigarme; sobreponte al dolor y, tal como me lo has prometido a menudo, mantente a la altura de los acontecimientos. En cuanto a mí, estoy feliz; van a terminar mis sufrimientos y no hay motivo para compadecerme. Todos mis papeles, mi ropa y otros objetos deben devolverlos, excepto el dinero que haya en la administración, que dejo para los detenidos menos desdichados.
Th. Ferré
El juez Merlin participaba a la vez en el consejo de guerra y en la ejecución.
Las provincias, igual que París, fueron cubiertas por la sangre de las ejecuciones en vivo.
El 30 de noviembre, dos días después de los asesinatos de Satory, Gaston Crémieux, de Marsella, fue llevado a la llanura que bordea el mar y que llaman el Faro; allí ya habían fusilado a un soldado llamado Paquis, que se había pasado a las filas populares.
Crémieux ordenó personalmente el fuego; quiso gritar: ¡Viva la República!, pero de sus labios solo salió la mitad de la frase. Después de cada ejecución, los soldados desfilaban delante del cadáver. En el Faro lo hicieron al son de la fanfarria, como lo habían hecho en Satory.
Poco después, al padre Étienne se le conmutó la pena de muerte por la deportación a perpetuidad.
En la puerta de la casa de Gastón Crémieux, un libro de firmas se llenaba de reconocimientos. Esta manifestación causó cierto temor al gobierno. Viéndose desautorizado por las conciencias, quiso imponerse por el terror.
Cerca de un año después de la Comuna, el 22 de febrero, a las siete, se ensangrentaron de nuevo los postes de Satory. Lagrange, Herpin-Lacroix y Verdaguer, tres valientes y arrojados defensores de la Comuna, pagaron con su vida, como tantos otros, la muerte de los dos generales Clément Thomas y Lecomte, que Herpin-Lacroix quiso salvar y cuya fatalidad prepararon ellos mismos.
El 29 de marzo, Préau de Vedel; el 30 de abril, Genton, apoyándose en unas muletas a causa de sus heridas, pero altivamente erguido junto al paredón.
El 25 de mayo, Serizier, Bouin y Boudin, por haber matado a un individuo que, en los días de mayo, se oponía a la defensa.
El 6 de julio, Baudouin y Rouillac, por el incendio de Saint-Eloi y la lucha ante las barricadas.
Llegados al paredón, rompieron las cuerdas y pelearon con los soldados. Les abatieron como bueyes en el matadero.
—Con esto es con lo que pensaban, dijo el oficial al mando removiendo la masa encefálica desparramada sobre el suelo con la punta de la bota.
Del mismo modo que se amontonaban los cadáveres, se apilaban las condenas; después del delirio de sangre, estaba el delirio de las sentencias. Versalles creyó imponer con el terror el silencio eterno.
Varios escritores fueron condenados a muerte por unos artículos de periódico; por ejemplo Maroteau, condenado a muerte por los artículos publicados en La Montagne.
La profesión de fe de este periódico no era sino la exacta reseña de los hechos. Maroteau escribía hablando de la reacción:
Cuando han agotado las mentiras y las calumnias, cuando ya tienen la lengua fuera, meten la nariz para reponerse, en la espuma del vaso de sangre de la señorita de Sombreuil.[90]
Sacan de su tumba al general Bréa, agitando el sudario de Clément Thomas.
¡Basta ya!
Habláis de vuestros muertos, pero contad los nuestros. Compadre Favre, remángate los faldones para no manchártelos de rojo, y entra, si te atreves, en el osario de la revolución.
Los montones son enormes. Allí están Prairial y Thermidor,[91] allí están Saint-Merry, Transnonain,[92] Tiquetonne.[93]
¡Cuántas infames fechas y cuántos nombres malditos!
Y sin remontarnos tanto, sin ahondar en las cenizas de los pasados años, ¿quién ha matado ayer y quién sigue matando hoy?
¿Quién alistó a Charette y a Failly? ¿Quién tocó a generala en la Vendée,[94] y lanzó sobre París a la Bretaña?
¿Quién ametralló al vuelo un enjambre de muchachas en Neuiily?
¡Bandidos!
Pero hoy es la victoria, no la batalla, la que marcha detrás de la bandera roja. La ciudad entera se ha levantado al son de las trompetas. Vamos a sorprenderos en vuestros nidos, buitres, para sacaros parpadeantes, a plena luz.
La Comuna os acusa esta mañana. Seréis juzgados y condenados, ¡es preciso! Heindrech,[95] afila tu cuchilla en la piedra negra.
¡Sí!
Al fundar La Montagne, he hecho el mismo juramento de Rousseau y de Marat: morir si es preciso, pero hay que decir la verdad.
Lo repito otra vez, ¡la cabeza de esos malvados tiene que caer!
Gustave Maroteau
¿A quién le asombraría que los crímenes de Versalles causaran indignación?
El número 19 de La Montagne (casi el último, pues, según creo, este periódico no pasó de los veinte) causó el veredicto de muerte de Maroteau, a quien, sin embargo, no se atrevieron a ejecutar: la sentencia fue conmutada por la de trabajos forzados a perpetuidad. Me quedan del artículo los pasajes incriminados. Fue después de la negativa de Versalles a canjear a Blanqui por el arzobispo de París y varios sacerdotes.
Monseñor el arzobispo de París
En 1848, durante la batalla de junio, murió un prelado en una barricada: era monseñor Affre, arzobispo de París.
Había subido allí, según dicen, sin decantarse por ningún partido, como apóstol, a predicar el evangelio, para levantar con el extremo de su báculo de oro el cañón humeante de los fusiles.
Esta muerte justificaba los temores de Cavaignac. Fingieron encontrar bajo los hierros del presidio unos girones de túnica violeta en las manos que sangraban.
¡Era falso! Todavía hoy se ignora de qué lado vino el golpe. No se sabe sí la bala partió del fusil de un soldado o de la escopeta de un insurrecto.
Los republicanos bajaron la cabeza como malditos bajo aquella aspersión de sangre bendita.
La instrucción nos ha vuelto escépticos. ¡Se acabó! Ya no creemos en Dios: la Revolución del 71 es atea, nuestra República lleva en el pecho un ramillete de siemprevivas.
Nuestra enorme acta de trabajo proscribe a los perezosos y a los parásitos.[...]
Partid, colgad vuestros hábitos, remangaros, coged el rejo, agarrad la carreta; cantarle a los bueyes es mejor que entonar salmos.
Y no me habléis de Dios; el coco no nos asusta ya, porque hace mucho tiempo que solo es un pretexto para el robo y el asesinato.
En el nombre de Dios, es en el que Guillermo ha bebido en su casco lo más puro de nuestra sangre; son los soldados del papa los que bombardean les Temes.
¡Suprimamos a Dios!
Los perros ya no se contentarán con quedarse mirando a los obispos, sino que los morderán. Nuestras balas no se aplastarán contra los escapularios; ni una voz se levantará para maldecirnos el día en que fusilemos al arzobispo Darbois. Hemos cogido a Darbois como rehén, y si no nos devuelven a Blanqui, morirá. La Comuna lo ha prometido; si dudara, el pueblo cumplirá el juramento en su lugar y no podréis acusarle.
—Que la justicia de los tribunales comience, decía Danton después de las matanzas de septiembre, y la del pueblo cesará.
¡Ah! Tiemblo por monseñor el arzobispo de París.
Gustave Maroteau
Maroteau había escrito en el primer número de La Montagne: “He hecho el juramento de Rousseau y de Marat: morir si es preciso, pero diciendo la verdad”. Esta verdad era que se hacía imposible en las horribles circunstancias creadas por Versalles tanto escribir como obrar de otro modo.
Es curioso que en el momento en que yo citaba las palabras de Rousseau, de las que Maroteau había hecho ley, se estaban abriendo los ataúdes de Rousseau y de Voltaire para asegurarse de si sus restos hoy venerados seguían en ellos.
Sí, allí están: Voltaire se ríe en nuestras narices con su risa incisiva, por haber avanzado tan poco. El esqueleto de Rousseau, tranquilo, se cruza de brazos.
Maroteau fue condenado, sobre todo, por haber dicho la verdad; pero, lo mismo que ocurrió con Cyvoct[96] veinte años después, no se atrevieron a ejecutar la sentencia, que fue conmutada por la de trabajos forzados a perpetuidad. Le enviaron al presidio de la isla Nou.
Maroteau, enfermo de pulmón antes de su partida, murió el 18 de marzo de 1875, creo que a la edad de 27 años.
Arrastraba esta enfermedad desde hacia seis años; se acercaba el final, y se esperaba su muerte desde el 16 de marzo en que había comenzado la agonía.
De repente, se incorpora preguntando al médico:
—¿No podría la ciencia alargarme la vida hasta mi cumpleaños, que es el 18 de marzo?
—Vivirá, contestó el médico, que no pudo contener una lágrima.
En efecto, Maroteau murió el 18 de marzo.
Durante mucho rato sus ojos parecieron seguir vivos, mirando al fondo de las sombras la llegada de la justicia popular.
Alphonse Humbert fue igualmente condenado a trabajos forzados a perpetuidad por unos artículos de periódico. Se pretendió que el número del Père Duchêne del 5 de abril de 1871 había provocado la detención de Chaudey, de quien ni siquiera se hablaba en los pasajes incriminados. He aquí algunos fragmentos:
Es la primera vez que Le Père Duchêne introduce una post-data en sus artículos sumamente patrióticos.
Por todos los diablos, Le Père Duchêne nunca había estado tan contento.
Qué bien van los asuntos sociales y como están de hechos polvo los incapaces de Versalles.
En fin, todos los anhelos del Père Duchêne están colmados, y puede desde este momento morirse.
Los latidos de su corazón habrán saludado a la triunfante Revolución social, por tercera vez en menos de quince días.
¿Y saben ustedes por qué Le Père Duchêne está tan contento, aunque hoy hayan matado aun centenar de amigos suyos, pobres diablos?
Pues porque, a pesar de todos esos perversos inútiles, los hombres de Versalles han sido los primeros en atacar.
Son ellos, apelo a la justa historia del año 79 de la República francesa, son ellos los que iniciaron la guerra civil.
Es cierto que hay patriotas que han muerto por el bienestar de la nación.
¡Gloria a ellos!
¡La nación está salvada!
El honor de la raza futura está a salvo igual que el nuestro.
Besaremos vuestras heridas, oh patriotas muertos por la nación y por la Revolución social.
Nos acordaremos que el color de la bandera roja se ha rejuvenecido con vuestra sangre.
Rochefort fue condenado a la deportación a una fortaleza, también por artículos de periódico, pero sobre todo por la enorme importancia que tuvo en la caída del Imperio. Los artículos aparecidos después de los primeros bombardeos en Le Mot d'Ordre exasperaron a Versalles.
Le Mot d'Ordre ha sido suprimido por Vinoy el fugitivo que es hoy gran esputo de la Legión de Honor, con el pretexto de que mis colaboradores y yo predicábamos la guerra civil. La circular Dufaure nos hace saber que en adelante los periódicos serán castigados cuando prediquen la conciliación. Los miserables escritores a quienes les parezca mal que los obuses derriben a las mujeres en las avenidas que cruzan cuando van a aprovisionarse, y a los que propongan un medio cualquiera, por excelente que sea, para que cesen las hostilidades, el Ministro de Justicia de Versalles les compara desde hoy mismo con los más empedernidos criminales. Se ha marchado usted a Versalles, pero su padre se ha quedado en París. Un día se entera usted de que una bomba procedente del Mont-Valérien ha penetrado en su habitación y le ha partido en dos cuando estaba en la cama. Entonces debe usted pedir a gritos la continuación de la guerra civil, si no quiere ser considerado por el probo Dufaure como enemigo de la propiedad y hasta de la familia. Lo hemos observado a menudo: no hay como los moderados cuando se trata de ser implacables. Y si todavía no fueran más que feroces, pero son estúpidos, que por otra parte es lo que nos salva. Ni uno solo de los susodichos ministros que han ayudado a la elaboración del manifiesto que hoy hace las delicias de todos los amigos de la chirigota ha pensado que las provincias a las que va dirigido van a exclamar como un solo departamento:
¡Cómo! Hace ya un mes que destrozan París, que agujerean los monumentos públicos y las propiedades privadas, y si por casualidad se le ocurriera a alguien decirles que ya está bien, declaran de antemano que ese criminal será castigado con todo el rigor de las leyes. ¿Ese ministerio se ha reclutado en las jaulas del jardín zoológico?
Henri Rochefort
Sobre todo los dos siguientes fragmentos, dispararon la cólera de Versalles.
Blanqui, condenado a muerte en rebeldía, es descubierto y detenido, sea. No le queda al gobierno que le detiene otra cosa que llevarle ante sus jueces para juzgarle de manera contradictoria. Pero a los amantes de la legalidad acuartelados en Versalles, les parece más cómodo, después de haberle negado a su prisionero incluso el consejo de guerra a que tiene derecho, encerrarle en un calabozo cualquiera y dejarle en él hasta tal punto incomunicado que nadie sabe en qué prisión está, si ha muerto o si está simplemente moribundo.
Esto es algo que traspasa los límites de la violenta demencia. La ley que autoriza eso tan monstruoso e inútil que se llama la incomunicación no ha permitido jamás, en ninguna época y bajo ningún poder, por feroz que este fuera, la supresión, es decir la desaparición del acusado. Debe estar siempre representado, dice el código, al primer requerimiento de la familia, a fin de que se compruebe, si fuera necesario, que no ha sido asesinado en su prisión por quienes pudieran tener interés en su muerte.
Ahora bien, a la carta tan conmovedora de la hermana de Blanqui solicitando que puesto que no podía ver a su hermano, al menos le dijeran en qué tumba o bajo qué losa han podido los carceleros versalleses sepultarle vivo, el jurisconsulto Thiers, secundado por el jurisconsulto Dufaure, ha respondido que se negaba a permitir toda comunicación con su detenido y a dar cualquier informe acerca de su situación antes de que el orden quede restablecido.
¡Muy bien! ¿Y el artículo formal del código, y la ley que invoca usted a cada paso y cuyo desconocimiento reprocha tanto al gobierno del Ayuntamiento? No hay dos maneras de apreciar la conducta del señor Thiers con respecto a Blanqui: el caso ha sido previsto por los legisladores; constituye el hecho que se califica de delito, y la respuesta del jefe del poder ejecutivo a la petición de la familia lo hace sencillamente merecedor de una condena a galeras.
H. Rochefort
El otro fragmento quizá hería más el corazón burgués. Se trataba de aquella madriguera de ratas de la plaza Saint-George que el viejo gnomo como una de sus primeras preocupaciones, hizo reconstruir como un palacio a costa del Estado.
Le Mot d'Ordre del 4 de abril publicaba esta justa apreciación:
El señor Thiers posee en la calle Saint-Georges un maravilloso hotel, lleno de obras de arte de todo tipo.
El señor Picard tiene en el suelo de París, del que ha desertado, tres edificios de una formidable renta, y el señor Jules Favre ocupa, en la calle de Amsterdam, una suntuosa vivienda de su propiedad. ¿Qué dirían estos propietarios hombres de Estado si el pueblo de París respondiera, con golpes de pico, al derrumbamiento, y si por cada casa de Courbevoie tocada por un obús se abatiera un trozo de pared del palacio de la plaza Saint-Georges o del hotel de la calle de Amsterdam?
H. Rochefort
Un poco de granito deshecho por salvar tantos corazones humanos era un crimen tan grande para los posesos de Versalles que su odio no tenía límites cuando la verdad les cruzaba la cara.
Se trató primero de enviar a Rochefort ante un tribunal militar, después de detener a sus hijos, pero al principio fueron escondidos por el librero de la estación de Arcachon en París, y más tarde Edmond Adam se los llevó.
La rabia del enano de Versalles, quedo momentáneamente aplacada por las sentencias a muerte, a presidio y a la deportación de los miembros de la Comuna, el embellecimiento de su casa le hizo reflexionar en que si no hubiera sido demolida, el Estado no se la hubiera reconstruido. Como atribuyó al artículo de Rochefort una gran parte de culpa en tal demolición, esperó que por unos artículos tan criminales, se contentaran con que la pena no pasara de la deportación a las antípodas, lo que pondría de relieve su mansedumbre. Así, pues, el 20 de septiembre de 1871, Rochefort, Henri Maret y Mourot comparecieron bajo las siguientes formidables acusaciones:
Periódico suspendido —Noticias falsas publicadas de mala fe y capaces de alterar la tranquilidad pública— ¡Complicidad en atentado al objeto de incitar a la guerra civil, complicidad por provocación al saqueo y al asesinato! —¡Ofensas al jefe del gobierno!— ¡Ofensas a la Asamblea Nacional!
El presidente Merlin atacó todos los artículos del Mot d ’Ordre: el del 2 de abril que prevenía a foutriquet que todos los mortíferos artefactos que se pudieran inventar se emplearían contra él; el del 3, que trataba de fantoches a los miembros del gobierno; los referentes a Blanqui, a la casa de la plaza Saint-Georges, a la columna, al objeto de asustar. Gaveau pronunció el discurso de clausura: sus alucinaciones no lograron más que la deportación perpetua, en un recinto fortificado para Rochefort.
Moureau, secretario de redacción, a perpetuidad igualmente, deportación simple.
Henri Maret, a cinco años de prisión.
A Lockroy, que había alargado demasiado un paseo fuera de París, se le retuvo en la prisión de Versalles hasta la entrada de las tropas. Foutriquet le dio a elegir entre esta prisión y su inviolable escaño de diputado en la Asamblea. Él prefirió quedarse.
La señora Meurice, que vino a verme a la prisión, me dijo que su marido había sido también encarcelado.
Versalles hubiera querido detener a toda la humanidad.
Unos días después de la sentencia de Rochefort, Gaveau acabó de trastornarse. Todas las ideas removidas delante de él terminaron por volverle loco del todo.
Juzgaron a niñas pequeñas, las pupilas de la Comuna, que tenían ocho, once o doce años y las mayores catorce o quince años.
¡Cuántas murieron en los correccionales, esperando sus veintiún años!
Igual que Inglaterra, Suiza se negó a entregar a los fugitivos de la Comuna, y amparó a Razoua, al que Versalles reclamaba. Hungría se negó a entregar a Fraekel. ¡Roques de Filhol, alcalde de Puteaux, hombre íntegro, fue condenado a presidio, quizá como una ironía!
Fontaine, director de Bienes Nacionales bajo la Comuna, hombre de una absoluta honradez, fue condenado a veinte años de trabajos forzados por unas porcelanas perdidas en el incendio de les Tuileries. La plata y los supuestos objetos de
arte de la casa de Thiers fueron encontrados en el guardamuebles y en los museos; habían sido sobrestimados y no tenían ningún valor artístico.
La última ejecución en Satory fue el 22 de enero de 1873: Philippe, miembro de la Comuna, Benot y Decamps, por haber participado en la defensa de París con el incendio de les Tuileries.
Cayeron gritando: ¡Viva la Revolución social! ¡Viva la Comuna!
En septiembre fueron fusilados por hechos semejantes Lolive, Demvelle y Deschamps. ¡Abajo los cobardes!, gritaron al caer. ¡Viva la república universal!
¡Qué hermosa parecía, en pie ante el paredón donde se moría por ella!
Durante aquellos dos años, Satory bebió sangre para que la tierra quedara bien regada.
La Comuna había muerto, pero la Revolución estaba viva. Esta incesante eclosión de todos los progresos, en los que la humanidad ha evolucionado en cada época, elabora una forma nueva en cada etapa.
El 4 de diciembre, Lisbonne, sosteniéndose apenas en las muletas, que arrastró en el penal durante diez años, compareció ante el consejo de guerra que le condenó a muerte. Esta pena le fue conmutada por una muerte más lenta: los trabajos forzados a perpetuidad, de los que, sin embargo salió.
Después, Heurtebise, secretario del Comité de Salud Pública.
Todos los que habían escrito contra Versalles fueron buscados.
A Lepelletier y a Peyrouton les condenaron a años de prisión.
Si hubiésemos querido, nuestras sentencias habrían podido anularse, ya que los consejos de guerra utilizaban, sin cambiar nada, hojas impresas con el anagrama del Imperio, en las que nos encontrábamos inculpados ¡según el informe y las conclusiones del señor comisario imperial!
Pero los consejos de guerra eran la única tribuna en la que se podía aplaudir a la Comuna ante sus asesinos y detractores, y no nos andábamos con enredos.
Por fin, el 11 de diciembre, recibí mi citación para el 16 del mismo mes a las 11:30 de la mañana. He aquí la copia, con la fórmula que he citado ya: señor comisario imperial:
FORMULA NÚM. 10
PRIMERA DIVISIÓN MILITAR
Artículos 108 y 111 del Código de Justicia Militar
Vista de la causaEl general comandante de la 1a división militar,
Vista de la causa instruida contra la llamada Michel Louise, maestra en París;
Vista del informe y la opinión del señor fiscal, y las conclusiones del señor comisario imperial tendientes a someterla a un consejo de guerra;
Considerando que existe contra la citada Michel prevención suficientemente establecida de ir visiblemente armada, en 1871 en París, en un movimiento insurreccional, vestida de uniforme y haciendo uso de tales armas, delito previsto y castigado por el artículo 5º de la ley del 24 de mayo de 1834;
Vistos los artículos 108 y 111 del Código de Justicia Militar;
Ordeno la apertura de causa contra la citada Michel que se ha descrito anteriormente; Ordeno además que el consejo de guerra, llamado a juzgar los hechos imputados a la citada Michel,
Sea convocado el 16 de diciembre a las 11:30 de la mañana.
Hecho en el cuartel general de Versalles, el 11 de diciembre de 1871.
El general comandante de la ia división militar, Appert
Notifíquese al acusado.
El comandante Gariano
Aeullyes
Esta última firma ilegible.
En el número 756 del periódico Le Voleur, serie ilustrada, año 44, del 29 de diciembre de 1871, encuentro mi juicio precedido de una especie de presentación.
¿Cómo contar en las escasas páginas que me quedan la historia de todos y todas, la historia sombría de las prisiones, tras la horrible historia del degollamiento? Cojo para mi juicio, las pocas líneas que lo preceden (según el periódico Le Droit) en el periódico Le Voleur, menos tóxico de lo que pude creer entonces.
La justicia militar
6º Consejo de guerra en Versalles
LA NUEVA THEROIGNE[97]
Anunciamos brevemente en nuestro último número la condena de la chica Louise Michel, una de las heroínas de la Comuna, que se atreve a enfrentarse con el ministerio público, y no se refugia detrás de negativas y circunstancias atenuantes. Este caso merece algo más que una sucinta mención y estamos seguros que nuestros lectores no lamentarán tener un mayor conocimiento de Louise Michel, cuyo retrato aparece más abajo dibujado de la fotografía de Appert.
Existen entre ella y Théroigne de Méricourt, la furiosa mostachuda del Terror, puntos de semejanza que no pasarán inadvertidos a quienes van a leer las deliberaciones del 6º consejo de guerra.
Louise Michel es la imagen revolucionaria por excelencia. Ha desempeñado un gran papel en la Comuna. Puede decirse que era su inspiradora, incluso el soplo revolucionario.
Como maestra, Louise Michel ha recibido una educación superior. Se hallaba establecida en la calle Oudot 24, y en los últimos tiempos el número de sus alumnos se elevaba a sesenta. Las familias estaban satisfechas de los cuidados y educación que impartía a los niños que se le confiaban.
Esta mujer, en el ejercicio de sus funciones de maestra, era querida y estimada en el barrio. Se sabía de ella, etc., (suprimo todo lo que parece adulación).
Sus aptitudes, etc.
El 18 de marzo, sin abandonar su institución, que sin embargo descuidó, dejando la dirección a las subdirectoras, Louise Michel, de exaltada imaginación, se entrega de lleno a la política, frecuenta los clubes, en los que se distingue por un lenguaje que recuerda a los fanáticos del 98; sus ideas y sus teorías sobre la emancipación del pueblo hacen que se fijen en ella los hombres que están a la cabeza del movimiento insurreccional. Se la admite en el seno de su consejo y toma parte en sus deliberaciones.
Fue precisamente después del 18 de marzo cuando vi menos frecuentemente a los compañeros, con los que desde hacia ya tanto tiempo combatía por las ideas a las que había consagrado mi vida desde que pensaba y desde que veía los crímenes de la sociedad. Desde el 3 de abril, hasta la entrada de las tropas de Versalles, no me separé de las compañías de marcha sino dos veces por pocas horas, para venir a París. Cuando el batallón 61, al que pertenecía, regresaba, combatía con otros, les enfants perdus, los exploradores, los artilleros de Montmartre, unas veces en la estación de Clamart, en Montrouge, en el fuerte de Issy, en les Hautes-Bruyères o en Neuilly. Si los jueces no se equivocaran, no valdría la pena que llevaran a cabo tan largas investigaciones; por lo menos estos, reconocían que había servido con todas mis fuerzas y todo mi corazón a la Comuna, lo cual era cierto. Después, he visto a peores jueces que los del consejo de guerra.
Prosigamos con el periódico.
Tal es el resumen del papel que la acusada ha desempeñado, papel que acentuará en la audiencia imprimiéndole un peculiarísimo sello de energía y de virilidad.
Louise Michel entra escoltada por unos guardias. Es una mujer de treinta y seis años, de una estatura mayor que la mediana.
Lleva ropa negra, y un velo hurta sus facciones a la curiosidad del numeroso público; su andar es sencillo y seguro, en su rostro no se advierte ninguna exaltación.
Tiene la frente ancha y despejada; la nariz, ancha en la base, le da un aire poco inteligente. Su pelo es castaño y abundante.
Lo más notable en ella son sus ojos grandes, de una fijeza casi fascinadora. Mira a sus jueces con calma y seguridad, en todo caso con una impasibilidad que frustra y decepciona cualquier espíritu de observación, tratando de escrutar los sentimientos del corazón humano.
En esa impasible frente no se lee nada, como no sea la decisión de afrontar fríamente la justicia militar, ante la cual ha sido llamada para dar cuentas de su conducta. Su porte es simple y modesto, sereno y sin ostentación.
Durante la lectura del informe, la acusada, que escucha atentamente, levanta su velo de luto, echándoselo sobre los hombros. Sin dejar de apuntar con su mirada al secretario judicial, se la ve sonreír como si los hechos enunciados contra ella suscitaran un sentimiento de protesta o fueran contrarios a la verdad.
He aquí, según el informe, lo que publicaba Le Cri du Peuple, el 4 de abril:
El rumor que ha corrido de que a la ciudadana Louise Michel, que tan valerosamente ha combatido, la habían matado en el fuerte de Issy es un infundio. Afortunadamente para ella, lo que nos apresuramos a reconocer, la heroína de Jules Valles ha salido de este brillante asunto con un simple esguince.
En efecto, Louise Michel sufrió un esguince al saltar un foso, y en modo alguno fue alcanzada por un proyectil.
El informe menciona la primera copla de una canción titulada: Les Vengeurs, compuesta por ella.
La copa rebosa fango,
Para lavarla hace falta sangre.
Multitud vil, duerme, bebe y come,
El pueblo está ahí, siniestro y grande,
Allá los reyes acechan en la sombra,
Para acudir cuando haya muerto.
Hace mucho tiempo que duerme,
Acostado en el sombrío sepulcro.[98]
Aquí, abandono la reseña de Le Voleur según Le Droit, para coger el resumen de Lissagaray:
No quiero defenderme, no quiero ser defendida, exclama Louise Michel; pertenezco por entero a la revolución social y declaro aceptar la responsabilidad de todos mis actos; la acepto sin restricción. Me reprochan ustedes haber participado en la ejecución de los generales. A eso contestaré: trataron que se disparase contra el pueblo; no hubiera dudado en disparar contra los que daban semejantes órdenes.
En cuanto al incendio de París, sí, he participado en él; quería elevar una barrera de llamas contra los invasores de Versalles. No tengo cómplices, he obrado por mi propia cuenta.
El fiscal Dailly pide la pena de muerte.
Ella — Lo que reclamo de ustedes que afirman ser un consejo de guerra, constituidos en mis jueces, pero que no se esconden como comisión de gracias, es el campo de Satory, donde han caído ya nuestros hermanos; es preciso separarme de la sociedad, se les ha dicho que lo hagan. ¡Pues bien!, el comisario de la República tiene razón. Puesto que parece ser que todo corazón que late por la libertad no tiene derecho más que a un poco de plomo, reclamo mi parte. Si me dejan ustedes vivir no pararé de gritar venganza y pediré la venganza de mis hermanos para los asesinos de la comisión de gracias.
El presidente —No puedo dejarle por más tiempo la palabra.
Louise Michel —¡He terminado! Si no son unos cobardes, mátenme.
No tuvieron el valor de matarla de una vez. Fue condenada a la deportación en una fortaleza.
Louise Michel no fue la única. Muchas otras, entre las cuales hay que citar a la señora Lemel y Augustine Chiffon, enseñaron a los versalleses que mujeres tan terribles son las parisinas, incluso encadenadas.[99]
Augustine Chiffon al llegar a la central de Auberive, antiguo castillo convertido en penitenciaria y correccional, donde aguardábamos el navío del Estado que debía llevarnos a Nueva Caledonia, gritó: ¡Viva la Comuna!, poniéndose en el brazo el número de presidiaria. Recuerdo que el mío era el 2182. ¡Qué terribles filas aquellas 2181 que habían pasado delante mío!
A la señora Lemel la juzgaron mucho más tarde. Como no quería sobrevivir a la Comuna, se encerró en su habitación con una estufa de carbón. Se salvó de la muerte para ir al consejo de guerra cuando fueron a detenerla.
En espera de su citación, la metieron en un hospicio donde rechazó varias veces la evasión que le ofrecían.
Cuando la señora Lemel llegó a Auberive, todas la recibimos al grito de: ¡Viva la Comuna! Lo mismo habíamos hecho con Excoffons, la señora Poirier, Chiffon y una anciana que ya había combatido en Lyon, en la época en que los Canuts[100] escribían en su bandera: “Vivir trabajando o morir combatiendo”. Ella había combatido con todas sus fuerzas por la Comuna; se llamaba señora Deletras.
Unos cuantos días de calabozo y todo estaba dicho. Desde ese calabozo se distinguía gran parte de la comarca por un tragaluz. Según el reglamento, los días de procesión había que ir a ella, o quedarse en el calabozo. Optamos por ir el día del Corpus, lo que desilusionó bastante a los curiosos que habían acudido para vernos desde todos los rincones del departamento del Aube.
V. Después
1. Prisiones y paredones – El viaje a Nueva Caledonia – Evasión de Rochefort – La vida en Caledonia
Para que la tierra sea al fin libre,
Los valientes le donan su sangre;
Por doquier es rojo el sudario
Y la muerte lo va agitando.
Louise Michel
Aquí es donde hay que apretar la escritura, para contar en pocas palabras tan numerosos recuerdos.
Vuelvo a ver Auberive, con sus estrechas avenidas serpenteando bajo los abetos, y los grandes dormitorios, donde soplaba el viento como en los barcos. Y también las silenciosas filas de prisioneras, con la cofia blanca y la pañoleta doblada, sujeta en el cuello por un imperdible, igual que las campesinas de hace cien años.
Fuimos veinte, desde Versalles, en coche celular, que montaban sobre los raíles o enganchaban a un tiro de caballos dependiendo del camino a seguir.
Nos avisaron tan solo la misma noche de la salida, por lo que no pudimos prevenir a nuestras familias. El día siguiente era de visita, igual que cuando me trasladaron a la prisión de Arras. Muchos otras, como mi madre, fueron a Versalles, y se les respondió que nos habían llevado a la central para aguardar allí la deportación.
Mi madre regresó a París congelada pero más a causa de esto que por el frío; supe más tarde, cuando se fue a vivir a casa de su hermana en Clermont, para estar más cerca de mí, que había estado gravemente enferma. Sin comunicaciones con el exterior, fuera de las muy raras y muy cortas visitas de nuestros parientes próximos, estábamos solas con la idea.
Me veré obligada a hablar más a menudo de nosotras, e incluso de mí, ya que nuestros únicas novedades eran la llegada de nuevas presas, que pudiera ser que supieran menos que nosotras. De vez en cuando, el pregonero del pueblo publicaba alguna decisión del gobierno relativa a la plaza, parándose en las calles para repetir la lectura. Cuando las ventanas de aquella parte estaban abiertas y el viento estaba a favor, oíamos claramente al igual que los vecinos del pueblo, lo que por orden oficial se leía.
Los manifiestos de los Thiers, de los Mac-Mahon y de los Broglie nos informaban que todo seguía igual en la peor de las repúblicas.
De las obras escritas en Auberive, no me quedan más que algunos versos y algunos fragmentos.
De la mujer a través de los tiempos publicada en l ’Excommunié de Henri Place, algún tiempo después del regreso, algunas hojas tan solo.
La Conciencia y El libro de los muertos se han perdido e ignoro dónde se encuentra el manuscrito de el libro del penal. La primera parte, firmada con “El núm. 2182”, fue escrita en Auberive, y la segunda, con toda la inmensidad del océano entre las dos, se escribió en la Central de Clermont, pocos años después del regreso, y firmada con “El núm. 1837”.
¿Acaso las obras y la vida de los que luchan por la libertad no van quedando así, a retazos en el camino?
Una inmensa extensión de espesa y blanca nieve, era lo que se veía desde las ventanas de Auberive; las salas eran grandes y sonoras, el aspecto es el de una morada de sueños frecuentada por los muertos.
La Danaé había zarpado en mayo del 72, la Guerrière, la Garonne, el Var, habían salido; La Sybille, l'Orne, la Calvados; no teníamos todavía nuestra orden de salida.
Aguardábamos, dejando que los acontecimientos dispusieran de nuestro destino; serenas, como las que vieron la muerte de una ciudad, sin cesar de sentir la idea viva.
Algunos versos, restos de esa época, expresan las impresiones de entonces:
Invierno y noche
Central de Auberive, 28 de noviembre de 1872
Soplad, oh vientos de invierno, sigue cayendo nieve,
Estamos más cerca de los muertos bajo tus helados sudarios.
Que la noche no tenga fin y que el día se acorte:
Se cuenta en inviernos sobre los fríos muertos.
Me gustan bajo las nubes sombrías,
Oh abetos, vuestros sombríos conciertos,
Vuestras ramas movidas por el viento
Como arpas en los aires.
Los que han descendido a las sombras
A nosotros no volverán jamás.
De ayer o bien de días sin número
Duermen en la paz profunda.
¿Cuándo, entonces, como se enrolla un sudario
A los muertos para sepultarles,
Se verá sobre todos nosotros a nuestra era
Replegarse como un manto?
Como el grano que se vuelve haz,
Sobre el suelo regado por la sangre,
El futuro crecerá soberbio Bajo el rojo sol saliente.
Soplad, oh vientos de invierno, sigue cayendo sin parar, oh nieve,
Estamos más cerca de los muertos bajo tus helados sudarios,
Que la noche no tenga fin y que el día se acorte:
Se cuenta en inviernos sobre los fríos muertos.
El número 2182
En los senderos del jardín, bajo los abetos verdes del invierno, tristemente resonaban los zuecos de los fatigados pies de las presas; golpeaban cadenciosamente la tierra helada, mientras la fila silenciosa pasaba lentamente.
El invierno es crudo en esta comarca, la nieve espesa y las ramas, bajo su peso, se inclinan hacia el suelo, como ramos de piedra.
En la amplia sala en la que estábamos juntas las presas de la Comuna, iban llegando poco a poco de todas las prisiones a las que habían sido trasladadas después de sus procesos. Las que habían combatido valerosamente y otras que habían hecho poco. La señora Lemel, Poirier, Excoffons, Marie Boire, la señora Goulé, la señora Deletras y otras no se quejaban, porque habían servido a la Comuna.
Tampoco se quejaba la señora Richoux, a pesar de que su condena era injusta.
He aquí lo que había hecho. Una barricada de la plaza Saint-Sulpice era tan baja que más bien perjudicaba que beneficiaba a los combatientes; con su calma de mujer bien educada, piadosa, se dedicó sencillamente a alzar la barricada con todo lo que encontraba. Había una tienda de imágenes religiosas abierta no sé por qué. Entonces hizo llevar los santos de mayor peso a guisa de los adoquines que faltaban. Era por eso por lo que la habían detenido, muy bien vestida, con sus guantes, dispuesta a salir de su casa, y salió en efecto, pero para no volver hasta después de la amnistía.
—¿Ha sido usted la que hizo llevar a la barricada las imágenes de los santos?
—¡Naturalmente que sí! contestó ella. Las imágenes eran de piedra y los que morían eran de carne.
Condenada por estos hechos a la deportación a una fortaleza, era tan delicada su salud, que no se la pudo embarcar.
Otra, la señora Louis, anciana ya, no había hecho nada, pero sus hijos habían luchado contra Versalles. Se dejó acusar de todo en su proceso, pensando que su condena les salvaría, y así lo creyó hasta su muerte ocurrida en Caledonia, sin que nadie de nosotras se atreviera jamás a decirle que lo más probable era que sus hijos estuvieran muertos. Suponía que el silencio de sus hijos se debía a que no podían comunicarse. Otra más, la señora Rousseau-Bruteau, a la que llamábamos la Marquesa, por su perfil regular y juvenil bajo sus cabellos blancos, peinados hacia arriba como en la época de las pelucas empolvadas. Estaba allí sobre todo a causa de la semejanza de apellido con uno de sus parientes. No era ciertamente hostil a la Comuna, pero se volvió mucho más revolucionaria después del viaje a Caledonia.
La señora Adèle Viard estaba en las mismas condiciones: la creían emparentada con el miembro de la Comuna Viard. No había hecho otra cosa que cuidar a los heridos.
Elisabeth Rétif, Suétens, Marchaix, Papavoine, con penas de muerte conmutadas por las de trabajos forzados, solo habían cuidado a los heridos; no por ello dejaron de ir las cuatro a Cayena, de donde la Rétif no volvió jamás.
El martes 24 de agosto de 1873, a las seis de la mañana, nos llamaron para el viaje de deportación.
Había visto a mi madre la víspera, notando por primera vez que su pelo se había vuelto blanco, ¡pobrecita mi madre!
Tenía aún dos hermanos y dos hermanas, todos la querían mucho. Una de sus hermanas, que vivía con holgura, se la llevó con ella. Muchas otras no tenían tanta tranquilidad como yo respecto de los suyos; por lo tanto no tenía motivos para quejarme.
Nos llamaron siguiendo la lista enviada por el gobierno, a excepción de las enfermas, que fueron más desgraciadas en prisión que nosotras en Caledonia, y de las de edad avanzada. Eramos veinte, creo que en este orden:
n°1 Louise Michel, n°2 señora Lemel, n°3 Marie Caieux, n°4 señora Leroy n°5 Victorine Gorget, n°6 Marie Magnan, n°7 Elisabeth Deghy, n°8 Adèle Desfossés, de Viard, n°9 señora Louis, n°10 señora Bail, n°11 señora Taillefer, n°12 Théron, n°13 señora Leblanc, n°14 Adélaïde Germain, n°15 señora Orlowska, n°16 señora Bruteau, n°17 Marie Broum, n°18 Marie Smith, n°19 señora Chiffon y Adeline Régissard, que volvieron tan solo un año o dos después.
Se contaban, en la época de nuestra partida, 32905 decisiones de la justicia de Versalles, entre las cuales ya 105 sentencias de muerte de las cuales afortunadamente 33 en rebeldía. Y la represión continuaba.
46 niños menores de 16 años fueron llevados a correccionales, para castigarles porque sus padres fueron fusilados o porque fueron adoptados por la Comuna.
Muchos de los que fueron encarcelados murieron; el gobierno confesó 1179 fallecimientos de estos.
En 1879, la justicia de Versalles hizo el censo general de lo que oficialmente reconocía: 5000 soldados y 36309 ciudadanos en su poder.
Las sentencias de muerte ascendían entonces a 270, entre ellas 8 mujeres.
Este recuento general se halla expuesto así en la Historia de la Comuna, de Lissagaray, en fecha del 19 de enero de 1871:
Pena de muerte, 270, entre ellas 8 mujeres.
Trabajos forzados, 410, entre ellas 29 mujeres.
Deportación a un fuerte, 2 989, entre ellas 20 mujeres.
Deportación simple, 3 507, entre ellas 16 mujeres y 1 niño.
Detención, 1 269, entre ellas 8 mujeres.
Reclusión, 64, entre ellas 10 mujeres.
Trabajos públicos, 29.
Tres meses de prisión o menos, 432.
Cárcel de tres meses a un año, 1 622, entre ellas 90 mujeres y 1 niño.
Cárcel de más de 1 año, 1 344, entre ellas 15 mujeres y 4 niños.
Vigilancia por parte de la policía, 147, entre ellas una mujer.
Multas, 9.
Niños menores de 16 años enviados a correccionales, 56.
Total: 13450, entre ellas 197 mujeres.
Este informe no mencionaba ni las sentencias dictadas por los consejos de guerra fuera de la jurisdicción de Versalles, ni las de las audiencias.
Hay que agregar 15 sentencias de muerte, 22 a trabajos forzados, 28 a deportación en un fuerte, 29 a deportación simple, 74 a detención, 13 a reclusión y cierto número a cárcel. La cifra total de condenados en París y en provincias pasaba de los 13700, de los cuales 170 mujeres y 60 niños.
La primera etapa de nuestro viaje la hicimos en un coche grande, ya que hasta Langres no debíamos encontrar el coche celular que nos conduciría a La Rochelle.
Cuando nuestro coche atravesó Langres, cerca de la plaza de Boulets, creó que irnos obreros, cinco o seis, salieron de un taller. Debían de ser herreros, porque llevaban los brazos desnudos y negros. Nos saludaron quitándose la gorra. Uno de ellos, totalmente cano, lanzó un grito que creí reconocer como el de: ¡Viva la Comuna!, a pesar de que el coche apretó entonces el paso debido a un violento latigazo del cochero.
Por la noche llegamos a París; dormimos en el coche celular.
El miércoles, a eso de las cuatro de la tarde, estábamos en la prisión de La Rochelle.
La Comète nos llevó de La Rochelle a Rochefort, donde subimos a bordo de la Virginie.
Barcas amigas habían acompañado durante todo el día a la Comete; desde esas barcas nos saludaban de lejos, respondíamos como podíamos, agitando pañuelos; me quité el velo negro para decirles adiós, porque el viento me había arrebatado el pañuelo.
Durante cinco o seis días, fuimos costeando; después solo el océano. Hacia el decimocuarto día, desaparecieron las últimas grandes aves marinas, aunque todavía dos nos acompañaron durante algún tiempo.
Nos hallábamos en las baterías bajas de la Virginia, vieja fragata de guerra de vela, hermosa sobre las olas.
La jaula más grande en estribor de popa estaba ocupada por nosotras y los dos niños de la señora Leblanc; el niño de seis años y la niña de unos meses, nacida en la prisión des Chantiers.
En la jaula enfrente de la nuestra iban Henri Rochefort, Henri Place, Henri Ménager, Passedouet y Wolowski, y uno de aquellos que aun sin haber hecho nada a pesar de todo fueron deportados, se llamaba Chevrier.
Estaba expresamente prohibido hablarse de jaula a jaula, pero a pesar de todo lo hacíamos.
Rochefort y la señora Lemel se pusieron enfermos desde el primer momento y lo estuvieron hasta el final. Entre nosotras hubo algunas que también enfermaron, pero ninguna durante todo el viaje. En cuanto a mí, me libré del mareo como de las balas, y en realidad me reprochaba que el viaje me pareciera tan hermoso, mientras que en sus jaulas ni Rochefort ni la señora Lemel gozaban de nada.
Había días de mar agitado y viento tempestuoso, en que la estela del barco formaba como dos ríos de diamantes, uniéndose en una sola corriente, que brillaba al sol aún un poco más lejos.
El 19 de septiembre, se divisa una extraña embarcación que tan pronto parece forzar las velas como disminuir la marcha. Por la tarde hay una maniobra, dos cañonazos sin bala, y aquel barco desaparece: es de noche se vuelven a ver las velas blancas en el fondo de las sombras. ¿Quería aquel barco liberarnos?
El 22 de septiembre, unas golondrinas de mar se posan sobre los mástiles.
Llegamos a las Canarias. Estamos viendo Las Palmas.
Con mucha frecuencia he pensado en los continentes sumergidos bajo los mares, que sin duda nos cubrirán cuando abandonen sus lechos, dejando una tumba para sellar otra, sin detener el progreso eterno.
Varias bahías abiertas a los vientos, a lo lejos el pico del Teide.
Más lejos todavía, una cima azul perdida en el cielo. ¿Es el monte Caldera o la cima de las nubes?
Las casas de Las Palmas parecen surgir de las olas, todas blancas como tumbas; al norte sobre una colina, está la ciudadela.
Los habitantes que acuden al navío a traer frutas son magníficos. ¿A lo mejor son guanches cuyos abuelos habitaban la Atlántida?
La alta mar del Cabo me entusiasmó.
Antes de la Comuna, jamás había visto otra cosa que Chaumont, París, los alrededores de esta con las compañías de marcha de la Comuna y algunas ciudades de Francia, avistadas desde las prisiones, y estaba ahora, yo que toda mi vida había soñado con los viajes en pleno océano, entre el cielo y el agua, como entre dos desiertos donde no se oía otra cosa que las olas y el viento.
Vimos el mar del polo Sur, donde la nieve caía sobre el puente, en una oscura noche. Me quedé con algunas estrofas de allí, como de todas partes.
En los mares polares
La nieve cae, la ola balancea,
El aire está helado, el cielo negro,
El barco cruje bajo la marejada
Y la mañana se funde con la tarde.
Formando una pesada ronda,
Los marinos bailan cantando:
Como un órgano de fuerte voz,
En las velas sopla el viento.
Por temor a que el frío les llegue,
Le cantan al helado polo
Una tonada de las landas de Bretaña,
Una vieja canción de otros tiempos.
Y el ruido del viento en las velas,
Ese aire tan ingenuo y viejo,
La nieve, el cielo sin estrellas.
De lágrimas llenan los ojos.
¿Es un canto mágico esa tonada?
Para enternecer tanto el corazón,
No, es un soplo de Armórica,
Henchido de retama en flor,
Y es el viento de los mares del polo,
Soplando en sus trompas de bronce
Los nuevos cantos populares,
De la leyenda de mañana.
Louise Michel. A bordo de la Virginie.
No era yo la única en expresar a mi modo, por medio del dibujo o en versos, la impresión que me causaban las regiones que atravesábamos. Rochefort me envió un día los siguientes, que me produjeron un doble placer, eran la prueba de que aún tenia fuerza para escribir a pesar del mareo.
A mi vecina de estribor en popa
Le he dicho a Louise Michel
Que atravesamos la lluvia y el sol,
Bajo el cabo de Buena Esperanza,
Pronto estaremos todos allá.
Pues bien, ni me he enterado
Que hemos salido de Francia.
Antes de entrar al amargo abismo
¿Estábamos menos mareados?
Los mismos esfuerzos bajo otras causas
Cuando mi corazón salta a cada paso,
Oigo al país que responde:
¿Acaso estoy yo sobre un lecho de rosas?
No lejos del polo donde pasamos,
Nos vamos chocando con témpanos
Empujados por la velocidad adquirida,
Entonces pienso en nuestros vencedores
¿No sabemos que sus corazones
Son tan duros como la banquisa?
La foca avistada esta mañana
Me recordó en la lejanía,
Al calvo Rouher de manos grasas
Y esos tiburones que han pescado
Parecían miembros que se han soltado
De la comisión de gracias
El día, día de gran calor,
Donde desplegamos los colores
De la cangreja a la mesana,
Creí, quizás deba disculparme,
Ver a Versalles pavonearse
Por la absolución de Bazaine.
Conoceremos otras costas
A los débiles devorados por los fuertes.
Tal como anuncian nuestros códigos
La ley es desgracia para el vencido.
De eso estaba ya convencido
Antes de ir alas antípodas.
Hemos, seres imprudentes,
Desafiado otras dentelladas,
Porque esos que enrojecieron sus manos
En las matanzas de Karnak,
Darían al más viejo canaco
Lecciones de antropofagia.
Se podrá comparar jamás
Al osage[101] que hace manjares
De los muertos bailados en los refugios
Con esos amigos del difunto César
Que para el menor baltasar[102]
Se regalan treinta mil cadáveres.
El osage, no se puede negar,
Satisface con su prisionero
apetitos a menudo enormes.
Pero antes de cocerlo bien,
Le procura una gordura
Que hace honor a sus comensales.
Yo conozco un Pantagruel,
No menos ávido y más cruel.
Los niños, los ancianos, las mujeres
Que para tu cena acechas,
Antes de asesinarlos,
Oh Mac-Mahon, les matas de hambre.
Puesto que la nave del Estado
Boga de crimen en atentado,
En un mar de ignominia,
Puesto que este es el orden moral,
Saludemos al océano austral
Y sigamos en la Virginia.
Aquí hace mucho calor o mucho frío.
Yo no pretendo que sea
Precisamente hospitalaria
Cuando se camina bajo el granizo
Junto a un soldado cuyo fusil
Amenaza delante y detrás.
Ese mástil que un aguacero inclina
El viento puede arrancarlo,
Las olas pueden inundar la cala.
¿Pero esos duques desteñidos y pálidos,
Crees tú que no sufran ningún balanceo
Sobre su trono de dorado bronce?
Que seamos soñadores o locos,
Vamos derechos hacia adelante,
Mientras, y esto consuela,
Que solo viéndoles agitarse,
Sin ninguna duda se adivina
Que han desquiciado a su brújula.
Podemos zozobrar en ruta,
Pero preveo que antes de mañana,
Sin dármelas de oráculo,
Su suerte será la misma.
Al que desafía la corriente,
Se lo lleva la debacle.
Henri Rochefort
Noviembre de 1873, a bordo de la Virginie
¡Cuántas cartas y versos fueron intercambiados a bordo de la Virginie! Porque la prohibición de comunicarse, cuando se está tan cerca, no cuenta.
Había relatos sencillos y grandes, de no pocos deportados, poesías cuyo pensamiento, con ásperas formas, era soberbia.
Una dedicatoria escrita por un compañero, muy celoso protestante, tenía un perfume de mirra sobre la primera hoja de una Biblia. Guardé la dedicatoria, pero tiré la Biblia al mar, a los tiburones.
Todos esos fragmentos, excepto los versos de Rochefort, que encontré después entre las hojas de un libro, desaparecieron en los registros, después del regreso de Caledonia.
Tampoco conservo los que le enviaba. Cito un fragmento de ellos:
A bordo de la Virginie
Ved de las olas a las estrellas
Apuntar a esas errantes blancuras.
Las flotas van a toda vela
En las inmensas profundidades;
En los cielos flotas de mundos,
Sobre las ondas las facetas rubias
De resplandores fosforecentes.
Y las chispas flotantes,
Y los mundos a lo lejos perdidos
Brillan cual pupilas.
Por doquier vibran sones confusos.
En el umbral de nuevas leyendas
El gallo galo bate las alas
Al muérdago el año nuevo Brenus Brenus.
La vista de esos abismos embriaga,
¡Más alto olas, más fuerte vientos!
Se pone muy caro vivir
Tan grandes son aquí los sueños
Sería preferible no ser
Y abismarse para desaparecer
En el crisol de los elementos.
Henchid las velas, oh tempestades,
¡Más alto olas, más fuerte vientos!
Que el relámpago brille sobre nuestras cabezas,
¡Navío adelante, adelante!
¿Por qué esas monótonas brisas?
Abrid vuestras alas, oh ciclones,
Atravesemos el abierto abismo.
14 de septiembre de 1873
He contado muchas veces cómo me hice anarquista durante el viaje a Caledonia. En los momentos de calma en los que la señora Lemel no se encontraba muy mal, le comunicaba mis reflexiones sobre la imposibilidad de que cualesquiera que fuesen los hombres llegados al poder pudieran hacer otra cosa que no fuera cometer crímenes si son débiles o egoístas, o ser aniquilados si son abnegados y enérgicos. Me respondía entonces: “¡Lo mismo pienso yo!”. Tenía mucha confianza en la rectitud de su juicio, y su aprobación me causó gran placer.
Lo más cruel que he visto en la Virginie fue el largo y espantoso suplicio que se infligió a los albatros, que en los alrededores del cabo de Buena Esperanza acudían en bandadas en torno al barco. Después de haberlos pescado con anzuelo, los cuelgan de las patas para que no manchen la blancura de sus plumas al morir. ¡Pobres corderos del Cabo! ¡Levantaban muchas veces su cabeza tan triste y curvaban lo más que podían sus cuellos de cisne con el fin de prolongar la miserable agonía que se leía en el espanto de sus ojos de negras pestañas!
Hasta entonces no había visto nada tan hermoso como el mar encrespado del Cabo, las desencadenadas corrientes de olas y viento. El barco, subía a la cresta de las olas que le azotaban, oponiéndose a él violentamente. La vieja fragata, que pusieron de nuevo a flote para nosotros, medió rota, se quejaba, crujía como si fuera a quebrarse, navegando solo con la vela mayor cómo un esqueleto de barco, semejante a un fantasma, con su palo de mes anda hundido en el abismo.
Al fin avistamos la Nueva Caledonia.
Por la abertura más estrecha del doble cerco de coral, la más accesible, entramos en la bahía de Numea.
Allí, como en Roma, hay siete colinas azuladas, bajo el cielo de un intenso azul. Más lejos, el Mont-d'Or, lleno de fisuras de aurífera tierra roja.
Por doquier, montañas de cimas áridas, de gargantas arrancadas por un reciente cataclismo. Una de las montañas está dividida en dos, formando una v cuyas dos ramas, reuniéndose, meterían en el alvéolo las rocas que cuelgan de un lado, medio arrancadas, en tanto que por el otro lado su sitio está vacío.
Como se busca, estúpidamente, dar a las mujeres un destino separado, querían enviamos a Bourail, con el pretexto de que la situación es mejor allí; pero por eso mismo protestamos enérgicamente y lo conseguimos.
Si los nuestros son más desdichados en la península Ducos queremos estar con ellos.
Al fin, nos conducen a la península en la chalupa de la Virginie. Cualquier otro transporte no nos inspira ninguna confianza, cosa que el comandante entiende, y únicamente bajo su palabra consentimos en abandonar la Virginie. La señora Lemel y yo habíamos planeado tirarnos al mar si se empeñaban en llevarnos a Bourail, y creo que otras también lo hubiesen hecho.
Los hombres, que habían desembarcado hacía ya varios días, nos esperaban en la costa con los primeros llegados.
Nos encontramos allí al bueno de Malezieux, aquel viejo de junio cuya guerrera había sido acribillada a balazos el 22 de enero.
Lacour, aquel que en Neuilly, se puso tan furioso conmigo a causa del órgano.
Hay, donde el cantinero, un guapo e inteligente canaco que (para aprender lo que saben los blancos) se hizo mozo cantinero.
Reencontramos a Cipriani, Rava, Bauër. El padre Croiset, del Estado Mayor de Dombrowski, nuestro viejo amigo Collot, Olivier Pain, Grousset, Caulet de Tailhac, Grenet, Burlot del comité de vigilancia, Charbonneau, Fabre, Champy, multitud de amigos de todos sitios, grupos blanquistas, de la Corderie du Temple, de las compañías de marcha. Rochefort, Place y todos los de la Virginie se han acomodado en casa de los que llegaron primero.
Habíamos recibido un primer correo en la Virginie que nos llegó intacto; el comandante incluso nos hizo comprobar que nuestras cartas no habían sido abiertas: los marinos, dijo, no son policías. En la península Ducos, volvieron a abrir la correspondencia. No pidáis jamás una carta larga a quienes han escrito así, a sobre abierto, durante años.
Al desembarcar en la península pensaba en uno de mis viejos amigos, en Verdure. —¿Dónde está Verdure?, preguntaba, asombrada al no verlo con los demás. Había muerto.
Las cartas tardaban normalmente tres y cuatro meses en llegar. Se tardó mucho en conseguir un ritmo regular. Verdure, al no recibir cartas de nadie, murió de tristeza. Un paquete de cartas que le fueron enviadas llegó unos días después de su muerte.
Una vez regularizado el correo, se podía tener una respuesta de cada carta, al cabo de seis u ocho meses; había un correo todos los meses, pero lo que se recibía estaba fechado de tres o cuatro meses antes.
Y sin embargo, ¡qué alegría al llegar el correo! Subíamos apresuradamente al cerro, cerca de la prisión donde estaba la casa del cartero, y como un tesoro nos llevábamos las cartas.
Cuando se retrasaban al salir, un día o una hora, había que esperar al mes siguiente.
Los deportados hicieron una fiesta a Rochefort y a nosotras. Durante ocho días nos paseamos por la península como en una gira de placer. Después, en casa de Rochefort, es decir, en casa de Grousset y Pain, donde hicieron de adobe su habitación, hubo una cena a la que acudió Daoumi con chistera, lo que daba un toque jocoso a su perfil de salvaje. Luego cantó, con esa voz aguda de los cariacos, una canción del país de Lifon, con las extrañas semicorcheas. Más tarde tuvo la amabilidad de dictármela.
Canción de guerra
Ka kop... muy bello, muy bueno,
Mea moa... cielo rojo,
Mea ghi... hacha roja,
Mea iep... fuego rojo,
Mea rouia... sangre roja,
Anda dio poura... saludos, adiós,
Matels matels Kachmas... hombres valientes.
Solo conservo esta copla.
Había en esa cena una niña de doce años, Eugénie Piffaut, con sus padres.
Tenía unos ojos tan grandes, de un azul semejante al cielo de Caledonia, que iluminaban toda su cara. Ahora descansa en el cementerio de los deportados, entre una roca de granito rosa y el mar. Henri Sueren construyó para ella un monumento de barro cocido que a lo mejor han respetado los ciclones.
A los que morían allí les acompañaba el largo cortejo de los deportados, vestidos de blanco, llevando en el ojal una flor roja de algodón silvestre, parecida a la siempreviva. Este desfile por los caminos de la montaña era realmente hermoso.
El cementerio estaba ya poblado y florido; sobre el túmulo funerario de Passedouet había coronas llegadas de Francia.
Sobre el que cubre el cadáver de un niñito, Théophile Place, crece un eucalipto. Durante la deportación hubo flores en todas las tumbas; un suicida, Meuriot, duerme bajo el niaouli.[103]
El primero que murió se llamaba Beuret, y el cementerio conservó su nombre; la bahía del oeste conservó el de bahía Gentelet, que fue el primero en construir su choza.
La ciudad de Numbo, que recordaba a la ciudad de Troie, se construía poco a poco. Cada recién llegado le añadía su cabaña de adobe.
En el valle, Numbo tenía la forma de C, y en su punta este estaba la prisión, correos y la cantina; la punta oeste, un bosque cuyo saliente sobre pequeños montículos estaba cubierto de plantas marinas que se convertían poco a poco en terrestres; la transformación se podía realizar gracias a las olas que las bañaban de vez en cuando. En medio de la C, estaba la ciudad de una altura y en su extremo se hallaba el bosque del norte. En la carretera vivía la familia Dubos.
El hospicio dominaba las casas, situado por encima de dos barracas hechas con tablones una frente a otra; una era para las mujeres, la otra aún no tenía destino.
Le encontré uno al reunir en ella algunos jóvenes a quienes Verdure había empezado a dar clase. Algunos tenían verdaderas aptitudes: Sénéchal, Mousseau y Meuriot que de repente fue atacado por la nostalgia y quiso morirse, eran poetas.
Entre el bosque oeste y el mar hay una línea de rocas volcánicas, unas erguidas, semejantes a gigantescos menhires; las otras, parecidas a monstruos tendidos sobre la orilla; grandes losas de lava cubren una parte de la costa.
El mástil de señales domina el bosque oeste; las golondrinas lo cubren con una nube negra.
Dos veces al año, las lianas que cubren el bosque se llenan de flores, casi todas blancas o amarillas. Las hojas tienen toda clase de formas posibles. Las del tarot son en punta de flecha, hay otras como hojas de vid. La liana de manzanas de oro florece como el naranjo. La fucsia cubre la copa de los árboles con una nevada de colgantes de pendientes tan blancos como la leche.
Una liana de hojas de trébol florece en cestos suspendidos por un hilo y semejantes a la flor viva del coral. Otra tiene por flores millares de rojos colgantes de pendiente.
Hay arbustos cubiertos de minúsculos claveles blancos. La patata arborescente es un arbusto que tiene pequeños tubérculos en su raíz. La flor y la semilla son semejantes a las de la patata.
La alubia arborescente, cuya flor azul está sombreada de negro, es quizá la única que no tenga los colores amarillo, blanco ni rojo.
El color violeta está representado por minúsculos pensamientos silvestres que crecen entre pequeñas enredaderas rosas y grandes resedas inodoras.
Hay ricino por todos lados en los bosques, sobre las rocas, en la maleza. Durante los últimos días, cuando íbamos a regresar, habiendo pedido desde hacía mucho tiempo gusanos de seda de ricino, distinguí un gran número de ricinos que estaban cubiertos de ellos.
En este país, las plantas de algodón son múltiples, y numerosos los insectos que tejen; la araña de seda tiende en los bosques sus gruesos hilos de plata.
Allí ningún animal es venenoso, pero muchos fascinan a su presa: el escorpión atrae a los insectos, la mosca azul fascina a la cucaracha, la halaga, la hechiza y se la lleva a un agujero donde la sorbe.
Cada árbol tiene su insecto igual a su corteza o a su flor.
La oruga del niaouli no se distingue de la rama, e innumerables familias de chinches (cada árbol tiene la suya) brillan como piedras preciosas (carecen de olor). Como las fresas en nuestros bosques, los de Caledonia están rojos por los tomatitos del tamaño de cerezas, olorosos y frescos.
Millares de arbustos de flores de heliótropo, de madera blanca, y huecos como el saúco, tienen una baya semejante a las moras de zarza. Exprimidas, dan una gota de jugo, semejante al vino de Madeira.
La simiente ornada de una liana de flores amarillas en otro tiempo encontraba su analogía con una tortuga cuya especie ha desaparecido y cuyo caparazón aparecía decorado con los mismos grabados; el animal vivía sin miembros, excepto el cuello y la cabeza, bajo los mares donde se encuentran los caparazones vacíos, hacia las orillas.
Sobre una elevación emerge un alga marina con uvas violetas; se extiende más viva aún que en el agua, se convierte en terrestre enraizándose poco a poco en el suelo.
Así es como se forman y desarrollan, de la planta al ser, nuevos órganos dependiendo del medio.
Así de esta manera no sabemos utilizar aún el rudimentario órgano de la libertad, y vendrá el ciclón que construirá el nuevo mundo, el ser se aclimatará igual que esas algas se aclimatan a la tierra después de haber vivido en las agitadas ondas.
La mosca-hoja (la psilla) que vuela como si fuera un ramo de hojas, y a veces la mosca-flor, más rara todavía, se me aparecieron en los bosques en diez años, unas cuatro veces la una y dos la otra. Cuando un niaouli, cuya edad no conoce nadie, se desploma de pronto, se ve en el polvo que fue el árbol unos insectos más extraños todavía cuya especie ha desaparecido, y que se multiplicaban desde hace siglos y siglos, bajo la triple capa de la corteza blanca. Mueren al contacto del aire que no es el suyo.
Dos veces al año cae la nieve gris en forma de langostas. Las traen los vientos del desierto.
Allí por donde pasan estas abejas de las arenas, las plantaciones, las hojas de los bosques, la hierba de la selva, todo queda devorado, incluso los troncos de los árboles tienen mordeduras.
Quizá barriéndolos en fosos profundos, se obtendrían los abonos necesarios para la delgada capa de tierra vegetal.
Las langostas solo en último término, atacan a los ricinos que durante mucho tiempo se mantienen verdes en medio de la desertización general.
Ya he contado que había pedido larvas de gusanos de seda de ricino o incluso de morera para aclimatarles al ricino. Pero los sabios a quienes me dirigí los hacían primero ir a París, en lugar de enviármelos directamente desde Sídney, que está a ocho días de Caledonia. En las diversas peregrinaciones siempre llegaban fuera ya del capullo. Tenía que haber pensado que al estar el árbol, tenía que estar el insecto, y buscar con más perseverancia.
En medio del bosque del oeste, en una garganta rodeada de pequeñas elevaciones, impregnadas aún del acre olor de las olas, hay un olivo cuyas ramas se extienden horizontalmente como las de los alerces? jamás insecto alguno vuela sobre esas hojas brillantes, de gusto amargo. Sus frutos, unas aceitunas pequeñas, parecen también barnizadas y son de un verde oscuro.
No importa la hora ni la estación, siempre hay bajo su sombra una frescura de gruta, y lo mismo el pensamiento que el cuerpo, experimentan allí un repentino sosiego.
Pues bien, inyectando bajo la corteza de un árbol cargado de insectos su savia, se mezcla con la del árbol, y los insectos no tardan en abandonarlo.
En este país, donde la savia es fuerte, se pueden tratar las plantas como a los seres; un año en que todos las papayas de la península de Ducos morían de ictericia, se me ocurrió vacunar así a algunas, con la savia de las papayas enfermas. Cuatro de cada cinco se salvaron, todas las de la península murieron.
Hacia el centro del bosque del oeste había una higuera de la India que cortaron poco antes de nuestra marcha.
Jamás he visto insectos más extraños que los que se ocultaban a la sombra de aquella higuera, en las múltiples grietas de la roca: unos gruesos gusanos blancos como las larvas de los abejorros, pero con cuernos rameados en la cabeza como la de los renos.
Una clase de brote de color negro al iniciarse se recubre como con un sudario; es la primera fase de cualquier insecto desconocido, quizá de los psillas.
Si no se nos hubiera prohibido el alcohol, habríamos podido conservar aquellos extraños insectos en vías de trasformación.
Entre el bosque oeste y Numbo, hay una serie de niaoulis retorcidos por los ciclones, espaciados como hileras de espectros, y en los claros de luna sus troncos blancos se ven raros. Las ramas semejantes a brazos de gigantes se levantan llorando por el avasallamiento de la tierra natal.
Cuando las noches son oscuras, se ve fosforescentes a los niaoulis. La oruga del niaouli es del color de las ramas y se metamorfosea en una especie de libélula, sus alas y su cuerpo se confunden con las hojas del árbol.
La hoja del niaouli da una especie de té amargo; más que el opio y el hachís, su flor provoca un letargo de fantásticos sueños arrullados por un ritmo semejante al de las olas.
Los takatas, sacerdotes, médicos, brujos de los canacos se toman la infusión de flores de niaouli para procurarse la visión del país de los blancos y otros considerados como proféticos. El niaouli es el árbol sagrado.
Los únicos animales son el pájaro blanco, lo bastante curioso para mirar de cerca lo que se está haciendo, el cagú elegante, el gigante imperial o notu, palomo con rugido de fiera, algunas tortugas sobre la tierra más firme, lagartos por todas partes, y enormes serpientes de agua, con colmillos muy cortos; por lo demás, ninguna planta, ningún animal tiene veneno en Caledonia. El vampiro caledoniano (el zorro volador, gran murciélago con cabeza de zorro) ni siquiera bebe sangre; se alimenta con más frecuencia de cocos que de pajarillos. Abundan las ranas, que croan con unas formidables voces. Moscas azules, avispas, cucarachas, dos veces al año la nieve gris de las langostas, y siempre la nube de mosquitos, multitud de peces de todas clases y colores, algunos gatos monteses, descendientes de los que allí dejó Cook, convertidos en pescadores y que a fuerza de apoyarse en las patas traseras al saltar, han adquirido cierta analogía de conejo. Ningún otro animal peligroso aparte de los tiburones. Aproximadamente esta es la fauna de Caledonia. Sin olvidarnos de la enorme rata, venida desde algunos naufragios. Decía que los animales de Caledonia no tienen veneno; si no lo tienen para el hombre, si entre ellos: la mosca azul pica a la cucaracha antes de saltarle los ojos, y es probable que le inyecte una especie de curare. La avispa, que caza en su nido a otras moscas, las anestesia para que sirvan todavía de alimento a sus crías, poniendo los huevos alrededor de las víctimas.
Entre el brezo rosa, en la cima de los altozanos del bosque oeste, sobre rocas derruidas como ruinas de fortaleza, las lianas de transparentes y frágiles hojas, con perfumadas flores, son el retiro de grandes ciempiés, que se enlazan como serpientes alrededor de otros insectos después de atraerlos; en esos mismos brezos, una araña parda velluda como un oso, devora a su marido una vez que ha dejado de gustarle, preocupándose de envolverlo en su tela.
Otro monstruo de insecto, también una araña, permite a otras arañas más pequeñas que trabajen en su tela, sin duda para comérselas a su antojo.
Vimos mariposas blancas pero solo al tercer año de nuestra estancia en la península Ducos. ¿Son trianuales, o sería el resultado del nuevo alimento, traído a los insectos por las plantas de Europa, sembradas en la península?
Con frecuencia vuelvo a ver aquellas playas silenciosas, en las que, bajo los manglares, se oye de golpe, sin ver nada, el chapoteo del agua removida por una pelea de cangrejos, donde la agreste naturaleza y las desiertas ondas parecen tener vida.
Cada tres años, los ciclones, los vientos y el mar aúllan, rugen, mugen el canto de la tempestad. Parece entonces que el pensamiento se detiene y que el viento y las olas te llevan entre la noche del cielo y la del océano. A veces, un inmenso relámpago rojo rompe la sombra, otras veces es lívido.
El ruido formidable del agua que cae a torrentes, el enorme soplo del viento y del mar, todo esto se junta en un coro soberbio y terrible.
Los ciclones por la noche son más hermosos que por el día.
El mar tiene soberbias fosforescencias en las noches caledonianas, donde en el azul intenso del cielo las constelaciones parecen estar muy cerca. En Caledonia no hay crepúsculo, sino un instante en que el sol, al desaparecer, ilumina el mar.
La choza de Rochefort estaba en lo alto, la de Grenet en el agujero de una roca, rodeada por un jardín que cubría la mitad de la montaña. Cuando se aburría, con grandes golpes de pico atacaba la tierra cruel, compitiendo con Gentelet que removía el otro flanco de las alturas.
Torciendo un poco en el camino de Tendu, estaba la choza de L'Heureux, donde tocaba la guitarra que fabricó Croiset en la misma península, con palo de rosa. Su cabaña estaba en el mismo camino. Del otro lado, no lejos de correos, en un pequeño otero, vivía Place. Allí nacieron su primogénito, que murió muy pequeño, y sus dos hijas. Bajando, se encontraba la de Balzen, que con el pretexto de que era de Auvergne, convertía las viejas latas de conserva en utensilios para nuestro uso; también se dedicaba a la química, haciendo esencia de niaouli, en unión del viejo blanquista Chaussade.
Una cabaña cubierta por completo de enredaderas, cerca de la barraca de las mujeres, era la de Penny, que vivía con su mujer y sus hijas, una de ellas, Augustine, nacida en la península.
Más lejos la fragua del padre Malezieux, donde nos hacia con viejos pedazos de hierro podaderas, útiles de jardín y un sinfín de cosas.
Muy cerca vivía Lacourt, y un poco más allá Provins, uno de los tamborileros de los federados que con más ardor tocó a generala en los días en que París debía estar en pie.
Con dos aberturas que parecen ventanas, un hermoso macizo de euphorbias en la entrada y dentro algo que se asemeja a una biblioteca: es la choza de Bauër.
La de Champi, muy pequeña, está en el altozano de Numbo. Un día que estábamos siete u ocho alrededor de la mesa, pensamos reventarla, empujando cada uno por su lado. Al norte también está la casa de arcadas verdes, de Régère.
Está además la gran cabaña de Kervisik, del lado del hospicio, donde vive Passedouet mientras llega su mujer. La de Burlot, arriba sola, cerca de la de Royer, y la del viejo Mahile al borde del mar, en Tendu; las veo todas de nuevo. Su enumeración ocuparía un volumen, pobres chozas de adobe, cubiertas de brezo, que desde las alturas, parecían una gran ciudad de los tiempos antiguos.
La evasión de Rochefort y de otros cinco deportados, Jourde, Olivier Pain, Paschal Grousset., Bullière y Granthille, trastornó a la administración caledoniana. Se reunió un consejo de guerra. El gobernador, Gautier de La Richerie, estaba de viaje de exploración en uno de los barcos de vigilancia de los deportados; el segundo barco estaba en la isla de los pinos. Hacía ya cuarenta y ocho horas que los evadidos se habían marchado y todos los guardianes temblaban temiendo ser despedidos. Cuanto mayor era la alegría en la península Ducos más furiosos se ponían.
Al pasar lista los vigilantes vieron que faltaban Rochefort, Olivier Pain y Granthille. De momento no comprendían lo sucedido. Los demás deportados sin embargo se dieron cuenta rápidamente, respondiendo cosas con las que confundir y ganar tiempo. Al llamar a Bastien Granthille, alguien gritó: “Bastien tiene unas botas y ha ido a ponérselas”.
Ante la desesperada llamada a Henri Rochefort, varios dijeron: “Ha ido a encender su farol”, otros: “Ha prometido que volvería”, y otros más: “Vamos a ver si viene”.
Las autoridades en aquel momento estaban demasiado alarmadas para poder castigar, por lo que se reservaban para más tarde. El espectáculo de la espontánea alegría que reinaba entre los deportados enfurecía de tal modo a los capataces que incluso rompieron las cortinas, ¡que no tenían ninguna culpa!, al ir a buscar algo que les pusiera sobre la pista en las chozas de los evadidos.
Desde el jueves nadie había visto a los fugitivos, y estábamos ya a sábado, por lo tanto estaban a salvo.
La barca del cantinero Duserre había sido utilizada por Granthille para acudir al encuentro de los evadidos de la península. Fue castigado a quince días de calabozo, porque la pobre barca, aunque hundida con ayuda de grandes piedras en el mar, regresó de repente a causa del oleaje, subiendo a la superficie, lo que parecía demostrar la complicidad de Duserre.
Bien está lo que bien acaba, con lo que no solo se le pagó la barca, sino que, obligado a marcharse a Sydney, llegó a vivir allí más holgadamente que en Numea, donde el comercio es escaso, exceptuando la trata de los nativos para el alistamiento.
En algunas páginas de mis Memorias, editadas por Roy, de la calle Saint-Antoine, figuran cartas en las que se cuenta la conducta del gobierno colonial de Caledonia, con motivo de la evasión de Rochefort.
Después de su evasión, los señores Aleyron y Ribourt, enviados para aterrorizar a los deportados, probablemente con el fin de hacer regresar a Rochefort, tuvieron la ridícula idea de apostar durante cierto tiempo en las alturas que rodean Numbo, a varios centinelas que parecían estar representando La Torre de Nesle, con grandiosos decorados.
A intervalos regulares, en la cima de las montañas se oía: “¡Centinela, alerta!”, y en las noches claras las siluetas negras de los centinelas se dibujaban en las cumbres en el intenso claro de luna.
Algunos de aquellos centinelas tenían una hermosa voz, era muy agradable. Salíamos alas puertas de las chozas para oírles y verles.
Después se fueron quedando afónicos, y nos aburrimos de las siluetas. Perdió su atractivo, pero aún seguía siendo bonito.
Después de las ridiculeces llegaron las cosas odiosas: a los deportados se les privó de pan. Aun desdichado, medio enloquecido por el espanto de todo lo que había visto, le dispararon como a un conejo, porque regresaba un poco tarde a su choza.
Bajo el gobierno de Aleyron y Ribourt no nos privábamos de pasar de contrabando cartas en las que su conducta se sacaba a la luz en las revistas de Sydney o en las de Londres.
Me quedan algunas cartas que fueron publicadas así:
Península Ducos, 9 de junio de 1875
Queridos amigos,
He aquí los documentos del traslado que les hablé,
Traslado al que no hemos accedido hasta después de que escucharan nuestras protestas: 1° la forma en que se dio la orden; 2° la manera en que teníamos que habitar ese nuevo campamento de barracas.
El caso es que ocupar un rincón u otro de la península nos es indiferente; pero la insolencia del primer anuncio era insoportable, teníamos que poner nuestras condiciones y no consentir el cambio de residencia hasta que se aceptaran estas condiciones.
Así se ha hecho.
He aquí la copia del primer anuncio puesto el 19 de mayo de 1879 en Numbo. Las órdenes del gobierno se nos trasmiten con estos anuncios, y con la fórmula el deportado tal, con número tal, es como se responde.
DECISIÓN
19 de mayo de 1875Por orden de la dirección, las mujeres deportadas cuyos nombres se citan a continuación abandonarán el campo de Numbo el 20 del corriente para ir a vivir a la bahía del oeste en el alojamiento que les está destinado: Louise Michel n°1; Marie Smith n°3; Marie Cailleux n°4; Adèle Desfossés n°5; Nathalie Lemel n°2; la mujer de Dupré n°6.
He aquí nuestras protestas:
Numbo, 20 de mayo de 1875
La deportada Nathalie Duval, mujer de Lemel, no se niega a habitar la barraca que le asigna la administración; pero hace observar:
1º Que está imposibilitada para llevar a cabo la mudanza por sí misma.
2° Que no puede ni procurarse ni cortar la madera necesaria para cocinar sus alimentos.
3º Que ha construido dos gallineros y ha cultivado una porción de terreno.
4º En virtud de la ley que sobre la deportación dice: los deportados podrán vivir por grupos o por familias permitiéndoles elegir las personas con las que quieran establecer relaciones, la deportada Nathalie Duval, mujer de Lemel, se niega a la vida común si no se dan estas condiciones.
Nathalie Duval, mujer de Lemel n°2
Protestas:
Numbo, 26 de mayo de 1875
La deportada Louise Michel n°1 protesta contra la medida que asigna a las mujeres deportadas un domicilio alejado del campo, como si su presencia en él constituyera un escándalo. La misma ley rige a los deportados tanto hombres como mujeres. No se tiene por qué añadir un insulto no merecido.
Por mi parte, no puedo trasladarme a ese nuevo domicilio sin que los motivos por los que nos envían, aún siendo decorosos, se hayan hecho públicos por anuncio, así como la manera en que nos tratarán.
La deportada Louise Michel declara, que en el caso de que los motivos fueran insultantes, no cejará en su protesta, suceda lo que suceda.
Louise Michel, n°1
Formuladas nuestras protestas, al día siguiente se nos advirtió que teníamos que efectuar el cambio de domicilio durante el día, cosa que no hicimos. Estábamos absolutamente decididas a no salir de Numbo antes de que se atendieran nuestras justas protestas y declaramos que estábamos dispuestas a ir a prisión si querían, pero en modo alguno nos molestaríamos en hacer el cambio de domicilio.
Afirmando por lo demás, que una vez reparado el insolente anuncio y dispuestos nuestros alojamientos en la bahía del oeste, de manera que no nos molestáramos las unas a las otras, no teníamos ninguna razón para preferir un sitio a otro. Idas y venidas, amenazas del guardián jefe, que muy molesto, volvió a caballo por la tarde para parecernos más imponente, y chasquidos del caballo, que aburrido por la larga pausa de su amo ante nuestras chozas, se lo lleva más deprisa de lo que desea al campamento militar.
Llegada, tres o cuatro días después, del director de la deportación, acompañado por el comandante territorial, que prometen, por medio de un segundo anuncio, atender nuestras reclamaciones y separar con pequeñas chozas, el campamento de la bahía del oeste en donde podríamos vivir de dos en dos o de tres en tres, según quisiéramos, con objeto de permitir a aquellas cuyas ocupaciones sean semejantes que se agrupen.
Una parte de los compromisos se cumplió inmediatamente; pero hasta que no lo fueron por completo, no hubo manera de hacernos salir de Numbo, y como no había sitio para nosotras en la prisión, decidieron llegar hasta el final.
Ahora estamos en la bahía del oeste, y es triste para la señora Lemel a la que sus dolencias no le permiten casi caminar; por eso no me atrevo a alegrarme de la proximidad del bosque, que me gusta tanto.
Tal es sin pasión ni acritud, el relato de nuestro traslado de Numbo, península Ducos, a la bahía del oeste, igualmente península Ducos.
Louise Michel n°1
Bahía del Oeste, 9 de junio de 1873
La siguiente carta tenía que haber sido la primera por orden de fecha, pero llegó más tarde a la revista australiana que la publicó.
18 de abril de 1876, Numbo
Nueva Caledonia
Queridos amigos,
A causa de las varias evasiones ocurridas hace poco, deben ustedes conocer la situación aproximada en la que se encuentran los deportados, es decir las vejaciones, abusos de autoridad, etc., de los que Ribourt, Aleyron y consortes son responsables. Ustedes saben que bajo el almirante Ribourt el secreto de la correspondencia fue abiertamente quebrantado, como si los pocos hombres que sobrevivieron a la hecatombe del 71, a través del océano asustaran a los asesinos.
También saben, que bajo el coronel Aleyron, el héroe del cuartel Lobau, un guardián disparó contra un deportado, en su propia casa. Sin saberlo, había infringido los límites para ir a buscar leña; antes otro guardián había disparado contra el perro del deportado Groiset, al que hirió estando entre las piernas de su amo. ¿Apuntaba al hombre o al perro?
¡Cuántas cosas después! Me parece que voy a olvidar un montón, porque son muchas; pero ya irán saliendo.
Ya sabían ustedes que ajustándose a la simple ley de la deportación se privaba de pan a los que se presentan cuando pasan lista sin formar militarmente en dos filas. A ese respecto la protesta fue muy enérgica y se demostró que, a pesar de las divisiones surgidas entre nosotros, creadas por gente intencionadamente introducida y completamente ajena a la causa, los deportados para nada se han olvidado de la solidaridad. Después han privado de víveres, a excepción del pan, de la sal y de las legumbres, a cuarenta y cinco deportados, por haber sido hostiles a un trabajo que no existía más que en la imaginación del gobierno.
Cuatro mujeres han estado igualmente castigadas porque dejaban mucho que desear en cuanto a conducta y moralidad, lo que es absolutamente falso. El deportado Langlois, esposo de una de esas señoras, que respondió enérgicamente por su mujer puesto que jamás le ha dado ningún motivo de queja, ha sido condenado a dieciocho meses de prisión y tres mil francos de multa.
Place, conocido por Verlet, respondió igualmente por su compañera cuya conducta merece el respeto de todos los deportados, y fue condenado a seis meses de prisión y a quinientos francos de multa, y lo que es peor, lo que nada en el mundo podrá devolverle, su hijo nacido durante su prisión preventiva murió a consecuencia de los tormentos sufridos por su madre que le amamantaba.
No se le permitió ver a su hijo vivo.
Otros deportados han sido condenados. Cipriani, cuya dignidad y valor son conocidos, a dieciocho meses de prisión y tres mil francos de multa. Fourny, parecida condena por unas cartas insolentes, bien merecidas por la autoridad.
Últimamente, el ciudadano Malezieux, decano de la deportación, estaba sentado por la noche ante su choza en compañía de los deportados que trabajan con él, fue acusado de escándalo nocturno por un guardián ebrio, que le golpeó, y fue además llevado a la prisión.
Con nuestros amables vencedores, lo cómico se mezcla con el rigor; aquellos que desde su llegada han trabajado más, están en la lista de los eliminados. Un deportado puede estar en las dos listas a la vez.
Puede comprobarse con el diario oficial de Numea. En la una figura como castigado por negarse a trabajar; en la otra recompensado por su trabajo.
Paso por alto una provocación. Al pasar lista por la tarde, días antes de la llegada del señor de Pritzbuer. Un guardián muy conocido por su insolencia, amenazaba a los deportados revólver en mano. Se respondió a esta provocación, así como a otras, con el más profundo desprecio. Los señores Aleyron y Ribourt trataron de justificarse después. Es probable que a la primera lista de eliminados le sigan otras, y como el trabajo no existe, todas las comunicaciones han sido cortadas desde hace mucho tiempo para poder intentar algo, y además el oficio de cierto número de deportados exige unos primeros gastos que les es imposible hacer, pueden ustedes juzgar la situación.
En todo caso, estas cosas habrán servido para descubrir hasta dónde pueden rebajarse los vencedores con su odio; no es malo saberlo, pero no para imitarlos, ya que no somos ni verdugos ni carceleros, sino para conocer y publicar las hazañas del partido del orden, a fin de que su primera derrota sea definitiva.
Hasta la vista, que será pronto quizá si la situación exige que aquellos que no tienen mucho apego a su vida la arriesguen para ir a contar allí los crímenes de nuestros dueños y señores.
Louise Michel nº1
Se comprenderá sin esfuerzo, después estos pocos hechos, por qué respondí, en la solicitud de testimoniar que se me hizo al regreso, de esta manera:
Cámara de diputados
Comisión núm. 10Al señor presidente de la comisión de investigación del régimen disciplinario de Nueva Caledonia
París, 2 de febrero de 1881
Señor presidente,
Le agradezco su deferencia al llamarme como testigo en lo que atañe a los establecimientos penitenciarios de Nueva Caledonia,
No dejo de aprobar el esclarecimiento que nuestros amigos quieren efectuar sobre esos distanciados matones, pero no acudiré a declarar contra los bandidos Aleyron y Ribourt en este momento en el que el jefe del Estado es el señor de Gallifet, a quien he visto fusilar a los prisioneros.
Si privaban de pan a los deportados, si les provocaban al llamarles los vigilantes a revista revólver en mano, si disparaban a un deportado que regresaba por la noche a su concesión, esa gente no había sido enviada allí para tenernos sobre un nido de rosas. Cuando Barthélemy Saint-Hilaire es ministro y Maxime Du Camp está en la Academia;
Cuando ocurren hechos como la expulsión de Cipriani, la del joven Morphy y tantas otras infamias; cuando el señor de Gallifet puede de nuevo extender su espada sobre París y cuando la misma voz que reclamaba todas las severidades de la ley contra los bandidos de la Villette se alce para absolver y glorificar a Aleyron y a Ribourt, mejor me espero a la hora de la gran justicia.
Le ruego acepte, señor presidente, el sentimiento de mi mejor consideración.
Louise Michel
En el momento, hacia el 77, en que la extrema izquierda preguntó me parece al ministro Baïaut, por qué tantos honorables hombres no habían sido amnistiados, contestó que algunos de ellos habían rechazado la medida y reivindicado su responsabilidad. ¿Por qué, replicó Clemenceau, quiere usted que aquellos que han padecido los horrores de la represión los olviden? Usted dice que no olvidarnos; si usted no olvida nada, sus adversarios lo recordarán. Tenía razón Clemenceau. Rechazábamos el perdón, porque era nuestro deber no desacreditar la revolución por la que París fue ahogada en sangre.
El final de mi carta del 18 de abril estaba relacionada con un proyecto en el que trabajábamos, la señora Rastoul y yo. Por medio de una caja llena de hilos y otros objetos de este género, que iba y venía de la península Ducos a Sydney, donde ella vivía la enviamos pegada entre dos papeles que iban en el fondo de la caja.
Pensábamos que una noche después de que pasaran lista yo podía, a través de las cimas de las montañas, alcanzar el camino del bosque del norte, más allá de los puestos de los guardias, y por el bosque norte y el puente de los Franceses, donde más que agua a menudo lo que hay es fango marino, llegar con muchas precauciones por el cementerio a Numea.
De allí, alguien a quien la señora Rastoul tenía que prevenir me hubiera ayudado a coger el correo, que ella habría pagado.
Una vez en Sydney, trataría de conmover a los ingleses con el relato de las hazañas de Aleyron y Ribourt, esperando que una goleta tripulada por valientes marinos volvería conmigo en busca de las demás.
De no ser así yo misma regresaría; porque solo éramos veinte mujeres deportadas, y tenían que ser las veinte o ninguna.
Pero fue nuestra caja la que no volvió. Supe a mi regreso, al pasar por Sydney, que en el momento mismo en que yo debía recibir el aviso convenido para realizar nuestro proyecto descubrieron la carta y la caja.
La administración de Nueva Caledonia no me habló jamás de este proyecto, descubierto en el momento en que iba a tener éxito.[104]
Sesenta y nueve esposas de deportados habían sido transportadas en el Fénelon para valerosamente compartir la miseria de sus maridos.
Hubo algunas bodas en la península. Henri Place se casó con Marie Cailleux, muchacha de una gran dulzura que con mucha valentía había luchado en las barricadas en los días de mayo.
Langlais se casó con Elisabeth de Ghy. Los matrimonios de deportados eran numerosos. Las señoras Dubos, Arnold, Pain, Dumoulin, Delaville, Leroux, Pifiaut y otras varias habían vuelto a hacer una vida de familia; los niños crecían bajo los niaoulis, más felices que aquellos cuyo único asilo fue el correccional por ser hijos de fusilados.
Los deportados simples de la isla de los pinos estaban más privados que nosotros de correspondencia, porque estaban a veinte leguas mar adentro, sin más comunicaciones que las cartas que pasaban por la administración.
Unos se volvieron locos, como Albert Grandier, redactor del Rappel, cuyo delito fue un puñado de artículos; otros perdían la paciencia, se volvían irascibles. Cuatro fueron condenados a muerte y ejecutados por haber golpeado a uno de sus delegados; uno de ellos no era más que un amigo de los otros y no se haba metido en nada.
Les hicieron pasar por delante de sus ataúdes, cosa que realizaron sonriendo, liberados de la vida.
El pelotón de ejecución temblaba y los condenados tuvieron que tranquilizar a los soldados.
Saludaron a los deportados y aguardaron sin palidecer.
La administración no quiso entregar sus cadáveres. Se pintaron de rojo los postes del patíbulo, y se mantuvieron en el mismo lugar durante el resto de la deportación.
Los deportados de la isla de los pinos, cuando se les condenaba a prisión, sufrían su pena en la península Ducos; así nos enterábamos de su triste vida.
El 11 de marzo del 75, veinte deportados de la Isla de los Pinos intentaron huir a Australia, en una barca construida por ellos mismos. El 18 de marzo de ese mismo año el mar devolvió a la costa los restos de la embarcación: ni una prenda, ni un trozo de manta, ni un cadáver.
¿Fueron devorados por los tiburones o quizá los nativos de alguno de esos archipiélagos diseminados en el océano, se los llevaron tan lejos entre esos islotes ignorados, que no pudieron alcanzar otras tierras? Aquellos veinte se llamaban Rastoul, Sauvé, Savy, Demoulin, Gasnié, Berger, Chabrouty, Roussel, Saurel, Ledra, Leblanc Louis, Masson, Duchêne, Galut, Guignes, Adam, Barthélemy, Palma, Gilbert, Edat.
Aquel mismo 18 de marzo en que fueron encontrados los restos de su embarcación, moría Maroteau, en el hospicio de la isla Nou.
La isla Nou es el más oscuro círculo del infierno.
Allí estaban Allemane, Amouroux, Brissac, Alphonse Humbert, Le-vieux, Cariat, Fontaine, Dacosta, Lisbonne, Lucipia, Roques de Filhol, Trinquet, Urbain, etc. Eran los más queridos por ser los más afectados. Condenados a llevar doble cadena, arrastrando la bola cerca de los más reputados criminales, padecieron al principio sus insultos, pero luego se hicieron respetar.
Dos brazos que se unen por encima no de una cabeza, sino rodeando una rada, tal es la península Ducos y la isla Nou, entre los hombros, con Numea en el fondo de la rada.
Desde la bahía del oeste se ven las construcciones de la isla Nou, la granja y una batería de cañones por el mismo lado. ¡Cuánto tiempo nos quedábamos en La orilla, contemplando aquella desolada tierra!
Hacia el final de la deportación los de la isla Nou vinieron a vivir a la península Ducos, fue una alegre fiesta, la única que tuvimos desde el 71, pero nos valió para mucho.
La administración utiliza contra las evasiones a los canacos más brutos. Que están adiestrados para sujetar a los evadidos a un palo que llevan entre dos, con los brazos y las piernas atadas juntas, de la misma manera que hacen con los cerdos Esto es lo que se llama la policía indígena. Es extraño que no hayan hecho venir a algunas compañías regulares de París para ayudarles, y recíprocamente que no se envíen a Francia.
No todos los canacos están tan corrompidos: no pudieron aguantar las veja dones que les infligieron e iniciaron una rebelión que abarcaba varias tribus.
Los colonos (aquellos que la administración protegía, se entiende) habían secuestrado a una mujer canaca. Sus ganados iban a pastar hasta la puerta de las chozas, y les distribuían tierras sembradas por las tribus. La más indómita de estas tribus, la del gran jefe Atai, arrastró a las demás.
Enviaron a las mujeres a llevar patatas, taros y ñames a las cavernas; el hacha de guerra fue desenterrada y la sublevación comenzó; del lado de los canacos con hondas, lanzas y mazas; del lado de los blancos con cañones de montaña, fusiles y todas las armas de Europa.
De su lado Atai tenía un bardo de piel cetrina, todo torcido, y que cantaba en la batalla; era takata, es decir, médico, brujo, sacerdote. Es probable que los pretendidos albinos vistos por Cook en aquellos parajes fuesen algunos representantes de una raza en extinción, quizá aria, extraviados en el transcurso de un viaje, o sorprendidos por una revolución geológica. Quizá Andia era el último representante.
A Andia el takata, que cantaba cerca de Atai, le mataron en combate, su cuerpo estaba retorcido como los troncos de los niaoulis, pero su corazón era noble.
¡Extraña circunstancia! Andia había hecho una gaita según la tradición de sus antepasados. Pero tan salvaje como aquellos con los que vivía, la había hecho con la piel de un traidor. Andia, ese bardo de cabeza gorda, con una estatura de enano y ojos azules llenos de luz, murió por la libertad de la mano de un traidor.
Al propio Atai le mató un traidor.
Según la ley canaca, aun jefe no le puede golpear más que otro jefe o un delegado.
Nondo, jefe vendido a la administración, delegó sus poderes en Segon, entregándole el arma que debía matar a Atai.
Entre las cabañas negras y Amboa, Atai con algunos de los suyos, regresaba a su campamento cuando destacándose de la columna de los blancos, Segon señaló al gran jefe, reconocible por la blancura de nieve de sus cabellos.
Con la honda enrollada en torno de su cabeza, teniendo en la mano derecha un sable arrebatado a los gendarmes, y en la izquierda un tomahawk, rodeado de sus tres hijos y con ellos el bardo Andia, que utilizaba la lanza como una jabalina. Atai hizo frente a la columna de los blancos.
Vio entonces a Segon, y dijo: —¡Vaya! Aquí estás.
El traidor se tambaleó bajo la mirada del viejo jefe pero, queriendo acabar pronto con él, le arrojó una lanza que le atravesó el brazo derecho. Atai levantó entonces el tomahawk, que sujetaba con la mano izquierda. Sus hijos caen, uno muerto y los otros heridos. Andia se abalanza gritando: ¡Tango! ¡Tango! ¡Maldito, maldito!, y cae herido de muerte.
Entonces, a hachazos como se derriba un roble, Segon golpea a Atai. El anciano jefe se lleva la mano a la cabeza casi separada del tronco, y solo después de varios golpes más queda inmóvil.
Entonces los canacos lanzaron el grito de muerte, que se trasmitió como un eco a través de las montañas.
Cuando la muerte del oficial francés Gally Passeboc, los canacos saludaron a su enemigo con ese mismo grito de muerte, porque ante todo admiran a los valientes. La cabeza de Atai fue enviada a París; no sé lo que pasó con la de Andia.
Que a su memoria se eleve este canto de Atai:
El takata en el bosque ha cogido el adueke, la hierba de guerra, la rama de los espectros, Los guerreros se reparten el adueke que les vuelve terribles y cura las heridas.
Los espíritus soplan la tempestad, los espíritus de los padres esperan a los valientes amigos o enemigos; los valientes son bien recibidos más allá de la vida.
Que los que quieren vivir se marchen. He aquí la guerra, la sangre va a correr como el agua; es preciso que el adueke también quede rojo de sangre.
Se ha vengado hoy a Atai. El traidor que tomó parte en la rebelión con los blancos, desposeído, desterrado, comprende su crimen.
Entre los deportados, unos estaban de parte de los canacos, otros en contra. Por mi parte, estaba totalmente de su lado. Se producían tales discusiones entre nosotros que un día, en la bahía del oeste, todo el puesto de guardia bajó para enterarse de lo que ocurría. Eramos solo dos, gritando como treinta.
Nos traían los víveres a la bahía los sirvientes, unos vigilantes canacos; eran muy dulces, se envolvían lo mejor que podían en sus andrajos, y por su ingenuidad y su astucia era muy fácil confundirles con los campesinos de Europa.
Una noche de tormenta durante la insurrección canaca, oí llamar a la puerta de mi compartimento en la choza. ¿Quién es? pregunté. —Taïau, respondieron. Reconocí la voz de nuestros canacos, los que nos traían los víveres (taïau significa amigo).
En efecto se trataba de ellos, venían a despedirse de mí antes de alejarse a nado bajo la tempestad para unirse a los suyos y combatir a “blancos malvados”, decían ellos.
Entonces, dividí la banda roja de la Comuna, que había conservado a través de mil dificultades, y se la di como recuerdo.
Ahogaron en sangre la insurrección canaca y las tribus rebeldes fueron diezmadas; están extinguiéndose sin que por ello la colonia sea más próspera.
Una mañana, en los primeros tiempos de la deportación, vimos llegar, con sus grandes túnicas blancas, a unos árabes deportados por haberse sublevado ellos también, contra la opresión. Aquellos orientales, presos lejos de sus tiendas y de sus rebaños, eran sencillos y buenos y tenían un gran sentido de la justicia, por lo cual no comprendían en absoluto por qué habían obrado de aquella manera con ellos. Baüer, que en absoluto compartía mi afecto por los canacos, sí compartía el que profesaba a los árabes, y creo que todos volveríamos a verles con gran placer. Conservaban una entusiasta simpatía por Rochefort.
¡Algunos de ellos siguen en Caledonia y probablemente no saldrán de allí jamás!
Uno de los pocos que han vuelto, El Mokrani, al acudir al entierro de Victor Hugo, vino a Saint-Lazare, donde estaba entonces, creyendo que podría comunicar conmigo, pero como no se había provisto de un permiso, le fue imposible.
Durante los últimos años de la deportación, aquellos cuyas familias se quedaron en Francia, y a los que se les hacía larga la separación, sobre todo los que tenían hijos pequeños, recibían cartas en las que les hablaban de una próxima amnistía. Pero el tiempo pasaba sin que llegara la amnistía y muchos de los desdichados que habían creído en ella, confiando en las afirmaciones de amigos imprudentes, morían pronto. A menudo les acompañábamos en largas filas por los caminos de la montaña que llevaban al cementerio, que se iba llenando escrupulosamente. De esa época todavía tengo algunos versos:
En los soberbios claros de luna,
Los niaulis de blanco tronco
Se retuercen en las altas hierbas,
Atormentados por el esfuerzo de los vientos.
Allí desconocidas profundidades,
Los ciclones suben a las nubes
Y el amargo viento de los mares llorando todas las noches,
Con sus gemidos cubre a los helados proscritos.
Los niaoulis, etc.,
En los niaulis gimen los ciclones.
Sonad, vientos de los mares, vuestras monótonas trompas.
Es preciso que la aurora llegue,
Cada noche encierra una mañana,
Para el que la víspera no es más que un sueño.
Las olas se balancean, el tiempo pasa,
El desierto se hará ciudad.
En los bornes que la marejada sacude,
Se agitará la humanidad.
Apareceremos en esos tiempos
Igual que ahora vemos
Ante nosotros esas tribus salvajes
Cuyas rondas giran y giran,
Y de esas razas primitivas,
Mezclándose con la ya vieja sangre humana
Saldrán fuerzas activas,
Creciendo el hombre como el grano.
Sobre los niaulis gimen los ciclones,
Sonar, vientos de los mares, vuestras monótonas trompas.
2. El regreso
Los que habían pasado cinco años en la península Ducos, si su estado les permitía alimentarse podían ir a Numea, con la condición de que la administración no tuviera que proporcionarles ya víveres ni ropa.
Se entregaba un permiso de permanencia en el territorio, en el cual figuraba el estado civil, la filiación y al dorso:
Permiso de permanencia en el territorio
Por una decisión del gobernador, con fecha 24 de enero de 1879, el deportado tal, núm..., ha sido autorizado a establecerse en el territorio de Numea en casa de...
El deportado está obligado a presentarse para dar fe de su presencia, en la oficina de la dirección a las 7 de la mañana el día de la salida del correo para Europa; puede circular libremente en un radio de ocho kilómetros alrededor de su residencia, que no podrá cambiar sin una nueva autorización.
El deportado ya no tiene derecho ni a vestidos ni a ropa de cama, ni a los víveres de la administración. En caso de enfermedad, será admitido en los hospitales de la deportación, a condición de que pague los gastos de su tratamiento.
El subdirector del servicio de la deportación,
Orauer
Esta tarjeta me ha servido después varias veces de certificado de identidad.
Al tener mi título de maestra, al principio tuve como alumnos a los hijos de los deportados de Numea, con algunos otros de la ciudad. Más tarde el señor Simon, alcalde de Numea, me confió las escuelas de niñas en la ciudad para la enseñanza de canto y dibujo. Además tenía un buen número de clases a domicilio, desde las doce a las dos y también por la tarde.
Los domingos desde por la mañana hasta la noche, mi choza estaba llena de canacos que ponían toda su voluntad en aprender, a condición de que los métodos fuesen dinámicos y muy sencillos. Esculpían en relieve, con mucha gracia, flores de la región sobre unas tablitas que nos facilitaba el señor Simon. Las figuras tenían los brazos rígidos pero la captaban muy bien acentuando un poco la expresión del modelo. Su voz muy aguda al principio, adquiría cierta importancia después de un tiempo de solfeo. Jamás he tenido alumnos más dóciles ni más queridos; acudían de todas las tribus. Allí vi al hermano de Daumi, que era un verdadero salvaje, pero acudía para proseguir la obra interrumpida por la muerte de Daumi (aprender para su tribu).
El pobre Daumi se enamoró de la hija de un blanco, y cuando su padre la casó, murió de pena. Tanto por ella como por los suyos fue por lo que comenzó aquella gigantesca obra: aprenderlo que sabe un blanco. Se ejercitaba viviendo ala europea.
Los taïaus me contaron por qué en la insurrección, a pesar de los diez centavos que eternamente les retienen a los canacos y que multiplicarán todo el tiempo que vivan como servidores en torno a la misión, respetaron a los maristas: y es que esos religiosos les enseñan a leer.
Para ellos es un beneficio que les enseñen a leer, les compensa por todos los tributos.
En Numea, me encontré al buen y anciano Étienne, uno de los condenados a muerte de Marsella, cuya pena fue conmutada por la de deportación. Al señor Malato padre, al que profesaba una gran veneración el alcalde señor Simon, y en la factoría colonial a uno de nuestros marinos de la Comuna, el alférez de navío Cogniet, también a la señora Orlowska, que fue para nosotros como una madre, y a Victorine, que tenía bajo su dirección los baños de Numea y nos permitía utilizarlos siempre que quisiéramos. Allí fraternizábamos ampliamente.
Cuando abandoné la península Ducos para trasladarme a Numea, Burlot llevó sobre la cabeza hasta el barco la caja donde iban mis gatos. Nos encontramos con Gentelet que nos esperaba. “¿Piensa usted entrar en Numea con esos borceguíes?”, me dijo. “¡Pues claro que sí!” “De ningún modo”, me replicó, entregándome un envoltorio de papel gris que contenía un par de zapatos de Europa.
Gentelet, siempre que tenía trabajo, hacía regalos como este a los deportados. Una tras otra iba comprando botellas de vino para el 18 de marzo, que enterraba mientras tanto en la selva.
El último 14 de julio que pasé allí, entre los dos cañonazos del atardecer (el cañón es el que anuncia los días y las noches), a petición del señor Simon fuimos la señora Penaud, directora del pensionado de Numea, un artillero y yo a cantar La Marsellesa en la plaza de los Cocoteros.
En Caledonia no hay ni crepúsculo, ni aurora; la oscuridad cae de repente.
Sin verla, sentíamos removerse a la multitud en torno nuestro. Después de cada estrofa, el coro de agudas voces de los niños nos respondían, sostenidos a su vez por los cobres.
Oíamos a los canacos llorar entre el leve rumor de las ramas de los cocoteros.
El señor Simon nos mandó a buscar, y entre dos filas de soldados nos condujeron a la alcaldía. Pero los canacos también me mandaron buscar allí para ver el pilón y, excusándome ante los blancos, me marché con los negros (cargada de petardos y otras cosas por el estilo de parte del señor Simon).
La tribu que consentía organizaba su fuego en un inmenso campo que les reunía a todos. La diezmada tribu de Atai, tenía también su fuego; pero cuando comenzó la danza, los supervivientes, cinco o seis, pisaron la hoguera y con sus pies la apagaron en señal de duelo.
Estos fuegos son algo extraño, especialmente cuando en una sola fila todos pasan a través de las llamas. Pero esta circunstancia fue realmente solemne. Los demás consintieron en ceder a la tribu de luto lo que teníamos para todos ellos.
Poco después nos informamos de los últimos barcos, la amnistía estaba acordada. Al mismo tiempo me enteré de que mi madre había tenido una parálisis. Con mis clases y los cien francos mensuales que recibía de las escuelas me fue posible juntar un centenar de francos. Me sirvieron para coger el correo hasta Sydney, para poder llegar antes y verla todavía.
Antes de mi salida de Numea, y al coger el correo, encontré la negro muchedumbre de los canacos. Como no creía que la amnistía estuviera tan próxima, tenía que fundar una escuela en las tribus. Amargamente me lo recordaban, diciéndome: “¡Tú, no volver más!” Entonces, sin ninguna intención de engañarles, les contesté: “Sí que volveré”.
Mientras pude verlo desde el barco, contemplé la negra aglomeración en la orilla, y yo también lloré (¿Quién sabe si volvería a verlos?). He aquí cómo vi Sidney, con su magnífico y grandioso puerto, hasta tal punto que no creo haber visto nada tan espléndido, Rocas de granito rosa semejantes a gigantescas torres, con una abertura en medio como para los titanes, y como en Numea, como en Roma, siete colinas de un azul pálido bajo el cielo. No se puede uno cansar de mirar ese mágico decorado.
Allí mis papeles no eran suficientes (podía habérmelos encontrado, decían), incluso podría no ser la misma. Fue preciso que Duser, establecido en Sidney, certificara que era realmente yo. Con el pretexto de que había tenido ya problemas cuando la evasión de Rochefort, consintió esta nueva aventura, que no le produjo trastorno ninguno, puesto que Sidney era colonia inglesa.
También con el pretexto de que yo había ido voluntariamente, el cónsul, especie de florero salido de una pintura flamenca, no quería repatriarme con los otros diecinueve deportados. Como habían venido a trabajar a Sidney, podían irse de allí. Con la sangre fría que tengo para esas ocasiones, le dije que me satisfacía conocer su decisión, porque podía costearme el pasaje dando algunas conferencias.
—¿Sobre qué tema? preguntó.
—Sobre la administración francesa en Numea, que seguro despertará cierta curiosidad.
—¿Y qué dirá usted?
—Contaré lo que Rochefort no ha podido decir porque no lo ha visto: todas las infamias cometidas por Aleyron y Ribourt, también las causas de la rebelión canaca, y la trata de negros que se hace por medio de contratas. Ni sé además todo lo que le dije. Entonces, el florero me miró con unos ojos que querían ser malísimos, y casi aplastando la pluma sobre el papel que me dio, me dijo: —¡Se marchará con todos los demás! He creído siempre que en el fondo no era hostil. He aquí cómo los veinte hicimos el viaje de Sidney a Europa, embarcados en el John Helder, para llegar a Londres. El barco hizo escala en Melbourne, de aspecto menos bonito que Sidney, aunque es una gran ciudad desperdigada como un damero en la llanura.
Así dimos la vuelta al mundo por el canal de Suez. Enfrente de La Meca murió un pobre árabe, que amnistiado casi ya moribundo había prometido a Alá aquella peregrinación si es que regresaba. Alá se mostró poco generoso con él, mientras que a nosotros enemigos de los dioses, se nos deparó hasta el final el espectáculo del mar Rojo, del Nilo, donde se estremecen los papiros, en tanto que en las riberas, acostados los camellos de las caravanas alargan sus cuellos sobre la arena.
¡Qué extraña visión, la de las rocas con forma de esfinge y hasta el horizonte, la gran extensión de arena!
Todavía al final del viaje, nos esperaba la sorpresa de vagar ocho días por el canal de la Mancha. En medio de una niebla espesa, en la que solo se veían los faros del hn Helder, semejantes a estrellas errando al son de la campana de alarma, con continuo gemido de la sirena. Parecía un sueño.
La opinión general era que estábamos perdidos, y cuando al fin llegamos a la desembocadura del Támesis, los amigos que salieron a nuestro encuentro en barcas, lloraban de alegría.
Nos recibieron con los brazos abiertos. Encontramos allí a Richard, Armand Moreau, Combault, Varlet, Prenet, el anciano padre Maréchal, y otro mucho más anciano todavía, que en los primeros tiempos del exilio siendo panadero había ofrecido el abrigo de su horno y pan a los primeros huidos del matadero, el padre Charenton.
En la cena, en casa de la señora Oudinot, todavía estoy viendo a Dacosta, esperándonos en lo alto de la escalera, con los ojos llenos de lágrimas.
Muchos habían partido ya, pero pudimos decir a los que quedaban que felices fuimos allí, en la época de Aleiron, al recibir a través de todo, el osado manifiesto de los comuneros de Londres.[105]
Nos cantaron, como hacía diez años, la canción del buen hombre.
Buen hombre, buen hombre,
¡Ya es hora de que te despiertes!
¡Cuántos recuerdos y cuántas cosas que contarse!
¡Cómo pensábamos en los que yacen bajo tierra!
Nos llevaron al club de Rose Street; los compañeros ingleses, alemanes, rusos nos dieron la bienvenida y nos acompañaron a la estación de New Haven. Los amigos de Londres pagaron nuestro viaje, porque el cónsul solo había sufragado los gastos a costa de su gobierno, hasta Londres donde terminaba su travesía el John Helder.
En Dieppe, encontramos a Marie Ferré con la señora Bias, vieja amiga de Blanqui, y luego en París la multitud, la gran multitud tumultuosa que recuerda.
Volví a ver a mi madre, a mi anciano tío, a mi anciana tía... Los que no conocen a los revolucionarios, piensan que no quieren a los suyos, porque siempre los sacrifican a 1a idea; les quieren mucho más por el contrario, con toda la grandeza del sacrificio.
Renacía una vida revolucionaria, también crecía la idea por todos los dolores padecidos.
Nosotros, que en la península éramos seis anarquistas, encontrábamos grupos que habían hecho el mismo camino. No había ninguna necesidad de que para perdernos el señor Andrieux imaginara hacer un periódico anarquista. Para un hombre inteligente desde luego es una curiosa manera. De lo contrario habríamos actualizado nuestras ideas.
Hoy, que ya han pasado veintiséis años de la hecatombe, a través de la miseria y del sometimiento cada vez más terribles de los trabajadores bajo la fuerza, vemos el mundo nuevo cada vez más cercano.
Reconocemos lo que ya hemos visto igual que el vigía acostumbra a distinguir entre las nubes a lo lejos, la mancha que se convertirá en tempestad.
Es imposible decir en las pocas hojas que quedan, de este libro los acontecimientos ocurridos y realizados desde el regreso. Un volumen no estaría de más: se hará, si los hechos permiten demorarse mirando hacia atrás ese pasado que envejece hoy tan rápido.
Minuto a minuto, se hunde más el viejo mundo; la eclosión de la nueva era es inminente y fatal, no hay nada que pueda impedirlo, nada salvo la muerte.
Solo un cataclismo universal impediría el eoceno que se prepara.
Los grupos humanos han alcanzado la humanidad libre y consciente: es el desenlace.
Los vendidos jueces pueden repetir los procesos de malhechores a los más honrados, hacer sentarse a los inocentes en la saleta, dejando a los verdaderos culpables colmados de lo que llaman honores, y los dirigentes pueden llamar en su ayuda a todos los esclavos inconscientes. Nada de esto importa. ¡Es preciso que el día llegue! Y llegará.
Es porque es el fin por lo que las cosas empeoran; tanto lo han hecho desde la ley del 29 de julio de 1881, llamada ley infame, que entonces no se atrevieron a aplicarla y hoy lo hacen.
En el Courrier de Londres et de l'Europe, del 13 de enero de 1894, encuentro el informe sobre dichas leyes infames, que creo interesante reproducir aquí, ya que pocas personas las conocen en su totalidad (la razón es que no se creía que fueran aplicables).
Las Nuevas Leyes — Circular del Notario Mayor
El señor Antonin Dubost, Notario Mayor, Ministro de Justicia, dirige a los fiscales generales la siguiente circular:
Señor fiscal general,
Las leyes que acaban de votarse por las dos Cámaras, no modifican la política general del gobierno, que se mantiene conforme a la tradición republicana y las liberales y progresistas tendencias de la nación. Están destinadas a aumentar la eficacia de los medios indispensables para defender la seguridad pública amenazada por pretendidas doctrinas. El anarquismo persigue su realización con ayuda de los más odiosos atentados. Estas leyes tienen como único fin el mantenimiento del orden, que es una condición para el progreso.
Me parece conveniente llamar su atención sobre las principales disposiciones y sobre la aplicación de las mismas, que deberá usted realizar con vigilancia y firmeza.
Apología de los delitos
La ley del 29 de julio de 1881 dejaba impune la incitación al robo y a los delitos enunciados en el artículo 435 del Código Penal. La incitación directa a los delitos de asesinato, saqueo e incendio estaba penada, pero la apología de estos delitos escapaba a toda represión.
A partir de ahora aquellos que hagan apología del robo, asesinato, saqueo, incendio y otros delitos registrados en el artículo 435 del Código Penal, así como sus directos autores, serán castigados con mayores penas, que la nueva ley ha establecido, con el fin de asegurar una represión relacionada con la gravedad de las infracciones cometidas. El legislador ha identificado la apología de la provocación, porque en efecto la apología de los actos criminales constituye, bajo una forma indirecta, una incitación para cometerlos tan peligrosa como la directa provocación.
El artículo 49 de la Ley de 1881
La innovación más importante de la ley del 13 de diciembre de 1893 está en la modificación del artículo 49. Los individuos culpables de las infracciones enumeradas más arriba, así como aquellos que hayan provocado a los militares al desacato, quedarán bajo el régimen del derecho común desde el punto de vista de incautación de escritos y prisión preventiva. No habrá ningún motivo serio para sustraerse a la aplicación de las reglas del Código para la instrucción penal de delincuentes con el fin de que la justicia pueda actuar con rapidez y eficacia.
En interés del orden público, que ya no hay que demostrar, es importante que estas nuevas disposiciones sean aplicadas siempre que se cometan las infracciones. A este fin, de acuerdo con la autoridad administrativa, ejerza usted la vigilancia más activa, especialmente en ciertas reuniones públicas que han llegado a ser focos de agitación y de desorden, en las que se producen las más cobardes incitaciones al delito y en las que se aconseja abiertamente la propaganda por los actos. Tampoco dejará usted de comprobar y perseguir las provocaciones a los militares realizadas con el fin de apartarles de sus defieres y obediencia. En casos semejantes reprimir es defender a la patria.
Las asociaciones de malhechores
Si la ley del 29 de julio de 1881 era ineficaz para reprimir las incitaciones a cometer delitos, cuando estas incitaciones se escondían bajo la forma de apología, nuestra legislación penal además, no proporcionaba ningún medio legal para impedir la preparación de dichos delitos.
Así es como aprovechándose de un prolongado vacío legal, han podido constituirse grupos anarquistas, que aliados entre sí por una idea común, se dedican a la preparación de interminables series de atentados. Más tarde se establecen los acuerdos entre un considerable número de sus miembros, y la ejecución de los delitos concebidos a veces queda a la libre iniciativa de individuos que proceden aisladamente, para eludir así con más facilidad, las investigaciones de la justicia. Para alcanzar a todos los culpables, era indispensable modificar los artículos 265 y siguientes del Código Penal sobre asociaciones de malhechores. Las nuevas disposiciones castigan a la vez la asociación organizada, cualquiera que sea su duración o el número de sus miembros, e incluso toda entente establecida para cometer o preparar atentados contra las personas o las propiedades.
Al introducir en el nuevo artículo 265 las palabras “entente establecida”, el legislador ha querido dejar a los magistrados la facultad de apreciar, según las circunstancias, las condiciones en las que un acuerdo podría ser considerado como adoptado entre dos o varios individuos para cometer o preparar los atentados. El delito podrá así determinarse, abstracción hecha de todo comienzo de ejecución.
La deportación
El artículo 266 además de las penas decretadas, permitirá en adelante aplicar a los condenados la pena de la deportación. No se le escapará señor fiscal general, que en muchos casos, esta pena constituirá un eficaz medio de defensa social. Desde luego es importante, apartar de nuestra sociedad a unos hombres cuya presencia en Francia, al expirar su pena, podría constituir un peligro para la seguridad pública.
Tenencia de explosivos
Para finalmente completar las medidas adoptadas contra los partidarios de la propaganda por los hechos, era indispensable modificar el artículo 3 de la ley del 19 de junio de 1871, relativo a la tenencia de artefactos mortíferos o incendiarios. Todo individuo en posesión de artefactos de esta naturaleza, sin motivos legítimos, está ya bajo sospecha. Pero la ley de 1871 no podía prever todos los nuevos medios de destrucción.
El nuevo artículo 3 permitirá castigar, no solo la tenencia, sin motivo legítimo y sin autorización, de todo artefacto o toda fulminante pólvora, sino también la tenencia sin motivos legítimos de cualquier sustancia manifiestamente destinada a integrar la composición de un explosivo.
Recomendaciones
Estas son, señor fiscal general, las nuevas disposiciones que las Cámaras han introducido en nuestra legislación penal, para ponerle a usted en situación de contribuir a la defensa de las instituciones del orden, de una manera eficaz. Las aplicará con decisión. Ninguna infracción deberá quedar impune. La autoridad administrativa pondrá todos los medios de que dispone al servicio de la justicia. Se ajustará usted a ella en cualquier circunstancia, convencido de la idea de que no hay gobierno verdadero y de que el gobierno no puede ejercer una acción productiva, más que en el caso de que todos los servicios públicos estén unidos entre sí por una estrecha solidaridad.
No dudo que el acuerdo será fácil entre magistrados y funcionarios, ambos fieles a sus deberes y conscientes de su responsabilidad.
En los casos de urgencia o cuando las infracciones sean evidentes, no vacilará usted en tomar la iniciativa de las diligencias, salvo que tenga que informarme cuando el asunto lo exija. En la mayoría de los casos, solo una inmediata represión es realmente efectiva. Por consiguiente, cuidará usted de que las diligencias se efectúen siempre con la mayor celeridad, y convocará usted a los tribunales siempre que le parezca necesario.
El gobierno espera que la enérgica y persistente aplicación de las nuevas leyes bastará para poner término a una propaganda delictiva. El país espera nuestra eficaz protección. Nuestro deber es procurársela por todos los medios que las leyes ponen a nuestra disposición.
Le reitero, señor fiscal general, mi consideración más distinguida.
Gobernador General
Ministro de Justicia
Antonin Dubost
Lo que no se atrevían en el 74 lo hacen hoy. Como en los mejores días de Versalles un artículo de periódico puede significar la deportación o la muerte. La condena de Étievent fue esta semana prueba de ello, y si el decoro de las naciones vecinas no les prohibiera la extradición por semejante motivo, iría a reemplazar en el penal a Cyvoct donde murió Marioteau.
Pero la ciencia que no se detiene por nada, va tan rápida que pronto todas las mentiras desaparecerán ante ella.
La próxima era, donde los adolescentes sabrán más que nuestros sabios, ¿sentirá el horror de la mentira y el respeto hacia la vida humana? No irá a dar con sus huesos a Madagascar ni fusilará allí a placer, a los indígenas, sin tener como Gallifet o Vacher la excusa de la sed de sangre.
No se utilizará a esos jóvenes para custodiar tranquilamente al carnicero Abdul-Hamid durante su repulsiva tarea. No se les enviará a Cuba como a los soldados de España, para asesinar a quienes se levantan para defender la libertad, o servir de torturadores en Montjuich.
Hoy estamos más sometidos que el día en que el gnomo Foutriquet le pareció demasiado liberal a la asamblea de Versalles; pero la idea se vuelve cada vez más libre y más elevada.
Recuérdese el grito de la juventud en las escuelas del año pasado.
¡Arriba los corazones!
¡Compañeros, levantémonos por la gloriosa independencia!
Esperemos al enorme empujón que la Exposición de 1900 va a proporcionar al conocimiento humano.
Hoy 2 de enero de 1898, día en que termino este libro, la fotografía abre la puerta, los rayos X que permiten ver a través del organismo, acabando con la vivisección en el momento en que desaparece la ferocidad en los pueblos; ¿se podrá pensar que no será libre la voluntad o la inteligencia humana? Me acuerdo que una noche, en la sala des Capucines hará ya más de seis años, dejaba volar mi imaginación, mirando hacia el futuro, y jugaba con la idea de que siendo el pensamiento electricidad, sería posible fotografiarlo. Además como no tiene idioma, trazaría unos signos parecidos a los relámpagos, los mismos para todas los dialectos, una especie de taquigrafía.
Ya se puede ver a través de los cuerpos opacos; entonces nada hay que impida llegar hasta el final.
Los mundos también gracias a la ciencia, entregarán sus secretos, y será el fin de los dioses, la eternidad antes y después de nosotros en el infinito de las esferas persiguiendo igual que los seres sus eternas transformaciones. ¡Ánimo, he aquí el germinal secular!
Que esto parezca posible o no a los que no quieren ver bogar en nuestras agitaciones las primeras ramas verdes arrancadas de la nueva orilla, se apresura la desintegración de la vieja sociedad.
Antes de que sobre el libro de piedra o sobre la tumba de Pottier[106] se hayan grabado sus terribles versos:
Soy la vieja antropófaga
Travestida en sociedad,
Mira mis manos rojas por la masacre
Mi ojo inyectado en lujuria.
Tengo más de un sitio en mi guarida
Lleno de carroña y osamentas,
Ven a verlas: he devorado a tu padre
Y devoraré a tus hijos.
Apéndices
Por supuesto, antes incluso de que la maldición se grabe, el ogro de la vieja sociedad quizá esté muerto. La hora de la humanidad justa y libre ha llegado, ha crecido demasiado para volver ya a su ensangrentada cuna.
París, 20 de mayo de 1898
1. Relato de Béatrix Excoffons
Béatrix Oeuvrie, señora de Excoffons, me confió, hace algunos años, el relato de su vida durante la Comuna y de su posterior condena. Las dimensiones del presente volumen no me permiten citar más que las páginas que se refieren al ejército de las mujeres, con la bandera roja desplegada, en el fuerte de Issy. Este simple relato permite comprender bien hasta qué punto las parisinas luchaban valerosamente por la libertad.
El 19 de abril de 1871 —dice Béatrix Excoffons— una vecina, sorprendida al verme, me preguntó si había leído el periódico que anunciaba una reunión de mujeres en la plaza de la Concordia. Querían ir a Versalles para impedir el derramamiento de sangre. Advertí a mi madre de mi marcha, di un beso a mis hijos, y me fui.
En la plaza de la Concordia, a la una y media, me incorporé al desfile. Había setecientas u ochocientas mujeres. Unas hablaban de ir a explicar a Versalles lo que quería París; las otras contaban cosas de hace cien años, cuando las mujeres de París fueron a Versalles para traer al panadero, la panadera y al pequeño aprendiz,[107] como decían en aquel tiempo.
Fuimos así hasta la puerta de Versalles. Allí nos encontramos con unos parlamentarios francmasones que regresaban.
La ciudadana de S.A. que había organizado la salida, rendida por el cansancio, propone que nos reuniéramos en alguna parte.
Nos replegamos en la sala Ragache. Allí, tuvimos que nombrar otra ciudadana para retomar la expedición, porque la fatiga de la señora de S.A., tras una marcha tan larga, había degenerado en unos insufribles dolores en las piernas.
Fui yo la designada para remplazarla. Entonces me hicieron subir a una mesa de billar y expuse mi idea: al no ser lo bastante numerosas para ir a Versalles, sí podíamos ir a curar a los herido en las compañías de infantería de la Comuna.
Las demás estuvieron de acuerdo y quedó convenido que marcharíamos al día siguiente. Tuvo lugar unos días después. La ciudadana de S.A. pudo todavía acompañamos hasta el Estado Mayor de la Guardia Nacional.
En el Estado Mayor el jefe me cogió el nombre y me dio un pase para mí y las ciudadanas que me acompañaran.
Pregunté entonces hacia dónde debíamos dirigirnos, y me aconsejaron que partiéramos por Neuilly. La víspera hubo cañonazos en el Mont-Valérien y queríamos ver si no habrían quedado heridos ocultos en el campo.
Fueron veinticinco las mujeres que me acompañaron.
Salimos por la puerta de Neuilly. Por el camino, muchas personas nos dieron hilos y vendas; compré en una farmacia los medicamentos necesarios, y nos pusimos a registrar Neuilly para ver si quedaban heridos, sin sospechar que habíamos caído en pleno ejército de Versalles. Llegadas a un cierto lugar, vimos unos gendarmes y, presintiendo el peligro, nos paramos. Pero era imposible pasar.
—Déjennos pasar, dijimos; queremos ir a curar los heridos. Oíamos los cañonazos, pero sin darnos cuenta exacta de dónde provenían.
Un chiquillo a quien di unas monedas, nos cortó una rama de un árbol y con esto nos creíamos invencibles.
Quedó convenido que no se hablaría del salvoconducto de la Comuna, y además mis compañeras me dijeron que doblara la bandera. Pero quería conservarla tal cual y de repente nos encontramos en un puente rodeadas de gendarmes a los que pedimos que nos dejaran pasar, pero se negaron.
Enviaron en busca de un jefe de puesto, un teniente que nos preguntó qué íbamos a hacer con aquella bandera roja. Le contesté que íbamos a curar a los heridos y que habíamos querido pasar por el puente porque aquel camino nos acercaba al lugar donde se oía el cañón.
Hubo un momento de duda, y en ese tiempo una de nosotras, olvidando lo que acordamos dijo que teníamos un salvoconducto.
—¿Cómo puede usted decir eso, si no tenemos ninguno? le reproché.
Entonces ella comprendió y replicó: —Quiero decir que si este señor quisiera darnos uno.
Finalmente el teniente acabó por decir a los gendarmes que nos dejaran pasar, que no éramos más que unas mujeres desarmadas.
Llegadas al otro lado del puente, el cañón seguía rugiendo. Una mujer que pasaba nos dijo que debía de ser en Issy. Entonces le preguntamos cómo podríamos llegar allí. Nos dijo que siguiéramos más adelante y llamáramos al barquero que estaba en la isla.
—Pero, añadió, tienen ustedes que decirle que son de la Comuna. De lo contrario, no las pasará en su barca.
Todas estas cosas ocurrían en los primeros días, cuando el terror no era aún tan grande entre los habitantes de los alrededores de París, ni las matanzas estaban tan a la orden del día.
Llamamos al barquero y le dijimos que íbamos a curar a nuestros hermanos heridos. El buen hombre nos hizo entrar en su casa, nos obligó a refrescarnos y cortando una larga rama de árbol, ajustó en ella la bandera y me la entregó.
Cuando rememoro aquella época y veo de nuevo en mi imaginación a aquel barquero, casi un anciano, gastando alegremente con nosotras todas las provisiones de su cabaña, por la única razón de que íbamos a defender nuestras ideas, me acuerdo de mi padre en Cherburgo. Cuando volvían los míseros deportados, ponía toda la casa boca arriba para encontrarles aquello que podían necesitar y aveces entre aquellas víctimas reencontraba amigos, puesto que él mismo estuvo detenido en Cherburgo cuando el golpe de Estado del 51.
Cuando lo pusieron en libertad, durante nueve años se siguió leyendo en el parte de los cuarteles que estaba prohibido ir a casa del relojero Oeuvrie bajo pena de un mes de arresto. El odio del Imperio le había perseguido como me ha perseguido a mí el de Versalles.
En el consejo de guerra se me reprochó ser la hija de un revolucionario del 51; pero no se añadió que esta violencia del Imperio no había podido obtener jamás siquiera subvenciones como las otras.
Vuelvo a mi relato. Iba en la proa de la barca, llevando orgullosamente en alto mi bandera.
Entonces no tuvimos duda de que los gendarmes tenían intención de no dejamos pasar, pues nos dispararon más de cincuenta proyectiles, que no nos alcanzaron.
Llegadas a la otra orilla, el buen barquero nos dijo que se sentía dichoso de que hubiéramos recibido con tanta suerte el bautismo de fuego. Nos estrechó la mano a todas, añadiendo que si lo necesitábamos estaba a nuestra entera disposición.
Así llegamos al fuerte de Issy. Un Guardia Nacional me reconoció y me dijo que mi marido también estaba allí.
¡Que feliz me sentí con mi marido a mi lado, contándole la suerte que habíamos tenido! Sentí la ilusión de que nada podía ya ocurrimos sino juntos y que estaríamos los dos reunidos incluso en la muerte.
Encontré también en el fuerte de Issy a Louise, que había marchado con el 61º de Montmartre, y me quedé quince días en el fuerte como camillera de les enfants perdus.
Por entonces, hubo que reorganizar el comité de vigilancia de las mujeres de Montmartre; Louise, lo había fundado en la época del asedio, con las ciudadanas Poirier, Blin, d’Auguet, yo y otras, pero ahora no quería volver de las compañías de infantería. Regresé entonces a París al comité de vigilancia, en el que nos ocupábamos de los hospitales de campaña, y en el que había que organizar todo el socorro para los heridos, los envíos de camilleras, etc.
Fui a todos los clubes para pedir firmas en la petición por la que la Comuna, a cambio del arzobispo, reclamaba a Blanqui.
En nuestro hospital del Elysée-Montmartre, el comité de vigilancia de las mujeres enviaba acompañantes a los entierros, se ocupaba de las viudas, las madres, los hijos de los que morían por la libertad, y permaneció en la brecha hasta el final.
La víspera de la toma de Montmartre, el comité estaba reunido en mi casa. Nos dedicamos sobre todo a destruir todo lo que pudiera comprometer a quienquiera que fuese.
Después de haber estado tres veces ante el pelotón de fusilamiento, me enviaron a Satory, a donde llegué de las primeras, y durante cuatro días dormí sobre piedras, en el patio.
Pasé a la comisión mixta con mi madre, que había sido detenida en mi lugar, lo que duplicaba mi personalidad.
Nos hicieron subir a una especie de granero que estaba al lado del almacén de forraje. Era de noche y diluviaba.
Entonces llegó Louise detenida también, con la ropa chorreando como un paraguas, Se la retorcí en la espalda y como tenía un par de medias en el bolsillo, se las di para que se las cambiara. Nos costó mucho trabajo quitarle las suyas, mientras nos iba contando que la iban a fusilar a la mañana siguiente.
Hablábamos de eso como podíamos haber hablado de cualquier otra cosa. En cualquier caso nos sentíamos felices por volvernos a ver.
Dijeron que no se registrara a Louise al entrar, porque la iban a fusilar. A eso se debió sin duda que no me fusilaran a mí. Llevaba encima bastantes papeles, y ella también llevaba algunos, entre ellos una orden para que uno de los pequeños órganos de Notre Dame le fuera entregado para transportarlo a la escuela para las lecciones de canto.
Eramos siete: mi madre, el señor y la señora Millière, la señora Dereure, yo, Louise y la segunda maestra de su escuela, Malvina Poulain. Una mujer vino a pedirme mis papeles por orden de los oficiales. Le contesté que no tenía, y las siete, en silencio, comenzamos a comérnoslos, lo que no fue nada fácil.
Un teniente de gendarmería llegó reclamando a su vez los papeles, pero ya no eran legibles. Entonces le tendí dos o tres hojas, que habían quedado en la cartera. Me la devolvió, diciéndome en voz muy baja: — Es usted una mujercita valiente, y si todo el mundo fuera como usted, no habría tantas víctimas.
Entre los gendarmes también hubo algunos menos duros que los otros: quizá se acordaban de sus mujeres y de sus hijos alimentados por la Comuna.
Cuando pasé ante la comisión mixta, aquel hombre me salvó la vida, porque no mirando más que por mi marido y mis hijos separados de mi, así como por mi viejo padre enfermo, y pensando que quizá podía salvar la libertad de mi madre, asumía todo cuanto podía y hasta lo que no había hecho. Entonces, me separó de allí y me puso aparte, diciendo: —¡Pero, desdichada, quiere usted que la fusilen!
Después, ¡cuántas cosas! Hemos pasado por todo. Perdí a mi padre, a mi madre, a mis hijos mayores, a mi marido, cuya muerte me provocó un terrible disgusto; pero no por ello dejo de tener en mi memoria los horribles dramas de Satory.
La víspera de nuestra partida para les Chantiers de Versalles, a las once de la noche, fusilaron a un pobre Guardia Nacional enloquecido, que creía escapar cruzando un estanque.
Su último grito fue: “¡Mis hijos, mi mujer!”
La separación, la pérdida de nuestros seres queridos, ¿no es acaso el máximo dolor?
En su locura cuantas de aquellas que tenían hermanos, padres o maridos, creían reconocer la voz de los seres que amaban.
Siete mujeres compañeras nuestras se volvieron locas en una sola noche; otras dieron a luz prematuramente a hijos muertos por los dolores de las madres, solo las más fuertes sobrevivieron.
Béatrix Oeuvrie, Viuda de Excoffons
2. Carta de un detenido de Brest
Después de la toma de Châtillon, nos pusieron en círculo sobre la explanada e hicieron salir de nuestras filas a los soldados que había en ellas. Les mandaron arrodillarse en el lodo y por orden del general Pellé, ante nuestros ojos fusilaron a aquellos desventurados jóvenes sin piedad alguna En medio de las bromas de los oficiales insultaban a nuestra causa con todo género de atroces y estúpidas frases.
Finalmente, después de una larga hora en este horror, nos forman en filas y cogemos el camino de Versalles entre dos hileras de cazadores a caballo. En el camino encontramos al cobarde Vinoy, escoltado por su Estado Mayor. Por orden suya, y a pesar de que formalmente el general Pellé nos había prometido que nos respetarían la vida, nuestros oficiales a la cabeza de la procesión y a quienes violentamente arrancaron las insignias de su grado, iban a ser fusilados. En ese momento un coronel comentó a Vinoy la promesa hecha por su general. El cómplice del 2 de diciembre perdonó la vida de nuestros oficiales, pero ordenó que inmediatamente se pasara por las armas al general Duval, a su coronel de Estado Mayor y al comandante de los voluntarios de Montrouge. Estos tres valientes murieron al grito de “¡Viva la República! ¡Viva la Comuna!” A nuestro infortunado general le arrancó las botas un jinete, paseándolas como un trofeo. Después de eso Vinoy siempre tan cruel se alejó, y reanudamos nuestra dolorosa y humillante marcha, tan pronto al paso tan pronto corriendo, a capricho de los que nos conducían, que literalmente nos estuvieron insultando con indignidades hasta nuestra llegada a Versalles.
Aquí ya hasta a la pluma le resulta difícil. Es imposible, en efecto describirla acogida que nos dieron los rurales en la ciudad. Sobrepasa ignominiosamente a cuanto es posible imaginar. Empujados, pisoteados, golpeados a puñetazos y con bastones entre abucheos y vociferaciones, nos hicieron dar dos veces la vuelta a la ciudad, calculando deliberadamente los parones para mejor exponemos a las atrocidades de una población de soplones y policías que bordeaban por ambos lados las calles que atravesábamos.
Nos llevaron primero ante el depósito de caballería, donde hicimos un alto de veinte minutos por lo menos. La turba nos arrancaba nuestras mantas, los kepis, las cantimploras. Nada se libraba de la ira de aquellos energúmenos, ebrios de odio y venganza. Nos trataban de ladrones, bandidos, asesinos, canallas, etc. De allí fuimos al cuartel de los guardias de París.
Nos hicieron entrar en el patio, donde encontramos a aquellos señores, que nos recibieron con una terrible andanada de infames injurias. Por orden de sus jefes, cargaron estrepitosamente sus fusiles, entre carcajadas nos decían que iban a matarnos a todos como a perros. Con esa escolta de vil tropa, cogimos el camino de Satory, donde nos encerraron, a 1685, en un almacén de forraje. Deshechos por la fatiga y el hambre, ante la imposibilidad de tumbarnos por lo oprimidos que estábamos, pasamos dos noches y dos días de pie, relevándonos por tumo para acostarnos un poco sobre un resto de húmeda paja, sin otro alimento que un poco de pan y un agua infecta para beber, que nuestros guardianes cogían de un charca, en la que hacían sus necesidades sin ningún problema. Es espantoso, pero es así.
Después de habernos despojado de todo, se nos encaminó al ferrocarril del oeste.
Nos hacinaron de cuarenta en cuarenta en vagones para ganado, herméticamente cerrados y sin luz, dándonos unas galletas y unos bidones de agua. Permanecimos así hasta el sábado por la mañana a las cuatro, que llegamos a Brest, unos seiscientos. A los demás les llevaron a otras prisiones. Durante el trayecto suplicamos en vano a nuestros guardianes que nos permitieran tener agua y aire. Permanecieron sordos a nuestras súplicas, amenazándonos con su revólver a la menor tentativa de insurrección. Algunos se volvieron locos. ¡Imagínese! ¡Treinta y una hora de ferrocarril encerrados en semejantes condiciones! No nos sorprenden esos casos de locura incluso. Es asombroso que no hubiera para muchos de nosotros desgracias mayores.
Al apearnos del tren, nos embarcaron de inmediato hacia el fuerte Kelern, donde seguimos internados, privados de toda comunicación con el exterior y casi sin noticias de nuestras familias, cuyas cartas nos llegan abiertas, exactamente igual que las nuestras, que no salen hasta después de haber pasado la censura. Confinados en húmedas casamatas y durmiendo en malos jergones, carecemos además de alimento por lo que la mayoría sufre las consecuencias del hambre. Nos dan dos escudillas, ni siquiera llenas, de sopa y apenas libra y media de pan al día. En cuanto a bebida, solo agua.
El ciudadano Elisée Reclus, muy conocido en el mundo de la ciencia, que está con nosotros, contribuye poderosamente a hacernos más soportable nuestra triste permanencia, con cotidianas conferencias, tan interesantes como instructivas y siempre marcadas con la más alta idea del derecho y de la justicia. Apoya nuestra fe republicana, y algunos de nosotros le debemos el haber salido de la prisión mejores de lo que entramos.
Reciba desde aquí nuestro enorme sentimiento de gratitud por sus nobles esfuerzos, así como la profunda estima que le profesamos.[108]
3. Manifiesto de la Comuna en Londres[109]
Después de tres años de represión y de matanzas, la reacción ve como en sus manos debilitadas, el terror va dejando de ser útil para gobernar.
Después de tres años de poder absoluto, los que vencieron a la Comuna ven que la Nación escapa de su opresión, recobrando poco a poco vida y conciencia.
Unidos contra la revolución, pero divididos entre ellos, desgastan ese poder de combate con su violencia, disminuyéndolo con sus diferencias, únicas esperanzas para el mantenimiento de sus privilegios.
En una sociedad en la que día a día, desaparecen las condiciones que han posibilitado su imperio, la burguesía trata en vano de perpetuarlo; soñando con el imposible de parar el curso del tiempo, quiere inmovilizar en el presente, o hacer que retroceda al pasado, a una nación que arrastra la Revolución.
Los mandatarios de esa burguesía, ese Estado Mayor de la reacción instalado en Versalles, parece no tener otra misión que la de manifestar su caducidad por su incapacidad política y precipitar la caída por su impotencia. Los unos llaman a un rey, a un emperador, los otros disfrazan con el nombre de República la perfeccionada forma de servidumbre que quieren imponer al pueblo.
Pero cualquiera que sea el resultado de las tentativas versallesas, monarquía o república burguesa, el final siempre será el mismo: la caída de Versalles, la revancha de la Comuna.
Porque llegamos a uno de esos grandes momentos históricos, a una de esas grandes crisis, en que el pueblo, aunque parece sumido en sus miserias y detenido en la muerte, reanuda con un nuevo vigor su andadura revolucionaria.
La victoria no será la recompensa por un solo día de lucha; pero el combate va a volver a empezar, los vencedores van a tener que contar con los vencidos.
Esta situación crea nuevas situaciones a los proscritos. Ante la disolución creciente de las fuerzas reaccionarias, ante la posibilidad de una acción más eficaz, no basta con mantener la integridad de la proscripción defendiéndola de los ataques policíacos, sino que procede unir nuestros esfuerzos a los de los comuneros de Francia, para liberar a los nuestros, en las manos del enemigo, y preparar la revancha.
Nos parece, pues, que ha llegado la hora de afirmarse, de declararse, para todo lo que tiene vida en la proscripción.
Esto viene a hacer hoy el grupo: LA COMUNA REVOLUCIONARIA.
Porque es hora de que nos encontremos los que, ateos, comunistas, revolucionarios, concibiendo de igual manera la Revolución en sus fines y en sus medios, para reanudar la lucha. Con esta lucha decisiva reconstituir el partido de la Revolución, el partido de la Comuna.
Somos ateos, porque el hombre no será jamás libre mientras no haya expulsado a Dios de su inteligencia y de su razón.
Producto de la visión de lo desconocido, creada por la ignorancia, explotada por la intriga y sometida por la imbecilidad, esta monstruosa noción de un ser, de un principio al margen del mundo y del hombre, conforma la trama de todas las miserias en que se ha debatido la humanidad. Es el principal obstáculo para su liberación. Mientras la mística visión de la divinidad oscurezca el mundo, el hombre no podrá conocerlo ni poseerlo; en lugar de la ciencia y del bienestar, no encontrará otra cosa que la esclavitud de la miseria y de la ignorancia.
Es en virtud de esta idea de un ser al margen del mundo, gobernándolo, como se han producido todas las formas de servidumbre moral y social: religiones, despotismos, propiedad, clases, bajo los cuales la humanidad gime y sangra.
Expulsar a Dios del campo del conocimiento, expulsarlo de la sociedad, es ley para el hombre si quiere llegar a la ciencia, si quiere llegar a la meta de la Revolución.
Hay que negar este error generador de todos los demás; porque a él se debe que desde hace siglos el hombre esté encorvado, encadenado, expoliado, martirizado.
Que la Comuna libere a la humanidad para siempre, de este espectro de sus pasadas miserias, de la causa de sus actuales miserias.
En la Comuna, no hay lugar para el sacerdote: toda manifestación, toda organización religiosa debe ser proscrita.
Somos comunistas, porque queremos que la tierra, que las riquezas naturales dejen de apropiárselas algunos y que pertenezcan a la comunidad. Porque queremos que los trabajadores conviertan el mundo en un lugar de bienestar y no de miseria, libres de toda opresión, dueños al fin de todos los instrumentos de producción: tierra, fábricas, etc.
Hoy, como antaño, la mayoría de los hombres está condenada a trabajar para mantener el goce de un pequeño número de vigilantes y amos.
Ultima expresión de todas las formas de servidumbre, la dominación burguesa ha desprendido los místicos velos que oscurecían la explotación del trabajo; gobiernos, religiones, familia, leyes, instituciones del pasado como del presente, se han mostrado al fin, en esta sociedad reducida a simples términos de capitalistas y asalariados, como los instrumentos de opresión por medio de los cuales la burguesía mantiene su dominio y contiene al proletariado.
Retirando todo el excedente del producto del trabajo para aumentar sus riquezas, el capitalista no deja al trabajador más que exactamente lo necesario para no morir de hambre.
Parece que el trabajador no puede romper sus cadenas, sujeto a la fuerza por este infierno de producción capitalista y de la propiedad.
Pero el proletariado finalmente ha llegado a adquirir conciencia de sí mismo: sabe que lleva en él los elementos de la nueva sociedad, que su liberación será el precio de su victoria sobre la burguesía y que aniquilada esta, las clases serán abolidas y el fin de la Revolución alcanzado.
Somos comunistas porque queremos llegar a este fin, sin detenernos en los términos medios, compromisos que al aplazar la victoria, son una prolongación de la esclavitud.
Al destruir la propiedad privada, el comunismo derriba, una a una todas esas instituciones de las que la propiedad es el eje. Expulsado de su propiedad, donde con su familia monta guardia como en una fortaleza, el rico no encontrará ya asilo para su egoísmo y sus privilegios.
Con la destrucción de las clases, todas las instituciones opresivas del individuo y del grupo desaparecerán. Su única razón de ser era el mantenimiento de esas clases, la esclavitud del trabajador a sus amos.
La educación accesible a todos proporcionará esa igualdad intelectual sin la cual la igualdad material carecería de valor.
No más asalariados, ni víctimas de la miseria, de la falta de solidaridad, de la competencia, sino la unión de trabajadores en la igualdad, repartiéndose la labor entre ellos, para obtener el mayor desarrollo de la comunidad, el mayor bienestar para cada uno. Porque cada ciudadano encontrará mayor libertad, mayor expansión de su individualidad, en la mayor expansión de la comunidad.
Este estado será el precio de la lucha, y queremos esta lucha sin compromisos ni tregua, hasta la destrucción de la burguesía, hasta el definitivo triunfo.
Somos comunistas porque el comunismo es la más radical negación de la sociedad que queremos derribar, la más clara afirmación de la sociedad que queremos fundar.
Porque siendo doctrina de la igualdad social, es más que toda doctrina la negación de la dominación burguesa, la afirmación de la Revolución. Porque en su combate contra la burguesía, el proletariado encuentra en el comunismo la expresión de sus intereses, la norma de su acción.
Somos revolucionarios, alias comuneros, porque queriendo la victoria, queremos sus medios. Porque entendiendo las condiciones de la lucha, y queriendo cumplirlas, queremos la organización de combate más fuerte, la coalición de esfuerzos; no su dispersión, sino su centralización.
Somos revolucionarios, porque para alcanzar la meta de la Revolución, queremos derribar por la fuerza una sociedad que se mantiene solo por la fuerza. Porque sabemos que la debilidad, como la legalidad, mata las revoluciones, y la energía las salva. Porque reconocemos que hay que conquistar ese poder político que la burguesía retiene celosamente para el mantenimiento de sus privilegios. Porque en un período revolucionario en el que deberán ser segadas las instituciones de la sociedad actual, la dictadura del proletariado tendrá que establecerse y manteniéndola hasta que en el mundo liberado, no haya más que igualdad en los ciudadanos de la nueva sociedad.
Progreso hacia un nuevo mundo de justicia y de igualdad, la Revolución lleva en sí misma su propia ley, y todo lo que se opone a su triunfo tiene que ser aplastado.
Somos revolucionarios, queremos la Comuna, porque vemos en la futura Comuna, como en las de 1793 y de 1871, no la tentativa egoísta de una ciudad sino la Revolución triunfante en el país entero: la República comunal. Porque la Comuna es el proletariado revolucionario armado de dictadura hacia el aniquilamiento de los privilegios, el aplastamiento de la burguesía.
La Comuna es la forma militante de la Revolución social. Es la Revolución en pie, dominadora de sus enemigos. La Comuna es el período revolucionario del que saldrá la nueva sociedad.
La Comuna es también nuestra revancha, no lo olvidemos tampoco, nosotros que hemos recibido y tenemos a nuestro cargo la memoria y la venganza de los asesinados.
En la gran batalla, entablada entre la burguesía y el proletariado, entre la sociedad actual y la Revolución, los dos campos están bien delimitados. La confusión solo es posible para la estulticia o la traición.
Por un lado todos los partidos burgueses: legitimistas, orleanistas, bonapartistas, republicanos conservadores o radicales; por el otro el partido de la Comuna, el partido de la Revolución, el viejo mundo contra el nuevo.
La vida ya ha abandonado varias de esas formas del pasado, y las variedades monárquicas a fin de cuentas se liquidan en el inmundo bonapartismo.
En cuanto a los partidos que, bajo el nombre de república conservadora o radical, querrían inmovilizar ala sociedad en la continua explotación del pueblo por la burguesía, directamente sin real intermediario, radicales o conservadores, difieren más por la etiqueta que por el contenido. Más que ideas diferentes, representan las etapas que recorrerá la burguesía antes de encontrar su ruina definitiva, en la victoria del pueblo.
Fingiendo creer en el engaño del sufragio universal, quisieran hacer aceptar al pueblo esa forma de periódico escamoteo de la Revolución; querrían ver el partido de la Revolución, que dejaría por eso mismo de serlo, entrando en el orden legal de la sociedad burguesa, y la minoría revolucionaria abdicando ante la opinión mediocre y falsificada de mayorías sometidas a todas las influencias de la ignorancia y del privilegio.
Los radicales serán los últimos defensores del mundo burgués extinguiéndose; alrededor de ellos se agruparán todos los representantes del pasado, para librar la última batalla contra la Revolución. El fin de los radicales será el fin de la burguesía.
Apenas saliendo de las matanzas de la Comuna, recordemos a todos aquellos que estuvieran tentados de olvidarlo, que la izquierda versallesa, no menos que la derecha, impuso la matanza de París, y que el ejército de los asesinos fue felicitado tanto por los unos como por los otros. Versalleses de derecha y de izquierda deben ser iguales ante el odio del pueblo; porque contra él radicales y jesuitas siempre están de acuerdo.
Por lo tanto no cabe error, y cualquier compromiso, o cualquier alianza con los radicales debe ser considerado una traición.
Más cerca nuestro, vagando entre los dos campos, o incluso perdidos en nuestras filas, encontramos a hombres cuya amistad, más funesta que la enemistad, demoraría indefinidamente la victoria del pueblo si llegara a seguir sus consejos, o se dejara engañar por sus ilusiones, limitando más o menos los medios de combate a los de la lucha económica, predican en grados diversos, la abstención de la lucha armada, de la lucha política.
Erigiendo en teoría la desorganización de las fuerzas populares, parecen estar frente a la burguesía armada, cuando de lo que se trata es de concentrar los esfuerzos en un combate supremo, no queriendo más que organizar la derrota y entregar al inerme pueblo a los golpes de sus enemigos.
Sin entender que la Revolución es la marcha consciente y voluntaria de la humanidad, hacia la meta que le asignan su desarrollo histórico y su naturaleza, ponen sus fantasiosas imágenes contra la realidad de las cosas y querrían sustituir el movimiento rápido de la Revolución por la lentitud de una evolución de la que dicen ser profetas.
Propugnadores de medidas incompletas, provocadores de compromisos, pierden las victorias populares que no han podido impedir; perdonan con pretextos piadosos a los vencidos, defienden con pretextos de equidad a las instituciones, los intereses de una sociedad contra los que el pueblo se había sublevado.
Calumnian a las revoluciones cuando no pueden ya despopularizarlas.
Y se llaman comunalistas.
En lugar del esfuerzo revolucionario del pueblo de París para conquistar el país entero para la República Comunal, ven en la Revolución del 18 de marzo un movimiento en favor de las franquicias municipales.
Reniegan de los actos de esta Revolución que no han entendido, sin duda para cuidar de los nervios de una burguesía a la que saben salvar su vida y sus intereses. Olvidando que una sociedad no perece sino cuando el desastre alcanza tanto a sus monumentos y a sus símbolos como a sus instituciones y sus defensores, quieren descargar a la Comuna de la responsabilidad de la ejecución de los rehenes, de la responsabilidad de los incendios. Ignoran, o fingen ignorar, que es por la voluntad del Pueblo y de la Comuna unidos hasta el último momento, por lo que han caído los rehenes, los sacerdotes, los gendarmes, los burgueses, y se han provocado los incendios.
En cuanto a nosotros, reivindicamos nuestra parte de responsabilidad en esos actos justicieros que castigan a los enemigos del pueblo, desde Clément Thomas y Lecomte hasta los dominicos de Arcueil; desde Bonjean hasta los gendarmes de la calle Haxo; desde Darboy hasta Chaudey.
Reivindicamos nuestra parte de responsabilidad en esos incendios que destruían instrumentos de opresión monárquica y burguesa o protegían a los combatientes.
¿Cómo podríamos fingir compasión por los seculares opresores del pueblo, por los cómplices de esos hombres que desde hace tres años celebran su triunfo con el fusilamiento, la deportación, el aplastamiento de todos los que han podido escapar a la inmediata matanza?
Aún estamos viendo aquellos asesinatos sin término, de hombres, de mujeres, de niños; aquellos degollamientos que hacían correr a torrentes la sangre del pueblo en las calles, los cuarteles, las plazas, los hospitales, las casas. Estamos viendo a los heridos sepultados con los muertos; vemos Versalles, Satory, los paredones, el presidio, Nueva Caledonia. Vemos París, a Francia, encorvadas bajo el terror, el continuo atropello, el permanente asesinato.
¡Comuneros de Francia, proscritos, unamos nuestros esfuerzos contra el enemigo común! ¡Que cada uno, en la medida de sus fuerzas, cumpla con su deber!
El Grupo: La Comuna Revolucionaria. Aberlen, Berton, Breuillé, Carné, Jean Clément, F. Cournet, Ch. Dacosta, Delles, A. Derouilla, E. Eudes, H. Gausseron, E. Gois, A. Goullé, E. Granger, A. Huguenot, E. Jouanin, Ledrux, Léonce Luillier, P. Mallet, Marguerittes, Constant-Martin, A. Moreau, H. Mortier, A. Oldrini, Pichon, A. Poirier, Rysto, B. Sachs, Solignac, Ed. Vaillant, Varlet, Viard.
Londres, junio de 1874
4. Mis procesos
Primer proceso: La Comuna[110]
VI Consejo de guerra (reunido en Versalles)
Presidencia del señor Delaporte, coronel del 12º cazadores montados
Audiencia del 16 de diciembre de 1871
A la Comuna todo le parecía poco para defenderse de los abnegados hombres que componíanla Guardia Nacional. Instituyó compañías de niños con el nombre de “Pupilos de la Comuna”, quiso organizar un batallón de amazonas. Aunque este cuerpo no se constituyó, pudo verse a mujeres llevando una indumentaria militar más o menos fantasiosa. Carabina al hombro, precedían a los batallones que marchaban a las murallas.
Entre las que parecen haber ejercido una influencia considerable en ciertos barrios se distinguía Louise Michel, ex-maestra en Batignolles, que no cesó de mostrar una ilimitada lealtad al gobierno de la insurrección.
Louise Michel tiene treinta y seis años; pequeña, morena, de frente bastante ancha, estrechándose bruscamente en lo alto; con la nariz y la parte inferior del rostro muy prominentes, sus rasgos revelan extremada dureza. Va totalmente vestida de negro. Su exaltación es la misma que en los primeros días de su cautividad, y cuando la llevan ante el tribunal, mira fijamente a sus jueces levantándose el velo bruscamente.
El señor capitán Dailly ocupa el asiento del fiscal.
El abogado Haussmann, abogado de oficio, asiste a la acusada, que sin embargo, ha declarado rechazar su apoyo.
El señor escribano Duplan da lectura al siguiente informe:
Fue en 1870, con motivo de la muerte de Victor Noir, cuando Louise Michel comenzó a manifestar sus ideas revolucionarias.
Modesta maestra, casi sin discípulos, no nos ha sido posible saber cuáles eran entonces sus relaciones ni la parte que se le puede atribuir en los acontecimientos previos al monstruoso atentado que ha sembrado el horror en nuestro desdichado país.
Es inútil, sin duda, volver a describir por completo los incidentes del 18 de marzo, y como punto de partida de la acusación nos limitaremos a precisar la parte desempeñada por Louise Michel en el sangriento drama que tuvo lugar en las Colinas de Montmartre y la calle de Rosiers.
Cómplice de la detención de los infortunados generales Lecomte y Clément Thomas teme que las dos víctimas se le escapen. “¡No les suelten!”, grita con todas sus fuerzas a los miserables que les rodean.
Y más tarde, una vez realizado el asesinato, en presencia, por decirlo así, de los cadáveres mutilados, manifiesta su alegría por la sangre derramada y se atreve a proclamar “que bienhecho está”. Después, radiante y satisfecha de la buena jornada, marcha a Belleville y a La Villette, para asegurarse “de que esos barrios siguen armados”.
El 19 vuelve a su casa, después de haber tomado la precaución de despojarse del uniforme federado que puede comprometerla; pero siente la necesidad de charlar un poco con su portera sobre los acontecimientos.
—¡Vaya! exclama. Si Clemenceau hubiera llegado unos momentos antes a la calle de Rosiers, no habrían fusilado a los generales, porque al estar del lado de los versalleses se habría opuesto.
En fin, “la hora del triunfo del pueblo ha llegado”. París en poder del extranjero y de los libertinos llegados de todos los rincones del mundo, proclama la Comuna.
Secretaria de la llamada sociedad “Moralización de las obreras por el trabajo”, Louise Michel organiza el famoso Comité Central de la Unión de Mujeres, así como los comités de vigilancia encargados de reclutar a las enfermeras y en el último momento, las obreras para las barricadas, incluso es posible que incendiarias.
Una copia del manifiesto encontrada en la alcaldía del décimo distrito indica el papel desempeñado por ella en dichos comités, en los últimos días de la lucha. Reproducimos textualmente este escrito:
En nombre de la revolución social que aclamamos, en nombre de la reivindicación de los derechos del trabajo, de la igualdad y de la justicia, la Unión de Mujeres para la defensa de París y los cuidados a los heridos, protesta con todas sus fuerzas contra la indigna proclama a las ciudadanas, fijada anteayer y creada por un grupo de reaccionarios.
Dicha proclama sostiene que las mujeres de París apelan a la generosidad de Versalles y piden la paz a cualquier precio.
No, no es la paz, sino la guerra a ultranza lo que las trabajadoras de París reclaman.
Hoy una conciliación sería una traición. Sería renegar de todas las aspiraciones obreras a la renovación social absoluta, a la supresión de todas las relaciones jurídicas y sociales que existen actualmente, a la supresión de todos los privilegios, de toda explotación, a la sustitución del imperio del capital por el del trabajo, en una palabra, a la liberación del trabajador por él mismo.
¡Seis meses de sufrimientos y de traición durante el asedio, seis semanas de luchas gigantescas contra los coaligados explotadores, los ríos de sangre vertidos por la causa de la libertad, todo ello es nuestra opción de gloria y venganza!
La lucha actual no puede tener más final que el triunfo de la causa popular... París no retrocederá, porque lleva la bandera del porvenir. ¡La hora suprema ha sonado! ¡Paso a los trabajadores! ¡Que sus verdugos retrocedan! ¡Acción! ¡Energía!
¡El árbol de la libertad crece regado por la sangre de sus enemigos...!
¡Todas unidas y decididas, engrandecidas e iluminadas por los sufrimientos que las crisis sociales arrastran tras de sí, profundamente convencidas de que la Comuna representando los principios internacionales y revolucionarios de los pueblos, lleva en sí los gérmenes de la revolución social, las mujeres de París demostrarán a Francia y al mundo que ellas también sabrán, en el momento del peligro supremo, en las barricadas o en las murallas de París, si la reacción forzara las puertas, dar como sus hermanos su sangre y su vida por la defensa y el triunfo de la Comuna, es decir del pueblo! Victoriosos entonces en condiciones de unirse y de entenderse sobre sus intereses comunes, trabajadores y trabajadoras, todos solidarios por un último esfuerzo... (esta última frase ha quedado incompleta). ¡Viva la República universal! ¡Viva la Comuna!
Acumulando empleos dirigía una escuela, en la calle Oudot, 24. Allí, desde su estrado proclamaba, durante su escaso ocio, las doctrinas del librepensamiento, haciendo cantar a sus jóvenes alumnas las poesías que brotaban de su pluma, entre otras la canción titulada: Los vengadores.
Presidenta del Club de la Revolución, que se reunía en la iglesia de Saint —Bernard, Louise Michel es responsable del voto obtenido en la sesión del 18 de mayo (21 floreal del año LXXIX), y que tenía por objeto:
La supresión de la magistratura, la anulación de los códigos y su sustitución por una comisión de justicia;
La supresión de cultos, la detención inmediata de los sacerdotes, la venta de sus bienes y la de los cobardes y traidores que han apoyado a los miserables de Versalles;
La ejecución de un rehén importante cada veinticuatro horas, hasta la liberación y llegada a París del ciudadano Blanqui, nombrado miembro de la Comuna.
Sin embargo para aquel alma ardiente, como tiene a bien calificarla el autor de una fantasiosa nota que figura en el expediente, no era bastante sublevar al populacho, aplaudir el asesinato, corromper la infancia, predicar una lucha fratricida, en una palabra impulsar todos los crímenes, ¡había aún que dar ejemplo y sacrificarse por completo!
Así, la encontramos en Issy, en Clamart y en Montmartre combatiendo en primera fila, disparando o reteniendo a los desertores.
Le Cri du Peuple lo atestigua en su número del 14 de abril:
La ciudadana Louise Michel, que ha combatido tan valerosamente en los Moulineaux, ha resultado herida en el fuerte de Issy.
Felizmente para ella, debemos reconocerlo, la heroína de Jules Valles salió de esta brillante aventura con una sencilla luxación.
¿Cuál es el móvil que ha impulsado a Louise Michel a la fatal vía de la política y de la revolución?
Evidentemente, es el orgullo.
Hija ilegítima criada por caridad, en lugar de agradecer a la Providencia, que le procuró una educación superior y los medios para vivir feliz con su madre, se dejó llevar por su exaltada imaginación y por su carácter irascible. Tras romper con sus bienhechores, se marcha a correr aventuras a París.
El viento de la revolución comienza a soplar: Victor Noir acaba de morir.
Es el momento de entrar en escena; pero el papel de comparsa repugna a Louise Michel: su nombre debe suscitar la atención pública y figurar en primera línea en las proclamas y reclamos engañosos.
No nos queda más que presentar la calificación legal de los actos cometidos por esta energúmena desde el comienzo de la espantosa crisis que Francia acaba de atravesar hasta el final del implo combate en el que participa entre las tumbas del cementerio de Montmartre.
Ha ayudado con pleno conocimiento, a los autores de la detención de los generales Lecomte y Clément Thomas en los hechos que la consumaron. A esta detención le han seguido torturas corporales antes de la muerte de ambos infortunados.
Íntimamente relacionada con los miembros de la Comuna, conocía por adelantado todos sus planes. Les ha ayudado con todas sus fuerzas, con toda su voluntad; más aún, les ha secundado y con frecuencia les ha sobrepasado. Les ha propuesto marchar a Versalles para asesinar al presidente de la República, con el fin de aterrorizar a la Asamblea y, según ella, hacer que cesara la lucha.
Están culpable como “Ferré el orgulloso republicano”, al que defiende de tan extraña manera, y cuya cabeza, para emplear su propia expresión, “es un desafío lanzado a las conciencias y la respuesta una revolución”.
Ha incitado las pasiones de la multitud, predicado la guerra sin tregua ni cuartel y como loba ávida de sangre, ha provocado la muerte de los rehenes con sus infernales maquinaciones.
Por lo tanto, nuestra opinión es que procede el juicio de Louise Michel por:
1º Atentado al objeto de cambiar el gobierno;
2º Atentado al objeto de provocar la guerra civil llevando a los ciudadanos a armarse unos contra otros;
3º Por estar, en un movimiento insurreccional visiblemente armada y haciendo uso de las mismas y por llevar un uniforme militar;
4º Falsedad en documento privado por suposición de personas;
5° Utilización de falsa documentación;
6º Complicidad en la provocación y maquinación de asesinato de las personas retenidas supuestamente como rehenes por la Comuna;
7° Complicidad en detenciones ilegales; seguidas de torturas corporales y de muerte, apoyando con conocimiento a los autores de la acción en los hechos que la consumaron;
Delitos previstos por los artículos 87, 91, 150, 151, 59, 60, 302, 341, 344 del código penal, y 5 de la ley del 24 de mayo de 1834.
Interrogatorio de la acusada.
El señor presidente: Ha oído usted los hechos de que se le acusa; ¿qué tiene usted que decir en su defensa?
La acusada: no quiero defenderme, no quiero ser defendida; pertenezco por entero a la revolución social, y declaro aceptar la responsabilidad de todos mis actos. La acepto por entero y sin restricción. ¿Me reprochan haber participado en el asesinato de los generales? A esto responderé que sí, si me hubiera encontrado en Montmartre cuando quisieron que se disparara contra el pueblo. No habría dudado en disparar yo misma contra aquellos que daban órdenes semejantes; pero una vez prisioneros, no comprendo que les hayan fusilado, ¡considero que este acto es una notable cobardía!
En cuanto al incendio de París, sí he participado. Quería combatir con una barrera de llamas a los invasores de Versalles. No tengo cómplices en esta acción; he actuado por mi propio impulso.
¡Me dicen también que soy cómplice de la Comuna! Indudablemente sí, ya que la Comuna quería ante todo la revolución social, y que la revolución social es el más querido de mis anhelos; mejor aún, me honro en ser uno de los promotores de la Comuna que por lo demás, no tuvo nada nada que ver, que quede claro, en los asesinatos y los incendios: He asistido a todas las sesiones del Ayuntamiento por lo que declaro que jamás se ha tratado en ellas de asesinato o incendio. ¿Queréis conocer a los verdaderos culpables? Son los agentes de policía, y quizá más tarde se aclararán todos estos acontecimientos por los que hoy encuentran totalmente natural responsabilizar a todos los partidarios de la revolución social.
Un día le propuse a Ferré invadir la Asamblea: proponía dos víctimas, el señor Thiers y yo; porque había hecho el sacrificio de mi vida, y estaba decidida a matarle.
El señor presidente: ¿En una proclama ha dicho usted, que se debía fusilar cada veinticuatro horas a un rehén?
R.: No, tan solo he querido amenazar. Pero, ¿a qué defenderme? Ya lo he declarado: me niego a hacerlo. Ustedes son hombres que van a juzgarme; están ustedes delante mío a cara descubierta; son ustedes hombres, y yo no soy más que una mujer, y sin embargo, les miro de frente. Sé muy bien que todo cuanto les diga no cambiará en nada su sentencia. Por lo tanto una última y sola palabra antes de sentarme. Jamás hemos querido otra cosa que el triunfo de los grandes principios de la Revolución: lo juro por nuestros mártires caídos en el campo de Satory, por nuestros mártires que aclamo una vez más abiertamente aquí, que un día encontrarán un vengador.
Repito les pertenezco; hagan de mí lo que se les antoje. Cojan mi vida si la quieren; no soy mujer para discutírsela ni un solo instante.
El señor presidente: Declara usted no haber aprobado el asesinato de los generales, y sin embargo, se cuenta que cuando se lo dijeron exclamó usted: “Les han fusilado, bien hecho está”.
R: Sí, dije eso, lo confieso (recuerdo incluso que fue en presencia de los ciudadanos Le Moussu y Ferré).
P: ¿Por lo tanto aprobaba usted el asesinato?
R: Disculpe, eso no era una prueba; las palabras que pronuncié tenían por objeto no detener el impulso revolucionario.
P.: También escribía usted en los periódicos. ¿En Le Cri du Peuple, por ejemplo?
R.: Sí, no lo oculto.
P.: Esos periódicos pedían todos los días la confiscación de los bienes del clero y otras medidas revolucionarias parecidas. ¿Eran pues, esas sus opiniones?
R.: En efecto pero tenga usted en cuenta que jamás hemos querido coger esos bienes para nosotros; no pensábamos sino en dárselos al pueblo para su bienestar.
P.: ¿Pidió usted la supresión de la magistratura?
R.: Sí, tenía siempre ante mis ojos los ejemplos de sus errores. Recordaba el caso Lesurques y tantos otros.
P.: ¿Reconoce usted haber querido asesinar al señor Thiers?
R: Por supuesto. Ya lo he dicho y lo repito.
P.: Parece ser que llevaba usted diversos trajes en la Comuna.
R: Iba vestida como de costumbre; solo añadía una banda roja por encima.
P: ¿No ha llevado usted varias veces un traje de hombre?
R.: Una sola vez: el 18 de marzo. Me vestí de Guardia Nacional, para no llamar la atención.
Han sido citados pocos testigos, ya que los hechos de que se acusa a Louise Michel no han sido negados por ella.
Se llama primero a la mujer llamada Poulain, vendedora.
El Señor Presidente: ¿Conoce usted a la acusada? ¿Sabe usted cuáles eran sus ideas políticas?
R: Sí, señor presidente, no las ocultaba. Muy exaltada, siempre estaba en los clubes, escribía también en los periódicos.
P.: ¿La oyó usted decir, con motivo del asesinato de los generales: “¡bien hecho está!”?
R.: Sí, señor presidente.
Louise Michel: ¡Pero si ya he confesado el hecho! Es inútil que los testigos lo corroboren.
Mujer de Botín, pintora.
El Señor Presidente: ¿No denunció Louise Michel a uno de sus hermanos para obligarle a servir en la Guardia Nacional?
R.: Sí, señor presidente.
Louise Michel: La testigo tenía un hermano; yo le creía valiente y quería que sirviera a la Comuna.
El Señor Presidente (al testigo): ¿Vio usted un día a la acusada en un coche paseándose en medio de los guardias, haciéndoles saludos de reina, según su expresión?
R: Sí, señor presidente.
Louise Michel: Eso no puede ser cierto; porque no podía querer imitar a esas reinas de las que hablan ya que quisiera verlas a todas decapitadas, como a María Antonieta. La verdad es que iba sencillamente en coche porque tenía un esguince en un pie a consecuencia de una caída sufrida en Issy.
La señora Pompon, portera, repite todo lo que se contaba a cuenta de la acusada. Pasaba por ser muy exaltada.
Cécile Denéziat, sin profesión, conocía mucho a la acusada.
El señor presidente: ¿La ha visto usted vestida de Guardia Nacional?
R: Sí, una vez, hacia el 17 de marzo.
P.: ¿Llevaba carabina?
R: Eso he dicho, pero no recuerdo bien ese punto.
P.: ¿La ha visto usted paseándose en coche, en medio de los guardias nacionales?
R: Sí, señor presidente; pero no recuerdo con exactitud los detalles de ese hecho.
P.: ¿No ha dicho usted ya que creía que la acusada se encontraba en primera fila cuando asesinaron a los generales Clément Thomas y Lecomte?
R: No hice sino repetir lo que contaban a mi alrededor.
El señor capitán Dailly toma la palabra. Pide al consejo que separe de la sociedad a la acusada, que es un continuo peligro para ella. Retira la acusación de todos los cargos, excepto sobre el de tenencia de armas visibles u ocultas en un movimiento de insurrección.
El abogado Haussman, a quien a continuación se concede la palabra, declara que ante la voluntad formal de la acusada para no ser defendida, simplemente se somete al buen juicio del consejo.
El señor presidente: ¿Acusada, tiene usted algo que alegar en su defensa?
Louise Michel: Lo reclamo de ustedes, que afirman ser consejo de guerra, que se erigen en mis jueces, que no ocultan su calidad de comisión de gracias, de ustedes que son militares y que juzgan a la faz de todos, es el campo de Satory, donde ya han caído nuestros hermanos.
Es preciso aislarme de la sociedad; se les dice que lo hagan; pues bien, el comisario de la República tiene razón. Puesto que parece que todo corazón que late por La libertad solo tiene derecho a un poco de plomo, ¡reclamo una parte! Si ustedes me dejan vivir, no cesaré de gritar venganza, y denunciaré a la venganza de mis hermanos a los asesinos de La comisión de gracias...
El señor presidente: No puedo permitirle la palabra si continúa usted en ese tono.
Louise Michel: Ya he terminado. Si ustedes no son unos cobardes, mátenme...
Tras estas palabras, que han causado una profunda emoción en el auditorio, el consejo se retira a deliberar. Al cabo de unos instantes, vuelve a la sala y, de acuerdo con los términos del veredicto, por unanimidad se condena a Louise Michel a la deportación en un recinto fortificado.
Se hace entrar de nuevo a la acusada, y se le comunica la sentencia. Cuando el secretario le dice que tiene veinticuatro horas para apelar, exclama: “¡No! No hay apelación; ¡pero preferiría la muerte!”
Observaciones
Me limitaré a señalar algunos errores:
1º No he sido educada por caridad, sino por los abuelos que han encontrado normal hacerlo.
Dejé Vroncourt solo después de su muerte, y para preparar mi titulo de maestra. Así creí poder ser útil a mi madre.
2º El número de alumnas en Montmartre era de ciento cincuenta. Esto ha sido comprobado por la alcaldía en la época del asedio.
3º Quizá no sea inútil decir que, contrariamente a la descripción de mi persona, hecha al principio del resumen de la Gazette des Tribunaux, soy más bien alta que baja; Es bueno en la época en que vivimos, no pasar sino por una misma.
Louise Michel: ni la muerte reclamada le fue concedida
Federica Montseny
Se ha pretendido hacer de la mujer una casta y, bajo la fuerza que las aplasta, a través de los acontecimientos, la selección ha sido hecha, no hemos sido consultadas para ello y tampoco tenemos a nadie a quien consultar. El mundo nuevo nos reunirá a la humanidad libre, en la cual cada ser tendrá su propio lugar.
— Louise Michel (1830-1905)
Cuando aun no existía ninguna rebeldía femenina
El nombre de Louise Michel, como el de Flora Tristán, es poco conocido de las nuevas generaciones españolas. Sin embargo, ambas forman parte de esa minoría de mujeres que, cuando aún no existía ninguna rebeldía femenina, cuando las mujeres aceptaban casi con gusto su doble papel de reproductoras y de vampiresas, sin aspirar a la libertad y a la dignidad del sexo, ellas jalonaron, con su ejemplo, la larga ruta de los combates por la emancipación de la mujer.
Después de ellas, otras mujeres combatientes ha habido, en España, en Francia y en el mundo. En lo que a nuestro país se refiere, no es posible olvidar los nombres de Amalia Domingo Soler, de Belén de Sárraga, de Rosario de Acuña, de Soledad Gustavo. Y, sobre todo, de la que fue la Louise Michel española. Me refiero a Teresa Claramunt, una simple obrera, pero con una inteligencia, una oratoria, una presencia humana realmente excepcionales.
Pero la misión que me ha sido encomendada, en este momento, es presentar a Louise Michel, autora del libro La Comuna después de haber sido protagonista del drama y víctima de la cruenta represión desencadenada por Thiers y la burguesía francesa contra los supervivientes de aquel estallido revolucionario, el más importante después de la Revolución francesa y antes de la Revolución rusa.
Todo contribuyó a hacer extraordinaria la figura de Louise Michel. Nació esta el 29 de mayo de 1830. La engendró un abogado de origen aristocrático, Émile Demahis, propietario del castillo de Broncourt, donde estaba sirviendo la madre de Louise.
Por fortuna para la chiquilla, la esposa de su padre era una mujer de gran corazón e inteligente que, lejos de arrojar de la residencia a la desgraciada sirviente, la trató con bondad, perdonó el capricho a su marido y tomó bajo su protección a la niña. De esta mujer, admirable por muchos conceptos, pues era muy culta, compartía las ideas avanzadas de su marido y poseía una comprensión humana, rara en le época, guardó siempre Louise un recuerdo emocionado.
Gracias a este concurso de circunstancias, la infancia de Louise transcurrió libre y relativamente feliz en la residencia de su padre por la sangre, aunque no constase como tal por el apellido.
La niña demostró muy pronto su inteligencia y su amor a la lectura y al estudio. Su protectora decidió hacerle seguir la carrera de maestra.
Cuando Louise estuvo en posesión de un medio normal de ganarse la vida, sacó a su madre de la condición de sirvienta y con dignidad evitó recibir nuevos favores de la esposa del hombre que le había dado la existencia.
Louise se vio pronto incorporada a la vida social y literaria de París. El cuadro estrecho de la profesión cuyo título había adquirido no convenía a sus inquietudes y a su deseo de intervenir en el combate que se libraba ya a favor del socialismo.
En París hizo, pues, sus primeras armas literarias y periodísticas, aunque con muchas dificultades. Pocas mujeres conseguían adquirir el prestigio y la fortuna que obtuviera, con su labor de novelista y de escritora, Georges Sand, por ejemplo. No tuvo más remedio que aceptar trabajos secundarios y que escribir muchas veces con seudónimos.
“Negro” de Julio Verne
Se afirma que Louise Michel fue uno de los negros de Julio Verne. Se llamaba negros a los escritores que escribían para que firmase sus producciones un gran autor conocido y cotizado. Se ha dicho que Veinte mil leguas de viaje submarino de Verne, fue debido a la imaginación de Louise, así como algún otro título más. Pero no hay pruebas de ello y los herederos de Verne lo han siempre desmentido. Sin embargo, Fernand Planche, en su obra La vie ardente et intrépite de Louise Michel, lo asevera.
Sostuvo contacto y cambió correspondencia con Victor Hugo durante treinta años. Hugo fue uno de los pocos escritores franceses que, en el momento de la Commune, no arrojaran cieno sobre ella y que, por el contrario, dedicó a Louise Michel, calificada de petrolera, una muy hermosa poesía titulada La Vierge Rouge.
En el medio en que Louise Michel se sumergió muy pronto es en el universo social y obrero, en las luchas de la época, que encontraban en ella el eco de lo que era su propio origen y de lo que constituía su pasado.
Cuando se produjo el acontecimiento de la Commune, Louise llevaba ya bastantes años de combate en los medios socialistas. Estaba ligada con lazos de amistad muy fuertes con los hombres que más importante papel jugaron en el movimiento comunalista. Destaquemos, sobre todo, su amistad amorosa con Téophile Ferré, uno de los que cayeron bajo las balas de los versalleses y que fue probablemente el único amor de Louise.
La “Laide”
Físicamente no era hermosa. Los caricaturistas, los periodistas burgueses, le sacaron el sobrenombre de La Laide —la fea—. En unos momentos en que el arma principal para el combate con la vida, en la mujer, eran los atractivos físicos, calificarla a una de fea era el peor ultraje y la mejor manera de cerrarle todas las puertas.
No obstante, los que la conocieron de joven afirmaban que, si no era lo que puede decirse guapa, tenía un extraño encanto. Sus ojos eran muy hermosos y se desprendía de ella una tal impresión de bondad y de dulzura que raras fueron las personas que no se sintieron atraídas por ella. En otros tiempos, por ejemplo hoy, Louise hubiera podido sacar partido de su físico. Entonces, simple y natural como ella era, sus cabellos, que llevaba cortados, anticipándose en muchos años a la Garçonne, eran lacios y ella no se preocupaba de rizarlos. Vestía con mucha sencillez, con vestidos de telas baratas: todo el dinero que ganaba lo distribuía entre los más necesitados que ella.
Su cara era el refugio de todos los desvalidos, tanto seres humanos como gatos y perros abandonados. Si la prensa burguesa le sacó como apodo insultante Lo Feo, el pueblo, las gentes humildes, que no conocían de ella otra cosa que su bondad sin límites, la llamaban la bonne Louise —la buena Louise.
Pero la figura de Louise Michel adquiere su verdadero contorno a partir de la Commune de París. En ella actuó, no como petrolera, sino como animadora, como enfermera, al lado y compartiendo los peligros y los sinsabores de la pléyade de hombres excepcionales que se sumergieron en la Commune, la mayor parte perdiendo el honor y la vida.
De Eugène Varlin a Flourens, pasando por Téophile Ferré y Jules Vallès y tantos otros, cuyo nombre ha recogido la historia, ni uno solo de los que intervinieron en aquel movimiento desmerecieron en lo que de grandes y de audaz tenía la temeraria empresa.
Louise Michel explica, mejor de lo que puedo hacerlo yo, lo que fue la Commune, la lucha de todos los instantes, los dilemas y las contradicciones a las que tuvieron que hacer frente, la elevación moral de la mayoría de hombres que la ilustraron con su sacrificio y con su ejemplo.
Mas de lo que no habla es de ella. Pero ahí están, para resumirla, las palabras que pronunció ante el Consejo de Guerra que debía juzgarla, pidiendo para sí el honor de la muerte que estaban infligiendo a miles de sus compañeros.
Es el grito desgarrador de una alma enloquecida; es la protesta furiosa de una conciencia sublevada ante tanto crimen, ante tanta barbarie.
Cuarenta mil comunalistas fusilados
Cuarenta mil fueron los comunalistas fusilados contra el Muro del cementerio del Père-Lachaise, que ha pasado a la historia con el nombre de Muro de los Federados, en el que existen, indelebles, las huellas de las balas que en él se clavaron, después de haber perforado los cuerpos de los mártires. Entre los muertos estaba Téophile Ferré.
Los jueces, probablemente en un refinamiento de crueldad, no quisieron conceder a esa mujer desesperada la muerte que ella reclamaba. Fue condenada, como tantos otros, a la deportación a la Nueva Caledonia, lejano territorio francés en el mar Pacífico, a muchos miles de kilómetros de Francia, del que generalmente los relegados a esa colonia no volvían jamás.
Allí se inscribe otra página patética de la vida de Louise. Fue deportada junto con numerosas mujeres. El viaje de los deportados resultó penoso e interminable, en muy malas condiciones y duró cuatro meses, hacinados todos en los sótanos del barco y no muy bien tratados. La abnegación y la fuerza de carácter de Louise fueron sometidas a duras pruebas.
Pero esto no fue nada, en comparación con las penalidades y las humillaciones que les esperaban en la isla.
Los que hoy visiten Noumea no pueden formarse una idea de lo que era la Nueva Caledonia en 1872. El clima era húmedo, cálido e insano para los occidentales.
Muchas compañeras de Louise sucumbieron, las más ancianas y las más frágiles.
Los hombres también pagaron su tributo a la deportación. Algunos no volvieron jamás de ella.
Sin embargo, poco a poco las cosas fueron mejorando. La condición de maestra de Louise le permitió rendir muchos servicios, tanto a los aborígenes como a los deportados y a la misma administración de la isla.
En la Nueva Caledonia había el problema de los canacos, indígenas de la isla, explotados y casi diezmados por Jos colonizadores. Louise se convirtió en la amiga y la defensora de estos seres, incultos o con cultura totalmente distinta de la que creían atesorar los franceses. Los canacos la adoraban y en múltiples ocasiones ella sirvió de enlace entre los colonizadores y los indígenas, sublevados contra los malos tratos de que eran víctimas.
La “buena Luisa”
Cuando, en 1880, los deportados volvieron a Francia, Louise Michel fue despedida con lágrimas por sus humildes amigos. Para ellos, como para el pequeño pueblo de París, el París de los suburbios, de las barriadas obreras, era la buena Louise, la confidente y la amiga, que les auxiliaba cuando estaban enfermos y que se esforzaban en facilitarles rudimentos de cultura occidental, para poder discutir, incluso, con sus explotadores.
La pesadilla tuvo un fin. Un cambio de situación política y la campaña internacional a favor de los supervivientes de la Commune, consiguió la amnistía y el retomo de los deportados. Entre los primeros en regresar se contaba Henry de Rochefort, conde de Rochefort, comunalista pese a su origen nobiliario, que fue un gran amigo de Louise Michel y a la que siempre prestó ayuda y dio facilidades económicas.
Louise retornó de la Nueva Caledonia, formando parte de un grupo de deportados, que habían conseguido pasar a Sidney y al que se agregó, angustiada por la noticia de que su madre estaba gravemente enferma. Por fortuna, la vuelta de Louise alivió a la pobre anciana, prolongando un poco más su dura vida.
Ala llegada de los deportados ala estación Saint-Lazare, el día 9 de Noviembre de 1880, una inmensa multitud les esperaba, que les acogió con gritos de entusiasmo y vivas ala Comuna, demostrando que el recuerdo de ella seguía vivo en el corazón de los trabajadores y del pueblo de París, que tan terrible tributo de sangre había pagado.
A su regreso a Francia, Louise se integró resueltamente en el movimiento anarquista. Sus actividades fueron múltiples. Artículos, conferencias, folletos, libros, etc. Su nombre era ya conocido y su palabra escuchada. Porque Louise había llegado ya a ser el símbolo mismo del movimiento libertario, que se ilustraba, en aquella época, con figuras tan excepcionales como ella.
Pero en aquellos tiempos nadie llegó a ser tan popular como Louise. Los actos en que tomaba parte constituían verdaderas manifestaciones de adhesión y de simpatía. Adhesión y simpatía que, a través de ella, iban hacia el movimiento anarquista. Su verbo era sencillo, pero lleno de imaginación y de poesía espontánea. Su voz, según aseguran los que la escucharon, era sonora y bien timbrada.
Tan grande como Severine
Era también una excelente periodista, que, de haberse limitado a escribir para la Prensa burguesa, aceptando los ofrecimientos de Rochefort y de otros amigos intelectuales, hubiera igualado la gloria de Severine.
En el aspecto social, había madurado y se había definido claramente, como digo antes. Expuso con claridad y lucidez las ideas libertarias; en ese aspecto merece mención especial su opúsculo Toma de posesión, entre otros.
Tomó parte en giras de propaganda, con oradores de tanto prestigio como Pietro Gori, el gran abogado italiano, Jean Grave, Piotr Kropotkin, Elisée Reclús y el joven Sébastien Faure. Con este fue co-fundadora del seminario, que llegó a ser diario, Le Libertaire que aún se publica hoy en París como órgano de la FAF, convertido, por necesidades de tipo jurídico y complicaciones de orden interno del movimiento anarquista francés, en Le Monde Libertaire.
No hubo publicación ni acto público, en la época, en el que Louise Michel no tomara parte.
Su vida personal era difícil, por cuanto ganaba poco, no cotizando su pluma y no cobrando nada por las conferencias que daba.
Los que habían convivido con ella en la Nueva Caledonia, le ayudaron cuanto pudieron. Pero ayudar a Louise era ayudar a centenares de personas. Cuanto para ella se recogía, tomaba el camino de otras casas, iba a otras manos, que ella juzgaba más desvalidas. Fue víctima de numerosos desaprensivos, que le quitaban sin vergüenza el pan de la boca. Lo extraordinario es que esta mujer, que era literalmente un santa, aún fue objeto de un atentado. Salió de él herida y no quiso de ninguna manera que se castigara al que había intentado matarla, sin duda loco o agente al servicio del enemigo.
Refugio de todos los emigrados
A finales del siglo XIX, como más tarde, en los años 20, París era el refugio de todos los emigrados políticos, huyendo de las persecuciones policíacas. Polacos, rusos, armenios, españoles, todos se reunían en París. Y la casa de Louise estaba abierta para todo el mundo, aunque muchas veces no hubiese en ella nada que comer.
Pese a sus múltiples dificultades, Louise había rehusado de la ayuda de Rochefort, que no le hubiera regateado nunca auxilio. Pero ella era entera e intransigente y la carrera política de Henri de Rochefort bifurcó del camino que había emprendido y que seguía Louise.
En una ocasión, Louise invitó a Sébastien Faure a desayunar con ella y la amiga con quien vivía. A este respecto contaba Sébastien Faure una anécdota que refleja el ambiente y la realidad de la vida de Louise y del clima en que ella se desenvolvía.
La gira revolucionaria
Contaba ya setenta y cuatro años, cuando emprendió la aventura de una gira de propaganda por los territorios africanos, colonizados por Francia. Recorrió las más importante capitales de Argelia y Marruecos, siendo aclamada con fervor por inmensas multitudes, entre las que se contaban tanto franceses como árabes y judíos.
Al regreso de África, continuó todavía la excursión por las provincias francesas. Pero en Oraison cogió frío y se le declaró una pulmonía.
Fue llevada a Marsella, donde, después de unos cuantos días de dolorosa agonía, exhaló el último suspiro el día 10 de enero de 1905, en una habitación de hotel, rodeada por amigos y compañeros que se precipitaron para asistirla.
De ella quedó y perdura su recuerdo. Su nombre ha sido dado a diferentes calles en ciertas ciudades de Francia, entre ellas París.
Queda su obra escrita, numerosa, entre la que destacamos.
La Comuna —Luces en la sombra, estudio sobre los niños anormales y los locos. —La sabiduría de un loco—Rondas para recreos infantiles, que firmó con el nombre de Louise Quitríme.
Recuerdos y aventuras de mi vida—La leyenda del bardo, selección de poesía. En 1872 editó, a beneficio de su madre, la obra El libro del día del año.
En 1881, en unión de Marcelle Tinayre, publicó en la casa Fayard, un volumen de unas mil páginas con el título de La miseria.
Son incontables sus artículos periodísticos, unos firmados con su nombre y otros con diversos seudónimos, entre ellos el de Enjolras, con el que colaboró asiduamente en El Grito del Pueblo, de Jules Vallès.
Antes de morir tuvo aún lucidez suficiente par encargar que se cuidasen de editar sus Memorias, de las que ha aparecido un primer volumen.
He aquí, a grandes rasgos, lo que fue la vida de Louise Michel, que tan profunda huella ha dejado en la literatura francesa y, sobre todo, en el movimiento social, revolucionario y anarquista francés.
Es, para mí, una gran satisfacción y un gran honor haber podido contribuir, a través de este prólogo, al conocimiento en España, por parte de las nuevas generaciones femeninas, de esta mujer ejemplar, combatiente incansable por la justicia y la libertad, no solo de la mujer, sino de todo el género humano.
[1] Véase el trabajo de historiadores como E.P. Thomson, S. Rowbotham, R. Samuel, D. Vincent, etc.
[2] E.J. Hobsbawm (1992): Los ecos de la Marsellesa. Barcelona. Ed. Crítica.
[3] Publicado en Reus, 1891. Impremta Celesti Ferrando. Más información en MARIN SILVESTRE, Dolors y PALOMAR Y ABADIA, Salvador: Els Montseny Mañé. Un laboratori de les idees, Reus. Ed. Carrutza (2010, 2ª ed.).
[4] Escapa a este prólogo un análisis detallado pero puede consultarse en la prensa de la época como Ideas, Portavoz libertario del Bajo Llobregat, Campo, etc.
[5] La Batalla de Sedán se libró entre el 1 y 2 de septiembre de 1870 durante la Guerra franco-prusiana. El resultado fue la captura del emperador Napoléon III junto con su ejército y decidió en la práctica la guerra en favor de Prusia y sus aliados.
[6] Manes, en la mitología romana, era un dios doméstico, junto a lares y penantes. Eran espíritus de antepasados, que oficiaban de protectores del hogar.
[7] Bajo la apariencia de una mujer tocada con un gorro frigio, Marianne encarna la República Francesa y representa la permanencia de los valores de la República y de los ciudadanos franceses: Libertad, Igualdad, Fraternidad.
[8] El Palacio del Elíseo (en francés Palais de l'Elysée) es la sede de la Presidencia de la República francesa.
[9] Victor Henri de Rochefort-Luçay (París 30 de enero de 1831 — Aix-les-Bains (Saboya) 30 junio de 1913) más conocido como Henri Rochefort. Fue un periodista y político francés.
[10] Badinguet era el mote satírico dado al emperador Napoléon III (su esposa, la emperatriz Eugenia era llamada Badinguette).
[11] Hugo, Victor, Los castigos y las contemplaciones. Barcelona 1912. Sopena.
[12] La autora hace referencia a la Revolución Francesa de 1789 y a la proclamación del Segundo Imperio en 1852.
[13] Louis Auguste Rogeard, Echeance de 69, V. Parent éd. 10, Montagne de Sion, 1866. Nota de la A.
[14] L.A. Rogeard, op. cit. Idem.
[15] Ver Émile Pouget. La acción directa/Las leyes canallas/El sabotaje. Editorial Hiru, Hondarribia 2012.
[16] Antonin Dubost, Les suspects, 1868. Nota de la Autora.
[17] H. Rochefort. Les aventures de ma vie (Las aventuras de mi vida). París Paul Dupont de. 1895-1896, vol. I.
[18] J.B. Malon, La troisième défaite du prolétariat, p.2. N. de la A.
[19] Michelet, 10 de julio de 1870. N. de la A.
[20] Jean-Baptiste Troppmann (Brunett, 5 de octubre de 1848 — París, 19 de enero de 1870). Sentenciado a muerte por ocho asesinatos y ejecutado en la guillotina el 19 de enero de 1870.
[21] Léon Gambetta. (Cahors, 2 de abril de 1838 — Sèvres, 31 de diciembre de 1882). Político republicano. Miembro del Gobiernos de Defensa Nacional de 1870. En el extranjero durante la Comuna de París.
[22] Jules Claude Gabriel Favre (Lyon, Francia, 21 de marzo de 1809 — Versalles, Francia, 20 de enero de 1880). Político republicano francés. Miembro del Gobiernos de Defensa Nacional de 1870.
[23] Ernest Picard (París, 24 de diciembre de 1821 — París, 13 de mayo de 1877). Abogado y político francés.
[24] Cementerio de París. Al sur del mismo se encuentra el muro de los Federados, contra el cual 147 comuneros fueron fusilados el 28 de mayo de 1871.
[25] Jules Vallès, seudónimo de Jules Louis Joseph Vallez (Puy-en-Velay, 11 de junio de 1832 — París, 14 de febrero de 1885). Periodista, escritor y revolucionario francés. Fundador del periódico Le Cri du Peuple. Miembro de la Comuna de París. Autor de una trilogía imprescindible: el niño, el bachiller y el insurrecto. Publicadas en castellano por ACVF Editorial.
[26] Referencia a la faja con la bandera tricolor francesa.
[27] H. Rochefort. op. Cit.5 (N.A.)
[28] Título medieval alemán que designaba en la Edad Media al señor de una ciudad.
[29] El 18 de Brumario del año VIII hace referencia a una fecha del calendario republicano francés, coincidente con el 9 de noviembre de 1799 según el calendario gregoriano. En esa fecha, Napoléon Bonaparte dio un golpe de Estado que acabó con el Directorio, última forma de gobierno de la Revolución francesa, e inició el periodo conocido como Consulado.
[30] El 2 de diciembre de 1805 (11 de Frimario del año XIV según el calendario republicano francés) un ejército francés comandado por el emperador Napoléon I derrotó a un ejército ruso-austriaco bajo mando del zar Alejanro I de Rusia y del emperador Francisco II del Sacro Imperio Romano Germánico.
[31] Las fortalezas francesas durante la guerra de 1870.
[32] N. Rossel. Documentos póstumos, recogidos por Jules Amigues. N. de A.
[33] La bella Helena (en francés *La belle Hélène) es una ópera bufa con música de Jacques Offenbauch y libreto de Henri Meilhac y Ludovic Halévi. La opereta parodia la historia de la huida de Helena con Paris, que se ambienta en la Guerra de Troya.
[34] Apodo dado a Adolphe Thiers. Palabra francesa que significa persona insignificante, enclenque, etc.
[35] Historia de la Defensa Nacional.
[36] Journal Officiel, 31 de octubre de 1870; citado por Jules Favre, Gouvernement de la Défense Nationale, vol. I. N. de A.
[37] La Guardia Nacional Móvil, llamada los Móviles de forma abreviada, fue creada por ley el 1 de febrero de 1868 con el fin de auxiliar al Ejército en la defensa de plazas fuertes, ciudades, costas, fronteras del Imperio y para funciones de mantenimiento del orden interior.
[38] Pequeños genios malignos bretones.
[39] J. Favre, op. cit., París 1872, vol. I. N. de A.
[40] J. Favre, op. cit. N. de A.
[41] Sempronius, Historie de la Commune (Historia de la Comuna), París ed. Alonier 1871. N de A.
[42] Sainte Pélagie, antigua prisión de París.
[43] G. Lefrançais, Étude de mouvement comunaliste, 1871, N. de A.
[44] La batalla de Cannas tuvo lugar el 2 de agosto del año 216 a. C., entre el Ejército púnico y las tropas romanas.
[45] Basileus (rey) de Épiro de 307 a 302 a. C. y entre 297 y 272 a. C. En el combate en el interior de Argos recibió el impacto de una teja arrojada por una anciana, y fue asesinado mientras se hallaba inconsciente por el golpe.
[46] La Batalla de Borodinó tuvo lugar el 7 de septiembre de 1812. Es también conocida como la Batalla del río Moscova, y fue la mayor y más sangrienta batalla de todas las Guerras Napoleónicas, enfrentando a cerca de un cuarto de millón de hombres. Terminó con victoria pírrica de los franceses.
[47] Durante la Segunda Guerra Púnica los romanos sitiaron Capua, segunda ciudad de Italia en importancia. Aníbal obligó a los romanos a levantar el sitio, pero no pudo permanecer en la ciudad por falta de abastos. Los romanos volvieron a sitiar la ciudad. Todos los ataques de Aníbal fueron rechazados, por lo que este, a fin de obligarlos a levantar el sitio, marchó sobre Roma. Las legiones que sitiaban Capua no se movieron de su puesto, Aníbal se vio obligado a dejar la ciudad a merced de los romanos, quienes la tomaron y redujeron a esclavitud a parte de su población.
[48] L.N. Rossel, Papiers posthumes, recueillis por Jules Amigues. París, Lachaud éd., 1871. (Documentos póstumos recogidos por Jules Amigues). N. de A.
[49] Wilhelm Liebknecht (Giessen, 29 de marzo de 1826 — Charlottenburg, Berlín, 7 de agosto de 1900) fue un político socialista alemán, uno de los fundadores del Partido Socialdemócrata en Alemania en 1869. Opuesto a la Guerra franco-prusiana.
[50] Op. Cit., t. II p. 269. N. de A.
[51] Op., Cit., t. II p. 273. Idem.
[52] Término usado frecuentemente en el siglo XIX para designar a los jóvenes a la moda.
[53] Dagoberto I (603-639) hijo de Clotario II, rey de los francos, y de Bertrude. Fue rey de los francos entre los años 629 y 639.
[54] Favre, Jules. Op. cit., t. II, p. 209.
[55] Se refiere a Thiers.
[56] El sou es una antigua moneda francesa, procedente del solidus romano, que designaba la moneda de cinco céntimos hasta principios del siglo XX y cuyo nombre ha sobrevivido en la lengua a la decimalización de 1795. En este caso hace referencia al sueldo diario de los guardias nacionales.
[57] Malon, Benoît. La troisième défaite du prolétariat (la tercera derrota del proletariado) N. de A.
[58] Valeriano Weyler y Nicolai (Palma de Mallorca, 17 de septiembre de 1838 — Madrid, 20 de octubre de 1930) fue un noble, político y militar español. Tristemente famoso por la crueldad con que reprimió la insurrección cubana en 1896.
[59] Se llamaban así los poseedores de bienes muebles e inmuebles, derechos y acciones, en quienes por disposición de ley se estancaba el dominio a causa de estarles prohibida la enajenación. En general estaban en manos de congregaciones religiosas.
[60] Batallón por la Defensa de la República, también conocidos como Batallón de los Turcos de la Comuna, que era el nombre dado a los tiradores argelinos desde la guerra de Crimea.
[61] Batallón de francotiradores del XII Arrondisement (distrito), conocido como el batallón de les enfants perdus (niños perdidos).
[62] Personaje del Pantagruel. Obra de Rabelais.
[63] La guerra de los Comuneros de París, por un oficial superior del ejército de Versalles. N. de A.
[64] Diario de Versalles tercera semana de abril de 1871, N. de A.
[65] Antiguo grito francés en las partidas de caza mayor, cuando se conseguía arrinconar a la pieza.
[66] Un diplomático en Londres. N. de A.
[67] Un diplômate a Londres (Un diplomático en Londres). París, ed. Plon, 1895, oo. 46-47.
[68] Belle-Île-en-Mer (en idioma bretón, Enez ar Gerveu) es una isla francesa situada en la costa atlántica dentro de la región de Bretaña. Usada como lugar de exilio de prisioneros políticos.
[69] Le Gaulois, 14 de abril de 1871, N. de A.
[70] Denominación hasta 1967 de los capitanes de la Marina Mercante.
[71] H. Rochefort. N. de A.
[72] Lascar, del persa Lashkar. Era el nombre dado en el siglo XIX a los marineros indios. En particular a aquellos embarcados en barcos franceses que navegaban por las Indias orientales. El término tenía un cierto sentido peyorativo. En este caso hace referencia a un batallón de federados de Montmartre. N. de A.
[73] Le Tintamarre (periódico satírico y financiero) llamaba así a los que durante el asedio de 1870, prudentemente se fugaron a provincias o al extranjero.
[74] Sube a pesar tuyo, así llamaban los parisinos con un humor macabro al cadalso.
[75] J. Favre. Op. Cit., 3ª parte pp. 428-429.
[76] Levantamiento contrarrevolucionario que afectó a zonas rurales del oeste de Francia entre la primavera de 1794 y 1800.
[77] El término hace referencia al mote que los nobles daban a sus siervos y que ha quedado como sinónimo de capesino.
[78] Capital del Guayana francesa. Lugar de la colonia penitenciaria más famosa y más feroz de Francia.
[79] Henri Murger fue un escritor francés del siglo XIX (1822-1861).
[80] Louis Eugêne Cavaignac (1802-1857), general y político francés con tendencias republicanas.
[81] Miembros de La Montagne. Grupo político de la Asamblea legislativa y de la Convención nacional de Francia, durante la Revolución francesa. Su permanencia en la asamblea nacional duró de 1792 a 1795, fecha en la que fueron eliminados del arco parlamentario y de la vida política. El nombre proviene del hecho de que los diputados miembros de este grupo se sentaban en los bancos más altos de la Asamblea.
[82] Lissagaray, Hippolyte Prosper-Oliver. La comuna de París. Editorial Txalaparta 2004.
[83] Rochefort, H. Aventures de ma vie (Aventuras de mi vida), vol. 3.
[84] Ver apéndice 2.
[85] C. Pelletan. La semanie de Mai (la semana de mayo).
[86] Le journal des débats (El diario de los debates).
[87] Primer diputado musulmán de la historia de Francia. Como consejero municipal se interesó por las cuestiones de higiene pública y de ayuda a los más necesitados, gracias a su estatus de médico.
[88] Barot, Odysse. Dossier de la magistrature (Expediente de la magistratura). N. de A.
[89] La Masacre de San Bartolomé fue el asesinato en masa de hugonotes (cristianos protestantes franceses de doctrina calvinista) durante las guerras de religión de Francia del siglo XVI. Los hechos comenzaron en la noche del 23 al 24 de agosto de 1572 en París, y se extendieron durante los meses siguientes por toda Francia.
[90] Jeanne-Jacques-Marie-Anne-Françoise de Virot Sombreuil, condesa de Villelume. Más conocida como Marie-Maurille. En septiembre de 1792 accedieron a no guillotinar a su padre, detenido por actividades contrarrevolucionarias, a cambio de que bebiera un vaso de sangre azul.
[91] Nombre dado a diferentes meses en el calendario de la Revolución francesa.
[92] En el contexto de una revuelta republicana, el 15 de abril de 1834, todos los habitantes de una casa de esa ciudad son masacrados por haber supuestamente disparado sobre una patrulla del ejército.
[93] Calle en la que Dumas situó a su personaje más conocido, d'Artagnan.
[94] La guerra de la Vendée es el nombre dado al enfrentamiento civil entre partisanos y adversarios del movimiento revolucionario que se dio en el oeste de Francia, entre el año I y el Año IV (1793 et 1796).
[95] Conocido verdugo.
[96] Anarquista al que acusaron de poner una bomba en un teatro en 1882, muriendo olvidado y en la miseria en 1930.
[97] Théroigne de Méricourt, nacida Anne Josèphe Terwagne, más tarde adoptaría en nombre de Lambertine. Fue una política y feminista de origen valón que tuvo importante rol en la Revolución francesa.
[98] Le Voleur según Le Droit, 29 de diciembre de 1871 pp. 1083/1806.
[99] H. Lissagaray, op. cit. pp. 434 y 435.
[100] Obreros tejedores de Lyon que se levantaron en armas contras las duras condiciones de trabajo a las que estaban sometidos en 1831, 1834, 1848 y 1849.
[101] Tribu de los pueblos originarios de los Estados Unidos de América.
[102] Botella de champán de doce litros.
[103] Árbol originario de Caledonia, de la familia de las mirtáceas.
[104] Michel, Louise. Mémoires (Memorias), pp. 304-13. Obra inédita en castellano.
[105] Ver apéndice 3.
[106] Poeta y revolucionario nacido en París, 1816-1887 autor de la letra de La Internacional.
[107] Motes de la época para Luis XVI, María Antonieta y el Delfín.
[108] Publicada por La Liberté, Bruselas, abril de 1871. N. de A.
[109] Publicado por los proscritos de Londres en 1874. N. de A.
[110] Resumen de la Gazette des Tribunaux. N. de A.